- I - |
|
Mucho más alto que los anchos valles, |
|
honda vivienda de la grey humana; |
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mucho más alto que las altas torres |
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con que los hombres a los siglos hablan; |
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mucho más alto que la cumbre arbórea, |
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llena de luz, de la colina plácida; |
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mucho más alto que la alondra alegre |
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cuando en los aires la alborada canta; |
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mucho más alto que la línea oscura |
|
que hay de la sierra en la fragosa falda, |
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donde empieza el imperio de las fieras |
|
y las conquistas del trabajo acaban... |
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Allá, en las cumbres de las sierras hoscas, |
|
allá, en las cimas de las sierras bravas; |
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en la mansión de las quietudes grandes, |
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en la región de las silbantes águilas, |
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donde se borra del vivir la idea, |
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donde se posa la absoluta calma, |
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su nido asientan los silencios grandes, |
|
el tiempo pliega sus gigantes alas |
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y el espíritu atento |
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siente flotar en derredor la nada...; |
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allá, en las crestas de los riscos negros, |
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cerca del vientre de las nubes pardas, |
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donde la mano que los rayos forja |
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las detonantes tempestades fragua, |
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allí vivía el montaraz cabrero |
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su tenebrosa vida solitaria, |
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melancólico Adán de un paraíso |
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sin Eva y sin manzanas... |
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Las sierras imponentes |
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le dieron a su alma |
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la terrible dureza de sus focas, |
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la intensa lobreguez de sus gargantas, |
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las sombras tristes de las noches negras, |
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la inclemencia feroz de sus borrascas, |
|
los ceños de sus breñas bravas, |
|
la indolencia brutal de sus reposos |
|
y el eterno callar de sus entrañas. |
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|
|
Jamás movió la risa |
|
los músculos de acero de su cara |
|
ni ver dejaron sus hirsutos labios |
|
unos dientes de tigre que guardaban. |
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Un traje de pellejo, |
|
que hiede a ubre de cabras |
|
y suena a seco ruido |
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de frágil hojarasca, |
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cubre aquel cuerpo que parece un diente |
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del risco roto de la sierra parda. |
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¡Oh! Cuando tenue en las rocosas cumbres |
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la aurora se derrama |
|
sus ámbitos tiñendo |
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de dulce luz violácea, |
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ya el solitario en el peñón la espera |
|
mirando a Oriente con quietud de estatua; |
|
viva estatua musgosa |
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que siempre a solas con el tiempo habla; |
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esfinge viva que plegó su ceño |
|
porque la vida le negó sus gracias, |
|
porque azotó la soledad sus carnes, |
|
porque el reposo congeló su alma... |
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|
Y luego, cuando abajo |
|
se muere el día de tristeza lánguida |
|
y se ponen las peñas de las cimas |
|
tristemente doradas, |
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y luego grises, y borrosas luego, |
|
y al cabo negras, con negruras trágicas, |
|
mirando hacia Occidente, |
|
desde aguda granítica atalaya |
|
recibe inmóvil el Adán salvaje |
|
la noche negra que la sierra escala... |
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|
¿No habrá creado Dios un sol que rompa |
|
la noche de aquel alma |
|
y en luz de aurora fructuosa y bella |
|
le bañe las entrañas? |
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|
- II - |
|
Bajó una tarde de las altas cumbres, |
|
vagó errabundo por las anchas faldas |
|
y se asomó a la vida de los hombres |
|
desde la orilla de las breñas agrias. |
|
Subió otra vez a su salvaje nido, |
|
tomó a bajar a la vivienda humana |
|
y ya movió la risa |
|
los músculos de acero de su cara, |
|
y sus diente de tigre, descubiertos, |
|
dieron reflejos de marfil y nácar, |
|
y el hosco ceño despejó la frente, |
|
y se hizo dulce y mansa |
|
la dulzura feroz, brava y sañuda |
|
de aquel mirar de sus pupilas de ágata...; |
|
cortó un lentisco y horadó su tallo, |
|
pulió sus nudos y tocó la gaita, |
|
y oyó por vez primera |
|
la sierra solitaria |
|
música ingenua, balbuciente idioma |
|
que al hombre niño le nació en el alma. |
|
¡Cantó la estatua al declinar la tarde! |
|
¡Cantó la esfinge al apuntar el alba! |
|
|
|
Y una que trajo de color de oro |
|
mayo gentil espléndida mañana, |
|
con sol de fuego que arrancó resinas |
|
de las olientes montaraces jaras, |
|
e hizo bramar al encelado ciervo, |
|
junto al aguaje en que su sed templaba, |
|
e hizo gruñir al jabalí espantoso, |
|
e hizo silbar a las celosas águilas |
|
que por encima de los altos riscos |
|
persiguiéndose locas volteaban...; |
|
una mañana que vertió en la sierra |
|
toda la luz que de los cielos baja, |
|
todas las auras que la sangre encienden, |
|
todos los ruidos que el oír regalan, |
|
todas las pomas que el sentido enervan, |
|
todos los fuegos que la vida inflaman...; |
|
por entre ciegas madroñeras húmedas, |
|
por entre redes de revueltas jaras, |
|
por laberintos de lentiscos vírgenes |
|
y de opulentas madreselvas pálidas, |
|
y de bravíos vigorosos brezos, |
|
y de romero cuyo aroma embriaga, |
|
el solitario montaraz subía |
|
rompiendo el monte con segura planta |
|
y abriendo paso a la cabrera ruda |
|
que vio del monte en la fragosa falda, |
|
y fue a buscar a la vecina aldea |
|
cual lobo hambriento que al aprisco baja. |
|
En derechura al nido de la cumbre |
|
radiante de alegría la llevaba. |
|
Eva morena, de las breñas hija |
|
y de ella locamente enamorada, |
|
iba a la cumbre a coronarse sola |
|
reina de la montaña. |
|
|
|
Como membrudo corredor venado, |
|
rompe el cabrero las breñosas mallas; |
|
como ligera vigorosa corza, |
|
de peña en peña la cabrera salta. |
|
Corren así temblando de alegría, |
|
cuantas parejas por la tierra vagan, |
|
pero ninguna tan gentil y noble |
|
subiendo va cual la pareja humana, |
|
que amor le dice que la altura es suya, |
|
porque es del rey el elevado alcázar, |
|
y es para el lobo la maraña negra |
|
de la húmeda garganta, |
|
y es para el feo jabalí el pantano |
|
donde el camastro enfanga, |
|
y es para el chato culebrón la grieta |
|
de ambiente frío y tenebrosa entrada... |
|
|
- III - |
|
Y vi una tarde el amoroso idilio |
|
sobre la cima de la azul montaña: |
|
un sol que se ponía, |
|
una limpia caseta que humeaba, |
|
una cuna de helechos a la puerta |
|
y una mujer que ante la cuna canta... |
|
Y el hombre en un peñasco |
|
tañendo dulce gaita |
|
que va trayendo hacia el dorado aprisco |
|
los chivos y las cabras... |
|
¿Vas a espigar, Isabel? |
|
¡Cuánto siento, criatura, |
|
que bese el sol esa piel |
|
que tiene jugo y frescura |
|
de pétalos de clavel! |
|
|
|
Sé que espigar necesitas, |
|
porque, aunque al sol te marchitas, |
|
no es bueno que huelgue y duerma |
|
quien tiene cuatro hermanitas |
|
y tiene a su madre enferma. |
|
|
|
Mas díganme humanos ojos |
|
si te hizo Naturaleza |
|
para que en estos rastrojos, |
|
hieran tus pies los abrojos |
|
y abrase el sol tu cabeza. |
|
|
|
Entre pintados cristales |
|
de alcázares ideales |
|
hay cien reinas poderosas... |
|
¡Para la más bellas cosas |
|
no tiene el mundo fanales! |
|
|
|
Isabel: no puedo amar; |
|
no puedo abrirte la puerta |
|
de mi pecho y de mi hogar, |
|
porque a otra Isabel, ya muerta, |
|
se los juré consagrar. |
|
|
|
Y eres tan bella, Isabel, |
|
que tengo duda cruel |
|
de si serás sombra bella |
|
de aquella eclipsada estrella |
|
que viene a ver si soy fiel. |
|
|
|
Lo digo por tus miradas, |
|
que parecen oleadas |
|
del piélago de la gloria |
|
y no pobres llamaradas |
|
de bella mortal escoria; |
|
|
|
lo digo porque me suena |
|
tu voz a salmo cristiano: |
|
lo digo porque eres buena, |
|
porque eres casta y serena |
|
como noche de verano. |
|
|
|
¡Isabel: no puedo amar! |
|
Dios sabe que si pudiera |
|
partir contigo mi hogar |
|
ahora mismo te dijera: |
|
-No vayas, niña, a espigar, |
|
|
|
que cerca de ese desierto |
|
tengo una casa y un huerto |
|
que entolda un viejo parral |
|
donde estarás a cubierto |
|
del beso de mi rival, |
|
|
|
y si espigar necesitas..., |
|
¡descanse mi reina y duerma!, |
|
que está en mis trojes benditas |
|
el pan de tus hermanitas |
|
y el pan de tu madre enferma. |
|
|
|
Mas ni estas puras y sanas |
|
consolaciones cristianas |
|
puedo pedir al amor..., |
|
¡dijeran lenguas villanas |
|
que andaba en ello tu honor! |
|
|
|
Vete a espigar, moza mía, |
|
que si el mundo fuese honrado, |
|
como tu honor merecía, |
|
contigo a espigar iría |
|
quien sabe lo que es sagrado; |
|
|
|
contigo se fuera, hermosa, |
|
por el desierto ardoroso, |
|
quien tiene por cierta cosa |
|
que nadie mancha una rosa |
|
si no es un reptil baboso. |
|
|
|
En el rincón de ese ardiente |
|
desierto que el sol calcina |
|
tengo yo un prado riente |
|
con una pomposa encina |
|
y una purísima fuente; |
|
|
|
y bajo el palio frondoso |
|
que apaga el fuego del cielo, |
|
yo te dejara gozoso |
|
oyendo el decir copioso |
|
del agua del regatuelo, |
|
|
|
y yo, afrontando fatigas |
|
bajo ese cielo que arde, |
|
diera envidia a las hormigas |
|
para llevarte a la tarde |
|
rubias manadas de espigas. |
|
|
|
¡No puedo, sol de mis ojos! |
|
Tendrás que ir sola, Isabel, |
|
para que en esos rastrojos |
|
hieran tus pies los abrojos |
|
y el sol mancille tu piel. |
|
|
|
Tendré que verte a la vuelta, |
|
cuando a tu pobre hogar vayas, |
|
la trenza del jubón suelta, |
|
rotas las pulidas sayas, |
|
la cabellera revuelta, |
|
|
|
con polvo y sudor pegado |
|
sobre las sienes el pelo |
|
y hundido el seno abultado, |
|
y el alto dorso encorvado, |
|
y el casto mirar al suelo. |
|
|
|
Y fuerza será que vea |
|
cómo el sol de los rastrojos |
|
tu piel de rosa broncea |
|
y cómo escalda y orea |
|
tus húmedos labios rojos. |
|
|
|
Mas vete sola, Isabel, |
|
que, aunque me cause dolor |
|
que el sol mancille tu piel, |
|
es más injusto y crüel |
|
que el mundo empañe tu honor. |
|
|
|
Mejor que un decir artero |
|
mil veces llorar prefiero |
|
bellezas que el sol se lleve... |
|
¡Virgen de bronce te quiero |
|
mejor que Venus de nieve! |
- I - |
|
Declinaba la tarde lentamente. |
|
El sol enrojecido transponía |
|
las cumbres solitarias del Poniente |
|
tras un radiante y bochornoso día |
|
del sol sin nubes y de siesta ardiente. |
|
|
|
A medida que el astro moribundo |
|
sola dejaba la extensión del mundo, |
|
la tierra, adormecida |
|
de la pereza en el sopor profundo, |
|
resucitaba espléndida a la vida; |
|
y cual mujer hermosa |
|
que de los sueños de enervante siesta |
|
despierta triste, de vivir ansiosa, |
|
y se dispone a la nocturna fiesta; |
|
así Naturaleza despertando |
|
del hondo sueño incubador del día |
|
empezaba a moverse, preludiando |
|
la inmensa rumorosa sinfonía |
|
de una noche serena |
|
de brisas mansas y de luna llena. |
|
|
|
La tarde se moría, |
|
y a medida que el fuego se apagaba |
|
del sol fecundador, que ya se hundía, |
|
el monte melodioso se animaba, |
|
la vega se reía, |
|
se cargaban los aires de rumores, |
|
y temblaban las hojas de alegría, |
|
y en la atmósfera azul, rica en fulgores, |
|
la luz crepuscular se derretía... |
|
¡Solo la de la tarde hay en el mundo |
|
que se pueda llamar bella agonía! |
|
|
|
El campo abrió sus pomas, |
|
y en las alas del céfiro movido, |
|
subieron y bajaron de las lomas |
|
y entraron por las puertas del sentido |
|
riquísimos aromas |
|
de ya agostada manzanilla enana, |
|
rosillas de gavanzos, |
|
toronjil, hierbabuena y mejorana, |
|
madreselva, poleos y mastranzos... |
|
|
|
Innominada pajarita albina |
|
entonó su cantata vespertina |
|
posada en los pimpollos del saúco, |
|
arrulló la paloma montesina, |
|
chilló el abejaruco |
|
clavado en la berruga de la encina, |
|
la atmósfera caliente saturaron |
|
de frescas humedades las riberas, |
|
las mieses ondearon, |
|
gimieron las choperas... |
|
y todo el gran paisaje |
|
teñido del misterio de la hora, |
|
moviendo el verde mar de su follaje, |
|
inició la canción susurradora |
|
que canta por las tardes su oleaje. |
|
|
|
Las sombras del crepúsculo amoroso, |
|
velos de muerte de la tarde quieta, |
|
cayeron sobre el valle misterioso, |
|
cayeron sobre el alma del poeta... |
|
|
|
Y del dulce, del grato |
|
seno profundo de la oscura fronda |
|
de fresnos y mimbrales del regato, |
|
romántica, alta y honda, |
|
purísima y vibrante, |
|
bizarra, magistral, insinuante, |
|
más cargada que nunca de dulzura, |
|
más henchida que nunca de armonía, |
|
más llena de frescura, |
|
más rica en poesía, |
|
más intensa y sonora, |
|
más que nunca feliz, más habladora, |
|
surgió la incomparable, |
|
surgió la peregrina |
|
primorosa canción inimitable |
|
que brota de la lengua cristalina |
|
del pájaro cantor de los cantores, |
|
cuando sabe que escucha sus primores |
|
en la rama vecina |
|
una enferma de fiebre incubadora |
|
que extática reposa sobre el nido |
|
donde el hondo misterio se elabora... |
|
¡Sólo estando en amores |
|
saben cantar así los ruiseñores! |
|
|
- II - |
|
El riente lucero vespertino, |
|
y el hijo del crepúsculo y del día, |
|
ya en el cielo lucía |
|
circundado de un nimbo diamantino. |
|
|
|
Delante de la ermita un valle había, |
|
y en él alegremente |
|
bailaba todavía |
|
gran multitud de campesina gente. |
|
¡Sones de tamboril, toques sentidos |
|
de la gaita dulcísima caídos, |
|
alegre repicar de castañuelas!... |
|
¡Qué bien debéis sonar en los oídos |
|
de todas las mozuelas! |
|
|
|
Tocó a su fin la alegre romería; |
|
y tomando caminos y senderos, |
|
se dispersó con loca algarabía |
|
la feliz multitud de los romeros. |
|
|
|
Mansa luna redonda, |
|
surgiendo del perfil del horizonte, |
|
tiñó de blanco la movida fronda, |
|
y una dulzura honda |
|
se derramó por la extensión del monte. |
|
|
|
La alegre juventud, con sus cantares, |
|
llenó los encinares, |
|
y en amantes parejas separados |
|
caminaban por valles y cañadas, |
|
ellos enamorados |
|
y ellas enamoradas... |
|
|
|
¡Dichosos ellos y dichosas ellas |
|
que unirse saben y decirse amores |
|
debajo de una bóveda de estrellas |
|
y encima de una sábana de flores! |
|
|
|
Solo el pobre poeta, el visionario, |
|
el hongo de los valles de la aldea, |
|
por los cuales pasea |
|
un dolor siempre igual y siempre vario, |
|
no tiene un alma amiga, |
|
un alma de mujer hermosa y pura |
|
que por él sienta amor y se lo diga |
|
con la voz empañada de ternura. |
|
|
|
La luz de plata de la luna llena, |
|
tibia, elegíaca, mística y serena, |
|
llenaba el mundo de apacible calma: |
|
la sangre hervía, se quejaba el alma, |
|
y el pobre rimador lloró de pena. |
|
|
|
¿De qué le servirán al visionario |
|
los sueños de la loca fantasía |
|
si al tomar de la alegre romería |
|
nadie más que él camina solitario, |
|
mendigo de amor y la alegría? |
|
|
|
¿Qué le vale la musa soñadora |
|
que le inspira sutiles creaciones? |
|
¿Qué le vale la cítara sonora, |
|
si sus vagas románticas canciones |
|
son errabundas melodías muertas |
|
cuyo ritmo ideal, desvanecido, |
|
no llega enamorado ante las puertas |
|
de amante corazón y amante oído? |
|
|
|
¡Qué artificio tan ruin le parecían |
|
sus doradas cantatas amorosas, |
|
muertas flores pomposas |
|
con senos de papel que no tenían |
|
polen fecundador ni olor de rosas! |
|
|
|
¡Qué falsas vio pasar, qué mentirosas |
|
sus legiones de vírgenes sutiles, |
|
sus engendros de gasas y vapores, |
|
dislocadas bellezas femeninas |
|
que brindaban estériles amores! |
|
|
|
¡Cuán pobre poesía, |
|
cuán helada, cuán pálida y vacía |
|
aquella que brotaba |
|
del cerebro genial que la creaba |
|
y en estrofas de mármol la vertía! |
|
|
|
¡Oh!, por eso al romántico ingenioso, |
|
aéreo soñador artificioso |
|
de otro vivir enamorado ahora, |
|
le envadió la nostalgia tentadora |
|
del amor fructuoso, |
|
nutrimiento del alma soñadora, |
|
savia pujante del vivir brioso, |
|
el amor que en el monte se reía |
|
y en la ermita rezaba agradecido, |
|
y en el valle bailaba de alegría, |
|
y al fuego del placer enardecido, |
|
en ansias de vivir se derretía...; |
|
un amor fuerte y sano, |
|
tan fecundo en promesas, tan humano |
|
como el que en alas de esperanza ciega |
|
iba cantando por aquel camino |
|
la canción de la vida que se entrega |
|
en los brazos fecundos del destino. |
|
|
|
Si aquel amor su espíritu tocara, |
|
sus entrañas de hombre sacudiera |
|
y su mente de artista caldeara, |
|
¡qué rica, qué sincera, |
|
qué llena de vigor su poesía! |
|
¡La helada realidad qué poco fría! |
|
¡Qué sabrosa y feliz la vida fuera! |
|
La música briosa sonaría |
|
de sus nuevas canciones |
|
a murmullos de plática vehemente, |
|
y a fogoso latir de corazones, |
|
y a rítmico alentar de pecho ardiente... |
|
|
|
-¡Más, más! ¡Más todavía! |
|
-gimió el poeta con doliente brío-: |
|
¡Seré de una mujer, será ella mía |
|
y aun no seré feliz!... ¡Mas, más, Dios mío! |
|
|
- III - |
|
¡El poeta era yo! Sentíme fuerte, |
|
llena mi carne se sintió de vida, |
|
lleno de fe mi corazón inerte, |
|
llena de luz mi mente oscurecida... |
|
¡Me alcé en la tumba y sacudí la muerte! |
|
|
|
Y tomando a la ermita abandonada, |
|
ya envuelta en la callada, |
|
tranquila y santa soledad serena |
|
de la noche ideal de luna llena, |
|
ante sus muros me postré de hinojos, |
|
al alto ventanal iluminado |
|
alcé mi corazón, alcé mis ojos |
|
y del fondo del pecho enamorado |
|
me salió esta oración. «¡Virgen bendita!, |
|
no volveré a tu ermita |
|
a rendirte misérrimos cantares, |
|
a poner con los hielos de la mente, |
|
ofrendas de artificio en tus altares, |
|
coronas de oropel sobre tu frente. |
|
¡Volveré cuando traiga de la mano, |
|
para rendirlo ante tus pies de hinojos, |
|
un angelino humano |
|
que tenga azules, como tú, los ojos!...» |
- I - |
|
La moza murió a la aurora |
|
y el mozo no sabe nada, |
|
que más temprano que el día |
|
se levantó esta mañana, |
|
y alma blanda y cuerpo recio |
|
bregando están en la arada |
|
con una pena muy honda, |
|
con una tierra muy áspera. |
|
|
|
A ratos desmaya el cuerpo |
|
y el alma a ratos desmaya, |
|
y ya cuando al surco caen |
|
aquellas gotas de agua, |
|
no sabe el mozo de fijo |
|
si son sudores o lágrimas, |
|
que si el alma mucho sufre |
|
y el cuerpo mucho se afana, |
|
ruedan en uno fundidos |
|
jugos del cuerpo y del alma. |
|
|
|
¡Qué tarde aquella tan triste! |
|
¡Las nubes son tan opacas!... |
|
¡Están los campos tan mudos!... |
|
¡Están las tierras tan pardas!... |
|
Y la idea de la vida |
|
¡es tan borrosa y tan vaga! |
|
|
|
Parece que Dios se ha ido |
|
del yermo que antes llenaba |
|
y el alma se siente sola |
|
en el centro de la nada. |
|
|
|
¡Señor, que todo lo llenas! |
|
¡Señor, que todo lo abarcas! |
|
¡No dejes solo el terruño |
|
y a tus edenes te vayas, |
|
que en el terruño vivimos |
|
con el pan de la esperanza |
|
aquel gañán que perdiera |
|
sus dichas esta mañana |
|
y este hijo fiel que en el surco |
|
con las alondras te canta! |
|
|
- II - |
|
¡Qué pobremente la entierran! |
|
La llevan en unas andas |
|
cuatro viejos que en el campo |
|
por viejos ya no trabajan, |
|
y solo siete mujeres... |
|
han podido acompañarla, |
|
que al yugo de sus trabajos |
|
están las gentes atadas. |
|
|
|
La marcha a veces suspenden |
|
porque los viejos se cansan |
|
y en el suelo depositan |
|
la pesadísima carga, |
|
mientras el sudor se enjugan |
|
de sus venerables calvas. |
|
|
|
Llegaron al campo santo |
|
cuando aquel gañán llegaba |
|
ya con el último surco |
|
del campo santo a la tapia, |
|
que araba el muchacho en tierras |
|
al cementerio rayanas |
|
porque en vida y en amores |
|
piensa no más el que ama. |
|
|
|
Los bueyes humedecieron |
|
la pobre musgosa tapia |
|
con el largo resoplido |
|
de la postrera parada; |
|
y el mozo, extático y mudo, |
|
con ojos llenos de lágrimas, |
|
vio turbiamente las luces, |
|
vio turbiamente las andas, |
|
y oyó el caer de la tierra, |
|
y vio que se arrodillaban |
|
los viejos y las mujeres |
|
murmurando una plegaria... |
|
|
|
Cayó el mozo de rodillas, |
|
una mano en la aguijada, |
|
otra mano en la mancera, |
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un dogal en la garganta, |
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y en el corazón un nudo, |
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y un mar de hiel en el alma, |
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-¡Ni una velita siquiera |
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que tengo para alumbrarla! |
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Así, con honda ironía, |
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dijo el gañán sin palabras. |
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Si hubiese alzado a los cielos |
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la triste turbia mirada, |
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viera mansamente ardiendo |
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con trémula luz opaca |
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el aguijón que guarnece |
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la enhiesta, recta, aguijada... |
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He dormido esta noche en el monte |
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con el niño que cuida mis vacas. |
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En el valle tendió para ambos, |
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el rapaz su raquítica manta |
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¡y se quiso quitar -¡pobrecillo!- |
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su blusilla y hacerme almohada! |
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Una noche solemne de junio, |
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una noche de junio muy clara... |
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Los valles dormían, |
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los búhos cantaban, |
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sonaba un cencerro; |
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rumiaban las vacas..., |
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y una luna de luz amorosa, |
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presidiendo la atmósfera diáfana, |
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inundaba los cielos tranquilos |
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de dulzuras sedantes y cálidas. |
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¡Qué noches, qué noches! |
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¡Qué horas, qué auras! |
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¡Para hacerse de acero los cuerpos! |
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¡Para hacerse de oro las almas! |
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Pero el niño, ¡qué solo vivía! |
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¡Me daba una lástima |
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recordar que en los campos desiertos |
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tan solo pasaba |
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las noches de junio |
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rutilantes, medrosas, calladas, |
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y las húmedas noches de octubre, |
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cuando el aire menea las ramas, |
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y las noches del turbio febrero, |
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tan negras, tan bravas, |
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con lobos y cárabos, |
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con vientos y aguas!... |
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¡Recordar que dormido pudieran |
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pisarlo las vacas, |
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morderle en los labios |
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horrendas tarántulas, |
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matarlo los lobos, |
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comerlo las águilas!... |
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¡Vaquerito mío! |
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¡Cuán amargo era el pan que te daba! |
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Yo tenía un hijito pequeño |
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-¡hijo de mi alma, |
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que jamás te dejé si tu madre |
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sobre ti no tendía sus alas!- |
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y si un hombre duro |
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le vendiera las cosas tan caras... |
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Pero ¡qué van a hablar mis amores, |
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si el niñito que cuida mis vacas |
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también tiene padres |
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con tiernas entrañas? |
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He pasado con él esta noche, |
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y en las horas de más honda calma |
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me habló la conciencia |
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muy duras palabras... |
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y le dije que sí, que era horrible..., |
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que llorándolo el alma ya estaba. |
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El niño dormía |
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cara al cielo con plácida calma; |
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la luz de la luna |
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puro beso de madre le daba, |
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y el beso del padre |
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se lo puso mi boca en su cara. |
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Y le dije con voz de cariño |
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cuando vi clarear la mañana: |
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-¡Despierta, mi mozo, |
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que ya viene el alba |
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y hay que hacer una lumbre muy grande |
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y un almuerzo muy rico!... ¡Levanta! |
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Tú te quedas luego |
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guardando las vacas, |
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y a la noche te vas y las dejas... |
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¡San Antonio bendito las guarda!... |
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Y a tu madre a la noche le dices |
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que vaya a mi casa, |
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porque ya eres grande |
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y te quiero aumentar la soldada. |
- I - |
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Labriego, ¿vas a la arada? |
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Pues dudo que haya otoñada |
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más grata y más placentera |
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para cantar la tonada |
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de la dulce sementera, |
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¿Qué has dicho? ¡Que el desgraciado |
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que pasa el eterno día |
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bregando tras un arado |
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jamás cantó de alegría |
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si alguna vez ha cantado? |
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Es una queja embustera |
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la que me acabas de dar. |
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¿No sabes que yo sé arar? |
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Pues déjame la mancera, |
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y oye, que voy a cantar: |
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- II - |
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Labriego poco paciente: |
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si crees que solo tu frente |
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vierte copioso sudor, |
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que sorbe innúmera gente, |
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sal de tu error, labrador. |
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Lo dice quien es tu hermano, |
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quien canta tu lucha brava, |
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lo dice quien por su mano |
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siega la mies en verano |
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y el huerto en invierno cava. |
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¿Qué sabes tú del tributo |
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que el mundo al trabajo rinde, |
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ni qué sabes de su fruto, |
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si no has transpuesto la linde |
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del terruño diminuto? |
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Si el mundo aquel te impusiera |
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yugos que impone al mejor, |
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pensaras que tu mancera, |
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si no es la más llevadera |
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tampoco es la cruz mayor. |
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Te quema el sol del estío, |
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te azota el viento de enero |
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y aguantas en el baldío |
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los hálitos del rocío |
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y el golpe del aguacero. |
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Dura y perenne es la brega |
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que pide riegos la vega, |
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que pide rejas la arada, |
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que pide gente la siega, |
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que el huerto espera la azada. |
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y es trabajoso el descuajo, |
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y abrumador el destajo |
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y a veces nulo el afán... |
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¡Y tal vez es el trabajo |
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más duro que blando el pan! |
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Todo es verdad, labrador; |
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pero en esos horizontes, |
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y en esas siembras en flor, |
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y en estos alegres montes, |
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¿no hay nada consolador?. |
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¿Todo negro es tu destino? |
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¿Todo el vivir te envenena? |
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¿De abrojos horribles llena |
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todo el árido camino? |
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¿Toda ingrata es la faena? |
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¿No sabes tú, labrador, |
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que hay frente que el tiempo arruga |
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escaldada en un sudor |
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que sana brisa no enjuga |
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con soplo consolador? |
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¿Sabes que hay ojos que ciegan |
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laborando en la penumbra, |
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mientras los tuyos se entregan |
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al piélago en que se anegan |
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de la luz que nos alumbra? |
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¿Sabes qué ambientes malsanos, |
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si no venenos letales |
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marchitan pechos humanos |
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con corazones leales |
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del tuyo dignos hermanos, |
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mientras tu pecho sanean, |
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y equilibran tus sentidos, |
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y tus sudores orean |
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ricas brisas que pasean |
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por estos campos floridos? |
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¿Quieres en un mundo verte |
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con bravas agitaciones, |
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con injurias de la suerte, |
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con bárbaras tentaciones |
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y duelos, sin sangre, a muerte? |
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¿Qué sirena engañadora |
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hasta aquí a decirte llega |
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que en la ciudad bullidora |
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ni se reza, ni se llora, |
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ni se sufre, ni se brega? |
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¿Qué espíritu engañador |
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o torpe decirte quiso: |
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«Llora y suda, labrador, |
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que el mundo es un paraíso |
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regado con tu sudor?» |
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Fuera más útil y honrado |
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decirte quién ha arrancado |
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de las entrañas de un cerro |
|
este pedazo de hierro |
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de la reja de tu arado. |
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Decirte que hornos ardientes |
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fundieron humanas frentes |
|
cuando este hierro ablandaron, |
|
y que en su masa cuajaron |
|
sudores de hermanas gentes. |
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Ara tranquilo, labriego, |
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y piensa que no tan ciego |
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fue tu destino contigo, |
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que el campo es un buen amigo |
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y es dulce miel su sosiego, |
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y es salud el puro día, |
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y estas bregas son vigor, |
|
y este ambiente es armonía, |
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y esta luz es alegría... |
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¡Ara y canta, labrador! |
- I - |
|
Y ¿qué quieres, Sebastián? |
|
-Pues unos cantares, amo. |
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-¿Para Luciana serán? |
|
-Son para cantarle el ramo |
|
de la noche de San Juan. |
|
|
|
-Bueno; pues di a Luciana |
|
que atienda y se ponga ufana |
|
si en la canción se conoce, |
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y aquella noche, a las doce, |
|
le cantas a la ventana: |
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|
|
«Te traigo un ramo de flores |
|
del huerto de mis amores |
|
para adornarte la reja; |
|
del huerto de mis mayores |
|
te traigo mieles de abeja; |
|
|
|
y amor y trabajo, unidos, |
|
cantando regalarán |
|
|
tus oídos |
|
en la noche de San Juan.» |
|
|
|
«¡Si tú supieras, Luciana, |
|
qué triste he pasado el día!... |
|
Fue tan larga la mañana, |
|
tan larga la tarde vana, |
|
que yo a las dos les decía: |
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|
-Si no acabáis de esconderos, |
|
¿cuándo su luz me darán |
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|
los luceros |
|
de la noche de San Juan? |
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|
«Me dice nuestro querer |
|
que aquel gozar de mañana |
|
más hondo que éste ha de ser... |
|
Perdone el Amor, Luciana, |
|
que no lo puedo creer. |
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|
¿Quién midió la dicha honda |
|
que inspira al pobre galán |
|
|
esta ronda |
|
de la noche de San Juan?» |
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|
|
«Casta, cual noche de estío |
|
cual la hormiga, vividora; |
|
pura, cual puro rocío; |
|
risueña como la aurora...» |
|
¡Así ha de ser, hijo mío!... |
|
|
|
Y se oían concertadas |
|
-olas que vienen y van- |
|
|
las tonadas |
|
de la noche de San Juan. |
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|
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«Antes que amores sintiera |
|
cantaba yo el esquileo, |
|
cantaba la barbechera, |
|
la plácida sementera |
|
y el codicioso acarreo. |
|
Y nunca aprendí estos sones, |
|
porque no eran los del pan |
|
|
las canciones |
|
de la noche de San Juan.» |
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«Tranquilo te vi crecer; |
|
mas no sé con qué ilusión |
|
te pude más tarde ver, |
|
que díjome el corazón: |
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|
¡Es la soñada mujer! |
|
Y a un lado viejos pensares, |
|
dime a aprender con afán |
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|
los cantares |
|
de la noche de San Juan.» |
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|
«Te dije triste y sincero: |
|
-¡Soy un pobre jornalero, |
|
pero te tengo un querer!... |
|
-También soy pobre y te quiero |
|
-me hubiste de responder-; |
|
y aquel año de alegrías |
|
ya cantó el pobre gañán |
|
|
melodías |
|
de la noche de San Juan.» |
|
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|
«Si te pudiera pintar |
|
unas ansias de querer |
|
en que ahora me siento ahogar |
|
y unas ganas de llorar |
|
que tengo al amanecer... |
|
¡Ay!, a encenderlas volvieras |
|
cuando apagándose van |
|
|
las hogueras |
|
de la noche de San Juan.» |
|
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|
«Mas oye: vengan los días |
|
de nuevas felicidades |
|
y de nuevas alegrías. |
|
Si amor promete ambrosía, |
|
juremos fidelidades, |
|
|
|
que cuantos años vivamos |
|
las hojas revivirán |
|
|
de estos ramos |
|
de la noche de San Juan.» |
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|
- II - |
|
-Pero ¿lloras, Sebastián? |
|
-Yo no sé qué es esto, amo... |
|
-Pues lágrimas que se van... |
|
|
|
¡Sé muy bien lo que es el ramo |
|
de la noche de San Juan!... |