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Campomanes y su «Noticia» de Feijoo

Inmaculada Urzainqui





Como persona de talento, Campomanes supo elegir bien sus maestros, sus amigos y sus lecturas. No podría explicarse, o. sería muy difícil, su vasta ejecutoria de intelectual y hombre de estado sin la positiva influencia de los muchos y selectos libros que adquirió y de los hombres de valía que trató. De entre quienes más profunda huella le dejaron, ya desde su juventud, destaca Feijoo, pese a que, según los datos de que disponemos, solo le viera una sola vez, siendo adolescente. Pero le trató, y muy a fondo, a través de la lectura, como se echa de ver en la coincidencia de muchas ideas y en las repetidas veces que le cita.

Y precisamente porque le conoció tan bien, en marzo de 1750 decide escribirle. Instalado en la corte desde hace tiempo, tiene por entonces veintiséis años y desarrolla una brillante carrera de abogado. En los medios intelectuales madrileños es ya bien conocido por sus Disertaciones históricas del Orden y caballería de los Templarios (1747) que le han abierto las puertas de la Academia de la Historia el año siguiente. Ceñido todavía a la actividad privada -el salto a la política vendrá después-, dedica el tiempo que le deja libre al estudio de la geografía y la economía, la investigación histórica y jurídica, el aprendizaje del griego, hebreo, árabe y lenguas modernas, y a ultimar diversos trabajos (un largo ensayo sobre la reforma de la jurisprudencia española, el Bosquejo de la política económica española y la traducción de dos capítulos del Tratado de agricultura de Abu Zacearía1. Ávido de conocimientos, frecuenta la tertulia que semanalmente mantiene en su convento de San Martín otro sabio benedictino e íntimo amigo de Feijoo, Fr. Martín Sarmiento, que también influyó poderosamente en su formación intelectual y con el que a buen seguro comentaría muchas veces sus obras, cuya publicación él se encargaba de gestionar2.

Casi medio siglo le separa de Feijoo, la personalidad intelectual más relevante y controvertida del momento, que para entonces ha publicado ya con extraordinario éxito los ocho tomos del Teatro crítico, el Suplemento, la Ilustración apologética, la Justa repulsa, los dos primeros de las Cartas eruditas, y tiene prácticamente listo para la imprenta el tercero. Objeto de envidias y polémicas por su criticismo e ideas renovadoras, muy pronto, en el mes de junio, el rey le apoyará públicamente prohibiendo, por lo mucho «que le agradan sus escritos», toda impugnación contra ellos (R.O. del 23 de junio).

El motivo de su carta (que conocemos por el borrador que publicó Francisco Aguilar Piñal en 19733) muestra a las claras tanto su celo por la moralidad pública como su sintonía con los planteamientos críticos del Padre Maestro. Preocupado por los abusos que se cometen con ocasión de ciertas fiestas y celebraciones religiosas, le hace partícipe de ellos para que los critique y logre con su autoridad que sean desarraigados. Según le explica en su presentación, solo le había visto fugazmente una vez, allá por el año 36, en Oviedo, y si se permite escribirle es por ser asturiano y por la gran admiración que le profesa: «Aunque no tengo la honra de haber tratado a V. Rma., sí la tengo de haberle visto siendo yo de muy tierna edad, y estando de paso en esa Ciudad de Oviedo, por los años de 1736, en que tendría yo trece años con corta diferencia; pero el ser asturiano yo y aficionado a V. Rma. por aquel superior criterio de que le adornó el Altísimo, acompañado de una elocuencia suavísima y penetrante, que a todos arrastra a su partido, me dan ocasión a que yo la tome de cansar a V. Rma. con la presente carta, ya que mi permanencia en esta Corte no me permite ejecutarlo vocalmente...». De estas palabras, que se continúan en un caluroso elogio solo frenado para no sentar plaza de adulador panegirista, resulta evidente que lleva fuertemente impresa aquella imagen juvenil y que se siente así, «arrastrado» por la sabiduría y el vigor crítico del Padre Maestro, definitivamente ganado para su «partido».

Fuera de estas notas personales, el contenido de la carta -que haría las delicias de cualquier antropólogo, por la viveza con que están descritas diversas manifestaciones de cultura popular- es, en efecto, una lista de «errores prácticos» que se cometen con ocasión del día de la Cruz de mayo, la noche de San Juan, Nochebuena, Carnestolendas, la romería de San Roque, el Corpus, etc., y que o por licenciosas, torpes, supersticiosas o injuriosas, depende de cada caso, deberían proscribirse. Que en verdad le preocupaban estos abusos lo refleja el hecho de recoger estas mismas incriminaciones en su Bosquejo de política económica española, escrito, como cree su editor Jorge Cejudo, por esa misma época4, y en el que también hace varias menciones elogiosas de Feijoo.

Lamentablemente, no podemos saber cuál fue la reacción de Feijoo al recibirla, ni tan siquiera si le contestó, pues no queda ningún rastro de ello entre los papeles conservados de uno y otro5. Según confiesa por entonces el propio Feijoo, es tal el cúmulo de cartas que recibe, y son tantas las preguntas y consultas que se le hacen de todas partes, que renuncia a contestarlas6. Tampoco consta que se hubieran relacionado después, aunque no hay que descartar que se hubieran cruzado otras cartas o, incluso, que fuera Campomanes el destinatario directo de alguna de las que reunirá en sus Cartas eruditas posteriores. El P. Sarmiento habría podido ser un buen enlace. Sea como fuere, con respecto a la que conocemos, es razonable suponer que Feijoo la leyó complacido y que si no cumplió con las expectativas del joven abogado fue porque los materiales que le brindaba no encajaban con ninguno de los asuntos que trató en los dos tomos siguientes de sus Cartas eruditas.

Pero de lo que no hay ninguna duda es de la continuidad de la devoción de Campomanes por Feijoo a lo largo de su vida. Lo acreditan, como he indicado, las reiteradas y elogiosas menciones que hace de él en sus escritos posteriores, pero también y, muy significativamente, dos hechos sobre los que apenas han reparado los estudiosos de su obra y que son los que motivan estas páginas: que fue él quien ya desde su puesto de fiscal en el Consejo de Castilla promovió la primera edición unitaria y completa de sus obras (hasta entonces cada tomo del Teatro y de las Cartas había salido independientemente) poco después de su muerte (26 de septiembre de 1764), y que fue también él quien redactó la Noticia de su vida y obras que va al frente de la misma (Madrid, Imprenta Real de la Gaceta, 1765). Esta doble iniciativa, que contribuirá decisivamente al conocimiento y difusión de la obra feijoniana, y a resellar, también, la condición de Feijoo como el clásico contemporáneo por excelencia, fue el mejor homenaje que podía tributarle y la manera más noble de saldar una vieja deuda de gratitud intelectual.

No fue, sin embargo, un hecho aislado, ya que en los años sucesivos Campomanes siguió promoviendo, y alentando, la publicación de obras de utilidad pública, tanto originales como traducidas, como parte fundamental de un vasto programa de apoyo al progreso de la ciencia y de la cultura. Tales, el Tratado de los delitos y las penas de Beccaria, traducido por Juan Antonio de las Casas (1774), los Diálogos sobre el comercio de trigo de Ferdinando Galiani (1775), el Discurso sobre la mejora de los terrenos de Patulo (1774), la Historia de los progresos del entendimiento humano en las ciencias exactas de Saverien, traducida por Manuel Rubín de Celis (1775), el Proyecto económico de Bernardo Ward (1779), obra póstuma que estaba ya terminada en 1762 y que él también prologó, la traducción de la Deducción cronológica del portugués Seabra, hecha por Maymó y Ribes, a la que, según Sempere -que ejemplifica con esta edición y con la de Ward su afirmación de que se debe a Campomanes «la publicación de muchas obras ajenas útiles»- puso las notas7, la Gramática de la lengua griega de fray Juan de Cuenca (1789), etc.

Para la publicación de las obras de Feijoo, como para otras que promovió, contó con la Compañía de Impresores y Libreros, creada en 1763 por iniciativa de un grupo de libreros e impresores en el marco de las nuevas disposiciones sobre la imprenta (abolición de la tasa, facilidades para la obtención de licencias, etc.), y a la que desde el primer momento respaldaron el Consejo y el propio Campomanes, que hizo de la política editorial uno de sus frentes predilectos en los comienzos de su carrera política. La manifestación más clara de este apoyo fue garantizar a la Compañía la publicación de obras con amplio mercado, como los breviarios, los libros del rezo divino, el Arte de Nebrija o las de Feijoo8, en cuyo caso se aseguraban, además de los beneficios económicos -pues todos los tomos que venían saliendo contaban con una gran demanda- una mayor difusión al presentarlas reunidas en una colección conjunta. En la dedicatoria de la Compañía al Consejo (y a Campomanes, en última instancia), se evidencian claramente las satisfactorias condiciones del acuerdo para ambas partes: «Las Obras Críticas del doctíssimo P. Fr. D. Benito Gerónimo Feijoo, que por la elegancia de su estilo, por la novedad con que trata las materias y por su cabal discernimiento han merecido la aceptación de propios y extraños, salen ahora reimpresas con la diligencia posible, reunidas las adiciones del Suplemento en sus propios lugares, para la mayor comodidad de los lectores y economía de los compradores. Se han añadido también algunos tratados sueltos y se ha puesto a la frente, para perpetuar la memoria de este ilustre escritor, además de su retrato, un resumen de su vida, que sucintamente dé a conocer su mérito y el de sus principales escritos. No se ha concluido aún el índice general por anticipar al público el uso de la obra; pero se va continuando sin intermisión para darle cuanto antes, cumpliendo la Compañía con los deseos de V. A. a la mayor utilidad común, que se extenderá a otras, dignándose el Consejo continuarle su protección...»9.

En cuanto al «resumen de su vida», nada se indica acerca de quién sea su autor, aunque por lo apuntado resulta evidente que se trata de una pieza fundamental dentro de ese proyecto planteado «para perpetuar la memoria de este ilustre escritor». Aparece, en efecto, al frente de este primer tomo con el título de Noticia de la Vida y Obras del M. I. y R. P D. Fr. Benito Gerónimo Feijoo, monge benedictino de la Congregación de España, Catedrático de Prima de Teología Jubilado de la Universidad de Oviedo, Maestro General por su Orden, del Consejo de S. M. Luego, volverá a reproducirse en las siguientes ediciones conjuntas (1769, 1773, 1777 y 1784), salvo en la de 1781, que prepararon los monjes de Samos.

Pero aunque aparezca sin firma, no cabe duda de que fue obra de Campomanes. Aparte de que toda ella proclama su pensamiento, hay dos testimonios de la época dignos de todo crédito. El primero es de Sempere y Guarinos, que lo explicita por dos veces en su documentada crónica de la vida cultural contemporánea. Por una parte, en el artículo que dedica a Campomanes, dice que «promovió la última edición de las obras del P. M., y escribió la vida de aquel sabio, que está en el primer tomo, la cual es muy apreciable por las noticias literarias que contiene, no solamente del P. Feijoo, sino también del doctor Martínez, D. Salvador Mañer y otros literatos de aquel tiempo», y luego, en el de Feijoo: «La cronología [...] según la arregló el limo. Conde de Campomanes, digno escritor de la Vida del P. Feijoo, que está en el primer tomo del Teatro crítico10 Lógicamente, de no estar muy seguro de su afirmación, no se arriesgaría a hacerla siendo Campomanes un personaje público de tanta relevancia. El segundo es de su amigo y protegido Jovellanos, que lo consigna, con una valoración un tanto negativa, en una de las anotaciones de su Diario (14 de mayo de 1795): «Lectura de la Vida del Padre Maestro Feijoo, obra de Campomanes, pero arrastrada y atropellada, como hecha de priesa y en medio de sus grandes negocios»11. En verdad, el juicio de Jovellanos (distanciado de Campomanes desde 1790, por su negativa a apoyar a Cabarrús cuando fue hecho prisionero12), no hace demasiado favor a Campomanes, aunque no le falta del todo razón, pues la Noticia presenta cierto desorden y algunos descuidos e inconsecuencias que bien podrían ser resultado de la prisa; pero es también de algún modo el reconocimiento de su mérito: prefirió redactarla «en medio de sus grandes negocios» a dejarla en el tintero. Y es que el hacerlo era mucho más que un homenaje: era un gesto de compromiso con sus propias convicciones ilustradas, un medio eficaz de ganar adeptos para su causa presentando el ejemplo de quien mejor la había encarnado. Por eso la Noticia no es una bio-bibliografía inocente. Cuando algunos años más tarde, en 1776, redacte unas Observaciones para la composición ordenada de los elogios fúnebres, destinadas a servir de guía a quienes se encarguen de los elogios que han de hacerse en la Sociedad Económica Matritense para preservar la memoria de los socios fallecidos, uno de los criterios será su carácter pedagógico: que su lectura sea «con aprovechamiento»13.

De todas formas, con prisa o sin ella, resulta evidente que hizo un gran esfuerzo de documentación y de análisis, y que se empleó a fondo para que los lectores tuvieran la más acabada imagen del sabio benedictino. Pudiendo haberse contentado con unas cuantas noticias y valoraciones al paso o con el cómodo panegírico indiscriminado, redacta cuarenta y cinco apretadas páginas para ofrecer un resumen de su biografía y estudios, el dibujo de su talante y actitud crítica, rasgos físicos, una circunstanciada noticia de todas sus obras -anotando las fechas de publicación de cada uno de los tomos (seguramente a partir de los anuncios de la Gaceta) junto con el inventario razonado de los escritos que salieron sobre ellas, el resumen de sus ideas, la caracterización de su estilo y método expositivo y una valoración cabal de su mérito y relevancia en el sombrío panorama intelectual de la época. Y como además de conocer los temas que trata Feijoo, es inteligente y tiene criterios propios, rubrica su exposición con diversas observaciones y comentarios, algunos para expresar ciertos reparos y discrepancias. De manera que por entre el retrato intelectual del Padre Maestro, se vislumbra también el suyo propio, o cuando menos, algunos de sus principales valores y convicciones.

Su desarrollo, sin embargo, adolece, como dice Jovellanos, de un cierto atropellamiento y desorganización. Más próximo a la estructura informal del ensayo que a la exposición sistemática del tratado académico, el texto de la Noticia discurre agavillando, un tanto despreocupadamente, todos estos elementos (apuntes biográficos y caracteriológicos, resúmenes de doctrinas e ideas del Padre Maestro, comentarios del propio Campomanes, noticias sobre Martín Martínez o Salvador José Mañer, etc.) sin conformar una estructura orgánica y bien determinada. Aunque el nacimiento y la muerte de Feijoo marcan el principio y final del escrito, y puede reconocerse un cierto hilo conductor de carácter cronológico en el que se van engarzando las obras y las polémicas suscitadas, los materiales se suceden sin demasiada trabazón. Incluso varias de las IX partes o capítulos en que está dividida no acaban de justificarse como claras unidades de sentido. Diríase que el afán por decir cosas se impone al cuidado en organizarías. Pero, en cualquier caso, las dice, y más allá de su desorden -justificado, por otra parte, al ser un género no codificado- quedan claras las ideas maestras del pensamiento de Feijoo y todo cuanto se dice cumple con el objetivo de dar noticia del hombre que fue Feijoo y del movimiento de ideas que generó.

En efecto, a través de la Noticia, el lector percibe la estatura moral e intelectual de Feijoo y la grandeza de su empresa. Sobre el fondo de una España sumida en la ignorancia, su figura emerge como la de un gigante batallador en lucha contra el error y los prejuicios inveterados, abierto a los nuevos vientos de la ilustración y del progreso, de cultura muy superior a la común de su tiempo, y empeñado en familiarizar a los españoles con los mejores conocimientos. Sólo el médico Martín Martínez, tan admirado por Feijoo y en el que encontró uno de sus más firmes valedores, comparte con él el protagonismo de esa hora renovadora y merece una particular atención.

Además de hacer patente su extraordinaria inteligencia, Campomanes se complace en subrayar los rasgos distintivos de su carácter y personalidad: su amor por la verdad, su curiosidad universal, la solidez de sus principios, su pasión por los estudios útiles, la sinceridad de su vocación religiosa, su incansable laboriosidad, su desinterés por los cargos, la incorruptibilidad e inocencia dé sus costumbres, su fortaleza de ánimo para no amilanarse ante las críticas, lo afable y ameno de su conversación, su excelente buen humor..., rasgos que ya habían apuntado de un modo u otro los varios aprobantes de sus obras y los oradores que habían intervenido en sus honras fúnebres de Oviedo (Alonso Francos Arango, Fr. Benito Uría) y Samos (P. Eladio Novoa). Estos tres últimos testimonios14, que son los únicos que menciona, como venidos de gentes que habían tratado muy de cerca al Padre Maestro, más los que seguramente allegó del P. Sarmiento y otras personas que le conocieron, le fueron sin duda de gran ayuda para concretar los datos biográficos y los perfiles de su atractiva humanidad: «el trato de nuestro Benedictino era ameno y cortesano, como lo es comúnmente el de estos monjes, escogidos por su corto número de familias honradas y decentes. Era salado en la conversación, como lo acredita su afición a la poesía, sin salir de la decencia. Esto le hacía agradable en la sociedad, además de su aspecto apacible, su estatura alta y bien dispuesta, y una felicidad de explicarse de palabra con la propiedad misma que por escrito. La viveza de sus ojos era un índice de la de su alma» (p. XI). Ni la fecundidad de su ingenio «ni lo chistoso de su conversación jamás alteraron la pureza y decencia de sus costumbres» (p. XX). Rubricando esta última apreciación, añade una observación, fruto de su propia lectura, que da fe de cuánto le atraía este talante de cortesanía y civilidad tan característico de Feijoo: «En su trato era tan afable que aun en la crecida edad a la que llegó se reprimía, como él mismo lo confiesa en la Carta sobre el estado de la senectud del tomo último [de las Cartas eruditas] para no molestar la sociedad con sus amigos. Esta carta es una lección moral digna de leerse por todos los que llegan a edad avanzada» (pp. XX-XXI). No se le oculta, sin embargo, que hay muchas zonas de la personalidad y de la biografía del Padre Maestro que no han trascendido más allá del conocimiento de sus íntimos. Los padres Francos Arango, Benito Uría y Eladio Novoa «hicieron una descripción muy puntual» de sus virtudes, pero «no sucedió así con los demás hechos particulares de su vida» que quedan reservados «a los que trataron este literato más de cerca». Por eso exclama, como colofón de la que sabe es una Noticia forzosamente incompleta: «¡Cuántos sucesos dignos de memoria se pierden en la vida de los hombres ilustres porque no todos logran un Jenofonte que nos conserve sus dichos y hechos» (p. XLV).

A falta, pues, de ese otro tipo de informaciones, y desde la convicción, expresada en las mencionadas Observaciones, de que es la obra escrita «para la utilidad común» la que mejor puede dar la medida de una persona15, la parte del león de su trabajo se la lleva la consideración de los textos feijonianos. Dada su variedad temática, se concentra en las líneas maestras de su pensamiento, privilegiando lo relativo a sus propuestas de reforma en la investigación y la enseñanza.

De sus resúmenes y comentarios se desprende su plena identificación con la mayor parte de las ideas y actitudes de Feijoo: antiescolasticismo, necesidad de reformar la enseñanza y de aplicar la experimentación en el conocimiento científico, fomento de la agricultura y destierro de la ociosidad, rechazo de supersticiones, empleo del castellano como vehículo de cultura en vez del latín, caracteres de la verdadera crítica, conveniencia de que el conocimiento histórico presida el aprendizaje de cualquier ciencia, antilulismo, desprecio por la nobleza que no se refrenda con las obras, pautas para el ejercicio de la abogacía, etc. Anota, para resaltar la proyección de su obra, que Benedicto XIV hizo suyos sus criterios sobre la necesidad de moderar los días festivos y de reformar la música de los templos. Y convencido de que ni se puede saber de todo ni consultar siempre los originales, cree, frente a los impugnadores de Feijoo, que hizo bien en servirse de periódicos y otras fuentes indirectas porque así pudieron conocerse en España muchas obras importantes del extranjero.

Se ve también que le resulta sumamente atractivo su lenguaje claro y expresivo, y la linealidad y coherencia de su estructura expositiva, que caracteriza con notable sagacidad: «El estilo del Teatro es fluido y harmonioso, y el método de tratar las materias ordenado y geométrico. Nunca anticipa las especies que deben inferirse o aclararse con otras. Esta distribución de la materia da gran claridad a todos los discursos del Teatro. Una u otra vez se hallará declinar el estilo en asiático, pero sin decaer en baxo ni oscuro» (pp. XI-XII). No se le escapa, como tampoco se le escapó al propio Feijoo, que por la frecuente lectura de libros franceses incurre en algún galicismo, pero al igual que el Padre Maestro, que dedicó una carta entera a defender la introducción de voces nuevas, lo justifica como legítimo tributo a la adquisición de nuevos conocimientos

Discrepa, sin embargo, en unas pocas cuestiones. Con respecto a la historiografía, una de sus grandes pasiones, considera que Feijoo lleva, demasiado lejos su criticismo y se muestra en exceso desconfiado de los monumentos históricos y de los historiadores. El que haya contradicciones entre ellos y sea muy cierto que en todas las épocas se han pretendido introducir fábulas por diversas pasiones e intereses no invalida, ajuicio de Campomanes, el crédito general que merece la Historia. Muchas veces sólo se trata de descuidos e inadvertencias y, en todo caso, siempre se ha de distinguir entre lo que se sabe por testimonios unánimes y lo que sólo es verosímil y queda a la interpretación de los historiadores.

Más conservador y academicista que Feijoo en materia de elocuencia, cree que otorga un valor excesivo a la espontaneidad en detrimento de las reglas. Aunque conceda que muchas veces el talento natural pueda alcanzar excepcionales logros expresivos, le parece demasiado arriesgado prescindir de los beneficios del aprendizaje de la técnica: «No todos convendrán acaso con la opinión del P. Feijoo quien sostiene que la elocuencia es naturaleza y no arte, De esta manera viene a tachar como ocioso el estudio de la Retórica. Es cierto que se puede dar un hombre de tal juicio y tino mental que explique sus pensamientos con propiedad de voces, mueva oportunamente las pasiones y persuada eficazmente; pero también es innegable que Demóstenes, Cicerón y Fr. Luis de Granada, cuya elocuencia sirve de modelo, conocieron muy bien los preceptos retóricos: pues los dos últimos trataron exprofeso de la materia y el primero era tan correcto en el modo de escribir que de sus Oraciones decían "oler al aceite" por el demasiado estudio que ponía en limarlas. Fueron los preceptos de la elocuencia a la verdad sacados por comparación de las obras de los mejores oradores. Lo mismo ha sucedido con las demás Artes y Ciencias, y nadie duda que con todo eso es necesario su estudio, porque los elementos o principios de cada Arte o Ciencia no son otra cosa que un texido de verdades o congeturas deducidas de las observaciones hechas por muchos hombres doctos en aquella materia» (p. IX). Si se dejasen las ciencias y artes al solo talento individual, como la vida es breve y no todos tienen la misma capacidad, por fuerza su desarrollo será mucho menor que si se parte de lo aprendido en los otros.

Como gran aficionado a los estudios helénicos y entusiasta promotor de su presencia en los planes de enseñanza1616» discrepa también de las reservas que hacia el aprendizaje del griego expresa Feijoo en las cartas 22 y 23 del tomo V de sus Cartas eruditas, encareciendo a cambio, como mucho más útil, la del francés. Sin negar la importancia de conocer una lengua en la que están vertidos tantos conocimientos, entiende Campomanes que no son estudios excluyentes y que, supuesto que ya el francés está al alcance de cualquiera, el griego sigue teniendo plena validez para adentrarse y profundizar en muchas materias, y que en consecuencia, vale la pena estudiarlo. A esa lengua han debido muchos de sus conocimientos Francisco Valles, Benito Arias Montano, Martínez Cantalapiedra, Antonio Agustín y, más recientemente, Andrés Piquer, Manuel Martí o Gregorio Mayáns. Y, desde esa convicción, celebra con entusiasmo los recientes trabajos de catalogación y estudio de los manuscritos griegos de El Escorial y de la Biblioteca Real hechos, respectivamente, por dos helenistas de los que él mismo había aprendido mucho, Francisco Pérez Bayer y Juan de Iriarte.

Fuera de estas opiniones discrepantes, tan sólo reprocha a Feijoo una cuestión de procedimiento: que transcriba las citas latinas sin traducirlas. Por razones de utilidad, y para que todo el mundo las entienda -dice a propósito de los pasajes de Melchor Cano que incluye en el discurso 4 del octavo tomo del Teatro crítico-, es mejor citar «en la lengua materna», y si se considera preciso, poner en nota las palabras originales (p. VIII). Pero ni este ni los demás reparos empañan lo más mínimo su profundo respeto y admiración hacia quien, estaba convencido, «era superior a los más y nada inferior a los mayores de su siglo» (p. X).

La faceta polémica de Feijoo merece en conjunto todo su apoyo y aprobación. Comparte plenamente su vigorosa defensa del médico Martín Martínez, con la que hizo su aparición pública en el año 1725, y las suyas propias respondiendo a las impugnaciones de sus émulos. Era lógico que siendo algunas tan torpes, tan infundadas o tan injuriosas no fuera tan templado en sus escritos apologéticos «con proporción a la humanidad y bondad de su genio» (p. XXI). Siendo la suya una época en que era mucho mayor el número de los que se obstinaban en sostener las ideas vulgares «y en negarse a la ilustración que iba viniendo», no podía por menos de ensayarse en este género de escritos «que no dexan de ser harto difíciles, si han de hacerse leer agradablemente, rebatir con propiedad al adversario, poner en claro la opinión propia y dexar en salvo las personas, como el decoro debido lo pide» (ibíd.). Era justo que se defendiera ante el torrente de impugnaciones que llovieron sobre él, y desde luego, supo hacerlo, si bien -observa Campomanes como único reproche- a veces se muestre demasiado apegado a sus opiniones. En una obra tan enciclopédica como la suya, dice, era lógico que se deslizaran algunos descuidos y que sus contradictores los aprovecharan para criticarle; pero en su empeño por sostener su reputación se nota «alguna mayor adhesión a las propias producciones de la que conviene a un buen crítico» (p. XXIV). Porque la sinceridad -apostilla- no solo es conforme a la inocencia de las costumbres; es indispensable en un sabio» (ibid.). En todo caso, más allá de su acaloramiento, las polémicas que suscitaron las obras de Feijoo tuvieron su utilidad, pues incitaron al estudio, promovieron el «buen gusto» y enseñaron a tratar en castellano todo género de asuntos científicos. Por eso, y porque no se podría tener una justa apreciación de lo que ha sido la obra del Padre Maestro -no se conocería lo que él llama, con expresión de la época, su «historia literaria»17-, se detiene a considerarlas. La que trata con más detalle es la que sostuvo con Salvador José Mañer, autor del Antiteatro crítico y del Crisol crítico, que aunque se dejó llevar por el apasionamiento, desarrolló una meritoria trayectoria intelectual18 y, reconocidos sus errores, acabó por ser «uno de los veneradores del P. Feijoo» (p. XXVI). Continúa luego más rápidamente con las que le siguieron en importancia -Soto y Mame, con quien no tiene ninguna indulgencia, los defensores de Raimundo Lüllio y los médicos, a cuyo propósito se explaya en ponderar la figura y obras de Martín Martínez y termina ofreciendo, por orden cronológico, la lista de los escritos de Feijoo entretejida con la de los que fueron saliendo sobre ellos o en contra de ellos «para que se perciba la progresión del movimiento en que se pusieron las letras desde que empezó a salir el Teatro crítico hasta que consumó la carrera de sus producciones nuestro sabio en 1760» (p. XXXVIII).

En cuanto a la Real Orden de Fernando VI prohibiendo las impugnaciones de Feijoo, juzga Campomanes que fue una providencia oportuna dado el apasionamiento al que había llegado la disputa, si bien precisa que solo en casos muy excepcionales -como éste, o para salvaguardar el dogma o las regalías- ha de apelarse a este tipo de medidas: «No faltaron quienes sindicasen el silencio impuesto a las impugnaciones contra el P. Feijoo. No se hacían cargo del estado de la controversia, ni de las consecuencias perjudiciales de permitir unas disputas que declinan en partido. Solo en este caso o en el de ofender los escritos el dogma o la Regalía debe la autoridad pública imponer silencio» (pp. XXXI-XXXII). Por lo demás, y como buen ilustrado, cree que «nada aprovecha más a las letras que el uso moderado de la crítica» (p. XXV).

Al final ya de su recorrido, anota que Feijoo mereció los elogios particulares del papa Benedicto XIV, el cardenal Querini «y de un gran número de literatos del primer orden»; que Fernando VI le concedió los honores de consejero como reconocimiento a sus tareas, y que también Carlos III le manifestó su estima al regalarle las Antigüedades de Herculano.

Vista la Noticia a la luz de las prescripciones de Campomanes sobre el elogio societario -con el que, por su carácter, guarda muchas similitudes-, se advierte que, salvado lo que específicamente se refiere a la participación de la persona en la vida de la Sociedad, las exigencias se corresponden plenamente. Se da noticia de su nacimiento y de las circunstancias de su muerte, estudios y curriculum intelectual, rasgos físicos, estado civil, y virtudes cristianas y civiles. Se hace hincapié en la aplicación y esfuerzo personal para adquirir una buena formación intelectual y en su contribución al bien público. La veracidad y la elegancia presiden la ponderación del talante moral del elogiado, sin exagerarse «con afectación» sus virtudes y guardando un discreto silencio sobre los aspectos que pudieran resultar negativos. Se combina el elogio propiamente dicho con una precisa información sobre el personaje, para lo que se recaba la oportuna información de las personas que le han conocido más directamente. Se ofrece, en suma, un retrato fiel y veraz del elogiado, que es a la postre lo que interesa y resulta más convincente: «Cuanto más se asemejen [los elogios] al original lograrán mayor aceptación de sabios y prudentes, tanto más se unen la naturaleza y el arte»19.

No es tarea fácil hacer un buen elogio. Cree Campomanes que en España se ha tendido más a la alabanza que al elogio propiamente dicho. Para redactarlo bien, además de contar con las necesarias informaciones sobre el personaje, el autor ha de reunir conocimientos de oratoria, de estilo y de filosofía moral, y saber las cualidades que ha de tener «un patriota, un hombre de bien y un cristiano ajustado»20. Y lo mismo podría decirse de la Noticia de un autor, aunque no se trate de géneros idénticos. La suya de Feijoo rebasa el ámbito académico para dirigirse a la generalidad de lectores y tiene un carácter informativo más amplio. Pero en ambos casos se ofrece al conocimiento público la imagen de un personaje relevante para que sirva de ejemplo y se perpetúe su memoria.

En verdad, antes de 1765, la talla de Feijoo sobresalía sobre la de muchos hombres de su tiempo y estaba ya sólidamente acreditada. El propio Campomanes da fe de ello cuando escribe con segura conciencia que «la fama del eruditísimo Feijoo durará entre nosotros mientras la nación sea culta» (p. XLIV). Con todo, no le pareció suficiente. Quiso que llegara más lejos, que la lectura de sus obras fuera más asequible y completa, que se conocieran mejor los perfiles de su vida ejemplar y de su atrayente personalidad, destacar la magnitud de su empresa, y evaluar, también, en su justa medida su pensamiento y posiciones intelectuales. Y efectivamente, gracias a su esfuerzo editor y divulgador, creció la fama de Feijoo y se renovó con noticias y percepciones nuevas.

Nacía también así la específica bibliografía feijoniana. Porque, aun con sus defectos y limitaciones, con la Noticia empieza a edificarse la verdadera «historia literaria» del Padre Maestro.





 
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