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Camilo José Cela

(Sobre «La sima de las penúltimas inocencias», de Camilo José Cela y Josep Subirats, Les Edicions de L'Estol D'Ocells de Pas, Barcelona, 1993)

Fernando Lázaro Carreter


De la Real Academia Española



Ayer un monumento; y estando el monumentado tan vivo y joven como se puede ver. Hoy un libro monumental. Camilo nació manifiestamente decidido a lo grande, y en ello ha perseverado con el éxito que confirman, en sólo dos días consecutivos, su cabeza y sus manos metálicas en la Universitaria, y el suntuoso volumen de L'Estol D'Ocells de Pas, la editorial barcelonesa que, acechando las bandadas de aves de paso, lo ha capturado a él esta vez emparejado con Subirachs, el escultor magnífico, el artista de todas las plásticas, uncida su vida ahora a una fachada del templo de la Sagrada Familia. Cela, amador de los libros, que, si buena vida da a los suyos, condigna veste les procura, y Subirachs se habían juntado para construir algo importante, pero no por mera adición, aunque eso sugiere la marca de agua de los pliegos, en que sus firmas se enlazan con un signo más. Preferible hubiera sido la cruz de San Andrés, el aspa multiplicadora, que expresa la homogeneidad del producto.

Porque, a la voz de Camilo responde el lápiz de Josep Maria, fundiéndose en la unidad que resulta de traducir para los ojos un lenguaje sonoro: tras leer cada una de las sesenta y cuatro breves prosas de que consta la parte del narrador, la mirada puede entregarse a la confirmación muda y complacida de la lectura en la correspondiente versión del dibujante, que no es mera ilustración, como digo, sino corroboración y síntesis y clave con líneas y espacios, de cuanto dicen las palabras. Nunca, por cierto, tan fundidas, porque éstas las escribe Cela en la misma cara del pliego y con el mismo tipo de lápiz en que y con que Subirachs dibuja. Luego, claro es, aquellas palabras se transcriben en netos caracteres tipográficos, de tal modo que cada prosa se muestra en tres versiones: la manuscrita, la dibujada y la transcrita. No estará de más consignar que también los fabricantes del fastuoso papel, el litógrafo, el impresor y el editor, atentísimo a la gestación, han contribuido a la majestad casi catedralicia de este volumen de siete kilos, cuyo nacimiento me complace anunciar.

Lo cual permitirá colegir a quien aún no lo sepa, que se trata de una obra para bibliófilos, presentada en rama, en sesenta y cuatro pliegos de dos hojas con tirada clausurada de sesenta y cuatro ejemplares de grueso papel barbado, cada uno con una prosa y un dibujo originales, y el resto hasta mil, en idéntico papel pero a medio rapar, donde, como es lógico, palabras y ornamentos se reproducen con toda la exactitud clónica a que la imprenta es hoy capaz de llegar.

A Camilo le place mucho publicar para bibliófilos -ahí está, lo menos lejano, si no yerro, el Reloj de arena, reloj de sol, reloj de sangre, de hace cuatro años-, y, sobre todo, le gusta salir al ruedo literario al alimón con artistas eminentes de pincel y lápiz; Pere Gimferrer, recordaba, juzgando este libro y glosando ese gusto, a compañeros de empeño como Zabaleta, Picasso o de Pedro. Añado yo a Lorenzo Goñi, a quien Camilo llamaba por su sordera El Sordico, y que tanta gracia derrochó en aquella inolvidable serie de Alfaguara que fue «A la pata de palo». No olvidemos que, al propio autor, aunque mayormente hace a pluma, le gusta ilustrarse. En esta Sima, hay unas pocas muestras de esa inocua adicción.

Pero son las letras, lo que dicen las letras, aquello que por evidentes razones de oficio se me ha invitado a glosar. Y ya he dicho, me parece, y si no, lo digo ahora, que el libro está constituido por casi de cinco docenas y media de muy breves capítulos, del tamaño que los lectores de Camilo conocemos bien, y que el autor nombra unas veces como fábulas, y otras como sainetillos. Con mayor neutralidad, opto por llamarlos prosas; «haz de prosas» es título que convendría también a esta nueva gavilla de fábulas con que el autor, riguroso moralista al fin, avisa de cómo caen en el abismo las inocencias penúltimas; es decir, de cómo están ya amenazadas las últimas inocencias. No lo hace, como es natural, con el lenguaje directo, simple y apocalíptico de un predicador. Dice un personaje de la Sima que, «quien habla claro, ofende a Dios». Por eso, el autor, para hablar claro sin pecar, pide ayuda al arte, y con él nutre, como suele, su arsenal de metatopías y matacronías historiales, que así llamo al lugar y al tiempo trocados, de metamorfosis, de ubicua memoria literaria, de genealogía, geografía, tropología y demás saberes que públicamente se reconocen en Camilo José. Con ellos y con muchos más están hechos estos «castigos»; recuérdese que así llamaban los medievales a las admoniciones y avisos. Los encamina el autor, me parece, sólo a los buenos entendedores, porque únicamente entre ellos pueden hallarse hoy inocentes.

Son prosas sin hilván. Sólo de la diez a la trece hay continuidad, porque desarrollan una «farsa sacramental» distribuida en «menudillos»; son los azares y vicisitudes de una tía del narrador, que tenía por nombre Braulia, la cual tuvo como amante a un primo de San Francisco de Asís, autor por cierto -Cela resuelve así, de pasada y con humildad, el hasta ahora resistente enigma- de nuestro viejo poema Razón feita de amor.

A este sistema de ideación, con apariencias oníricas, me refería antes al hablar de cómo en el libro se truecan los tiempos: todo lo ocurrido y lo no ocurrido, puede convivir en estas páginas, y no hay en ellas hombre o mujer capaces de permanecer en un solo ser y hasta con un mismo nombre. Espacio, tiempo y humanidad adquieren una extraña naturaleza, similar, aunque haya mucho que cambiar, a la que desconcierta en los cuadros del Bosco. Como sus pinturas, las prosas de Camilo pueden parecer creadas en crepúsculos de la razón, pero su supuesta irracionalidad parece más deliberada que obediente a la inspiración crepuscular exigida por la ortodoxia surrealista: resulta, pienso, de una ideación muy viva, muy despierta que, haciendo una higa a la razón y a lo razonable, va derecha a contar un mundo y unos acontecimientos que cree el autor que han sido mal contados y fosilizados por la lógica, la cronología, y demás artes disecadoras. Muchas veces, estas ciencias razonantes tienen ocultos sucesos curiosos y ejemplares. Así, sabremos también por Cela lo que no dijo Shakespeare: que Ofelia, por no saber nadar, murió ahogada en el Mar Menor, frente a Santiago de la Ribera, y que su cadáver, «fue llevado por las aguas algo al sur y su cabeza y sus pechos cubiertos de corales se llaman hoy isla del Ciervo e islas Hormigas». Y mil cosas más así de excitantes.

Camilo José, ya lo he dicho, rescata historias de personajes como admonición de ingenuos y distraídos. Así, y para no buscar lejos los ejemplos, ahí está en la primera prosa la hetaira Miss Priscilla Flagelación Pic, que tanto amó, y cuya cabeza, al rodar por los siete escalones durísimos del cadalso tras ser decapitada, iba diciendo muy finamente: «La causa de amar es amar, el fruto de amar es amar, el oleaje y la marea del amor es amar; la misma esencia de amar es amar, el fin de amar es amar; amo porque amo», etc., etc. No le habrían cortado la cabeza si hubiese tenido en cuenta al demonio Roque, que habitaba en el corazón del verdugo, y que, según el autor, había advertido: «No te dejes envolver por los ademanes melodiosos y venenosos, suaves y quizá emocionados, porque son todos falsos y resbaladizos». Cela cuenta, sin duda, esta triste historia de amor para que los últimos inocentes andemos muy atentos y alertados. Y así pasa con las demás historias. Ah, si yo les contara la de Mademoille Mauricette, aquella descocada que se mecía en los aires enseñando sus intimidades, sin importarle el efecto que producía en seminaristas y en damas caritativas, es decir, en seres limpios y transparentes.

La lectura lleva de revelación en revelación, todas diferentes, como es natural, y todas del tipo que, con esos ejemplos, intento describirles. Y cada prosa es, en rigor, un pequeño poema lírico, es decir, rebosante de subjetividad, aunque con forma de relato. Ese esencial componente lírico se revela en muchos momentos, como en el canto de la decapitada que acabamos de oír. Cela es esencialmente un poeta -no vanamente se declara en cierto momento colega de fray Luis-, pero, a veces, parece arrepentido de serlo, e interrumpe el curso del poema con un volatín, bien de gracia, bien de burla. Si yo fuera caracterólogo, lo encuadraría en el tipo de los artistas nerviosos, capaces de los mayores refinamientos, de las más exquisitas delicadezas, pero armados de una formidable capacidad de desgarro y sarcasmo. Exaltan y abaten con idéntico fervor. Coloco así a Camilo José en la compañía de Góngora, Quevedo o Valle-Inclán. Más joven, Umbral forma también en la misma tropa. Quien quiera verificar la exactitud del diagnóstico, métase en esta Sima.

Donde hallará aún más ocasiones para admirarse con las extraordinarias y siempre proclamadas bellezas de una escritura inconfundible. Cuando se utiliza como material del arte, no es el lenguaje un instrumento que admita trato de andar por casa. Si la literatura se propone construir mundos antes nunca existentes, el artista tiene que sentirse divino - «divinos» fueron proclamados muchos de ellos-, con la responsabilidad de un dios menor, pero dios al fin, que crea con el verbo. Una suma de lenguajes insolventes puede devolver al caos la Creación entera. Pero al mismo resultado puede llegarse si se obliga a los vocablos a más de lo que pueden. Los artistas nerviosos gustan de tales juegos, de acercar los vocablos al peligroso borde de lo imposible, de engolfarse tanto en ellos que pueden echar a perder el orden del mundo cuya solidez, todos lo sabemos, guardan las palabras.

Pues bien, esta es la afirmación que Cela copia de su evidente maestra Melitona Sin Camisa, llamada por algunos Melitona la de las Tres Tetas: «Poner cada palabra en su justo lugar y de forma que no desequilibre el orden del universo, que no altere el equilibrio del universo ni se despeñe por la sima de las penúltimas inocencias, es el oficio de los minúsculos dioses que rigen las pausas y las aceleraciones del tiempo». Es el remate del libro.

Sin duda, llama Melitona «minúsculos dioses» a los que yo he llamado antes «dioses menores»: poetas, narradores y demás enajenados por el lenguaje. Cela sabe llevar éste a los extremos más audaces y arriesgados, que es donde refulge. Y lo hace con tanta sabiduría y tacto, que, lejos de poner en peligro el equilibrio universal, lo confirma. Sus palabras atienden a impedir que el idioma conduzca al mundo a sima alguna, y, menos que a ninguna, a La sima de las penúltimas inocencias.





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