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ArribaAbajoCapítulo I

De la penitencia que a imitación de Beltenebros principió y no concluyó nuestro buen caballero don Quijote


La casualidad quiso que Rocinante tomase por una vereda que en dos por tres los llevó, al través de un montecillo, a un verde y fresco prado por donde corría manso un arroyuelo, después de caer a lo largo de una roca. El sol iba a ponerse tras los montes, y sus últimos rayos, hiriendo horizontalmente los objetos, iluminaban la cima de los árboles. El murmurio del arroyo que en cascaditas espumosas no acaba de desprenderse de la altura; el verde obscuro del pequeño valle donde tal cual silvestre florecilla se yergue sobre su tronco; el susurro de la brisa que está circulando por las ramas; el zumbido de los insectos invisibles que a la caída del sol cantan a su modo los secretos de la naturaleza, todo estaba convidando al recogimiento y la melancolía, y don Quijote no tuvo que hacer el menor esfuerzo para sentirse profundamente triste.

«Tan grande es mi desventura, ¡oh amigo! -dijo-, que se ha de prolongar más allá de mis días, pues no veo que hacia mí venga doncella ninguna con ninguna carta. Oriana fue menos cruel con Amadís, Onoloria con Lisuarte, Claridiana con el caballero del Febo: convencidas de su error en el negocio de sus celos, mandó cada cual una doncella a sacar a su amante de las asperezas donde estaba consumiéndose. Para mí no hay doncella,   -2-   viuda ni paje que me traiga la cédula de mi perdón, y a semejanza de Tristán de Leonís habré de perder el juicio en estas soledades». Se apeó en este punto y se quedó inmóvil, apoyado en su lanza, muy persuadido de que un mundo de amor y dolor estaba gravitando sobre él. Contemplole un buen espacio su escudero; mas viendo que la apasionada criatura se dormía en sus pensamientos, se atrevió a interpelarle de este modo: «¿Así piensa vuesa merced pasar la noche, señor don Quijote? Si la señora Dulcinea tuviera noticia de este martirio, aún no tan malo; pero atormentarse el jaque mientras la coima está solazándose, sabe el diablo con qué buena pécora, no me parece puesto en razón. Quiérala vuesa merced, mas no hasta perder el hambre ni el sueño; que ellas no lo suelen pasar mal en consideración a nuestras amarguras. Hijos de tus bragas, y bueyes de tus vacas, señor. Del viejo el consejo: oiga vuesa merced el mío, y dejando para mejor ocasión la penitencia, monte a caballo, y vámonos adelante, que tiempo no nos ha de faltar para morir de apasionados mientras hay hembras en el mundo».

Avínole bien a Sancho que su amo estuviese tan absorto en sus pensamientos, que si oyó la voz maquinalmente, no apreció el sentido de las palabras. Llamarle jaque a él y coima a su angélica soberana, era irreverencia digna de doscientos palos. No respondía el caballero, y seguía pensativo y melancólico, echando ayes de más de la marca y volviendo los ojos a la bóveda celeste. De súbito se tiró sobre Rocinante y se metió por un bosquecillo, mientras el escudero daba de los talones a su jumento, por no quedarse rezagado. No a mucho andar, desembocó en un sitio descubierto, y vio a su señor hacia la margen de un riachuelo, con ese talante alerta y belicoso con que el caballero solía brillar cuando pensaba ser cosa de aventura. «Asombrado estoy, Sancho: o es alucinación mía, o por estas orillas sonó poco ha el blando llorar de un niño. Mira por esas malezas si das con una cuna de marfil o un cestillo de mimbres; que de este modo suelen exponer a las corrientes de las aguas los hijos que las princesas han a furto de sus padres. -Si vuesa   -3-   merced oyó ese clamor, diga que es el diablo, respondió Sancho. ¿Qué niño ha de haber por estos despoblados? Haga la Virgen que estos sean otros batanes, o aquí me acabo de morir de miedo. -¿Cómo quieres, replicó don Quijote, que la malicia, la perversidad, la condenación tomen la forma de los ángeles? Ángeles son los niños en la tierra: si los años y las tentaciones del mundo no torciesen y corrompiesen su naturaleza, no tendría el hombre necesidad de pensar en otra vida, porque en esta misma gozaría de la gloria. -¿Y cómo es, volvió Sancho a decir, que vemos al diablo pasar echando fuego por los ojos, saltando y bramando como chivo, o se nos mete en casa en figura de gato negro, cuando no prefiere ser mono? -Mona es tu cara, lego supersticioso, dijo don Quijote. Concediendo que Satanás tuviese el poder de entrometerse con nosotros, yo nunca le daría un exterior perfecto, ni él me engañaría con su persona, aunque fuese brujo. Si se presenta de gallardo mancebo, el pie de horqueta no lo puede ocultar; si comparece de fraile, la joroba le denuncia; si viene de niña hermosa, la una oreja le está ardiendo como una ascua. -Y cuando sale de caballero andante, ¿en qué se le conoce, señor?, preguntó Sancho. -De escudero suele salir, bellaco: yo no se si ahora mismo no lo tengo en mi presencia. De caballero andante no sale ni puede salir: la profesión de los tales caballeros es el amparo de los desvalidos, el socorro de los menesterosos, el remedio de los angustiados, y aquel personaje se ocupa en hacer todo lo contrario. Ve y requiere la espesura de esas cañas, de donde a mi parecer salió el vagido. -¿Vuesa merced me garantiza de que el Malo no se convierte jamás en persona humana? -Aun cuando por de pronto cargase contigo, respondió don Quijote, no sería cosa: del quinto infierno te habría yo de sacar, y como el fuego todo lo purifica, bien pudiera ser que te dejaras por allá algunas de tus impertinencias y bellaquerías».

Habíase apeado Sancho Panza y se puso a cruzarse el pecho con santiguadas enormes. Armado así, empezó a volar la ribera. «¡Hide... tal, y cómo se menea!, gritó al cabo de un rato:   -4-   ¡no tiene mal rejo el angelote!». Acudió el caballero a las voces, y vio un fresco pimpollo tendido al pie de un arbusto. Negros y grandes eran los ojos del párvulo, y miraban con dulce limpidez, dejando ver tras ellos la pureza de los serafines. «¿Querías que éste fuese el demonio, hombre sin fe ni conciencia?, dijo don Quijote. Al pecho debe tener una carta que indique su nombre y condición; si bien estas ricas telas nos dan a conocer anticipadamente la real prosapia de este infante». Y quedándose pensativo un rato, agregó con algún recuerdo caballeresco:


«Tomes este niño, conde,
Y lléveslo a cristianar:
Llamédesle Montesinos,
Montesinos le llamad».



«Este muchacho debe de pertenecer a una familia de pastores, dijo Sancho, quienes le dejaron aquí dormido mientras recogen las ovejas. -¡La oveja eres tú!, respondió su amo encolerizándose manifiestamente. Si supieras cómo pasan las cosas en el mundo de la caballería, dieras por cierto que este mancebillo tendrá trono que ocupar y pueblo que regir, por obra de esta mi buena espada. -Ofrecida sea al diablo la gana que tengo de cargar con este avechucho, señor don Quijote. -Cuando yo tengo por príncipe a este ser tan bello como desvalido, respondió el caballero, has de hablar de él con respeto, so pena de incurrir en delito de lesa majestad. ¿Qué hubiera sido del mayor de los profetas, si en vez de la doncella caritativa que le salvó del agua, se hallasen por ahí un corazón bronco y un juicio huero como los tuyos? ¿Y Pelayo, el gran Pelayo, no fue asimismo expuesto a la corriente del Tajo y depositado en la orilla del río que obedecía los decretos de la Providencia? Mira cuántos y cuán grandes males, sin una mano benéfica que le salvase y un hombre discreto que le criase. Los moros dueños de España para siempre, la fe de Jesucristo perdida en ella, la noble raza de Alarico sujeta a la cimitarra. -Juro a Dios por esta cruz, dijo Sancho, que si este rapazuelo está para evitar esas calamidades, yo he de ser su tutor   -5-   y padre, y le he de mantener como a mi hijo propio, aun cuando me salga un tarambana, pues yo sé el refrán que dice: «A padre ganador, hijo despendedor»; y no se me olvida que «a padre santo, hijo diablo». -Si a refranes va, replicó don Quijote, el que haría al caso sería el que dice: «de padre cojo, hijo ronco». Pero no das en el clavo; esos males están remediados e impedidos para en lo adelante; ni se trata de que este niño sea Pelayo, sino uno que está destinado quizás para mayores cosas. Don Amadís de Gaula, dime, don Amadís de Gaula, ¿cómo piensas que salió a buen puesto, y vivió para ser el espejo de la caballería? ¿Y el niño Esplandián, hijo de este buen Amadís y la sin par Oriana, no fue asimismo echado al mar, porque su madre no padeciese en su fama? Angeloro, fruto ilegítimo de Medoro y Angélica la bella, que vino a ser soberano del Catay, debió la vida y el cetro al sabio Proserpido, habiendo aportado la cuna de ese emperador en cierne en la isla de este solitario. Alza el niño, Sancho, y vente tras mí. El buen obrar trae consigo mismo la recompensa, aun cuando no se sigan efectos más notorios. -Si hay aquí gato encerrado, dijo Sancho, yo he de ser, como de costumbre, el que lo lleve al agua». Don Quijote estaba ya muy adelante, y no oyó las razones de su escudero, el cual hubo de seguir con el hallazgo a cuestas, esperando la segunda parte de la aventura, que de ordinario suele verificarse sobre sus costillas.



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ArribaAbajoCapítulo II

Del encuentro que don Quijote de la Mancha tuvo con Urganda la desconocida


Una columna de humo que salía de un arbolado los guió a la mansión campestre que daba esa señal doméstica tan grata para rendidos caminantes. Apeose don Quijote, y como a nadie viese, dijo a Sancho: «Mira si descubres por ahí algún ser viviente con quien podamos averiguarnos. El humo es claro indicio de la presencia humana, y el fuego el más fiel y consola dor amigo del hombre. -No veo animales ni aves caseras, respondió Sancho; y no hay choza sin gallinas, ni gente honrada que no tenga su vaca, o por lo menos su cerdo en el patio. Esta es guarida de ladrones, o soy mal zahorí. De más buena gana ando yo por caminos reales, donde los peligros no son tan eminentes, y adonde la Santa Hermandad puede acudir a tiempo. Conviene, señor don Quijote, que nos vuélvamos sin tocar al avispero. Guárdate, dice el Señor. -El miedo y la ignorancia, respondió el hidalgo, son los toques principales de tu carácter. Si algún peligro hubiese, podría él ser inminente. Eminentes son los príncipes de la Iglesia. Y quieres que nos vuélvamos: sé tú más buen cristiano, y querrás cuando más que nos volvamos. ¿Qué temes, apocada criatura? ¿Por qué lloras, niño septenario? ¿Qué es lo que te hace temblar, mujer sin resolución?

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Niña sois, pulceta tierna;
Tu edad, de quince no pasa,



pero yo te haré pasar por las llamas infernales si fuere necesario. ¿No ves que con tu eterna pusilanimidad me pierdes el respeto, dando a entender que no tienes entera fe en la eficacia de mi protección? Si te asaltan bandoleros, si te aporrean venteros, no es nada: aquí está don Quijote para seguirlos, cogerlos y escarmentarlos. -El cielo pague tan buenas intenciones, replicó Sancho; mas cuando veo que ellas nada valen contra estacas de yangüeses, no puedo renunciar del todo a la prudencia. Can de buena raza, siempre ha mientes del pan y de la... manta. -La prudencia suele servir de máscara a la cobardía, dijo Don Quijote, y las previsiones extremadas son diligencias del miedo las más veces. Ni espectros ves, ni oyes alaridos, ni hay cosa que justifique tu desmayo. -Ni espectros vi, ni oí alaridos en el val de las estacas, señor, y con todo, no saqué muy sano el cuerpo. -Cuando eso te quiere suceder, volvió a decir don Quijote, ¿por qué no te defiendes como bueno? ¿Parécete mejor andar enfermándome los oídos con tus lamentaciones, que arrostrar al enemigo, y vencerle o sucumbir con gloria?».

En estas razones estaban caballero y escudero, cuando salió de por ahí una vejezuela, apoyada en un bordón que la sostenía a duras penas. Un siglo en piel y huesos, cien años comprimidos y reunidos en escaso volumen, tal era el objeto que se ofrecía a la vista de los aventureros, quienes no las tuvieron todas consigo en presencia de ese ente vaporoso. Ni se vio jamás cara más arrugada, amoratada y desfigurada; ojos más chiquitos, hundidos, amortiguados y nublados; cuerpo más seco, trémulo y enclenque; paso más inarmónico, débil e inseguro que los del espectro que allí se les venía acercando. Las manos eran flacas, los dedos nudosos, la cabeza sin pelo, sino tal cual mechón ceniciento por la nuca; los labios, negros, flojos y caídos; el cuello, cuatro cuerdas; el pecho, teatro de amor y voluptuosidades ahora ha ochenta años, causaba horror. Si persona humana, era   -8-   esa la burla que el viejo hechicero llamado Tiempo hace del hombre transmutándole en un ser de naturaleza extraña, en el cual no caben hermosura ni felicidad. Esos ojos que hielan el corazón fueron ojos de ángel enamorado; la boca purpurina, nido de dulces sonrisas, es hoy puerta de la sepultura; la convexidad rubicunda de sus mejillas, los declivios suaves, primorosos de su seno, son cavernas; la mano, blanca, lisa, es un horrible garfio. Ese ente feo, horripilante, fue mujer hermosa, amó e infundió amor. El hombre que se extralimita en los términos comunes de la existencia humana, sale del mundo, en cierto modo, sin dar en la eternidad, y se queda entre la vida y la muerte, causando en los demás un respeto que hasta se parece al miedo. El que llega a los cien años tiene ya sobradas conexiones con la tumba, es un aparecido, y no se le puede mirar sin el terror secreto con que contemplamos el Genio del sepulcro revestido de fuerzas humanas.

La vejezuela tenía los ojos clavados en el niño, mientras Sancho Panza no podía ya con la angustia de su pecho, dando al demonio la adquisición de esa prenda. «No habrá sino entregarlo como está, señor don Quijote, dijo: sano le hallé, sano le traigo, y cuéntenle los pañales. -He de ser muy hábil y mañero para que yo haga carrera contigo, respondió don Quijote; y acomodando las circunstancias a su locura, le habló pasito de este modo: «Esta es, hijo Sancho, una fada o encantadora que quiere probarme. La sabia Belonia miraba por don Belianís de Grecia; Hipermea protegió a don Olivante de Laura; la fada Morgaina y la dueña Fondovalle a Florambel de Lucea...». Aquí estaba de sus divagaciones don Quijote, cuando llegó corriendo una mujer exasperada, se tiró sobre el parvulito, y arrancándolo de los brazos del escudero, se puso a devorarlo a besos. «Hermosa señora, dijo don Quijote, vos sois, sin duda, la madre de este niño: don Quijote de la Mancha ha tomado por suya la cuita de vuestra grandeza, y promete no envainar la espada sino después del más completo desagravio que a princesa hizo jamás ningún andante caballero». La angustiada madre empezó   -9-   a requerir con la vista los alrededores, cosa de malísimo agüero para Sancho, quien no perdió tiempo de alegar en su defensa: «Mirad, hermana, que yo no quito hijos a nadie, pues los tengo propios; ni robo gente, porque no la he menester. Hallamos solo y abandonado a este mamoncito, y le he cogido en mis brazos como obra de caridad. En honradez yo sé quién soy, y mi señor don Quijote que no me dejará mentir». Serenada la pobre mujer con este discurso, preguntó a los viajeros el motivo de encontrarse por lugar tan solitario.


«El caballo iba cansado
De por las breñas saltare:
El marqués muy enojado
Las riendas le fue a soltare.
Por do el caballo quería
Le dejaba caminare»,



respondió don Quijote, aludiendo a la costumbre de los aventureros de dejarse llevar por sus caballos. «¡Deo gratias!, dijo uno como gigante, presentándose allí con una hacha al brazo; ¿quiénes son estos hombres? -¿Hombres decís?, respondió don Quijote; ¿hombres y nada más? -¡Arre allá, diablo!, repuso el gañán; ¿qué buscarán éstos por aquí? Si esta choza acomoda, serán voacedes servidos con el queso de mis cabras y con una zalea para dormir. Hombres somos todos, y ojalá fuéramos hermanos». Subyugado por tan buenas expresiones, mandó el caballero poner las bestias al pasto de la verde grama, teniendo en cuenta no quitar a Rocinante sino el freno, según es de uso y costumbre en las aventuras. Como el diligente escudero andaba en este afán, se le llegó su amo y le dijo con cierta cautela: «¿Pueden rodar las cosas por su pendiente natural, cuando en ellas anda metida una mágica tan entruchona como Urganda? No dudes en tener por tal a esa viejecilla. Tú vas a verlo: envuelta en una nube se nos va por los aires cuando menos acordemos, o desaparece convertida en fiera sierpe. ¿Quién sabe si este no es un castillo encantado, y aquel jayán el mago Alquife,   -10-   marido de la dicha Urganda? Diligencia no he de omitir para desentrañar la verdad; y cuando todo saliere fallido, mi espada no faltará. Aunque es cosa de ver despacio si no me estuviera mejor deshacer el encanto con arte y maña, valiéndome de un anillo prodigioso, el de Gigés, verbigracia, del cual se sirvió Bradamante en un caso tan peliagudo como éste. Bien es que para ello me habré de disfrazar de mujer, y me hará muy al caso llamarme Daraya o Garaya, a imitación del príncipe Agesilao. -Tan castillo encantado es este como el de Juan Palomeque, respondió Sancho. Venga ese queso aunque sea de cabra, que en año malo la paja es grano; y donde nada nos deben, buenos son cinco dineros. En lo de Urganda no me entremeto: vuesa merced puede tener razón, y yo mismo estoy en un tris de tener por bruja a esa vieja. -¿Y donde hay bruja no habrá magia?, replicó don Quijote; ¿y donde hay magia no habrá encanto?, ¿y dónde hay encanto no habrá príncipes y princesas? Ven acá, bobillo, ¿te juzgas más perito que tu señor en esto de las aventuras? Espera y verás lo que es bueno».



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ArribaAbajoCapítulo III

De la manera como don Quijote de la Mancha hizo suya una aventura de otro famoso caballero


No era muy claro el estilo caballeresco para esa buena gente, y estaba entre admirando a huésped tan singular y recelándose de sus armas. La hacendosa campesina no había por esto dejado de entender en la bucólica, y un puchero humeante era el testimonio de su diligencia. El alma se le iba a Sancho tras aquel humillo: hubiera querido verse ya mano a mano con la cazuela, aun cuando ella no prometiera tanto como las bodas de Camacho. Pero no hay manjar como la buena disposición, y el hambre adereza maravillosamente hasta las cosas humildes: ella es la mejor cocinera del mundo; todo lo da lampreado y a poquísima costa. Dichosos los pobres si tienen qué comer, porque comen con hambre. La salud y el trabajo tienden la mesa, bien como la conciencia limpia y la tranquilidad hacen la cama: el hombre de bien, trabajador, se sienta a la una, se acuesta en la otra, y come y duerme de manera de causar envidia a los potentados. La pobreza tiene privilegios que la riqueza comprara a toda costa si los pudiera comprar; mientras que la riqueza padece incomodidades contra las cuales nada pueden onzas de oro. ¿Cuánto no daría un magnate por un buen estómago? El pobre nunca lo tiene malo, porque la escasez y moderación le sirven de tónico, y el pan que Dios le da es sencillo, fácil de   -12-   digerir, como el maná del desierto. El rico cierne la tierra, se va al fondo del mar, rompe los aires en demanda de los comestibles raros y valiosos con que se emponzoña lentamente para morir en un martirio, quejándose de Dios: el pobre tiene a la mano el sustento, con las suyas lo ha sembrado enfrente de su choza, y una mata le sobra para un día. El faisán, la perdiz son necesidades para el opulento, hijo de la gula; al pobre, como al filósofo, no le atormentan deseos de cosas exquisitas. Más alegre y satisfecho sale el uno de su merienda parca y bien ganada, que el otro andando a penas, henchido de viandas gordas y vaporosos jugos. El uno come legumbres, el otro mariscos suculentos, producciones admirables del Océano: el uno se contenta con el agua, licor de la naturaleza; el otro apura añejos vinos; y en resumidas cuentas, el que no tiene sino lo necesario viene a ser de mejor condición que el que nada en lo superfluo. ¿Hay algo más embarazoso, fastidioso, peligroso que lo superfluo? Donde la necesidad y la comodidad se dan la mano, allí está la felicidad, y, de esa combinación no nacen ni el hastío ni el orgullo; otra ventaja. Soberbia, malestar, desabrimiento, de la riqueza provienen, cuando no es bien empleada; que cuando sirve de báculo de la senectud, vestido de la desnudez, pan de la indigencia, la riqueza es fuente de gratas sensaciones, y por sus méritos a ella le toca el cetro del mundo. ¿Pero dónde están los ricos ocupados en el bien de sus semejantes? Son de especie superior, creído lo tienen, y su corazón, bronco por la mayor parte, no suele abrigar los afectos suaves, puros, que vuelven la inocencia al hombre, le poetizan y elevan hasta los ángeles, sus hermanos. El Señor promete el reino de los cielos a los pobres; de los ricos, dice ser muy difícil que atinen con sus puertas. Si, pues, los ricos tienen esta dificultad, no son los más bien librados; aunque pueden redimirse con sus caudales, empleándolos en dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, siempre de corazón, sin prevalecer por la soberbia. El silencio es el reino de la caridad, abismo luminoso donde no ve sino Dios; si alquilas las campanas para   -13-   llamar a los pobres y dar limosna a mediodía en la puerta de la iglesia pregonando tu nombre, eres de los réprobos. La misericordia es muy callada, la compasión muy discreta, la caridad muy modesta: al cielo subimos sin ruido, porque la escalera de luz no suena.

Sancho era de los pobres: el ejercicio daba en él fuerza al hambre, a la cual ayuda el no tener idea fija ni pensamiento inquieto, con un corazón del todo apagado. Así es que, en ofreciéndose espumar un caldero, no lo hacía con etiqueta, y a falta de pichones no asqueaba la gallina. El dueño de casa invitó a sus huéspedes en buenos términos a la penitencia; y don Quijote comió sin dejar de figurarse que estaba en el palacio de un emperador. Fija la imaginación en los encantamientos, transmutaciones y prodigios que él se tenía sabidos, explayó en ellos la palabra, y después de otras razones, continuó de sobremesa: «No pocas glorias me ha frustrado un sabio mi enemigo que en particular me persigue; pues han de saber vuesas mercedes que así como echo en tierra a mi contrario y le tengo debajo de mi lanza, me lo convierte luego en persona distinta, y siempre un conocido, a fin de que no acabe yo de matarle, o en objetos ruines que se burlan de mi justa cólera. Los gigantes vueltos cueros de vino; la transmutación de mi señora Dulcinea del Toboso en una labradora; el caballero de los Espejos cambiado en bachiller Sansón Carrasco, y su escudero en Tomé Cecial, son niñerías para con la aventura del gigante Orrilo. -¡Y qué narices las del tal escudero!, dijo Sancho: sé decir al señor don Quijote que si sus enemigos invisibles no cambian ese monstruo en Tomé Cecial, allí entrego yo el alma al diablo. Salgo fiador, señores, de la verdad de esa aventura, si bien la del gigante Burrillo no se me acuerda por ahora. -Decir pudieras, respondió don Quijote, que te constaba aquel suceso. ¿No te acuerdas cómo no había forma de acabar con el nigromante, porque así le derribaba yo un miembro como él lo tomaba y lo volvía a su lugar? Échole un brazo en tierra; hele allí que se agacha, lo toma y se lo pega como nacido. De un tajo, ¡zas!, le vuelo entrambas piernas: corre   -14-   y se incorpora en ellas para volver a la carga. Le corto la cabeza, la que rueda por el suelo dando botes: el mago se precipita sobre ella y se la planta sobre los hombros. ¿Y esto se te olvida?, ¿y esto pones en duda?, ¿y esto niegas, desalmado Sancho? -No niego, señor don Quijote. Déme vuesa merced la primera letra del lugar de ese acaecido, y podré venir en lo que vuesa merced mandare. -En Damiata, cautivo, replicó don Quijote; en la desembocadura del Nilo, desmemoriado; no lejos del Cairo, impostor; al pie de la torre de donde aquel ladrón salía y mataba o se llevaba prisioneros a cuantos podía haber a las manos en un gran circuito. -Dígame, señor don Quijote, y así Dios provea a sus necesidades, ¿vuesa merced consumó en persona esa hazaña? ¿Yo dónde estuve? -Estarías en los infiernos, bellaco. En persona no consumé la hazaña; mas como vencí a Astolfo, vencedor de Orrilo, todas sus acciones y proezas me pasaron a mí; y según las reglas de la andante caballería, puedo y aun debo contarlas por mías. ¿Qué más da que hubiera yo vencido al nigromante o al aventurero que le quitó la vida? -Y a ese Astolfo ¿en dónde le venció, señor mío de mi ánima?, preguntó Sancho. -De las narices bien te acuerdas, respondió don Quijote; mis hechos de armas de buena gana olvidas. ¿Quién piensas que fue ese que pareció el bachiller Sansón Carrasco cuando le tuve muerto? ¿Quién se combatió conmigo bajo el nombre de caballero de los Espejos? ¿A quién rendí, a quién perdoné, a quién mandé ir y poner se a los pies de mi señora Dulcinea del Toboso, para que ésta hiciese de él a su guisa y talante? Pues ése fue Astolfo, según yo me lo doy a entender; y ese Astolfo hizo con el gigante Orrilo lo que no quieres comprender ni confesar. Oye bien, gaznápiro: no es Burrillo como dijiste, sino Orrilo. -Según eso, volvió Sancho a decir, vuesa merced dispuso de la cabeza del jayán, pues le correspondía como botín de guerra. -Y dispondré de la tuya. Lo que dispongo es que no digas ni chus ni mus hasta nueva licencia, o te compongo las intenciones y enderezo las palabras, galopín ingenioso. La cabeza del jayán no podía yo sino echar a los perros; el despojo que ansiaba era el famoso cuerno   -15-   de su vencedor, prenda más codiciable que el anillo de Angélica o las armas de Rolando». La exaltación del caballero era ya de las que su criado solía respetar; y así salió mohíno éste, so pretexto de mirar por las caballerías, no fuese que Ginesillo de Parapilla cargase de nuevo con el rucio. Como en todo pecho generoso, la cólera no duraba en don Quijote: cuando la consideró apagada, volvió el escudero; y como la noche anduviese muy adelante, cada cual se acomodó lo mejor que pudo, y todo quedó en silencio. Silencio que no duró una eternidad, porque don Quijote lo interrumpió diciendo: «Sancho, Sancho, esto de la reposición en su trono del príncipe que hallarnos poco ha, es cosa de mucho momento. Mira cómo te levantas y con suma cautela requieres las murallas de esta fortaleza, por si descubres un resquicio o desportilladura que me dé paso, puesto yo sobre Rocinante. Tomándolos por sorpresa, me llevo de calles a todos los paladines que lo defienden, y sin más ni más dejamos concluido este negocio. Pero ten cuenta de no hacerte sentir por el atalaya, porque te disparará por lo pronto una jabalina y echará a vuelo las campanas del castillo. Anda, hijo, y da gracias a Dios que así te dé para ocasiones donde te muestres prudente y generoso. -Albricias, madre, que pregonan a mi padre, respondió Sancho: ahora debo dar gracias por lo que me mataría de pena, si me viese en la necesidad de cumplir. A res vieja alíviale la reja, señor: sin descansar no hay trabajar, y sin dormir no hay azotarse. -¿Qué estás diciendo ahí de azotes, embustero? ¿Quién te ha mandado azotarte ahora? -Como vuesa merced, replicó Sancho, quiere remediarlo todo a costa mía, pensé que se trataba de desencantar de nuevo a mi señora Dulcinea, y de camino al muchacho. -Duerme, animal, dijo don Quijote, duerme, y no me saques de mis casillas con tus necedades y embustes. Cuando yo te mande que te azotes, te azotarás; y si no te azotas, morirás, escudero mal intencionado e insurgente». Durmió Sancho; no se azotó ni bien ni mal, y al otro día salió a la conquista del mundo tras su señor, el cual no se acordó del príncipe, de Urganda la desconocida, ni de maldita la cosa.



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ArribaAbajoCapítulo IV

De la grande aventura de los tres penitentes, y otras de menos suposición


«¿Y ahora adónde vamos?, preguntó Sancho. Si todas las aventuras han de correr como la de esta noche, ya puede vuesa merced llevarme al fin del mundo. Hemos comido bien, no hemos dormido mal, y ni la fada Urganda ni el mago Alquife nos han perjudicado en lo más mínimo. -Si esta resolución dura en ti, respondió don Quijote, no veo lejano el día en que te halles conde de Oropesa o pertiguero mayor de Santiago. El buen semblante que ponemos a los sucesos de la vida parece modificarlos en favor de los ánimos serenos, a quienes el pasado no aflige, no desconcierta el presente ni pone cavilosos el porvenir. Pero si los quebrantos y las desgracias encuentran en ti la filosófica resistencia del sabio, ten cuidado de no salir de madre al primer viento propicio que te sople: harto dejas conocer que así te ensoberbece la próspera como te hace desmayar la adversa fortuna. ¿Qué motivo de alborozo es el que hubieses comido y dormido bien una noche? Más digno de nosotros sería haberla pasado en vela y en ayunas para seguir mejor nuestra profesión de andantes. -Yo supongo, replicó Sancho, que no porque uno satisfaga sus necesidades, será menos caballero ni escudero. Antes pienso que los a quienes compete la fuerza y cuyo asunto es la espada, se han de alimentar mejor. Para vivir ayunando, tanto valiera dar en ermitaños, o de una vez en santos milagrosos, a   -17-   quienes les bastan cinco habas crudas o tres hojas silvestres por comida. -¿Y no compensamos, repuso don Quijote, las penurias de nuestro estado con los festines que nos ofrecen las reinas y emperatrices a quienes vamos reponiendo en sus dominios? -El pan de Dios dádnosle hoy como todos los días, reza nuestra santa madre Iglesia, dijo Sancho. -Tendríaste por hereje, respondió don Quijote, si no embaulases cuanto puedes haber a las manos. A tu parecer, Sanchico, bueno es aquel negocio; y será mejor si añades los mandamientos de hurtar los bienes ajenos y codiciar la mujer de tu prójimo. Pues, ¡voto al demonio!, que te hallas apto para recibir las órdenes sacerdotales. En la primera ciudad adonde lleguemos, te hago tonsurar, y si tienes capellanías, a dos tirones te ves cura de Tordesillas o canónigo de Toledo. -Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija, señor don Quijote: uno que anda al servicio de vuesa merced no puede parar en menos. Viénesme a deseo, huélesme a poleo: ¿a vuesa merced he oído que Maripapas hubo en Roma? -Como Marisanchas en tu pueblo, respondió don Quijote: pudieras haber dicho papisas. Sí, señor; y se llamaba Juana la más notable de ellas. -Sea, dijo Sancho, que el tiñoso por pez vendrá. -¡Válate el diablo, Sancho excomulgado!, ¿a qué viene el tiñoso en el asunto que tratamos? -Viene a que todos somos unos; y con el mazo dando y a Dios llamando; y que así como hubo en Roma una papisa Juana, así ha de haber en el Toboso una obispa Dulcinea. Si la mujer del alcalde es alcalda, y la del testigo testiga, la del obispo ha de ser por fuerza obispa. Y a quien Dios se la dio a San Pedro se la bendiga; que yo con la mía me contento, aunque regaña y aconseja más que un abad. Pero a mujer brava, soga larga; y holgad, gallinas, que es muerto el gallo. -Si por algo quisiera yo sobrevivirte, repuso don Quijote, sería por grabar sobre tu losa en indelebles caracteres este epitafio que parece hecho para ti:


Y es tanto lo que fabló
Que aunque más no ha de fablar,
Nunca llegará el callar
Adonde el fablar llegó.



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¿De dónde sacas ese chorro de refranes, parlanchín desesperado? Tú eres mejor para dueña que para escudero, y no estoy lejos de ponerte con faldas y tocas blancas al servicio de una reverenda viuda. -Eso sería echar margaritas a los puercos, señor don Quijote; sobre que mi silla había de quedar vacante, supuesto que vuesa merced me destina para el coro. -Señor prebendado, dijo don Quijote, si vuestra dignidad no me lo estorbara, os había yo de refrescar ahora los lomos con el asta de mi lanza. Pero dad por recibida esta demostración y seguidme, cosidos los labios más que si fuerais mudo de nacimiento».

Algunas horas habían andado hasta cuando desembocaron en una carretera por donde fueron siguiendo callados y con hambre. Don Quijote mismo no hubiera puesto reparo en desayunarse, aunque sus deseos ordinarios eran de aventuras antes que de otra cosa. Como si todo ocurriera para dar asunto a su profesión, sucedió que por ahí se viniesen acercando tres personas, no de pies como racionales, sino a modo de cuadrúpedos. Todos venían descubiertos y descalzos, con señales de estar cumpliendo una penitencia, según la humildad de la postura y la compunción con que se arrastraban. «¿Y eso qué diablos es?, dijo don Quijote al verlos. Yo me los voy encima, Sancho, y a punta de lanza escudriño este que parece misterio, si no es más bien una entruchada de algún sabio burlón que quiere darme una cantaleta». Sin añadir otra cosa, apretó los talones contra los ijares de su caballo, bajó la lanza, arremetió, desbarató y dispersó la tropilla de esa gente a gatas. No debían de ser paralíticos los mezquinos, porque tan luego como sintieron esa estantigua sobre ellos, se pusieron de pies y echaron a correr de modo que no los alcanzara un galgo. Librolos la Virgen a los dos; el tercero fue víctima de don Quijote, pues en el punto en que se enderezaba cayó de nuevo en tierra, sin más ánimo que el que hubo menester para encomendarse a Dios y sus santos. «Yo le volviera la vida a este malandrín, dijo don Quijote, sin perjuicio de quitársela por segunda vez, para que me explicara lo que significaba el ir así por estos caminos, y adónde iban   -19-   en cuatro pies que no pudieran ir en dos. -Habrán sido baldados, respondió Sancho. -Eres un sandio que se pierde de vista, replicó don Quijote: a tus ojos se disparan como ciervos y piensas que serán baldados. -Pues si no son baldados, volvió a decir Sancho, serán pícaros que están haciendo de inválidos para beneficiar nuestra bolsa. Mátelos vuesa merced a todos, señor don Quijote, que estos ciegos y estos cojos fingidos perjudican a los verdaderos. -Tengan piedad, hermanos, dijo el difunto: no somos pícaros ni inválidos de industria, sino gente de bien y católicos, que hemos hecho voto de ir arrastrándonos a un santuario a cinco leguas de aquí. -¿No estáis en la otra, buen hombre?, preguntó Sancho. -Me parece que no, respondió el peregrino. -¿Mirad no os equivoquéis?, insistió Sancho. -Como hay Dios, replicó el peregrino, que soy poco amigo de lo ajeno. Íbamos a lo que dije, y por más señas, era requisito de la promesa que hasta cuando llegáramos al monte no nos habíamos de poner en pie si nos mataban. Hágame la caridad de avisarme si mis cofrades son muertos. -Idos son..., respondió Sancho. ¡Cómo que a los penitentes se les desmadejaron las piernas! -El amor a la vida, hermano, dijo el romero sentado ya. -¿Cuántas heridas tenéis?, preguntó Sancho. -Según los dolores no deben de pasar de cuatro, respondió el devoto; o es sólo una contusión, porque en verdad no veo sangre. Milagro, señores, milagro. ¿Promete vuesa merced a la Virgen Santísima, señor caballero, no matarme otra vez? -Si es como habéis dicho, lo prometo, respondió don Quijote. ¿Os hallábades en la vía purgativa o en la iluminativa? -¿Qué vías son esas?, preguntó el penitente. -La purgativa, respondió don Quijote, es el primer estado del alma que desea llegar a la perfección por medio de lágrimas, golpes de pecho y disciplinas. -Algo más, señor, algo más, dijo el romero. -Luego estábades en la vía iluminativa: este es el segundo estado del alma que desea llegar a la perfección, y se ocupa en amar y servir a Dios, profundamente metida dentro de sí misma. -Algo más, señor, algo más. -Ya comprendo, vuestra vida era la unitiva: este es el último   -20-   estado del alma, que pasando por los dos primeros, ha hecho, en cierto modo, acto posesivo de la beatitud divina, y ha venido a ser una misma cosa con los bienaventurados y los ángeles. -En esa estábamos, señor caballero», respondió el santo gateador. Sancho Panza no quiso callar más y dijo: «Vuesa merced, señor don Quijote, se ha echado sobre la conciencia la mala obra de haber desviado a estos hombres; y fuera menester enderezarles el tuerto que se les ha hecho. -Engáñaste por la barba, respondió el caballero: lejos de desviarle con dos o tres palos al que está haciendo penitencia, se le da algo más en que ejercite el sufrimiento y el perdón, virtudes sin las que no hay salvarse. Pláceme veros sano y salvo, hermano peregrino, sea ello efecto de un milagro, sea de no haberos yo cogido de lleno con mi lanza. Perdonad, y buena manderecha». Diciendo esto, picó su caballo, le siguió su escudero, y a poco andar tomó otra vez la palabra. «Ahí tienes, Sancho, un héroe de poema épico, o por mejor decir, tres protagonistas de otras tantas epopeyas. ¡Aquí de Cristóbal de Virués! Un asesino y pirata que se acoge a buen vivir y se traslada en cuatro pies de Roma a Cataluña, es en verdad asunto de un poema de marca. ¿Qué ideas sublimes ha de inspirar un bribón que no halla manera de venderse por bueno, sino echarse a tierra y arrastrarse como bruto? Rara concepción la del bueno de Virués, ¡un héroe que gana en cuatro pies la ermita más elevada de un monte, a contar en los de dos los robos y las muertes en que ha pasado la vida! Las ideas poéticas encarnadas en expresiones magníficas pasan de siglo a siglo. Homero y Virgilio las conciben; mas no pueden sugerirlas sino héroes excelsos, Aquiles y Héctor, Eneas y Turno. El cuadrúpedo Garín, ni respeto ni veneración infunde: un innoble matador, o un fanático menguado que imagina ponerse a derechas con el Todopoderoso, si se vuelven jumentos, no son personajes de poema. ¿Es por ventura concepto razonable pensar que con ir a gatas algunas leguas alcanzamos el reino de los cielos? Dios es altísimo, santísimo: hónrale con decoro, adórale con majestad. Lo que envilece su obra no le agrada; lo que la   -21-   embrutece le irrita. El hombre de virtud eminente es el que le ama con uno como orgullo celestial; orgullo que no es sino con vencimiento de su propia excelencia. Unirse al Infinito por la luz, sentirle en los afectos propios, buscarle con las buenas obras, esto es ser santo. Pero somos de condición los españoles, que, como un frailecico por ahí nos diga que labramos para el alma, sin sombrero nos vamos al infierno, andando de rodillas».

Tocábale la respuesta a Sancho Panza, y Dios solamente sabe las sandeces que hubiera ensartado, si hubiera tenido tiempo; mas cuando ya se le pudrían las palabras en la lengua, una aventura que se le ofreció a su amo vino a ponerlas en olvido. Y fue que un hombre llegaba ahí trote trote por una costezuela, trayendo a otro atado a la cola de su caballo. Echaba ya el corazón este infelice, acezando y sudando de modo de caerse muerto; y sin duda le reventara la hiel a cuatro pasos, a no presentarse allí don Quijote en ademán de batalla. «Poneos con Dios y apercibíos para la muerte, si al punto no os apeáis y desatáis a este mezquino. -Le llevo preso, respondió el hombre, y no le soltaría si me lo mandase el Santo Oficio. -¿A virtud de qué mandamiento, repuso don Quijote, le lleváis preso y aherrojado? ¿Sois por dicha cuadrillero de la Santa Hermandad, alguacil o corchete? -Andaos a decir donaires, respondió el caminante: apártese, buen hombre, o buen diablo, y no sea tan mosca. ¿Está su merced de chunga? Eso de soltar a este pillo, será lo que tase un sastre. Sepa que le llevo a la cárcel con mis manos, porque soy su acreedor. -¡Acreedor sois vos a cuatrocientos palos!», dijo don Quijote; y le asentó un mandoble tal en la cabeza, que dio con el atrevido sin conocimiento en el suelo. Porque no saliese el caballo, le tomó por la brida y mandó a Sancho apearse y desatar de la cola al hombre. Sancho, que de suyo era propenso a la compasión, obedeció de buena gana y lo despachó todo por la posta. «Os hago dueño del caballo de vuestro opresor, dijo don Quijote al cautivo redimido, como des pojo ganado en buena guerra. Vuestro es sin condición ni restricción, tan luego como hubiereis cumplido la orden que voy a   -22-   daros». Mandole en seguida cómo de ese camino enderezase para el Toboso, se presentase a la sin par Dulcinea, e hiciese todo lo demás que él acostumbraba mandar a los que iba venciendo, o favoreciendo y libertando. Juró el villano cumplir esas órdenes a la letra, montó de prisa, y sin despedirse del menor don Quijote del mundo, tomó el largo y desapareció por eso; trigos. Sancho Panza iba llegándose al cadáver, no sin tiento: «Veamos, dijo, lo que reza este muerto» y fue a tomarle un pie a fin de darle pasaporte para la sepultura, si de veras había fallecido. «¡El diablo es el muerto!», respondió el difunto con grandísima cólera, y dio una patada que si le coge de lleno al ex gobernador, no hubiera quien le arrendara la ganancia. Llevó éste el mayor susto que en su vida había llevado; y tirándose sobre el rucio desatinadamente, voló tras su amo, quien andaba ya a buena distancia.



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ArribaAbajoCapítulo V

Donde se ve si devotos se quedan con los agravios que reciben, y se da cuenta de cómo don Quijote embistió a una legión que él tuvo por de mala ralea


Estaba Sancho Panza refiriendo los desmanes de aquel bellaco de difunto, cuando echándose de súbito de un barranco al camino tres hombres con sendos palos, le asentaron a don Quijote tantos y con tal prisa, que el pobre caballero hubo de venir a tierra, «Vuesa merced se halla hoy en la vía purgativa, le dijo uno de ellos; veamos en cuál se halla su escudero». De buena gana se hubiera puesto en cobro Sancho; pero el maldito rucio no se quiso mover, más que si fuera de palo. Llegaron los penitentes y le dieron una tanda que no le pedía favor a la que acababa de recibir el malaventurado don Quijote. «Quiere vuesa merced, le dijo a éste el mismo que había hecho fisga de él, entrar en la vía iluminativa? -Alevoso palmero, respondió el hidalgo, de ruines ha sido en todo tiempo el acometer sin reto ni advertencia. Dejad que pueda yo levantarme, y daos por muertos cuantos sois vosotros, ora vengáis a pies, ora vengáis a gatas. -Luego desea vuesa merced entrar en la última vía, repuso el palmero, cuando nos zahiere con tanto primor y delicadeza». Y dándole otra media docena de palos, tomaron un trotecillo de ladrón y se fueron, Dios sabe si a vacar a su romería, «Qui multum Peregrinantur raro sanctificantur, Sancho, dijo don Quijote.   -24-   Yo me tengo la culpa, que no acabé de matar a esos traidores cuando los tuve debajo. Pero no te duela de ello, porque los seguiré hasta el polo, y tomaré tal venganza, que para los días del mundo les quedará maldita la gana de salir a romería en dos ni en cuatro pies. -A bien te salgan, hijo, tus barraganadas, se puso Sancho a responder con harta flema; el toro era muerto, y hacía alcacorras con el capirote por las ventanas. -¿Es a culpa mía, volvió a decir don Quijote con asaz de cólera, si esos malandrines caen de improviso, y después de su mala obra se escapan de mi enojo por los pies? Si así como son tres braguillas esos penitentes, fueran trescientos jayanes, yo diera buena cuenta de ellos en menos de treinta minutos. Haz que yo tenga lugar de meter mano a la espada, y como quede un pelo de ellos, di que tu señor no es de los buenos andantes. -El conejo ido, palos en el nido, replicó Sancho con la misma cachaza. -¿Querrás por si acaso darme a entender, dijo don Quijote, que he venido a tierra por falta de valor y pericia? Me ves tirado en tierra cuan largo soy, y piensas que puedes darme soga; en lo cual te yerras de parte a parte. -¿Luego vuesa merced también, está molido?, preguntó Sancho. -Por lo que alcanzo a comprender, respondió don Quijote, tengo hechas añicos las paletas; mas en tanto que pueda yo empuñar la espada, eso me da que me desbaraten el cuerpo. ¿No sabes que los caballeros andantes estamos hechos a todo género de hazañas y trabajos, y que el número ni la magnitud de las heridas son pretexto para echarnos a la cama? Venga aquí el sabio Apolidón, y propóngame la aventura del Arco Encantado, o la de la Cámara Defendida, o una y otra; y cuando no me sea dable concluillas, podré ser imputado de fortuna escasa, no de falta de intrepidez, puesto que las he acometido. Pero dejando lo uno por lo otro, Sancho, ¿te hallas en capacidad de levantarte y ponerme sobre Rocinante? -Deje vuesa merced, respondió Sancho, que pruebe a moverme; y como tenga yo el uso de los miembros principales, cuente con mi socorro y amparo. La cabeza no está mal: ¡oiga!, las piernas no se encuentran fraturadas. Ahora, con el favor de   -25-   Dios, los brazos los tengo enteros. -Sea en buena hora, Sancho, dijo don Quijote, y démosle gracias por su misericordia. Respecto de las piernas, te falta alguna cosa; pues no has de decir fraturadas, sino fracturadas; ni es fratura, sino fractura. -En mi casa nunca se ha dicho sino fratura, replicó Sancho. -Costumbre buena o costumbre mala, el villano quiere que vala, Sancho amigo. Entre palabras y miembros estropeados, yo siempre optaré por la salud de los segundos. -Aparéjese vuesa merced para montar, dijo Sancho, que voy allá tan luego como me pase el calambre que me ha dado en este pie. -¡Por vida del chápiro verde, respondió el hidalgo, si pudiera yo aparejarme para montar, por el mismo caso montaría sin que me fuese necesaria tu asistencia! -Mucho habla vuesa merced, señor don Quijote, para hallarse tan malo como se figura. Hasta que el cielo acabe de mejorar sus horas, ¿podría vuesa merced decirme cómo unos hombres que están en la última vía de la salvación hacen cosas parecidas a la que han hecho con nosotros? -Si supieras lo que es el alma de un devoto, no preguntaras eso, respondió don Quijote. Los devotos son los que menos obligados se creen a sufrir una injuria o a perdonar un agravio por amor de Dios. Por un insulto vuelven cuatro; por un palo, ciento, según lo acabas de ver, y no en cabeza ajena. -Pero yo no les di ni uno, señor; y así los que he llevado son gatuitos, dijo Sancho. -También los suelen dar, respondió don Quijote, si no gatuitos, por lo menos gratuitos o sin motivo».

Aquí estaban de la disquisición, cuando cayó allí arrebatadamente el hombre a quien don Quijote había vencido una hora antes; y echándose sobre él sin andarse en razones de ninguna especie, le hubiera quitado la vida ahorcándole entre sus dedos de fierro, si Sancho no arremetiera con el belitre, y de tan buena guisa, que a pocas vueltas le tenía debajo. Don Quijote, que se vio libre, y que en realidad no estaba tan mal ferido como creía, se levantó y dijo: «A ti, Sancho, te toca e incumbe el vencimiento de este malandrín: ora porque es villano, ora por no defraudarte de la gloria del triunfo, quiero que le venzas y le   -26-   mates solo». Sintiéndose lleno de fuerza y brío Sancho, se alzó en un pronto, cogió la lanza, y le dio tal mano de palos al caído, que le dejó por muerto. Hueco y orgulloso, hizo montar a su amo, ganó su rucio, y tran tran echaron a andar por esos caminos. «Aquí tienes, principió diciendo don Quijote, una página de tu historia que no hará poco en los anales de la caballería. Sin mucha exageración podemos tener por jayán a ese bellaco: el que vence a un jayán puede vencer a un gigante; el que vence a un gigante puede muy bien cortarle la cabeza: ahora digo, si el escudero Gandalín alcanzó el cetro con haber cortado la cabeza a una giganta, ¿por qué el escudero Sancho Panza no ha de ganar una corona? -No tropiezo, respondió Sancho, sino en que la de Gandalín fue giganta, y el que yo he de matar lo ha puesto vuesa merced gigante: ¿no hará esta diferencia que se me vaya el reino de entre las manos, señor? -No te dé cuidado así como hubieres matado a ese quisque, haremos que importe poco su sexo. -Pues a la mano de Dios, replicó Sancho: venga esa corona, y sepan gatos qué es antruejo. Pero haga también vuesa merced que mis territorios no estén situados muy lejos de mi lugar, por aquello de «aza do escarba el gallo». -Esa cortapisa, respondió don Quijote, hará que tu reino no sea tan grande como un pegujalillo. Mira si te está mejor omitir esa condición y allanarte al que él parta límites con el Catay o con Trapisonda. -Vengo en ello, dijo Sancho; ni habrá embarazo para mi transporte. Sobre que este mi buen asno es mío propio en propiedad, lo que se llama propiedad, alquilo dos o tres, y que nos busquen en Trapisonda a mí, junto con toda mi familia. Teresa podrá ir a mujeriegas; pero Sanchica, señor don Quijote, como muchacha ¿le parece que puede ir a horcajadillas? -Al punto que es princesa, respondió don Quijote, ya puede ir a horcajadillas: a horcajadillas se la llevó don Gaiferos a Melisendra del castillo donde se la tenía escondida. No vas mal aparejado, Sancho; y tan tuyo viene a ser el asno, que si lo vendieses una vez o se te muriese dos, todavía sería tuyo por más de un título. Lo que conviene ahora es que busquemos la aventura de donde ha de resultar   -27-   todo eso. Pero ten cuenta con no ir por tu parte a mujeriegas cuando vayas a posesionarte de tu reino; pues si tus vasallos saben su deber, te darán con las puertas en las narices».

Aventuras, pocas veces le faltaban a don Quijote, como quien sabía convertir en ellas cualesquiera sucesos, hasta los naturalísimos. Don raro y excelente el de hallar un lance caballeresco en toda circunstancia, un enemigo a quien vencer en cualquier viandante, una princesa enamorada en cada hija de ventero, e ir por todas partes ejerciendo la noble profesión de poner las cosas en su punto. Cuentan de un antiguo que demandó a sus parientes y al médico que le había curado la locura, y les acusó de malhechores. Ese antiguo tuvo razón. Demandamos al que nos trampea, matamos al que nos agravia atrozmente, ¿y no sería sensato arrastrásemos ante los tribunales de justicia al que nos desbarata un mundo entero de felicidad? Cuando loco, ese enfermo era el más feliz de los mortales, pues su desarreglo consistía en estar viendo el mundo cual un teatro iluminado por luz divina, donde se estaban desenvolviendo prodigios increíbles al son de una música lejana y vaga. Si vivimos contentos merced a un engaño, ningún bien nos hacen con sacarnos de él y volvernos a la realidad, madre de sinsabores y dolores. ¡Felices los locos, si no propenden al mal y su locura rueda en una órbita sonora y luminosa! ¡Oh locura!, tú eres como la pobreza, heredad fácil de cultivar, no sujeta a los celos de los amigos, ni expuesta a la envidia y la venganza de ruines y perversos. El demente cuyo desvarío es agradable, es más feliz sin duda que el hombre cuerdo cuyas verdades son su propio tormento y el de sus semejantes. El sabio no resucitaría a un muerto ni curaría a un loco, aun cuando lo pudiese, a menos que no quisiese burlarse de ellos o hacerles un mal, porque sabe que la locura y la tumba son dos abismos donde caen y se desvanecen todos los dolores del hombre.

Seguía adelante sin dirección conocida el caballero, cuando echó de ver un golpe de gente que se arremolinaba en plácida baraúnda, al compás de tres o cuatro pífanos y tamboriles. Clérigos   -28-   a caballo, legos a pie, mujeres con las faldas en cinta, grande y variada muchedumbre. Don Quijote hubiera querido esperar que llegaran; mas al ver que todo ese mundo confuso y revuelto propendía hacia otra parte, picó su caballo y, lanza en ristre, fue a herir en los que encontrase desde luego, y esto sin averiguación ninguna. Llevose a las primeras dos o tres monigotes vestidos de musgo, y siguió adelante rompiendo briosamente por la chusma. En el centro venían unos cuantos clérigos cubiertos con papahigos o mascarillas y unas como sobrepellices de salvaje, cosa que les daba fea y terrible catadura. Suspensos todos, nadie sabía lo que fuera, y así don Quijote llegó a ellos sin obstáculo y en voz ferviente dijo: «Muertos sois, follones, si no os entregáis maniatados al caballero de cuya espada están pendientes vuestras vidas». Uno de ellos respondió que se rendían, pues ya el vestiglo de don Quijote le pinchaba el estómago con la lanza. El clérigo era por ventura más cuerdo que animoso, y reparando en la falta de juicio de su agresor, juzgó necesario contemplarle cuanto fuese posible. «Todo lo que aquí mira vuesa merced, es pura devoción, dijo: detenga el brazo, y no derrame sangre inocente. -¿Devoción cargar con esta caterva femenina?, replicó don Quijote; ¿sangre inocente la de malandrines endemoniados como vosotros? -No hay aquí endemoniados ni malandrines, señor caballero: yo soy cura de un pueblo de esta comarca y vicario de estos contornos. Los eclesiásticos presentes son mis coadjutores y mis hermanos de las demás parroquias. Andamos, señor, en la obra pía de levantar la iglesia que hemos derribado porque amenazaba ruina. Ahora vengo del monte con mis feligreses, adonde hemos ido a cortar la madera». No acababa don Quijote de dar crédito a estas razones: «Quitaos el papahigo, replicó, y por el rostro saque yo la verdad de las palabras». Quitóselo sin contradicción el bueno del vicario, y puso de manifiesto la cara bonachona y bienaventurada del cura pacífico que ha vivido largos años cebándose en su parroquia al lado de su prole, en haz y paz de la santa madre Iglesia. Hubo de convencerse el caballero de la verdad del caso; y así, bajó la   -29-   lanza, y excusándose a las mil maravillas, pidió se le agregase a la devota caravana. Vino en ello el vicario, mas no en que don Quijote pusiese el hombro a las andas de la Virgen que allí iba, por cuanto en eso entendían exclusivamente las mujeres. Sancho Panza, temiendo por su amo, se había abierto paso por entre la muchedumbre, y le alcanzó cuando ya andaba todo a las buenas. Consolado de hallarle entero y sano, y alegre sobre modo del acuerdo que reinaba, saludó a los eclesiásticos, dijo quiénes eran él y su señor, y de hecho fue uno, y no el menos principal del acompañamiento.



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ArribaAbajoCapítulo VI

Donde se da cuenta del ágape que honró con su presencia don Quijote de la Mancha


Llegados al pueblo, hizo el vicario una breve plática alabando la piedad de sus feligreses y exhortándolos para que concurriesen todos con el mismo objeto la semana venidera. Dispersose la gente, fuera de los curas vecinos y más eclesiásticos que tenían ese día mantel largo en casa de su huésped. De apacible genio y nada rencoroso debía de ser el señor vicario, cuando lejos de toda inquina, convidó con suaves razones a su vencedor; si no era que, conociendo su locura, le movía antes la compasión que el deseo de vengarse. Era regular hubiera entre las personas del concurso algunas más o menos instruidas en materias de caballería, puesto que, echando leña al fuego, le sacaban de juicio al aventurero con una furia de dudas y argumentos. «¿Cree vuesa merced en esas cosas como en artículos de fe?, le preguntó un religioso cuya respetable gordura se le escurría un tanto por la jovialidad de su genio: trabajo le mando de que me nombre algún autor católico que hubiese escrito esas historias como ciertas; ni podría citarme un solo caballero andante, sino de imaginación.


«Lanzarote y D. Tristán,
Y el rey Artús y Galbán
Y otros muchos son presentes
De los que dicen las gentes
Que a sus aventuras van»,



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respondió don Quijote. Y no se me dirá que Alvar Gómez de Cibdad Real hubiese sido pagano, ni historiador de poca fama. Duden vuesas mercedes de Esferamundi o del obispo Turpín; pero habrán de dar asenso a testigos como Santa Teresa, quien gustaba de la caballería, en términos que a su parecer eran cortos los días y las noches para saborearse con sus aventuras; y aun sucedió que muy de propósito compusiese un libro, cuyo argumento son las de un caballero famosísimo. -Si nuestra madre Santa Teresa ha escrito jamás ese menguado libro, replicó el fraile, él fue, sin duda, una de las causas de sus inquietudes y pesadumbres posteriores; mas nadie sostendrá que en tales nonadas se hubiese ocupado durante la madurez de su juicio y virtud. -El gran Carlos V, dijo don Quijote, era lector infatigable de libros andantescos, y pudo renunciar la corona imperial, mas no prescindir de esas historias. -El emperador las había prohibido, arguyó el fraile; si él, por lo que tocaba a él, no hizo caso de su prohibición, lo hemos de atribuir a flaqueza, y como hombre, no le podían faltar. ¿Pero cuáles son los caballeros andantes que realmente han existido y hecho lo que de ellos se cuenta? -¿Cuáles?, respondió don Quijote; el Caballero de la Fortuna, el del Ave Fénix, el del Unicornio; don Amadís de Gaula, don Amadís de Grecia; Tirante el Blanco, Tablante de Pricamonte, Félix Marte de Hircania; don Cirongilio de Tracia, don Siloís de la Selva, don Briances de Boecia; Reinaldo de Montalbán, Esplandián, Galaor, el príncipe Rosicler, y toda esa gloriosa falange que por sus altos hechos vive en la memoria de las gentes. -Si vuesa merced da por inconcuso cuanto de esos fantásticos personajes se refiere, dijo uno de los coadjutores, habrá de convenir asimismo en la existencia de los mágicos, nigromantes y adivinos, los gigantes y las gigantas, los jayanes y las jayanas de que están rebosando esos libros del demonio. -¿Quién duda de todo eso?, respondió don Quijote. ¿Qué fue Merlín sino un sabio encantador? ¿Qué Artemidoro sino un famoso adivino? ¿Qué Morgaina sino una incomparable mágica? -¡Dios nos asista!, exclamó el fraile. ¿Ahora va a probarnos vuesa merced que hasta   -32-   las mujeres se han metido en esas herejías? -Ni lo podían por menos, respondió don Quijote; Morgaina, Urganda la desconocida, Hipermea, la dueña Fondovalle, Alcina, Melisa, Logistila. ¿Piensa vuesa paternidad que Onoloria, la sin par Oriana, Polinarda, Florisbella, la linda Magalona, la princesa Cupidea, la reina Ginebra y otras muchas no han existido real y verdaderamente? ¿Pues a quiénes amaron, por quiénes vivieron muriendo esos que se llamaron Lismarte de Grecia, Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, Esplandián, el valiente Pierres? -Luego el fin de esa profesión no es tan católico, replicó el fraile en tono recalcado y zahiriente. -Su fin es el desagravio de las doncellas ofendidas, dijo don Quijote, el socorro de las viudas angustiadas, la humillación de los soberbios; su fin es acudir al menesteroso, levantar al caído, valer al indefenso. Si todo esto no es católico, ponga vuesa merced ahora mismo en entredicho el reino de la caballería, y príveles del agua y del fuego a sus campeones. -Al contrario, señor caballero, si las aventuras son de las romanas, digo, de las apostólicas, no es imposible que yo abrace la carrera de las armas, en pudiendo haber frailes andantes. -No sé, repuso don Quijote; no me acuerdo haberlos hallado en mis viajes ni en mis libros. -Ya le quisiera yo ver a fray Pancracio encambronado a lo barón de la Edad media, dijo un vejarro que comía a la esquina de la mesa; si bien me temo que no hubiera peto ni ventrera para su persona. ¿Propónese llevar el coselete con todas sus piezas? Coraza, espaldar y brazales; escarcela y greba; capellina y yelmo con su respectiva visera; aindamáis la manopla de hierro: fuera en verdad cosa de ver. -Y muy de ver, hermano Paco, respondió el flexible y avenidero religioso. Pero y a el señor don Quijote me ha desviado de mi resolución: si no hay frailes andantes, me debo estar humildemente en mi abadía. -Si ya no quisiere vuesa merced, dijo don Quijote, venirse conmigo a título de capellán, con cargo de ir absolviendo a los que yo fuere derribando. Pero ni esto se me acuerda haber visto en las historias; y lo mejor será siga adelante cada cual en su manera de vida y profesión. -¿Luego vuesa merced no aprueba el modo de proceder   -33-   de Carlos V, que deja a un lado el cetro del mundo, y se humilla y evangeliza hasta el extremo de pasar a un monasterio a llamarse fray Carlos simplemente? -Si yo ganare un imperio, será para regirlo, dijo don Quijote; y no por medio de privado ni valido, sino en persona. -¿Se siente vuesa merced, señor don Quijote, con el numen y el tacto que se han menester para el mando de un gran pueblo? Cosa delicada es, señor: muchos reinan, pocos saben gobernar. El que se halla al frente de un imperio ha de saber gobernar; y en sabiéndolo, no ha menester palaciegos favorecidos que le desacrediten por una parte y le defrauden de su gloria por otra. La sabiduría en ninguna parte es más útil a los hombres que en el trono; y el cetro, o el poder, en ninguna mano está mejor que en la del sabio.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Donde continúa el festín del cura, dado con la ocasión que ya sabemos


Las razones de don Quijote eran muy bien pesadas en ciertas materias; pero como lo que los clérigos querían era hacerle desbarrar, el más socarrón le dijo: «Si vuestra merced da por punto indiscutible la existencia de las hechiceras, no dudará tampoco de las gigantas. -Ahí está Batayaza, respondió don Quijote; ahí está Gregasta; ahí están Gadalesa y Gadalfea. Y la hermosa jayana Pintiquiniestra ¿no es bien conocida en el mundo? -¿Quién es esa Pintiquiniestra?, preguntó el vicario: trabajo le mando al señor don Quijote de que nos enseñe ese nombre en el santoral. -Lo hallará vuesa merced en el santoral de las amazonas, replicó el hidalgo, de quienes fue reina esa princesa; y «era hermosa como un ángel» y tenía los ojos grandes como estrellas. -¿Las amazonas, tornó a preguntar el vicario, no son esas gentes a quienes llaman de menguadas tetas? -Sí, señor, respondió don Quijote, a causa que se cortan la una, para disparar la flecha con más comodidad. -Pero no solamente la Iglesia, mas también el poder civil se declaran contra esas peligrosas fantasías, señor don Quijote: en prueba de esta aserción, no tengo sino echar mano por cualquier códice de España». Y levantándose el vicario con el permiso de sus comensales, tomó de su estante un libro, desempolvolo con alentar en él, lo hojeó no sin   -35-   maestría, y leyó: «Otrosí decimos que está muy notorio el daño que hace a hombres mozos e a doncellas e a otros géneros de gentes leer libros de mentiras, como son Amadís y todos los que después dél se han fingido de su calidad y letura, coplas de amores, farsas y otras vanidades; y aficionados los tales hombres mozos y las tales doncellas a esas fantásticas sotilezas, cuando algún caso se ofrece ansí de armas como de amores, danse a ellos con más rienda suelta que si no los oviesen leído: y muchas veces deja la madre la hija encerrada en casa, creyendo la deja recogida, y queda leyendo en estos libros semejantes del demonio, embelesados en aquellas maneras de hablar, e aficionados a aquellas cosas». -Así pues, vuesa merced, como buen cristiano, ha de atenerse a los preceptos de nuestra santa madre Iglesia, la cual no cree en magia negra ni blanca, en caballería andante ni echante, sino en la Santísima Trinidad y en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. -Si fuera que vuesa merced, respondió don Quijote, hablara yo con más seso y puntualidad. Caballería echante, será la de los que lo pasan entre flores, sin más imposición que la cura de almas, echados o sentados, solos o en buena compañía. -Mire vuesa merced este capón, le dijo su vecino en voz apacible para amansarle, cuán bien tostado aparece, y cómo provoca su pechuga blanca y sedosa: acéptelo, y luego estas albondiguillas que no hay más que apetecer, tras las que vendrá oliendo a poleo un traguito de ese moscatel añejo. -No más que por reducir a vuesas paternidades al trance de una batalla, repuso don Quijote, negaré por un instante la existencia de San Pedro, si me apuran con esto de albondiguillas. -¿Y no temerá vuesa merced incurrir en pena de comunión latae sententiae?, preguntó en tono de amenaza uno de los clérigos.


«El papa cuando lo supo
Al Cid le ha descomulgado:
Sabiéndolo el de Vivar
Ante el Papa se ha postrado:
Absolvedme, dijo, Papa,
Si no seraos mal contado»,



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respondió don Quijote con cierto retintín que harto estaba demostrando su intención. -Todo lo que aquí se ha dicho ha sido en vía de pasatiempo, dijo el vicario, y a manera de controversia pacífica, por atersar el ingenio, el que suele empañarse cuando no se le rebruñe con la disputa. Pero dudar de la caballería andante, allá se iría con dudar del ave Fénix. Sólo sí deseara yo que el señor don Quijote se retractara de lo que ha dicho respecto de San Pedro, por si en ello consistiese la salvación de su alma. -En esto de cantar la palinodia, respondió don Quijote, suele haber un tanto de vergüenza, aunque el que la canta obra influido, no por el interés y la amenaza, sino por la manifestación de la verdad. Los hombres somos así: lo que una vez afirmamos lo sostenemos a capa y espada, como si en el dar un paso atrás fuese de la honra y no de la negra honrilla. Yo tengo para mí que presupone más valor el combatirse uno consigo mismo y vencerse en pro de la justicia, que el llevar adelante errores declarados o necias pretensiones. En este concepto, si algo senté de pecaminoso, me desdigo: la andante caballería en ninguna manera se opone a la doctrina cristiana; antes los más renombrados caballeros han sido, no sólo creyentes humildísimos, sino también rezadores y devotos. Don Belianís de Grecia, en medio de la fogosidad de su carácter, dando y recibiendo cuchilladas, era un santo. Florindo de la Extraña Ventura hacía milagros, ni más ni menos que San Diego. «Mi Dios y mi damas es nuestra divisa; y primero que embistamos con el enemigo, es obligación nuestra encomendarnos a ellos. -Conforme a ese principio, dijo uno de los religiosos, vuesa merced debe de tener su dama, ya que sin el nombre de ella, la divisa sería incompleta. ¿O es por ventura caballero novel y solitario? -Si la modestia no me lo estorbara, respondió don Quijote, diría que soy de los más provectos y enamorados; mas como las alabanzas propias deslustran hasta los timbres verdaderos, me he de contentar con decir a vuesa merced que no hay caballero andante sin dama, y que la de mis pensamientos es la nata de la hermosura. -Sea vuesa merced servido, tornó a decir el fraile,   -37-   de ponernos al corriente del nombre y la prosapia de esa gran señora. ¿Debe de pertenecer a la gran casa de Béjar, si ya no fuese de la de Benavides de León? -Nada de eso: la mía es la sin par Dulcinea del Toboso. -¿Duquesa de Arjona o del Infantado, o marquesa de Algaba y de los Ardales? Dígame vuesa merced la nariz que tiene, si aguileña, si arremangada, y al punto declaro a cuál de las casas grandes de España pertenece. -Los duques de Medina de Rioseco la tienen un tanto repulgada; indicio de altivez, mas no de malevolencia. Los de Pastrana, al contrario, la suelen inclinar hacia la boca. La familia de los Portocarreros de Varón, condes de Medellín, la usan con las ventanas más que medianamente abiertas, lo que indica sangre ardiente e impetuosidad amorosa. La de los Men Rodríguez de Sanabria tiene el tabique echado hacia fuera, y con esto manifiesta la soberbia de su raza; mientras que en los marqueses de Carcasena, ella es chupada como fuelle dormido, señal de blandura de genio, aunque no de prodigalidad. Los Ladrones de Guevara, condes de Oñate, son de nariz combada como si hubieran nacido para el trono», respondió don Quijote con oportunidad, y alzados los manteles, se levantaron los señores, después de una corta dación de gracias al que nos ofrece el pan de cada día. El cura invitó al caballero a visitar su fábrica, en donde le haría ver, dijo, una capilla famosísima que había quedado en pie por milagro especial del santo dueño de ella.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Donde se descubre la ingeniosa manera de que el cura usó para dar un banquete sin que le costase un maravedí y se trata de Sancho Panza y la revuelta en que se vio metido muy a pesar suyo


Si el santo hombre de vicario se daba la mano con Harpagón, mucho que lo afirman las historias; pero lo cierto es que ese día todos nadaban en la abundancia; pues a fuero de ingenioso, el cura había imaginado el modo de servirse un banquete a ninguna costa; y era imponer sobre sus feligreses una contribución de platos de todo linaje, con decir que era cosa de la Iglesia, y que yendo la Virgen en persona por la madera, sería poco cristiano no festejarla con alguna piadosa demostración a su regreso. Gravó, pues, con un manjar a cada familia de viso, de suerte que sus manteles se cubriesen tres o cuatro vueltas y los postres fuesen acomodados a ofrecerlos a Su Santidad en persona. A una impuso las sopas, a otra los asados; a ésta los rellenos, a ésa las ensaladas; las tortas a cual, los dulces a tal; a la de acá el pan, a la de allá el vino; y así fue la vehemencia de su palabra, que consiguió de sus oyentes hasta mistelas finas y toda clase de sainetes y bocadillos de reina, ofreciendo sacar del purgatorio el número de almas que fuere menester. Sancho Panza, el escudero, participaba largamente de la generosidad del vecindario, comiendo y bebiendo con más holgura y menos ceremonias que en la ínsula Barataria; pues no había más doctor   -39-   Pedro Recio de Tirteafuera que un pillo ordenado de menores, entre diácono y sacristán, que tiraba a matraquearle, habiendo barruntado la sencillez del majadero. «Supuesto que la hija de vuesa merced se cría para condesa, dijo, bien podemos desde ahora, me parece, llamar conde a vuesa merced, en cuanto padre legítimo de esa alhaja. -Por la misma razón, contestó Sancho, ya podrá la pelarruecas de la esquina subir al campanario a repicar, dado y concedido que vuesa merced es hijo de su madre. Condes serán los de Sanchica, o duques, si mi amo tuviere por mejor casarla con el de Arembergue y Ariscot. -Mi madre no pela ruecas, dijo con mucha cólera el monigote; lo que solemos pelar por aquí son las barbas a los atrevidos que maman y gruñen. -El pelar barbas está cometido a los andantes, respondió Sancho: si vuesa merced quiere meter la hoz en mies ajena, sucederá quizás que vaya por lana y vuelva trasquilado, y trasquilado a cruces. -Turpiter decalvare, dijo un buen viejo que picaba en latinista, y era tío desgraciado de uno de los clérigos; de esos parientes que, por humildes y pobres en demasía, suelen huir de la mesa principal. A esto el Fuero juzgo llama esquilar laidamiente, añadió. ¿Conque se propone vuesa merced esquilar laidamiente a este muchacho? -Tal es mi determinación, respondió el escudero. -Y vos ¿quién sois para abrigar esos designios?, preguntó el monigote: ¿Estáis a nuestra mesa, y os proponéis trasquilar a cruces a los que os dan de comer?». Levantándose con estas razones, se sacudió y se fue lleno de furia.

«Ahora que ese buscarruidos nos ha hecho el favor de largarse, dijo el latinista, cuéntenos el buen Sancho, ¿a qué centro tira sus líneas en esto de irse por el mundo tras un loco? El hombre se afana por llegar al término del cual vuesa merced está huyendo; esto es, a la vida doméstica tranquila y sosegada, en medio de la esposa y de los hijos, frescos pimpollos que respiran inocencia y alegría cuando niños, amor cuando mayor es. He visto el hogar y me he calentado en él: Vale, calefactus sum, vide focum». El discurso del latinizante parecía lógico, y el escudero   -40-   echó por el atajo diciendo: «Como el señor don Quijote no varíe de intención y acabe por hacerse emperador, según lo tiene resuelto, ya puede vuesa merced considerar la ganga que me espera, pues no me habré de contentar con menos que con ser su gentilhombre de cámara. -¿Y qué hará vuesa merced, señor don Sancho Panza, cuando sea gentilhombre de cámara de un emperador? No estoy lejos de pensar que más le conviniera un beneficio curado, donde se come de pichón, sin peligro de que le anden a uno refrescándole los lomos con estacas, según por acá sospecharnos que ha sucedido con el señor exgobernador. -Y no pocas veces en la gobernación, y fuera de ella, respondió Sancho. Pero mi amo dice que esos son percances de la caballería, y que si el acometerse es de valientes, el sufrir es de constantes. Respecto de lo que haré cuando me vea gentilhombre, ¿qué he de hacer sino holgarme? Como, bebo, duermo sin cuidado, me levanto tarde y dejo pasar los días por sobre mí, gozando de la vida. -¿Quién os impide cumplir ese programa ahora mismo?, preguntó en vía de argumento el latinista: para comer y beber, dormir sin recelo y levantaros tarde, no necesitáis hallaros en esa elevada jerarquía. La paz reina en la casa modesta: lo cómodo, lo apetecible, lo suave y halagüeño están en el hogar: la felicidad tiene vida privada, y es cosa muy diferente del resplandor soberbio de las alturas sociales. Los vientos arrecian por los montes, señor Panza, cuando el humilde valle se está sereno en su bajo nivel. Y puesto que sois tan amigo de refranes, aquí encaja el de "al capón que se hace gallo, azotallo". No os alcéis a mayores y quedaos en vuestro lugar, que es lo más seguro».

El vino no habla en estos términos: ni la pobreza le impedía tener razón, ni el abatimiento le había echado a los vicios al buen viejo. «No soy gallo, respondió Sancho en voz casi arrogante; ni a mí me azota nadie: si me los doy con mano propia, no es de por fuerza, sino voluntariamente, por desencantar a la persona de mi amo, cuyo pan estoy comiendo. -Más vale flaco en el mato que gordo en el papo del gato, amigo Panza,   -41-   repuso el viejo: en vuestra casa sois gentilhombre, señor de los camareros, barón, conde, todo: nadie os manda en ella, vos mandáis en los sujetos a vuestra jurisdicción. Coméis cuando os viene el hambre, sin etiqueta ni modales importunos: ganáis la cama cuando os rinde el sueño, libre de andar por corredores y antesalas, esclavo de un reloj, como sucede con la gente palaciega. Vestís a vuestro antojo, y el opresor uniforme, o digamos más bien librea, no os quita tiempo ni comodidad. ¿Y qué cosa más apetecible que la atmósfera pura y limitada de la casa donde respiramos con satisfacción entre personas queridas, a salvo de las inquietudes y molestias que zozobran de continuo a los ambiciosos? La gente de corte vive en una altura sin cimientos, señor Panza: de caballo de regalo a rocín de molinero, cuando menos se lo piensa. Y aun sin esto, si sois de los principales, tenéis mil enemigos secretos que os indisponen con el príncipe y os difaman en el público: envidia, odio, calumnia os roen a sordas: muy afortunado habéis de ser si al voltear la cabeza no os soplan la dama. -¡Eso no!, dijo Sancho: Teresa Cascajo tiene sus retobos, pero es tan fiel como mi rucio. -Justamente porque no lo habéis aún aposentado en un palacio. La castidad y la inocencia suelen ser campesinas que conservan su frescura al aire libre. El lujo, la bulla, el relumbrón del siglo, son afeites que destruyen la belleza del alma. Si eres feliz, morirás en tu nido, porque en el están los bienes. Bona bonis creata sunt.

Aquí estaba en su disertación el bachiller, cuando invadió el comedor una vieja tempestuosa que venía diciendo: «¿Cuál es ese harto de ajos infame? Nada ha perdido por haber esperado». Y como el monigote que la seguía le indicase a Sancho Panza, arremetió con él la vieja, y prendiéndosele a las barbas, le dio remesones tales, que estuvo en un tris de arrancárselas con quijadas y todo. Sancho Panza las dio por gritar desde luego; mas viendo que eso no aprovechaba, se entregó a repetir puñadas por dentro y fuera, de tal modo, que en breve la puso a la arpía como un trapo. Al ver tan mal parada a su madre, el monigote   -42-   cerró con Sancho, y a mansalva le molió la cabeza a coscorrones y le tostó la cara a bofetadas. Don Quijote y el cura, que a la sazón estaban saliendo del comedor, acudieron al ruido, y por medio de su autoridad pusieron fin a la pelea. La vieja trapisondista salió desmelenada, despechugada y rota, con dos dientes menos de los tres que le habían dejado por puro favor los años y el corrimiento, y sin ceder un ápice de su venganza, expuso sus agravios ante el cura. Como todo lo vio trastornado, el prudente varón resolvió que las partes volviesen dentro del tercero día, por no decir dentro de cien años. Tan enrevesada parecía la cuestión, que el Areópago no hubiera determinado otra cosa. Puesta en la calle la gente de fuera, y restablecido el buen gobierno, el machucado escudero solicitó por algunas unturas que le hiciesen al caso. «Non vos acuitedes, le dijo don Quijote: tan luego como yo vuelva a hacer el bálsamo que sabes, te pondrás bueno y sano y rejuvenecido. Calla por ahora, y conténtate con lavarte el rostro, que en verdad lo tienes achocolatado, como si te lo hubieran hecho adrede. -No ha sido de errada, respondió Sancho; y de pura cólera se arrancó tres o cuatro mechones de pelo, y se estuvo magullando las canillas con sus propios pies durante un cuarto de hora. -Eso es llover sobre mojado, Sancho iracundo, dijo don Quijote; repórtate, y ten piedad de ti mismo: si ahora estás debajo, mañana estarás encima; y si hoy te hallas molido, ya molerás a tu vez. Lo que conviene, es que compongas el semblante y te vengas conmigo?



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ArribaAbajoCapítulo IX

Que trata de cosas varias e interesantes por sí mismas, y todavía más por la parte que en ellas tomó don Quijote de la Mancha


Según que se había propuesto, llevó el cura a don Quijote a visitar su fábrica. El maestro de obras dijo que el monumento sería de orden corintio, como lo estaban pregonando las columnas y la fachada cuyo trazo tenía ya en la idea, aun cuando no estaban principiadas. «Y no piense vuesa merced que ésta sea la única que tengo entre manos: el puente de Juan Bunbún, pesadilla de los arquitectos más famosos, en dos paletas lo he echado sobre el abismo; y Dios mediante, mi ánimo es llevar a cima esta iglesia, con un pináculo que no le vaya en zaga a la catedral de Sevilla. Y mire vuesa merced, todo lo hago por pura devoción, en descuento de alguna de mis culpas, confiando en la infinita misericordia de nuestro Señor Jesucristo que me perdonará mis pecados». Llegose al cura don Quijote, y le dijo por lo bajo: «Si no me engaño, la cabeza del arquitecto de vuesa merced es de orden compuesto de varios licores. -Es un honrado discípulo de Fidias, respondió el cura; alza el codo por casualidad como cuando cae domingo; pero no falla a las reglas arquitectónicas. Suele asimismo solemnizar el día lunes con una diversión dentro de casa. Por lo demás, fuera del sábado, que dedica todo entero a recrearse, no bebe sino el jueves y cuando tiene frío. Festeja sus cumpleaños y los de todos sus parientes,   -44-   amigos y conocidos. Concurre a los velorios, no pierde bodas, es puntualísimo en pésames y parabienes, y no hay fandango donde no se halle, sin camorra ni pendencia, eso sí, porque es pacífico y avenidero. -Échese y no se derrame, dijo don Quijote: flojillo ha de salir el edificio. Con griegos como éste, yo haría Partenones. -Yo no pienso hacer otra cosa, repuso el cura: nunca dirige mejor la obra don Emigdio que cuando se halla en buenas. Así tenemos un médico, maravilloso de bebido: ningún enfermo se le va. Y mire vuesa merced, en juicio es una pieza inútil. -Loado sea el inventor de la viña, dijo don Quijote; pero yo quiero acabar en manos de un tonto morigerado: si la salud queda oliendo a aguardiente, opto por la sepultura. ¡Las torres de esta iglesia deberán de salir inclinadas como las de Pisa y Bolonia! -Dios no lo permita, respondió el cura»; y mandó abrir la puerta de la capilla del santo milagroso, de quien antes había dado noticia a don Quijote.

Lo primero que se ofreció a los ojos, fueron unos grandes cuadros que contenían los milagros principales del patrono del pueblo. «Esto sucedió en el golfo de Vizcaya, dijo el cura, señalando un naufragio. Todos los pasajeros se salvaron, fuera de los que se ahogaron. -¿Luego no se salvaron todos?, preguntó don Quijote. -Ni la tercera parte, señor. -Y los que perecieron, ¿dónde están?, volvió a preguntar don Quijote. -Donde Dios los ha puesto, señor; en el lienzo no están sino los del milagro. -Holgárame, repuso el caballero, de que el milagro hubiese obrado en todos, y de que todos se hubiesen salvado en vez de unos pocos. Explíqueme vuesa merced, si es servido, la materia de estotro lienzo: si no me engaño, esa figura descarnada ¿trae en las manos sus intestinos palpitantes? -Eso es dar en la cabeza del clavo, respondió el cura: el hombre a quien vuesa merced está contemplando, recibió una cuchillada desmedida, por la cual se le iba la asadura; mas tuvo tiempo de llegar a su casa, donde expiró como buen cristiano. -Este pasaje me reduce a la memoria, volvió a decir don Quijote, a aquel venerable judío llamado Razías, que iba corriendo   -45-   delante de sus perseguidores, y de cuando en cuando se volteaba hacia ellos para aventarles al rostro sus entrañas vivas. El milagro ten qué consiste, señor cura? -En que no murió de redondo, señor caballero. Ahora eche vuesa merced los ojos a esta parte». Y abriendo una caja de fierro, mil figurillas de oro y de plata resplandecieron a la vista. «¡Vive el Señor!, exclamó Sancho: gran cateador fue el santo, y dio con buena pinta. -El oro es amonedado o en bruto, señor cura? -Ni uno ni otro, amigo Sancho; son figurillas y símbolos que representan milagros diferentes; pues habéis de saber que el ministerio principal del patrono de este pueblo es curar toda clase de enfermedades, mediante una prenda de oro o de plata que figure el miembro enfermo. Veis aquí, añadió, tomando del arca uno de esos fragmentos preciosos, esta pierna consagrada por un hombre a quien se le rompió la suya en cuatro partes: desafiadle ahora a la carrera, y veremos si no os deja una legua atrás. Aquí tenéis un brazo de plata mandado hacer por un paralítico: el sabe si lo hubiera movido, y aun jugado pelota, a no haberse muerto en muy mala sazón. Esta es una garganta cuyo torneo es de lo más perfecto: pues sepan cuantos son nacidos que la señora que hizo este presente al santo, adolecía de esa enfermedad que afea y embrutece a un mismo tiempo, porque del cuello pasa a desvirtuar los órganos de la inteligencia. -¿Qué mal es ese, señor cura?, preguntó Sancho. -Si entendéis de ciencias, amigo Panza, los médicos le llaman broncocele. En lenguaje menos científico son lamparones, y en el familiar se suele decir papera. -Ya caigo, dijo Sancho, esto es lo que en confianza se llama coto. -Así es, respondió el cura, y la señora, cuando el milagro empezaba a dar indicios de verificarse, salió también muriéndose. Ahora véase este corazón macizo; no pesa menos de diez onzas: es ofrenda de un hidalgo que padecía de hipertrofia, y ya no la padece: Dios le tenga entre sus santos. Estotra alhaja la ofreció a la iglesia una buena matrona que murió de tisis: tosía la desdichada de manera de no ser cumplidero con ella ningún caso extraordinario y se fue dejando dos huérfanos   -46-   y un parvulito de año y medio. Mirad aquí esta cabeza de plata, redonda y nervuda como la de un emperador romano: el que la regaló al santuario padecía de por vida de un insoportable dolor a las sienes, que acabó por volverle el juicio, sin el cual vive todavía en un hospicio de Barcelona. Este es un hígado de oro de un hacendado a quien come la tierra tres años ha, pues cuando acudió al santo, ya lo tenía en plena supuración. -¿Dígame vuesa merced, preguntó don Quijote interrumpiéndole, una vez que los ofrendistas de estas preseas han muerto de sus enfermedades, cuál es la parte del santo? ¿Dónde están los milagros que representan estos miembros diminutos? -Vuesa merced no es incrédulo, sin duda, respondió el cura, y sabe que los milagros son visibles e invisibles. Los primeros los tocamos con la mano; los segundos se ocultan a nuestro frágil entendimiento. ¿Quién sabe la virtud secreta de las cosas divinas, ni la manera de obrar de los bienaventurados? Mortales endebles, se nos pasan por alto las mayores cosas: la inteligencia humana tiene sus estrechuras en donde no caben, ni de lado, los grandes misterios de nuestra religión. Si el milagro se verificó, poco hace al caso que sea o no palpable. Aquí tiene vuesa merced un ojo de plata, ofrenda de uno que los tenía torcidos. ¿Supone el señor don Quijote que así pagó el tributo al santo ese quídam, como se puso a mirar derechamente? Nada de eso. Pero el dueño de este ojo sabe que si en este mundo ve un tanto al sesgo, en la eternidad ha de ver en línea recta. -Si este tuerto se condena, ¿de qué le sirve un ojo de plata?, preguntó Sancho. -El que algo da a la Iglesia, se condena poco, amigo Panza, respondió el cura; y mientras más dé un buen cristiano, se condena menos. El que da en abundancia, no se condena sino escasamente; y el que da cuanto posee, nada se condena. -Si yo prometiera y diera mi rucio con enjalma y todo a este santo milagroso, ¿qué pudiera sucederme de bueno? -Sucedería que anduvieseis a pie; con lo que haríais penitencia, y si a pies descalzos, mejor. -Pero mi santo no ha menester vuestro rucio, porque él anda a caballo; ni yo supiera qué hacer de semejante   -47-   alimaña, la cual, según he visto, ni con azogue en los oídos se menea. -El asno de mi escudero no puede ser lo que dice vuesa merced, respondió don Quijote; porque si tan malo fuera, no se anduviera junto con mi caballo. Pero sea de esto lo que fuere, las riquezas de este santo deben de ir siempre a más, siendo el ingreso constante, ninguna la salida; y bien se pudiera aprovechar de ellas en obras pías, cosa que agradaría muy mucho al dueño del tesoro. Pues en suma, de nada sirven estos brazos y piernas preciosos, cuando hay tantas hambres que mitigar, tantos dolores que aliviar. La piedad al servicio de la caridad, es el bello y dulce misterio de la religión cristiana. -Nadie toca estas joyas, señor mío, respondió el cura: fraude sería ese, que el santo castigaría con rigor. Le gusta ver de día y de noche estas prendas de veneración, y él sabe en sus altos juicios para lo que las destina. -¿El cura tiene derecho a ellas?, tornó Sancho a preguntar. -Cuando urge la necesidad, respondió el cura, puede disponer de tres o cuatro. -Como por vía de espumar este de pósito, dijo Sancho, y a modo de seña de haber visitado el santuario, ¿no pudiera un pasajero tomar a su cargo dos o mas de estas alhajuelas? ¡No es bueno que yo me halle en disposición de contentarme con las más usadas! Algunillas que no le sirven al santo, señor cura; de esas que por antiguas han sido echadas al rincón. -Hará cosa de seis meses, respondió el cura, vino una loca a preguntar si a dicha no había por aquí algunas cucharas de plata, de esas que ya no sirven, y tuvo a modestia el afirmar que se contentaría hasta con una docena. Más humilde se nos descubre el señor Panza; pues ofrece quedar satisfecho con algunas preseas de oro o de plata de piña. Primero os diera yo la píxide que una de estas santas chilindrinas. ¿Y son mías, por ventura, para que yo me ponga a derrocharlas en favor de cualquier quisque traído por el viento? Nemo dat quod non habet; «ca los sabios antiguos non tovieron que era cosa con guisa, nin que podiese seer con derecho, dar un home a otro lo que non hobiese». ¡Hijo de Dios! ¡Los símbolos, como si dijéramos la parte material de los milagros del   -48-   santo, quiere que se los demos! ¿Vuesa merced, señor don Quijote, ha criado este pajarraco? -La disparidad, respondió el caballero, entre la que vino por las cucharas y este plepa, no está sino en el sexo. -¿Conque San jacinto te ha de dar alhajas de oro que no sirvan, mentecato? La Virgen tiene en su camarín, prosiguió el cura, buena cantidad de perlas, diamantes, rubíes y otras porquerías de estas: ¿sería vuesa merced servido, señor don Sancho Panza, de tomarlas también a su cargo? Son gargantillas, sortijas, rosarios y relicarios que ya no se usan; favor nos haría su merced con desembarazarnos de todo ese cascote. ¡Y miren cómo discurre el cara de caballo! -¡Los sofiones que da el señor cura!, respondió Sancho: aínas me hace ahorcar por haber pedido una presa de esas crudas. Yo sé dónde espumé tres gallinas y dos gansos, hasta cuando llegase la hora de comer, y aquí me dan con las del martes por haber solicitado una triste pierna. -Una triste pierna de oro, replicó el vicario. Nos desrancharemos por serviros, noble mancebo: ahora están crudas esas presas y será bien esperemos que se hallen en su punto».

Salieron de la capilla, y como volviesen a pasar por la fábrica, se llegó de nuevo el arquitecto a don Quijote, y alargándole la mano, le dijo: «Mi querido». Esto era para el caballero peor que llamarle buen hombre: sintió agolpársele la sangre a la cabeza, al tiempo que su mano caía instintivamente sobre la empuñadura de su espada. «¿Sabe este bebedor quién es "mi querido"?», respondió apretando los dientes y temblándole las carnes del cuerpo. Mirad dónde os ponéis, o daréis con tal maestro que os enseñe las cuatro primeras reglas de la buena crianza». Hubo de interponerse el cura y suplicar a don Quijote dispensase el atrevimiento involuntario de aquel viejo, quien no era en suma sino un pobre diablo. «El aguardiente, respondió el caballero, sobre ser de mala índole es muy mal educado. Podemos dispensar por un instante a un borracho, señor cura; mas no me consta la necesidad de seguir sufriendo sus impertinencias».



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ArribaAbajoCapítulo X

Del encuentro que tuvo don Quijote con un poderoso enemigo, y de los trabajos que a esta aventura sucedieron


Como en la casa parroquial no hubiese el ámbito necesario para tan gran señor, le invitó el cura a pasar a la vecindad, donde le había preparado alojamiento digno de su persona. Aceptolo don Quijote, y seguido de su escudero, se fue adonde le dirigían, pues la cama le hacía muy al caso. Los monacillos con quienes don Quijote había dado en el suelo cuando encontró la procesión, antes se hubieran dejado ahorcar que perdonarle; y así anduvieron con tiempo dándose sus trazas para que su venganza fuese cumplida. Llegados a la casa, le designaron su aposento, advirtiéndole que en él hallaría lo necesario, y se fue ron sin hacer ni decir otra cosa. Abrió la puerta don Quijote, y se dio de hocicos con una figura desemejable, puesta allí lanza en ristre, capaz de infundir pavor en el corazón más denodado como no fuera en el de don Quijote. Hubo de retroceder a pesar de su valentía el poderoso manchego; mas vuelto en sí al instante, arremetió al fantasma, y de una lanzada le echó por tierra. «Está muerto, gritó Sancho: mire vuesa merced cómo tiene el cadáver esta pierna fuera del cuerpo, y lo mismo este brazo. -La cabeza no está más en su lugar, respondió don Quijote, dando un puntillón en la del difunto, la que rodó por el pavimento. El gigante ha sido de piezas, o mi lanza ha adquirido la virtud de reducir a polvo a mis enemigos». Sacando por el ruido que la cabeza podía muy bien no ser de carne y hueso,   -50-   se acercó a ella Sancho poco a poco, y asiéndola con cauta timidez, rompió en una carcajada. «¿Qué ocasión de risa es esta, Sancho impudente?, preguntó don Quijote: reír en presencia de un muerto, es o suma necedad o suma impiedad; y en cualquiera de estos casos, incurres en mi enojo. -No hay muerto, señor, ni vivo ni muerto, respondió Sancho. -¡Cómo!, repuso el caballero, ¿hay por ventura un término medio entre la vida y la muerte? Si este descompasado animal no está vivo, en ley de justicia ha de estar muerto; si no está muerto, ha de estar vivo. -La cabecita es de palo, dijo Sancho; y los miembros son de paja. Si no, ¿dónde están la sangre que ha corrido por el suelo y los ayes que ha echado el moribundo? -Esta es otra de las del sabio que me persigue, respondió don Quijote: ¿cómo puede suceder que no haya sido gigante real y verdadero éste que ahora parece obra hecha a mano? Piensa, di, haz las cosas con un granito de sal, buen Sancho. Desencapotemos el negocio, ven acá: ¿te parece razonable que este hombre, gigante o demonio a quien a cabo de quitar la vida, hubiese podido ir y venir, ponerse a caballo, manejar la lanza y entrar en combate con esta cabeza de palo? Aquí hay una entruchada de Fristón; y no te podría yo decir si esta aventura no es presagio de nuevas desventuras. -Haya sido o no de carne y hueso este demonio, dijo Sancho, ¿de los despojos bien nos podemos aprovechar? Eso te cumple, respondió don Quijote; dispón de ellos sin darme cuenta. Ahora tomemos algunas horas de reposo: esta armazón dentro de la cual traemos el alma, así como requiere movimiento requiere inmovilidad. La noche es nodriza de toda criatura viviente: nos llama a su regazo y nos arrulla con el silencio blandamente. Quítame el arnés, buen Sancho; que yo extienda a mi sabor estos fuertes y trabajados miembros». Sancho se puso a repetir con socarronería lo que más de una vez le había oído:


"Mis arreos son las armas,
Mi descanso el pelear,
Mi cama las duras peñas,
Mi dormir siempre velar».



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Una cosa es dormir noche por noche, respondió don Quijote, y otra dar consigo en la cama, allá, cuando después de muchas aventuras bien concluidas no tenemos los caballeros andantes otras que acometer. Si te acuerdas, los héroes más famosos se entregaron al sueño, y esto, en trances apuradísimos, como Alejandro Magno, que se llevó de un tirón veinte horas hasta cuando Parmenión le vino a despertar diciendo en voz alta: «¡Alejandro, Alejandro, cargan los persas!». Y Mario, dime, Mario, aquel buen muchacho que hizo frente a Sila, vencedor de su padre, ¿no se echó muy de propósito a dormir debajo de un árbol, cuando las dos huestes contrarias se venían a las manos? Déjate de escrúpulos y ayúdame a deponer estas pesadas armas». No poco satisfecho de verle pensar así, el bueno de Sancho le quitó coraza, brazales, escarcela, grebas y más piezas con que don Quijote andaba aherrojado; y como éste mantuviese la celada, era de ver la figura del noble manchego con sus calzas adheridas a los huesos, largo y desmirriado, el yelmo en la cabeza y baja la visera. En este pelaje se llegó a la mesa, y puesto delante de un enorme jarro, habló como sigue: «Agua, licor celestial, ¿no eres tú el que circulaba en el Olimpo con nombre de néctar de los Dioses? ¿No eres tú el que la hacendosa y delicada Hebe llevaba sobre el hombro en tazones de sonrosada perla, y vertía a chorros cristalinos en las copas de los inmortales? Agua, primor del universo, esencia pura y saludable que la tierra elabora en sus entrañas, tú eres la leche sin la que el hombre se criaría raquítico y deforme. ¿Hay cosa más inocente, pura, suave, necesaria en el mundo? Eres lo más precioso y nada cuestas; lo más fino, y sobreabundas. La árida roca, como un seno de la naturaleza, te echa de sí alegre y murmullante, y corres a lo largo de la peña o te recoges en silvestre receptáculo rebulléndote en mil sonoras burbujitas. El vino es artificio del hombre; el agua, invención del Todopoderoso: el vino ha traído la embriaguez al mundo; el agua limpia las entrañas y aclara el entendimiento; el vino desmejora y enloquece; el agua no ocasiona mal ninguno, porque de suyo es inofensiva;   -52-   y porque nadie abusa de ella. Manjar no hay en la tierra que más delicadamente saboree el hombre de buenas costumbres y templados apetitos, ni que más regenere y conforte. Quiero decir que tengo sed, añadió variando el tono y alzándose la visera. Es gran fortuna del hombre que su deseo más ardiente y su satisfacción más intensa no le hayan de costar trabajo ni dinero». Diciendo estas palabras, tomó el jarro y lo empinó con la misma gana con que se había echado al coleto el bálsamo de Fierabrás. Pero si algo le cayó dentro, la mayor parte le fue al pecho, y corriéndole por el estómago en gruesos hilos, bajó a arrecirle más y más las piernas, que de suyo eran heladas. «¡Maldito sea, dijo, el encantador que me persigue!», y frunciéndose de cólera, dio con el jarro en el suelo. Sancho intentó repetir la carcajada; pero un turbio vistazo de don Quijote se la convirtió en tos fementida. «Lo que más hiciera al caso fuera que nos acostáramos, dijo, y aún podría ser que los encantadores nos respetasen el sueño». No le pareció mal a don Quijote el dictamen de su escudero; y ganando resueltamente la tarima que se le había prevenido, se tiró de largo a largo.



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ArribaAbajoCapítulo XI

De la temerosa aventura de la cautiva encadenada


Estaban para querer dormirse los aventureros, cuando empezaron a oír un ruido crudo y estridente como el chis chas de una cadena, «¡Santo Dios!, exclamó don Quijote sentándose en la cama, al tiempo que su escudero, poseído de terror, acudía a refugiarse a su lado. ¿Qué puede ser esto, Sancho, sino el preludio de una aventura de las que a mí me suelen suceder? El que arrastra esa cadena es un caballero cautivo, o quién sabe si una princesa a quien se ha hecho desaguisado, y tienen secuestrada sus injustos opresores por ocultar la mala obra. ¿Hacia dónde suena ese estridor temeroso, amigo Sancho? -Señor, respondió Sancho en voz muy baja, me está discurriendo por el cuerpo un hormiguillo junto con un trasudor, que me quita el conocimiento hasta de mi propia persona. -No podría decirte, replicó don Quijote, así, tan de pronto, si por ahora tu miedo es justificable; porque en verdad el que ahora quiere suceder, será uno de los casos más raros de la caballería. ¿O es a dicha un muerto que, no habiendo fenecido sus cuentas, vuelve al mundo por altos juicios de Dios, a encomendarme su asunto, sabedor de que soy caballero andante? Yo te pudiera recordar muchos sucesos de esta naturaleza, si dudaras de su posibilidad. Hombres hubo que se fueron con un grave secreto en el pecho cuyo descubrimiento era requisito para la salud   -54-   de su alma, y aun por ventura para el sosiego de sus parientes vivos; y el Altísimo permite que salgan por un instante sine qua non de la eternidad y se presenten a quienes les cumple, para los fines que les convengan. Éste murió, sin duda, en un calabozo; fue sepultado con sus grillos a cuestas, y viene ahora a pedirme su libertad propia y el castigo de sus verdugos. Aún puede ser que el objeto de su viaje sobrenatural sea descubrirme un tesoro que dejó enterrado, el cual tiene que ser restituido a sus herederos forzosos». En medio del trasudor, abrió el ojo Sancho al oír esto, y respondió que en siendo así, ya podía su amo, encomendándose al cielo y provisto de alguna reliquia, afrontarse con el aparecido y saber de él a ciencia cierta en dónde había quedado el tesoro. «Tenga cuenta vuesa merced con tomarle bien las señas y mire no se le olvide el sitio que le indique».

Cuando esto se decía, iba saliendo a paso sepulcral por una puerta medianil una sombra temerosa, y con triste y grave continente, arrastrando una cadena, enderezaba su camino hacia los huéspedes maravillados. «Mujer, fantasma o demonio, dijo don Quijote, parad allí, y decidme si sois de esta o de la otra; o por la fe de caballero, os paso de parte a parte con mi lanza, aun cuando seáis un espíritu imponderable. -Soy persona humana, respondió el espectro. ¡Ay de mí, quién fuera tan feliz que descansara en el regazo de la tumba! -Vos sois menesterosa, repuso don Quijote; yo, caballero andante: exponed, señora, vuestra cuita, y dad por remediados vuestros males. -Apenas los remediará la muerte, contestó el espectro. Podréis, señor, castigar a mis tiranos; remediar los tormentos y amarguras de toda una vida, ¿cuándo? Dios mismo os manda porque no consiente en que la perversidad viva triunfante y la inocencia muera vencida. Veinte años ha gimo en un calabozo, por obra del hombre que el cielo me dio por marido y compañero. -¿Vuestro marido os ha privado de la luz del sol, y esto a la faz del mundo?, preguntó don Quijote. -A la faz del mundo no, señor: su crimen está envuelto en las tinieblas, y lo comete cada día bajo la máscara de la virtud, pues vierte lágrimas   -55-   de amorosa memoria en presencia de los que de mí se acuerdan. -El negocio es de difícil digestión, volvió a decir don Quijote: vuesa merced me dé a entender más claramente en dónde finca el punto verdadero, y déjeme ponerme de pies en la dificultad. -Ello es, replicó la dama, que ese hombre sin conciencia ni temor de Dios, poniendo a ganancia cierta situación de nuestra familia, me sepultó en esta torre y echó fama de mi muerte. Tan bien se supo averiguar con las dificultades, que, arrasados en lágrimas los ojos, vestido de luto hasta las uñas, salió airoso en su infernal empresa, rebosándole en el pecho la negra alegría de su triunfo. En tanto que mi cuerpo era llevado al cementerio con gran número de plañideras o endechaderas, yo, señor, cargada de grillos, estaba oyendo los dobles que por mí daban las campanas. Me lloré a mí misma, y empecé a ver desde ese instante que esto de vivir en la sepultura había sido el dolor más tétrico del mundo. -¿Y qué era del señor vuestro marido? -La pesadumbre le echó a la cama, respondió la sombra; pero luego, impulsado por una santa desesperación, salió como loco por esas calles, y en el primer convento que topó se metió fraile. -Conoció su yerro, volvió a decir don Quijote; se arrepintió de su pecado; se castigó su delito. -Por ocho días, señor, dijo la sombra: al cabo de éstos, salió de la iglesia vecina casado, y bien casado con otra, merced a los religiosos por cuya mano había consumado el rapto de una doncella escasa de prudencia. -Mía fe, hermano Sancho Panza, dijo don Quijote; el señor viudo sabía lo que era bueno: ¿has visto un tejemaneje más curioso? Prosiga vuesa merced, señora, y hágame relación de los puntos esenciales. ¿Conque se casó el muy bellaco, robando una niña sin mundo, y esto por medio de unos religiosos? -¡Y la muchacha era mi sobrina carnal, diga vuesa merced, señor! -Los tiempos de agora, muy, al contrario son de los pasados, repuso don Quijote. ¿Había sin duda hecho voto cuadragesimal ese santo hombre? -¡Qué, señor, si se ayunaba trescientos ochenta días al año, y era el más insigne rezador que han visto los dominios de Su Majestad Católica!   -56-   Dicen que cuando me hubo enterrado, juró por el Santísimo Sacramento no comer carne en los días de su vida, ni salir de noche, ni mudarse camisa sino de cuatro en cuatro meses. -¿No juraría también, preguntó don Quijote, no raparse las sus barbas nin sacarse las sus botas, nin con la condesa holgare, a modo del conde Dirlos? -Cabalmente, respondió el espectro, es conde el fementido, y pudo haber imitado en todo eso al Dirlos. -¿Cómo se llama el truhán, señora? -Llámase el conde Briel de Gariza y Huagrahuasi, señor; por otro nombre, el cruel Maureno. -Más que crueldades, repuso don Quijote, son bella querías las que vuesa merced va refiriendo, y así yo no le lla maría el Cruel, sino el Bellaco. Ahora bien: ¿qué sucedió los tiempos adelante? -¡Qué había de suceder!, respondió la cautiva, sino que así como esta cuitada había oído los ayes y gritos de las endechaderas cuando la llevaban a enterrar, asimismo estuvo oyendo la baraúnda que el pérfido metió con motivo de su himeneo, pues hubo corrida de toros en el patio del castillo, juegos de cañas, torneo, zambra y cuanto puede imaginar un poderoso que quiere holgarse, sin omitir, eso sí, los responsos ni las misas por el bien de mi alma. -Hurtó el puerco, dijo Sancho, y daba por Dios los perniles. -¿Qué perniles?, respondió el espectro con mucha cólera, no daba sino las cerdas. -No metas aquí tu cuarto a espadas, dijo don Quijote a su escudero, o pondrás la relación en peligro de interrumpirse. -¿Qué más hizo, señora, el tal conde Briel de Gariza y Huagrahuasi? -En tanto que esta cosa frangible, delicada, que se llama hermosura, duró en mí, tenía por costumbre el cruel Maureno venir a mi prisión y valerse de la fuerza: desmejorada, enflaquecida, pálida, quince años ha que no le veo. -Para que la reparación del daño, respondió don Quijote, y el castigo de las sinrazones a esos fechos, señora, no dejen nada que desear, conviene me digáis el nombre y las circunstancias atañaderas a vuestra rival vencedora. -Intitúlase la bella jipijapa, señor; aunque por acá tenemos noticia de que no es tan bella, porque es chata, y tiene la una oreja más larga que la otra. -Esto no hace a nuestro   -57-   propósito, dijo don Quijote: tenga mi espada la longitud que ha menester para traspasar el corazón a ese menguado, y allá se averigüe él con las orejas de su parentela. ¿Vuesa merced como se llama, si es servida? -Soy la condesa Remigia Guardinfante, criada de vuesa merced. -Pues váyase libre y contenta la señora condesa Remigia Guardinfante, y diga al conde Briel de Gariza y Huagrahuasi que don Quijote de la Mancha es quien pone en libertad a vuesa merced, burlando todas sus trazas, y que el tal caballero mantiene sus hechos con armas y a caballo. -Gran favor, respondió la cautiva. ¿Y de estas cadenas qué hago? -Las cadenas llévelas sobre sí la víctima; preséntese con ellas en medio de la corte del traidor, y hágalas rechinar muy alto y métaselas en las barbas a la bella jipijapa, y vean todos cómo un solo caballero andante saca de las mazmorras presos envejecidos en ellas; de la sepultura, difuntos de veinte años; deshace matrimonios contrahechos, descubre fechorías, levanta caídos, da en rostro con sus secretos a los malvados omnipotentes, endereza tuertos y pone todas las cosas en su punto. -Gran favor, volvió a decir el fantasma. ¿Y ese estafermo que está ahí, quién es? -Es mi escudero Sancho Panza, respondió don Quijote. -¿Es mudo?, preguntó de nuevo la cautiva. -¡Mi padre!, exclamó don Quijote; si se ha estado callado ha sido de miedo. Él volverá a hablar: no se afane vuesa merced, señora condesa, y dése por libre. -Pues me voy», dijo en conclusión la sombra encadenada, y enderezó el paso hacia los corredores.

Sancho Panza no quiso adrede hablar durante un cuarto de hora, por más que su amo le tentaba la boca; hasta que en última instancia, y por ahorrarse algunos palos, tomó la palabra, mas no para decir algo sobre los malos juicios de la prisionera respecto de su silencio, sino para hacer más de un reparo tocante al desentendimiento del aparecido en orden al tesoro. «Si no era difunto, ¿qué tesoro había de descubrir?, gritó don Quijote, prendiéndose en cólera: te estás ahí como un bausán un día entero, y a deshoras sales con una majadería de las tuyas.   -58-   -Si el espectro no dijo nada del tesoro, replicó Sancho, hubiera hecho mejor en no venir a incomodarnos con sus pajarotadas. Yo soy hombre ocupado, y no tengo tiempo para echar lo por la ventana oyendo un día entero los ayes fingidos de cualquier condesa que me salga al paso, y todo de balde o gatis, esto es, sin coger un maravedí. -Antes quisiera yo verte sin lengua y mudo como ahora ha poco, repuso don Quijote. ¿Conque se te ha de pagar hasta porque se te hace el favor de hablar contigo, especulador endemoniado? Plegue al cielo que salga de las paredes o se entre por esas puertas una legión de diablos para que te mueras de miedo y yo descanse de tus negras vaciedades. ¿Qué entiendes por gatis, animal?». Como si las palabras de don Quijote hubieran sido una poderosa evocación, se metió allí un personaje que harto se parecía al guardián mayor de un serrallo, pues ni el turbante ni la cimitarra al cinto le faltaban. Seguíanlo hasta seis figurones espantables, vestidos de hábito morado, cual si fuesen hermanos de una cofradía, trayendo por delante unas narices, la menor de las cuales sobrara para apuntalar una torre. Después de una danza macábrica atrozmente ridícula, se pusieron en hilera los vestiglos, y el capitán, mirando hacia los aventureros, dijo en voz ronca: «¿Cuál es el hideputa que osó poner en libertad a la cautiva? ¡Guardias!, embestid con esos avechuchos que están ahí acurrucados, y dad trescientos capirotes y doscientos pasagonzales a cada uno de los fementidos, de orden del conde mi señor; e non faredes ende al». Echáronse los esbirros sobre los aventureros, y les dieron un revolcón tan gracioso, que el coronista de estos acontecimientos no halla razones harto expresivas para encarecerlo. Excediéndose de las instrucciones, no se detuvieron en los límites de los capirotes y pasagonzales apuntados arriba; antes bien, hubo coces, mojicones, torcimientos de orejas y otras golosinas de las que menos le suelen agradar a Sancho. Diéronles por último un donosísimo capeo; y cuando el capitán hizo una señal en un castrapuercos tocado de la manera más risible del mundo, se alzaron los vestiglos y desaparecieron cual   -59-   una legión fantástica. «¡Vaya el diablo, para necio!, dijo don Quijote; ¡y cómo ha cargado la mano en esta superchería! ¿Vives, Sancho? Haz que paren esos demonios, y el fin de la cuestión será que yo me los lleve de calles». Sancho Panza tenía remachadas las narices, y más de un burujón en la cabeza. Cuando le pasó el terror, le sobrevino el enojo, y se puso a llorar de coraje, achacando a su amo cuantas desgracias le sucedían. «Que yo te las cause o no, dijo don Quijote, no es el nudo del asunto; pero ni desflorar quiero por ahora esta materia, que ya llegará el tiempo en que veas todas las cosas en claro. Si las lágrimas no fueran la expresión, así de la flaqueza como de la cólera, aquí te las castigaba yo con todo el rigor de mi ánimo. Lloró Eneas, lloró Amadís, lloró Nemrod, lloró Satanás, ¿por qué no has de llorar tú? Llora, Sancho; y aún puede ser que el llanto provenga en ti de la impetuosidad reprimida de tu corazón, al ver la impotencia en que te hallas de vengarte de tus enemigos. Las lágrimas no siempre son cosa de mujeres: caballeros andantes y emperadores conozco que han llorado como niños, en situaciones en que el fuego del alma no hallaba otro camino que los ojos. Has oído quizás imputar de cobardía al hombre que las vierte; pero eso suelen hacer los cobardes, cuyo valor está más en la lengua que en el pecho. Si uno llora y está pronto a cerrar con el enemigo, ¿habrá dado señales de miedo? Si llora, y sufre los quebrantos de la vida mejor que cualquier otro, ¿diremos que está demostrando su pequeñez? El llorar es como el reír, una de las expresiones de la naturaleza que corresponde a todos los hombres, débiles o esforzados, heroicos o pusilámines. Cuando las lágrimas son de queja, ya no las puedes verter, si eres caballero, pues los estatutos de la caballería rezan: «Otrosí todo caballero nunca debe decir ai; e lo más que podiere, excuse el quejarse, por ferida que haya». Si la exaltación, la indignación, el enojo sin desfogue te las arrancan, échalas sin melindre: el gran Amadís de Gaula lloraba todos los días; Eneas, según ya te llevo advertido, era un llorón de más de marca. La esterilidad de los ojos indica muchas veces esterilidad   -60-   de corazón: una alma plebeya, seca, torpe, no se sentirá humedecer con el dulce rocío del amor, ni la compasión caerá sobre ella en forma de lluvia celestial. Terneza, lástima, vivo encendimiento del espíritu, son agentes misteriosos que empapan las entrañas de los hombres delicados en quienes los afectos de primer orden no duermen ni un instante. Los desprovistos de sensibilidad, los soberbios y vanidosos, los tontos, lloran si se les zurra, si se les quita algo, si les duele la cabeza, y es punto de honra en ellos no llorar donde lloran los hombres. Llora, Sancho, y así se te desagüen por los ojos la ingratitud y la falta de memoria. Las mercedes que te tengo hechas no son moco de pavo, y las que pienso hacerte son mayores, aunque no las mereces, criado mal agradecido».

Mohíno había estado oyendo el escudero el arranque de su señor, enjugándose las lágrimas en tanto que le oía. Entre ruborizado de su flaqueza y consolado con el razonable y en cierto modo cariñoso tono de don Quijote, se dio a partido y prometió seguir con él al fin del mundo.



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ArribaAbajoCapítulo XII

De la grande aventura del puente de Mantible que nuestro buen caballero se propuso acometer y concluir en un verbo


Cide Hamete no cuenta si don Quijote rezaba en la carrera de las aventuras: lo omitió por sabido; como que el bueno del hidalgo era cristiano ante todo, y sabía que los caballeros andantes habían sido infatigables rezadores, maestros y peritos en el negocio del rosario. Belianís de Grecia no dejaba holgar la espada sino para rezar; el conde Dirlos iba siempre


«Armado de armas blancas
Y cuentas para rezare»;



y en rezar se ocupaba el almirante Balán en Girafontaina. Sentado en la cama don Quijote, mascullaba sus avemarías, cuando un fraile altísimo, calada la capilla, grave el paso, entró y se acercó a él con una lámpara en la mano. «Pacem meam do vobis, dijo. El ruido de vuestra fama, valeroso caballero, ha llegado al retiro donde unos cuantos hombres divorciados del mundo vivimos con Dios en el seno de la naturaleza, y vengo a encomendarme a vuestra espada contra un gigante descomulgado que infesta y roba estas comarcas. -¿Cuál es el punto, padre reverendo, preguntó don Quijote, y quién es vuesa paternidad? -Soy el provincial de la orden, de cartujos que sobre esta montaña   -62-   honra el Señor desde tiempos inmemoriales, respondió el fraile. Me llamo padre Belerofonte, y gobierno el monasterio veinte años ha, porque a despecho de mi humildad no tengo oposición en el capítulo. -Todo está bien, replicó don Quijote, fuera de ese nombre que disuena, por no ser de los más católicos. -A esta cuenta, ¿los hermanos de vuestra paternidad serán fray Jasón, fray Tifón, el padre Cancerbero, el padre Minotauro? -Tanto como eso, no, señor: no son sino el padre Saturnino, el padre Benedicto, fray Blas, fray Pascual, y otros tan humildes de nombre como de condición. -El nombre influye poco en el carácter de la persona o en la esencia de la cosa, dijo don Quijote; lo que conviene por ahora es saber de lo que se trata. -Es el caso, señor caballero, que un gentil llamado Galafre se ha apoderado del único puente por donde pasamos todos el río que baña estas regiones; y nadie es dueño de transitar por él, si no deja en manos del dicho Galafre cuanto lleva, sobre un tributo fijo, más oneroso que el impuesto por los moros al reino de León. -¿Cuál es ese tributo?, preguntó don Quijote. -Reyes no lo pudieran satisfacer, señor. El cristiano que allí toca ha de pagar treinta pares de perros de casta: galgos y mastines; dogos enormes, capaces de combatirse con tigres y leones; lebreles más rápidos que el viento, sabuesos, podencos, bracos. No admite perro de aguas, el pachón le irrita, y por cada uno que devuelve exige cuatro pares. -Yo le echaré tal perro, dijo don Quijote, que valga por todos los que él ha menester. Deje vuesa paternidad ese ladrón a mi cuidado; y por ahora tome asiento aquí tranquilamente y acabe de referir la historia de sus cuitas. -Dios le pague, respondió su reverenda, sentándose a la cabecera de don Quijote en una ancha silla, y prosiguió: Exige además cien doncellas vírgenes de la más rara hermosura, con todas aquellas perfecciones que convienen a infantas reales y odaliscas. Quiérelas de modelos diferentes: unas han de ser beldades asiáticas, blancas, pelinegras, de ojos tan rasgados como apacibles y dulces; pecho de comba primorosa; garganta de Cleopatra; perfecciones, como llevo dicho, que no   -63-   se hallan sino en esos lugares donde la virtud de la naturaleza se concreta sabiamente y forma las mujeres de Georgia, Circasia y Mingrelia. Otras deben ser de cara judaica, facies hebraica. ¿Habla el latín vuesa merced? Facies hebraica, semejantes a Herodías: labios tanto cuanto abultados, encendidos y entre abiertos; mirada suave, pero subyugadora; cabellera derramada sobre los hombros en negros tirabuzones. -No tiene mal gusto ese descomulgado, dijo don Quijote: ¿en dónde habrá aprendido a quererlas tan sumamente hermosas? -Esa inclinación debe de ser natural, respondió el fraile, o tal vez la finge de malicioso. Y mire vuesa merced cómo hasta en lo relativo al porte es intratable: unas han de ser de estatura sublime, que parezcan gigantas, aun cuando no lo sean; otras, pequeñitas y donosas, vivas y parleras, como la paloma. Éstas, gordas y muelles, por el estilo de las turcas; ésas, de talle fino y delicado, que traigan a la memoria las palmas de Bagdad. Risueñas y habladoras unas, melancólicas y taciturnas otras. Así varía de gustos ese tragamallas, que todo es contradicciones; y siendo pocos los capaces de satisfacer el gravamen, la mayor parte de los viajeros deja la cabeza en el brocal del puente o en los resaltos de las torres. -Allí dejará la suya el pagano antojadizo, volvió a decir don Quijote. ¿Eso es todo lo que pide el gigantuelo? -¡Qué, señor! Si no fuera más que eso, no habría matachín que no pasase: le han de dar asimismo cien halcones mudados, forzudos como el águila, diestros y no nada recreídos. Los palumbarios recibe de mala gana, pues dice que la ralea de éstos es muy común, y él quiere unos que le tomen aves maravillosas por los aires. -¿Qué caza desea ese Nemrod?, preguntó don Quijote: querrá oropéndolas, cisnes y papagayos; pero ni estos son maravillosos. Yo no le daré sino gansos, y quedará satisfecho. -¿Satisfecho, señor don Quijote? Falta lo principal, esto es, cien corceles ensillados y embardados, con ricos y completos jaeces. El bocado del freno ha de ser de oro; las cambas de plata de piña, y los sabores del dulce ámbar del Báltico. -El freno que yo le ponga a él, dijo don Quijote, no será de oro, sino de fierro bruto.   -64-   -Oiga vuesa merced estas otras niñerías, siguió diciendo el fraile: muserola de eslabones formados de diamantes: gualdrapa de púrpura de Melibea, con nudos de topacios y rubíes en figura de cabezas de clavo. Ahora, pues, en lo tocante a la silla, quiere que las correas sean de cuero de hipopótamo curtido en enjundia de avestruz. La cincha, señor, la cincha ha de ser un tejido sutilísimo de pelo de reinas, no menos que la gamarra. -¿Dónde está ese follón?, exclamó don Quijote, saltando de ira, ¿hay quien pague tal tributo a semejante ladrón estrafalario? ¿Conque habremos de cerrar a trasquilones con más de una reina para hacerle cinchas a sus caballos? -Los quiere de paseo y de batalla, señor don Quijote; bridones, alfanas y palafrenes; cabalgadura para uno y otro sexo, como que el gigante obsequia a más de cincuenta damas que tiene de asiento en el castillo. -¿Y éstas son sus esposas legítimas o las tiene robadas?, preguntó don Quijote. -Robadas, no precisamente, señor, pero sí quitadas a sus maridos. -¿Luego viven por su gusto en esa fortaleza?, volvió a preguntar don Quijote. -No debe de ser así, mi reverendo padre, sino que están cautivas, y su mala aventura ha querido que hasta hoy no llegara el caballero andante que debía libertarlas. -¿Es de presumir que en esto concluyan las exigencias del pagano? -Es codicioso, señor: por cada pata de caballo se le entrega un marco de oro de Portugal. En orden a la edad de estos animales, ninguno ha de pasar de siete años, ni ha de bajar de tres. Las cernejas, como señal de fuerza, no son motivo de devolución. Hace un examen prolijo aquel pillastre, cual si estuviera comprando esclavas en un mercado de Turquía; si la cola no es como la del caballo del Apocalipsis, larga, ondeada y abundosa, lo rechaza sin remedio. El ojo, inquieto, relampagueante, heroico; la canilla, como una cañucela; si es negra, mejor; los cuartos traseros, acolchonados; la cerviz elevada y encorvada; la crin, esparcida, crespa, que esté flotando a modo de grandioso fleco. Ese enemigo del género humano tiene ya en su poder los más famosos caballos de los más renombrados paladines: ha quitado a Roldán su Brilladoro, a Rugero su Frontino,   -65-   a Reinaldos su Bayarte, a Astolfo el alado Rabicán; y así como amanece, jura por Mahoma y su alfanje no parar hasta no haber ganado por las armas el célebre Rocinante de don Quijote de la Mancha».

Dio una risita desdeñosa don Quijote, como quien tiene lástima de una pretensión absurda, y dijo formalizándose: «Yo le castigaré por separado la ambición y la insolencia: vamos allá ahora mismo. -Galafre no pelea a obscuras, dijo el fraile; fuerza será que vuesa merced espere a que amanezca. Yo de mi particular sé decir que el gigante me tiene oprimido y desesperado con asaltos continuos al monasterio, en cada uno de los que me extorsiona alguna de las preseas del templo, como son blandones, candelabros, ciriales, todo de plata. No ha más de tres días nos arrebató el muy ladrón una mesa monolita de esmeralda, la joya más rara que en el mundo puede verse; daño irresarcible que ha sumido en la consternación a toda la orden. ¿Sabe vuesa merced, señor caballero, lo que es mesa monolita? Mesa monolita es como si dijéramos capilla monolita, esto es, de una sola piedra. -Los caballeros andantes saben más de lo que buenamente puede pensar un religioso, respondió don Quijote: vuesa reverenda no se empeñe nunca en manifestar más saber que la persona con quien habla. La discreción es parte de la sabiduría; y así, del sabio es suplir al disimulo las omisiones y faltas del hombre de escasos conocimientos. Siga adelante vuesa paternidad, que mientras no haga por ser más sabio de lo preciso, holgaré mucho de oírle y servirle. Ese puente cuya conquista ha hecho el gigante, ¿es puente y fortaleza a un mismo tiempo? -Es fortaleza, señor: las de Albraca y Lubaina son fortines para ver con ella. Susténtanlo treinta arcos de mármol, cuyos cimientos arrancan del centró de la tierra o el pirofilacio. ¿Sabe vuesa merced lo que es pirofilacio? A cada extremo del susodicho puente se alzan dos torres cuadradas con sendos puentes levadizos. Puentes levadizos, digo, señor caballero, vuelvo a decir puentes, y añado, cava profunda, rastrillo y todas aquellas partes de las fortalezas   -66-   mejor guarnecidas. Galafre, el formidable custodio, está paseándose de largo a largo, una hacha al hombro, asistido por cien turcos que le ayudan a cobrar el pontazgo. -No es cosa, volvió a decir el caballero: e n tanto que empuña su espada, nadie le pontazguea a don Quijote de la Mancha. -¿Luego vuesa merced piensa no pagar el pontazgo?, preguntó el fraile. -Mi pontazgo, respondió don Quijote, serán las cabezas del pontero y sus turcos. Ahora sepa vuesa paternidad que, por todas las señas que me ha dado, ese puente es el puente de Mantible, y que Galafre lo está ocupando por el almirante Balán, de quien es dependiente. -¡Válgale a vuesa merced el Dios de los ejércitos!, repuso el fraile; y tenga vuesa merced el ojo abierto sobre su escudero, porque el ladrón ha prometido quitarle así el caballo como el criado. La fama pregona por el mundo la habilidad consumada de Sancho Panza en el arte del fregar; y el terrateniente de Balán se propone hacerse del dicho Panza para este servicio, sin que obste el sexo que se atribuye el menguado escudero; pues todo estará en ponerle faldas y llamarle fregona. -Diga vuesa merced al señor Galafre, respondió Sancho, que si el escudero tiene buena mano para fregar, el caballero la tiene mejor para despanzurrar jayanes; y que ya vamos allá. -Esta es cosa mía, dijo don Quijote; no te enfades ni te vueles, Sancho. Las grandes empresas requieren calma, y las mayores son consumadas con valor reposado, que es el de los realmente valerosos. -Así es», apoyó el fraile. Y sacando de entre los hábitos una enorme caja de rapé, dio sobre la tapa repetidos golpecitos y ofreció una narigada a don Quijote. Aceptola éste, y tomando a tres dedos una buena porción, se lo aspiró como una ventosera. «¿Y vos, hermano?, dijo a Sancho el fraile. -Dios le pague, reverendísimo padre, respondió Sancho, e hizo lo que su señor. -Quedamos, dijo el provincial a modo de despedida, en que vuesa merced, señor caballero, matará el gigante y sus turcos en amaneciendo Dios. -Tal es mi obligación, respondió don Quijote. -Mire no se le olvide a vuesa merced, repuso el fraile, cortarles la cabeza». Y con esto se fue por esas puertas. No bien   -67-   las hubo cerrado sobre sí, don Quijote y su escudero se desataron en un estornudar y un toser, que por poco que duraran les quitaran la vida según eran fuertes y preternaturales. «El demonio que adivine la ponzoña que nos va dando el fraile, dijo Sancho. Vengan seis dueñas y háganme doce mamonas, si ese fantasma no es cómplice de Galafre. Do no hay cabeza raída no hay cosa cumplida, señor don Quijote; sin este monjecito, lo que nos ha sucedido fuera tortas y pan pintado. -Verdaderamente, respondió el caballero, parece que se me desbarata la máquina toda: yo que en mi vida he llorado, echo hoy lágrimas gordas como garbanzos. Hemos sorbido eléboro, hombre del diablo. ¿Y no advertiste cómo el bellaco del fraile, cual si lo hiciera adrede, me preguntó si sabía yo lo que era pirofilacio? -Ése no debe de ser hechicero benévolo y amigo de los andantes, sino de los malandrines y burlones que han cursado la escuela de Fraudador de los Ardides. -Deja que el hipócrita sea, como dices, fautor en las supercherías del gigante, y su cabeza lo dirá; pues no me habré de contentar con menos que con ponerla desmirlada en una soga, del puente para abajo. -Ha de saber vuesa merced, señor don Quijote, dijo Sancho, que cuando el frailecito iba a salir, advertí que se guardaba las barbas en la faltriquera. -A fe de caballero, respondió don Quijote, que las tenía desmedidas: Juan de Barbalonga no se hubiera preciado de peinarlas más blancas y abundosas. El fraile dijo ser cartujo; mas por la cuenta no es sino capuchino. ¿Te ratificas en que se las quitó al salir? -Me ratifico y aun lo juro sobre los santos Evangelios. -Hechicero es, ya te lo dije. Y no pienses que haya contrariedad entre su estado de religioso y su profesión de brujo. Eneas Silvio fue un famoso encantador, y no por eso dejó de sentarse en la Silla de San Pedro con el nombre de Pío II. ¿Parécete cosa natural esto de descuajarse un fraile una selva de barbas y guardárselas en el bolsillo? Si echaste de ver, amigo, ¿cómo quedó el mágico sin ellas? ¿Tuviste por rostro corriente y moliente el suyo, o de hombre que poco semeja a los demás? -Fue la negra al baño, y tuvo que contar un año, respondió Sancho.   -68-   Quedó mondo y liso como la chucazuela de mi rodilla; y vi que se reía a furto. -Socarrón nos es su reverenda, tornó a decir don Quijote. Mondo y liso... Pero no será como la chucazuela, sino como la choquezuela de tu rodilla, si a dicha no tienes cerdas en ella, como las tienes en la lengua. ¿Conque se rió a furto? Para lo que tiene que llorar, poco será cuanto se pueda reír. Espera, Sancho, y verás cosas de las que no suceden todos los días».



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ArribaAbajoCapítulo XIII

Que trata de la maravillosa ascensión de don Quijote y del palacio encantado donde imaginó hallar a su señora Dulcinea


Después de media hora de toser y hablar a intervalos, sintió don Quijote que subía con lecho y todo, en términos que, si él fuera hombre capaz de asustarse alguna vez, hubiera dado al traste con la serenidad de su ánimo. «¿Adónde me llevan, Sancho?, dijo. Ven, y ve cómo te ases a las patas de esta máquina; cuélgate de ella, y no dejes que me arrebaten a las nubes». Oyendo hablar a su amo en las regiones superiores de la estancia, se puso a crujir de dientes el infelice Sancho, y aun pensó que subía el mismo por arte de encantamiento. «Señor don Quijote, respondió, juntos hemos llevado los palos y juntos hemos comido el pan de las aventuras: mire no me deje ir a caer en los abismos. -¿Luego a tu vez estás subiendo?, preguntó don Quijote; pellízcate, a ver si eres tú mismo; sacúdete por los cabellos por si no sea el tuyo más que un sueño. En cuanto a mí, me hallo ya muy arriba. ¿Quién sabe si al fin ha resuelto protegerme la sabia encantadora a cuyo cargo estaba mi destino? Ésta no es obra de enemigos, Sancho; suavemente voy subiendo y blandamente se me lleva. Como de estas cosas, suceden en el mundo de la caballería. La sabia Belonia se sirvió muchas veces del castillo de la Fama, para cargar en él por los aires con los caballeros a quienes protegía; y en una noche transpuso a don Belianís   -70-   de Grecia de Persépolis a las montañas de Necaón. Si haces un poco de memoria, hallarás que Hipermea dio una prueba clásica de su poder, llevándose al emperador Arquelao de la prisión donde le tenían sus enemigos. ¿Qué mucho que igual prueba de amor me quiera dar a mí ésta, o cualquiera que sea la encantadora que ha tomado por su cuenta mi fortuna? Por mí no te inquietes, Sancho, y deja correr el influjo de las estrellas. Si andamos siempre hurtando el cuerpo, mal podremos acometer aventura que valga. Según anda este carrocín alado en que me llevan, no tardaré en llegar a alguna apartada montaña, a un alcázar donde me está esperando mi señora Dulcinea, conducida allá por un medio no menos maravilloso. -¿Las mágicas o hadas, señor don Quijote, preguntó Sancho, tienen en su ministerio la dependencia de urdir voluntades? ¿Digo si les es lícito echacorvear en pro de los caballeros y las doncellas andantes, resulte lo que resultare, o son casamenteras de ley que urden sus trazas en haz y paz de nuestra santa madre Iglesia? -Las mágicas o hadas, respondió don Quijote, son honestas por la mayor parte; y la que toman en los amores de sus protegidos, raras veces va fuera de un noble y justo propósito. Día llegará en que yo te haga palpar las entradas y salidas de este negocio. Dado y no concedido que tus razones estuvieren fundadas en la buena fe, todavía pudiera yo responder a ellas de modo que tocases con la mano la necedad de tus preguntas. La sabia Hipermea, Belonia, Urganda la desconocida, no pueden entrar en docena con la madre Celestina. Ándate a la mano, Sancho, en las travesuras de tu buen humor; que harto se me alcanza el hito adonde echas tus pasadores. -Sácame de aquí y degüéllame allí, replicó Sancho: vuesa merced no me perdona la vida el lunes sino para quitármela el martes. Sepa, señor don Quijote, que lo que tengo es miedo; si bien no acabo de persuadirme de que vuesa merced ande ya tan arriba como piensa. Si llegare a esa montaña, será servido decir a mi señora Dulcinea que su escudero Sancho Panza le besa los pies. -Cumpliré, Sancho, en deparándome la suerte el encontrarla. ¿O sucede más bien que   -71-   los espíritus eternos quieren sacarme en vida de este mundo? Enoc fue arrebatado milagrosamente de la tierra que no era digna de poseerle. De no ser una de estas cosas, ¿qué significa esta ascensión extraordinaria? Nada hagas para detenerme; ni obrarías en mi servicio con salirme al camino en esta deliciosa carrera. -La sangre me hormiguea por el cuerpo como si me estuvieran picando gusanitos, señor don Quijote; y sería bien nos callásemos, por si en esta consistiere nuestra salvación. -Mientras te hallas a mi lado, dijo don Quijote, nada temas: por experiencia sabes si soy o no capaz de sacarte de los cuernos del toro. -Lo que es esta noche, respondió Sancho, más me hiciera al caso la protección de la Virgen y los santos; pero la memoria me niega alguna de las oraciones que cuadraran a la necesidad. ¿Saldría bien la de San Cristóbal? -Si la plegaria te sale del corazón, respondió don Quijote, cualquiera te aprovechará; si bien las diligencias del miedo no son, ni las más convenientes para con el mundo; ni las más eficaces para con el cielo. Di con todo esa oración: de pecar por corto, vale más pecar por largo. -¿Piensa vuesa merced que encaja bien aquí la de ese santo?, preguntó el escudero. -Todo puede ser, amigo; como no la sé, no puedo decirte el grado de favor que con ella alcanzarías. Echa tu jácara y veremos sus efectos.


-«Cabecita, cabecita,
Tente en ti, no te resbales
Y apareja dos quintales
De la paciencia bendita».



-Sancho maldito, dijo don Quijote, este es un conjuto, y de los más virtuales, que usan las brujas en sus trapacerías. ¿Quién te mete a pronunciar palabras tan siniestras?». No debían de ser lo tanto, pues como los pillos de los monigotes se hubiesen partido, encantamientos, porrazos, narigadas, estornutatorias, todo cesó; y poco a poco Sancho Panza fue tranquilizándose, cogió el sueño, y bonitamente se durmió para toda la noche con grandísimo sosiego. Al verse solo don Quijote, se entregó en cuerpo   -72-   y alma a su locura, y fue para el cierto y muy cierto que su maga protectora le estaba llevando por los aires a un palacio en cantado, donde le esperaba su señora Dulcinea. «Leandro, decía para sí, dejó la vida en el Helesponto, después de haber nadado cinco leguas por no faltar a la cita de su querida Hero: Medoro se expuso a la cólera de Rolando por el amor de Angélica. Gaiferos, el tierno y constante don Gaiferos,


«Tres años anduvo triste
Por los montes y los valles
Trayendo los pies descalzos,
Las uñas chorreando sangre»,



de puro buscar a Melisendra. ¿Y qué hizo Avindarráez por su mora Jarifa? ¿Y qué Diego Marcilla por la hermosa doña Isabel? ¿No cayó ese apasionado moro en manos del alcaide de Antequera, cuando a media noche se iba en alas del amor desde Cartama hasta Coín? ¿Pues qué no hará este buen caballero don Quijote por la sin par Dulcinea?».

Ora se hubiese dormido y soñase de un modo conforme a sus deseos, ora la fuerza de su desvariada fantasía le presentase sus quimeras con aspecto de cosas reales, lo cierto es que don Quijote creyó haber llegado a la presencia de su dama, y como ella manifestase algún recelo de su dueño y señor, éste, para infundir confianza en ella, iba diciendo: «¡Oh dichoso Lanzarote! ¡Oh infelice Ginebra! ¡Oh Amadís triunfante! ¡Oh bella Oriana perdida!... Muchas veces, señora mía, en una hora cae por el suelo toda una vida de continencia y virtud, y de una dulce imprudencia suelen dimanar desdichas sin cuento. Pero vos, señora, no hayáis temor; porque si no soy menos enamorado y aventurero que Lanzarote y Amadís, soy más fuerte y respetuoso que ellos, y vos no correréis la mala fortuna de Oriana y Ginebra».

Era en don Quijote tan subido el punto de honra como el valor; y de estas y otras virtudes formaba su nobleza, de tal suerte que, sin la locura, hubiera sido verdaderamente el espejo de la caballería.



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ArribaAbajoCapítulo XIV

De la entrevista que el enamorado don Quijote creyó haber tenido con su dama


No dejó de admirarse don Quijote cuando a la luz del día, que en largos rayos entraba por las rendijas de la puerta, se vio trincado al maderamen del aposento, que no tenía cielo raso, no a más de tres varas sobre el suelo, habiendo pensado hallarse en un palacio como el de la fada Morgaina o en el de la encantadora Melisa. A poco se cimbreó la tarima, y aflojadas las sogas con gran ruido de poleas, bajó rápidamente a tierra. Abriose la puerta de par en par, lo cual era ponerla franca y prevenir a los huéspedes que era tiempo de largarse. Mas por entonces no tenían éstos mucha prisa, y principió don Quijote su discurso matinal en los términos siguientes: «Pláceme hacerte relación de lo que me ha sucedido esta noche: la vi, Sancho, aspiré su aliento, me inebrié con las suaves y puras exhalaciones que toda ella despide como una planta del Indo o del país sabeo. ¿Cómo ponderar el conjunto de gracias que adornan su persona? ¿Cómo encarecer las sales de su espíritu? ¡Oh Sancho! Si antes de conocerla era yo su enamorado, mira lo que debo ser ahora que la conozco. -Dígame vuesa merced, preguntó Sancho, ¿se contentó con verla y aspirarla? O no estuvieron solos vuesas mercedes, o el diablo andaba lejos de allí en cosa de más importancia. -Solos, Sancho, solos como Adán y Eva en   -74-   el paraíso. -Luego no estuvieron tan solos, señor don Quijote, por que allí hubo un tercero que todo lo echó a perder. Si la señora estaba tan zalamera como vuesa merced dice, algo había, en la trastienda. Can que mucho lame, saca sangre, señor. -No podría yo decirte, repuso don Quijote, si estuvimos libres de una inquietud gratísima; mas sí puedo sostener que ni el enemiga en forma de serpiente es capaz de batir en ruina el muro de pudor y vergüenza que se levanta entre esa señora y yo. Amadís de Gaula pagó el tributo a la flaqueza, es verdad, cuando tuvo encerrada a la sin par Oriana en el castillo de Miraflores; pero lo puesto en razón es que imitemos las virtudes y desechemos los desvíos del modelo que sirve de norma a nuestras acciones. Si supieras que Roldán, Reinaldos de Montalbán y otros famosos caballeros pasaron a mejor vida sin haber perdido la inocencia, no me preguntaras lo que me preguntas. -La ocasión es calva, tornó Sancho a decir; y más vale un toma que dos te daré. Cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla. Debo no rompe panza, señor don Quijote. Oblíguela vuesa merced con uno de esos a buena cuenta que soyugan a las mujeres y las tienen blanditas hasta cuando se las corona emperatrices. Quien adama a la doncella, el alma trae en pena: vuesa merced está consumiéndose de aprensivo, con detrimento de su propia salud y conciencia. -¡Por vida de Barrabás!, dijo don Quijote, ensartas iniquidades que, si no fueran parto de tu sandez, te había yo de castigar tan ejecutiva como rigurosamente. ¿Qué a buena cuenta dices, libertino? El que procura gozar de un derecho que aún no ha adquirido, ha traspasado ya las leyes del deber. Tiempo oportuno en todo es el que llega por sus pasos. Con lo que es mío me ayude Dios: mis gustos son mis esperanzas; mis triunfos, los que obtengo sobre mis pasiones. Y pues no entiendes sino de refranes, paga adelantada, paga viciosa. -Al buen pagador no le duelen prendas, replicó Sancho. En siendo vuesa merced rey o arzobispo, ¿quién le impedirá que alargue la mano y diga: toma, hija, ya eres mi mujer, y ve si soy de los que dicen lo comido por lo servido? Pero muera la gallina con su   -75-   pepita, que yo no he de vivir llorando males ajenos. Como he oído que la mujer de más provecho es la que da más hijos al reino, me pareció que mi señora Dulcinea, siendo tan principal en todo, no debía ser para menos en ese requesito. -Requesito vendrá de requeso, dijo don Quijote; aunque yo no conozco sino requesones. En lo tocante al punto mismo de la cuestión, sé decir al señor Panza que ya le llegará su vez a esa señora, y entonces será el preguntarle si a ella le había faltado lo que dice. Tú sabes que de Perión de Gaula nacieron tres famosos caballeros, y que de Amadís, uno de estos tres, derivó una larga sucesión de andantes. Siendo yo tan buen enamorado y tan buen caballero como Amadís, no he menester me andes recordando el tener hijos. En manos está el pandero, que lo sabrán bien tañer; y no digas mal del año hasta que sea pasado. Ya verás algún día si me siento a la mesa con mis cincuenta hijos, cual otro Príamo, y si Dulcinea le pide favor a Hécuba. Mas de tenerlos naturales no me hables, y mucho menos espurios».

«¡Señores huéspedes!, gritó el dueño de casa mostrándose de súbito, el día está inmejorable para camino. Harán mal vuesas mercedes si desperdician la mañana». Don Quijote advirtió al punto la intención de ese canalla, y dijo: «No le toca al dueño de casa dar estos avisos: la hospitalidad tiene aprensiones que han de ser respetadas como virtudes. En el que la ofrece ha de haber delicadeza; en el que la busca o la acepta, agradecimiento. Sin bondad ni decoro, la hospitalidad bastardea y viene a ser cosa digna de vituperio. Sé deciros que es todavía más reprensible la manera alevosa de que usáis conmigo, que si a palos me echaseis fuera. -No ha sido por despachar a vuesa merced, respondió el monigote; guárdeme Dios de semejante indignidad: como el día promete ser tan bueno, y como mañana ha de llover, me pareció oportuno hacerlo notar al señor don Quijote. -Indignidad, repuso el caballero; habéis dado con el término propio. Indigno es el que tiene por carga y molestia una de las más nobles y fáciles virtudes; indigno el que se juzga arruinado con el consumo de una persona en dos días; indigno   -76-   el que se respeta así tan poco que, ni por la consideración que se debe a sí mismo, huye de hacer a los demás esos ruines agravios, que no envilecen a quien los recibe, sino a quien los irroga. El pundonor, la decencia y hasta el orgullo nos obligan a usar de miramientos con el forastero que nos hace el favor de llamar a nuestras puertas. Vámonos, Sancho; que donde la envidia se vale de la infamia para hostilizarnos, estamos mal y muy mal alojados». Sacudiose el cleriganso y dijo: «Ni hubiéramos deseado la llegada, ni nos afligirá la partida de pécoras como vosotros». Echó mano por su lanza don Quijote, y dio tras el monacillo, el cual hasta ahora está corriendo. Perdida la esperanza de alcanzarle, volvió, se vistió de sus armas defensivas, y alto el morrión, baja la visera, pendiente del talabarte la espada, el lanzón en la mano, salió seguido de su escudero a despedirse del cura y montar a caballo.



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ArribaAbajoCapítulo XV

De la conversación que caballero y escudero iban sosteniendo mientras caminaban


Puestos en camino, sintió Sancho que se le refrescaba el pecho y que toda su parte moral se le bañaba en un fluido vivificador, con esos movimientos súbitos de felicidad que de tarde en tarde suelen favorecer misteriosa mente hasta al hombre más infortunado: tanto como esto puede la naturaleza cuando ejerce su amable prestigio por medio de un cielo límpido, nubes purpurinas y doradas puestas sobre el horizonte como decoración del mundo; atmósfera benigna, aire tibio, sierras obscuras que asombran los valles, colinas alegres, prados floridos, todos los toques de hermosura con que esa grande seductora cautiva sin pensarlo aun a los que no la comprenden. «Si saliere fallida la esperanza del condado que vuesa merced me tiene prometido, dijo Sancho en tono de buen humor, ¿no pudiera yo venir a ser cardenal, o por lo menos obispo? -Por nuestra carrera no llegamos al capelo, respondió don Quijote, ni aun a la tiara. Tanto como eso no presumas, ni levantes la ambición más arriba de lo verosímil. Halagüeñas son las esperanzas que infunden las cosas posibles: tan alto picas a las veces, que das en visionario. Si estás lejos de la púrpura cardenalicia, te hallas a un paso de otra fortuna. -¿Habrá por si acaso vuesa merced resuelto hacerme duque?, preguntó Sancho. -De Sabioneta o de Alburquerque   -78-   no te sentaría mal; y de adehala marqués de Rivadeo. Por marqués de Rivadeo, tendrías el privilegio de comer con Su Majestad el día de pascua de Reyes. Pero no es mi ánimo parar en eso. Tú sabes que Tirante el Blanco fue proclamado emperador de Constantinopla; mas lo que tal vez no sabe vueseñoría es que a la muerte de ese famoso andante; su escudero Hipólito casó con la emperatriz viuda y ocupó el trono. Reinaldos, Esplandián, Palmerín de Oliva, don Rocerín, don Olivante de Laura fueron reyes o emperadores, obrando la invicta espada. ¿Pues qué diremos de Florisán, que llegó a ser preste Juan de las Indias y señor de los Montes Claros? Esto de ganar un imperio, Sancho hermano, es cosa muy factible para los buenos caballeros. Figúrate lo que habrán sido los escuderos de esos grandes paladines, y mira los honores y las rentas que te esperan en cualquier encrucijada de las que tengamos que pasar. -A buen viento va la parva, dijo Sancho. ¿Pedro por qué atiza? Por gozar de la ceniza. ¿Por qué piensa vuesa merced que pongo en las aventuras mi parte de hambres y de costillas? Medrados estaríamos si después de tantos palos no hubiese imperio que regir. Cuando siembres, siembra trigo, que chícharos hacen ruido. Por falta de hombres buenos a mi padre hicieron alcalde, y ruin es quien por ruin se tiene. Esos tales escuderos se empuñaron en sus cetros; pues ya verá el mundo si el hijo de los Panzas es menos que Gandalín y si hay cabello que no haga su sombra en el suelo. ¿Procurará, señor don Quijote, que mi imperio no produzca menos que el de vuesa merced? -La gallina de mi vecina más huevos pone que la mía, respondió don Quijote. Tengan tus dominios rentas como tú echas refranes, y ahí sería el diablo si no superases a Salomón en las riquezas. Mucho hubiera sido que no te dijeses tu media docena en esta oportunidad. Ven acá, demonio, ¿no se agotará jamás esa mina de disparates que con nombre de refranes vienes derramando por todo el mundo? Emperadores tontos, emperadores brujos, emperadores llorones, de todo hemos visto; ¿mas qué emperador ha de ser un judío que en refranes hubiera puesto su parte en la   -79-   pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo? -Palabras de santo y uñas de gato, dijo Sancho. Vuesa merced no me hace emperador sino para aruñarme. La cruz en los pechos y el diablo en los hechos. Recíbame vuesa merced a perdón, y caminemos; pues como dicen, dame pega sin mancha, darte he mozo sin tacha. -Si no te encastillas en el perdón que me has pedido, respondió don Quijote, con lágrimas de tus ojos pagaras aquí tus impertinencias. Ahora dime, follón, desvanecido y malandrín, ¿piensas que esa corona te viene por tus obras y no por las mías? Metes tu media pala en el negocio de las aventuras, y te das a entender que serás emperador po r tu propia virtud; ¿y aún quieres que tus estados no produzcan menos que los míos? Eso es meter aguja y sacar raja, logrero sin conciencia. -Y todavía hay otra cosa mejor, replicó Sancho; es a saber, que me hallo en potencia propincua de elevarme a la mano de mi señora Dulcinea del Toboso y reinar junto con ella. -¿De qué modo?, preguntó don Quijote. -A semejanza del escudero de Tirante el Blanco, que casó con la emperatriz viuda, respondió Sancho. -Eso se entiende si yo vengo a morir primero que ella, replicó don Quijote; y aún será cosa de averiguar si yo con siento en unión tan deslayada. -Como los muertos no tienen voz ni voto, señor, me bastará el beneplácito de la emperatriz heredera. -Lo das por hecho, dijo don Quijote; mas yo tengo para mí que Dulcinea no me habría de sobrevivir sino para verter lágrimas tales y tantas, que fueran excusadas las ajenas; y como el Cid Rui Díaz, pondría yo esta cláusula en mi testamento:


«Ítem: Mando que no alquilen
Plañideras que me lloren:
Bastan las de mi Jimena,
Sin que otras lágrimas compre».



-De suerte que, dijo Sancho, mi señora Dulcinea ya no es Dulcinea, sino Jimena. -¡Eso no!, respondió don Quijote. Dulcinea no puede dejar de llevar su nombre; ni hay otro más suave, melifluo, almibarado que el suyo. La que se llama Dulcinea   -80-   ¿puede aspirar a otra cosa? Carmesina, Briolanja, Florisbell; Doralice, ni la linda Magalona, ¿cuál se atreve a pronunciar su nombre al lado de Dulcinea? ¿No sientes que este divino vocablo se te pega en los labios como una hebra del panal hibleo? Di Dulcinea sin que la lengua se te quede olorosa, blancos los dientes, rojos los labios, cual si por ellos pasase el amor en forma de celeste llama. Música, pintura, poesía, ¿qué no hay en Dulcinea? Si el amor perteneciera al sexo femenino, se llamara Dulcinea; si las flores supieran su negocio, fueran dulcineas. ¿Y quieres trocármelo por Jimena a estas horas, hereje? -Yo no quiero eso, señor don Quijote: vuesa merced dice que le va a poner ese epitafio con Jimena, y mi deber es respetar sus voluntades. -No es epitafio, ¡zopenco!, dijo don Quijote, sino cláusula testamentaria; porque no es ella quien se muere, sino yo. Si el Rui Díaz de otro tiempo dijo:


«Ítem: mando que no alquilen
Plañideras que me lloren:
Bastan las de mi Jimena,
Sin que otras lágrimas compre»;



¿qué habría sino que el otro dijese?:


«Ítem: Mando que no alquilen
Que me lloren plañideras:
Al llanto ajeno renuncio,
Si me llora Dulcinea».



-Vuesa merced será dueño de pergeñar su testamento según la conciencia le dictare, dijo Sancho, como no ponga ningún paragarfio encaminado a entrabar la voluntad de la viuda. -No solamente paragarfio, sino también parágrafo, respondió don Quijote; y aun he de hacer codicilo prohibiendo expresa e irrevocablemente que la emperatriz contraiga segundas nupcias ni con el soldán del Cairo, menos con un simple escudero. ¿Piensas que, es lo mismo ser viuda de Tirante el Blanco que   -81-   de don Quijote de la Mancha? Poco haría Dulcinea con abdicar la corona después de mi fallecimiento y acogerse a un monasterio; lo más puesto en razón y verosímil es que se había de dejar morir de pesadumbre; pues no es desgracia de las de por ahí el perder marido como yo. Sabes, por otra parte, que señora como ella, de tan elevados pensamientos, no había de ir a ponerlos en un villano como tú, aun cuando yo muriese más de una vez. -¿Y cómo piensa vuesa merced hacer rey a un villano como yo?, preguntó Sancho. -Porque todavía es menos ser rey que aspirar a la mano de esa princesa, respondió don Quijote; y antes te haría yo soldán o gran califa, que admitir, ni en vía de pasatiempo, que tú llegares a sucederme al lado de mi esposa. ¿Sabes quién es Dulcinea para haber dado cabida en tu obscura imaginación a la especie de venir a ser marido suyo en ningún tiempo? Yo mismo, con todos mis hechos de armas y mis nunca vistas hazañas, apenas he llegado a merecerla. Hay cosas inhereditables, Sancho temerario. Muy bien puedes tú ser un honrado y valiente escudero, y ella más imposible para ti que el ave Fénix. Conténtate con que yo te case con la confidente de mis amores, como es de uso en la caballería. Tristán de Leonís8 premió a su escudero con la mano de la doncella Denamarca; y ese mismo Tirante cuyo ejemplo invocas en tu favor, dio por mujer a su escudero Deifobo la bella Estefanía, hija del duque de Macedonia. Y aún eso se entiende si te comportares como Gandalín, quien siguió, alcanzó, mató y cortó la cabeza a la giganta Andandona. Si no haces cosas grandes y dignas de la posteridad, mal puedo recompensarte con merced tan señalada como darte por esposa una doncella de alta guisa. Las grandes recompensas forman los grandes valores, dicen: ya sabes que lo menos que te espera es una real infanta con un condado de dote. -¿Cuál sería, preguntó Sancho, la doncella que vuesa merced me destinase, caso de que yo me resolviese a hacer esas cosas dignas de la posteridad? -Sería Brianjuana, respondió don Quijote, Darioleta, Floreta o ¿qué sé yo?: todas han sido confidentes de sus señoras respectivas. A menos que   -82-   te decidieses por la dueña Quintañona, quien lo fue de la reina Ginebra en sus amores con Lanzarote del Lago. ¿O prefieres a la viuda Reposada? No olvides que esta gentil pieza, lejos de favorecer leal y legalmente a sus amigos y señores, se llegó a enamorar hasta el meollo del amante de su reina, y todo se lo llevó el diablo. -¿Cuál de estas dos tiene más garabato, señor don Quijote, la viuda Reposada o la dueña Quintañona? -Eso va de gustos, amigo Sancho. La viuda Reposada fue mujer hermosísima, pero cuando menos acordó estuvo vieja. La dueña Quintañona, otra que tal, ni fue menos hermosa ni vino a ser menos vieja que la Reposada. -Pues desde aquí renuncio esas canonjías, dijo Sancho. Deme vuesa merced una de las muchachas, y andemos. Pero sí ruego a vuesa merced, y así tenga buena muerte, me cambie con obra más hacedera el pontazgo de cortar la cabeza a la tal Andandona. -Por no dar la cabeza de una gigantita, respondió don Quijote, has de perder la mano de una princesa. Yo sabré cómo, cuándo y con quién te caso: déjate de cavilaciones y vente callado. Tú me espantas la caza con este hablar sin término ni medida. ¿Quién sabe cuántas aventuras hemos perdido por venir engolfados en estas futilezas, las que en realidad nada son para con las grandes cosas que se deciden por la espada? -Yo supongo, dijo Sancho sin querer callarse, que todo esto es puro modo de decir; ¿pues dónde deja vuesa merced a mi mujer?, ¿hémosla enterrado por dicha? Quien bien quiere, nunca olvida, señor don Quijote: viva la pobre y vívame mil años. -Buena salutación le envías, ¡oh Sancho! «¡Rey, vive para siempre!», era la que los egipcios dirigían a su soberano. Manera grandiosa de manifestar amor e interés a una persona; como que ningún obsequio vale tanto como el de desearle a uno vida feliz y prolongada».



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ArribaAbajoCapítulo XVI

De la casi aventura que casi tuvo don Quijote ocasionada por un viejo de los ramplones de su tiempo


Cuando esto decía don Quijote, echó de ver a un lado del camino un hombre entrado en edad que estaba haciendo hachar dos hermosos cipreses de un grupo que daba obscura y fresca sombra a un gran circuito. Parose y le preguntó por qué hacía derribar tan bellos árboles, destruyendo en un instante obra para la que la naturaleza requería tantos años. «Los derribo, respondió el viejo, porque nada producen y ocupan ociosamente la heredad. Estos y los demás, todos los echo abajo, y no son menos de catorce. -¿Hubiera modo, replicó don Quijote, de evitar este degüello? Si os incita el valor de estos cipreses, yo os los pago, y permanezcan ellos en pie. -Eso allá se iría con vender la tierra, y no es lo que me propongo, dijo el dueño; antes la estoy desmontando, no tanto por aprovecharme de estos árboles que no valen gran cosa, cuanto por dar a la labranza el suelo mismo. -Cortados no valen nada, replicó el caballero; vivos y hermosos como están, valen más que las pirámides de Egipto. Y así os ruego y encarezco miréis si os está mejor variar de resolución y hacer un obsequio a la madre naturaleza, la cual gusta de la sombra de sus hijos. -Toda sombra es nociva, arguyó el viejo sanguinario. La sombra nada me da; antes me quita lo que pudiera rendir esta heredad. Hoy la pongo   -84-   como la palma de la mano, la aro en seguida, siembro lechugas y coles, y desde ahora queda vuesa merced convidado a festejarlas a su regreso. -Dejaos de chanzas, que no estoy para ellas, dijo don Quijote. Por última vez represento y pido lo ya representado y pedido, y andad por vuestras lechugas a otra parte. -Donosa representación, respondió el hombre, quien a despecho de los años había sido algo maleante, o ya la figura de don Quijote junto con sus pretensiones le movió a echar por lo ridículo: donosa notificación... Y caso de no venir yo en ello, ¿piensa vuesa merced apercibirme con su lanza? -¡Vos lo habéis dicho!, replicó don Quijote, y arremetió con el viejo, el cual, en vía de defensa, se dejó caer patas arriba de la piedra en que estaba sentado. -Convenid, gritó el caballero, teniéndole en jaque con su lanza, en que estos árboles queden ilesos; ofreced, prometed y aun jurad no tocarles ni a un pelo de la barba. -Me allano a cuanto vuesa merced mandare, respondió el burlón, viendo resplandecer esa punta amenazante. ¡Ea, amigos!, dejadme en pie esos árboles, y no se les ofenda con un hachazo más, supuesto que tal es la voluntad de este buen caballero».

No había cosa más urgente que salvar la vida, y después sería el averiguarse con el desagravio. Pero el andante dio de espuelas a su corcel, y tomó el largo sin añadir palabra, al tiempo que el vencido se levantaba con harta flema, echando pestes contra el loco que así le había puesto. Volvió luego don Quijote y dijo: «Esas muescas o heridas de los cipreses pueden serles fatales: llenadlas de cera al punto, y echad sobre ella una capa de tierra húmeda, que así no habrá riesgo de que se marchiten y perezcan». En esta sazón llegaban dos jinetes a los lados de un coche tirado por cuatro soberbias mulas ricamente enjaezadas y con altísimo plumaje. No era para uno como don Quijote dejar seguir adelante a nadie sin averiguación ninguna, y menos a comitiva que tanto olía a cosa de aventura. Echose a medio camino y dijo al postillón: «Buen hombre, parad y responded punto por punto: ¿quiénes vienen aquí?, ¿de dónde vienen?, ¿adónde y a qué van? -Es el ilustrísimo obispo de   -85-   Jaén, respondió el postillón: viene de Madrid y va a su diócesis. -Norabuena, respondió el caballero. Ahora advertid al ilustrísimo obispo de Jaén que don Quijote de la Mancha desea llevar consigo algunas de sus episcopales bendiciones. -¿Quién es?, preguntaron de adentro del coche. -El señor don Quijote de la Mancha, quien desea saludar al señor obispo, respondió uno de lo hombres de a caballo. -¿Don Quijote de la Mancha?..., le conozco; el famoso caballero cuya historia anda por esos mundos. Pues yo me holgaría en verle. Decidle que, si es servido, se llegue a la portezuela».

Se apeó entonces don Quijote e hizo lo que el prelado deseaba, saludándole con una reverencia. «¿Es vuesa merced, señor caballero, el mismo don Quijote de la Mancha cuyos hechos ha puesto en las nubes el historiador Cide Hamete Benengeli? -No pienso que haya dos caballeros de ese nombre, respondió don Quijote gallardeándose. Al que se atrevió a sustentarme que había vencido en singular batalla a un cierto don Quijote, ya le probé que se engañaba, por no decir mentía. -Ese atrevido fue el caballero del Bosque, dijo el obispo. ¿Qué hace vuesa merced por estos mundos? Nosotros le juzgábamos en Trapisonda, y aun hemos oído decir que había pasado a la isla de Lipadusa a combatirse con quienquiera que poseyese la espada Durindana. -Tenga yo noticia de aquella famosa espada, respondió don Quijote, y pasaré, no digo a Lipadusa, sino a Estotilán o a Norumbeca; y para ganarla haré armas con el rey Gradaso, y aun con ese endiablado de don Roldán. -Una vez sometido a vuesa merced ese endiablado de don Roldán, volvió a decir el obispo, ¿qué obstará para que le quite, no solamente su espada, sino también su dama? De este modo, Angélica la bella vendrá como a suplantar a la señora Dulcinea. -No, señor, respondió don Quijote; Durindana y no otra cosa le he de quitar. ¿Ni qué habría yo de hacer de aquella damisela repulgada y veleidosa, que se va cuando se le antoja con un morillo mequetrefe, tan bisoño en guerra como en amores? Y diga vuestra ilustrísima, en desdoro de paladines como Roldán el   -86-   encantado y Reinaldos de Montalbán. -Si no lo ha vuesa merced a enojo, volvió a decir el obispo, reitero mi pregunta: ¿qué negocio le trae a vuesa merced por estos mundos? -Ando en busca de las aventuras, respondió don Quijote. Si la casualidad no me encamina por acá, se consumaba ahora mismo un hecho de los que no sufre un caballero andante. Salga de su carrocín vuestra señoría ilustrísima, y vea con sus ojos si mi profesión importa al mundo, y si los que la seguimos perdemos el tiempo y ganamos la fama a poca costa».

Echose afuera el obispo, juzgando que realmente se hubiera intentado allí algún delito, y si aún era posible impedir una desgracia.

«¿Ve aquí vuestra ilustrísima esta pequeña selva cuyos árboles verde-obscuros se encumbran en forma de pirámides y derraman sobre el suelo esta densa y provocativa sombra? En verdad le digo que no iba a quedar rama sobre rama, porque este desalmado los echaba a tierra, si no llego yo aquí para librarlos de su hacha destructora». La forma bíblica usada por don Quijote le pareció bien al obispo, y dando en el hito, y por llevarle el genio, manifestó que le desplacía mucho aquel desaguisado, y se unió a él para encarecer el desalmamiento de quien así había querido matar esos hermosos gigantes de la creación. Hablaba quizás de buena fe el prelado, ya que todo pecho donde anidan los afectos nobles tiene con la naturaleza conexiones ocultas.

Un árbol que ha recibido lentamente la virtud misteriosa de los siglos, junto con la recóndita substancia de la tierra, es objeto que infunde respeto y amor casi religioso. Hay quienes destruyen en un instante la obra de doscientos años por aprovecharse de la mezquina circunferencia que un árbol inutiliza con su sombra: para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o la vendiera. Cosa que no produzca, no quiere el especulador: para el alma ruin, la belleza es una quimera. Un menguado sin luz en el cerebro ni música en el corazón, no alcanza el poder de gozarla,   -87-   ni su alma tiene los requisitos que se han menester para que den golpe en ella los portentos del universo. No se arrodilla ante el Parnaso sino el hombre delicado cuyo numen le tiene despierto de continuo, maravillándole con las obras del Omnipotente, apasionándole a las gracias de la naturaleza.



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ArribaAbajoCapítulo XVII

Donde se ve si don Quijote era más discreto que un obispo, hasta cuando llegaba el instante de ser loco


Ya de miedo del uno, ya por respeto al otro, el viejo se excusó como pudo y se ratificó en la promesa de no llevar adelante una obra que en ninguna manera había juzgado digna de vituperio. «¿Y cómo no?, dijo el obispo; si no teníais necesidad imprescindible, no era nada católico destruir así, por puro gusto, un efecto tan hermoso de la virtud de nuestra madre tierra. -Tengo para mí, dijo a su vez don Quijote, que los gentiles eran en muchas ocasiones más piadosos que nosotros: esa veneración por los bosques sagrados, manifiesta un mundo de religiosidad en su alma. El bosque de Delfos, la selva de Dodona, eran templos para ellos. -No alegue vuesa merced la autoridad de los gentiles, volvió a decir el obispo; los patriarcas de la ley antigua rendían honores casi divinos a los árboles. Abraham plantó un ciprés, un cedro y un pino, los cuales por obra del cielo se incorporaron en uno solo; de suerte que ese árbol fue mirado como un prodigio y cosa verdaderamente destinada para la Divinidad; y así, se le cortó para el templo de Salomón. ¿Y qué dice vuesa merced de la famosa encina a cuya sombra ese mismo patriarca de quien acabo de hacer mención armó sus tiendas de campaña? El pueblo se inclinaba ante ella, y hacía romería a los llanos de Mambrea por ver ese testigo de tan   -89-   grandes cosas. -Yo he leído, respondió don Quijote, que los japoneses, con ser bárbaros, respetan a los árboles tanto como a sus dioses. Plántanlos en dondequiera, y asombran con ellos los caminos; de modo que es un placer andar por esas vías frescas y verdes, en medio del sol abrasador de esas regiones. -En algunos pueblos, dijo el obispo, se castiga con rigor a los que destruyen ciertas aves, como en Inglaterra, donde nadie puede matar águila, grulla ni cuervo. ¿Qué maravilla si los japoneses castigan al matador de un árbol? -Si no es permitido matar cuervos en Inglaterra, contestó don Quijote fervorizándose, no es por respeto a este animal, sino por no herir en uno de ellos al rey Artús, quien anda encantado por su hermana la fada Morgaina, y con el transcurso del tiempo ha de volver a su forma genuina y a reinar sobre los ingleses; pues no fue el ánimo de aquella mágica, cuando le encantó, aniquilar a tan gran príncipe y valeroso caballero, sino librarle acaso de un peligro y hacer que los días corriesen por sobre él hasta cuando conviniera reponerlo en su propio ser y persona. Vuestra señoría sabe que esto se hace sin inconveniente, por cuanto nada puede el tiempo sobre los encantados: mil años transcurren, y no por esto salen con una cana o una arruga más de cuando obró en ellos el encanto. -El rey Artús, dijo Su Ilustrísima, ¿no es el que instituyó la tan célebre orden de los caballeros de la Tabla Redonda? No es otro, señor obispo. La famosa Tabla Redonda, a la cual no podían pertenecer sino los caballeros probados que habían muerto quinientos y aún más enemigos y cortado la cabeza a tres o cuatro gigantes. Esto tiene de particular esa orden, que el caballero que sucede al que acaba de morir ha de ser más valiente que él: de modo que el valor va siempre a más en esa gloriosa cofradía. Lanzarote y Tristán de Leonís, Galerzo y el nunca bien celebrado Galbán fueron más acometedores, mal sufridos, terribles e indomables que los que les habían dejado el lugar, y aun estoy por decir más corteses y enamorados. -En lo de enamorados, replicó el obispo, tengo entendido que así Lanzarote como el señor Leonís se propasaron, el uno apasionándose a   -90-   la mujer de su rey y compañero, el otro perdiendo el juicio de puro amor. Si ya no atribuimos estas irregularidades a las mañas y los artificios de esas pizperetas de la reina Yseo y Ginebra, y les echamos toda la culpa. -Ginebra y la reina Yseo, señor ilustrísimo, fueron unas muy altas y aguisadas señoras que no usaron ni podían usar de superchería ninguna, filtro, poción amatoria ni amuleto para hacerse querer de esos aventureros; y así sufriré se hable mal de ellas, como que se me eche un gato a las barbas. Vuestra señoría ilustrísima rectifique los términos en que acaba de hacer mención de esas princesas, y sufrague por la paz, o por Dios Todopoderoso que habremos dado al traste con ella. -No lo permita el cielo, respondió el obispo: si no es más que eso, pongamos hermosas en lugar de pizpiretas, y el Señor sea con nosotros. Yo pensaba solamente que no era muy de caballeros andarse en dares y tomares con la esposa del amigo que está haciendo por la fama en la guerra o las aventuras. -Guárdeme Dios, replicó el hidalgo, de aprobar ese desvío de Lanzarote: señoras de rumbo no le hubieran faltado: busque su dama entre las que no tenían deberes para con otros, y San Pedro se la bendiga. Pero vuestra señoría sabe que el amor es ciego, y sobre esto, malicioso. Ginebra fue mujer, reina además, y yo, como caballero andante, obligado estoy a volver por ella sin más averiguación. Respecto de Tristán de Leonís, no solamente le disculpo, mas aún le apruebo y aplaudo. Hizo bien de volverse loco. Yo mismo tengo determinado perder el juicio en obsequio de mi dama, y darle así una prueba de la pasión que no le cede un punto a la del dicho Leonís. ¿Qué piensa vuestra señoría que yo admiro más en don Roldán?, ¿la intrepidez en la batalla?, ¿la serenidad en el peligro?, ¿la fuerza y destreza en el manejo de las armas?, ¿su virtud de no poder ser herido sino por el talón? Si piensa que es algo de esto, se engaña vuestra señoría. Es el haberse vuelto loco de amor, con aquella locura admirable de arrancar encinas, desportillar los cauces de los ríos, quebrantar peñascos, y otras cosas no menos grandes que singulares. -Téngome por   -91-   hombre de ruin memoria, tornó a decir el obispo, si vuesa merced no dio ya a mi señora Dulcinea la más relevante prueba de locura amorosa que enamorado loco puede dar, cuando hizo por ella en Sierra Morena, de medio arriba vestido y de medio abajo desnudo, las zapatetas y cabriolas que recomienda Cide Hamete. -Esas cabriolas y zapatetas, replicó don Quijote, no fueron sino un ensayo, o más bien el preludio de las grandes y memorables locuras que pienso hacer en honra y beneficio de la sin par Dulcinea; no locuras que duren la bagatela de tres días, como en Sierra Morena, sino de marca mayor y a la larga, hasta cuando ella me mande sosegar y comparecer en su presencia. -Convendría sí, dijo el obispo, que el señor don Quijote abriese un tanto el ojo, no fuese que, mientras él estaba haciendo esas locuras en un apartado monte, la otra estuviera imitando a la reina Ginebra. -Para eso, respondió don Quijote, fuese menester que antes me convirtieran en cuervo».

«¡Albricias, que ya podan!, salió diciendo Sancho Panza. Primero me han de convertir a mí en cigüeña que a vuesa merced en cuervo. Bonito es mi señor don Quijote para ave inmunda: pues admiremos en él ese alto vuelo. Dueña que arriba hila, abajo se humilla, señor. Mire no se deje volver eso que dicen, y si no puede rehuir el encanto, hágase convertir en gallipavo; que de hora en hora Dios mejora, y del mal el menos, y el viejo que se cura, cien años dura. Ahora deseo yo saber si me será lícito matar cuervos en lo adelante, o me debo abstener de esta dis tracción, a causa del rey Artús. -Si alguno matares, respondió don Quijote, cometerás quizás un regicidio; y quién sabe si yo mismo podré librarte de la horca. -¡Plaza, plaza, que el rey llega!, dijo Sancho; la horca allá con los ladrones. Tan rey soy yo en mi casa como el otro en su palacio. Con e l hombre de bien, nada tiene que hacer el verdugo, señor, jurado ha el baño de blanco no hacer negro. -Yo te impongo silencio so pena de azotes, gritó don Quijote con muy regular enojo, porque Sancho, a puras necedades, había trabucado la conversación de Su Ilustrísima. -¡Oiga!, dijo el obispo, ¿éste es el renombrado   -92-   Sancho Panza, escudero de vuesa merced? ¿Conque éste es el famoso Sancho Panza que gobernó la ínsula Barataria? -Ese mismo, respondió Sancho: ese famoso escudero a quien, por honrarle, mantearon los perailes de Segovia; ese famoso escudero a quien dieron de palos, o más bien, de estacas los yangüeses; ese famoso escudero que anda muerto de hambre por encrucijadas y malezas; ese famosísimo escudero que tiene que darse tres mil y trescientos azotes por desencantar a una cierta señora Pirinea...».

Suspenso estaba don Quijote oyendo las ironías de Sancho, y después de un instante de sorpresa, dijo: «El que siempre anda poniendo por delante la parte mala de la vida y ocultando la buena, mucho se parece al ingrato, amigo Panza. Bienes y males, venturas y desventuras, placeres y sinsabores, de todo se compone el mundo; y lo puesto en razón es no lamentarse uno demasiado de la adversa, ni engreírse con exceso de la buena fortuna. ¿Hambre tienes en los castillos donde soy recibido? ¿Te mantean las princesas mis amigas? ¿Te dan de palos las reinas y señoras que se valen de mi espada para sus desagravios? Acuérdaste de los trabajos, pero de buena gana olvidas los triunfos que vienes alcanzando en junta mía. ¿Hasme oído una queja?, ¿has visto una lágrima en mis ojos en cuanto ha que me conoces? -En Dios y en conciencia no lo pudiera yo afirmar, respondió Sancho, salvo esas como garbanzos que dijo vuesa merced le manaban cuando el frailecito que nos vino con las pajarotas del puente de Mantible. Quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda; si en lo sucesivo me coge un ¡ay!, diga vuesa merced que no soy bueno para la caballería. La sangre se hereda y el vicio se pega: en mi abolengo debió de haber algunos Panzas cojijosos, los cuales me han pasado sus lloriqueos con la sangre. Si los vicios se pegan, se han de pegar asimismo las virtudes; y si hay en mí alguna viscosidad, en Dios confío que se me han de pegar las de mi señor don Quijote. -Eso no será tan fácil, Sancho amigo, dijo el prelado; los vicios suelen ser húmedos, pegadizos; las virtudes son secas por   -93-   la mayor parte, y no tienen la fuerza de propagarse entre los hombres. Hay con todo en el corazón bien formado una pinguosidad fecunda que hace fructificar generosamente cuanta buena semilla se echa en él; y como el vuestro no es de los estériles, no será imposible os dejéis influir por las cualidades de vuestro amo y señor don Quijote». Gustó por extremo la delicadeza del obispo así al amo como al criado; y el uno con sumisas demostraciones de respeto, el otro con señoriles ademanes, le ayudaron a subir al coche y se despidieron como entre buenos se acostumbra. No omitió don Quijote el ofrecer su espada a Su Ilustrísima, ni éste el corresponderle con algunas bendiciones cuando las mulas arrancaban.



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ArribaAbajoCapítulo XVIII

De la grande aventura del globo encantado en que venía la mágica Zirfea


Siguió su camino don Quijote, y ahora fue él quien habló primero diciendo: «Tienes del sexo frágil, Sancho, que no pierde: ocasión de soltar el trapo: ¿por qué metes tu cuchara en conferencias a que yo vengo con obispos y arzobispos? Donde habla el amo, calla el criado, Sancho incorregible; o por mejor decir donde el gallo canta... Ya me entiendes. -Si el escudero ha de ser mudo, respondió Sancho, ¿por qué en el acto de armarse los caballeros no le cortan o le pican la lengua? Así vuesas mercedes no se anduvieran dando de las astas con sus criados sobre si dicen esto y dicen lo otro. -Ya te veo, besugo, replicó don Quijote: si te cosieran los labios, hablaras por los ojos. Pues no se dirá que don Quijote de la Mancha dejó morir a su escudero por falta de paciencia para oírle. -Lo que dirían sería que lo asesinó, repuso Sancho: atar a uno atajándole el resuello, hendiéndole la mollera, o privándole del uso de la palabra, todo va a dar allá. Ahora digo a vuesa merced en verdad que desde chiquito he hablado, y que habrán de quitarme la vida para imponerme un silencio absoluto. -Sancho dichoso, dijo don Quijote, para ti el hablar es tan necesario como el respirar: ¡si te conozco!: permanecieras dos días en ayunas; una hora en silencio, no. Habla cuanto se te antoje, pero ten cuidado de tomarle   -95-   el pulso a mi humor, que no siempre le podrás hallar como hoy, dispuesto a llevarte el genio». Hubiera seguido adelante don Quijote sus razones; pero una aventura que prometía ser de mucho tomo le incitaba a un mismo tiempo por otro lado, y así se apercibió para ella, resuelto a acometerla con mano armada. «En ese globo que llega rozando el suelo viene una encantadora, Sancho, dijo: de este modo viaja Urganda la desconocida; de este modo corre el mundo la mágica Zirfea. -Téngase vuesa merced y mire lo que hace, respondió Sancho, que todavía me está cimbreando el cuerpo de los palos de ahora ha poco. -Mucho miedo y poca vergüenza, dijo don Quijote. Encantador o encantadora, brujo o bruja, incubo o súcubo, aquí he de ver lo que me quiere; y aunque sea el diablo en persona, se ha de volver rabo entre piernas».

Era el caso que por el camino adelante venía una recua de mulas envuelta en una manga de polvo, trayendo al cuello la capitana un esquilón que resonaba en la obscuridad. «¿Quién viene aquí?, preguntó don Quijote en voz arrogante: ¿es gente de la común y pasadera, o de aquella cuya corrección y castigo incumbe a los caballeros andantes? -Dinero del rey, contestó uno de los guardas que allí venían. Hágase a un lado, hermano, y deje pasar la recua. -¿De dónde traéis ese dinero? ¿Adónde lo lleváis, cuánto es y a qué se lo destina? -Remesa de Indias, volvió a contestar el guarda, llegada a Sevilla por la última flota. Nos lo han entregado a bulto, las talegas vienen selladas, y no sabemos cuánto sea. En orden al uso que Su Majestad dé a esta bicoca, lo sabe el diablo. -Hablad del rey con humildad y respeto en presencia de un caballero andante, dijo don Quijote, u os hago ver en este punto quién es don Quijote de la Mancha. -Ahora viene este vestiglo, tornó a decir el guarda, a levantarme la especie de que murmuro de Su Majestad, y aún se propone castigarme de mano poderosa. Váyase el espantajo noramala, antes que yo pase con mis mulas sobre él y le deje proveído para cuatro meses de cama. -¡Para doce os proveeré yo, bellaco!», gritó don Quijote, y arremetió de manera que si el   -96-   agredido no se hace a un lado muy a prisa y hurta el cuerpo, su grosería le diera mucho de que se arrepintiese. Errado el golpe, quiso don Quijote venir a tierra por el arzón delantero de la silla, y en cuerpo indefenso le dio el guarda media docena de palos tales, que los yangüeses no se alabaran de habérselos dado mejores. Dejole por no matarle, muy asido el pobre caballero con la cerviz de Rocinante, mientras Sancho llevaba de otras manos, y no menos hábiles para esas gracias. Siguieron los arrieros su camino, sin dárseles una chita de la mala obra que acababan de hacer: si del todo morían aquellos desventurados, ¿qué había sino decir que les quitaron la vida en defensa de las acémilas del rey? Don Quijote se enderezó como pudo sobre su caballo, y dijo en voz quebrantada y dolorida: «Tenga yo aquí el bálsamo que tú sabes, y estos huesos rompidos, Sancho, y estas heridas de que estoy acribillado no me dieran afincamiento. Dígote que de hoy para adelante, primero nos ha de faltar el pan en las alforjas que el bálsamo de Fierabrás. Con sólo haber hecho mención de él, me siento mejor; y si alcanzara a olfatearlo, siquiera a frasco cerrado, yo me diera por, sano. -Repita vuesa merced esa palabra, y aquí echo el alma por la boca, respondió Sancho. -Será porque tú no has llevado lo que yo, volvió a decir el caballero: en sintiéndote molido, harto desearas el específico que ahora finges aborrecer. -¿Qué ha llevado vuesa merced?, preguntó Sancho; o yo se poco, o los míos fueron palos. -A mí me tocó una cosa parecida, respondió don Quijote. El mal estuvo en que a los primeros me invalidaron el brazo de la espada; de otro modo yo les diera a entender a esos malandrines quién es este a quien el mundo llama don Quijote. Ahora vengo a discurrir, hermano Sancho, que el héroe de esta hazaña, que para nosotros ha sido una desgracia, es Fristón. Entre ese en cantador y yo hubo siempre alongamiento de voluntad; mas y a providenciaremos lo necesario, y él verá si se le vuelve la al barda a la barriga. Vente conmigo, Sancho, y por la fe de caballero juro que antes de un día habré reparado con una hazaña de las mías el mal que nos ha cabido en esta aventura».

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Se arrellanó Sancho en su rucio, y cuando iban caminando dijo: «¿Vuesa merced es perito en esto que llaman pecados, señor don Quijote? -¿En el cometerlos?, respondió el caballero, pecador soy yo a Dios; ¿a qué viene esa pregunta, Sancho in discreto? -Digo, señor, si vuesa merced sabe a ciencia cierta cuáles acciones tienen ese nombre, y cuándo incurre uno en ellos, y esto para que yo salga de un esprucu que me está carcomiendo las entrañas del alma. -Apuesto cualquier cosa, replicó don Quijote, a que quisiste decir escrúpulo. En este caso, puedes acallar la conciencia, cierto de que yo te lo quito de las entrañas del alma, y aun de más adentro, si la tuya se compone de muchos departamentos. Mas si ese esprucu es algún insecto, áspid, culebra u otro ente maléfico que se te ha adherido al alma, no me será dable sacarte de tu cuita. -¿No llaman esprucu, volvió Sancho a decir, esa incomodidad del espíritu que uno experimenta cuando no acierta a saber si ha obrado bien o mal? -Eso es escrúpulo, respondió don Quijote; y pues tan bien lo explicas, di luego el que ahora te roe el pecho. -Es el caso, señor, que cuando vuesa merced arremetió con el guarda, yo le tuve por muerto a esa buena pieza y pensé que el propio camino llevarían los demás; y así, juzgando lícito hacer mío el botín de guerra, resolví apoderarme del dinero de Su Majestad. ¿Es o no esto un principio de robo? -Cuando pensabas tomar el dinero del rey, contestó don Quijote, ¿era como quien iba a robar o como quien resolvía apropiarse de una cosa ganada en buena guerra? -Vuesa merced, replicó Sancho, tenga presente que yo jamás hago nada como quien roba: si acometo a las acémilas, hubiera sido a lo cristiano, sin mala intención ni daño de tercero. -Todavía es verdad que no obraste como bueno, dijo don Quijote: acudir al botín es cosa posterior y secundaria; y tú principias por echarte sobre él, dejando en pie al enemigo. Viste, por otra parte, que la batalla no se hizo sobre aquella remesa de Indias, la que, siendo del rey, era dos veces sagrada, sino ¡sobre si el bellacón del guarda se había de ir o no sin su merecido! Mas te arrepientes de tu mal pensamiento, y yo te doy   -98-   por absuelto de la pena. Pon en la memoria, Sancho, que el fin de las venturas no es el hacernos de riquezas: podemos ganar un reino matando a su dueño en la batalla; pero no es del caballero andante pelear sobre simples bienes de fortuna. Más noble es mi profesión, buen Sancho, y más generosos y respetables estos que nos llamamos andantes. A esta ley te has de atener en lo sucesivo, sin que te sea prohibido hacer tuyos los despojos de los soberbios a quienes yo fuere derribando: regla que puedes poner en planta ahora mismo con esos que allí vienen».



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ArribaAbajoCapítulo XIX

Donde se da cuenta de cosas que sólo para Sancho Panza concluyeron como aventura


«Suponga vuesa merced, dijo Sancho, que no son sino unos buenos religiosos de San Francisco, y dígame por dónde les embiste que no quede excomulgado. O tengo pataratas en los ojos, o los gigantes que aquí llegan no son sino los frailecitos que he dicho. -Pataratas tienes en el alma y la lengua, respondió don Quijote; y pluguiese al cielo que tuvieras cataratas en los ojos, para que no vieses las cosas al revés. Lo que es ahora estás en lo justo, Sancho; pues o sé poco de frailes, o éstos son en efecto unos de San Francisco». Quiso la suerte de los viandantes que el caballero los tomase por lo que eran en verdad, y éstos no corrieron la de los monjes benitos con quienes nuestro hidalgo hizo lo que cuentan las historias. Eran los que venían tres sacerdotes de reposado y grave aspecto, uno de los cuales traía por delante una barriga veneranda asentada en el arzón, al abrigo de un sombrero bajo cuya ala pudiera sestear holgadamente el mejor rebaño de la Mesta. La cara abultada y sanguínea, los ojos comidos, las cejas blancas, los labios morados, el cuello corto, los hombros anchos, las piernas diminutas. «Si vuesas paternidades no lo hubieran a enojo, dijo don Quijote después de saludarles, deseara yo saber ¿adónde van y cuál es la causa de haber dejado las ollas de Egipto por el polvo   -100-   de estos campos? -Soy el guardián de mi convento, señor; respondió el monje de ceja blanca. Con motivo del capítulo, el nuevo provincial ha otorgado una semana de huelga, y voy con parte de la comunidad a una de nuestras posesiones, donde tomen descanso y se esparzan mis coristas y novicios. Media legua adelante los encontrará vuesa merced: háganos el favor de decirles que no se atrasen más de lo razonable. Heme separado de él los por no estorbarles el buen humor y no poner mi autoridad a riesgo de menoscabo». Y picando su mula, pasó el fraile junto con sus compañeros. Don Quijote y Sancho, por su parte, siguieron su camino, y a poco de haber andado en silencio dijo aquél: «Maravillado estoy, Sancho, de que por la primera vez en la vida no hubieses metido el pico en una de mis conversaciones. Esto me induce a pensar que mis consejos te van aprovechando. Si llegas a perfeccionarte en la ciencia de la discreción, le he de dorar los cuernos al diablo. -Yo esperaba, señor don Quijote, respondió Sancho, que vuesa merced hiciera voto de dorarme los míos. -El oro puro no se dora, replicó don Quijote: si los tienes, ellos son de buenos quilates, y así no han menester barniz, funda ni vaina, y te cumple traerlos altos y descubiertos. Y no me digas otra cosa, que aquí vienen nuestros religiosos».

«Ténganse vuesas paternidades, dijo como llegaban los frailes: estoy enterado de quiénes son, de dónde vienen y a lo que van; fáltame saber las circunstancias concernientes a vuestras reverencias; y así les ruego y encarezco satisfagan mi deseo, si es que no llevan prisa o no juzgan impertinente esta curiosidad mía, la cual puede muy bien estar fundada en cosa que mira a mi profesión». Habíase detenido la cabalgata, y los buenos de los religiosos se estaban ahí admirando de esa figura no menos que de esas palabras. «Vuesa merced especifique y puntualice, señor caballero, respondió el más listo, el objeto de su curiosidad, y prometo satisfacerle hasta donde alcancen mis conocimientos. -¿Cuáles de vuesas paternidades son de misa, cuáles de coro? -De misa, señor, venimos hasta diez en este pelotón   -101-   de la comunidad. Aquí tiene vuesa merced a fray Emerencio Caspicada, este religioso cuyos pies van a toca no toca, con ser su caballo tan grande como él mismo. Puesto al lado de la Giralda, no se sabe cuál es la torre y cuál el padre. Para la misa del gallo, señor, es el sacerdote que se conoce: se lo embaúla con plumas y todo, y la cresta la ofrece por el bien de sus antepasados». Intentó fray Emerencio echar a malas el asunto; pero ni don Quijote ni su interlocutor hicieron caso de él, y la información continuó de esta manera: «Este que vuesa merced ve a la derecha es el padre Frollo: hace dos meses le tenemos diciendo misa en seco, y transcurrirán ocho sin que la diga en mojado. Cuando ha de trasegar el vino al cáliz, se lo bebe en las vinajeras a pico de jarro: tal es su habilidad para la clerecía. -¿Esas trocatintas las comete de ignorante o de distraído?, preguntó don Quijote. -¿Ignorante, señor? Hombre es que con cuatro días de anticipación sabe cuando ha de caer domingo, y pocas veces yerra. Ahora conozca vuesa merced a fray Damián Arébalo, este frailecito de ojos tanto cuanto desviados: la lumbrera del convento, Filósofo, humanista, crítico sin par. Corrige las pes y las tes mal hechas, con erudición y desenfado. -Envidia, envidia, señor, es la envidia que me tienen, dijo el padre Arébalo sacando la cabeza. No niego que haya censurado yo a cierto escritorzuelo, pero ha sido según todas las reglas del arte. Si viera vuesa merced las tildes que les pone a las eñes ese tonto, se destornillara de risa. ¿Y qué piensa vuesa merced que son esos cientopiés que ve allí estampados? Pues sepa que son las emes del famoso literato, cuyas efes asimismo parecen bayonetas. -Puedo yo desternillarme de risa a las extremadas sandeces de un majadero, respondió don Quijote; pero no me destornillo en ningún caso, porque mis órganos vocales no se componen de tornillos. Cuando un necio se ríe con mucha fuerza parece que se le rompe la ternilla de la nariz, y por eso decimos figuradamente que se desternilla de risa. Desterníllese, fray Damián, o destorníllese si le gusta; vuesa paternidad siga adelante en la relación que está haciendo de sus buenas cualidades.   -102-   -Poeta además, siguió diciendo el cicerone de don Quijote, quien se llamaba padre justo. -¿De los de a caballo o los de a pie?, preguntó don Quijote. -De los últimos, señor. Sube a pie al Parnaso: musa pedestris. Y no por ser poeta de infantería es de los malos; que muchas veces en sus alforjas llevan un mundo los pedestres. Vuesa merced sabe que don Cleofás halló un gran demonio corchado en un frasquito. -Una arruga de la frente puede contener una epopeya, respondió don Quijote. Prosiga vuesa reverenda, y deme, si es servido, una muestra de las poesías del hermano Damián. -No hay cosa más fácil, señor caballero. Para encarecer la pesadumbre que le estaba aquejando una vez, dijo que era su pecho una


«Densa selva de cruel dolor»



por donde se paseaba él mismo


«Dando unas voces tristes y muy nocturnas».



-Y esas voces tan nocturnas, preguntó don Quijote, las echaba de día el padre Arébalo? -Entre obscuro y claro, señor, respondió el fraile, y siguió diciendo: Este que ve aquí vuesa merced con su cara de cordero pascual, es el padre Deidacio, llamado entre nosotros el invisible a causa de la maña y sutileza con que se cuela rendijas adentro, y escudriña los menores rincones de la celda abacial, y sale sin dejar ni clavo ni estaca en la pared de cuantas golosinas envían al padre sus hijas de confesión y las monjas. -No lo tome vuesa merced en mala parte, dijo el padre Deidacio; esas curiosidades y golosinas que vienen del monasterio son tan bien condimentadas y llenas de guarniciones que, temiendo por la salud de mis superiores, les quito de los ojos la tentación, no sea que cuando menos acordemos les dé un patatús y quede la orden en acefalía. Pero yo no pruebo nada de eso; nuestro padre San Francisco sabe si estoy diciendo la verdad: satisfecho con preservar de un cólico miserere o de otro accidente aún más ejecutivo al reverendo padre   -103-   provincial, otrosí, al guardián, reservo para los sopistas las gollerías que dice el hermano Justo. Sopistas son, señor, si a dicha no lo sabe, los pobres que a horas de comer acuden a las puertas del convento. -De esta manera, dijo don Quijote, el padre Deidacio es el ángel de la guarda de sus superiores. -Y aun de las alacenas, los cajones, armarios y escaparates», respondió el padre Justo. Y señalando con el dedo a un fraile de cara de ave marítima que estaba ahí riéndose a boca cerrada, prosiguió: «Éste no es otro que Pepe Castañas, conocido en el claustro y aun fuera de él con el dictado de el argonauta, porque se anda por los aires del convento a la calle y de la calle al convento, sin que haya pared que no salte, ni torre por donde no se descuelgue todas las noches de la semana. -Ponderación viciosa, dijo el padre Castañas: no es sino jueves y domingo, y eso por visitar a los enfermos. -Ahora mire vuesa merced, siguió diciendo fray Justo, un religioso que tenemos en vía de canonización, a quien a buena cuenta llamamos desde ahora el santo. Hablo de este que parece traer cilicios hasta en la horcajadura, según su dolorida y callada continencia. Es el hermano Valentín, señor. No hay tradición de que la ronda le hubiese hallado fuera de su cama, con ser que él no la ocupa sino cuando está indispuesto. Tiene un santo de su propiedad que le suple las faltas, y tan bien lo sabe acomodar en su humilde lecho, que el celador sale diciendo: «De Valentín no hay que temer». -Al que no está en la esencia de las cosas, dijo a su vez el padre Valentín, esto le pudiera sonar mal, señor caballero. La verdad del caso es que, atendiendo a mi quebrantada salud, mis superiores me han prohibido bajo santa obediencia hacer oración a deshora en el frío de la iglesia, según ha sido mi costumbre desde chiquito. Me valgo, pues, del inocente artificio de poner ese santo en mi triste lecho, como dice Justo, a fin de pasar yo la noche donde más conviene para la salvación de mi alma. -Mía fe, hermano Valentín, respondió don Quijote, de ese modo tiene vuesa reverencia ganado el reino de los cielos: temo solamente que en esos mundos no le halle la ronda en la cama, porque no ha de   -104-   haber santo que le haga tercería, y será menester vaya a buscarlo... -En los infiernos», dijo el padre Justo.

En esta sazón, algunos frailecitos de menor cuantía andabas dando sus capeos al asno de Sancho Panza, de modo que la dicha alimaña estaba frunciéndose de las orejas al rabo, haciendo unos como pucheritos para corcovear, o digamos que daba indicios de no sufrir con paciencia las flaquezas de sus prójimos Sancho hizo desde luego algunas observaciones respetuosas acerca de lo peliagudo de esa broma; mas como viese que nada prestaba su buen término, se le fue la boca y dijo tres o cuatro desvergüenzas de a folio, y de las mismas echara una carretilla si el más tunante de los frailes no hubiera puesto punto a ellas Y es el caso que llegándose al mal mirado escudero, le asió por el collar del sayo y le tiró a una parte con tal gana, que cuando el jinete quiso abrazarse con el pescuezo del asno, era ya hombre caído en tierra, y se andaba a gatas por entre los pies de si buen compañero y amigo. Esta fue señal de partida para lo religiosos, pues se dispararon a galope, despidiéndose al vuelo del caballero andante. Y eran cosas de ver, bien así la suspensión con que éste los miraba, como la cólera de Sancho cuando puesto ya en pie, se descosía en un maremágnum de bravatas e improperios. «¿Cómo que han dado al través contigo, Sancho el grande?, dijo don Quijote. -El grande, sí, respondió Sancho, el grandísimo bellaco y el grandísimo tonto que se anda tras un amo que muestra holgarse de cuantas lesiones recibe por amor suyo. Hazme la barba, hacerte he el capote, señor: vuesa merced me ha dejado arrostrar solo a esa legión de pantasmas, sobre esto se pone a darme soga. El amigo que no presta y el cuchillo que no corta, que se pierda poco importa. -Fantasmas Sancho, que no pantasmas, dijo don Quijote. -Ahora me libre Dios del diablo, replicó el fiero Sancho: éstos eran el día y la hora de enseñarme a decir fantasmas en lugar de pantasmas... Pues reniego del amigo que cubre con las alas y muerde con el pico, y manos besa el hombre que quisiera ver cortadas. -¿Tan poco te importa, Sancho, que acaben con tu señor sus enemigos,   -105-   y tan menguada idea tienes de él, que le comparas con el cuchillo que no corta? Ahora digo por mi parte, que le hago salvo y perdonado al que te quite la vida, y que ya te pueden comer lobos, sin que yo experimente maldita la pesadumbre. Ven acá, mezquino: ¿por qué no saltas sobre el rucio, vuelas tras los frailes, los alcanzas, y haces en ellos el debido escarmiento, primero que estarte ahí hartándome de desvergüenzas».



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ArribaAbajoCapítulo XX

Donde nuestro caballero se muestra muy juicioso, hasta cuando la aventura en que gana el cuerno encantado de Astolfo le hace mostrarse más loco que nunca



«Libertad e soltura non es por oro comprado»,



dijo D. Quijote; y dando de espuelas a su caballo, salió del camino por ser de la caballería no seguirlo siempre, sino al contrario, ir por lugares sin senda, por despoblados, montes y valles obscuros, donde suelen toparse doncellas andantes, jayanes enanos, moros encantados y malandrines a quienes despanzurra en un santiamén. «Esto de salir uno cuando le viene en voluntad, amigo Sancho; entrar cuando está cansado, ponerse de nuevo en movimiento, ir y venir sin dar cuenta de sus acciones a nadie, es gran cosa para el hombre que gusta de gobernarse a sí mismo. Pregúntame cuál es el mayor de los males, y me oirás responderte: el cautiverio. ¿Cuál el más infeliz de los nacidos? El esclavo, el preso. La flor del viento, la luz matinal tomada en la campiña, son manjares que el alma saborea con ahínco; y hasta la verdura de los prados, la obscuridad de lo montes lejanos contienen un delicioso alimento para el espíritu y el corazón del hombre que puede gozarlos segura y libremente. Estos bienes son de aquellos cuyo precio no conocemos sino cuando por desgracia los venimos a perder: si te supones metido en un calabozo, privado del sol y el aire, verás que el ir   -107-   por estos campos, libre y sin cautela, caballero en tu jumento, es para ti la tierra prometida. -Vuesa merced, respondió Sancho, no es tan libre como todo eso, ya que no puede usar del camino real ni dormir en poblado. -Las leyes de mi profesión, replicó el caballero, no me prohíben los caminos, ni se las traspasa con dormir en poblado alguna vez. Puedo seguir el camino, pero conviene más a las armas ir fuera de él; puedo dormir bajo tejado, mas el cielo raso con su alta y anchurosa bóveda es el abrigo natural de los aventureros. Ahora dime, Sancho, ¿cómo vamos de municiones de boca? O yo se poco, a son más de las doce del día, según las advertencias del estómago. -Yo le hice ya un presente al mío, respondió Sancho, en tanto que vuesa merced hablaba con Su Ilustrísima. Las alforjas no están muy desmedradas; y a fe de escudero que yo las rellene en la primera coyuntura, porque soy o no soy mozo de buen recado. -En esto de la bucólica, dijo don Quijote, tú llevas la batuta. Cambises te hubiera hecho proveedor de sus ejércitos, como a uno que de la arena saca pan. Eres más listo que Cardona, Sancho; en tratándose de comer, tú no te andas en repulgos, y todos tus males se remedian con un cuarto de gallina. ¡Dichoso aquel cuyos sinsabores se endulzan con una empanada, cuyas lágrimas se enjugan con una bota de vino!».

Apeáronse en esta sazón, y sentados debajo de unos árboles, amo y mozo comieron lo que Dios quiso, dándole gracias por su misericordia. «Ten hambre, Sancho, dijo don Quijote, y no codicies la mesa del rico, pues tan bien te sabrá la carne sin condimento como un faisán lampreado. -No sé a lo que sabe el faisán, respondió Sancho: deme vuesa merced una uña de vaca o una costilla de carnero bien tostada, ítem pan frito y cebollas en caldo picante, y le hago donación entre vivos de cuanto faisán y gallipavo crían las Indias. -Con eso pruebas tu humildad, repuso don Quijote. Has de saber que entre la modestia y el orgullo, entre la sabiduría y la ignorancia hay más relaciones que nadie se imagina. El filósofo se contenta con lo que da de sí la naturaleza, y no anda importunando a la fortuna sobre que no   -108-   le hace nadar en lo superfluo; exactamente como el campesino que se mira satisfecho con algunas pobres raíces y los granos que produce su diminuta heredad. -Y los santos, dijo Sancho, que lo pasan en ayunas, y si comen es un par de habas crudas o algunas hojas sin substancia. -Así va el mundo, respondió don Quijote: a la virtud acendrada casi siempre le cabe en suerte la miseria: los buenos lo suelen pasar mal. Pero el hombre superior se levanta en cierto modo sobre las exigencias de la materia y se ríe de la gula; lo cual no es pasarlo mal, si la temperancia es obra de virtud y no de necesidad. Si todos los que padecen escasez fueran superiores a los que rebosan en comodidades, la gran mayoría del género humano vendría a merecer la corona de Sócrates. Filósofos hay que lo son mientras no pueden otra cosa; pero si de repente les sonríe la fortuna, ya no piensan sino en holgarse. Come, Sancho, come lo que te ofrece Dios hoy día, que ya llegará tiempo en que presidas tus banquetes, si no de rey, por lo menos de grande de primera clase. -¿Entonces no será preciso ser humilde, señor don Quijote, y me mantendré como un marqués? -El decoro, respondió don Quijote, exige que cada cual acorte o alargue sus gastos según su calidad y puesto. La templanza es virtud muy avenidera con las riquezas: te es dado practicarla, sin que por esto se eche de ver mezquindad en tu servicio. Haz cuenta con la hacienda: si posees bienes de fortuna, un cierto rumbo gobernado por el buen juicio no te sentará mal; si eres corto de medios, ríndase tu orgullo a la humildad de tus haberes. Uno como resplandor ilumina también la pobreza, y es la decencia, el aseo, esa atildadura que tanto se hermana con la escasez como con la abundancia. El agua nada cuesta: mírate la cara en tus vasos, que este es el lujo del pobre. Si no te es dado sentarte a mesa cubierta con primoroso alemanisco que pregona el fausto de tu casa, procura que el barato lienzo esté resplandeciendo de limpio, sin mancha ni arruga; y si no tienes para darlo a lavar y aplanchar, lávalo y aplánchalo con tus manos. Hubo un antiguo que, por no valerse de nadie para nada, aprendió cuantos oficios se relacionaban   -109-   con sus necesidades, y más aún por hacerlo todo con limpieza y esmero. Cocinaba sus alimentos, cosía sus vestidos, lavaba su ropa, siendo nada menos que miembro de una famosa escuela de filosofía: cocina, cose y lava, Sancho, primero que verte descuidado en tu persona y tus cosas. Llegando yo un día a casa de un amigo pobre, sucedió que no hubiese mantel en ella: ¿sabes cómo acudió la señora a reparar esa falta? Cubrió la mesa con hojas de verde, fresco plátano, y comimos cual pudieran las ninfas en sus grutas. Esta es la sabiduría de la pobreza. Personas aprensivas hay a quienes todo parece mal, y tan delicadas, que si las sábanas tienen costura, ya no duermen. -A mala cama, colchón de vino, dijo Sancho: si la mía tiene costuras, ¿qué habrá sino que yo me eche al coleto una buena porción de Rivadavia, y me deje caer a un lado o a otro? -Ves aquí que te emborrachas como príncipe, respondió don Quijote: sobre el Rivadavia empina el Alaejos, y duerme a tu sabor, Panza dichoso. No digo, prosiguió el caballero tomando el hilo de su discurso, que un grande para ser modesto haya de mantenerse como ruin: todas las cosas tienen modo: la sabiduría está en no salir de los términos de la moderación. ¿Qué dices de ese antiguo para cuya mesa se derribaban doce jabalíes diarios? -Digo que ese tal hacía bien, respondió Sancho, y que tenía buen gusto. Yo derribara veinticuatro si fuera antiguo. -Y no es todo, prosiguió don Quijote: si cuando estaba puesta la mesa no sentía hambre el personaje, se derribaban otros doce y se preparaba otra comida para más tarde. -En eso no convengo, dijo Sancho: cuando está la comida, yo siempre tengo hambre, y antes muchas veces. Para mí serían un desperdicio los segundos doce jabalíes, si yo no los guardase para la cena. -Tú eres, sin duda, más hacendoso, replicó don Quijote; y aun los guardaras para otro día. Pero te sé decir que el guardar las sobras para mañana es de cutres y canallas: ¿faltan criados, conocidos en tu casa?, ¿no tienes pobres a la puerta? Si eres noble, haz por que tu modo de proceder no empañe el lustre de tu alcurnia: la liberalidad, en el pobre, es carta ejecutoria; en el rico viene a ser   -110-   decoro, pundonor. Mira si tú debes guardar para mañana los doce jabalíes que te sobran. -Afuera, caballeros que no respetan fueros, dijo Sancho: póngame vuesa merced en la cumbre que me anda señalando, y vea si soy la honra de mi casa. -Pláceme esta manifestación de los sentimientos de tu ánimo, repuso don Quijote. Ahora ve esotro que no quiere vivir sino de se sos de avestruz; y como esta ave los tiene más escasos que animal en el mundo, preciso es se mate un gran número de ellas para cada plato. -Pues yo le había de quitar esa maña, volvió Sancho a decir, con hartarle de avestruces un día, de modo que las asquee hasta el fin del mundo; y si no engulle cuanto le doy, menudito con él. -Imposible, replicó don Quijote; ese era un poderoso monarca, y cruel y sanguinario. -Pues haga lo que quiera, tornó a decir el bueno de Sancho: yo no me expongo porque él devore más o menos sesos. Tenga yo los míos en su lugar, y mátense cuantos jabalíes y avestruces hay en la Mancha. -¡En la Mancha no hay más avestruz ni jabalí que tú, pazguato!, gritó enojándose don Quijote. Alza estos manteles, y ponte a caballo. Según trasluzco, aventura tenemos».

Y era que había oído el son de un cuerno con que un pastor estaba llamando a sus puercos, y al punto le pasó por la cabeza que instrumento como ése no podía sino ser el cuerno de Astolfo. Habiéndole vencido él en singular batalla, cuando se le presentó con nombre de el caballero del Bosque, al vencedor le tocaba ese preciado despojo. Puesto a caballo, prestó el oído, y arrimando las piernas a Rocinante, se disparó por la campiña. El pobre ganadero se estaba por ahí embelesado en sus animalias, cuando vio asomarse aquel demonio que, tendida la lanza, le venía embistiendo desde lejos. Quisiera mirar por sí, mas ya era tarde, pues el diablo de Rocinante traía un galope tan estirado, que corría verdaderamente o poco menos. Si el porquerizo se encomienda a los pies, allí lo alcanzaba don Quijote: se quedó parado, acudió a la humildad, y tirándose de rodillas ofreció estar a lo que el caballero tuviese a bien mandarle. «Venid acá, dijo don Quijote, ¿cómo sucede que poseáis este cuerno y a qué   -111-   título lo guardáis, sin inquirir por su legítimo dueño? Si no sois el ladrón Brunelo, sois el diablo, y en uno y otro caso, mi obligación sería pasaros con esta lanza, si no os mostraseis tan sumiso». Y arrancando de la mano el cuerno al angustiado pastor, lo embocó al punto y dio en él un sonido ronco e intercadente que le dejó de todo en todo satisfecho. Sin decir ni hacer otra cosa, se volvió al encuentro de Sancho, quien con harta moderación y cautela no le había seguido sino a cierta distancia.



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ArribaAbajoCapítulo XXI

Que trata de lo que no sabrá el lector antes de que hubiese leído este capítulo


«No habré yo menester otra cosa, dijo don Quijote cuando se vio junto a su escudero, y estaré del todo satisfecho si llego a poseer, según es mi intención, la espada Durindana, con la cual divido en cuatro de un solo golpe al más duro jayán o al más valiente caballero. -En cuatro podrá vuesa merced partir de tres golpes, respondió Sancho, con esa o con otra espada; mas no convengo en que un hombre caiga hecho añicos de un solo revés, o sea un tajo. -De uno solo, replicó don Quijote. -De uno solo se le echa a tierra en dos mitades, tornó a decir Sancho, y eso cualquiera lo hace; pero en cuatro... -¡En cuatro le parto, cautivo!, gritó don Quijote picado de la contradicción. -De Dios le venga el remedio al que vuesa merced embista, señor; pero salvo el parecer de vuesa merced, se contentará con caer en dos pedazos. -¡En ocho le parto, traidor! -Pero será de cuatro o seis espadadas señor. -¡De una sola, pícaro contumaz! -A menos que no sean cañutillos de vidrio, dijo el escudero, no alcanzo cómo nadie pueda echar por tierra en veinticinco fragmentos dos o tres gigantes, por quebradizos que sean. -Cañutillo de vidrio fue Alifanfarón de Trapobana, respondió don Quijote; cañutillo de vidrio fue Pandofilando el de la fosca vista; cañutillos de vidrio fueron todos aquellos que, viéndolo   -113-   tú, han caído partidos, no digo en cuatro, sino en ciento, y a quienes he mandado presentarse a mi señora Dulcinea del Toboso. -Cañutillos de vidrio fueron los batanes, se puso a repetir Sancho; cañutillos de vidrio los yangüeses; cañutillos de vidrio..., seguía ensartando el maligno Sancho con una entonación que le sonaba muy mal a don Quijote. ¿De qué metal era esa espada que partía en cuatro de un solo golpe, señor?, preguntó por desviarle de la cólera. -La virtud está no solamente en la espada, respondió don Quijote, sino también en el brazo que la menea. Si por la espada, ahí tienes la de Brabonel, señor de Rocaferro; ahí la de don Duardos, padre de Palmerín de Inglaterra; ahí la de Celidón de Iberia; ahí la de don Belianís de Grecia; ahí la famosa Balisarda de Reinaldos de Montalbán. Todas estas eran espadas encantadas que, al primer golpe, hacían del enemigo diez pedazos. Si por el brazo que la mueve, mira allí al caballero del Cisne, a don Amadís de Gaula, a Félix Marte de Hircania. Y Rugero ¿no hacía migas yelmos y corazas, hombres y caballos a cada golpe de los suyos? El Cid Rui Díaz, en la batalla de Alcocer, le dio tal espadada al moro que había herido al caballo de Alvar Fáñez, que cabeza, brazos y pecho vinieron a tierra, y quedaron jineteando las piernas, de la cintura para abajo.


«Violo mío Cid Rui Díaz el castellano;
Acostos' a' un alguacil que tenía buen caballo:
Diol' tal espadada con el so diestro brazo,
Cortol' por la cintura, el medio echó en el campo».



»¿Pues qué hizo el caballero del Febo con el moro que guardaba el castillo donde estaba encantado su padre, sino partirle de un fendiente en dos mitades, y echar la una al un lado, la otra al otro?».

Viendo que la abundancia de don Quijote en esta materia no estaba cerca de agotarse, Sancho Panza quiso doblar esa hoja y preguntó: «¿Y esa que acaba de ganar vuesa merced al porquerizo, qué arma es, señor, y qué se propone hacer de semejante   -114-   pieza? -Esta es una pieza curiosísima, amigo Sancho: con ella te metes de hoz y de coz en medio del más numeroso ejército, y si el brazo te falta, das con este cuerno un estallido que espanta y pone en fuga a tus contrarios, quienes, traspasados de terror, se despeñan por derrumbaderos y precipicios. Este es el cuerno con que Astolfo libró de las mujeres homicidas a Marfisa, Aquilante y Sansoneto, cuando la sanguinaria Orontea había resuelto la perdición de esos andantes. Ahora mismo puede llegar la ocasión de utilizar este buen cuerno, si es que me falta la espada en la aventura que se nos viene a las manos. ¿Ves esa fortaleza de acero que se levanta sobre esa colina? Dígote, Sancho, que es un palacio donde alguna mágica poderosa tiene encantados a algunos caballeros muy principales; o quién sabe si no es más bien morada de esas gigantas maliciosas que tienen por costumbre encerrar en una torre para muchos años a los caballeros que se rehúsan a quererlas, y los mantienen con pan y agua hasta cuando blandean y se entregan. Si después de haberlas vencido les otorgo la vida, allí mismo las pondré yo, y las haré encanecer en sus propios calabozos. -¿Y eso será con el mismo fin con que ellas secuestran a los señores?, preguntó Sancho. -Yo no he menester esos artificios, respondió don Quijote; tú sabes si hay quien me quiera sin nada de eso. Por de pronto, veo allí a Gromadaza, esa giganta impía que está injuriando al cielo con los ojos llenos de cólera y venganza. El satisfacerla no mitiga su sed de sangre: cada veinticuatro horas hace sacar de sus mazmorras al rey Arbán de Norgales y al señor Angriote de Estrabaús, y en el patio de su castillo les da de azotes de modo que los deja por muertos. Yo haría con ella otro tanto, si al fin y al cabo no perteneciese al sexo femenino. Aprende, Sancho, a respetar a las mujeres, si son buenas; a perdonarlas, si son malas simplemente; pero también a castigarlas y refrenarlas, si son perversas y criminales. -Y a quererlas si son bonitas, dijo Sancho. -Eso corre de tu cuenta, respondió don Quijote, y se apercibió para la batalla que iba a tener con la giganta de la fortaleza, para poner en libertad a   -115-   los caballeros que allí estaban encantados. -¡Qué giganta ni qué caballeros, señor don Quijote!: yo no veo sobre esa loma sino una parva y algunos caballos uncidos que van a trillar. -Si supieras, dijo don Quijote, que la fada Morgaina tuvo encantado por dos cientos años a Oger Danés, no anduvieras poniéndome dificultades. Y Urganda la Desconocida ¿no hizo lo propio con Esplandián, Florestán, Agrages y otros príncipes y señores, poniéndolos en la Ínsula Firme, sin que se le escapasen el maestro Elisabat, el enano Ardán ni el escudero Gandalín? -Si las encantadoras encantan escuderos, dijo Sancho, ¿pueden las enemigas de vuesa merced encantarme a mí? -¡Y cómo si no lo pueden!, respondió don Quijote. Pero no te dé cuidado, porque yo te he de desencantar y te he de sacar de nuevo a la luz del día, sin que te haya sobrevenido una arruga más de las que tuviste cuando te encantaron; aunque no podré oponerme a que te crezcan el pelo y las uñas. -No se exponga vuesa merced, replicó Sancho, por impedir que me crezcan el pelo y las uñas; pero no consienta por ninguna calidad en que me conviertan en cuervo, como al rey Artús, porque puede tocarme una saeta, o por lo menos una posta. Mas dígame vuesa merced, ¿piensa de veras que son príncipes encantados esos caballos que estamos viendo en esa loma? -La hechicera Malfado, respondió don Quijote, convertía en perros, puercos, asnos y otros animales a las personas que venían a pasar por las inmediaciones de su castillo. Por donde puede s ver si será imposible que otra de su propio linaje convierta en caballos a los caballeros que hubiesen concitado su ojeriza».

Vino a pasar en este punto un mancebo que se andaba por ahí a caza de codornices, al cual suplicó don Quijote en buenas razones que se le llegase un instante. «Sea vuesa merced servido de sacar de un error a este mi escudero Sancho Panza, le dijo: cree, sostiene y porfía que la giganta que está en esa floresta no es giganta, sino parva, y esos caballeros que están en su poder no son caballeros encantados, sino caballos». El mancebo echó de ver al punto el pie de que cojeaba ese buen hombre, y   -116-   respondió: «¿El buen Sancho tiene la cabeza a las once, o se burla de propósito? Giganta es ésa como la madre que os parió, amigo Sancho Panza; y caballeros encantados esas bestias como el asno sobre el cual venís. -¡Sea todo por amor de Dios!, dijo Sancho a su vez: ahora veamos si vuesa merced conoce a esos caballeros, así como el señor don Quijote ha conocido a la giganta. -Si yo no he podido conocer a esos señores, respondió don Quijote, debe de ser a causa de que no son de los principales; en siendo famosos, yo te los nombrara de uno en uno. Don Polidolfo de Croacia, don Astorildo de Caledonia, don Artidel de Mesopotamia, don Lucidán de Numidia, don Fénix de Corinto, don Deliarte del Valle Obscuro, Palmerín de Inglaterra, Palmerín de Oliva, dime cuáles quieres que sean; y si no te los doy con todas sus señas, tenme por mal conocedor de la gente de modo. -Pues no son esos, dijo el mancebo: yo, como vecino, los conozco, y sé decir a vuesa merced que la maga que los tiene encantados no los encantó de envidiosa, sino de buena y justiciera. Mire vuesa merced ese asno bayo, de cara bonachona, que parece estar meditando en su canonización: es un Tartufo llamado Pinipín de la Gerga, hombre que tiene de perverso cuanto quiere mostrar de santo, de aleve cuanto aparenta de leal. Su virtud es la hipocresía: so capa de religión está vendido a Satanás, so color de amistad mil traiciones se agitan en sus negras entrañas. Jura no haber hecho una cosa, y la ha hecho; jura no hacer otra, y la hace mañana. -El peor de los hombres, dijo don Quijote, es el que siendo malo quiere pasar por bueno, siendo infame habla de virtud y pundonor. Malum est cadere a proposito; sed pejus est simulare propositum. ¿Vuesa merced ha sido estudiante? -Lo soy actualmente, señor, y de teología; por donde vengo a recordar que esa sentencia es de nuestro padre San Agustín. -Así debe de ser, dijo don Quijote: hela hallado en mi memoria como cosa mostrenca o alhaja sin dueño; mas no por eso es verdad menos profunda y digna de hombre tan sabio como ese gran padre de la Iglesia. ¿En dónde estudia vuesa merced? -En Oñate, señor. -Bien se echa   -117-   de ver, tornó a decir don Quijote, que vuesa merced tiene estudios. Continúe vuesa merced, y déme noticia, si es servido, de los otros encantados. -Todos son de una misma calaña, respondió el estudiante; ejusdem furfuris. La que los tiene encantados es una fada bienhechora llamada Felicia Propicia, amiga de los habitantes de esta comarca, por favorecer a los cuales ha recogido a sus enemigos y opresores y los ha puesto a buen recaudo. ¿Distingue vuesa merced ese rucio gordo, maduro, perezoso, de aspecto bonancible? Es un sabio historiador, señor caballero: se sabe la de su país como el Avemaría; pero no dice la verdad sino cuando ella conviene a su negocio; y como la verdad casi nunca les conviene a los bribones, sus obras históricas son una perpetua ocultación o desfiguración de los hechos y las causas que los han producido, mayormente cuando trata de sucesos casi contemporáneos».

«El que se dirige a las generaciones siguientes para engañarlas, respondió don Quijote, es mil veces más culpable que el que procura engañar a los vivos. Las razones que puede tener un hombre ruin para ocultar o pervertir los hechos, no existen para los siglos futuros. El historiador mentiroso es acreedor a la horca tanto como el monedero falso. La verdad es oro: pasar la mentira en relaciones escritas a los tiempos venideros, es falsificar la moneda sagrada que sirve para el cambio de ideas y la enseñanza de las gentes. ¿Qué es lo que le obliga a ese malandrín a disfrazar los acontecimientos? -El vil interés, señor, unas veces; otras el miedo. Reprendido una ocasión por un anciano de honradez acrisolada, respondió con gran cordura: «¿Y qué quiere vuesa merced? Si digo lo que todos sabemos, me matan esos pícaros». -¿Y ese se llama historiador?, preguntó don Quijote. No se tendrá sin duda por un Suetonio, ni por un austero Tácito. -Él dice que se parece a Tito Livio, respondió el estudiante, en eso de acomodar los acontecimientos de modo que formen un grandioso cuadro poético, aun con cierto perjuicio de la exactitud histórica. -Sin el fundamento de la verdad, repuso don Quijote, no hay obra maestra: la base de las grandes   -118-   cosas es la moral: sin la verdad la moral no existe. Las inexactitudes de Livio no están sino en la forma, en esas oportunas y graciosas coincidencias con que el autor pergeña sus escenas trágicas; en lo tocante a la esencia misma de las cosas, Tito Livio es tan austero como Tácito. Sin este requisito no hubiera pasado a la posteridad. Tan noble, grande y respetable asunto es la historia, que Polibio, siendo hombre de mal vivir y muy desenfadado, no se atrevió a desfigurarla con supercherías, ni a envilecerla con la adulación; y ese sibarita, cuyas malas costumbres eran notorias, fue historiador casto, recto, y manifestó, como sacerdote del porvenir, inclinación violenta a la verdad y a la virtud. El historiador ha de tener muchas dotes y virtudes: sabiduría, rectitud, austeridad; discernimiento, criterio acendrado; osadía filosófica, olvido de sí mismo; valor a prueba de amenazas y peligros; sensatez, audacia, firmeza y disposición moral tan aventajada, que pase a caballo por delante las generaciones y los siglos, causando admiración y respeto. -¡Cuán bello modo de decir, señor, dijo el estudiante, esto de pasar el historiador a caballo por delante de las generaciones y los siglos! -Quintiliano insinuó ya, respondió don Quijote, que la historia anda a caballo, aludiendo a la grandeza, elegancia y rapidez que caracteriza su estilo. Ahora quisiera yo saber el nombre del famoso historiador de quien vuesa merced me ha dado noticia, por si me ocurre la oportunidad de darle una lección: -Es el gran Remingo Vulgo, señor caballero, dijo el estudiante; y no vaya vuesa merced a confundirlo con Mingo Revulgo, que éste es un cancionero de marras. -Yo sé quién es Mingo Revulgo, tornó a decir don Quijote: conténtese vuesa merced con haberme hecho conocer a Remingo Vulgo y no se meta en biografías que no vienen al caso».



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ArribaAbajoCapítulo XXII

Que da a conocer la casa adonde fue a parar don Quijote después de la aventura en que ganó el cuerno de Astolfo


«Si la mágica Felicia Propicia hace la buena obra de tener secuestrados a esos malandrines, dijo don Quijote, me guardaré muy bien de pelear con los turcos que defienden su castillo». Y despidiéndose del joven cazador, picó su caballo y pasó adelante seguido de su escudero. No a mucho andar divisaron una casa entre jardines, arbustos y árboles corpulentos, en medio de un anchuroso valle. Una verde colina se levanta a un lado, y está hirviendo en lucios toros que suben y bajan rebramando lentamente; por otro se dilata una pradera, rompiéndola a lo largo un riachuelo cristalino en mil graciosas vueltas. A sus orillas crece la gayumba y esparce su olor por los contornos. Relincha el potro en la caballeriza, manoteando en las piedras con su herradura estrepitosa. Los perros ladran en el patio: las aves domésticas gritan en el huerto. El dueño de esta finca es un caballero principal llamado don Prudencio Santiváñez, hombre tan generoso como rico, tan excelente ciudadano como feliz padre de familia. Doña Engracia de Borja, su mujer, es por su parte la bendición de todos; en cuanto su propio bienestar y el que proporciona a los demás, provienen de las virtudes. La felicidad, para ser acendrada, pone por condición la virtud. Esas felicidades de la opulencia y el esplendor no son sino orgullo   -120-   satisfecho, barniz reluciente debajo del cual gimen por ventura grandes llagas vivas. Casa donde habita la soberbia no tiene noticia del bien que trae consigo la serenidad de espíritu; y la donde se oculta el vicio, jamás saborea la dicha acendrada. Si el hombre justo y bueno es como un árbol a cuya sombra descansamos, la mujer virtuosa es fuente saludable, y los rasgos principales de su carácter son pudor, modestia, diligencia. Las hijas de esta madre serán a su vez felices, y la bendición de Dios se extenderá sobre ellas por largas generaciones. ¡Dichosa la familia que no tiene secretos! ¡Dichosa la que vive francamente a la faz de Dios y los hombres, sin temer el juicio del uno, ni correrse de las miradas de los otros! ¡Dichosa la pobreza misma, si no tiene de qué avergonzarse, y mil veces dichosa la riqueza, si enjuga las lágrimas de los que lloran y vive con Dios a un en medio de la opulencia!

Don Prudencio Santiváñez no tenía nada que pedir a la fortuna, pues en él estaban cumplidas las bendiciones del Señor: «Regocíjate, hijo del hombre, con la esposa que el cielo te depara: bebe agua de tu fuente, y el extranjero no perturbe el gozo de tu corazón: la castidad y terneza de la compañera de tu vida te fortifiquen siempre, y la aflicción no ponga los pies en los umbrales de tu casa».

Bienaventurados los temerosos de Dios en quienes se cumplen sus palabras; bienaventurados esos de quienes podemos decir: «Tu esposa es como una parra fecunda en el recinto de tu hogar: alrededor de tu mesa estarán tus descendientes como pimpollos de olivo: el Señor te bendiga para que contemples a los hijos de tus hijos y veas florecer la paz en tu morada».

La riqueza de ese buen cristiano consistía menos en fincas y dinero que en la admirable mujer que Dios le había dado, y en esos como pimpollos de olivo que se sentaban alrededor de su mesa, para hablar con la Escritura. Y tanto más dichoso, cuanto que ni en la edad florida había sucedido que la desconfianza le envenenase el corazón, ni que sus labios probasen la   -121-   amargura. Decoro en el uno, honestidad en la otra, formaron siempre el armonioso concierto que fue la admiración de cuantos conocían esa familia afortunada. Sus ramas se dilatan al contorno, como los brazos de un árbol generador de un bosque. De todo hay en ella: muchachas de esas cuya sangre, fresca y pura, corre ardiendo por las venas en el fuego de los dieciocho y los veinte años; de esas que son deseo, esperanza, felicidad de los que tienen buena estrella; tormento, peligro, ruina de los que la tienen mala. Niñas de menos edad, que van bajando con un año, hasta concluir en una parvulita, desiguales como las cañas con que los pastores hacen sus zampoñas; adolescentes que se adelantan a la virilidad; mancebitos imberbes empeñados en pasar por hombres, y rapazuelos que producen el ruido del hogar, esa música de los niños que es el embeleso de sus padres y de los que, aun sin serlo, sienten por ellos una poética ternura. Los niños son en la tierra lo que las estrellas en el cielo, inocentes, puros, brillantes. Si así como distinguimos con la vista esos cuerpecillos luminosos que están estremeciéndose en el firmamento, oyéramos su voz, ¡cuán suaves, cuán delicados acentos fueran esos! ¿Lloran, ríen las estrellas en la bóveda celeste? Es la suya una melancólica alegría; pero cuando se las contempla despacio y con amor, parece que están saltando de placer en el regazo de su gran madre naturaleza. Así son los niños: si el hombre no pasara de cierto número de años, fuera quizás un ser tan puro y amable como el ángel. El vulgo piensa que el llanto de un niño ahuyenta al demonio: esta es una profunda malicia filosófica que atribuye a la infancia cierto poder de divinidad, el mismo que tiene aquel cuya mirada disipa las tinieblas. La casa donde no hay niños es triste, solitaria, casi lúgubre: si el crimen no habita en ella, desgracias y lágrimas no faltan. Un sabio dice que el hombre que se teme a sí mismo, o vive atormentado por las fantasmas de la imaginación, procure tener consigo un niño. ¿No es éste el ángel de la guarda? Nada puede en defensa nuestra un ente como ese tan ignorante desvalido; y con todo, en una vasta soledad, una   -122-   densa obscuridad, yo no sintiera miedo teniendo un niño en mis rodillas.

Con los niños habita la inocencia en casa de don Prudencio Santiváñez, con los jóvenes el amor, y con los viejos la seriedad y el orden. Tras que la familia que mora bajo el mismo techo es numerosa, concurren los domingos los próximos parientes, esos medio hermanos llamados primos, que con frecuencia vienen a parar en hijos de la casa donde hay lindas muchachas; las primas, confidentes infalibles de las suyas, con las cuales así como llegan, se retiran a una ventana o un rincón y anudar el mil veces principiado y mil veces interrumpido cuchicheo. En la temporada del campo, la villeggiatura, como dicen en Italia, ve la familia redoblarse el número de sus miembros, en junta de los amigos íntimos se va a pasar en él algunos días En éstos se hallaba don Prudencio Santiváñez, y su casa llena de gente, entre la cual no pocos estudiantes y algunas señoritas, las inseparables de sus hijas, en quienes delira el buen señor. Corríanse novillos los días de fiesta en el patio del castillo: las noches eran, unas de música y baile, otras de juego, y otras, las de luna, de paseo nocturno y navegación por un hermoso lago que surcaban en botes al son de la vihuela. La devoción no podía ser descuidada donde la persona principal era una señora tan piadosa como doña Engracia; pero de ninguna manera obligatoria, porque eso más tenía de bueno la matrona que su tolerancia era tan cuerda como eficaz su ejemplo. No se vio jamás que de los hombres concurriesen al rosario sino los maduros, esos que, a fuerza de no poder otra cosa, dan en camanduleros; o si había algún inocentón barbudo, más rezado que enamorado. Los jóvenes serían tal vez creyentes allá para sí; mas no gustaban de manifestar su piedad con interminables padrenuestros, y eran completamente libres de concurrir o no al oratorio, sino los días de fiesta, en que don Prudencio los hubiera reducido al gremio de nuestra santa madre Iglesia con el azote si fuera necesario. Mas nunca sucedió que le pusiesen en este duro trance, porque muy de buena gana concurrían a misa   -123-   los tunantes, y se la oían entera, aunque sesgueando la mirada a cada rato hacia las hermosas, con perjuicio de la salud eterna.

Doña Engracia y sus hijas eran madrinas infalibles de cuanto niño nacía por los alrededores; en vez de la iglesia del pueblo, gustaban más los campesinos de que sus retoños se bautizaran en el oratorio de los amos, quedando siempre el nombre del nuevo cristiano a la discreción de la comadre: el cual nombre no podía dejar de ser católico de todo en todo, si pendía del arbitrio de la señora doña Engracia, a quien sonaban muy mal los raros y extravagantes. Y con razón, porque esto de llamarse un hombre Eufemides o Teodolindo, es haber nacido para maldita de Dios la cosa buena. Dichoso el que se llama Pedro, mondo y lirondo, y no anda tras dos o tres nombres de sobrecarga, con los cuales desvalora y obscurece el del apóstol preferido del Señor. ¿Qué más quiere el que se llama Juan? Nombre corto, suave: con un ay está pronunciado, y no hiere los oídos ni llama la atención por lo sonoro y retumbante. El amigo y el discípulo más queridos de Jesús se llamaron Juan. Cuando oían salir de sus labios este dulce vocablo «Juan», cierto era para ellos que serían con él en el paraíso. Ha de creer que tiene buen juicio el que, en medio de este prurito general por ganar en importancia con la pluralidad de nombres, se ha quedado de Juan limpio, mientras sus conocidos, al cabo de treinta años, se han puesto nombrazos de una vara, sin que con esto les hubiese crecido la inteligencia ni la sabiduría. Los príncipes reales suelen tener cuatro y aun seis; huyendo de imitarles, contentémonos con uno los que no conocemos más trono que el de la virtud. Doña Engracia no consintió jamás en que niño se llamase Pompeyo, ni Flora, Damia o Laida criatura del sexo femenino. Todas las hijas de Eva habían de ser Manuelas, Mercedes, Carmen, y cuando más, consintió en que a una se pusiese el de Nieves, contemporizando con sus hijos, quienes se empeñaban en que se llamase Niobe. Entre los varones la mayor parte eran Diegos o Santiagos, por ser san Diego el patrono de España y de la señora; pero del oratorio salieron algunos Josés y   -124-   no pocos Antonios, si bien un número considerable de villanitos iba a crecer el gremio de los Manueles y Marianos, y doña Engracia estaba satisfecha.

El autor de esta crónica ha pasado por un pueblo donde no había zote que no se llamase Jeremías, Ezequías o Temístocles, y vio un majagranzas barbiespeso a quien decían «don Demóstenes». ¿Tanto les cuesta a estos descomulgados hacerse bautizar de nuevo y llamarse Miguel, Rafael, Melchor, Gaspar o Baltasar, si son negros? En una casa gritaban: «¡Holofernes!» a un criado, y «Judit» a una niña hermosa. ¡Bendito sea Dios! Ya vendrán los padres de moda a poner los nombres de Herodes y Pilatos a sus hijos, y a las hembras los de Atalía y Mesalina, enemigas de Dios y de los hombres. Llámese una mujer mil veces Urraca, Guiomar o Berenguela, como en tiempo de Witiza, antes que Jezabel, Herodías ni Pintiquiniestra. ¿Hay nombre más apacible, melifluo, numeroso que Dolores? ¿Puede una linda muchacha llamarse mejor que Antonia? ¿Y no tiene más de medio mundo ganado la que se llama Rosa? Ahora no habrá quídam devoto que no bautice de Rideas y Medoras a sus hijas, como si entre las once mil vírgenes no hubiera Piedad, Rosario o Luisa a quienes se encomienden. Hermano lector, si Dios te diere más de una, llámalas Juana, Clara, Teresa. Si en todo caso quieres no ser vulgar, ve aquí estas suaves y dulces denominaciones: Luz, Delfina, Laura, cuando no llamares Elvira a la mejor, para tener un lucero en tu casa. Desde la hija del Cid, la que se llama Elvira ha de ser bella y de tierno corazón. Hasta música encierra este hermoso nombre: «Elvira». Si hay ángeles femeninos, se llaman Elvira, Lida, Estela.

Las hijas de doña Engracia tenían los más comunes, que justamente son los más cadenciosos y sonoros. Una era Isabel, otra Juana, ésta Ramona, ésa Adelaida; y por gran condescendencia, permitió una vez que la última tuviese el de Victoria, pero encerrándolo entre María y Purificación, a fin de cristianizarlo por todas partes. Uno de los varones acometió a ponerse Romeo sobre Carlos, con segunda intención el fementido: como   -125-   hubiese por ahí una cierta Ana Julieta a quien se encomendaba, dijo para sí: «Llamándome yo Carlos Romeo, todo irá a pedir de boca». Esos enamorados tienen la letra menuda y son capaces de cogerle el pelo al huevo. ¿Que mucho que dé en el hito de llamarse Romeo el que ha llenado el ojo a una Julieta? Pero a éste se le fue el santo al cielo, pues cuando pensó haber dado en la mueca y haber hecho una cosa que su dama había de estimar sobre toda ponderación, consiguió a lo sumo que sus amigos le llamasen Carlos Borromeo; lo que le causó singular despecho, tanto más cuanto que, cuando quiso volver a llamarse Carlos a secas, ya no le fue posible.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII

Donde se sigue a don Quijote hasta la casa que él tuvo por castillo


Quiso la suerte que hacia esta familia se dirigiese don Quijote, entre la cual no era probable se le hicieran burlas pesadas porque en su dueño concurrían la circunspección y la bondad cualidades necesarias de un carácter elevado. Sea majestuoso el hombre, que esto vale mucho, y no halle placer en cosas que dicen mal con las circunstancias que le vuelven distinguido. Gran señor que se une a sus criados para matraquear a un huésped, no corresponde a los favores de la fortuna, ni sabe guardar sus propios fueros. Algo hay de indecoroso y reprensible en ese empeño con que hacemos por divertirnos a costa de los dementes o los simples: calavera puede ser un mozalbete casquivano; chancero es cualquier truhán; pesados son los tontos: el hombre de representación y obligaciones, por fuerza he de ser filósofo, a lo menos en lo grave y circunspecto. Puede mostrarse alegre la virtud, mas huye de parecer ligera y socarrona: la sabiduría suele estar muy distante de la mofa, y es propio de ella el sonreír benignamente. Don Prudencio Santiváñez era un filósofo, bien así de natural como de educación: si calidad de padre le aconsejaba además ese porte elevado y señoril, tan conveniente para los que lo son de una numerosa familia. Sobre esto era de suyo hombre muy bueno, incapaz de hacer fisga de nadie, y tan compasivo, que no hubiera tocado   -127-   con la desgracia sino para remediarla, si le fuera posible, o por lo menos aliviarla. Pero como la casa estuviese hirviendo en muchachones vivos y revolvedores, algo le había de suceder en ella a don Quijote, aunque no aventuras de las que suele pasar en los caminos. Si no se hacía más que llevarle el genio, era darle gusto el proporcionarle ocasiones a su profesión, y excitarle a que tratase de ella con la verbosidad pomposa con que solía dilatarse en esa gran materia.

«En este castillo nos alojaremos esta noche, dijo a su criado: debe de ser su dueño gran señor que recibirá mucho contento de verme llegar a su casa. Ruégote, Sancho, que si hablas, sean discretas tus razones y te vayas a la mano en lo de los refranes, por que al primero de ellos no saques a relucir lo triste de tu condición y lo extremado de tu sandez. Quien bien quiere, bien obedece; y si bien me quieres, trátame como sueles. Sancho, Sancho, en la boca del discreto lo público es secreto; y no diga la lengua lo que pague la cabeza. -Medrados estamos, respondió Sancho: vuesa merced los echa a destajo, y los míos le escandalizan. Labrar y coser y hacer albardas, todo es dar puntadas, señor. Al cabo del año tiene el mozo las mañas del amo: vuesa merced me ha de pasar este mal de refranes, por poco que andemos juntos. -Una golondrina no hace verano, replicó don Quijote. Si a las veinte echo yo unillo es porque allí encaja; mientras que tú me hartas de ellos hasta en los días de ayuno. -Pescador que pesca un pez, pescador es, señor don Quijote: si vuesa merced me echa una golondrina a cada triquete, yo le he de echar un rábano, y tómelo por las hojas. -Tú me has de matar a fuego lento, hombre sin misericordia, repuso don Quijote; y te hago saber que tus trocatintas me escuecen más de lo que piensas; trocatintas en las cuales la sandez y la malicia se disputan la palma. ¿Qué dices ahí de rábanos, menguado, ni qué tienen que ver las bragas con la alcabala de las habas? Te has puesto a partir peras conmigo, y Dios solamente sabe en qué abismo te han de precipitar tu familiaridad y petulancia. Si tienes algunos otros refranes amotinados en el garguero, vomítalos antes   -128-   que lleguemos al castillo, porque delante de gente no me será posible tolerarlos. -Boca con rodilla y punto a la taravilla, dijo Sancho: por la cruz con que me santiguo, que no me oirá vuesa merced cosa que parezca refrán, adagio ni chascarrillo. -La boca hace juego, respondió don Quijote; mira no salgas refractario. -Haré por cumplir mi palabra, señor. Mas dígame vuesa merced, ¿son tan malas mis razones, que así procura relegarlas a lo más obscuro de mis entrañas? -Por buena que en sí misma sea una cosa, como la dices fuera de propósito, viene a ser mala: sin oportunidad no hay acierto; y para el que siempre va fuera de trastes, el silencio es gran negocio. -Ahora bien, preguntó Sancho, ¿es castillo verdaderamente ése adonde estamos yendo?».

Mucho más le gustaba a este excelente hombre llegar a casas grandes, donde comía a su gusto, dormía sin cuidado y no se le manteaba, que a ventas donde los mojicones nocturnos menudeaban más de lo que el había menester. Buen cristiano era; mas que le persignasen con estacas, no tenía por sana doctrina. A las bodas de Camacho hubiera concurrido cada semana; de la mansión de don Diego de Miranda guardaba un dulce recuerdo; pero se dejara matar antes que volver a la venta de Juan Palomeque, ese demonio manteador para quien eran buena moneda las alforjas de los pasajeros, si éstos no le pagaban como príncipes su mala comida y peor cama. El chirriar de los capones en el asador, el bullicioso hervir de los guisados, el ruidecillo de las frutas de sartén eran música para su alma; y donde veía columnas de quesos, sartas de roscas, ollas a las que pudiera espumar dos o tres capones, allí era el paraíso de ese católico escudero. «Si el dueño del castillo adonde vamos, tornó a decir, es otro duque, desde aquí le tengo por mi amo y señor. ¡Ahí es nada echarse uno al coleto un buen lastre! Pues digamos que me llevará el viento, si me apuntalo con dos frascos de tinto. Lo que no viene a la boda, no viene a toda hora, hermano Sancho, siguió diciendo dirigiéndose a sí mismo la palabra; sepa vuesa merced, si no lo sabe, que la otra gran señora tuvo cartas con una cierta Teresa Panza, y que a voacé le tuvieron por allá en   -129-   las palmas de las manos, y que de ese castillo no salió sino para la gobernación de una ínsula. -Todo el mundo sabe que has sido gobernador de una ínsula, dijo don Quijote interrumpiéndole; pues no lo repitas a trochemoche. La gracia estuviera en que después de haberlo sido, vinieses a ser digno de un condado, y siendo conde, aspirases a un reino y lo obtuvieses. Alega lo que eres, no lo que fuiste, acaso sin merecerlo; o no alegues nada, si deseas se te admire, cuando menos por la moderación y el silencio. -¿Cómo es esto?, respondió Sancho: si callo los honores que he alcanzado gracias a mi señor don Quijote, soy bellaco, ingrato, monstruo; si hago mención de ellos, no me escapo de ser vanaglorioso e impertinente. Vuesa merced hallaría de qué reprenderme aun cuando yo obrase como un santo, de qué corregirme aun cuando hablase como un catedrático. Sanan las cuchilladas, y no las malas palabras, señor; y si quieres matar al perro, di que está con mal de rabia. -Tras que la novia era tuerta..., replicó don Quijote: amontonas disparates y desvergüenzas y vienes a quejarte de agravios que no se te han irrogado. Por lo que tienen de graciosas tus últimas razones, te las perdono; mas en llegando que lleguemos al castillo, muertos son los refranes, ¿lo juras? -Sean estos señores de los que comen de lo bueno, tornó Sancho a decir, y podré pasar hasta dos días ayuno de refranes. -Tú llevas siempre la mira puesta en la bucólica: dígote ahora que estoy a punto de no entrar en este castillo y dirigirme a un yermo, donde no haya ni bellotas ni cabrahigos ni cosa con que cebes tu hambre diaria. En el mundo se ha de ver escudero tan amigo de su buen pasar: tú naciste para confesor de monjas antes que para escudero de caballero andante. Huélgate cuanto quieras, pero sabe que estoy en un tris de echar a noramala a un regalón como tú, que no quiere vivir sino de gullerías».

Entre estas y otras muchas razones que agregó Sancho, llegaron a la casa de campo, hacienda o castillo, en uno de cuyos corredores se estaba paseando el dueño de ella. Después de saludarse mutuamente de la manera más cortés, dijo don Prudencio: «Mi esposa se tendrá por favorecida en que se le haga conocer   -130-   de visu el caballero a quien todos conocemos de reputación. Apéese vuesa merced, y esta su alfana tendrá en mi caballeriza el puesto que le corresponde. -No es alfana, respondió don Quijote, sino corcel. -Si vuesa merced no lo hubiera trocado con otro, este debe de ser el famoso Rocinante, dijo don Prudencio; y éste Sancho Panza, el criado de vuesa merced, añadió mirando de propósito al escudero, quien, apeado a su vez, se estaba ahí espiando la ocasión de dar puntada en la plática. -Humilde servidor de vuesa merced, respondió el dicho escudero, y de mi señora la castellana, a quien deseo los años de santa Isabel y más hijos que a nuestra madre Eva. -El Señor os los dé, volvió a decir don Prudencio: ¿en dónde acomodaría yo tanta descendencia, hermano, a menos que todo el mundo fuese mío? -Lugar no faltaría, respondió de nuevo Sancho: la tierra es grande y hasta los gusanitos tienen su manida, y los mosquitos del aire hallan una hoja donde albergarse; cuanto más que los estados de vuestra magnificencia deben de ser vastos; y como dicen, a más moros más ganancia; aunque dicen también: quien tiene hijos al lado no morirá ahitado, y los padres a yugadas y los hijos a pulgadas. -Calla, Sancho, calla, demonio, dijo don Quijote: no descubras tu fondo tan desde el principio. ¡Oh hilo de plata!, ¡oh hilo de oro!, mal invertidos en esta burda tela. ¿Te habré bordado de tres altos, Sancho, para que no pierdas ocasión de poner de manifiesto la bayeta negra de que eres hecho? Si empiezas con tus refranes, ¿en dónde quieres que te esconda, pues no he de ir a mostrarte a la señora de este castillo, la cual debe de ser de las principales y más bien criadas? -Vuesa merced puede tranquilizarse a ese respecto, dijo don Prudencio: a mi mujer le gustan de tal manera las ingeniosidades y los refranes de este buen escudero, que nunca ha sucedido que él llegase a fastidiarla en las mil veces que hemos vuelto a leer la historia del insigne don Quijote de la Mancha. Sea vuesa merced servido de venirse conmigo, para que yo le presente a mi familia, de la cual será parte principal mientras tenga a bien honrarnos con su presencia».



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ArribaAbajoCapítulo XXIV

Donde se dan a conocer algunas de las personas con quienes tenía que habérselas don Quijote en casa de don Prudencio Santiváñez


Entró don Quijote con reposo y majestad imperial, y hecha la ceremonia de la presentación, el dueño de casa le guió en persona a los aposentos que le destinaba. «Aquí estará vuesa

merced, le dijo, si no del modo correspondiente a su calidad, por lo menos con la holgura y las ventajas que ofrece el campo. Tan luego como se hubiere aderezado, holgaremos de verle con nosotros, para que nos sentemos a la mesa». Volvió a la sala el buen señor, y encareció con firmes razones que nadie hiciese burla de su huésped. «La hospitalidad, dijo, es la cosa más delicada del mundo, así como la desgracia es la más respetable, y en el caso presente se reúnen las dos, siendo el que tenemos en casa un hombre de los que, aun cuando se juzgan felices, a los ojos de los cuerdos deben pasar por desdichados». Todos prometieron respetarle, y acto continuo estaban violando la promesa los mozalbetes y las niñas con no dejar de reírse de la catadura y el pelaje del recienvenido. «Tú me vas a dar que hacer, dijo don Prudencio a un joven de rostro festivísimo que estaba ahí con una socarronería de desesperar a un muerto: cuidado, muchacho». No lo era tanto, pues frisaba con los veinticinco años, y a justo título pertenecía al gremio de los calaveras. Pariente próximo de doña Engracia de Borja, los hijos de ésta no podían vivir sin él, y aunque no con sobrada inclinación al campo, se   -132-   venía con ellos, puesto que a la temporada concurriesen las señoritas de su gusto, que lo eran todas. Llamábase don Alejo Mayorga. Con alguna vanidad de su parte, hubiera muy bien podido titularse conde de Archidona, siendo como era tradición de la familia que sus antecesores habían dejado prescribir su título, porque no lo tenían en mucho, o porque llamándose Mayorgas no habían menester otra cosa. Era don Alejo el segundo génito, y como suele suceder, el ídolo de su madre: el libertino se lleva siempre la palma. Cuando éstos son de buena raza, no hay uno que no sea simpático. Ejerce el calavera un prestigio misterioso en los que tratan con él, y tanto, que a pesar de sus horribles travesuras, será querido en su casa con preferencia a sus hermanos, por juiciosos que éstos sean. De vivo ingenio, decidor, cuando se conseguía cogerle, era don Alejo el alma de la tertulia. Y estudiante de todo el noble mancebo: cursó jurisprudencia en la Universidad de Salamanca; pero al cabo de dos años echó de ver que su inclinación no era ésa, y estuvo a punto de seguir la carrera teológica, por complacer a la señora su madre, quien le rallaba por que se ordenase. La consideración del matrimonio, su idea primordial, le desvió de los proyectos eclesiásticos, y se entró de rondón en la milicia, su verdadera vocación. Y por Dios que fue militar gentil y valeroso, sin dejar en ningún caso ni tiempo de ser enamorado. Desde los diecisiete había empezado a querer casarse, y cada año renovaba su pretensión, siempre con otra novia, para tormento de su madre. ¡Qué de inquietudes, angustias, lágrimas, no costaba a la pobre señora ese adorado torbellino! Liberal, manirroto, jamás tenía un duro sino para echarlo por la ventana. Si detestaba los estudios serios, leía con vehemencia cuanta obra fantástica podía haber a las manos, como son novelas y libros caballerescos. Instruidísimo en cosas de poca monta, ejercitaba con sobrado calor la contenciosa movilidad de su temperamento, sin que hubiese punto de filosofía, humanidades, derecho, historia, artes ni oficio en que no diese su parecer y se remitiese a cien mil autores que no había leído.

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Su hermano, mayor, don Zoilo de Mayorga, es vaciado en otro molde: joven asaz inteligente, su mérito principal consiste en juzgarse el primer hombre del mundo y en un filosófico desdén por la persona que está sobresaliendo y gozando de buena fama. Tiesierguido, el alma encambronada, todo lo decide con la autoridad del estagirita, cuando no es sino un pirrónico en cuya vida está campeando el egoísmo. El egoísmo, negra ausencia de los afectos nobles, los movimientos generosos del ánimo, que son la verdadera filosofía de los hombres de natural bueno y elevado. Llevarle la contra a este sumo pontífice es ser un tonto; saber algo uno es excitar su envenenada crítica, porque el no reconoce superior en ninguna materia, bien que la triste medianía le ha destinado a la indiferencia de los demás. Árbitro de las cosas, no hay nudo que no corte con la espada de Alejandro. Su elocuencia se ceba en el descrédito de los demás, y nunca tiene él más talento que cuando está haciendo ver palmariamente la inferioridad de sus amigos: parécele que no puede ser persona de viso, si ellos no son insignificantes: de la pequeñez de los otros saca su grandeza; y en esto no va fuera de camino, pues cuando nuestros méritos no descansan en las virtudes, preciso es que nuestra importancia derive de los defectos ajenos. El magnífico don Zoilo no piensa, pero dice que todos los hombres de talento viven atormentados por la más vil de las pasiones: habla de la envidia; y siendo él un sabio de primera clase en la difamación al disimulo, la grandeza de su alma le tiene lejos de ese feo pecado. Envidia, ¡oh!, envidia, amor de Satanás, gloria del infierno, de allí sales al mundo en ráfagas pestilentes, y enfermas y emponzoñas al género humano. Fada malhechora, vuelves negro lo blanco: hiere en las virtudes tu varilla siniestra, y las conviertes en vicios; cae en tus manos la inocencia, y se vuelve malicia. Tu lengua vive nadando en un fluido corrosivo; es larga y puntiaguda. Pasa la honra y la picas; huye de ti la austeridad y la alcanzas. Ves sin ojos; oyes sin oídos, vuelas sin alas: acuciosa eres, aprensiva. Los merecimientos, los triunfos de los demás, son injurias para ti; las buenas obras, provocaciones horribles;   -134-   pero si te conviene el disimulo, disimulas: una de tus diligencias suele ser la hipocresía. Don Zoilo de Mayorga es víctima de la envidia, si bien el mismo no sabe lo que nadie pueda envidiar en él, o sus hechos admirables se han perdido en la ingrata memoria de las gentes. Para dar la última pincelada al carácter de este magnate, diremos que él no hubiera visto con indiferencia el título de marqués de Huagrahuigsa, y allá para su capote lo era en efecto, y por tal se tenía, desdeñando airadamente a los que no sintiesen correr por sus venas sangre de Braganzas.



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ArribaAbajoCapítulo XXV

De cómo entró en conversación nuestro caballero con los señores del castillo


Desarmado el caballero, se presentó garbosamente en la sala, supliendo con el desparpajo lo que faltaba de adorno a su persona, e hizo de nuevo su mesura con la rodilla ante la señora, a la cual convino ofrecer la mano para pasar al comedor. Puestos a la mesa, dijo don Quijote: «Perdonad por indiscreto, y decidme, señores, vuestros nombres si gustáis. -El mío es don Prudencio Santiváñez, señor caballero; mi mujer se llama doña Engracia de Borja. -Criada del señor don Quijote, añadió doña Engracia. -¿Todos estos jóvenes de uno y otro sexo pertenecen a la familia de vuesa merced? La mesa de Príamo no fue más concurrida, ni más feliz la venerable Hécuba con sus cincuenta hijos. -No todos lo son de mis entrañas, respondió la señora; aunque sí mis parientes. Por el afecto, cuantos ve aquí vuesa merced son hijos míos. -Cuando el amor y la concordia gobiernan a una familia, dijo don Quijote, por el número de sus miembros se ha de medir su felicidad. Los antiguos patriarcas eran de suyo respetables, más por su numerosa descendencia, pues había casa de cien personas, o poco menos, como las de los jueces de Israel, Abdón, Jair. -¿Cuál es el estilo, señor don Quijote, preguntó don Alejo, entre los caballeros andantes respecto   -136-   del tener hijos? ¿Tiénenlos en gran número, o hay tasa y medida para ellos? -Nuestros estatutos y ordenanzas, respondió don Quijote, no hablan de propósito en esta materia; mas como lo que abunda no daña, soy del sentir que los andantes se perpetúen para gloria de su raza en el mayor número posible de descendientes, a imitación de Perión de Gaula, cepa y origen de los mejores caballeros del mundo. Aunque, la verdad sea dicha, no sabría yo en qué emplearlos si pasasen de cuatro los que Dios fuese servido de darme. -¿En qué?, replicó don Alejo: los armaba caballeros vuesa merced y los enviaba en todas direcciones a desfacer agravios, enderezar tuertos y purgar la tierra de malandrines y follones. Y cuando no, puesto al frente de ellos, cerraba vuesa merced con el imperio del Catay y venía a coronarse emperador por obra de su brazo. -¡Dígamelo a mí!, respondió don Quijote: yo se cómo hace uno eso, y cuándo y en qué manera gana un imperio. Ganarlo entre cuarenta o cincuenta caballeros no es gracia: mi, negocio estará en ganarlo yo solo, matando con mi mano al emperador y sus capitanes, y sojuzgando a los que yo tuviere a bien el otorgar la vida. -¿Piensa vuesa merced matar así tanta gente, solo como anda?, preguntó don Alejo. -El rey Artús, respondió don Quijote, mató en una batalla cuatrocientos sesenta enemigos. Bradamante cortó la cabeza a trescientos moros en el campo de Marsilio. Obras son estas inhacederas para vuesas mercedes que viven entre flores, sabe Dios si bajo el prestigio de las Musas: todo corre por otro término en la órbita de la caballería, y las armas de los andantes encierran secretos que son milagros para los que no profesan el seguirlas. -La historia trae, dijo don Prudencio, que Aristómenes quitó la vida con su mano a trescientos enemigos, ni más ni menos que Bradamante, sin otra diferencia sino que ése los mató en tres combates y éste en uno solo. -No hay cosa inverosímil en las alusiones del honrado don Quijote, dijo a su vez un religioso de manso continente que estaba al lado de doña Engracia: vemos en las sagradas letras que cuando el rey David volvía de escarmentar a los filisteos, las hijas de Israel,   -137-   coronadas de rosas, danzaban a su alrededor cantando a contrapunto:


«¡Saúl ha matado mil guerreros!
¡David diez mil!»



-Por donde se puede ver, repuso don Quijote, de cuánto es capaz un caballero bien armado. Morgante no hizo menos que David, pues justamente fueron diez mil los enemigos que puso fuera de combate en una batalla, con un badajo que pesaba dos mil arrobas. -¿Morgante mayor?, preguntó don Alejo: ¿no habla vuesa merced de il Morgante Maggiore? Morgante se comía un elefante en un almuerzo, sin sobrar sino las patas, y bien pudo matar cuarenta, no que diez mil». Don Quijote mostró hacer poco caudal de esta excepción y prosiguió: «Si aquel buen rey hebreo, con toda su índole benigna y la santidad de su carácter, mató diez mil personas, ¿qué maravilla que otro menos sufrido mate quince o veinte mil, sean o no filisteos, y entre por fuerza de armas en el Cairo y Babilonia? Ahora vamos a ver, ¿qué le ha movido al honorable eclesiástico a llamarme el honrado don Quijote? El que mata o puede matar en una batalla quince mil judíos, o sean moros, ¿es bueno para que se le llame a secas el honrado don Quijote? Nunca hasta ahora habíamos oído decir el honrado don Grimaltos, el honrado don Brianges, el honrado don Tablante. La cortesía manda y el uso requiere se nombre a uno el caballero de la Muerte, a otro el de la Hoja Blanca, a éste el de la Sierpe, a ése el del Basilisco, sin honrado, jabonado ni alforja. -Excuse y perdone vuesa merced a mi capellán, dijo don Prudencio: no ha leído sin duda la historia de vuesa merced, y no sabe que el señor don Quijote se llama el caballero de los Leones. -Y ¿quién no ha leído esa historia?, repuso el capellán. Sepan vuesas mercedes que la tengo de ocho vueltas y soy más familiar con ella que con mi breviario. Llámese honrado el señor don Quijote, séalo en efecto, y no tenga cuidado de lo demás. -Lo soy por naturaleza y costumbre, replicó el caballero: en cuanto a que se me llame así, es otra cosa. Apuesto a que cuando   -138-   vuesa paternidad se oye llamar con cierto retintín el honrado capellán piensa que le han echado el agraz en el ojo. -Eso dependerá del retintín, dijo doña Engracia; mas creo yo que el reverendo padre habló sin trastienda ni punteo de ninguna clase. -No hubo sino tintín en lo que dijo, añadió el calaverón de don Alejo. Pero ésta no es cosa esencial, y sin reñir por tan poco, llamaremos al señor don Quijote como le guste. ¿Prefiere vuesa merced la significativa denominación de Quijotín el Nebuloso? La Providencia, que encadena los acontecimientos pasados con los que están por venir, ha sugerido este modo de llamarse al caballero a quien tiene destinado para la más singular aventura que andante acometió ni acometerá jamás. Si las estrellas no me engañan, leo claramente en ellas que, con el transcurso del tiempo, don Quijote de la Mancha ha de sacar a la luz del mundo aquel vasto país de Ansén, que por efecto de un poderoso encanto yace desconocido en medio de una niebla espesa que le circunciñe cual muralla impenetrable. -Esto es, dijo el capellán, en el continente asiático, en la Georgia. Y dicen que de esa niebla salen voces de gente, cantos de gallo, relinchos y otros ruidos, por donde los que los oyen vienen en conocimiento de que una nación ignorada habita esa tierra misteriosa. Nunca y nadie ha podido llegar a esa comarca con salir, como sale, de aquella densidad un caudaloso río, por el cual un denodado marino pudiera aventurarse a contracorriente. -No por otra cosa se llama nebuloso el señor don Quijote, repuso don Alejo, sino porque de esa nube ha de sacar esa nación y la ha de reducir a la fe de Jesucristo, bautizándola después de vencerla. -Esto ha sucedido muchas veces, dijo don Quijote, y es muy común en la caballería volver católicos a los paganos vencidos, cuando no se les corta la cabeza. Roldán hizo armas con los tres gigantes Morgante, Pasamonte y Alabastro: mató a los dos, y al primero, como al más comedido, le otorgó la vida y le convirtió al cristianismo. Cuadragante, señor de Sansueña, venció a su enemigo Argamante, le volvió cristiano, y aun camandulero; de suerte que el desaforado neófito se vino a Constantinopla   -139-   con su mujer Almatrafa y su hijo Ardidel Canileo, donde peleó contra los gentiles mandados por el rey Armato. -¡Lo que pueden y lo que hacen los caballeros andantes, señor don Quijote!, dijo don Alejo en tono de profunda admiración, que halagó sobre manera la vanidad del infatuado hidalgo. -Veníos conmigo, noble mancebo, respondió éste; y aun cuando sea yo quien gane los despojos opimos en la guerra de Arsén, matando a su rey, emperador, soldán o como se llame, os otorgo desde ahora licencia para escoger entre esas damas la que fuere más de vuestro gusto, sin exclusión de la emperatriz viuda ni las infantas reales. -Puede vuesa merced adjuntar a su séquito a mi sobrino, dijo doña Engracia, y casarlo por allá, cierto de que no habrá hecho un menudo servicio a una ciudad entera con quitárnoslo de la vista. -Mi tía será la que más me llore, respondió don Alejo. Cuente vuesa merced conmigo, señor don Quijote, y ármeme caballero en la primera iglesia o capilla que topemos, a fin de que pueda yo acometer cualquier género de aventuras. -Ese cuidado será mío, tornó a decir don Quijote: en último caso bastará la pescozada, si sucediere que halláremos estorbo para las otras ceremonias. Cuando el armar un caballero ocurre en un palacio, con tiempo y comodidad se hace la armadura sin omitir requisito; pero tan armado queda uno con que una princesa le calce las espuelas, una reina le ciña la espada y el padrino le de el espaldarazo, como con el simple espaldarazo y la vela de las armas».

Se concluyó la comida, y levantándose todos, invitó la señora a don Quijote a volver a la sala, donde continuarían la conversación de sobremesa. Pasaron a ella en efecto; y bien acomodados, las señoras en el suelo sobre muelles cojines o alfombras, los hombres en anchas sillas de vaqueta, don Alejo la anudó de esta manera: «¿Conque no será circunstancia indispensable que una princesa me calce las espuelas? Vuesa merced tiene presente que en el acto de armarse caballero Rui Díaz de Vivar, hubo reyes y reinas e infantas y espuela de oro, y espada con empuñadura de diamantes, y Evangelios con pasta de nácar,   -140-   sobre los cuales el Cid Campeador jurase. Y si no, ¿por qué la infanta doña Urraca le hubiera gritado desde las murallas de Zamora:


«Afuera, afuera, Rodrigo,
El soberbio castellano;
Acordársete debiera
De aquel tiempo ya pasado,
Cuando fuiste caballero
En el altar de Santiago,
Cuando el rey fue tu padrino,
Y tú, Rodrigo, su ahijado.
Mi padre te dio las armas,
Mi madre te dio el caballo,
Yo te calcé las espuelas
Por que fueses más honrado?».



-Esto es así, respondió don Quijote, y yo no digo otra cosa; antes abundo en los recuerdos de vuesa merced, y encareciendo sus ideas, añado que lo propio sucedió con el doncel Pedrarias a quien esa misma infanta doña Urraca ciñó la espada, para que saliera a combatirse con don Diego Ordóñez de Lara, según reza la crónica:


«El padrino le dio paz,
Y el fuerte escudo le embraza,
Y doña Urraca le ciñe
Al lado izquierdo la espada».



»Cuando el rey de la Gran Bretaña hizo caballeros a los tres príncipes en la villa de Fenusa, Oriana, Brisena y otras de su misma clase todas reinas o emperatrices, les calzaron las espuelas y ciñeron las espadas. La princesa Cupidea hizo lo propio con Leandro el Bel, y la hermosa Polinarda con Palmerín de Inglaterra. Mas no se le oculte a vuesa merced que Suero de Quiñones, mantenedor del Paso Honroso, armó caballero a Vasco de Barrionuevo, sin más que darle con la espada en el capacete diciendo: «Dios te faga buen caballero y te deje cumplir las   -141-   condiciones que todo buen caballero debe tener». Y al punto el novel se trabó en batalla con Pedro de los Ríos, uno de los mantenedores. Aquí no halla vuesa merced espuela ni espolín, emperatriz, reina ni princesa, y no por eso queda el señor Vasco en menos aptitud para las armas. Nuestro gran emperador Carlos V armó asimismo varios caballeros en Aquisgrán, cuando la ceremonia de su coronación, dándoles tres golpes con la espada de Carlomagno; y no hizo otra cosa el rey de Portugal don Juan I en el Procinto de la batalla de Aljubarrota, al armar caballeros a varios señores portugueses, entre ellos Vasco de Lobeira. Vuesa merced no se acuite, ni ande caviloso en esto de la princesa, pues no por falta de ella dejará de verificarse la armadura. Y cuando vuesa merced hiciere pie en esa formalidad, ¿qué habrá sino entrarnos por las puertas de un rey cual quiera y servirnos de sus hijas para esas menudencias que no hacen sino dar esplendor a la ceremonia? En caso que el rey ponga dificultades, peleo con él, le venzo, le mato, le corto la cabeza, y San Pedro se la bendiga».



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ArribaAbajoCapítulo XXVI

De lo que trataron Sancho Panza y el intendente del castillo


Aquí deja la historia a don Quijote para seguir a Sancho Panza, no a la ínsula Barataria, sino adonde con la gente de casa comía, o había comido, pues ahora se le encuentra hablando de sobremesa. «Mi amo el señor don Quijote me tiene ofrecida una corona de conde, hasta cuando se nos venga a las manos un territorio de dimensiones tales, que se pueda llamar reino, de conde pase yo a ser rey. La paz está firmada con los emperadores vecinos: el dicho rey no tiene guerras, ni teme asalto ni anda vigilando ni escondiéndose de miedo de ser muerto, pues ya se entiende que es buen monarca, querido además por sus vasallos. Como hay aduanas, alcabalas, chapín de la reina, almojarifazgos, diezmos y primicias, las rentas de la corona son dignas de tal príncipe. Tras que éste se mantiene bien, no faltan algunas monedas curiosas que poner a un lado, y coro quien no dice nada, las reservas toman incremento, y al cabo de diez o doce años tienen vuesas mercedes un caudalito que no desmerece el nombre de tesoro. Esto es sin hacer mérito de las alquerías que corren de cuenta particular de la familia reinante, fincas y pastos donde se crían yeguas grandes como iglesias, que dan los mejores potros del mundo. En el natalicio de la reina, esta señora impetra de su augusto esposo indulto general para los delincuentes, y remisión de los pecados, con motivo   -143-   de tan fausto acontecimiento. -¡Alto ahí, señor don Sancho Panza!, dijo el mayordomo, que presidía la mesa; eso de remitir los pecados es incumbencia de los sacerdotes, quienes los remiten uno por uno, si el pecador muestra arrepentirse; mas ¿cómo va a perdonarlos vuesa merced, cuando no es sino soberano temporal? Vuesa merced podrá otorgar salvoconductos, hacer excarcelaciones, eximir de juicio a un culpable, obrando a lo déspota, se entiende; mas le niego la facultad de conocer en esas acciones ocultas que se llaman pecados, y el derecho de darlos por remitidos. A menos que, ordenándose el rey, fuere a un mismo tiempo confesor y soberano, cosas que en cierto modo se contradicen. Lo mejor en vuesa merced sería acogerse a Iglesia, supuesto que son tan de su gusto la paz del mundo y la remisión de los pecados. Si bien se mira, el rey descrito por el señor Panza viene a ser indigno de la corona, por cuanto le quita el valor, prenda esencial en el caudillo de un pueblo, y le envilece con uno de los más feos defectos, cual es la codicia. -Nada menos que eso, señor maestresala, replicó Sancho: la codicia no da jamás, yo pienso dar a los pobres. Hasta corromperlos no les daré; mas tenga vuesa merced por cierto que en mis estados nadie se ha de morir de hambre. Economía no es avaricia; antes yo tengo por virtud aquel sabio guardar para los tiempos calamitosos, aun cuando no sea sino en consideración a los herederos. Cuanto al valor, no tenga cuidado vuesa merced; ni he dicho que no lo manifestaré cuando fuere del caso. Pero andar en busca del peligro, infatigable pretendiente de los hechos difíciles, no es de mi genio. Gloria vana, florece y no grana, señor mío. Después de esta vida alborotada y aporreada que estoy llevando en la profesión de seguir a un aventurero, me sentarán muy bien el descanso y la seguridad de mi casa. -Esto es ser canónigo, repuso el maestresala: a las nueve del día no amanece para vuesa merced, que aún está reposando dentro de un espeso cortinaje de damasco la venerable cabeza sobre dos almohadones de seda carmesí. El apetito y la abundancia le han dado buenas carnes: su papada reverenda   -144-   se compone de tres pisos o planos, por donde baja lentamente la pereza junto con el sueño, fieles amigos del coro. Sobre eso de las diez del día, el ama de vuesa merced entreabre las cortinas para ver si conviene ofrecer la primera refección: mírala vuesa merced a medio ojo, como quien acepta el desayuno y quiere seguir durmiendo. Pide al fin las calzas, se pone los zapatos en chancletas, y muy arrebozado de un balandrán embutido, pasa a una butaca pontificia junto a la mesa, donde le está esperando una taza de chocolate, que se deja estar allí mientras vuesa merced le prepara el campo con un tercio de gallina. Y miren el desenfado con que extiende esa manteca sobre las planchas de pan candeal, sin dejar por esto de entretenerse con unos retacitos de longaniza, largos como un jeme, porquería que le gusta sobre modo. Almorzó vuesa merced: he ahí que llega el barbero de servicio, y en una jofaina donde cabe apenas la susodicha papada, le rae y pela y monda de tal suerte, que vuesa merced queda como si hubiera tomado siete baños en la fuente de Juvencio. Viene luego el vestirse, luego el salir majestuosamente por esas calles, con el chasquido tan marrullero de la seda, chis chas, pues ya se entiende que es de seda la sotana, y de fino azabache el cordón de botones que desde la quijada se suceden hasta la punta del pie. Llega vuesa merced al coro donde el capítulo está ya reunido, y se pone a cantar en voz respetable, interrumpida de cuando en cuando por una tos madura y no muy limpia, la cual da a conocer que sale de un reverendísimo vientre y pasa por un velludo pecho. En las solemnidades capitulares y las procesiones, vuesa merced parece un cometa por la sublime cauda que va arrastrando. Ahora, ¿qué diremos si de racionero sube vuesa merced a chantre, de chantre a arcediano, de arcediano a deán, y de aquí pasa a obispo por no decir arzobispo de una vez? Tengo para mí que la capa magna le había de sentar de perlas al señor don Sancho, y que sin más averiguación se le había de conceder el capelo, o digamos el cardenalato. -Mi amo el señor don Quijote, respondió Sancho, dice que por la carrera de las armas no alcanzamos la   -145-   púrpura cardenalicia. Siendo, por otra parte, necesaria la viudez para los honores eclesiásticos, hemos resuelto ganar la cumbre de los civiles. Hágame vuesa merced estas reflexiones en tiempo hábil, esto es, cuando podía yo ordenarme, y nadie me quita que al presente me besaran vuesas mercedes la esposa. -¿Es joven?, preguntó el maestresala. -¿Qué diablos pregunta ahí vuesa merced?, dijo Sancho: ¿se figura por si acaso que a estas horas he de ir a ofrecer a nadie mi mujer a besar? Hablo de la sortija episcopal, que se llama esposa. -Dispense vuesa merced el quid pro quo, repuso el intendente, maestresala o mayordomo, que para Sancho Panza no hay necesidad de mirar mucho en estas ligeras variedades; dispense vuesa merced, y siga adelante en su plática. -Digo, continuó Sancho, que con haberme ordenado a tiempo, me hubiera ahorrado además las desazones y cuitas del matrimonio. Cuando uno ha sufrido veinte años a una mujer, señor intendente, esto de venir a ponerse en capacidad de recibir las órdenes eclesiásticas, debe de ser trance además gustoso y acomodado a las inclinaciones del hombre.


-«Homes, aves, animalias, toda bestia de cueva
Quieren según natura compaña siempre nueva».



dijo el intendente, quien era por ventura aficionado a Juan Ruiz el arcipreste de Hita.



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ArribaAbajoCapítulo XXVII

De lo que pasó entre Sancho Panza y la viuda que en este capítulo se presenta


«No digan tal vuesas mercedes, dijo a su vez una señora que estaba también a la mesa: cuando sucede que dos almas viven juntas tanto tiempo, benditas serán de Dios; y lejos de tenerlo a desgracia, lo hemos de regular por mucha felicidad. Todavía está el alcacer para zampoñas, respondió Sancho. ¿La gracia de vuesa merced? -Me llamo Prudenciana Sotomayor para servir a vuesa merced. Antes era de Calvete; pero desde la muerte de mi esposo, hasta su nombre he perdido junto con la mitad de mis bienes de fortuna. El criado de mi difunto no quiere servirme ni ayudarme, si no toma su lugar; y así tiene puestos el pensamiento por las nubes y las manos en la cintura. Si vuesas mercedes me dieran un consejo, estimaría yo el favor. Si no me caso, pierdo lo poco que me queda; si me caso, temo que de sirviente se convierta en opresor y tirano de su mesma benefactora. -Aquí encaja, respondió Sancho, lo que se de una vecina mía, viuda tan reverenda como vuesa merced, de cuya historia puede tomar ejemplo. Quejábase la dicha viuda al cura de su lugar de que ya no podía vivir sola, porque sus asuntos y dependencias iban de mal en peor: la casa llena de goteras; las tapias del corral, caídas: todo una pura confusión desde la muerte de su marido. Contole en seguida que tenía un criado   -147-   peritísimo en los quehaceres del difunto, propenso de suyo a reemplazar a su patrón, bien así en las ventajas como en los trabajos del matrimonio. El cura, que a dicha era uno de esos hombres prudentes que responden siempre según el deseo de los que los consultan, dijo:

«¿Y por qué no toma vuesa merced a su criado? -Porque temo, respondió la señora, que de criado venga a ser amo, y quién sabe si verdugo de su mesma benefactora. (Palabras de vuesa merced, como vuesa merced ve, señora doña Prudenciana). -Abundo en ese temor, repuso el cura. No hay que tomarlo. -¿Y cómo puedo vivir así tan sola, en medio de tantos negocios y peligros, señor cura? -¿No?, pues ahí está el criado. -Aunque cuando esa gente humilde se echa el alma a la espalda, ¡avemaría, señor cura! -Todo se debe temer. ¡A un lado el criado! -Bien es verdad que su índole no es de las peores: hasta aquí no tiene en contra suya sino algunas niñerías. -Si no es más que eso, venga el criado. ¿Cuáles son esas niñerías? -Se alzó una vez con la honra de una doncella de mi servicio; otra, nos vendió a furto algunas reses gordas. -¡Abrenuncio! Nada de criado. -Pero hubiera visto vuesa merced aquel arrepentirse, aquel morirse de pesadumbre cuando, tirado de rodillas, nos pedía perdón y juraba no volverlo a hacer. -Buen muchacho: venga esa mano. ¿No volvió a daros en qué merecer, esto ya se entiende? -Una ocasión empezó a flaquear, adhiriéndose a una dueña muy honrada, a pesar de sus tocas blancas. -¡Hum!... ¡Alto ahí el criado! -Pero es el hombre que se conoce para los menesteres de la casa, los del campo, sufrido, vigilante, afectuoso. -Todo le perdono. ¡Arriba el criado! -Señor cura, en puridad, le gusta pillar un lobo de cuando en cuando. -¿Borrachos?, no en mi reino. -Aunque es cierto que lo desuella inmediatamente. Digo que se echa a dormir, y en cuanto está durmiendo es un cordero. -De éstos quisiera yo para mis sobrinas. Casarse, casarse sobre la marcha. -Tiene un defectillo, señor cura: es algo inclinado al tablaje. -Diga vuesa merced más claramente al juego. ¿Conque le gusta el juego?... -El naipe le distrae, los dados le embelesan.   -148-   -¡Buena alhaja! Hombre que juega no le quiero ni para prójimo, menos para marido de una hija mía. -Pero no roba para jugar, señor. -Rara virtud. Si no roba para jugar, no se difiera el matrimonio. Y cuanto al genio, ¿qué tal? Debe de ser un San Buenaventura. -¡Pues!, un San Buenaventura; fuera de que cuando su buen humor se corta, y se le suele cortar como la leche, el demonio que le aguante, señor cura. -Pues que se case con el demonio. Ni he de ir yo a sacrificarle una parienta y amiga mía, aconsejando a ésta que se una para toda la vida a pécora como él. -Ese estado de efervescencia no le dura: cuando le pasa la cólera, bebe lo que le dan y come de todo. -¡Hombre generoso! ¿Conque come de todo y bebe lo que le dan? ¿Quién no le ha de querer? Ahora dígame vuesa merced, ¿mientras está con cólera, guarda cierta moderación y dignidad? -¡Qué, señor!, reniega de Dios y sus santos, y echa maldiciones que se cimbrea la casa. -¿Esas tenemos? ¡Afuera el criado! -Pero se confiesa, y queda limpio, y se reconcilia con nuestra santa madre Iglesia para mucho tiempo. -Es un grande hombre. ¡Oh si todas las mujeres honradas pudieran hallar de estos!... -No ocultaré, señor cura, que cuando se emborracha niega que se ha confesado, llama a diez o doce santos, los mete en el sombrero y baila sobre ellos. -¡Tu tu tu tu tu! El chico promete. ¿Con luterano como ése quiere vuesa merced casarse? -Me ha prometido no volverlo a hacer. -Esa es otra cosa. Se le puede aceptar9. -Como la viuda cargase la mano, y viese el cura que en todo caso quería arrancarle una opinión acomodada a sus deseos, le aconsejó éste prestar atento oído a las campanas, las cuales le dirían sin mentir lo que debía hacer en conciencia. Cuando ellas sonaron por la mañana, la viuda oyó claramente que decían: «Cásate con tu criado, cásate con tu criado». Tuvo entonces por evidente que su matrimonio corría   -149-   por cuenta del cielo, y la boda fue de las más bien surtidas y alegres».

-Dios nos hace ver su voluntad de varios modos, dijo doña Prudenciana: lo que por su querer hacemos, bien hecho está. -¿Piensa vuesa merced, señora, hacer lo mismo que la otra?, preguntó el maestresala. Como la lengua de la iglesia son las campanas, el aviso que ellas dan, debe de ser el puesto en razón. -No digo que no, respondió la viuda, cuando y como el Señor me lo diere a entender. ¿Ese matrimonio fue dichoso, se supone señor escudero? -Tanto como lo sería el de vuesa merced, señora viuda. Vuelto marido el criado, se puso a jugar, beber, jacarear y andar a la greña con chicos y grandes. Quiso la señora los primeros días calzarse las bragas, y gobernar su casa, y tener cuenta con la hacienda: el belitre de su marido llovió sobre ella en forma de lenguas de palo, de tal modo que más de una vez la dejó por muerta. Viendo la infeliz que sus palabras, buenas o malas, eran siempre contestadas con las manos, se limitó a salvar la vida, dejando que todo fuese manga por hombro en el hogar. Tan buena cuenta dio de sí aquel bellaco, que a la vuelta de un año no tenía la pobre señora ni una perla en el cofre, ni una cuchara en el escaparate. En tal manera se vio desheredada, robada y tronada, que hubo de humillarse a la rueca para ganar el pan de cada día. Industria que no duró mucho, porque la sin ventura pasó a mejor vida, muerta de pesadumbres, hambre y golpes, todo junto. Pero esto, no antes de que hubiese vuelto a su confesor en busca de cómo atribuirle su desgracia, echándole en cara su consejo. «Tengo para mí, respondió el cauto sacerdote, que vuesa merced trasoyó el decir de las campañas, y trabucó el sentido de sus expresiones. Torne a consultarlas, y vea lo que realmente le aconsejan hoy, que será sin quitar ni poner, lo mismo que le aconsejaron ya». Volvió en efecto a la consulta, y oyó y vio que decían: «No te cases con tu criado, no te cases con tu criado».

Mohina quedó la viuda al oír esto, y tan declarada fue la aversión que Sancho le inspiraba con el fin, como la buena voluntad   -150-   que le había infundido con la primera parte de su historia. «Vuesa merced, dijo con cierta rigidez, no haga de cura donde le faltan feligreses, ni hable como campana hallándose tan abajo como se halla. Dios sabe lo que hace, y cada cual lo que le conviene. No todos los hombres son unos: así hay entre ellos tahures y corrilleros, como personas amigas de su deber. En una palabra, lo que mi marido hace, yo lo hago; y cada uno es dueño de su voluntad y su casa. Vuesa merced es algo maduro y pasado, por no decir rancio de una vez, para que tenga en su punto los sentidos. No se meta por tanto a dar consejo al que no lo ha menester. -Hay una cierta juventud, respondió Sancho, que, renovándose diariamente, nos pone en capacidad de sindicar de viejos a los demás y tenerlos por decrépitos y desvanecidos: la mano de estuco que hoy le vuelve a vuesa merced niña de veinte abriles, la pone en condición de mirarme como a un Matusalén. -¿Quién sois vos, motilón embustero, replicó la viuda, encendida en cólera, para que me vengáis con esas indirectas? Yo no tengo que dar cuenta de mi edad a nadie, aunque sí de mis pecados a Dios. Si me caso o no, es cosa mía; si mi marido es bueno o malo, nada os importa. Ocupaos de vuestras cosas, y no agucéis el ingenio hasta despuntaros de malicioso. -Mal me quieren mis comadres, porque digo las verdades, tornó Sancho a decir. No le queda a vuesa merced lugar a quejarse de ofensa gratuita, ni puede llamarme entremetido, supuesto que me pidió mi parecer, acogiéndose a mi experiencia. Tenga por cierto la señora doña Prudenciana lo que he dicho, sin que por eso hayamos de venir a las manos. Comida hecha, compañía deshecha, y Dios nos ayude a todos».



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ArribaAbajoCapítulo XXVIII

De los razonamientos que los dueños de casa y su huésped iban anudando, mientras Sancho Panza hacia lo que sabemos


No quiso la familia dedicar esa noche al juego, al baile ni cosa de éstas, sino oír a don Quijote, quien deliraba a destajo en tratándose de caballerías, y era entonces tan del gusto de la gente casquivana, como agradable para los formales y juiciosos cuando la conversación rodaba sobre asuntos de real importancia. «Vuesa merced sea servido de esclarecer una duda, señor don Quijote, dijo don Alejo de Mayorga: el caballero andante no puede pasar sin dama; mas no se me acuerda que los pláticos en las aventuras hubiesen tenido un amigo con quien gozar de la alegría de los triunfos y compartir el dolor de los reveses. ¿De dónde proviene que los andantes sean así tan solitarios, que más parecen ermitaños andariegos que hijos de la asociación civil y parte de ella, como deben ser? Solo anda Amadís de Gaula, y para mayor aumento de soledad y melancolía se viene a llamar Beltenebrós, retirándose a la Peña Pobre. Solo anda don Belianís por montes y valles; solo va el señor don Quijote, solo vuelve, y en sus nunca vistas hazañas no se sabe que brazo ajeno le ayude ni voz extraña le anime. Toda sensación comunicada con personas queridas produce su beneficio, ya con incremento de alborozo, si es de las gratas, ya con diminución de pesadumbre, si de las dolorosas. -No se le pase por alto a   -152-   vuesa merced, respondió don Quijote, que habiéndoles unido la casualidad en su viaje al Oriente a Marfisa, Aquilante y Sansoneto, a poco de haber andado juntos echó cada cual por camino diferente, porque no se dijese que dos paladines y una doncella andante no podían andar juntos sino de miedo de andar solos. El caballero andante no ha menester compañía, porque en sí mismo tiene lo necesario para vivir como fuerte y para morir como bueno. -Si el señor don Quijote, dijo a su vez don Prudencio Santiváñez, no lo llevara a mal, le haré presente que ni el valor, ni la constancia en la guerra se oponen a ese vínculo suave con que los héroes se unen, tanto para valerse en los peligros, como para holgarse en la paz honestamente. -Los hermanos de armas, respondió don Quijote, están desmintiendo esta aprensión o error de vuesas mercedes, de pensar que los lazos de la amistad le son prohibidos a los caballeros. Ni el padre, ni la madre, ni la esposa, ni el hijo, nadie es primero que el hermano de armas. Pero no me hablen vuesas mercedes de compañeros de casualidad, ni de amigos vulgares: un hermano de armas a quien me una con la sangre de mis venas, no digo que no. A falta de esto, don Quijote de la Mancha se irá solo por el mundo. -¿No ha oído vuesa merced, señor caballero, dijo por su parte el capellán, que la soledad es cosa mala? Nuestro Señor Jesucristo nos dio una lección divina de amistad con la que profesó a su primo San Juan: si este elevado, profundo afecto no tiene cabida en el corazón del caballero andante, menos sentirá éste las emociones que dirigen al hombre a la gloria celestial; y mucho me temo que de puro valiente no alcance sino las penas eternas. -Este es asunto de la jurisdicción divina, respondió don Prudencio, y muy ajeno de conversaciones como la nuestra. No ensanche desmedidamente el reverendo padre la órbita de esta plática familiar, por cuanto no hay cosa más ocasionada que esto de discurrir en materias de religión, quebradizas de suyo, y mucho más a causa de la intolerancia que en ellas solemos emplear. Tanto podría salvarse el señor don Quijote siendo un buen religioso capuchino, como el honorable capellán siendo   -153-   un renombrado aventurero. Hay muchas moradas en la casa de mi padre, dice el Señor. Y no haya más, capellán. Si algo tiene que decir en este negocio sin condenar a nadie, le oiremos de bonísima gana». Riose el capellán con placidez y mansedumbre que no acostumbran los de su clase cuando se trata del cielo y el infierno. Sobre su buena razón, era de genio pacífico y avenible; y no siendo, por otra parte, extraño a la cortesanía, se acomodaba a las circunstancias, blandeando con mucha gracia, aun cuando hubiera propuesto de primera entrada una especie rigurosa. Echó luego a burlas la severidad de su propio dictamen, y con bondadosa modestia repuso: «Yo no pienso de otro modo, señor don Prudencio; vuesa merced me conoce. Y puesto que de la amistad íbamos hablando, no negará el señor don Quijote sus ventajas, las que puedo certificar con sucesos verdaderos, si vuesas mercedes me dan licencia para referir un pasaje». Rogáronle que lo dijese, y muy particularmente doña Engracia, quien gustaba por extremo de las narraciones de su capellán; narraciones que, sobre ser de mucha substancia, tenían cierto corte adecuado para la conversación.

«Amigos..., dijo el capellán, ¿los hay de veras? -El amigo fiel es un resguardo poderoso; el que lo tiene, tiene un tesoro, dice el Eclesiástico de Jesús, hijo de Sirah. Es el caso que un hombre tenía dos amigos, tan ricos ellos como pobre él: el día de morir, testó de la manera siguiente: «Lego a Juan el Bueno la obligación de mantener a mi madre, y atenderla en todas sus necesidades. Cuando ésta venga a entregar el alma a Diosa honrará su cadáver con exequias iguales a las que hizo a la su ya propia. Ítem: Lego a Marcos de León el deber de dotar a mi hija del modo correspondiente a su calidad, y proporcionarle, si es posible, un matrimonio ventajoso. En caso que uno de éstos viniese a fallecer antes que mi madre y mi hija, le sustituyo al uno con el otro». Los que tuvieron noticia del testamento no acabaron de reírse; mas los testamentarios aceptaron gustosos sus legados respectivos, con asombro de los que de ellos habían hecho fisga, llamándoles herederos. Uno de éstos   -154-   siguió las huellas de su difunto amigo al cabo de cuatro días; llegada era la contingencia de la sustitución, y al sobreviviente le tocaba uno y otro legado. Juan el Bueno se declara hijo de la anciana, padre de la niña. Abrumó a la una con el amor filial, a la otra con el paternal. Después de algunos años, enterró a la primera decorosamente, casó a la segunda ventajosamente, habiéndola dotado con veinticinco mil ducados, de cincuenta mil que eran sus bienes de fortuna. Los otros veinticinco los reservó para su hija propia»10.

Al fin de este relato, doña Engracia tenía los ojos llenos de lágrimas: virtud es de las mujeres manifestar la exquisita sensibilidad de su alma con esa tierna y sencilla expresión de la naturaleza. No dijo nada la señora: su esposo que la estaba observando preguntó: «Y las vidas de testamentarios semejantes no se hallan en el santoral? En esa acción veo un mundo de virtudes. -Tengo para mí, señor capellán, dijo a su vez don Quijote, que ese testamento debe insertarse en la Sagrada Biblia, como un hecho proveniente de moción divina, pues no a otra cosa hemos de atribuir los efectos de la ardiente caridad de un corazón bien formado. ¿Sabe otros sucesos de este género el señor capellán? -Las horas son cortas para tan bellas anécdotas, dijo doña Engracia; apoyando a don Quijote, mayormente cuando son referidas con tanta gracia. -Favor de vuesa merced, respondió el capellán. No tanto por el gusto de referir, cuanto por el que vuesas mercedes manifiestan en oír, recordaré otro caso que ha llegado a mi conocimiento. Murió hace poco un señor opulentísimo, dejando todos sus bienes de fortuna al segundo de sus hijos, en perjuicio y mengua del primogénito, a causa de la mala e incorregible conducta de este joven. El desdichado sintió el peso del agravio, y lejos de empeorar de costumbres, irritado de tan odiosa preterición, se apartó de los vicios y dio tales pruebas de arrepentimiento,   -155-   que vino a ser modelo de hombres justos y virtuosos. «Hermano querido, le escribió entonces su hermano, allá va el testamento de nuestro difunto padre. He puesto tu nombre en lugar del mío, por cuanto si él hubiera tenido tiempo de verte reformado, a ti te hubiese instituido su heredero y tuyas hubieran sido las riquezas que me dejó en menoscabo de tus derechos. Tuya es, pues, la herencia, de la cual no me puedo aprovechar mejor que transmitiéndola a quien ella correspondía por la ley de la edad, y a quien corresponde hoy por la buena conducta y los merecimientos»11.

-No siga adelante vuesa merced, dijo don Quijote interrumpiéndole, sin enterarnos de lo qué hizo el desheredado. -¿Qué había de hacer?, respondió el capellán; se fue para su hermano con los brazos abiertos, las lágrimas de uno y otro corrieron juntas, y luego la herencia fue dividida en dos partes iguales, de las que tomó cada uno la suya, alabando a Dios, que los bendecía, y honrando la memoria de su padre. -¿En qué tiempo se daban estas comedias, señor capellán?, preguntó el marqués de Huagrahuigsa: debe de ser allá, cuando el rey que rabió, pues tales consejas tienen sabor y ranciedad de pajarotas antediluvianas. -¡No digas eso!, respondió doña Engracia con disgusto notorio: ¿qué tienes tú para andar siempre poniendo en duda lo que huele a virtud, cuando siempre estás listo a dar asenso a lo que desacredita a los hombres? -Esas son pamplinas, replicó el marqués: nadie tira su herencia por la ventana, y si la tira es un loco, o por lo menos un tonto. -¡Muchacho!, gritó don Prudencio, ¿llamas tontería o locura el que uno se divida con su hermano los bienes paternos? He aquí tu filosofía, de la cual nos tienes hartos. Siempre estás con estas cosas, y te afirmo que nos causas pena. ¿Quién te ha dicho que dureza de corazón, indiferencia por el mal del prójimo, desprecio de las virtudes, bajo interés, egoísmo, codicia y los demás defectos de las almas innobles son filosofía ni proceden de ella? El cinismo,   -156-   mi querido Zoilo, es negación de la parte celestial del hombre». Era el marqués propensísimo a la cólera, fenómeno que en él producía el de atajarle de razones, al tiempo que la sangre se le agolpaba al rostro, inflamándole la vista. Quedábase él con su rabia, los otros pasaban adelante, y cuando él creía merecer y ocupar el primer puesto, se fue hundiendo poco a poco en la obscuridad, y acabó por desaparecer en la indiferencia de los que no le estimaban lo suficiente para sostenerlo con el odio.

«Las afecciones son en mi hermano más sanas que las ideas», dijo don Alejo, pronto siempre a volver por él. Ha leído por demás, y tiene trastrocados los sistemas filosóficos. -Sí, respondió don Prudencio, yo sé que él llama filosofía ese modo de pensar, cuando la filosofía verdadera es justamente lo contrario, si ella tira a la mejora del hombre y se empeña en elevar el espíritu hasta la divina Substancia. Los mejores filósofos son los que practican sin saberlo esa noble ciencia; y los aciertos de la filosofía no pueden ir nunca fuera de la grandeza del alma y la bondad del corazón. ¡El egoísta, el avariento, el canalla, no son filósofos! No lo digo por ti, mi querido Zoilo; mas, por desgracia, tú malbaratas tu capacidad intelectual, don precioso de la naturaleza, que debemos usar con moderación, cuidando no lo echemos a mal cuando menos lo pensamos».

Don Quijote había oído en silencio estas recriminaciones; y como de suyo era inclinado al bien, luego se puso de parte del juicioso tío, apoyando sus ideas con otras no menos firmes y sensatas; cosa que ingirió vivo rencor en el pecho del marqués, pues se daba éste, por su genio, a aborrecer mortalmente a los que tenían en poco su modo de pensar y no hacían mucho caso de sus resoluciones absolutas.



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ArribaAbajoCapítulo XXIX

Del ímpetu de coraje que tuvo don Quijote al saber lo que a su vez sabrá el que leyere este capítulo


Como la noche estuviese muy entrada, se retiró don Quijote a su aposento, acompañándole don Alejo de Mayorga y un gran amigo suyo llamado Ambrosio Requesén, barón de Cocentaina, tan calavera y maleante el uno como el otro. «Miren vuesas mercedes, dijo don Quijote llegándose a la ventana, cuán grande y silencioso el mundo se dilata entre dos inmensidades, el pasado y el porvenir, incomprensibles partes de la eternidad. Las estrellas que con su luz infantil están plateando la noche, contribuyen sin saberlo a embellecer el misterio de la creación. -Lo que vuesa merced acaba de decir acerca de la noche y esos luminosos brotes del firmamento, respondió don Alejo de Mayorga, proviene de una cierta disposición de espíritu y de una fineza de sentidos que descubren primores en que no repara el vulgo. -El pecho delicado, replicó don Quijote, abriga esa disposición; y cuando el amor está resplandeciendo dentro de él, lo fecundiza de manera extraña y hace brotar esas flores que se llaman poesía. -Tenía yo creído, volvió a decir don Alejo, que las armas eran opuestas a las Musas, y que Marte y Apolo se miraban con ojeriza. -Las letras humanas, repuso don Quijote, pueden muy bien hermanarse con las armas, según nos lo da a conocer el emblema del valor y la sabiduría, encarnado en   -158-   esa gran divinidad que ora se llama Palas, ora Minerva. Las abejas del Hibla, dicen los antiguos, depositaban su miel en los labios de Jenofonte, uno de los mayores capitanes de los griegos. Y nuestro Garcilaso, ¿no fue tan buen poeta como guerrero?


-«Entre las armas del sangriento Marte
Hurté de tiempo aquesta breve suma,
Tomando ora la lanza, ora la pluma»,



dijo el barón de Cocentaina, quien picaba en poeta y gustaba de adornar la memoria con algunas medidas y sonoras cláusulas. Y el otro que se tenía


«Armado siempre y siempre en ordenanza,
La pluma ora en la mano, ora la lanza».



-Ese es don Alonso de Ercilla, respondió don Quijote; Ercilla que, si no es épico, no por eso deja de ser poeta, como que ha hecho una muy hermosa relación donde el sentimiento, o digamos espíritu poético, se desenvuelve en verso, magnífico muchas veces. ¿Y qué dicen vuesas mercedes de Jorge Montemayor, que fue músico, soldado y poeta, y no de los de por ahí? Si sucede que yo me entregue de propósito algún día a componer obras poéticas, ya sean heroicas, ya pastorales, he de imitar a Montemayor en esa admirable malicia con que celebra a su dama tras el velo de la heroína del poema. Iba diciendo a vuesas mercedes que el ingenio y el valor, las armas y las letras, de ningún modo se excluyen. ¿No es esto lo que nos dan a entender los bardos cuando nos muestran a Aquiles pulsando la cítara y cantando amorosas endechas en las horas de sosiego? Los más renombrados caballeros andantes fueron tiernos músicos y amables trovadores: ya los ven vuesas mercedes mano a mano con un desemejado gigante, ya asidos a su arpa de marfil tañendo de manera de hacer perder el juicio a las señoras y las doncellas del castillo donde llegan a pasar la noche.

-Viene muy al caso, dijo don Alejo de Mayorga, el que los   -159-   poetas sean a un mismo tiempo gente de guerra: pues yo sé poco, o ahora es cuando le conviene al señor don Quijote saber más de espada que de pluma. -Dígame vuesa merced, ¿de qué se trata?, preguntó don Quijote. -Nada menos, señor don Quijote, que de afrontarse con dos paganos que viven fortificados aquí, en el monte vecino. Ningún aventurero ha podido someterlos hasta ahora, porque no juegan limpio en la batalla y se valen de estratagemas por medio de las que, si no con la honra, se quedan siempre con la victoria. Llámanse Brandabrando el uno, Brandabrisio el otro; mas yo no sé por qué fusión, aligación o arte infernal, las dos personas vienen a ser una cuando les da la gana, logrando llamarse Brandabrandisio el bellaco del gigante. -Bueno es el gigantillo, respondió don Quijote con una risita de desprecio entre natural y fingida, y se acomoda a traer y llevar un nombre de una legua. Yo le quitaré la mitad del cómo se llama, y veremos si queda Brandabrán a secas o Brisio pelado. ¿Es éste su único delito? -¡Cómo, señor!, repuso don Alejo; cada día los comete mayores, y su profesión principal es el rapto a mano armada. Dicen que tiene la fortaleza llena de las más hermosas damas, porque así como otros son aficionados a hurtar bestias, éstos tiran por largo, y cargan con cuanta señora o doncella pueden haber a las manos en una vasta extensión de territorio. Ahora mismo está dando estampida en todo el reino una de sus proezas, y de las más atrevidas y difíciles; es a saber, el rapto de una princesa de la Mancha, que, según parece, se criaba para ceñir imperial diadema». Se le fue el color a don Quijote, el cual, confuso y balbuciente, dijo a su escudero: «Sancho, Sancho, ahora es cuando vas a manifestar la agilidad de tu persona y la sutileza de tu ingenio. Monta en el rucio y vuela al castillo donde se me quedó de olvido la ampolla del bálsamo prodigioso, esa mano de santo que vamos a necesitar dentro de poco; pues, según se me trasluce, feridas tendremos. Y como ahora no haces otra cosa, despáchame esta comisión en dos por tres. -Mientras descansas, machaca esas granzas, respondió Sancho. Porque no me ocupo en otra cosa, quiere vuesa merced   -160-   que haga lo que no haría para ganar la salud eterna. Al bobo múdale el juego. Bien está San Pedro en Roma; y quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje. En justos y en creyentes, señor don Quijote, no pienso hacer ese viaje, porque no le tengo ningún amor a la manta. -¡En justos y en verenjustos lo harás, don monedero falso de refranes!, gritó don Quijote saltando de cólera. Si no los falsificases, no los tendrías para echarlos por la ventana. No es a vuesa merced, señor Panza, a quien toca decidir en mis cosas; y esto os lo probaré ahora mismo con una docena de palos que os ablanden la mollera y os infundan más buena voluntad de la que mostráis en mi servicio. -Vuesa merced me ha cogido entre uñas, replicó Sancho, y se anda a buscarle el pelo al huevo. -¡Qué pelo ni qué huevo, largo de uñas!, dijo don Quijote más y más exasperado: lo que sucede es que has dado en levantarme el gallo, contando con la impunidad. -Cada gallo canta en su muladar, señor don Quijote; y el bueno, en el suyo y el ajeno. Aunque de mí no se dirá que me hago el gallo, pues sé muy bien que al gallo que canta le aprietan la garganta. El gallo y el gavilán no se afanan por la presa, señor. Yo voy a escucha gallo, por rehuir el enojo de vuesa merced, y esto de nada me sirve, pues a cada vuelta de hoja me está cantando: Metí gallo en mi gallinero, hízose mi hijo y mi heredero. Al primer gallo, señor mío, uno está más para dormir que para ir por enjundias milagrosas; y la orden de vuesa merced, me llega entre gallos y media noche. Si otro amo yo tuviera, otro gallo me cantara. Mas no apuremos la cosa, que como dice el refrán, daca el gallo, toma el gallo, se quedan las plumas en la mano. -Hay también, replicó don Quijote, uno que dice: escarbó el gallo, y descubrió el cuchillo. -Viva la gallina, y viva con su pepita, dijo Sancho, temiendo haberse propasado. -¿Ahora principias con la gallina, hijo de Belcebú? Sarraceno, ven acá; ¿tienes entendido que me has de moler, me has de jorobar, y no has de morir? -El bálsamo a que aludió vuesa merced, dijo el barón de Cocentaina echando allí el montante, se le podrá traer mañana; ¿pero cómo quiere que el bueno de   -161-   Sancho se ponga en camino a estas horas? Por valeroso que sea este escudero, si da con una banda de ladrones, ha de pagar con la vida la obediencia. -Que no vaya Sancho por los motivos que vuesa merced expone, respondió don Quijote, anda con Dios; mas por temor de que se le mantee de nuevo, es mala fe consumada. Él sabe si le basta nombrarse y anunciarse como criado mío, para que todo el mundo le respete y aun le de la mano en sus comisiones». Salía don Quijote más y más de sus quicios, y echando de repente mano a la espada, se iba sobre los gigantes, sin esperar tiempo ni auxilios mágicos; y de hecho se hubiera ido, a no habérsele opuesto bien así don Alejo de Mayorga y el barón, como el escudero Sancho Panza. «Las cosas se han de hacer en buena sazón, señor don Quijote, dijo don Alejo, guardando el temperamento necesario para que nuestras obras no vengan a parecer efectos de locura, sino resoluciones del ánimo sereno que encomienda al brazo el desagravio. Repórtese vuesa merced hasta cuando a la faz del sol pueda libertar a la princesa. Mas le hago saber que esos belleguines obligan a los que suben a su roca a pagar todo género de contribuciones, impuestos, sisas, gabelas y alcabalas; pontazgo, almojarifazgo; trabajo subsidiario, renta de sacas; moneda forera, castillerías y hasta chapín de la reina. -Yo les impondré todas esas y muchas más», respondió don Quijote. Y como le viesen rendido a las súplicas y al poder de su criado, se fueron a la cama don Alejo y el barón echando la llave a la puerta.