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Véase J. P. SARTRE, ¿Qué es la literatura?, Edit. Losada, Buenos Aires, 1950, pág. 64 (traducción de Situations, II).

 

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Encuentro usada la voz de esta forma ('terquedad animal', un matiz despectivo que no tiene jamás en Cela; 'bruto, que no se aviene a razones', etc.) en un programa de cine-club juvenil, redactado por estudiantes universitarios: «¡Con qué calor se había preparado todo, sesión de gala, luces, presentaciones de director e intérpretes! ¡Qué pronto se vino todo abajo, al chocar contra la tozudez carpetovetónica del señor gerente de la distribuidora!» (Cine-club universitario, 8.ª temporada, Salamanca 25 octubre 1959). Claro es que este ejemplo tan tardío ya puede estar influido por la obra de Camilo José Cela. Como era de esperar, en el habla castellana media, la voz no circula.

 

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El interés de Camilo José Cela por José Gutiérrez Solana quedó palpable y bien definido con el discurso de entrada de Cela en la Real Academia Española, dedicado a La obra literaria del pintor Solana (26 de mayo de 1957; contestación de Gregorio Marañón). En ese estudio, hecho con amor, donde Camilo José Cela analiza la corta y densa obra escrita de Solana, se pueden seguir, paso a paso, muchas de las agudas miradas comprensivas que nos despiertan los héroes de los apuntes carpetovetónicos. El estudio citado figura ahora como páginas preliminares a la edición total de la Obra literaria de Solana, Madrid, Taurus, 1961.

 

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Los libros de Ciro Bayo (hoy casi olvidados) son un claro precedente de muchos aspectos del arte de Camilo José Cela. En especial, El peregrino entretenido (Viaje romancesco) (1910), y Lazarillo español (Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso) (1911). De este último, reconocemos, en ocasiones, una estrecha relación de parentesco con actitudes, decisiones, juicios, etc., del vagabundo Camilo José Cela: el lanzarse al camino a lo que saliere, dejando al azar la elección de la ruta; las charlas con la gente de los pueblos, el trabajar en menesteres ocasionales para poder, con lo ganado, seguir adelante; la descripción encariñada de aspectos folklóricos o de la pequeña vida rural; el interés por la reacción literaria de los campesinos; la atención prestada a los llamativos anuncios comerciales, o al léxico rural; etc. El patear los caminos de España, buscando en sus revueltas la más expresiva manifestación de la vida popular, fue uno de los grandes (si no el mayor) entusiasmos de Ciro Bayo, personalidad atrayente y múltiple. Su literatura, teñida de resabios librescos, de ligeros arcaísmos, no alcanzó la jugosa espontaneidad de sus coetáneos, pero está cuajada de interés. Camilo José Cela ha sabido comprender su lección muy acertadamente.

 

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El uso de los apodos es otro vínculo -por si no hubiera ya suficientes- que nos recuerda los rasgos del viajero y vagabundo del Viaje a la Alcarria y de Judíos, moros y Cristianos. Véase todo el apartado VI, El coleccionista de apodos. Allí nos encontramos con un copioso repertorio de voces para designar a los naturales de pueblos en Madrid, Segovia, Ávila, Cuenca: «...coleccionar apodos es un entretenimiento honesto y divertido y bien merece la pena exponerse a que en cualquier pueblo acaben manteándolo a uno en una era o terminen por tirarlo de cabeza al río desde cualquier puente abajo».

 

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Estrechamente emparentado con el apunte carpetovetónico es el tomito Historias de España. Los ciegos, los tontos (Madrid, Arión, 1958). Las breves historias son, ante todo, un prodigio de meditada arquitectura. En nueve estampas se desarrollan ambos grupos (ciegos y tontos), teniendo, en la primera (Cuenta de los ciegos; Cuenta de los tontos), una manera de recapitulación apiñada de todo lo esencial que va a venir; posteriormente, en cada una de las estampas, una para cada personaje, se van desenvolviendo aquellos elementos que, en la primera estampa, se insinuaban o aparecían enmarañados en el total. Se trata de un cuidadosísimo proceso de recapitulación y diseminación, llevado con evidente maestría. En estos apuntes no faltan los rasgos que venimos encontrando en la literatura de Camilo José Cela, pero aparecen con un carácter de cierto barroquismo, voluntariamente obtenido; una rotunda estructura, en la que, después de un torbellino de desazón, no queda ni un solo cabo suelto. Los personajes aparecen también evidentemente exagerados, retorcidos, moviéndose en una macabra procesión de fantoches, que, como en el caso de los ciegos ocurre, llega a producir verdadero escalofrío. Escalofrío que no es provocado precisamente por el aparato o las reacciones de los que allí aparecen moviéndose y en lucha (los ciegos golpeándose estúpidamente con garrotes, en el centro de la plaza, al reclamo de unos cencerros que la mitad de ellos lleva colgados del cuello), sino por lo puramente estático y pacífico: «En el balcón del ayuntamiento, adornado con la bandera española, las autoridades locales -el alcalde, el cura, el sargento de la Guardia Civil- sonríen, consentidores y ufanos, a la multitud. Fue una lástima que el mal tiempo desluciera la función.» (En los tontos, el estremecimiento se produce ante el impasible recuento judicial de los nueve muertos.)

Sé muy bien que no existió prejuicio simbólico al nacer estas páginas. Pero para el lector, que hace con la criatura de arte lo que su particular sensibilidad le tolera o aconseja, existe una multitud de vertientes para la interpretación. ¿Quiénes son los ciegos? ¿Dónde está el límite entre la caricatura y la simple crueldad? ¿En qué lugar de la plazuela poner las lindes en que los ojos vuelvan a ver a las «autoridades» fuera de la pelea? ¿Qué hace el pobre torito aculado a los chiqueros, a ver qué pasa, horrorizado y sensato a la vez? ¿Quiénes son los ciegos en verdad?

Dejando aparte estas visiones de la muñequería nacional -¡otra vez Solana!-, hay que destacar el prodigioso alarde de lengua de estas Historias de España, el ejemplo más claro en la obra de Camilo José Cela, de cómo el estadio popular del habla se convierte en noble arquitectura artística.

 

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El lector de novelas, medio y avisado, encontraría en seguida, después de leer La colmena, un asidero entre Camilo José Cela y John dos Passos, cuya segunda novela importante, Manhattan Transfer (1925) gozó de gran divulgación en los años mozos del escritor español. (No así la trilogía U. S. A., verdadera epopeya de la masa, de la colectividad.) Pero las diferencias son también muy señaladas. Cela concretiza el tiempo de sus libros parcelando a unas horas lo que en Dos Passos es años y generaciones -sin contar la tendencia política del novelista americano. El agudo sentido crítico de Manuel Durán ha señalado las posibles concomitancias muy certeramente (La estructura de La colmena, en Hispania, XLIII, págs. 19-23). De todos modos, interesa, para lo que vengo llamando «destierro del aldeanismo nacional», el parentesco extranjero de la admirable novela de Camilo José Cela. No existía en la literatura española nada de ese tipo (a no ser la todavía escasa Lucha por la vida, de Pío Baroja). Creo que los motivos de La colmena son siempre europeos, aún sin destacar el conocimiento del novelista norteamericano: Jules Romains (Les hommes de bonne volonté), Louis Aragon (Les beaux quartiers) y, sobre todo, Sartre. Y al hablar de «motivos» no quiero decir dependencias, sino, como ya queda dicho atrás, la urdimbre común vital de una época, a la que no puede sustraerse Cela, como no puede sustraerse ningún hombre consciente de su papel y de su tarea.

 

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Lo americano se percibe también en las formaciones nuevas obtenidas con arreglo a lo peculiar idiomático: viejera, no vejez, mismitica, no mismita, etc.; también en los vocativos: cuñao, vale, etcétera.

 

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Compárense estos ejemplos de Judíos, moros y cristianos: «...sus garzones de boina y acné juvenil, sus zagales que aprenden para cura, para mancebo de botica, para comerciante, para veterinario, para auxiliar de hacienda, para escribiente de juzgado, para muerto en olor de santidad». «El señor del coche era un tío con suerte, un hombre que tenía un coche lucido, una mujer muy aparente y una pelambrera revuelta.» A veces, el desencuentro cómico lo proporciona una sola palabra, que, de nivel inferior a lo que se quiere decir, provoca, de inmediato, una reacción despectiva, cómica, irónica, destructora de toda solemnidad; por ejemplo, al contar las numerosas veces en que, por su heroico comportamiento, Roa fue incendiada, decir sin más: «Roa, en el siglo pasado, fue villa combustible.» El adjetivo combustible basta por sí solo para delatar toda una actitud ante los hechos oficialmente gloriosos. Una situación muy cercana refleja la cita siguiente: «En cualquier campana, avisan que un vecino ha muerto. La campana tañe tan lúgubremente que el vagabundo llega a pensar que el vecino muerto debiera valer, cuando menos, por dos.» Esta inadecuación se usa muchas veces, con tendencia a la socarronería, valiéndose tan sólo de una sola palabra o de un esguince mental. Por ejemplo, cuando en una conversación teñida de forzada finura, de afectación, se quebranta el tono general del modo siguiente: «Inicial Barbero Barbero puso un gesto mirífico: -Pues, sí, ¡la verdad es que sí! En este mi oficio de ahora, amigo mío, hay que cuidar mucho lo que se dice, porque a la menor ordinariez se va uno a hacer puñetas...» Más sencillo es el ejemplo siguiente: «El peregrino se guardó sus dados en la bolsa y tuvo el gesto prócer de gastarse ochenta céntimos en pagar la última ronda.»

 

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Esta falta de la conjunción (recordemos que es un signo estilístico del arte azoriniano, tan lleno de enumeraciones inconclusas, aunque no se deba pensar, por ello, en una dependencia entre los dos estilos, el de Azorín y el de Camilo) proporciona, al dejar abierta y como desangrándose la frase, una agónica continuidad a las enumeraciones o a las acciones. Comp.: «Los mozos de Padiernos, templados y de palo pronto, trabajan la tierra y miran por el ganado en la dehesa Adijos, en la dehesa Montefrío, en la dehesa del Pedregal, en la dehesa de la Rinconada.» Estos mozos que laboran en tantas dehesas, en realidad, no laboran en ninguna concreta, sino que pura y simplemente laboran, es decir, no paran, no existe para ellos sosiego ni reposo. Esa lista de dehesas no tiene geografía finita, sino un constante fluir. La falta de la conjunción, al evitar el ritmo melódico de la entonación castellana en las enumeraciones, deja abierto el camino a un horizonte inalcanzable.

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