Al
niño campero, A
Don César, a
César, y
a mis hijos.
Para los más chiquitos
—8→
—9→
Balido
Oigo un tierno sonido
cruzar el callejón.
¡Salta
mi corazón!
¿Son nubes que han formado
sobre el pasto un festón?
5
¡Salta
mi corazón!
¿Son madejas de lana
o
copos de algodón?
¡Salta
mi corazón!
¿Desde lejos no veo
10
sobre el campo qué son?
¡Salta
mi corazón!
—10→
Cuando escucho el balido
de sus
bocas rosadas
sé que ovejitas son.
15
¡Canta
mi corazón!
—11→
Ranas
Croan las ranas,
en el tajamar,
bajo el
sol caliente
muy lejos del mar.
Bajo el sol
caliente,
5
en el tajamar,
se mojan las patas
verdes
al saltar.
De noche se escucha,
en el tajamar,
10
el son de las ranas
al brillo lunar.
—12→
¿Qué canción de cuna,
qué verdes
arpegios
aduermen al niño
15
cuando tiene sueño?
Un coro de ranas,
desde el tajamar,
le
canta al pequeño
muy lejos del mar.
20
—13→
Lechones
Lechoncitos retozan
en el barrizal:
orejas
entornadas,
el hocico glotón,
los ojitos pequeños,
5
ronca y baja la voz.
Sus colas enruladas
interrogan al sol
cuándo será la hora
de darse un atracón.
10
Les encanta
bañarse
en charcos espejosos,
y dormir una siesta
a la sombra del pozo.
—14→
Se sacuden más
tarde
15
el lodo asoleado
y parten cual señoras
en tacones de baile.
—15→
Lluvia
Repican, pican las gotas,
repican en el parral.
Arpegios de agua en las hojas
se resbalan sin cesar.
Repican, pican las gotas
5
sobre las uvas
rosadas
dejando en su piel sedosa
un resplandor de
cristal.
Los sapos han decidido
tomar una
ducha fresca
10
y se quedan dormitando,
muy serios,
toda la siesta.
Repican, pican las gotas
mientras las gallinas blancas
—16→
en fila esperan
pacientes
15
que pase la lluvia mansa.
Repican,
pican las gotas
repican en el parral
y los perros las
colitas
se ensucian en el barrial.
20
De pronto
cesa la lluvia
y se despabila el sol,
enlazando campo
y cielo
con un arco de color.
—17→
Pororó
Pororó, pop, pop,
contra la olla de
hierro
revientan los granos duros
y nacen rosetas blancas.
Pororó, pop, pop,
5
se disparan sin
parar
ardiendo en grasa de cerdo
con un poquito de
sal.
Pororó, pop, pop,
rechistan al
reventar
10
formando montañas blancas,
montañas
de espuma y cal.
—18→
Pororó, pop, pop,
con un poquito de sal,
se deshacen en la boca
15
qué
deleite, qué manjar.
—19→
Y los no tan chiquitos
—20→
—21→
Cántaro
Redondez perfumada
de tierra recocida
con
un plato en la boca
y un jarro del revés.
En capullo de barro
5
queda el agua dormida,
aprisionada
y limpia
para mi ávida sed.
Qué
modestia tostada
la de tu curva uncida
10
por dos manos
morenas
teñidas de tu tez.
Cántaro
que retienes
en telúrico seno
—22→
un sabor de agua
mansa
15
con sobria sencillez.
Entre mis labios
canta
tu líquida frescura,
el límpido
sonido
de tanta redondez.
20
—23→
Tatacuá
Tatacuá.
Nido gigante de hornero.
Tosca tu piel,
abovedado tu cuerpo.
Semana
Santa se acerca.
5
La leña ponen a arder
hasta
que ardiente y tostada
se te pone la pared.
Entonces con gran cuidado
sacan las brasas a un lado.
10
Sobre hojas de banano
de relumbrante verdor
hileras chipá mestizo
entregan a tu calor.
—24→
Aroma de anís esparcen
15
sus aros
almidonados
bajo la sombra fragante
de retorcidos guayabos.
Cuando te quedas vacío,
tatacuá,
20
se acuna en ti
sueño de maíz cocido.
—25→
Boyero
Por la cañada se escucha
el ladrido
de los perros.
Las ruedas de la carreta
siempre protestan.
Al monte se van los bueyes
5
por la mañana,
a traer madera seca
para el fogón de la siesta.
El niño les picanea
en su indolencia
10
y con indolencia avanzan
sobre la cuesta.
Silbando se aleja el niño,
siempre silbando,
—26→
Su fantasía agreste
15
riega los campos.
Y cuando el sol ardiente
su rostro tuesta,
él retorna silbando,
silbando siempre.
20
—27→
Marcación
Se aneblina el corral
de humo y polvareda.
El humito es azul
y la llama amarilla.
Se calientan las marcas.
5
La hacienda se arremolina.
Vivaz se acerca un ternero.
Calza su lazo el arriero.
Negro olor de tristeza
el hierro deja en
el cuero
10
mientras se agrandan sus ojos
llenos de
asombro campero.
—28→
Su destino en el anca
ya
lleva a fuego,
un destino que abarca:
15
campo y cielo.
—29→
Son tres y corren alegres
Son tres y corren alegres,
corren las tres
por el campo,
como amapolas pequeñas
desprendidas
de su tallo.
Por un sendero de polvo
5
van
acercándose al carro
que gime canción sedienta,
mientras retorna bajando.
Su paso deja una
estela
de blanca niebla flotando
10
sobre los pastos
jugosos
en indecible descanso.
En los límites
del prado, lejos,
se extienden los árboles
—30→
como encerrando en sus brazos
15
la majestad del ocaso.
Son tres y se van corriendo,
alegres van
por el campo
como amapolas que vuelan
para volver en
el carro.
20
—31→
Tajamar
Qué placidez la del tajamar.
Agua de
luna dormida.
Mancha de claridad
sobre la verde gramilla.
Los yuyos de sus orillas
5
en la costa se
arrodillan,
amarilleados de sol,
y de sombras amarillas.
Vienen de tarde a beber
los bueyes el agua
tibia,
10
barro mestizo su piel,
su líquida piel
de arcilla.
—32→
Y los arrieros se bañan
en su placidez nocturna,
cuando se acurruca el sol
15
y se desnuda la luna.
—33→
Leche caliente
Espuma blanca y tibia.
Tibia espuma.
Entre
mis manos bajas
hasta la lata.
La vaca mueve
la cola
5
majestuosa,
y dormita rumiando
bovinas
cosas.
La leche quiebra el aire
de la mañana
10
con su sonido rápido
y escurridizo.
Cortas saetas
de blanca luna
—34→
del pezón
desprendidas
15
una por una.
Cuando acabo
el ordeñe
de la mañana
beso en el jarro
lleno
la tibia espuma.
20
—35→
Tereré
Tereré
tiene un imán
escondido
entre la yerba.
La guampa pasa aromada
con
hoja yerba lucero
entre los dedos camperos.
5
El agua tiene el sabor
y los secretos que el viento
le arrancó a los yuyos frescos.
Tereré
a media mañana,
Tereré
al atardecer.
10
En ronda de jornaleros
se
esconden los pensamientos
y se cuelgan los sombreros.
—36→
Cololó canta la guampa
cuando el
agua se termina
15
subiendo por la bombilla.
Tereré
tiene un imán
molido
con yerba fina.
—37→
Mango rosa
Caen
mangos y sombra
sobre la tarde.
Alberga mil abejorros
su tronco enorme,
5
y sobre la
arena lisa,
queda una alfombra
de mangos amarillos,
rosa su nombre.
Las frutas en sus pómulos
10
llevan pintadas
de irisados fulgores
la piel lustrada.
—38→
Y en el lugar que el peso
cortó su
cabo
15
se escurre llanto denso
y azucarado.
Caen
mangos y sombra
sobre la tarde.
20
—39→
Escuela campesina
Palomas blancas se alejan
por el sendero.
La campana es canción,
canción distante.
Muy de mañana,
5
cuando apenas el sol
se despereza
se han ceñido las trenzas
con
cintas anchas.
La escuela abierta parece
10
sobre la loma
un palomar bañado
de cal brillante.
—40→
Por sendas polvorientas
desde los ranchos
15
salpicando blancura
van por los campos
Y mientras el sol abre
sus ojos grandes,
la campana
repite
20
canción distante.
—41→
Fogón
El viento silba afuera,
afuera silba;
silba
cuando los peones
se arriman con pies descalzos;
silba
mientras se sientan
5
en ronda abierta,
y frente al
fogón contemplan
la llama incierta.
El viento silba afuera
cortando el frío
10
con su silbo filoso
y repetido;
silba cuando comienzan
a contar cuentos,
—42→
cuentos de poras blancas
15
y
aparecidos.
El viento silba afuera,
afuera
silba;
y en las noches que tiemblan,
ateridas de frío,
20
no hay lugar más amigo
—43→
que el fogón
encendido.
Galope
Bandera de crin al viento,
cascos turban el
silencio.
Devorando campo y cielo,
se van... se van.
Polvo flotando en la senda
5
angosta de roja
tierra
como pájaros errantes
se van.... se van.
En la verde inmensidad
se diluyen como un
sueño,
10
jinete y potro azulejo.
Hacia
el caer de la tarde,
cuando todo está desierto,
—44→
se escucha un leve trotar
desde los cerros.
15
¿Cuántos pensamientos juntos
han compartido
a lo lejos,
bajo los montes umbríos,
callados,
quietos?
De esas tristezas y sueños
20
jinete y potro azulejo
sólo sabrán el
secreto.
—45→
Cocotero
Cocotero,
alto y recto
donde subirme no
puedo.
Le llevas a cada nube
el mensaje de
tu piel:
5
esbelta planta en el suelo,
verde borrasca
en el cielo.
Mece sus hojas filosas
el empujón
de los vientos.
Frutos de pulpa jugosa
10
revientan
sobre los cerros.
Desde su flor desgranada,
de una suelta amarillez,
—46→
quisiera mirar lejana
la horizontal lejanía.
15
Cocotero
alto y recto,
mástil de mi tierra es.
—47→
Relatos
—48→
—49→
El baño
Esto sucedió antes de que tuviésemos la casa
nueva.
Como era habitual fuimos a la estancia para los trabajos
de marcación y nos instalamos en la única casa
existente, la cual tenía unas proporciones espléndidas,
aunque paredes de adobe y lecho de palma y paja. Nuestro
dormitorio daba a lo que se llama el «óga-vy», que
sirve en los ranchos de campaña de lugar común.
Allí, se reunía la peonada todas las mañanas
a tomar tereré, entre las gallinas que picoteaban,
distraídas, alguna miga de galleta rezagada del desayuno;
y de noche, en rueda con el patrón, se conversaba
al terminar la cena.
La hora del crepúsculo era para
mí aquella que traía aparejada la nostalgia
de cuantas comodidades no existían y también
el momento del baño diario.
Como es habitual en el
campo, la casa tenía dos baños: uno, pegado
al dormitorio, pero sin comunicación con él,
para el aseo personal; y el otro, bastante retirado, para
todo lo demás.
No es necesario decir que darse un
baño en ese lugar implicaba una serie de preparativos
previos, no por sencillos menos meticulosos. Por lo general
—50→
se trataba de disponer un balde con un poco de agua fría,
una palangana; un jarro y el jabón sobre un tronco
tronzado a manera de pie, la toalla y la ropa limpia colgadas
de sendos clavos a modo de percha, y naturalmente sobre el
piso de tablas una pava con agua caliente.
El baño,
no sé si lo dije, estaba reservado a las mujeres y
en los días de mucho frío, también al
patrón. Era un cuartito instalado sobre cuatro pilotes
de menos de medio metro de altura para que el agua escurriera
con facilidad, bajo el que se formaba un barrizal, que con
el tiempo se convirtió en el paraíso de un
chancho viejo. El piso y las paredes eran de madera, y entre
tablón y tablón, unas hendijas irregulares
dejaban ver, al que se bañaba, ese trajín del
personal que cierra el trabajo del día.
Me gustaba
sobremanera detenerme en los detalles desde ese observatorio
inobservable; mirar los distintos verdes del monte tragarse
la limpidez del cielo; el arreo apacible de las ovejas bajo
el último esplendor de la tarde; y a poca distancia,
brillando como un espejo horizontal, el tajamar, donde se
bañaban los caballos, y más tarde, los hombres.
Si uno tenía la desgracia de desvestirse, y luego,
darse cuenta de haber olvidado el jabón, o lo que
es peor, la toalla; no cabían más de dos alternativas:
o volver a vestirse discretamente para buscar el objeto olvidado,
o gritar para que alguien se lo alcanzara, con la bochornosa
evidencia de semejante intimidad.
—51→
Darse un baño
en el campo tiene sus secuencias. La preparación del
agua templada en la palangana; la ubicación de la
ropa limpia en la percha, un poco lejos para no salpicarla;
y por fin, desvestirse, con el secreto temor de que alguien
transite por el pasillo, echando una ojeada a través
de las hendijas, no obstante el tácito convenio que
vedaba el paso a esa hora.
Pero a pesar de lo prosaico,
ese lugarcito provocaba en mí un cierto deleite. Si
se tiene suficiente agua caliente y se sabe regular con el
jarro los chorros que van cayendo por las ranuras del cuerpo,
uno puede demorarse hasta que las estrellas terminen de alumbrar
la noche; y empapada de luna, dilatar el tiempo hasta que,
de pronto, la magia se rompe, y hay que vestirse.
Una vez
se me antojó que ese cuartito era el sitio ideal para
hacer gimnasia sin ser vista. No sé por qué
la gente de la capital generalmente se intimida al realizar
en el campo cosas que en la ciudad resultan del todo corrientes.
Empecé entonces a saltar levantando los brazos y separando
los pies con el clásico movimiento del polichinela.
Inmediatamente noté que alguien se acercaba; y, tratando
de pasar inadvertida, me quedé inmóvil. Un
peón se paró sigilosamente en el pasillo, escuchó
con curiosidad, y luego se fue. Volví entonces a insistir
en el mismo ejercicio, pero enseguida se acercó el
hombre más inquisitivo que antes, aguzando el oído.
Así estuvimos un rato, yo intentando saltar y
—52→
él
tratando de develar algún misterio, hasta que finalmente
dijo entre divertido y azorado: ¡FANTASMAS!
Entonces comprendí
que mis saltos hacían vibrar el asa del balde produciendo
ese rítmico ruidito metálico que tanto lo intrigaba.
Esa noche Francisco, que así se llamaba el peón,
se acostó más temprano, para evitar, seguramente,
toda posibilidad de encuentro con algún aparecido;
y yo, categóricamente, decidí no volver a intentar
proezas gimnásticas en un baño de campaña.
—53→
Los guayabos
Cuando estuvo terminada la casa de material la rodeamos
de una promisoria vegetación. Además de los
pinos, llevamos cincuenta plantas de árboles frutales
para una quintita que se delimitó al costado del corral.
Las especies eran de la más extensa y jugosa variedad:
naranjos injertados, pomelos, mandarinos y limoneros; yvapovós,
alguna que otra planta de lima, Yvapurús de negras
y dulces frutas pegadas al tronco, aguacates lustrosos, chirimoyas
fáciles de desgranar, y guayabos.
Años después
esos árboles estaban, en su mayoría, regularmente
crecidos y daban, casi en su totalidad, riquísimas
frutas. Una mañana me acerqué al borde del
corral, donde entre grevilias que alzaban sus agujas al cielo,
había un grupito bien dispuesto de guayabos. Se veían
colgando de sus ramas, entre las hojas nuevas de color ambarino,
frutas incipientes, en diversos estados de crecimiento. Aún
no estaban maduras y exponían sus pulpas rosadas,
a través de pequeños redondeles que el picoteo
de los pájaros les dejó en la cáscara.
El follaje tenía el aspecto de un encaje de finísima
trama, causa sin duda de alguna plaga rebelde.
Me puse a
observar el cielo entre el ramaje y sentí como si
me empequeñeciera dentro de una
—54→
gruta vegetal que
dejaba como ventanas abiertas por donde se colaba el sol.
Me sorprendió el contraste entre la textura ondulante
de las hojas y la suavidad totalmente lisa de los troncos;
y sobre todo la diversidad de tonalidades verdes y marrones
que, entremezcladas, producían un efecto perfecto
de «camuflaje1».
No sé si alguna vez habrán
notado lo extremadamente difícil que resulta, para
personas sin práctica en esos menesteres, treparse
a los guayabos; y es porque, siendo tan lisos, carecen de
nudos o de cualquier otro tipo de apoyatura.
Pero el mayor
placer me lo produjo el descubrimiento de que el tronco del
guayabo se descascara perdiendo la piel exterior como ciertos
reptiles. En efecto, la última lámina de la
corteza se resquebraja, enrollándose sobre sí
misma hasta formar unos pequeños pergaminos de puntas
muy tiesas, e irregulares que, a la menor presión
de los dedos, se desprenden deshaciéndose con un delicioso
rumor. El placer que me producía ir pelando las ramas,
una a una, me mantuvo entretenida un buen rato.
De pronto,
en lo alto de uno de ellos divisé una guayaba madura,
tal vez la primera de la estación que los pájaros
y el ojo avispado de los peones habían respetado por
pura casualidad.
Con la boca ya jugosa decidí saborearla.
Sumida en mi determinación, coloqué cuidadosamente
un pie en la horqueta que formaban una rama gruesa
—55→
y otra
delgada, e impulsándome con bastante agilidad pronto
la tuve al alcance de la mano. La descolgué suavemente
y ahí mismo, dejé que su cáscara corrugada
y polvorienta se partiera entre mis dientes, dejando al descubierto
la pulpa ácida y las durísimas semillas.
No
bien hube terminado mi agreste manjar, una de las ramas se
quebró y me vi sentada en el suelo ante la atenta
mirada de un perro que, sin que yo lo notara, me había
acompañado.
—57→
La Poda
Aquella mañana, cuando miré por la ventana,
mis ojos desbordaron la distancia que media entre la casa
y la línea donde comienza a sonrosarse el firmamento.
Vi entonces que el pasto se volvía paulatinamente
platinado hasta formar un rizo de bruma exactamente donde
se tocan campos y cielo.
El frío me estiraba la piel
sobre los pómulos y la frente, en tanto pequeñas
grietas inofensivas me partían los labios. Animada
por la promesa de un sol espléndido, que aquella neblina
dejaba suponer, decidí hacer una poda.
Munida de
un cuchillo filoso di una vuelta a la casa observando las
achiras. La mayoría tenían las hojas quemadas
por la helada de la noche anterior y algunas ostentaban varas,
que habiendo florecido ya, sólo, esperaban un corte
de cuajo para rebrotar. En cuclillas y con el viento sobre
la nuca empecé la faena, lenta y minuciosamente.
Trabajé primero con las plantas de hojas oscuras y
flores rojo fuego; luego con las de pétalos matizados
de amarillo y naranja y hojas muy claras; y finalmente podé
las de color salmón.
Me gusta tomar las hojas secas
y estirarlas hacia el suelo con un movimiento rápido
y decidido, y ver cómo se desgajan del tronco principal
con un chasquido de frágil y efímera sonoridad;
y en medio de los tallos cóncavos desprendidos sentir
el agua almacenada durante la noche caer a borbotones sobre
el dorso de mi mano, salpicando mis mejillas, dejándome
en los labios un delicioso e inesperado frescor.
A medida
que se agranda el sol el frío se adormece, y queda
sobre el pasto, por breve tiempo, una alfombra de diminutas
gotitas de rocío que se evaporan poco a poco hasta
desaparecer por completo en la luminosidad de la mañana.
Mi tarea sigue. Las hojas son separadas con escrupulosa
concentración y van quedando desparramadas a mis espaldas,
para verse al poco rato tan mustias, que parece como si nunca
hubiesen sido hermosas.
Una a una, cada planta recibe el
tratamiento especial: limpieza, corte de hojas quebradas
y aireación de los macizos entremezclados con yuyos.
Estoy por terminar, cuando de pronto, un agudo grito me agranda
la garganta: un sapo enorme duerme plácidamente al
pie de una achira.