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Camafeísmo del insulto en el 900 montevideano. Herrera y Reissig y De las Carreras intervienen en la polémica Ferrando-Papini

Aldo Mazzucchelli





El texto que aquí se transcribe y da a conocer fue, probablemente, una contribución desinteresada de Herrera y Reissig -y de Roberto de las Carreras- a la agria polémica entre Federico Ferrando1 y Guzmán Papini y Zas2, que culminó cuando, en un episodio casual, Horacio Quiroga mata de un tiro a su íntimo amigo Ferrando, el 5 de marzo de 1902. Tal polémica es bien conocida en medios literarios en el Uruguay3. Comenzó cuando Papini publicó una silueta de Ferrando (o mejor dicho, cuando Ferrando se atribuyó una silueta literaria publicada sin referente explícito por Papini), en La Tribuna Popular, el 26 de febrero de 1902. La silueta, titulada «El hombre del caño», hacía sobre todo caudal de la presunta falta de higiene del literato al que se aludía. Al día siguiente, Ferrando se pone el sayo en El Tiempo, en donde publica una breve nota, en la cual explica que la causa de haber sido atacado por Papini es que él había publicado antes algunas críticas a un libro de versos de aquel. En un tono circunspecto y elegante le informa a Papini que cuando él quiera, está dispuesto a dirimir el asunto en el campo del honor. Papini sube la apuesta, y aprovecha esa respuesta para, el 1.º de marzo, titular su siguiente artículo, con sorna, «¡Apareció el del Caño!». En él adopta primero un tono de chanza, insistiendo con la acusación de falta de higiene de Ferrando, a quien identifica como «crítico» -dando quizá pie así a la inferencia de causas que había hecho éste en su nota del día 27. No obstante, ese estilo en apariencia liviano se vuelve sombrío al final, cuando Papini cambia abruptamente a la amenaza, y escribe:

Para calmar las excitaciones nerviosas de esos enfermos, las píldoras de plomo del Dr. Smith Wesson son las recomendadas por la experiencia. Esas píldoras se compran o se encuentran, si se buscan.



Esa amenaza se volverá en trágica premonición cuando los acontecimientos se precipiten en los días subsiguientes. Ferrando, aparentemente motivado por la amenaza de Papini y por la perspectiva de un duelo que él había apurado y veía ahora cercano, manda comprar un arma de fuego, una pistola Laufaucheaux, y cuando Horacio Quiroga vuelve de un viaje el día 5 de marzo y lo visita para ponerse al tanto de estas últimas novedades, sucede, a las 6:45 de la tarde, lo que la misma Tribuna Popular narra en su edición del 6:

Mientras Quiroga se ocupaba de inspeccionar el arma y cargarla a la vez, los hermanos Ferrando que se hallaban sentados en la cama, observaban la operación. Quiroga se hallaba frente a Ferrando y después de cargar el arma al cerrar los dos caños para asegurarla se le escapó un tiro, hiriendo de tanta gravedad al joven Federico Ferrando que dejó de existir casi instantáneamente. El proyectil le penetró por la boca y quedó incrustado en el hueso occipital.



En la misma edición del periódico, en la columna adyacente, se recuerda que Prudencio Quiroga, el padre de Horacio Quiroga, había muerto también en frente a su hijo, por la descarga accidental de una escopeta de caza.


La participación de Herrera y Reissig y De las Carreras

La clave para apreciar la intervención de Herrera y Reissig y De las Carreras en el episodio está en la segunda contestación de Ferrando a Papini. Esa contestación, que salió en el periódico El Trabajo el 4 de marzo, contiene una serie de párrafos y referencias que revelan tal participación, y que muestran que Ferrando empleó el texto que hoy transcribimos, de Herrera y Reissig, como fuente para esa última, y por cierto violenta, respuesta.

Comienza Ferrando diciendo nuevamente que Papini es un cobarde y que ha rechazado el enfrentamiento a duelo que él dice haberle propuesto. Luego revela la presencia de terceros que le arriman datos sobre su oponente: «Por otra parte, los informes que me llueven a propósito de la larga vida de este desventurado, se acuerdan magníficamente con este hecho culminante de su existencia miserable [...]». Pasa Ferrando entonces a recordar episodios de cobardía, que habrían tenido como protagonista a Papini, en el transcurso de «la revolución que concluyó en Piedras de Espinosa»4. Aquí está ya bebiendo directamente del manuscrito herreriano, que dice:

En la última campaña revolucionaria de Piedras de Espinosa, el Tirteo Guzmán Papini tuvo una figuración brillante, debajo de las carretas, donde se le halló sin conocimiento, trémulo de espanto, clamando por la familia.



El segundo momento en que Ferrando parece refundir la colaboración oculta de sus corresponsales Herrera y De las Carreras, es en el siguiente párrafo. Publica Ferrando:

En este país, leer cualquier cosa que otros no lean pasa por ser obra de talento. Guzmán leyó y plagió. Primero a Lugones, y estos plagios pueden verse en las composiciones que publicó en «La Revista Nacional»; después a Díaz Mirón, a Gutiérrez Nájera y a Flores, luego a Balart, más tarde a Andrade, Zorrilla, Bécquer, Vicente Medina, Herrera y Hobbes5, Rueda, etc., etc., y ahora plagia a Darío y vuelve a Rueda, lo cual es la agonía postrera, y roba sus consonantes a los sonetos de Los Arrecifes de Coral.



Herrera había escrito:

plagiario evidente de Olegario Andrade, Díaz Mirón, Manuel Flores, Leopoldo Lugones, Gutiérrez Nájera, Vicente Medina, Herrera y Hobbes, Federico Balart, Quiroga, Zorrilla de San Martín, Becquer, Rubén Darío, Almafuerte, Eliseo Ricardo Gómez y cuanto poeta existe en América.



El concepto es el mismo, sólo el orden de los nombres se ha alterado. Otras referencias comunes difícilmente sean obra de la casualidad, como la mención al «colmillito» de Papini que hace Ferrando, que sigue la hecha al «colmillo elefantino cascado por la blenorragia» por parte de Herrera, o las referencias al mayor Isasmendi y el rol de ayudante de Papini en sus aventuras amorosas, que están en ambos textos; el párrafo criticando la variabilidad política de Papini, la idea de que éste se ofreció como «camarero» al Club «Vida Nueva», etc.

Las semejanzas entre el texto de Herrera y el de Ferrando son notorias y evidentes, y prueban la participación del primero en el texto del segundo.

*  *  *

Un párrafo merece, aquí, el rol de Roberto de las Carreras en el episodio. Durante nuestra investigación y transcripción de manuscritos en prosa inéditos de Herrera y Reissig que se encuentran en la Colección particular de ese autor en el Departamento de Investigaciones y Archivo Documental Literario de la Biblioteca Nacional en Montevideo, para la prevista publicación de su monumental Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de Herbert Spencer, hemos encontrado un indicio claro de la misma, que se encuentra en el verso de uno de los folios en los que, en el recto, Herrera escribía su capítulo sobre «Etnología - Medio Sociológico» del antes mencionado Tratado... En esa hoja, con la caligrafía inconfundible de De las Carreras, hay escrito un párrafo, precedido por un número 2/, lo que indica que se ha perdido la página anterior de este texto. Ese párrafo es el siguiente:

El ignominioso poetastro Guzmán Papini y ¡Zás! (ex repartidor de mercado...) modelo de asco... Versificador de una dulzonería repulsiva, ídolo de la plebe, adulador nacional, príncipe del ripio, estólido, chato, palafrenero, [lamido] detritus social, plagiario impávido y reconocido de Balart, Díaz Mirón, Olegario Andrade, Vicente Medina (español), Gutiérrez Nájera y cuanto poeta hay en Sudamérica. Cobarde, mandria, deshonra de su sexo, insulto a la civilización, lacra de hombre, hijastro de la Naturaleza, Triboulet, hambriento camaleón político, plebeyo, molusco repulsivo cuya catadura viscosa revela un abolengo de carnicería.

Juan Francisco Piquet, un viveur, un bellaco, un rufián que ha hecho la [...] de los turisferarios.



A primera vista, el fragmento es muy similar a una serie de pasajes en el texto completo que tenemos de Herrera y Reissig, lo cual ya representa un problema. A éste, se agrega otra complicación en la última línea, pues en ella el texto parece continuarse con una nueva sarta de insultos, dirigida ésta a Juan Francisco Piquet. ¿Qué significaría tal «continuado» de insultos literarios? ¿Escribió primero uno de ellos -Herrera o De las Carreras- un «modelo» de diatriba, aplicado en serie a diferentes personajes, que luego el otro desarrolló? ¿Se trata de un trabajo en común, que el manuscrito herreriano resume? ¿Había en el texto contra Papini escrito por De las Carreras una mención a Piquet?... Como se verá en seguida, es probable que el creador de este estilo sea, dentro del par al que nos referimos, Herrera y Reissig. En cualquier caso, la tantas veces mentada colaboración entre Herrera y Reissig y De las Carreras tiene, en estos fragmentos, una prueba difícil de rebatir. Estos manuscritos demuestran que la colaboración llegó a niveles estrechos, con textos de puño y letra de ambos en una misma hoja de papel, y con temas abordados por ambos con un estilo más que similar.

La sospecha sobre esta colaboración en algunas diatribas es un tema alguna vez mencionada por la crítica que se ha ocupado con cierto detalle de estos dos personajes del '900. De acuerdo con las investigaciones inéditas de Roberto Ibáñez -quien apunta ya la posible participación de Herrera y Reissig en la polémica Ferrando-Papini-, César Miranda, cercano amigo de Herrera y Reissig, había afirmado que el ataque de De las Carreras a Vasseur «fue escrito, parcial o totalmente por Julio, pues Roberto se hallaba entonces deprimido y sin vena». A su vez, en la décima epigramática insertada en sus «Palabras del buen ladrón», con que Herrera respondió en polémica con De las Carreras en 1906, describe Herrera a su hasta entonces amigo Roberto como: «aquel que requiriera -(exhausto por la derrota, chupado por el vampiro de la fatalidad en sus naufragios morales, enfermo, cálido del pensamiento)- mi salvavidas literario, esto es, páginas enteras que yo he cincelado y que él firmara».

De ser cierto lo que afirman esos testigos directos, y lo que el mismo Herrera indudable aunque indirectamente señala, podríamos sugerir que el principal inspirador de este estilo acumulativo de insultar en el '900 fue Julio Herrera y Reissig, pese a que el único texto público que expone tal estilo es uno que De las Carreras firma, en su polémica con Álvaro Armando Vasseur de junio de 1901, y que comienza «Armandito Vasseur a quien todos conocen en Buenos Aires por los deliciosos epítetos de Ovejita, Cachila, Ovejita loca (Florencio Sánchez), Sulamita [...]». Si esta es marca del estilo herreriano, como sospechamos, esta diatriba acumulativa firmada por De las Carreras vendría de aquellas páginas que Herrera y Reissig recuerda haber «cincelado» a pedido de su amigo.

Roberto Bula Píriz, por su parte, ha afirmado que Herrera había escrito este manuscrito de «El Payador...» contra Papini en 1908, cuando Herrera «se disgustara» con éste6. De ninguna manera puede, este manuscrito sobre el que hoy escribimos, ser de 1908. Aparte de las coincidencias mostradas con el texto de Ferrando de 1902 y de la mención al levantamiento de Zenón de Tezanos en 1899 como «la última revolución» -lo que circunscribe temporalmente el texto como anterior a 1904-, hay que agregar que, para 1908, el estilo herreriano estaba, en público y en privado, alejado de aquel arte del insulto que cultivó con cuidado de orfebre en los primeros dos o tres años del siglo.




Sobre el ejercicio del camafeísmo del insulto

Estas polémicas plantean al lector al menos dos problemas, aparentemente de índole diferente, que creo sin embargo que, por virtud de la síntesis que obra la literatura, se funden en uno solo. El primero de ellos es estético, el segundo es, por así decirlo, moral. Comenzando por el segundo, una de las impresiones que puede dejar el texto es de -a veces intenso- desagrado. El hecho mismo de acumular calificativos denigrantes, todos ellos de índole personal y no conceptual o doctrinaria, puede apartar con un gesto de rechazo o desdén a algunos lectores. Esa ha sido la tónica con que alguna vez la crítica ha recuperado estos textos, e incluso, por supuesto, una reacción común en el momento mismo de su publicación -como lo testimonian breves notas que los periódicos a menudo publicaban deslindando responsabilidad con el tono de los contendores. Se ha reprochado a estas polémicas literarias del '900 el haber sido, las más de las veces, de índole «egocéntrica» y «personal», dejando de lado otras formas de argumentación -otras formas de las que es muestra, por ejemplo, la polémica de época cercana entre Pedro Díaz y José Enrique Rodó7. Es ese, especialmente, el reparo con el que Emir Rodríguez Monegal las presenta en Número8 en la primera de las reediciones de piezas de parecido tenor que se ensayará. Allí dice el crítico que la polémica «como género literario no ha logrado desprenderse en nuestro país de los vicios [...] de una formación [...] típicamente demagógica», y al lamentar que los polemistas hayan intentado siempre «causar el mayor daño posible al adversario, entendiendo por tal a la persona y no a la posición intelectual de la misma», observa que «nunca se ha atacado la substancia misma de la polémica».

Habría podido, quizá, observársele a Rodríguez Monegal -quien se inclina aquí por el enfoque moral-, que, en el caso que nos ocupa y en muchos otros, no hay otra sustancia de la polémica que la consumación de la propia estética, la exhibición del propio estilo, haciendo uso para ello de la figura moral de alguien a quien, más o menos ocasionalmente, se ha identificado como enemigo. Las polémicas del '900 son torneos de estética verbal en los que ganará no el que tiene más sólidos argumentos, sino el que escribe mejor. Los rivales, simplemente, no están debatiendo en términos ideológicos, sino que compiten por el laurel de escritor más brillante. Sus calificativos no están al servicio de la ética, sino de la estética.

Y este, el de la estética, es la otra cara del problema, y permite desarrollar una mirada distinta. Para comenzar, es casi ocioso decir que hay una deliberada voluntad de estilo en estos textos. Ello es notorio para quien haya frecuentado más de una de estas polémicas, especialmente aquellas en las que hayan intervenido Herrera y Reissig y De las Carreras. En algunos textos de éstos, y muy señaladamente en el que transcribimos hoy, se plantea con coherencia una técnica que ambos eran muy conscientes de estar desarrollando. Así consta en el también inédito manuscrito «Prolegómenos de una epopeya crítica (A la manera de Platón)», escrito en colaboración por ambos entre 1901 y 1902, que comienza así:

JULIO.-    (Galante.)  Has metodizado una carcajada.

ROBERTO.-   (Complicado.)  Has cincelado un insulto.



La comprensión que tienen los autores de su trabajo es una que prioriza la risa y el estilo. La «técnica», como dicen, está presente en las dos breves valoraciones que hacen uno del otro. Esa técnica que «cincela», como dice De las Carreras, el insulto, volverá a ser mencionada enseguida:

JULIO.-  Tu obra, tu burla orquestal es una ópera en prosa.

ROBERTO.-   (Ingenuo.)  ¿Como las de Flaubert...?

JULIO.-   (Exaltado.)  ¡Eres un camafeísta del insulto!

[...]

ROBERTO.-  Hemos insultado a la América del Sur, desde el Uruguay hasta el istmo de Panamá.



El texto contra Papini, ejemplo privilegiado de ese camafeísmo, esta vez en manos de Herrera y Reissig, se organiza en el recurso a la repetición, a la acumulación, al catálogo. La acumulación es la mímica sonora de la decoración y el mobiliario del Novecientos, imita topológicamente a la tantas veces descrita tendencia a la superposición de diversidades propia de un espíritu finisecular que ya estaba impuesto desde hacía un par de décadas en Montevideo, y sobre el que Herrera y Reissig se eleva para usarlo, al tiempo que juega, ya consciente de él, con él. Sobre esa estrategia general, una estructura en bloques temáticos, con sus crescendos y sus remates, con una hábil alternancia de insultos hechos de imágenes complejas, que luego son aliviados por ametralladoras de epítetos, cada uno de éstos, una sola palabra.

Capítulo aparte, que no se puede desarrollar aquí, es el trasfondo ideológico y la cosmovisión que emplea Herrera para edificar la catacumba de sus insultos. Y por cierto, la identificación de la patología, de la «enfermedad», amparada en el arsenal de definiciones que la «ciencia» proveía por entonces, es criterio central para delimitar los territorios valorativos de esta prosa. El punto de convergencia entre las nociones de «patología», «sexo» y «raza» que sugiere Gilman9 se realiza en estos textos de Herrera y Reissig de modo frondoso y ejemplar.

La búsqueda de los sonidos precisos para permitir el fluir de esa repetición -una especie de sórdida ametralladora verbal que no deja respiro al lector en su operación de asimilación de calificativos-, junto al hallazgo repetido de metáforas e imágenes, a cuál más original y a menudo graciosa per se -además de ser de interés para la historia cultural como catálogo terminológico-, van construyendo un tejido que, por obra y gracia de ese efecto estético, termina quizá conspirando contra el efecto «moral» del que hablábamos primero.

El lector, rechazado o abrumado primero por la catadura de los insultos, no tardará en empezar a disfrutarlos en su seguidilla que genera un efecto narcótico, residual, humorístico y musical a la vez.

En lugar de acentuar la gravedad de los cargos levantados, la literatura empieza a tomar preeminencia sobre ellos, la estética comienza a torcerle el cuello a la ética. La risa ocupa el lugar de la seca descalificación, la relativiza, difuminando en algo la referencia personal. Después de leer un par de estas sartas de insultos, uno empieza a tener la sospecha de que el insultado es menos importante que los insultos, y que la misma técnica se aplicaría a cualquier «enemigo» literario de turno10. Y cuando uno sabe, además, que esos enemigos han ido cambiando, y que con ellos a menudo los camafeístas restablecerán relaciones -las habían cultivado también antes- en poco tiempo, entonces se ve que el nivel de profundidad y seriedad ética de estos cargos que se levantan, para el caso, contra Papini, no calan tan hondo como el deseo de consumar la maestría en una especie de sub-género literario que, en su construcción en complicadas volutas de sonido e imagen, no es ajeno a la estética modernista en general. Como muestra de lo afirmado recién, cabe recordar aquí que Herrera y Reissig y Papini y Zas habían cultivado relaciones cordiales en los años anteriores. El 30 de julio de 1898, Papini publica en La Razón su poema «Tierra y Luz», que dedica «Para Julio Herrera y Reissig». A su vez, el 1.º de setiembre en El Uruguay Ilustrado, Herrera y Reissig publica «Nieve floral», con una dedicatoria «A Guzmán Papini y Zas». En años que siguen a este desgraciado incidente se los encontrará de nuevo en correctas relaciones.

En suma, la voluntad estética, más que el encono personal, resulta un punto clave en todo este «camafeísmo» -metáfora descriptiva de estos textos que luce maravillosamente elegida por sus propios agentes. Además de las legítimas prevenciones morales que pueda despertar, alerta al lector acerca del lugar que la risa tuvo en la visión de su rol como escritores a nivel público en estos, los primeros intelectuales y artistas a la vez que se plantearon, en el Uruguay, actuar como literatos sin poner la pluma al servicio de una causa política de momento.

Herrera y Reissig lo advertía en su Tratado de la imbecilidad..., donde anota:

[...] lo que yo escribo en estos momentos es tan hijo de la risa como de la ciencia. Bien que Voltaire haya dicho de la risa que es una ciencia burlona... Por otra parte mis constataciones son hipótesis de hipótesis como dijo el filosofo, y esto te servirá de consuelo, lector bizantino [...]



A continuación, nuestra transcripción de la diatriba contra Papini y Zas escrita por Herrera y Reissig, con probable colaboración de De las Carreras, insumo de Ferrando en la polémica que apuraría el fin de sus días.




El Payador Guzmán Papini y ¡Zás! (que pudo llamarse Apolo)

El conocido por los nombres de lagarto viejo, concubinato, por seis vintenes, condón gastado, el varioloso metrómano, el inspirado imbécil, el pollino trilingüe, el crédito de la estupidez montevideana, el derrengado chacuero, el repelente plagio de hombre, el espermatozoide atáxico, el fenómeno conyugal, la reencarnación de Bertoldino, el atentado a la virilidad, la caricatura de Cuasimodo, el curculio del chapatal, el microcosmos de bellaquería, el babuino masturbador, el bagazo diarreico, el descrédito de los apellidos terminados en ini, el badulaque de los arrabales, el patentado tilingo, el bodrio mantecoso, el desperdicio de los contubernios, el cacófago, el bandullo, la bazofia, la excrecencia de los conventillos, el miserable cuartago, la cagarruta humana, el estantigua de carnestolenda, la hidra de las zahúrdas de inquilinato, el ludibrio de su sexo, el calabacinate de la chusma, el camastrón indigno, el muérdago de la calle Santa Teresa, la carcoma de los cuchitriles, el cobijero profesional, el mito pringoso, el villano, la escolta de la mulatería entronizada, el arquetipo de la miseria, la cábala de la imbecilidad triunfante, el bípedo deformado cuya burlesca humanidad, orgullo teratológico, debiera ser contratada por algún museo del Viejo Mundo, el abanderado hipócrita, el conductor esotérico de todas las infecciones, el pólipo de su raza, el hervidero de microbios internacionales, cuyas emanaciones se recomiendan para estornudar, el pasivo de los tipógrafos de la Tribuna Popular en el Reducto desde su infancia, donde fue varias veces apresado por vicios hermafrodíticos en la vía pública, el cocotte de los creófagos nocturnos que duermen en los bancos de la plaza Independencia, el ex favorito del cocinero del restaurant Papini (que perteneció a su abuelo), el desgonzado, el desvencijado, el resquebrajado, el pateado, el gonorreico, el bisexual Guzmán Papini (alias el impoluto), ex despachante de carnicería, nacido según declaraciones de varios parientes a la intemperie en una barraca del camino de Millán, de estirpe inmigratoria, quintaesencia del guarangaje, maricón hidrófobo, rata intoxicada, adulador misérrimo, falsario célebre, insultado hasta por los reos, hambriento de empleomanía; famoso por sus apetitos de gato cachondo en el Café de la Unión (Calle Yerbal), mucamo del club Vida Nueva, antiguo caftén del Reducto, de quien se ríen en la propia cara las Maritornes de Montevideo; cuyo retrato sirve de mofa en las redacciones de «La Mosca» y del «Quijote», Guzmán Papini, que debiera hallarse en la Casa de Aislamiento, foco vivo de epidemia, que se lava por capricho y eso tan sólo el día de su cumpleaños; Guzmán Papini, el famoso tercero que le buscaba las queridas a Isasmendi, el laureado payador de esta comarca, se ha vuelto loco (lo que es raro, porque jamás un imbécil se vuelve loco) como lo prueba el haberse atrevido a manosear mi augusta furia, a morder mi cauda de intelectual con su colmillo elefantino cascado por la blenorragia, a roer villanamente con sus uñas enlutadas de minero carbonífero la higiénica excelencia de mi gusto estético.

Guzmán Papini, que antes de ser alienado tenía la enfermedad en potencia (traslado a Spinoza), es un isquemiado común, un macrobio deletéreo, un anormal inferior en el cual el psiquiatra hallaría enormemente desarrollada la protuberancia del idiota. Es un acorchado megalómano, un Musolino plebeyo de la literatura bandolera, un chalán del contrabando artístico, un buharro, un murciélago de biblioteca, un salteador de libros, un ladrón alevoso de metáforas, plagiario evidente de Olegario Andrade, Díaz Mirón, Manuel Flores, Leopoldo Lugones, Gutiérrez Nájera, Vicente Medina, Herrera y Hobbes, Federico Balart, Quiroga, Zorrilla de San Martín, Becquer11, Rubén Darío, Almafuerte, Eliseo Ricardo Gómez y cuanto poeta existe en América. Usa este efebo imprentil, en sus payadas ridículas, de una dulzonería de melón criollo y de licor de rosa. Su sentido filarmónico es el de un lagarto; sus estrofas lunancas, despernadas, desfondadas, detríticas, tartamudas, asmáticas son un empedrado de trivialidad soporífera, un babeo de reminiscencias. Dijéranse cachuchas antieufónicas, zipizapes de disonancias, coheterías de necedades con puntos admirativos, cumbres arrítmicas, macabras polimétricas, ensaladas de consonantes que dan jaqueca al sensorio, que dislocan hasta el organismo. ¡Es un versificador ripioso, insustancial, bobático, incoloro, parvífico, afeminado, vacuo que se cae de necio, deshonra de la rima, que hace milagros de imbecilidad!

Sus masturbaciones psíquicas, sus versos de una guaranguería de extramuros, son inferiores a los que llevan en su vientre los confites más ordinarios. El horror inofensivo que me ha inspirado siempre este cleptómano con su vaciedad oscura me recuerda el que según la vieja filosofía tiene la naturaleza por el vacío.

Mi orgullo de aristócrata me obliga a sonreír desde mi pedestal del origen terroso de esta canalla del sub-suelo, cuya falta de inteligencia débese atribuir a la pobre savia genealógica que da limosna a sus células. La pseuda intelectualidad de este muchacho es un cachivacherío de fósiles, es un pugilato de lecturas indigestadas que claman por un laxante. En las circunvoluciones laberínticas de su cerebro deforme cruzado de tubérculos, una muchedumbre de gérmenes morbosos determinan los desentones de su acordeón de microcéfalo. Si como dice Lombroso la Ciencia Moderna está llamada a dar celebridad histórica a los más eximios idiotas de la intelectomanía, los uruguayos se deben enorgullecer ante la idea de que el coplero de la Tribuna, Guzmán Papini, hará inmortal al país.

A lo dicho hay que agregar que Guzmán Papini es un mirasol político, un malandrín, un fullero, un adulador a intervalos de Herrera, Tajes, Batlle, Cuestas, Ricardo Estévez, etc.; un gusano pegajoso que se adhiere al árbol que le da más frutos; un cuzco despreciable de la vanidad criolla, manejado a patadas por Don Alberto Zorrilla, quien como es notorio le ha hecho salir callos en las posaderas; es un lacayo servil, un lamedor baboso de Petit, Ferreira y José Rodó, que se vende a bajo precio, cuyo sueño ha sido siempre llegar a ser diputado.

Es una hipérbole de cobardía; un absoluto de miseria; una Epopeya de ridículo. Es el compendio encarnado de mi famoso libro de la Imbecilidad del País, que saldrá a luz próximamente. En la última campaña revolucionaria de Piedras de Espinosa, el Tirteo Guzmán Papini tuvo una figuración brillante, debajo de las carretas, donde se le halló sin conocimiento, trémulo de espanto, clamando por la familia.

Tal es a grandes rasgos la personalidad de este extracto de bellaquería, de este parvenú misérrimo, que tiene tíos en la Calabria, de esta cucaracha de las redacciones, de este escorpión de la envidia, de esta ironía de ser humano que es l'affiche de La Raza de Caín, de este epigrama disfrazado de hombre, de este burrajo de la sociedad, de este espermatozoide frustrado, de esta pelota errante de la famografía, de este bambarria cuya estupidez es tan popular como La Tribuna, de este Perckyas de Carnaval, de este predilecto ungido por la musa de la viruela: mandria, rufián lunfardo, pollino, futuro unicornio, granuja, ladrón, cobarde, molusco cuya catadora viscosa revela su abolengo de carnicería.







 
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