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Vértigo


El rey del día brillaba en medio del zenit, lanzando a plomo sus ardientes rayos; no se movían las hojas de los árboles, ni murmuraba el césped, ni gorjeaban los pajarillos, ni el zéfiro más leve rizaba las tranquilas aguas de los dormidos arroyuelos.

Los rebaños tendidos sobre la yerba parecían aguardar a que pasasen aquellas horas de abrumante calor; solo interrumpía el majestuoso silencio de vez en cuando el áspero zumbido del mangangá56, el rechinante y monótono canto de las chicharras, el vuelo de una perdiz, el mugido de un toro acosado por las picaduras de los tábanos, el silbido de una serpiente, el grito de las viscachas57, o el relincho de alguna yegua salvaje que cruzaba a escape por las empinadas lomas, perseguida por ocho o diez potros, tendida al viento la crin, encendidos los ojos, las narices humeantes, bañada en sudor, cubierta la boca de blanquísima espuma, despidiendo coces y dentelladas a los que   —112→   osaban acercarse a ella y detenerla, clavándole los dientes en las ancas o en el cuello ensangrentadlo...

Las incultas florecillas se inclinaban lánguidamente sobre su tallo o se adherían a la seca tierra; los arbustos encogían sus hojas, mustias y cubiertas por una capa do finísimo polvo, y los cardales, doblando sus floridos penachos, los escondían entre el follaje, cual si temieran que el sol marchitara sus brillantes colores.

Anchas nubes de peregrina forma, esmaltadas de oro y plata, ora agrupadas e inmóviles en el confín del horizonte, ora dispersas y resbalando perezosamente por la azulada esfera, se detenían ondeando como lágrimas de metal en la cumbre de los montes. Diríase que eran monstruos aéreos, cuyas ardientes bocas, al arrojar su aliento de fuego, producían la atmósfera tibia y recargada de electricidad que se respiraba a la sazón.

Y aunque la brisa no agitaba sus alas, aunque no se movía ni una hoja siquiera, venían por momentos ráfagas impregnadas de los más suaves perfumes. Emanación purísima de las selvas vírgenes del Nuevo Mundo, en la que se confundía el aroma de las rosas, violetas y claveles, con la esencia de los nardos, jazmines y diamelas, mezcladas con la del ambiente de mil gomas y resinas olorosas, de mil plantas aromáticas, de mil arbustos y vegetales, cuya exquisita fragancia embriagaba los sentidos y extasiaba el alma...

Muelle abandono, lángido y dulcísimo desmayo se infiltra en las venas del viajero que recorre en tal estación y a tales horas aquellas risueñas campiñas, donde Dios estampó su planta para volar al cielo después de formado el mundo.

  —113→  

Sujeto, pues, a la fatal influencia de tantas causas, que conspiraban de consuno a evocar los recuerdos más gratos de su vida, Amaro volvía a entrar en los bosques del Uruguay, después de una semana de ausencia, pensando en Lia, pensando en el tesoro de gracias y de amor que encerraba aquel ángel en sus catorce primaveras.

Engolfado en tan agradables pensamientos, se internó en la selva: la algarabía de una bandada de papagayos, oculta entre el frondoso ramaje de un naranjo, le despertó de su meditación.

Al fijar la vista en el árbol, notó, por casualidad, una doble cruz hecha recientemente en su tronco, señal infalible de que allí se escondía algún secreto que le convenía aclarar...

Acercó su caballo, separó las ramas, y en efecto, halló entre ellas una carta clavada en una de las púas de que están cubiertos dichos árboles.

La carta no tenía sobre, pero iba dirigida a él, y en términos misteriosos, que no comprendería nadie a menos de estar iniciado en las costumbres y usos de los gauchos, se le citaba para ese mismo día y en el mismo paraje a las cuatro de la tarde.

Acostumbrado a recibir frecuentemente tales misivas, ninguna sorpresa causó a nuestro protagonista la presente, aunque no dejó de inquietarle en las actuales circunstancias, pues sospechó con razón que sería algún mensaje de los parientes de Lia.

-No puede ser otra cosa, ¡voto a brios! se dijo después de un buen rato; en fin, allá lo veremos... y apresuró su marcha cuanto la densidad de la selva permitía,   —114→   anheloso de llegar cuanto antes a la presencia de su amada.

Nada tenía de extraño que le asaltase semejante reflexión. Es una costumbre tradicional entre nuestros campesinos, cuando se quiere hablar a alguno que anda oculto llamar a un vaqueano, a un buscador, y encargarle que ponga en su conocimiento lo que se desea que legue a su noticia.

El vaqueano se ingenia de modo que al cabo de un plazo más o menos largo sabe con toda seguridad dónde se halla el fugitivo; pero como no es fácil encontrarle, ni prudente internarse en bosques que cuentan leguas de extensión, le deja una carta en un árbol con una señal que lo indique, y acude diariamente a saber el resultado.

El que anda oculto, toma sus medidas por si tratan de hacerle alguna mala partida, y se presenta o no, según le parece. Rara vez los buscadores van de mala fe; es decir, con ánimo de entregarle a sus enemigos sin salir del monte; pero si tal acontece y se descuida, ya puede contarse entre los difuntos.

Son tan diestros, emplean tales precauciones los gauchos, la naturaleza y sus conocimientos especiales les favorecen tanto, que es casi imposible sorprenderlos.

Cerca ya de su guarida, encontró Amaro, a algunos de sus montoneros, que salían a proveerse de víveres; esto es, a enlazar por lo pronto la primera vaca alzada58 o no que les presentase, llevarla al pie de una cuchilla y matarla, y después arrear al bosque las que se pudiera.

  —115→  

El gaucho se alegró de esta circunstancia. Así, dejando el caballo, y yéndose a pie hasta los ranchos, evitaba los ladridos de los perros, y podría sorprender agradablemente a Lia, como deseaba.

Sus cálculos le salieron exactos; llegó, y entró en su rancho sin ser sentido. Lia estaba acostada en la hamaca.

Dormía la encantadora joven con la calma de la virtud y el abandono de la inocencia. El deshabillé de muselina con que estaba vestida se le había desabrochado, y dejaba ver, sobre la graciosa tabla de su pecho de marfil, medio ocultas entre los encajes de su camisa de batista, dos ligeras ondulaciones, nacaradas y tersas como dos manzanas de bruñido jaspe: uno de sus pies, cruzado sobre el otro, asomaba por la revuelta falda hasta más arriba del tobillo; pie tan mono, tan bien hecho, tan bien ajustado en su elegante botín de seda, que era muy difícil, por no decir imposible, detener la imaginación donde el vestido detenía a los ojos, a la mitad de la media...

Favorecidas por aquella postura voluptuosa, sus acabadas formas que envidiarían una georgiana, destacábanse en la curva de su flotante lecho. La mente adivinaba sin trabajo la artística perfección de sus encantos.

-¡Oh! era imposible contemplarla y no sentir en el acto hervir la sangre en las hinchadas venas, agolparse con violencia al corazón: del corazón saltar a la cabeza, de la cabeza refluir otra vez al corazón, y derramarse en seguida por todo el cuerpo como gotas de bronce derretido.

Tal fue el sentimiento galvánico que sintió Amaro al acercarse a la hamaca; al verla con la cabeza inclinada a un lado, apoyada la mejilla en una mano, los negros bucles de   —116→   su rizada cabellera esparcidos en desorden sobre sus blancas espaldas; sonriente, pudorosa, tímida, inundado el rostro de inefable gozo y bañado por ese ligero tinte de rosa con que los espíritus vitales del sueño colorean el semblante de los niños y de las hermosas.

Tal fue la impresión fulmínea que sintió, al ver que entreabría sus rosados labios, y llamándole por su nombre le tendía los brazos con amorosa inquietud.

Lia soñaba, y soñaba con Amaro, con el ídolo de su alma.

Inclinose éste para recoger los sonidos confusos e incoherentes que se escapaban de su boca, y pudo percibir entre otras frases sin conexión ni enlace, las siguientes:

-¡Ven!... ¡Ven!... ¡Te adoro, ingrato!... ¡Soy tuya... toda tuya!... ¡Ah, no... sí!... ¡No me olvidarás?... ¿Nunca, nunca?...

Amaro, sin advertirlo, se había aproximado tanto a ella, que la respiración de ambos se confundía: la bella somnámbula hizo un movimiento para variar de posición, y sus labios rozaron suavemente a los labios de su amante.

El caminante que, próximo a sucumbir en los arenales de la Arabia, devorado por la sed, encuentra una fuente donde aplacarla, no se precipita a ella con más ansia que el gaucho a la boca de la joven.

Lia despertó... y fuese efecto del suelo amoroso que todavía la dominaba, o de su inocencia que no la permitía sondear la profundidad del abismo que se abría a sus plantas, ora de su vehemente pasión, ya del gozo de volver a verle, o bien de la incontrarrestable fascinación que él ejercía en sus sentidos y en su alilla, o lo que parece más   —117→   natural de todas estas causas reunidas, Lia, la pura y candorosa niña, en vez de rechazarle, se incorporó en la hamaca, lo atrajo cariñosamente a sí, y rodeó su cuello con sus desnudos brazos.

A la dulce presión de su cuerpo, al suave contacto de sus mejillas, Amaro cerró los ojos, próximo a desfallecer bajo el peso de su dicha. Zumbáronle los oídos, dilatáronse las arterias de su frente, latiendo aceleradas como las cuerdas del arpa en el momento que estallan, no pudiendo resistir las violentas pulsaciones del rápido tañedor: vacilaron sus rodillas, y poco faltó para que perdiese el conocimiento.

Pero aquella primera emoción, demasiado intensa para que durase mucho, pasó como un relámpago. Sus ojos se abrieron, y la luz volvió a iluminar su avara pupila; sus oídos tornaron a escuchar el tiernísimo acento de su amada; lúbricas y voluptuosas imágenes brotaron en su cerebro abrasado; sus músculos y sus nervios adquirieron doble rigidez, doble vigor del que tenían en su estado natural.

Un minuto más, y la aureola celeste de la virgen se convertía en el letrero infamante de la mujer, arrojada de su elevado pedestal, del trono de luz en que Dios la colocara, al fango del envilecimiento. ¡Centella divina apagada en el cieno; flor picada por un gusano antes de abrirse; pura gota de rocío que pudo ser perla y se trocó en asqueroso insecto, brillante caído del solio del Eterno, y recogido por los impíos para adornar la diadema de Satanás!

Ya el ángel custodio de Lia, se alejaba de la cabecera de su lecho, cubriéndose el rostro con sus áureas alas, y ya vertiendo raudales de llanto, finalizada su misión en la   —118→   tierra, las abría para ir a implorar del Altísimo el perdón de la culpable.

Empero todavía ella no lo era, todavía estaban blancas todas las blancas páginas del libro de su vida...

Aviso, inspiración del cielo fue sin duda la que la impulsó a desasirse de los brazos de su amante en aquel momento solemne, y a rechazarle con súbita energía saltando velozmente de la hamaca, trémula y agitada, cual si hubiese tocado un áspid escondido entre sus traidoras plumas.

Tan rápido y simultáneo fue este hábil movimiento estratégico, que el burlado amante, aunque quiso, no pudo evitar que se pusiera de pie, si bien consiguió asegurarla de un brazo.

Pugnó Lia para que la soltase, y en esta corta lucha, estando desabrochado el deshabillé, dejó escapar un medallón de oro sujeto al cuello por una cadena de pelo.

La presteza con que la joven se apresuró a esconderlo excitó la curiosidad y los celos del gaucho.

-¿De quién es ese retrato? le preguntó con voz ahogada por la cólera, oprimiendo su delicado brazo entre sus dedos de acero, sin advertir, ¡tan ciego estaba! la dolorosa contracción que desfiguraba las facciones de Lia.

-Me haces daño, Amaro, respondió esta, queriendo en vano dar una expresión agradable a su fisonomía y una inflexión dulce a su angustiado acento.

-¿De quién es ese retrato? volvió a preguntar el gaucho soltando el brazo y asegurándola por la cintura.

Lia bajó los ojos, y no respondió.

-¡Dámelo!

  —119→  

-¿No me le das?

-¡No!

-¡Ah, pérfida, te comprendo! exclamó aquel rechazándola furioso; ese retrato es el de mi rival, de ese miserable a quién amas, a pesar de todas tus falaces protestas y mentidos juramentos. Anda, corre y entrégale tu corazón cobarde; para dármelo a mí sería preciso que rebosase de amor y nobleza. Y tú, nacida entre esa gente imbécil que cuando mira a su patria esclava, en vez de imitar nuestro ejemplo, se prosterna y presenta las espaldas al azote y el cuello a la cuchilla de sus verdugos con tal que la dejen vegetar vilmente en las ciudades; tú, educada entre el lujo y los placeres, acostumbrada a cifrar tu ventura en un vestido de moda o en una joya, no puedes, no, comprender mi sublime pasión. No puedes, no, valorar el sacrificio inmenso que te hago robando el tiempo a mi patria para consagrártelo a ti!... ¡Loco he sido en poner mi cariño en un ser tan... no sé cómo calificarte! ¡Loco he sido en presumir que abrigaba tu alma el candor y la pureza de tu semblante!...

-¡No más, no más! exclamó Lia sacando el retrato y dándoselo; mira, y desengáñate.

Cogió rápidamente el gaucho la imagen que le ofrecía, y la acercó a sus ojos, contemplándola con la avidez de un avaro, que encuentra el talego de oro que creía perdido.

-Mira esa venerable frente, esos blancos cabellos, continuaba entre tanto Lia, enjugándose las lágrimas que las injurias y sarcasmos del irritado galán la hicieran verter; obsérvalo bien, y dime si es así el retrato de un amante.

  —120→  

El gaucho no la escuchaba; fija la vista en la imagen, analizaba una a una sus facciones, y parecía reluchar con una espantosa pesadilla; sus manos temblaban, se contraían sus labios, y una palidez mortal borraba hasta las últimas huellas del encendido carmín con que no ha mucho la fiebre del amor animara su semblante.

Convencido que no se engañaba, miró a Lia de hito en hito, y sus sospechas se trasformaron en evidencia. Con todo, quiso persuadirse de que tal vez se engañaba, y la interrogó con la ansiedad del que desearía ignorar lo mismo que pregunta.

-¿De quién es este retrato?

-De mi padre.

-¿De tu padre?

-Sí.

-¡Dios eterno! lo había adivinado, exclamó el proscripto golpeándose la frente con su pesada mano. ¡Ah! ¿Por qué no me lo has dicho desde un principio?

-El temor... un capricho... ¿qué se yo? quería que ignorases el nombre de mi familia, contestó la joven.

Amaro, inquieto y agitado clavó la vista en el suelo, presa de dos sentimientos que con igual violencia, despedazaban su alma; pero era esta demasiado fuerte, demasiado para que durase mucho tiempo su incertidumbre.

-¡Sí, es necesario, murmuró; Lia, luz de mis ojos! perdóname, y abrázame: abrázame sin temor porque pronto debemos separamos, tal vez para siempre.

El dolor prestaba un colorido tan grave, el heroico sacrificio que voluntariamente se imponía sublimaba tanto al   —121→   que pronunciaba aquellas palabras, que la joven se arrojó en sus brazos sin vacilar.

Frenético estrechola él contra su pecho, apoyó su rostro en su espalda alabastrina, dejándola húmeda con sus lágrimas; y como ella correspondiese a sus transportes con otros iguales, la apartó suavemente, y salió con paso acelerado en busca del incógnito de la carta, cual si temiese si permanecía allí un momento más, ofuscarse, perder el juicio y sucumbir de nuevo, ceder otra vez, sin advertirlo, al delirio, a la embriaguez, al vértigo de su mutua pasión volcánica, y, ¿cómo no temerlo, si él la fascinaba y ella le enloquecía?

Hay impresiones que son como la pólvora, que la menor chispa enciende: nacen y crecen contra nuestra voluntad, nos arrastran al borde de un abismo y nos precipitan en él, sin que la mayor parte de las veces nos sea dado conocerlo hasta que rodamos en sus profundidades insondables. ¡Ay! la llama del amor más puro esconde siempre un destello terrenal engendrado por la arcilla de que fuimos formados; y ese destello se convierte en devorante hoguera que lo absorbe todo, desde que el espíritu vencido en tenaz pelea y rechazado do quier por los sentidos, se oculta, huye, desaparece, se anonada por un instante, avergonzado acaso de su derrota.



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ArribaAbajo- XI -

El Cambueta


Conforme anunciara a su hija en la carta de que dimos cuenta en el capítulo VI, D. Carlos Niser había venido a la Estancia acompañado de su esposa y del conde. Llegó cuatro días después del rapto de Lia.

En su impaciencia por abrazarla, no había querido detenerse en Paysandú, ni ver a su cuñado, que le habría informado de la catástrofe.

El más impenetrable misterio envolvía aun la desaparición de la joven: en la Estancia nada se sabía. Doña Eugenia había indagado en vano dónde se ocultaba. Estaba persuadida que ella había huido de la estancia solo con el objeto de substraerse a su compromiso con el conde; y ni siquiera se le pasaba por la imaginación que estuviese apasionada de otro hombre.

Los gauchos que presenciaron la escena con el enchalecador, constantes en su sistema de no traicionar jamás a un compañero suyo, nada habían declarado: y como por otra parte estaban en la falsa creencia de que Amaro en aquellos días no se hallaba en la provincia, pues él había tenido la   —124→   precaución de esparcir antes la voz de que partía para la Rioja, y no le habían visto por espacio de tres semanas, no dieron grande importancia a las palabras del muerto, y luego, si hemos de hablar con franqueza, todos y cada uno en particular temían su venganza. En el poco tiempo que conocían a Amaro, bajo el supuesto nombre de Calibar, habían cedido sin advertirlo a la influencia y prestigio que ejercen siempre los hombres superiores sobre los ánimos vulgares, cualquiera que sea la situación en que la suerte los coloque.

El pulpero tampoco declaró nada, por la misma razón, y por otra concluyente para él. El crédito del establecimiento estaba basado en su reserva y circunspección. El día que por causa suya prendiesen a alguno, todos sus parroquianos le abandonarían, y, ¡ay de él, si los parientes o amigos del agraviado le encontraban lejos de la ciudad, en alguna encrucijada o camino solitario!

Las pesquisas, pues, de doña Eugenia y de su esposo fueron de todo punto inútiles. En vano sus emisarios recorrieron todas las Estancias circunvecinas y pueblos del departamento. Nada pudieron indagar, nadie les dio la menor noticia por la cual pudiesen seguir el rastro de la fugitiva. Doña Eugenia estaba inconsolable.

Entre tanto llegó D. Carlos a la Estancia, y, figuraos cuál sería su dolor al no encontrar allí a su hija idolatrada.

Su hermana le abrazó llorando, y se lo dijo sin rodeos, puesto que no había medio de ocultarle la verdad.

Momento terrible fue aquel para todos los de la familia. El anciano se dejó caer sobre un sillón, pálido como   —125→   la muerte, el rostro desencajado, inmóvil, trabada la voz, sin acertar a quejarse ni a prorrumpir en llanto. Sus apretados dientes no permitían que saliesen los ahogados suspiros que exhalaba su alma, y sus yertas pupilas se negaban a dar libre curso a las lágrimas de fuego que en ancho raudal brotaban de su corazón despedazado. Doña Petra por el contrario, en vez de imitar su ejemplo y el de su cuñada, montó en cólera, se desató en injurias e improperios contra Lia, y no encontrando en el diccionario de la maledicencia voces bastantes duras para calificar su conducta, llegó hasta maldecirla: mientras el conde, pensativo y silencioso, con los brazos cruzados, inclinada la cabeza sobre el pecho y los ojos fijos en tierra, parecía reflexionar sobre lo que probablemente ninguno de los circunstantes se acordaba a la sazón, porque la angustia de aquellos y la ira de esta no se lo consentían. Parecía reflexionar, y reflexionaba en efecto, sobre las causas que motivaran la evasión de su futura esposa, y un fatal presentimiento le decía no que ella no le amaba, de eso estaba convencido desde mucho tiempo atrás, sino que otro hombre más feliz conquistara su cariño durante su ausencia, y puestos ambos de acuerdo, la habría seguido desde Montevideo con ánimo de robarla en la primera coyuntura favorable...

A las imprecaciones de su esposa, cada vez más furibundas, D. Carlos volvió de su enajenación, e informándose apresuradamente de los resortes que se habían puesto en juego para descubrir el paradero de Lia, meneó la cabeza en señal de desaprobación, ordenó que le ensillasen otro caballo, y no bien estuvo pronto, sin descansar del largo viaje que acababa de hacer, ni decir a dónde se encaminaba,   —126→   partió solo en busca del tío Chirino (a) Cambueta59, que residía a cuatro leguas de allí en una Estancia de un amigo suyo.

¿Y quién era el tío Chirino, o más bien Cambueta, por cuyo sobrenombre le conocían generalmente? ¿Era acaso adivino?... Poco menos... ¡Era vaqueano!

Para explicaros carísimos lectores y amadísimas lectoras, todo lo que esta palabra significa, necesitaríamos algo más que los estrechos límites de un capítulo. El vaqueano es un tipo especialísimo de nuestras provincias, que desarrollaremos en otra novela de menores dimensiones que la presente, y que formará parte de los cuadros característicos y locales que nos proponemos reseñar, como ya hemos tenido el honor de preveniros antes.

Ahora nos bastará saber que el personaje que nos ocupa era un hombre que conocía palmo a palmo todo el territorio de la Banda Oriental y a los gauchos de todos sus departamentos. Buscaba a las personas que se lo indicaban donde quiera que estuviesen, mediante una retribución más o menos crecida, según la distancia y el tiempo que necesitaba invertir para conseguirlo, y siempre, si no habían muerto o emigrado a otro país, en un plazo más o menos largo descubría su paradero, por más recóndito e ignorado que este fuese.

Era el único que en Paysandú sabía que los montoneros ocultos en el bosque habían venido de Tacuarembó y Salto y que Caramurú se hallaba entre ellos.

D. Carlos llegó al caer la tarde a la Estancia donde   —127→   vivía, y preguntando al capataz si estaba en su rancho, supo con gran disgusto que no había venido aun de la pulpería que acostumbraba frecuentar, y que era la misma donde acaeció la muerte del enchalecador.

Esperole con creciente impaciencia por más de tres horas, y cuando juzgaba que ya no vendría, un canto gutural y prolongado que resonó a lo lejos, y galope lejano de caballos, le anunciaron que volvía acompañado de algunos peones y aparceros60, unos completamente ebrios y otros alegres nada más.

El deber de historiadores concienzudos e imparciales nos obliga a declarar que el Cambueta pertenecía a los segundos, pues la dignidad de su grave ministerio le impedía embriagarse nunca en público, lo cual no obstaba en manera alguna para que cuando se veía solo en su rancho, en las altas horas de la noche, tomase sus trancas61 muy decentes al son de la guitarra de los cielitos, canciones populares que cantaba con una voz de búfalo capaz de ahuyentar a los mismos diablos.

-Chirino, vengo a verte, le dijo D. Carlos apenas pasó el dintel, para un asunto de grande importancia. Deseo hablarte a solas.

El Cambueta se inclinó en señal de asentimiento, y juntos se encaminaron al rancho.

-Vamos, Sr. de Niser, ¿qué queréis? le preguntó no bien llegaron, fingiendo el muy tuno que ignoraba el objeto de su visita.

  —128→  

-Mi hija ha desaparecido hace cuatro días de la Estancia de la Cruz alta.

-¿Sí?... ¡Vaya un desastre! exclamó el vaqueano abriendo tamaños ojos; ¿conque ha desaparecido?...

¡Dios nos asista!

-Sí, amigo mío, y deseo que averigües dónde se halla.

-Dificilillo es, Sr. D. Carlos.

-Vamos, te recompensaré generosamente.

-He oído decir que se han practicado infructuosamente las más exquisitas diligencias, contestó el Cambueta deseando magnificar el servicio que se le exigía, para aumentar su precio.

-Te daré diez onzas de oro si descubres dónde se oculta y me traes cuatro renglones de ella.

El vaqueano lanzó con desdén un ¡schs! sobrado expresivo, cuya significación comprendió azás su interlocutor.

-Serán veinte.

El Cambueta se alzó de hombros.

-¡Treinta, cuarenta, cincuenta!... murmuró D. Carlos.

El tío Chirino se puso a tararear a media voz una de sus canciones favoritas:


Arrorró mi ñato,
Arrorró mi sol,
Vamos a la yerra,
Trae mi redomón.

Tanta avaricia exasperó al abogado, que no comprendía cómo, por un servicio al parecer insignificante, no se contentaba con la respetable suma que le ofrecía.

  —129→  

-¡Y bien! exclamó: ¿qué significa esa estúpida cantinela?

-Significa, señor mío, que por cincuenta onzas no puedo comprometer mi reputación.

-¿Pues cuánto quieres?

-Lo menos cien.

-Las tendrás.

-Vengan cincuenta por lo pronto.

-¡Tunante! ¿Dudas de mí?... gritó D. Carlos, ofendido de semejante desconfianza.

-Yo no dudo, señor; pero estoy acostumbrado a que me paguen adelantado.

-¿Y si no me cumples tu palabra?

-En ese caso, muy extraordinario a la verdad, os devolvería íntegro el dinero que me hubieseis anticipado.

Niser había traído un bolsillo abundantemente provisto pero que no alcanzaba en mucho a la cantidad pedida, sacose, pues, un magnífico alfiler de brillantes que llevaba en la camisa, y reunido al bolsillo se lo ofreció como prenda o fianza de la deuda que contraía.

-El vaqueano, con gran sorpresa suya, en vez de tomarlos, soltó una carcajada, y los rechazó con la mano. El taimado aparentaba burlarse del buen viejo, después de haberle marcado el alto precio en que estimaba sus servicios.

-Os conozco, Sr. D. Carlos, y sé quién sois; había querido únicamente experimentaros. Nada, me daréis lo que os parezca justo. Ahora, oíd mis condiciones, y juradme por vuestro honor que una vez aceptadas no faltaréis a ellas.

  —130→  

-Te lo prometo.

-En primer lugar guardaréis el más profundo secreto acerca de la comisión que me habéis dado.

-¿Por qué?

-Ahí está el busilis.

-Risible es tu pretensión, cuando nadie ignora, que ganas la vida de ese modo.

-Es una precaución... ya veis... podría fracasar... y ante todas cosas conviene poner a cubierto el honor del pabellón.

Sonriose el abogado de la astucia del Cambueta, recordando involuntariamente las advertencias que en casos idénticos, por vía de precaución, solía él hacer a sus clientes.

-En segundo lugar, continuó aquel, es de absoluta necesidad que por ningún pretexto, ni ahora ni más tarde, intervenga la justicia en este asunto.

-Concedido.

-En tercer lugar, seguiréis ciegamente mis instrucciones al pie de la letra y sin pedirme explicaciones acerca de ellas.

-Bien.

-Y por fin, me concederéis diez días, contados desde esta noche, para practicar las diligencias necesarias y poderos dar una respuesta definitiva.

D. Carlos accedió a todo, encargando al vaqueano que evacuase su comisión lo más pronto posible.

Este, que había presenciado el combate a muerte con el enchalecador y oído sus palabras, estaba convencido de que Amaro y no otro era el raptor de Lia: toda la dificultad estribaba en verle y arrancarle diestramente su secreto.

  —131→  

Escribió la carta, y la puso en el paraje indicado; por tres días acudió en vano, a ver si la habían recogido; al cuarto no la encontró; el jefe de los montoneros había vuelto de su excursión al campamento de los charrúas, y ya sabemos la impresión que causara en él dicha misiva, y el modo cómo salió de la habitación de su amada con ánimo de apersonarse con el portador o autor de ella.

El gaucho, media hora antes de llegar al paraje convenido, ató su caballo a las ramas de un árbol, y marchó a pie, no en línea recta, sino describiendo un ángulo; cerca ya del naranjo, trepó encima de un corpulento seibo, que dominaba aquella localidad, y tendió la vista alrededor, luego dio una vuelta en torno del árbol donde le esperaba el vaqueano, prestando el oído por si distinguía rumor de hombres y caballos, y examinando con ojos de lince la tierra para cerciorarse por las huellas de que solo aquel había entrado en el bosque.

Persuadido de que no le armaban ningún lazo, se aproximó cautelosamente al naranjo: apartaba con tal tino las ramas y pisaba tan suavemente, que, a ser de noche, se le hubiere tomado por un espíritu de la selva. Sus botas de potro resbalaban sobre la yerba sin producir el más leve rumor.

Apartó el ramaje con la diestra mano armada de su puñal, cubriéndose con la siniestra el rostro que, a excepción de los ojos, desaparecía bajo el halda del poncho, Y con voz vibrante y avasalladora, gritó al Cambueta:

-¡Vuélvete!

El vaqueano obedeció esta orden cual maniquí movido por una cuerda. El paso no era para menos; Le iba en ello la vida.

  —132→  

Amaro sacó un pañuelo, le vendó los ojos, le arrebató las pistolas de que iba provisto, le cogió de la mano y se lo llevó a unos quinientos pasos de allí.

-Siéntate, le dijo, y explícame en pocas palabras el objeto de esta cita.

-¿No os acordáis ya de mí, señor? preguntó el tío Chirino, acomodándose lo mejor que pudo sobre un montón de hojas secas, obedeciendo al impulso que le comunicaba la mano de su acompañante.

Hasta entonces el gaucho no se había fijado en él; el timbre de su voz le hizo contemplarle con detenimiento. Súbito recuerdo vino a desvanecer sus dudas.

-¡Voto al diablo! exclamó arrancándole la venda: tú eres el Cambueta. No te había conocido.

-Gracias, Sr. Amaro; más vale tarde que nunca.

-Dime, continuó este con visible recelo, ¿alguien más que tú sabe que yo estoy en este departamento?

-Nadie; os lo aseguro: yo mismo lo ignoraría a no haberos reconocido en la soberbia puñalada con que despachasteis a ese maldito brujo en la pulpería a que asisto diariamente. ¡Oh! cuando os vi luchar con él os reconocí, porque nadie se le atrevía por acá, y era necesario ser tan valiente y diestro como vos para osar combatirle frente a frente y cuerpo a cuerpo. Al fin pagó las muchas muertes que debía ese malévolo.

-Chirino, no insultes a los muertos, respondió Amaro con grave melancolía; ¡ya no existe!... ¡Dios haya tenido piedad de su alma!

-Francamente, señor; no merece que se le tenga compasión...

  —133→  

-Basta... Explícame el objeto que te obliga a solicitarme.

-¿Lo ignoráis? preguntó el vaqueano con una sonrisa maligna y burlona que no dejó de desagradar a su interpelante, el cual ni aun en broma consentía que nadie se le riese en sus barbas.

-Mira, le dijo, te prevengo que contestes lisa y llanamente a lo que te pregunte, sin interpretar lo que te diga ni comentar mis razones. ¿Has oído?

Pronunció el gaucho estas palabras mirando de arriba abajo con ceño y menosprecio al zumbón, recordándole así la distancia inmensa que mediaba entre ambos.

-¡Eh!... si tomáis a mal una chanza insignificante, repuso el tío Chirino un tanto cortado, me callaré como un perro, quiero decir, no hablaré hasta que me interroguéis.

-Eso es lo que deseo.

-Podéis empezar.

-¿Quién te envía?

-El Sr. D. Carlos Niser.

-¡Niser! ¡El Sr. D. Carlos Niser! repitió Amaro con amargo acento de tristeza y reconcentrada pena ¿Acaso sabe él?...

El gaucho se detuvo acordándose de repente que el vaqueano no estaba iniciado en su secreto, y que él iba a revelárselo antes de tiempo con sus imprudentes preguntas. Conociolo aquel y se apresuró a sacarle de su error, diciéndole con la seguridad e impavidez que acostumbraba en casos tales.

-No os aflijáis; ignora completamente que la señorita   —134→   Lia ha sido robada por vos y se halla en el fondo del bosque en vuestro propio rancho.

-¿Y tú, cómo lo sabes? preguntó el gaucho sorprendido por aquella brusca insinuación.

-Por una casualidad... que sería muy larga de contaros... y ahora estamos los dos deprisa... pero estad persuadido que solo el enchalecador y yo hemos podido sorprender vuestro secreto.

-Pronto se habrá remediado el mal que involuntariamente la he ocasionado, murmuró el noble cuanto infortunado amante. Continúa:

-¿Qué he de continuar?

-La narración de lo que te pasó con don Carlos.

-¡Eh! Estuvo a verme hace cuatro días, y a ofrecerme hasta doscientas onzas si se descubría el paradero de su hija y le llevaba cuatro renglones escritos pos ella.

-¿Y qué pretende?

-¿Qué sé yo? Me dijo que solo anhelaba saber que estaba buena y que no corría ningún peligro. ¡Oh, la quiere mucho el buen viejo! Lloraba al hablar de ella, y me repitió más de cien veces que a trueque de saber eso la perdonaría su locura y los pesares que le ocasionaba, correspondiendo tan mal al cariño con que siempre la había distinguido.

-Escucha: nada exigirás al Sr. de Niser por tu trabajo...

El vaqueano tosió, cual si quisiera por este modo indirecto preguntar quién se encargaba de pagarle, pues los tiempos no estaban para servir gratis, o para fiar, que en   —135→   último resultado la mayor parte de las veces viene a ser lo mismo.

-Yo me encargo de satisfacer esa deuda, continuó el gaucho clavando en él su fascinante mirada de águila; yo me encargo de pagarte, ¿entiendes? Y si llegó a saber que has recibido un solo centavo del Sr. de Niser, te estaqueo62 apenas caigas en mis manos.

-¡Oh! descuidad, señor; descuidad replicó el tío Cambueta apresuradamente; la echaré de generoso, y nada, nada tomaré.

-Le dirás que has visto a su hija, que está buena, y le llevarás la carta que desea. Por más súplicas que te haga, no le descubrirás nuestra guarida... Cambueta, sé que eres leal, y sobre todo amante de tu patria; confío que no me traicionarás.

-Moriría primero.

-Mañana a las doce de la noche acompañarás a D. Carlos a las tapias del cementerio: yo estaré allí aguardándoos. Es un paraje solitario y respetado del valgo. Allí nadie irá a interrumpirnos. Le dirás que un antiguo amigo suyo, que te ha ayudado eficazmente en tus investigaciones, desea hablarle; pero por Dios que no pronuncien tus labios el nombre maldecido que me han obligado a aceptar los intrusos: para él yo no soy Caramurú; soy únicamente Amaro. Ahora monta a caballo y ven conmigo.

El vaqueano retrocedió hacia el naranjo, tomó su alazán, y volvió al mismo punto a incorporarse con Amaro,   —136→   que saltó en ancas y marchó con él en busca de su parejero, que había dejado atado bastante lejos del lugar de la cita, temiendo ser sentido por los que acompañasen al Cambueta, caso que este procediese de mala fe.

Poco después de anochecer llegaron a los ranchos. Lia estaba sentada a la puerta del suyo, pensativa y triste, vacilante, dudosa, reluchando a un tiempo con su amor y la voz de su conciencia, que le ordenaba exigir de la caballerosidad de Amaro que la devolviese a su familia...

Su amante mandó que trajesen luz, y entró seguido del vaqueano.

Una pequeñuela, hija de uno de los montoneros, corrió y trajo una especie de hacha formada con pequeñas ramas atadas en un haz e impregnadas del sebo de los animales que mataban diariamente.

Amaro abrió el pequeño escritorio y rogó a Lia que escribiese lo siguiente:

«Querido papá: Estoy buena, y pronto espero abrazaros: creed, por lo que más améis en la tierra, que todavía soy digna de llamarme hija vuestra. Perdonadme.»

«Lia.»

El gaucho dobló esta carta, llamó a cuatro de sus montoneros, y ordenándoles que acompañasen al vaqueano hasta la salida del bosque, le entregó el billete y le apretó la mano, diciéndole con efusión:

-¡Hasta mañana a las doce!



  —137→  

ArribaAbajo- XII -

Protector y protegido


Era una hermosa noche de verano: brillaba la luna llena en el zenit, y el oscuro azul del firmamento, salpicado de rutilantes estrellas, semejaba un inmenso pabellón de su bordado de plata, que algún arcángel hacía tremolar en el espacio, envolviendo al mundo con su sombra protectora. Noche de amor y poesía iluminada por el melancólico fulgor de los astros que se destacaban en el fondo del cerúleo velo como chispas refulgentes que iba dejando en su camino el carro del Hacedor al cruzar la ancha red del universo. Noche de indefinible embeleso, en la que suspiraba el alma contemplando al cielo, cual si anhelase romper los grillos que la sujetaban a la tierra, y en alas de la fe y la esperanza volar hasta el trono radiante del Altísimo...

Apacible calma, misterioso silencio cubrían la vasta extensión del campo solitario; calma y silencio que al perturbarse le prestaban nuevo hechizo, nueva majestad y encanto. Tal vez una ráfaga perdida pasaba murmurando por encima de los bosques y sacudía las gallardas copas de millares de árboles, que se iban inclinando unas en pos de   —138→   otras, semejantes a las olas del Océano cuando la brisa las empuja suavemente y las derrama sobre la arenosa playa; acaso los tristes gemidos del ñacurutú, y de otras aves nocturnas resonaban de vez en cuando, interrumpidas por el espantoso aullar de los cimarrones63, que, hambrientos, vagaban por las fragosidades de la sierra; acaso se estremecían los pajonales y ondeaba el césped bajo los ágiles pies de los hurones, que buscaban su presa a los trémulos rayos de la luna; o el pesado Anta se revolvía en el fango de algún riachuelo, dejando escapar por su pequeña trompa un áspero resoplido, indicio del placer que experimentaba; tal vez alguna aleve tribu asomaba por las empinadas lomas tendida al viento la larga cabellera, y descendía al llano haciendo retemblar el suelo bajo el sonante casco de sus veloces potros, inclinada sobre su cuello, para que a la distancia la confundiesen con alguna manada de caballos o novillos silvestres; y en fin, quizá un rumor lejano, parecido al bullente hervor de una gran caldera que rebosara y se derramase apagando las llamas que la envolviesen, anunciaban que algún río gigantesco salía de madre y se dilataba por los campos vecinos, sin estrépito ni violencia, pero imponente, arrollador, incontrastable, como el tiempo en el océano de las edades, tragando y vomitando siglos.

El reloj de la parroquia de Paysandú dio doce lúgubres campanadas: largo rato hacía que Amaro se paseaba por el cementerio aguardando a sus amigos.

La luna reflejaba sus rayos en las blancas osamentas amontonadas en un extremo de la mansión de los muertos;   —139→   gemía el crecido césped de las tumbas, y los sauces y cipreses se doblaban a intervalos con doliente murmullo; fugitivas exhalaciones cruzaban allí y aquí; se oían clara y distintamente dentro de los nichos el ruido de los dientes y los chillidos de las alimañas que se nutren con los fríos despojos de los cadáveres; el eco repetía en el cóncavo suelo las pisadas y voces misteriosas, tristes ayes y quejidos parecían salir del seno de la tierra, de las losas de los sepulcros, de los árboles, del césped, de las osamentas, y hasta de los pajizos y derruidos muros.

Empero Amaro, a pesar que creía, como todos los gauchos, en duendes y aparecidos, paseábase impasible y tranquilo de un extremo a otro del osario. Fijaba sus ojos en el paraje donde habían enterrado al enchalecador, y se sentía capaz de volver a matarle si se levantase de nuevo de su tumba. Nada había en el mundo que le hiciera temblar; ni los vivos ni los muertos. Su alma, inaccesible al miedo, podía ser aniquilada; pero mientras permaneciese en su cuerpo, prestaría aliento a su brazo hasta para luchar como Luzbel contra su mismo Hacedor.

Sacole de sus meditaciones la aproximación de D. Carlos Niser, que venía acompañado del vaqueano.

Al verlos, saltó por las tapias del cementerio, y salió a su encuentro,

D. Carlos y su acompañante retrocedieron llenos de pusilánimes aprensiones; es indudable que a no estar prevenidos y a no haberles él gritado que era el que aguardaban, hubieran echado a correr, sin detenerse hasta llegar al pueblo.

Sr. D. Carlos, dijo Amaro, quitándose el sombrero: mi   —140→   amigo Chirino ya os habrá informado del empeño que tengo en serviros.

-Sí, y te doy por ello las más expresivas gracias, contestó el abogado trémulo aun, y mirando en torno suyo con ojos despavoridos. La repentina aparición del gaucho, envuelto en su poncho, por la parte del camposanto donde estaban apilados los huesos y calaveras, le había asustado en términos que no le conoció, a pesar de ser la fisonomía de Amaro una de aquellas que no es posible confundir con otra alguna.

-Vengo a ayudaros a recobrar vuestra hija, añadió este cubriéndose, persuadido de que ya le habría reconocido.

-¡Ah, sí, mi hija, mi querida hija! exclamó don Carlos, -recordando de pronto el objeto de la cita que también se le había olvidado. Habla, di, ¿qué recompensa quieres?

-¡Recompensa! replicó el gaucho con amargura: yo no os exijo nada; tengo que pagaros una deuda de honor.

A estas palabras, Amaro se sacó por segunda vez el sombrero, cuyas anchas alas impedían que la luz del astro de la noche iluminasen su semblante.

D. Carlos, preocupado con otras ideas, la miró, y aunque le pareció que aquella cara no le era desconocida, no cayó al punto en quién era.

-¿Me harás el favor de decirme cómo te llamas? le preguntó; tengo idea de haberte visto en otra parte.

-¿No recordáis, Sr. de Niser, un viaje que hicisteis al departamento de Minas?

-¿Cuándo? ¿En 1810?

-No: en 1815.

-También estuve en esa época.

  —141→  

-¿Y no os acordáis, señor, de un joven de veinte años que estaba en capilla y debía ser fusilado al día siguiente por haber muerto en desafío sin testigos al único hijo del más rico y considerado propietario de aquel departamento?

-Sí... me acuerdo... pero confusamente.

-¿No os acordáis, señor, que a ruego de vuestro pariente D. Nereo, interpusisteis vuestra poderosa mediación con el comandante, a quien estaba confiado el mando de aquel pueblo, y partisteis esa misma tarde para el campamento del General Artigas, volviendo cuatro días después con el perdón que me otorgó, gracias a vos?

D. Carlos se acercó al gaucho, le miró con avidez y dando un grito de gozo:

-¡Ah, tú eres Amaro! exclamó; ¡gracias, gracias, Dios mío! Ahora recobraré a mi hija.

-No contento con eso, continuó el amante de Lia, que necesitaba enumerar uno a uno todos los beneficios que debía a su padre, a fin de tener fuerzas para hacerle por completo el heroico sacrificio que deseaba; no contento con eso, me disteis un cinto de onzas, cartas de recomendación para Buenos Aires, y por fin, me salvasteis por segunda vez la vida, desbaratando una celada dispuesta por mis enemigos para asesinarme al pasar el Uruguay.

-Es verdad... me interesaba por ti como por un hijo; pero tú, tú no has correspondido a mi afecto como debías. Ni una vez sola ha procurado verme en el espacio de ocho años.

-¿Habéis necesitado de mí alguna vez?

-No. Ahora únicamente.

  —142→  

-Pues ahora estoy aquí.

-Y tanto confío en ti, que solo al verte he creído que volvería a recobrar a mi hija, porque sabiendo tú dónde se oculta, por grado o por fuerza la traerás a mis brazos, aunque te costase la vida, ¿no es verdad?...

Al expresarse de esta manera, muy lejos estaba D. Carlos de valorar todo el alcance de sus expresiones; no hacía más que manifestar su ciega confianza en las promesas del gaucho. Sabía que ellos son esclavos de su palabra, que mueren antes de quebrantarla, sin retroceder ante sacrificio alguno, cuando se le exige su cumplimiento.

-Acaso nunca sepáis, Sr. de Niser, repuso dolorosamente Amaro, vos, que me acusáis de ingrato, ¡cuán caro me cuesta retribuiros vuestros beneficios!

-No te comprendo, respondió D. Carlos admirado.

-Ni es necesario que me comprendáis... decidme: ¿tenéis presente, por ventura, lo que os dije el día que recibí mi perdón?

-Me jurasteis que en cualquiera situación, y en cualquiera parte donde te hallases, acudirías a mí en cuanto yo te lo indicase, y fuese cual fuese el favor que te pidiera, lo ejecutarías en el acto sin vacilar.

-Heme aquí por lo tanto esperando vuestras órdenes.

-Quiero ver a mi hija, si es posible recobrarla.

-Pasado mañana, Dios mediante, la tendréis en vuestra casa.

-¿A qué hora?

-Después de las carreras.

-¡Ah, por la Virgen, no me engañes, Amaro, repitió el anciano con recelosa alegría; no me hagas consentir en   —143→   tamaña ventura, que luego debe hacer más amarga la triste realidad.

-Os repito que pasado mañana, suceda lo que suceda, cueste lo que cueste, abrazaréis a vuestra hija.

El tono avasallador del jefe de los montoneros no dejaba lugar a dudas. D. Carlos cedió a la influencia que dominaba a los demás. Inútil era reflexionar: Amaro subyugaba por la fuerza del sentimiento. Convencía sin amenazar. Su porte, su ademán, su acento hablaban con más elocuencia que sus palabras.

-Si acaso yo mismo no os la entrego, prosiguió, salid de Paysandú, y muy cerca de sus trincheras encontraréis mi cadáver sangriento...

-¿Qué dices? ¡Explícame ese misterio! exclamó D. Carlos azorado.

-¡Nada me preguntéis; nada!... porque nada puedo deciros, respondió el gaucho con voz solemne, lenta y resignada; ¡cúmplase la voluntad de Dios!

Grande era la curiosidad y el ansia del amoroso padre, pero convencido como estaba de que por más instancias que hiciera al gaucho no le arrancaría una sola palabra, habiendo manifestado que nada diría, guardó silencio, y se dispuso a marchar.

-Hemos concluido, dijo; adiós, Amaro; descanso en ti.

-Dos palabras, señor, si gustáis replicó este deteniéndole del brazo.

-Di lo que quieras.

-No puedo ni está en mi mano poneros ninguna condición; pero debo preveniros que el motivo de haber abandonado   —144→   vuestra hija la Estancia de su tía, no es otro que el estar comprometida con un hombre a quien no ama.

-¡Dios del ciclo! repitió D. Carlos: ¿y cómo ahora me libro del compromiso que tengo con el conde?

-¿El conde? preguntó Amaro con acento amenazador; es conde, ¿eh?

-Sí, conde de Itapeby.

-El gaucho se llevó las dos manos cerradas a las sienes, cual si quisiese detener su explosión de su ira. En seguida se volvió al anciano, que le contemplaba absorto, y añadió, poseído de un vértigo infernal:

-No puedo devolveros a Lia si no me juráis que no violentaréis su voluntad.

Un relámpago iluminó a D. Carlos: las tinieblas que envolvían su mente se disiparon; vio la verdad tal como era; adivinó que su hija estaba en poder de aquel hombre, y que él la amaba y era amado de ella.

-¡Desgraciado! exclamó: tú la has seducido; tú eres su raptor; tú has abusado de su inexperiencia y de sus pocos años. ¡Infame!

El indómito gaucho, al oírse apostrofar tan duramente, por un movimiento involuntario llevó la mano al puno de su daga; pero con la misma rapidez se detuvo, hincó una rodilla, tomó el puñal por la punta y se lo presentó a D. Carlos, diciéndole:

-¡Sí, yo os he robado vuestra hija; soy un miserable; lavad con mi sangre vuestra afrenta!

-¡Tan niña y perdida para siempre! repetía el anciano, llorando y escondiendo la cabeza entre sus manos.

-¡Oh, no la ultrajéis; está inocente y pura como los   —145→   ángeles!... Si se halla en mi poder, es contra su voluntad.

Entonces Amaro se puso en pie, y en breve; palabras, llenas de elocuencia y pasión, le contó la historia de sus malhadados amores. El abogado le escuchó en silencio, y antes que acábase su narración, ya estaba convencido de la inocencia de Lia.

-Sin embargo, murmuró, su reputación está gravemente comprometida. Si al menos pudieses casarte con ella...

-¡Ese es todo mi anhelo, mi única ambición, mi más dulce ensueño de felicidad! contestó el gaucho, radiante el rostro de placer.

D. Carlos le miró frente a frente, y con una amarga sonrisa de desprecio, le dijo con altanería:

-¿Y quién eres tú para enlatarte con mi familia?

-Ignoro quiénes son mis padres, y nada tengo, replicó Amaro humildemente, pero siento en mí algo que me anuncia que mi estirpe es tan clara como la vuestra.

-Pues bien, continuó el buen viejo, enternecido y cediendo sin advertirlo a la magia que ejercía el caudillo patriota sobre cuantos le rodeaban; tú eres joven y valiente, procura averiguar quiénes son tus padres, o conquistar con tu esfuerzo una posición social, adquirir un nombre que valga tanto como el que la suerte te niega, y Lia será tuya.

-¡De veras! ¡No me engañaréis! exclamó Amaro, anhelante, inmóvil, suspenso de la respuesta que aguardaba.

-¡Sí; te lo juro por mi honor, por la salvación de mi patria, lo que más amo en la tierra después de Lia!

-Entonces, D. Carlos... el gaucho se detuvo dudando   —146→   si debía o no descubrirle aun su segundo nombre: el nombre glorioso, sinónimo de heroísmo y lealtad, que todos los orientales fieles a su patria pronunciaban con respeto y admiración.

-¿Entonces, qué?... preguntó Niser con ansiedad. El aire distinguido del gaucho, su manera de expresarse, el misterio que le envolvía; habían herido fuertemente su imaginación. Una vaga sospecha de quién podía ser cruzaba al mismo tiempo por su frente.

-Entonces, dadme la mano... contestó aquel porque soy...

-¿Quién?

-¡Caramurú!

-¡Abrázame, hijo mío! gritó el anciano, estrechándole contra su pecho; sí, tú mereces llamarte hijo mío; era imposible que mi Lia se hubiese enamorado de un hombre vulgar.

Largas explicaciones se sucedieron, y de ellas resultó que D. Carlos se convino, no en negar su consentimiento a la boda, porque entonces se expondría a la venganza de D. Álvaro, sino en dilatarla, y solo en el último trance oponerse abiertamente, hasta que, arrojados los intrusos del patrio suelo, pudiese obrar con toda libertad, sin miedo de que le calificasen de anarquista, conspirador, y le confiscasen sus cuantiosos bienes.

Conformes en este punto, Amaro entabló otra animada discusión con el vaqueano, mudo espectador de las anteriores escenas; y muy importante debía ser el asunto, cuando la luz del nuevo día vino a anunciarles que ya era hora de retirarse.

  —147→  

D. Carlos y su futuro yerno tornaron a abrazarse de nuevo; y como el primero se lamentase del mal éxito que podía tener la empresa de que habían hablado antes, el jefe de los montoneros le contestó con su habitual indiferencia:

-No tengáis recelo alguno, amigo mío; la fortuna ayuda a los audaces. ¿No es verdad, Chirino?

-Señor, repuso el Cambueta: con vuestra gente, y los aliados que yo me encargo de proporcionaros, no digo con mil portugueses, ¡con mil demonios somos capaces de pelear!

-¡Dios proteja la buena causa! dijo el anciano alzando los ojos al cielo.

-¡O muerte, o libertad! repitió Amaro: y cada uno de los tres personajes, pensativo y meditabundo, se encaminó por distinto sendero; el abogado a la ciudad, el vaqueano a recorrer el departamento, y Caramurú al fondo de la selva a informar a sus valientes de que había llegado el momento solemne de vencer o morir.



  —149→  

ArribaAbajo- XIII -

Las carreras


A pocas leguas de Paysandú se extiende una dilatada planicie, desnuda de árboles, pero tapizada de menuda yerba, la cual termina al Occidente por un dilatado barranco, en cuyas profundidades corre el Uruguay encajonado, y siguiendo las ondulaciones del terreno, ora se precipita en violentos remolinos azotándose contra sus bordes, ora continúa su marcha apacible, cual pintado iguana que se desliza perezosamente a la caída del crepúsculo, sobre la arena humedecida con el reflujo de las olas; o bien levanta su verdinegra espalda cubierta de hervorosa espuma, y bulle y salta, se revuelve y ondea, se esconde y reaparece, como un inmenso cetáceo que hiende los mares llevando clavado, el arpón, que cuanto más pugna por lanzar de sí más se hunde en sus entrañas, y al fin arroja su masa inerte y ensangrentada sobre los flancos del atrevido bajel que vuela en pos de ella, ensordeciendo el espacio con sus cánticos de victoria.

Desde las doce de la mañana, inmensa muchedumbre afluía de todas partes, atraída por las famosas carreras que   —150→   debían verificarse allí a las cuatro de la tarde. Los dos propietarios más ricos y considerados de la provincia, entre quienes existía una antigua rivalidad, habían señalado aquel día para correr sus corceles. La crecida suma que se atravesaba, el nombre de los dueños de los caballos, la multitud de personas que tomaba parte a favor de cada uno, las parciales, la circunstancia de ignorarse aun cuál era el parejero que el señor de Abreu pensaba oponer al renombrado Atahualpa, vencedor en todos los años anteriores, y sobre todo, ciertos misteriosos rumores que circulaban relativos a una conspiración tramada por los patriotas, habían dado a las presentes carreras una celebridad inaudita, una celebridad americana, ya que no europea.

Desde los más remotos confines de la Banda Oriental, lo mismo que de las provincias del Brasil y de la República Argentina, fronterizas a las nuestras, los gauchos, los estancieros64, y hasta indolentes habitantes de las ciudades, aficionados en extremo a esta clase de diversiones, habían acudido en tropel a malgastar allí alegremente, como es costumbre en América, siempre que hay ocasión, su tiempo y su dinero.

Además de los doscientos mil patacones de los dos capitalistas, se calculaban a esa hora en un millón de pesos fuertes las apuestas de los particulares.

Magnífico era el golpe de vista que ofrecía la extensa llanura, cuajada de gentes de todas edades, sexos y condiciones. Cuadro encantador que, trasladado al lienzo, mientras lo iluminaba los tibios resplandores del sol de la tarde,   —151→   reflejaría una de las faces más bellas y poéticas de la vida de nuestros campos. Variados y caprichosos trajes, indómitos bridones, adornados con regia esplendidez o con salvaje pompa...

Los ricos chamales de seda, los graciosos sombreros de jipi-japa, salpicados de raras y preciosas flores, cuyo hermoso colorido no igualaba a su fragancia; las lujosas vestas de grana y terciopelo; los bordados ponchos con flamante botonadura de filigrana, que descendía en triples hileras desde la garganta al pecho; los puñales, incrustados de brillante pedrería, se confundían con el grosero lienzo, con la raída bayeta, con las remendadas chupas, con los abollados sombreros y grasientos cuchillos de los peones y gauchos pobres. Los briosos corceles, ostentando con marcial orgullo las argentadas estrellas y cadenillas, que, eslabonadas y pendientes en el centro de un sol de oro, esmaltado de rubíes, envolvían su cabeza como una red de nácar, y sujetaban el freno y las riendas, también de plata, hacían resaltar más el humilde arreo de los que por toda gala llevaban el lazo arrollado, sobre la grupa de su caballo, y la frente y los encuentros de éste ceñidos por una banda de lucientes plumas...

Crecía la muchedumbre por instantes; do quier que se volviesen los ojos la veían agolparse en distintas direcciones, unida y compacta como un mar de centauros. La tierra desaparecía bajo sus huellas, y el murmullo, las voces, los gritos, las carcajadas, de los jinetes, el movimiento, el galope y los relinchos de los caballos, formaban un ruido sordo y prolongado, que, vibrando a la distancia, imitaba el confuso rumor que precede a la erupción de los volcanes.

  —152→  

Eran ya las tres y media.

Lejano redoble de tambores, agudo son de clarines y cornetas, vinieron a distraer por un momento la impaciencia de los circunstantes...

Mil hombres de las tres armas avanzaron divididos en columnas de a cien, y se situaron a lo largo de la llanura en las posiciones más ventajosas.

Aquella tropa era toda la que había en el departamento, y el comandante general, temiendo la intentona de que hemos hablado antes, había dispuesto que se reuniese allí antes de empezar las carreras, con el objeto de intimidar a los revolucionarios, o castigar su audacia si se atrevían a levantar el estandarte de la rebelión.

A poco aparecieron Suárez y Abreu; pero solo el primero traía su caballo; el segundo, con una agitación que en vano procuraba ocultar, sacaba continuamente el reloj maldiciendo interiormente su mala estrella, y figurándose que el gaucho le jugaba una pesada burla. Sus amigos, pensativos y cabizbajos, le seguían, preguntándole a cada paso si vendría o no. Faltaban dos minutos para las cuatro, y Amaro no parecía.

Su rival se frotaba las manos de gozo, arrojándole sarcásticas miradas que se clavaban como punzantes flechas en el corazón de Abreu.

Ya se disponía este a dar orden que ensillasen el corcel que montaba, que era el mismo con el que pensó primero sostener el desafío, cuando lejana vocería, estrepitosos bravos y palmadas le hicieron volver la cabeza, y divisó a Amaro que se encaminaba hacia él, seguido de la muchedumbre, la cual, viéndole venir en pelo, echado el sombrero   —153→   sobre la frente, y cubierto el rostro, a excepción de los ojos, con un pañuelo de seda, adivinó que era el corredor, el único a quien aguardaban para empezar las carreras.

Los gauchos se agolpaban en torno suyo, y mil exclamaciones volaban de boca en boca ponderando la bella planta del corcel que montaba; los circunstantes se deshacían en elogios, y los competidores de Abreu lo miraban acercarse llenos de desconfianza y sobresalto.

La gallarda presencia de Daiman y su color pangaré65, muy estimado y acaso el primero, en opinión de los inteligentes, hacían formar de él, al primer golpe de vista, la idea más ventajosa. Luego su pequeña cabeza, su cuello largo y enarcado, sus delgadas piernas, sus anchos encuentros, su escaso vientre, su descarnada grupa, el fuego que brillaba en sus ojos inteligentes, que al galopar se revolvían chispeando en sus grandes órbitas como dos esferas de hierro candente, pretendiendo dejar atrás a su propia sombra, calidad característica de los buenos parejeros, su poblada cola, la manera como erguía las orejas moviéndolas en dirección opuesta, la arrogancia con que apoyaba el casco en la tierra, tascaba el freno y sacudía sus ondeantes crines, que casi barrían el suelo, su impetuosidad y empeño en adelantarse a los demás... todo, todo indicaba que aquel caballo, dotado de una extraordinaria ligereza, había sido adiestrado a la carrera en el desierto, sin haber encontrado todavía quien le venciera y humillara su altivez.

-Podemos empezar, si os place, Sr. Suárez, dijo el comerciante con una satisfacción que contrastaba con su anterior despecho y mal humor.

  —154→  

-Cuando gustéis, Sr. de Abreu, contestó aquel con frialdad.

-Cancha66, cancha, señores, gritaron los jueces nombrados para presidir las carreras y dirimir cualquier disputa que pudiera tener lugar.

Los espectadores, al oír la frase sacramental con que generalmente empiezan estas diversiones, se abrieron a derecha e izquierda, repitiendo: ¡Cancha, cancha! palabra que, pronunciada por mil voces distintas, producía en la apiñada muchedumbre el mismo efecto que la férrea quilla de un bergantín, que vuela dividiendo las movibles aguas del mar, acariciado por las nocturnas.

En menos de diez minutos se formó una larga calle de cincuenta varas de ancho y una legua de largo. Los jueces hicieron cuatro rayas en el suelo con intervalos de cien pasos entre cada una: los corredores de Atahualpa y Daiman se colocaron en la primera, y a una señal suya comenzaron los bareos, que consisten en lo que vamos a referir.

Primero marcharon ambos jinetes paso a paso hasta la segunda raya, y volvieron atrás; luego al trote hasta la tercera, y retrocedieron igualmente; después al galope hasta la cuarta, tornando a colocarse a la primera, procurando siempre cada uno detener el ímpetu de su caballo, a fin de inspirar confianza a su adversario.

En seguida galoparon cuatro o cinco veces desde la primera hasta la segunda, tercera y cuarta línea sucesivamente, y cuando los que presidían la carrera, viendo que pisaban juntos la última raya, gritaron ¡ahora! respondieron   —155→   los jinetes ¡ahora! y se lanzaron a toda brida seguidos de los jueces y de la multitud, que se replegaba tras ellos a medida que pasaban por delante de ella devorando el espacio, cual fugitivos planetas atraídos por el sol en medio del vacío.

Largo trecho galoparon juntos, y la victoria se mantuvo indecisa. Los dos parejeros eran excelentes, y se temía, no sin razón, que a un tiempo pisasen la meta.

Inclinados ambos jinetes sobre su cuello, anhelantes les palmoteaban frenéticos y les hablaban con voz que dominaba el tumulto ocasionado por el tropel inmenso que los seguía, sin hacer uso del látigo que reservaban para el último trance.

Daiman y Atahualpa, bañados en sudor, arrojando por sus abiertas narices una columna de humo, y mirándose con ira, redoblaban su esfuerzo a cada palabra de sus amos, cuyas largas cabelleras, confundiéndose con sus crines, ondeaban como serpientes amenazadoras que se enroscaban silbando sobre sus cabezas.

Por una ilusión óptica muy fácil de comprender en la rapidez de su carrera, en medio del torbellino de polvo y la nube vaporosa que los envolvía, los rayos del sol quebrándose y repercutiéndose velozmente, les prestaban a cada momento nueva forma y colorido. La imaginación, asaltada de un vértigo fantástico, ora creía ver a la distancia dos fenómenos luminosos, dos de esas sombras colosales que al caer la tarde suele divisar con espanto el viajero que ignora su casa, en las cimas de la alta cordillera: ya dos enormes moles de granito bajando por el rápido declive de una montaña al fondo de un valle; tan pronto dos gigantescos cóndores, batiendo sus anchas alas y cerniendo su   —156→   raudo vuelo al confín de la llanura, como los toros salvajes que salen del bosque con atronador mugido llevando encima dos tigres feroces, cuyas aceradas uñas les desgarraban la piel, clavada la boca en su cuello hecho trizas por sus afilados dientes...

No faltaban ya más que seis cuadras para llegar a la meta; la ansiedad y la expectación iban en aumento. Un silencio sepulcral, interrumpido únicamente por el pausado galopar de los caballos, se sucede a la animada conversación de los circunstantes. -Nadie habla, nadie pregunta nada, nadie levanta la voz ofreciendo juego: -todos miran, todos suspensos y ansiosos, como si se tratase del más grave e importante asunto, aguardan, latiéndoles el corazón, a que se decida el triunfo.

De repente Daiman pasa a su contrario y un grito, semejante al estampido de un trueno, retumba de un extremo a otro; Atahualpa, furioso, le alcanza y le pasa a su vez: habla el gaucho a su corcel, y este le deja de nuevo atrás; torna Atahualpa a alcanzarle, y torna Daiman a adelantársele. El corredor del primero apela entonces al último recurso; se incorpora, sus talones espolean los flancos del vencido, revuelve el brazo a un lado y a otro cruzándole con el látigo las ancas y el vientre. El noble corcel, indignado, levanta la cabeza, tiembla de coraje, da un bufido, y, por vez postrera, alcanza a su rival.

Amaro imita el ejemplo de su competidor, y cierra piernas a su caballo sin castigarle.

Daiman al sentirse aguijoneado eriza la crin, irgue las orejas, tiende el cuello, alza la frente arrojando llamas por los ojos, la inclina hiriéndose los encuentros con la barbada   —157→   del freno, y más veloz que una bala al escaparse del tubo inflamado que la contiene, hiende los aires, porque sus pies no tocan la tierra.

Atahualpa hace un último esfuerzo, se agita, alarga sus crispados miembros, aspira el aire con ardientes resoplidos, sigue con la vista empapada en lágrimas las huellas de su vencedor; pero ¡ay! ¡en vano!... en el mismo momento que este pisa la meta triunfante, cae reventado él a cincuenta pasos, arrojando un río de sangre por la boca y las ventanas de la nariz.

Un coro de aplausos y vivas atruena la llanura; Daiman, victorioso, es aclamado hasta por sus mismos enemigos, y Amaro, olvidándose en medio de la embriaguez del triunfo de que aun no era tiempo de descubrirse, pues faltaba más de una hora para anochecer, momento convenido para dar el golpe cuando empezasen las tropas a desfilar, cediendo a la costumbre, se sacó el sombrero y el pañuelo que le ocultaba el rostro para saludar a la multitud.

-Quiso su mala estrella que entre los espectadores más inmediatos hubiesen varios brasileros del departamento de Tacuarembó, que le conocían muy bien por haber sido prisioneros suyos, los cuales apenas le vieron comenzaron a gritar, huyendo como si hubiesen visto al diablo;

-¡Caramurú! ¡Caramurú!

Un escuadrón de tiradores de caballería se adelantó al paraje de donde salían aquellos gritos alarmantes.

Amaro hizo una señal para que permaneciesen quietos a algunos gauchos que se hallaban a su lado iniciados en la rebelión por el Cambueta, volvió tranquilamente su caballo, y enderezó el rumbo hacia el barranco, en cuyas profundidades   —158→   corría el Uruguay, único paraje que, defendido por la propia naturaleza, no estaba guardado por las tropas enemigas.

Los tiradores corrieron tras él, y su jefe le gritó que se detuviese, si no quería que le mandase hacer fuego.

El gaucho, con aquella sonrisa irónica que tan bien cuadraba a su fisonomía varonil, volvió la cabeza sin detenerse, y se golpeó la boca, manifestándole así el caso que hacía de sus amenazas.

El jefe mandó hacer fuego: doscientos tiradores, en pelotones de a cincuenta descargaron sus tercerolas contra el fugitivo por dos veces a menos de cuarenta pasos.

Él, siempre a escape, cada vez que oía gritar ¡fuego! daba una vuelta por debajo de la barriga del caballo, con la destreza admirable de los indios Guaycurús, de quienes había aprendido esta evolución, y tan pronto como escuchaba silbar las balas se incorporaba en su potro y continuaba impávido en su carrera.

Los brasileros y los espectadores juzgaban que aquella resistencia era un solo capricho del célebre guerrillero, que prefería morir a rendirse. Suponían que viéndose obligado a costear el barranco, e imposibilitado de traspasar el cordón de soldados que guarnecía la llanura, al fin, de un modo u otro, muerto o vivo, caería en sus manos.

Pero con gran sorpresa suya, con espanto y asombro de todos, amigos y enemigos, Amaro al llegar cerca del barranco, sonriéndose, echó el halda del poncho sobre los ojos de Daiman, le cerró piernas y se precipitó con él al río desde una altura de cuarenta pies.

Cuando llegaron los tiradores y la curiosa muchedumbre,   —159→   creyendo encontrar solo un cadáver flotando sobre las aguas, el indómito gaucho, prendido con una mano de las crines de su parejero, y nadando con la otra, llevado por la corriente, próximo a tocar la orilla opuesta, se golpeaba otra vez la boca, gritando a los brasileros por despedida:

-¡Ya nos veremos las caras!...

Semejante rasgo de audacia dejó a todos inmóviles y petrificados, y cuando los soldados, a la voz del jefe, volvían a cargar sus tercerolas, ya él salvaba la margen del río y galopaba hacia la selva, de donde salían a galope sus audaces montoneros, alarmados por las descargas y pensando que por alguna fatal casualidad se había empezado la lucha antes de la hora convenida.



  —161→  

ArribaAbajo- XIV -

La montonera


La pequeña hueste de Amaro reunida ya a su jefe, equipada y provista de armas en aquellos días, avanzaba lentamente en orden de batalla, silenciosa, imponente, resuelta como los trescientos compañeros de Leónidas, a morir peleando. El sol, próximo a hundirse en el ocaso, hacía brillar la desnuda hoja de sus corvos sables y la fulmínea punta de sus lanzas con siniestros resplandores.

La confianza y decisión con que marchaban a una muerte, al parecer inevitable, despertaba en sus enemigos un sentimiento muy parecido al miedo, hijo tal vez de la admiración que les infundía a su pesar, aquel arrojo sobrehumano.

El nombre de Caramurú, sin embargo, bastaba para esparcir el terror en sus filas, como el caballo del Cid para poner en vergonzosa fuga a los infieles.

La multitud, previendo lo que iba a suceder, se había dispersado más rápida que una bandada de palomas, a la aproximación de un milano.

Entre los fugitivos iban D. Carlos y D. Nereo: el conde, arrastrado al principio por las oleadas de los que huían,   —162→   valiente, y pundonoroso militar, apenas se vio libre volvió al campo, sin querer oír los ruegos de su hermano y de su futuro suegro, que le suplicaban se viniese con ellos a la ciudad, puesto que estaba desarmado; y no tenía responsabilidad ni mando en las tropas reunidas allí, las que, por otra parte, siendo muy superiores en número, y la mayor parte veteranas, no podrían menos de arrollar a los insurgentes.

-Os engañáis, respondió él meneando la cabeza, Caramurú está a su frente; ese bandido, ese demonio acostumbrado a batir mil soldados nuestros con cien montoneros suyos. Y además, ¿creéis que solo con ellos tendremos que pelear?... ¡Mirad! por la parte opuesta, detenidos en el confín de la llanura, cerca de mil rebeldes se disponen a secundarlos. La cosa es más seria, de lo que pensáis, amigos míos. Mi deber me llama allí; adiós.

Y espoleó y soltó la brida, a su caballo, perdiéndose muy pronto de vista.

Sobrábale razón a D. Álvaro: ochocientos gauchos, peones y esclavos divididos en cuatro grupos, aguardaban la señal de acometer. Unos sacaban los trabucos y sables que llevaban ocultos, los primeros bajo el poncho, y los segundos bajo las caronas67, otros esgrimían sus largos facones68, y el mayor número blandía sus formidables bolas y doblaba el lazo, haciendo silbar por encima de su cabeza la pesada argolla de hierro que sirve de contrapeso para lanzarle hasta a cincuenta varas de distancia. Todo anunciaba   —163→   que la lucha iba a ser encarnizada, y que los brasileros, en caso de vencer, comprarían muy cara su victoria.

El comandante general, confiado en sus mil soldados y en la ventaja de su artillería e infantería, resolvió esperarlos a pie firme, y dispuso que se replegasen sus batallones y dejasen aproximarse a los rebeldes a tiro de cañon. El apóstata oriental, el traidor D. Ricardo Floridan ignoraba con quien se las había, y juzgaba tan seguro el triunfo, que solo temía que sus contrarios no se atreviesen a atacarle. Quería que no se le escapase ni uno solo.

-¡Viva la patria! gritó Amaro volviéndose a los suyos: -¡Viva la patria! gritaron estos; -¡Patria y libertad! contestaron a su frente sus amigos, y en el mismo instante, los montoneros y sus aliados, se lanzaron a toda brida sobre las huestes brasileras.

Una detonación espantosa ensordeció la llanura: cuatro cañones preñados de metralla y quinientos fusiles estallaron a la vez, esparciendo la muerte y la desolación entre las filas de los patriotas.

Terrible fue aquel momento; una tercera parte de los valientes mordió el polvo: una nube de negro humo los envolvió, como un ancho sudario el inmenso cadáver de un gigante, y un coro desgarrador de ayes, lamentos o imprecaciones resonó tristemente como el himno fúnebre que anunciara su derrota.

¡Viva la patria! tornó Amaro a repetir sin detenerse con voz tremenda, que dominaba el fragor de los cañones y los lamentos de los moribundos: -¡Viva la patria! contestaron sus esforzados compañeros, siguiendo sus huellas: ¡Patria y libertad! volvieron a gritar sus aliados, ya encima   —164→   de los invasores; y unos y otros cayeron simultáneamente sobre los cuadros enemigos, rompiendo la triple muralla de bayonetas que les cerraba el paso.

Entonces se trabó un desesperado combate a arma blanca, en el que cada patriota tenía que pelear contra diez realistas, y en el que, a pesar de su valentía, era de temer que al fin cediesen agobiados por el número.

Los portugueses huían, es verdad; pero a su retaguardia otros batallones venían en su apoyo, y mientras los rebeldes se volvían y los desbarataban, los fugitivos se rehacían y los esperaban de nuevo con las armas preparadas. La única ventaja que llevaban los orientales era que la caballería enemiga, como de costumbre, había huido cobardemente a los primeros choques, y abandonada la infantería, rota y dispersa varias veces, vagaba aquí y allí, sin poder reunirse en una sola columna, como sus jefes anhelaban. La rapidez y arrojo de los montoneros, el espanto que infundía Amaro apenas se aproximaba, hacía abortar sus mejores maniobras e inutilizaban toda su estrategia y sus esfuerzos.

Cabalgaba el intrépido gaucho sobre un arrogante potro, negro como las negras sombras que envolvían el caos antes que Dios separase la luz de las tinieblas, veloz como el pampero cuando el invierno desata sus alas, y blandía en su mano una poderosa lanza, cabo de ébano, que remataba en dos medias lunas. Se había sacado el poncho, empapado en agua al precipitarse en el río: tenía descubierta la cabeza; el sombrero flotaba sobre sus robustas espaldas, sujeto a la garganta por el barbijo69; descendía, hasta besar   —165→   los hombros, su cabellera húmeda, destrenzada en lacias guedejas; el entusiasmo bélico, la sed de venganza, el estridor de los sables, la vista de la sangre, el ambiente de la pólvora contraían sus labios, coloreaban sus mejillas, crispaban sus músculos, erizaban sus bigotes, y comunicaban a sus negras pupilas no sé qué eléctricas vibraciones, qué efluvios de luz, que producían en la muchedumbre el efecto de los magnetizadores en las personas sujetas a su influencia. Parecían dos soles rojizos, que giraban como estrellas artificiales, despidiendo un millar de chispas centelleantes.

Así, ceñido de una aureola de fuego, más terrible que el apóstol Santiago combatiendo contra los musulmanes, revolvíase sobre el caballo, llevando la muerte donde fijaba sus ojos; la muerte, sí, porque el rayo de su mirada no era más ligero que la punta de su lanza. El pensamiento y la acción se sucedían en él con tal velocidad, que era imposible distinguir si el primero engendraba a la segunda, o si este era engendrado por aquella.

Empero ya el sol había desaparecido, y muy pronto el crepúsculo iba a extender su gasa de sombras por el Occidente. Era preciso, pues, antes que llegase la noche arrollar a todo trance a los que se conservaban en el campo para que se declarase una derrota general en el pequeño ejército enemigo, Amaro había jurado clavar esa noche el estandarte azul y blanco en las trincheras de Paysandú, y cubierto de gloria devolver a Lia a su padre, o perecer en la demanda. Su suerte estaba echada, vencer o morir.

Detuvo su corcel un momento; paseó la vista por la llanura para cerciorarse del estado en que se encontraban tanto los suyos como los enemigos, indagó si les venían refuerzos   —166→   de alguna parte, y cuando ya se preparaba a volver sobre ellos, notó por casualidad en el horizonte lejano, encima de una montaña, un bulto blanco, la forma vaga y misteriosa de una mujer, mirola, sintiendo acrecer su esfuerzo al contemplarla, su anhelo de triunfar o sucumbir.

¡Ah! la voz secreta de su corazón, que nunca le engañaba, le decía que aquella mujer era Lia; Lia, que había salido del bosque contraviniendo sus órdenes, y después de haber rogado a sus guardianes que le acompañasen hasta la cumbre del monte, tales cosas les dijo que les obligó a avergonzarse de su inacción y a volar en apoyo de sus compañeros, exponiéndose al enojo y acaso a la venganza de su jefe.

-Su amante la había dejado custodiada por diez hombres, los cuales debían, si la suerte le era adversa, acompañarle al otro día hasta cerca de Paysandú, y entregarla al vaqueano para que la pusiese en manos de su padre; pero ella, a las primeras descargas, con un valor admirable en sus pocos años y en su sexo, mandó a los gauchos que la llevasen a alguna de las montañas inmediatas, que dominaban la llanura, y estos, que solo tenían orden de no separarse de ella, pero no de oponerse a su voluntad, obedecieron.

Llegaron a la cumbre en los momentos en que, rechazados los auxiliares de Amaro, huían en desorden ante un batallón realista capitaneado por el conde, los únicos que sostenían dignamente el honor de las armas brasileras.

-¡Ay! Huyen los nuestros, dijo Lia acongojada, alzando las manos al cielo: ¡todo se ha perdido!

-Todavía no; ¡ya se reharán! Contestó uno de los que la acompañaban con la sombría calma peculiar de los gauchos   —167→   cuando están muy afectados, y, además, mirad a la izquierda... allí... cerca de la artillería... ved como corren los intrusos...

-Sí; ¡aquel es Amaro! gritó la joven, trémula de gozo y de temor; ya rompe el segundo cuadro, y llega al pie de los cañones enemigos... ¡Dios mío!... ¡Protégele!... Ya no lo veo... ha caído del caballo, ¡ay!...

-Señorita, no os asustéis: no ha nacido todavía el hombre que ha de matar a Caramurú.

-Al mismo tiempo que le apuntaban, le he visto caer; contestó ella sollozando.

-¡Ja! Ja! ¡Ja!... ¿Caer él? Habrá dado alguna vuelta por debajo del vientre del caballo; y si no, miradlo...

En efecto, Amaro disipada la nube de humo y fuego que le envolvió algunos segundos, lanceaba en aquel instante a los artilleros al pie de los cañones, y se iba apoderando de ellos con la mayor facilidad.

¡Oh! ¡El cielo le protege! replicó Lia trocando sus lágrimas de pesar en otras de gozo. ¡Dios da fortaleza a su brazo, y corona con el triunfo su heroico esfuerzo!

Súbita idea, hija del entusiasmo que le inspiraba su amante, coloreó su frente de marfil; un rayo de amor patrio levantó su nevado seno, y condensándose en sus negras pupilas, se escapó de sus labios virginales llevando la convicción de su deber y el ansia de la gloria al corazón de los que la rodeaban.

-Amigos míos, les dijo, para nada os necesito; dejadme sola, id allí, allí donde caen vuestros hermanos despedazados por la metralla.

Los ganchos se miraron unos a otros manifestando involuntariamente   —168→   su pesar de verse detenidos allí. Lia continuó:

-¡No os avergonzáis de presenciar el combate en vez de participar de él! ¡Ah! ¡Si yo fuese hombre!...

-¡Por la virgen del Pilar, señorita! exclamó el que hacía de jefe; tenemos orden expresa de no abandonaros. Nos va en ello la vida... más que la vida... el aprecio de Caramurú...

-Os juro que nada sabrá, y si lo sabe, ¿crees que me negaría vuestro perdón pidiéndoselo yo?

Los gauchos volvieron a mirarse unos a otros vacilando.

-No hay que perder tiempo, replicó Lia tomando un aire de reina ofendida que la sentaba perfectamente; ¡ea, marchad; yo os lo mando!

-No puede ser, señorita, contestó el sargento imperturbable.

-¡Eh! añadió la joven con escarnio, sabiendo que este era el único medio de hacer que saltasen por todas las consideraciones, y se fuesen al enemigo como fieras; ¡sois unos cobardes, tenéis miedo, y andáis buscando pretextos para disculpar vuestra flojedad! ¡Miserables! ¡No tenéis una gota de sangre oriental en las venas!...

-Eso no, ¡voto al diablo! gritó el sargento dirigiéndose a sus nueve compañeros; ¿quién quiere seguirme? ¿Quién quiere venirse conmigo a hacerse matar de puro gusto, para que esta niña se retracte de sus crueles palabras?...

-¡Yo, yo! respondieron a una voz todos los gauchos.

-Es preciso que alguien se quede.

-No necesito a nadie, repitió Lia dándoles las gracias y animándolos con una mirada capaz de levantar de su tumba   —169→   a un cadáver; id, amigos míos, y cubríos de gloria con vuestros hermanos, o caed a su lado. Vencidos o vencedores, aquí me encontraréis rogando por vosotros.

Y no bien se perdieron en el declive de la montaña, la encantadora virgen cayó de hinojos y levantó las manos al cielo orando por la salvación de su patria. Viva imagen de su quebranto y de sus esperanzas, idealización sublime del sangriento drama que a sus pies se representaba, ella simbolizaba el lóbrego presente y el espléndido porvenir de América, triste e incierto ahora, pero en el futuro rico de ventura como una promesa de Dios.

¡Y qué bella, qué hechicera, qué divina estaba sobre la alta cumbre, vestida de blanco, elevando de rodillas sus plegarias al Todopoderoso, entre las dudosas sombras del crepúsculo y la múltiple cuanto pavorosa armonía que se remontaba de la llanura cargada con las almas de los muertos! ¡Cuánto recogimiento en su semblante! ¡Cuánta ternura en su mirada! ¡Cuánta expresión en su actitud seráfica!... Era imposible, sí, era imposible que Dios desoyese su ruego. El ángel de la victoria, compadecido de su dolor, debía posarse sobre las banderas que ella siguiese con la vista...

Amaro penetró serpeando como una centella por enmedio de los batallones enemigos; la consternación y el espanto se apoderaron de los brasileros; ya no le esperaban; huían desde lejos al verle venir, y no los ojos, los gemidos de los que caían derribados por su temible lanza, les indicaban su dirección,

En breve la derrota se hizo general: la carnicería fue espantosa: no se dio cuartel por espacio de tres horas.

D. Ricardo Floridan, el marido de doña Eugenia y el   —170→   conde, cayeron prisioneros, y debieron el no ser muertos a la aparición de Amaro, que llegó cuando los tendían en el suelo para degollarlos.

El primer rayo de la luna que brilló en el cielo a media noche, encontró clavada en las trincheras de Paisandú la bandera blanca con el sol de oro y las siete fajas azules, y a dos leguas de allí trescientos cadáveres tendidos en la llanura. ¡Magnífico festín para los buitres y caranchos que en muchos días cruzaron en numerosas bandadas desde una a otra ribera del Uruguay, anunciando la catástrofe a los que todavía la ignoraban!



  —171→  

ArribaAbajo- XV -

¡Todo por ella!


Mientras los realistas huían dispersos, acuchillados por los patriotas, Lia bajó de la montaña acompañada solamente de cuatro de sus guardianes; los demás, fieles a su palabra, habían muerto heroicamente con el sargento a su cabeza.

Cerca de las puertas de Paysandú encontraron al vaqueano, y se dirigieron juntos, según las instrucciones de Amaro, a la comandancia general.

Casi al mismo tiempo entraba aquel por la parte opuesta con el conde y Floridan, que desarmados y silenciosos marchaban a retaguardia, seguidos de otros jefes y oficiales prisioneros.

Tanto el conde como su amigo estaban persuadidos que el gaucho, al salvarlos de los puñales de sus montoneros, había querido únicamente dilatar su muerte para gozarse luego en su suplicio, y dar a sus plebeyos secuaces el dulce espectáculo de ver morir en el cadalso a la primera autoridad de la provincia y a uno de los primeros títulos del imperio.

  —172→  

Delirio era imaginar que les perdonase, atendida su índole feroz y el espíritu sanguinario de que hacía alarde, según la voz general y los hechos que se le atribuían con razón o sin ella.

Sin embargo, existía un eslabón misterioso entre el caudillo patriota y el aristócrata realista, un secreto, secreto terrible, ignorado de Amaro, que, descubierto por el conde, desarmaría su brazo, a menos de ser un monstruo o una fiera.

Empero mediaban tales circunstancias, era tan vergonzosa la revelación para el segundo, que sin duda preferiría la muerte a desplegar los labios. Su orgullo y su aleve conducta con el gaucho, aunque desconocida de este, le prohibían hablar. Estaba resuelto a morir con la arrogancia y serenidad propias de un hombre de su ilustre linaje: lo contrario le parecía rebajarse demasiado, descender acaso inútilmente hasta el último escalón del envilecimiento.

En cuanto a Floridan, su situación era aun peor; por ningún concepto podía esperar piedad de Amaro: su calidad de apóstata le ponía fuera de la ley. El montonero era inflexible con los que, traicionando a su patria, en vez de romper las cadenas que la oprimían, ayudaban a sus opresores a forjarlas. No había ejemplo de que hubiese perdonado a un solo traidor. Los odiaba más que a los brasileros, si cabe.

¡Oh! Si el desgraciado comandante hubiese sabido que su sobrina era amada con delirio por aquel hombre terrible, cuya voluntad de bronce se quebrantaba ente una mirada suya, cuyos deseos eran leyes para él antes que los   —173→   expresase, la esperanza habría vertido sobre un corazón despedazado, sobre su frente devorada por la fiebre, el bálsamo adormeciente de sus ilusiones; un rayo de salvación hubiera disipado la negra noche que le circundaba, y su alma, sacudiendo su mortal congoja, habría confiado en la bondad divina.

Amaro entró en Paysandú a las once de la noche, en medio de los vivas y aclamaciones de toda la población, que se regocijaba, como era natural, por el triunfo de sus compatriotas. Los brasileros trataban al país como país conquistado, y eran odiados en todas partes.

El vencedor se encaminó a la casa donde le esperaba Lia; mandó llamar a su padre, y al propio tiempo dio orden para que trajesen a su presencia al comandante general y al conde.

Cuando estos llegaron, Lia se retiró a una pieza inmediata, no sin exigir antes a Amaro que los perdonaría.

El gaucho nada respondió: había resuelto ser implacable.

Los dos prisioneros se presentaron: Floridan, abatido y trémulo como un reo en la presencia de su juez; el conde, con aire arrogante, erguida la cabeza, despreciativo y hasta insolente.

-Señores, les dijo Amaro: si tenéis algo que encomendarme para vuestras familias, podéis hacerlo, porque, mañana a las doce vais a ser fusilados con todos los individuos del ejército Brasilero, de teniente para arriba, que hayan caído prisioneros.

Floridan se estremeció, quiso hablar, y no pudo; la voz se le anudó en la garganta, y pálido, azorado, con el   —174→   frío del miedo70, tiritando, fijó sus espantados ojos en su inexorable enemigo, demandándole piedad.

El conde, por el contrario, se sonrió con desdén, y lanzó al gaucho una mirada que acabó de exasperarle.

-Sí; es preciso hacer un escarmiento, continuó Amaro: vosotros nos habéis puesto fuera de la ley; fusiláis hasta a los soldados: yo, más noble, más generoso, me contento con la cabeza de los jefes. Vamos, ¿no tenéis nada que decirme?

-Nada, contestó D. Álvaro con arrogancia; nada, sino que eres un asesino infame, un cobarde, que libras a tus enemigos de morir en el campo de batalla para gozarte luego en su agonía.

-¡Miserable! gritó el gaucho temblando de cólera, tú no sabes el sacrificio que hago al entregarte a la muerte tanto a ti como a ese apóstata, a ese vil renegado, baldón del suelo que le vio nacer. Había pensado perdonarte para tener el gusto de arrancarte yo mismo la vida peleando frente a frente; motivos muy poderosos me obligaban a ello; ¡tu hermano, a quien debo algunos favores; el Sr. de Niser, a quien estimo como a su padre; una mujer por cuyos caprichos más insignificantes sacrificaría mi existencia, mi reputación, mi gloria!... ¡Todos me pedirán de rodillas que te perdone, y no te perdonaré, no! ¡Porque si te perdono a ti, tendré que perdonar a ese traidor, y con ese a los demás, y yo antes que todo soy justo; la voz de mi conciencia, el inquebrantable juramento que he hecho de vengar a mis compañeros de Tacuarembó inmolados atrozmente   —175→   por vosotros, me obligan a arrastraros al cadalso contra mi voluntad, a labrar con vuestra muerte mi eterna desgracia!

-Pues entonces, ¿por qué, por qué no dejasteis que nos degollasen? replicó, el conde.

-¿Qué sé yo? Cedí a un impulso involuntario, a un sentimiento de hidalguía del que muchas veces he tenido que arrepentirme.

D. Álvaro tornó a sonreírse con menosprecio, mirándole de arriba abajo y volviéndose de espaldas desdeñosamente, como si tuviese a menos seguir la conversación con él.

El gaucho, lastimado en su amor propio, herido en lo más vivo por el desprecio de aquel hombre, a quién abominaba desde que sabía que era el esposo futuro, de Lia, levantó la mano para lavar su agravio con una bofetada; pero volviéndose de pronto D. Álvaro, esquivó el golpe, le cogió la muñeca, le devolvió en el rostro el golpe que le asestaba, y le rechazó con violencia.

Amaro perdió la cabeza, desnudó el puñal, y le hubiera muerto allí sin remedio, a no haberse abierto una de las puertas que comunicaba a las habitaciones interiores, y presentádose Lia, acompañada de su padre y de D. Nereo.

Los tres se interpusieron entre ellos.

Amaro, al verlos, pasando por una brusca transición de la más grande ira a una afectada tranquilidad, se contuvo: cualquiera diría que se avergonzaba de su arrebato con un hombre desarmado: dirigiose lentamente a la mesa, tomó una campanilla de plata, y la sacudió con mano convulsa e insegura.

No reflexionaba; estaba loco; la ira embargaba sus   —176→   potencias. Era la primera vez que un hombre se atrevía a ponerle las manos en la cara. ¡A él! ¡A Caramurú!... ¡Al valiente ante quien temblaban los más valientes!

Al áspero son que despedía la campanilla, agitada con frenesí, un capitán y varios soldados que habían traído a los prisioneros acudieron presurosos.

-¡Llevad a esos dos hombres, y fusiladlos en el acto! gritó Amaro, lívido de coraje, y dando diente con diente.

D. Nereo se precipitó para implorar el perdón de su hermano descubriendo su secreto; pero éste, que adivinó su intención, le cogió por el cuello, le atrajo a sí, y le dijo al oído:

-Te ahogo entre mis manos si le revelas lo que debe siempre ignorar.

Tan acostumbrado estaba el comerciante a las menores insinuaciones de D. Álvaro, que se resignó llorando a verle morir, cuando estaba convencido que le bastaría pronunciar una palabra para salvarle. Con todo, prometiéndole no tocar aquel punto, procuró recibir el mismo resultado por otros medios.

Lia y D. Carlos se habían arrojado a los pies del ofendido, que los rechazaba sin querer oírlos. Don Nereo cayó también de rodillas, y uniendo sus súplicas a las de aquellos, añadió:

-¡Te daré un millón, dos, mi fortuna entera, si le perdonas!...

-Todo el oro del mundo no sería bastante para lavar la afrenta que me ha hecho, contestó Amaro, volviendo la cabeza, ya medio enternecido por los ruegos y las lágrimas de Lia.

  —177→  

-Perdónale, decía ella abrazando sus rodillas; perdónale en nombre de nuestro amor.

-¡Dios del cielo! exclamó D. Álvaro al escuchar las últimas palabras de la joven, y al notar el efecto que producían en el implacable y feroz gaucho; ¡conque ese miserable es tu amante! ¡Conque ese villano ha sido el que te ha robado de la Estancia!...

-¡Llevadlos! gritó Amaro segunda vez, enconada la herida de su ultraje por el rudo apóstrofe del despechado amante.

-¡Sí, menguado! Ahora, comprendo tu conducta, dijo el conde encaminándose a la puerta; en vez de buscarme lealmente como un hombre de honor, prefieres deshacerte de mí, confiando a tus viles sayones la venganza que debieras tomar por tu mano. ¡Ah, cobarde; te conozco! Me temes, y por eso me asesinas... Ahora siento morir, porque al odio que te profeso hace mucho tiempo se une la desesperación de saber que eres mi rival... ¡Ah! ¡El infierno te ha puesto en mi camino!...

-¿Lo oyes, Lia? exclamó el gaucho entre irresoluto y furioso, ¡y tú quieres que perdone a ese hombre! ¡No, jamás! Llevadlos, repito.

-¿Y dónde se ha de hacer la ejecución?... preguntó el oficial.

-Fuera del pueblo, a espaldas del cementerio.

Entonces Floridan, que hasta aquel momento había permanecido apoyado contra la pared aterrado e inmóvil, al sentir que le empujaban para llevarle al suplicio, volvió de su enajenación, y con un grito desgarrador tendió los brazos a Lia, diciéndole:

  —178→  

-¡Al menos pídele por mí, que soy tu tío nada le he hecho!...

Los soldados le arrastraron junto con D. Álvaro, a pesar de sus esfuerzos, y D. Nereo salió también acompañando a su hermano. Lia se desmayó en brazos de su padre, que lloraba como una criatura.

Al contemplar tan doloroso cuadro, el gaucho cruzó los brazos, y dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre desesperado: un pensamiento magnánimo, digno de él, reluchaba con sus agravios, y el deseo de obedecer a los nobles impulsos de su alma, hidalga y generosa. Tres veces se encaminó a la puerta, y tres veces retrocedió... por último, quedose clavado en el umbral, y después de algunos instantes de indecisión -y angustia, se dijo: ¡Todo por ella! y corrió en busca de los prisioneros.

Alcanzolos fuera ya de la ciudad: llamó aparte al conde, habló con él dos palabras, dio sus instrucciones al oficial que mandaba el piquete, y se volvió a la comandancia general.

Lia había vuelto de su desmayo, y lloraba amargamente: nunca se imaginó que su amante fuera tan cruel.

Por eso al verte entrar, pálido y demudado, impreso todavía en sus facciones el sello de la terrible lucha que acababa de sostener consigo mismo, apartó la vista de él con horror, y suplicó a D. Carlos que se la llevase de allí.

El buen anciano, sin poder dominar su profunda pena, le echó en cara su barbarie.

-¡Insensato! le dijo; has abierto un abismo insuperable entre ti y ella. Nunca consentiré que dé su mano al verdugo de su familia. D. Ricardo es su tío, y vínculos muy estrechos de parentesco nos unen con el conde.

  —179→  

Amaro le escuchaba resignado sin mover los labios. Diríase que reconociendo la gravedad de su culpa y arrepentido de ella, imploraba misericordia.

Y así se pasó media hora; Lia, y su padre Lamentándose y abrumándole con sus justas quejas, y él inmóvil parado delante de ellos, oyendo cuanto le decían, sin responder a nada.

Lejana descarga retumbó a lo lejos... la frente de Amaro se dilató con melancólica alegría cual si se viese libre del grave peso que le prensaba el corazón.

-¡Ay! exclamó Lia, arrojándose a los brazos de su padre bañada en llanto; ¡ya han muerto!

-¡Ya han muerto! repitió dolorosamente el anciano: gózate en tu obra, Amaro.

-¡Se han salvado! contestó pausadamente el gaucho.

-¿De veras? preguntaron a la vez el padre y la hija dominados por el tono solemne con que él se expresaba.

-Sí, continuó el generoso caudillo animándose por grados, y considera, Lia, cuánto te amo, cuánta es la ceguedad de mi pasión, cuando por ti quebranto mi juramento de ser inexorable con los traidores; me expongo a perder el prestigio que gozo entre mis parciales, perdono a ese hombre, que me ha inferido, no ya como enemigo, sino como rival, el ultraje más grande que se puede hacer a otro hombre; y por último, mañana dejaré ir en libertad a todos los prisioneros que estaban condenados a morir... ¿Estás contenta?...

Era imposible dudar de lo que Amaro decía; sus miradas, su ademán, su acento, llevaban la convicción al ánimo más incrédulo. Lia, en un arranque de ciego entusiasmo,   —180→   le abrió sus brazos y le estrechó contra su pecho. Ella conocía a su amante, y valoraba el esfuerzo sobrehumano que debió haber hecho para sobreponerse a las sugestiones de su amor propio; tan cruelmente pisoteado.

-Pero esos tiros... dijo D. Carlos, ¿qué significan?

-Significan que Floridan y D. Álvaro, disfrazados de chasques, que llevan la noticia del gran triunfo obtenido por nuestras armas, han pasado ya por en medio de mis soldados que rodean el pueblo, y se encuentran libres y montados en dos de mis mejores caballos, galopando con dirección a Montevideo.

El anciano abrazó a su futuro yerno pidiéndole perdón por sus inmerecidas recriminaciones, y D. Nereo, que entró poco después, y se arrojó igualmente en sus brazos, prodigándole las más vivas expresiones de gratitud, les contó detenidamente el hecho, con otros pormenores que la rapidez de nuestra narración no nos permite explanar aquí. Séanos, pues, lícito aplazar los que lo merezcan para el siguiente capítulo, en el que explicaremos varias cosas que en este apenas hemos enunciado, en gracia del buen efecto.



  —181→  

ArribaAbajo- XVI -

Venganza de un gaucho


Amaro había resuelto, según se expresaba, hacer un escarmiento con los jefes prisioneros: su amor, más enérgico que su voluntad, sofocó la explosión de su venganza. A todos los perdonó sinceramente, menos a D. Álvaro, porque era imposible, aunque lo desease. Hombres de su temple no reciben una bofetada y se quedan con ella. Hay agravios que solo con sangre se lavan.

En medio del rencor y justa indignación que le ocasionara el ultraje del conde, no podía menos de conocer que era un valiente; y esto, junto con sus sarcasmos y la mortificación de que creyesen los demás que le mataba porque le tenía miedo, contribuyó no poco a que cediese al fin a los nobles impulsos de su corazón y a los fervorosos ruegos de las personas que más amaba en el mundo: Lía y su padre.

D. Álvaro había dicho que se deshacía vilmente de él, porque era un cobarde, incapaz de exigirle por sí mismo la satisfacción que estaba pronto a darle; y Amaro, vuelto de su momentánea alucinación, comprendió que para vengar   —182→   su ofensa cual caballero, aquel era el camino y no otro: un duelo a muerte.

Tan pronto como esta idea surgió en su cabeza, salió, montó a caballo, y voló en busca de ellos.

Ya hemos indicado que afortunadamente logró alcanzarlos fuera del pueblo, a pocos pasos del lugar donde debía verificarse la ejecución.

-¡Deteneos! Les gritó desde lejos, no bien los divisó, ¡deteneos!

Soldados y prisioneros volvieron el rostro con igual sorpresa: habían conocido la terrible voz de Caramurú.

Aproximose este a galope, bajó de su alazán, y tomando al conde de un brazo, se alejó con él a bastante distancia para que no le oyesen los demás,

-¿Sois hombre de honor?...

-Dudo que me lo preguntéis, contestó D. Álvaro con altanería, pruebas tenéis de que nadie, ni aun prisionero, me insulta impunemente.

-¿Aceptaréis un duelo a muerte?

-¡Con el mayor placer!

-En ese caso... os dejaré ir en libertad.

-Pensé que nos batiríamos ahora mismo, repuso el conde.

-Ahora no puede ser, conviene que el más impenetrable secreto envuelva nuestro desafío.

-Entonces... murmuró el Sr. de Itapeby perplejo.

-Os iréis a Montevideo... dentro de seis meses, el 3 del próximo octubre a la tarde saldréis como de paseo, y os dirigiréis solo al Pantanoso: yo allí os espero... en los médanos.

  —183→  

-¿Las armas?

-Escogedlas vos.

-Me es indiferente; pero para un duelo a muerte estoy por las pistolas.

-Sean las pistolas, respondió el gaucho lentamente, mas como son armas traidoras, y yo apenas las sé manejar, tiraremos lo más cerca posible.

A todo estoy dispuesto, replicó D. Álvaro afectando la más completa indiferencia para ocultar mejor el disgusto que te ocasionaba aquella proposición; ¡a todo! siempre, cuándo y del modo que gustéis.

-Excuso advertiros, continuó Amaro, que esto debe quedar entre nosotros dos, y que no se necesitan padrinos, médicos, ni...

-¡Oh, descuidad!... comprendo: sé de lo que se trata y también tengo yo mis motivos para ocultar este lance; por otra parte...

-Hemos concluido, exclamó el gaucho, sin dejarle terminar la frase; id con Dios, señor conde; disfrazaos de chasque con vuestro amigo, y estos mismos soldados os acompañarán hasta que salgáis del radio que vigilan mis montoneros.

-Una palabra, una sola palabra, exclamó D. Álvaro deteniéndole por el halda del poncho; decidme: ¿Lia está inocente?

-¿Y lo dudáis, por ventura? ¿Lo dudáis? repitió indignado su rival, a quién aquella pregunta extemporánea le producía el efecto de un dardo envenenado.

-Creía... pues... juzgaba...

  —184→  

-¡Eh! continuó Amaro en el mismo tono; yo no podía deshonrar a la que va a ser mi esposa.

-¿Tu esposa?...

-¡Sí, mi esposa!...

-Hace mucho tiempo que su madre tiene el enlace entre su hija y yo.

-¡No importa!

-Su padre me ha empeñado solemnemente su palabra de honor.

-¡No importa!

-Ella misma, sin que nadie la obligase, me ha dicho que me amaba y accedido muy gustosa a aceptar mi mano y mi nombre.

-¡Mientes! replicó el gaucho ya exasperado.

-Un miserable como tú no puede ser esposo de Lia Niser, contestó el conde, vertiendo por sus encendidos ojos la hiel de la envidia y de los celos que le abras iban el alma.

-Yo romperé el odioso compromiso que la liga a ti, arrancándote la vida, añadió Amaro con voz seca y breve.

-¡Eso lo veremos! gritó D. Álvaro.

-¡Silencio, imbécil! murmuró aquel poniéndole la mano en la boca; no es preciso que otros se enteren de lo que tratamos...

El conde ahogó en su garganta el torrente de insultos que brotaban de su corazón, despedazado por todas las furias del infierno.

Amaro dio las órdenes oportunas a su gente, y sus instrucciones se ejecutaron al pie de la letra: Floridan y el conde llegaron a Montevideo sanos y salvos, sin que nadie les molestase en el camino.

  —185→  

Cuatro días después, D. Nereo, so pretexto de arreglar algunos asuntos de grande importancia con un banquero que acababa de quebrar, partió a la capital en compañía de doña Petra.

Había presenciado la escena entre los dos amantes, y adivinado por las últimas palabras de su hermano las condiciones bajo las cuales su rival le concedía la libertad. Deber suyo era impedir aquel duelo sacrílego, si no abiertamente, valiéndose de otros medios ocultos que surtiesen el mismo efecto.

Antes de partir entregó los cien mil patacones de la apuesta a Amaro, que mandó distribuirlos entre su gente, sin reservar ni un peso para él. Desinteresado y generoso proceder que aumentó su popularidad y disipó el general disgusto y descontento de sus feroces montoneros, a consecuencia del perdón, otorgado a los oficiales Brasileros, y sobre todo al comandante D. Ricardo Floridan y al conde de Itapeby.

D. Carlos y su hija, por razones de conveniencia, se retiraron a una Estancia que poseía el primero en los confines de la República, cerca de Ituzaingó, paraje célebre por la gran batalla que se dio en él, el 20 de febrero de 1827.

Con las prósperas noticias que corrían, el anciano esperaba que de un momento a otro se viesen los invasores obligados a abandonar el país; y halagado por esta esperanza, deseoso de dar tiempo a la maledicencia y a la calumnia para que se cansasen de despedazar la reputación de Lia, y también a fin de no verse en el duro caso, muy amargo para él, que era en extremo pacífico y prudente,   —186→   de tener una explicación con el conde, exponiéndose a su venganza si le desairaba, D. Carlos resolvió encerrarse en su Estancia y aguardar en ella el desenlace de los sucesos.

Amaro iba a verlos frecuentemente, y se pasaba las horas muertas al lado de su adorada y del viejo jurisconsulto, forjando castillos en el aire para cuando llegase el suspirado día de su felicidad. Y si su volcánica pasión hubiera sido susceptible de aumento, sin duda creciera con las continuas pruebas de amor que se prodigaban ambos.

Todos los domingos en la tarde Lia salía a recibirle al camino con un ramo de flores silvestres, que había cogido en el campo para él, y él le daba en cambio alguna preciosa avecilla, prisionera con no pocos afanes por sus montoneros en el fondo de los bosques: inclinábase sobre el cuello del caballo, y al ponerla en sus manos estampaba un púdico beso en la casta frente de la hermosa. D. Carlos se sonreía; invitábale a dar un paseo por los alrededores, y él, que no deseaba otra cosa, descendía de su cabalgadura, y ofreciendo el brazo a Lia, se encaminaban juntos por la margen del cercano río. Contábanse lo que habían hecho en toda la semana, y sin dejar meter baza al pobre viejo, hablaban y hablaban sobre el mismo tema, sobre lo que hablan siempre los enamorados, desde que se reunían hasta que se separaban, prometiendo verse el domingo siguiente.

Amaro galopaba treinta o cuarenta leguas sin descansar, exponiéndose a caer prisionero o a ser muerto, solo por tener el placer de pasar dos horas a su lado, y aunque aseguraba siempre que estaba acampado por allí cerca, Lia, mejor informada, le reconvenía amistosamente, y le rogaba   —187→   que no se expusiese tan a menudo ni fuese tan imprudente y temerario: exigíale formal promesa de no volver en algún tiempo; él le prometía cuanto deseaba, y al cabo de siete u ocho días se presentaba como de costumbre.

Así se pasaron seis meses, seis meses de envidiable ventura, dos meses de un sueño divino, en que su alma, desprendida de los lazos terrenales por la violencia de su pasión, se nutría tan solo con la pura llama de su amor, e inundando sus corazones de esa misteriosa voluptuosidad, de esa secreta expansión de esos transportes ideales que no necesitan de los sentidos para producirse, les revelaba la felicidad perfecta, eterna, sin noches, sin límites ni horizontes, que Dios guarda a sus escogidos en el paraíso, y gustaban de antemano sus inefables delicias...

Alguna vez, sin embargo, el recuerdo del conde venía a anublar el plácido cielo de sus esperanzas. Lia temblaba. por su padre, y Amaro se acordaba con recelo que podía matarle en el duelo a muerte que tenía tratado. Probablemente aquella era la primer ocasión que se le había ocurrido tal idea; porque él, acaso mejor que D. Juan Tenorio, estaba habilitado para decir:


«A quien quise provoqué,
con quien quise me batí,
y nunca me imaginé
que pudo matarme a mí
aquel a quien yo maté»

Pero la felicidad enerva hasta los corazones más intrépidos. Se teme perder el bien que nos ha costado mucho trabajo alcanzar. ¿Cómo no amar la vida?... ¡Era tan dichoso al presente y esperaba tanto del porvenir! ¿Cómo   —188→   no desconfiar de la negra estrella que le perseguía desde la cuna?... ¡Ay! ¡Tal vez en el momento que llevase a los labios la copa de su ventura; tal vez el plomo de su rival la despedazaría entre sus manos cortando el hilo de su existencia!

Este doloroso pensamiento no dejaba de preocuparle a medida que se acercaba el plazo fatal: mas no por eso tembló, ni dudó de su valor, ni pensó jamás en rehuir el combate o dilatarlo.

Resuelto a matar al conde o a ser muerto por él, presentose en los médanos del Pantanoso en el día y hora convenidos; un hombre le aguardaba desde por la mañana con una carta de D. Álvaro.

Grande fue la sorpresa del gaucho cuando leyó la siguiente misiva, fechada en Río de Janeiro.

«Amaro: A los pocos días de estar en Montevideo el gobernador me envió aquí con pliegos para S. M. Creí evacuar mi cometido y volver antes de los seis meses; pero el emperador, sordo a mis ruegos, me ha prohibido expresamente que salga de Río de Janeiro, donde me detiene para confiarme, según dice, el mando de algunas de las fuerzas que se están organizando en Río Grande y que deben en la próxima primavera reforzar a las tropas que tenemos en esa provincia, pues, como no ignoráis, vamos a declarar la guerra a Buenos Aires antes que ella nos la declare.

»Yo espero de vuestra lealtad que no atribuiréis a ningún motivo innoble mi involuntaria falta; y también espero que en cualquier tiempo y ocasión, donde quiera que nos encontremos, aunque hayan trascurrido cincuenta años, realizaremos nuestro desafío como conviene a gentes de honor;   —189→   es decir, en la forma y modo que teníamos concertado.

»No hay remedio: es preciso que uno de los dos baje a la tumba: los dos amamos a Lia, y uno solo ha de poseerla.»

«El conde de Itapeby»

Amaro se atusó el bigote, guardó la carta, volvió grupas a su caballo, y se alejó tranquilamente, sin querer interrogar al emisario: pensaba escribir al conde.

Creemos excusado advertir que todo había sido una intriga de D. Nereo, quien, valido de la amistad que le unía al conde de la Laguna, gobernador de Montevideo, consiguió que enviase a su hermano a la corte, a pesar de sus protestas, y hasta de la resistencia que él opuso, y allí, por medio de su influencia y relaciones con los ministros de D. Pedro, y especialmente con Francisco Gómez da Silva, alias Chalaza, favorito del monarca a la sazón, logró que aquel le detuviese con el pretexto que hemos dicho. D. Álvaro estaba desesperado.

Siempre con la esperanza de obtener de un día para otro el consentimiento del emperador, se trascurrieron tres años, en los cuales el Brasil en mal hora declaró la guerra a Buenos Aires.

En mar y tierra las armas imperiales se vieron humilladas, tan humilladas, que hoy todavía tiembla el imperio delante de Rosas, sin atreverse a recoger el guante que le ha arrojado mil veces a la cara, recordando aquella época desastrosa.

Don Pedro de Braganza, no obstante, hombre de corazón y de mente elevada, antes de abandonar la joya más hermosa de su corona, la disputada provincia cisplatina71,   —190→   reclamada por Buenos Aires como parte integrante del antiguo virreinato, y por él como su frontera natural en el Plata, hizo un postrer esfuerzo, formó un numeroso ejército en la frontera, y no pudiendo marchar él mismo a su frente, como anhelaba, confió el mando al marqués de Barbacena, uno de sus cortesanos en quien más confianza tenía. El conde obtuvo por fin permiso de incorporarse al ejército.

El general argentino D. Carlos María de Alvear mandaba las fuerzas patriotas, y Amaro, con sus montoneros, un escuadrón de lanceros alemanes y dos batallones de infantería formaba en el ala izquierda.

Los dos ejércitos se avistaron en la misma provincia de Río Grande, y después de muchas marchas y contramarchas por parte del general enemigo, cuyo objeto aun se ignora, se detuvo una noche en los campos de Ituzaingó, en una situación bastante ventajosa, con ánimo de presentar al día siguiente la batalla, y Alvear, que adivinó su intención, aceptó el reto.

Colocados casi a tiro de cañón, patriotas y realistas se veían desde sus campamentos al fuego cercano de sus respectivos vivaques, y unos y otros aguardaban con impaciencia los primeros vislumbres de la alborada para caer sobre sus contrarios y anonadarlos o ser anonadados por ellos. El entusiasmo y el deseo de combatir era igual en ambos; pero en cuanto a táctica y disciplina, las tropas brasileñas, veteranas en gran parte, eran muy superiores a las nuestras.

Esa misma noche, cerca de la diez, recibió Amaro por   —191→   medio de un desertor del campo enemigo un billete del conde, que no contenía más que estas breves palabras:

«Dentro de una hora os espero a la entrada del bosque que se extiende a espaldas de vuestra línea: iré solo, y sin más compañeros que mis pistolas».

El gaucho requirió al punto las suyas, montó a caballo seguido de unos cuarenta jinetes, dio un largo rodeo como si anduviese recorriendo el campo, y por último, ordenando a los suyos que continuasen patrullando y se retirasen cuando oyesen dos o más tiros, se internó solo en el bosque.

Al propio tiempo llegaba el conde por la parte opuesta, disfrazado de gaucho.

Era una clara noche de primavera; la luna de febrero vertía su luz diáfana y trasparente sobre el estrecho recinto donde se habían detenido D. Álvaro y su rival, y su amarillo fulgor reflejábase de lleno en el rostro de ambos combatientes. El hacha de los leñadores había derribado los árboles que crecían alrededor, formando un anfiteatro de veinte varas de largo y pocas menos de ancho.

Los dos se saludaron con frialdad inclinando levemente la cabeza.

-Nos colocaremos a veinte pasos y tiraremos avanzando, dijo el conde amartillando sus pistolas.

-A veinte pasos es mucha distancia, contestó Amaro preparando las suyas.

-A diez.

-No: ha de ser cogidos de la mano.

-¡Eso es un asesinato estúpido! exclamó D. Álvaro con viveza.

  —192→  

-Caballero, respondió el gaucho contemplándole fijamente y con reconcentrada ferocidad, como si quisiera leer en su interior; caballero: ¿tenéis miedo de morir?

¡Miedo no! pero me parece una locura y una necedad suicidarnos de ese modo: con uno de los dos que deje de existir, sobra.

-¡En buen hora! echemos suertes, y al que le toque tirará primero, a quemarropa, se entiende.

D. Álvaro se pasó la mano por la frente, y clavó la vista en el suelo, dudando si admitiría; mas esta indecisión no duró dos minutos; avergonzado de su debilidad, levantó con arrogancia la cabeza, y exclamó precipitadamente:

-¡Acepto!

-En ese caso hacedme el gusto de retiraros a alguna distancia; yo me volveré de espaldas para no veros: sacad una moneda o un objeto cualquiera; escondedlo en una mano, y dadme a escoger. Si acierto, tiraré yo; si no, os tocará a vos matarme.

-¡Sea! murmuró el conde con voz agitada.

-¿Está ya?... preguntó el gaucho con su impasibilidad habitual, viendo que tardaba en realizar la operación mencionada más de lo que parecía regular.

-Escoged, replicó D. Álvaro, presentándole las dos manos cerradas.

Amaro golpeó la izquierda con el cañón de su pistola.

Exhaló el conde un grito de feroz alegría, y abriendo ambas palmas le mostró una pieza de plata en la derecha.

-¡Encomiéndate a Dios, desgraciado! añadió sin poder ocultar su gozo. ¡Vas a espiar tus crímenes; llegó tu última llora!

  —193→  

-Dadme la mano, Sr. D. Álvaro, y ved bien cómo me despacháis, porque todavía no estoy muerto, contestó el gaucho con una sonrisa infernal, sacándose el poncho y desabrochándose la chaqueta, el chaleco y hasta la camisa, para que viese que no llevaba ningún resguardo debajo de ella.

En seguida tendiole la siniestra mano, que apretó por un movimiento nervioso la de su rival, e invocó en su mente el nombre de Lia.

El conde apoyó la boca de su arma sobre la piel, encima del corazón del gaucho, y gozándose de antemano en su triunfo, con el pretexto de informarse caritativamente si tenía algo que encomendar a su cuidado, se detuvo para examinar el efecto que le ocasionaba la idea de su próximo fin.

Pero aunque Amaró debía sufrir horriblemente, su fisonomía era una máscara de bronce que nada dejaba entrever. Latía su corazón con fuerza; pero no temblaba su mano: contraíanse los músculos de su frente; pero no vacilaban sus piernas: le zumbaban los oídos; pero sus ojos de águila, clavados en los del conde, fijos y sin pestañear, lejos de traducir el miedo, revelaban la ira del valiente a quien llevan a la muerte maniatado...

D. Álvaro no pudo menos de admirarse de su sangre fría y serenidad. El verdugo, favorecido por la fortuna, estaba más conmovido que su víctima.

-¿Tiráis o no? le preguntó Amaro ya impaciente.

El conde apretó el gatillo, crujió la llave sobre la cazoleta, se incendió la pólvora, mas... ¡no salió el tiro!

-¡Ahora a mí! gritó el gaucho apretándole la mano que tenía cogida con la suya.

  —194→  

El noble conde, acometido de súbito espanto, inclinó el cuerpo hacia atrás, y procuró desasirse de aquella férrea y vigorosa mano que le tenía enclavado allí como la potente garra de un espíritu maléfico.

Aquel vértigo, aquel estupor, aquella impresión de terror involuntario, pasó como un meteoro; apenas vuelto en sí, D. Álvaro se quedó inmóvil, inclinó la frente, y dijo con voz vibrante de indignación y despecho:

-¡¡¡Matadme!!!...

Amaro a su vez apoyó el cañon de su pistola en el pecho de su adversario.

El conde, por más esfuerzos que hacía para disimular su angustia, temblaba de los pies a los cabellos: anchas gotas de sudor le bañaban las fases; los ojos querían escapársele de las órbitas; se comprimían sus dedos; le flaqueaban las rodillas, y su respiración desigual y convulsiva traicionaba el espanto escondido en su pecho.

El gaucho levantó poco a poco el arma homicida, moviendo la cabeza con una amarga sonrisa de desprecio, descargó su pistola en el tronco de una palmera inmediata.

-Podéis marcharos, Sr. de Itapeby, le dijo, señalándole el camino del campamento, a menos que queráis recomenzar el combate, añadió con ironía.

D. Álvaro procuraba en vano reanimarse: había confiado más en su valor: él no era ciertamente cobarde; lo había demostrado en cien campos de batalla y en otros lances de honor; pero en aquella ocasión perdió toda su energía. La noche, la soledad, las extrañas condiciones impuestas por Amaro, y las circunstancias que mediaban en aquel duelo singular, le intimidaron desde un principio.   —195→   Protegido y engallado por la suerte, no estaba preparado para morir cuando sus armas le traicionaron. Con todo, en medio de su turbación, todavía tuvo bastante pundonor para exigir a su enemigo que le tirase.

-Yo no mato a un hombre que está medio muerto, fue la respuesta del valiente guerrillero; además, detesto esas armas de que os valéis vosotros los de la ciudad. No puedo, no, asesinar a nadie a sangre fría. Para que yo mate a un hombre necesito luchar con él cuerpo a cuerpo, enardecerme con los golpes que dé y con los que reciba, perder la cabeza, en una palabra, y no reflexionar. En uno de esos instantes mataría a mi propio hermano o a mi padre, si los tuviera; pero me desdeño, me avergonzaría de ensañarme con el que inerme me entrega su vida, aunque fuese mi mayor y más odiado enemigo, como lo sois vos, señor conde...

Aquí se detuvo Amaro, esperando que le respondiese, pronto a ofrecer otro duelo a arma blanca a su rival si veía en él indicios de prestarse dignamente a sus deseos; pero se equivocó: en todo pensaba D. Álvaro menos en volver a batirse.

-¡Oíd! continuó el jefe de los montoneros, después de una pausa no muy corta; puesto que ahora no os place cumplirme vuestra palabra, mañana o pasado se dará una batalla, batalla campal que debe decidir los destinos de este país: pues bien; si queréis lavar la mancha que ha caído hoy sobre vuestro honor, buscadme en medio de la pelea, que yo también os buscaré para pediros cuenta otra vez del agravio que me hicisteis en Paysandú. Adiós Sr. de Itapeby; hasta mañana.

  —196→  

Anonadado el conde por tanta generosidad, no supo qué responder. Su odio y admiración eran iguales: tentado estuvo de llamar al noble gaucho, estrecharlo en sus brazos y descubrirle su secreto; pero entonces, entonces sería preciso renunciar a Lia, y este sacrificio era superior a sus fuerzas. ¡También él la amaba con delirio!

-¿Qué hacer?... Nada: ¡que me mate o matarle!... exclamó pasado su primer impulso; me avergüenzo de deberle dos veces la vida. Dios ha colocado entre nosotros un abismo con el amor de esa mujer, abismo que no puede llenarse sino con la sangre de uno de los dos. Él ha podido deshacerse de mí en dos ocasiones distintas, y no lo ha hecho... ¿Será la voz de la naturaleza quién le habla?... ¡No! le ciega su vanidad... ¡Insensato! Mañana se arrepentirá de su necia hidalguía...

Y costeando el bosque, se encaminó paso a paso al campamento, devorando a solas su vergüenza y desesperación. Por fortuna nadie presenció aquel nuevo oprobio grabado en su corazón con letras de fuego. Él, tan orgulloso y audaz, había temblado delante de Caramurú, que le perdonó por no degradarse matando a un hombre medio muerto, según se explicaba en su rudo lenguaje. Solo el conde comprendía todo el sarcasmo, toda la ignominia envuelta en estas palabras. La venganza magnánima del gaucho sobrepujaba al ultraje que él le había inferido.



  —197→  

ArribaAbajo- XVII -

La batalla de Ituzaingó


Al expirar el año de 1825, el Brasil se había visto obligado a declarar la guerra a Buenos Aires, que si no protegía abiertamente a los rebeldes, permitía que se equipasen de armas y se organizasen en sus fronteras y hasta en la misma capital. Las justas quejas y reclamaciones del gabinete imperial eran desatendidas; las notas se cruzaban sin resultado alguno; y después de la batalla de Sarandí, ganada por los patriotas a las órdenes de los generales Rivera y Lavalleja, D. Pedro emperador constitucional y defensor perpetuo del Brasil, resolvió confiar a la suerte de las armas lo que no podía alcanzar por las negociaciones diplomáticas.

La lucha intestina que entonces devoraba a las provincias de la Confederación, no permitió a Buenos Aires prestar a los orientales todo el apoyo que era necesario para inclinar la balanza a su favor, y la lucha continuó con fortuna varia hasta principios de 1827.

En esa época, como acabamos de indicar en el anterior capítulo, D. Pedro, cansado de una guerra que parecía interminable, que diezmaba al Brasil y empobrecía su erario,   —198→   determinó trasladarse en persona al teatro de los sucesos y ponerse él mismo al frente del numeroso ejército que se estaba organizando en la provincia de Río Grande.

Serias complicaciones en Río de Janeiro le obligaron a volver a la corte y a confiar el mando de sus tropas al marqués de Barbacena, sujeto que gozaba de una alta reputación de consumado militar, sin haberla conquistado en ningún campo de batalla.

La noticia de la llegada de D. Pedro a la frontera, produjo en Buenos Aires la más viva sensación; el presidente de la República dirigió una proclama a todos sus habitantes invitándoles a unirse contra el usurpador; incorporándose al ejército que pasó en seguida a la Banda Oriental; el marqués por su parte, al tomar el mando de las tropas imperiales, expidió otra proclama asaz jactanciosa, prometiéndoles que en breves días la bandera del imperio tremolaría victoriosa en la capital de la Confederación Argentina.

Confiaba tanto el marqués en la victoria, que no quiso aguardar un refuerzo de dos mil hombres que venían en su apoyo a las órdenes de Bentos Manoel, caudillo que después se ha hecho célebre, proclamando la República en Río Grande y sosteniendo él solo la guerra por catorce años con dos o tres mil insurgentes, contra todas las fuerzas reunidas de las demás provincias del imperio, que a veces ascendieron hasta veinte mil hombres.

Preciso es confesar, no obstante, que sus tropas eran excelentes, y que tal vez habrían justificado su orgullosa predicción dirigidas por otros jefes y combatiendo con otros hombres que no estuviesen animados del santo amor de la independencia.

  —199→  

Al día siguiente del que tuvo lugar el desafío entre el conde y Amaro, se libró la batalla. En la situación en que estaban colocados ambos ejércitos, queriendo uno de ellos, era casi imposible esquivarla. El retirarse equivalía a una derrota.

En el primer ímpetu, los realistas arrollaron a los patriotas; y aunque se ha dicho que Alvear retrocedió cautelosamente para desalojarlos de las ventajosas posiciones que ocupaban, lo cierto es que rompieron su línea, envolvieron a los nuestros, y los persiguieron largo espacio, ocasionándoles pérdidas muy considerables.

Por fortuna la caballería pudo rehacerse al pie de una colina, y los atacó por el frente y por los flancos; desbandáronse los primeros escuadrones enemigos, remolinearon, volvieron grupas, y fueron a caer sobre su propia infantería. Replegose la nuestra merced a este movimiento, y después de un desesperado combate, que duró seis horas, la victoria se declaró a favor de los patriotas.

Entre tanto Amaro y el conde se buscaban con igual impaciencia y deseo de lavar su común afrenta. Sobre todo el segundo, que anhelaba borrar la nota de cobarde que había caído sobre su honor.

La casualidad, el destino, o más bien la mano oculta de la Providencia, los separaba. Por dos ocasiones se divisaron desde lejos, y llamándose por sus nombres, cerraron espuelas a sus corceles, blandiendo el uno su formidable lanza, cabo de ébano, y el otro su bien templada hoja de Toledo: un tropel de fugitivos se interpuso entre ellos, y la lanza del gaucho, creyendo herir a su rival, se clavó en el pecho de un teniente lusitano, y la espada del conde cayó   —200→   sobre un morrión de uno de sus propios soldados, partiéndole el cráneo. Luego el tumulto y la confusión, el polvo que levantaban los caballos, la negra atmósfera, producida por la pólvora incendiada, extendían en rededor un azulado velo que se desvanecía y condensaba en lívidas y sangrientas ráfagas al estallar de nuevo los cañones y fusiles. Los combatientes no se veían a cuatro pasos de distancia.

-¡D. Álvaro! gritaba Amaro con tronador acento, abriéndose camino por entre la apretada muchedumbre con la punta de su lanza, que destilaba sangre hasta la cuja.

-¡Caramurú! repetía el conde sin oírte, empinándose furioso sobre el arzón de la silla, atropellando y acuchillando cuanto intentaba detenerle...

¡Empeño inútil!... Su voz se perdía en medio del bramido del cañón, el choque de los sables, el estrépito de las balas, y de los gritos; imprecaciones y lamentos que víctimas y verdugos arrojaban en la palestra, y cuando se disipaba por un instante la espesa humareda que los envolvía, ya no se encontraban.

El arrojo y valentía del conde en la ocasión presente contrastaban con su anterior debilidad. Nadie al verle impávido y audaz precipitarse ciegamente en lo más recio de la batalla, y desafiar una y mil veces la muerte, allí donde el peligro era más inminente, nadie hubiera creído que aquel mismo hombre la noche antes había temblado como un niño al sentir sobre su pecho el cañón de una pistola. Pero tal es la condición humana y tan efímeros la mayor parte de las veces los fundamentos del valor. ¡Cuántos que pasan por valientes se baten y sucumben como unos héroes cegados por las impresiones del momento, tiemblan y retroceden   —201→   ante una muerte tranquila, segura, inevitable! Lo que más afligía a D. Álvaro era que su rival le creyese capaz de esquivar el duelo y huir de él; capaz de temerle allí como le había temido en el bosque. A esta idea bramaba de coraje, y hubiera dado con gusto su alma a Satanás a trueque de encontrarle.

Por satisfacer este deseo que le resecaba las entrañas, desde los primeros choques se había separado del batallón que mandaba, roto deshecho largo tiempo hacía. Y era tal su ceguedad, estaba tan dispuesto a cumplir su palabra, que cuando presenció la completa derrota de los suyos, en vez de ponerse en salvo, se bajó tranquilamente del caballo, cogió el sombrero y el poncho de un patriota muerto, se los puso, y fue a colocarse en la senda del camino por donde necesariamente tenía que pasar Amaro persiguiendo a los fugitivos.

Sus cálculos le salieron exactos; a poco apareció el intrépido gaucho, seguido a bastante distancia de algunos montoneros; al parecer, galopaba tras un jefe realista, a quien sin duda equivocaba con él.

Apenas se convenció el conde que el que avanzaba era Amaro y no otro, lanzó su caballo a escape, y le llamó por su nombre, gritándole:

-¡Caramurú, aquí estoy!...

Renunciamos a pintar el transporte de salvaje alegría que barrió el semblante del vengativo gaucho: la pantera que herida de muerte por el cazador consigue abrazarle, hundirle sus garras en el pecho, y ensañarse en su cadáver antes de expirar, no ruge con tanto gozo como Amaro al divisar al conde.

  —202→  

Recogida al punto debajo del brazo, doblose silbando la poderosa lanza en su robusta mano, y enhiesto el cuello, apretados los dientes, entreabiertos los labios, fija y centelleante la mirada, apresurando la rápida carrera de su bridón cual si temiera que se le escapara de nuevo su adversario, fuese derecho a él, cual imantada saeta despedida con violencia y atraída al mismo tiempo por un blanco de acero.

Con idéntico brío, con igual ímpetu y satisfacción arrancó el conde hacia su odiado rival.

No era mucha la distancia que los dividía, y sus caballos volaban; pero en su anhelo por llegar a las manos, se figuraban que había una legua de por medio, y que sus alazanes, rendidos de fatiga, no acertaban ya a galopar.

Por último se encontraron: Amaro revolvió el brazo atrás, y su lanza, describiendo un doble círculo, corrió certera entre sus dedos, recta al corazón de su enemigo.

El conde, que era un excelente tirador de toda clase de armas, la rechazó con su espada, y casi casi se la arranca de las manos. Vuelve Amaro a acometerle otra vez, y vuelve él a desviar los golpes que le dirige. Ataca D. Álvaro, y con tal velocidad y destreza, que apenas puede aquel defenderse con la lanza: arrójala enfurecido, y empuña el sable.

Chócanse, rebotan, martillean y crujen los aceros en sus potentes diestras: los dos combaten con encarnizamiento ciegos de ira, sedientos de venganza, mas no consiguen herirse.

De repente da el conde un grito, inclina lentamente la cabeza sobre el cuello del caballo, extiende el brazo, suelta la espada, vacila, pierde los estribos, y cae al suelo.

  —203→  

Ancho raudal de sangre se escapa de su pecho; una traidora lanza lo ha traspasado por detrás de parte a parte.

Amaro indaga con la vista quién ha sido el aleve que se ha atrevido a herirle cuando combatía cuerpo a cuerpo con él; el hierro ensangrentado de uno de sus montoneros le revela al culpable; vase a él, y le tiende a sus pies de una cuchillada,

El desgraciado creyó hacer un servicio importante a su jefe librándole de un enemigo que tan bien se defendía y atacaba.

En seguida se desmonta, examina la herida y mueve la cabeza dolorosamente. ¡La lanza que le ha traspasado estaba envenenada!

El conde no ha perdido el conocimiento, y Amaro trata de disculparse de aquel accidente imprevisto.

-No es necesario que os justifiquéis, le contesta: todo lo comprendo...

Acuden algunos soldados; el caudillo patriota les confía al conde, y corre a buscar a uno de los cirujanos del ejército: vuelve con él, y hecha la primera cura, ordena que lleven al herido a la casa más próxima que se encuentre.

D. Álvaro le da las gracias con una melancólica sonrisa, que equivale a decir: ¡ya es inútil! le tiende la mano, pronuncia el nombre de D. Carlos Niser, y ruega con voz apagada que le conduzcan a su estancia, que dista muy poco del lugar de la batalla. D. Carlos es su pariente inmediato, y antes de morir quiere arreglar sus asuntos, y nombrarle albacea de sus cuantiosos bienes.

Amaro vacila, porque teme que se le atribuya aquella muerte, y se disculpa con pretextos triviales.

  —204→  

El conde adivina su pensamiento, y haciendo un grande esfuerzo para hablar, le tranquiliza diciéndole:

-Os he visto castigar a mi matador; y os conozco bastante para no atribuiros semejante vileza... Es la mano de Dios quien me hiere: nada sabrá Lia.

El generoso gaucho, al ver aquel cambio inesperado, y no sabiendo a qué atribuirlo, se siente también enternecido, y olvida sus agravios. No es ya su antiguo rival; es solo un moribundo quien le implora. Sería una crueldad y una infamia oponerse a sus últimos deseos. En consecuencia, manda colocar al herido en una camilla, y le acompaña en persona hasta cerca de la Estancia; vuélvese al campamento y cumpliendo sus postreras instrucciones, expide un chasque a D. Nereo para que en el acto se ponga en marcha, por si aun llega a tiempo de recoger el último suspiro de su infeliz hermano...

La necesidad de enumerar, aunque sea incidentalmente, los acontecimientos políticos de alguna importancia, eslabonados con los personajes de nuestra historia, acontecimientos que pueden considerarse como el fondo del cuadro que bosquejamos, como la peana donde descansan sus principales figuras, nos obligan a consignar aquí, en pocas palabras, los resultados de esa gran batalla que decidió una lucha de doce años, y abrió una nueva era para la joven República Oriental.

A consecuencia de ella, D. Pedro desesperado de triunfar, y cediendo después de una porfiada resistencia a las bases presentadas por lord Ponsomby, ministro plenipotenciario de S. M. B., consintió que sus ministros, en unión con los de Buenos Aires, firmasen en Río de Janeiro el 27 de   —205→   agosto de 1822, bajo la mediación de la Gran Bretaña, la célebre convención preliminar de paz, que hoy Rosas hace valer como uno de sus títulos para intervenir en nuestros asuntos domésticos.

Ahora solo cumple a nuestro objeto decir que por los artículos primero, segundo y tercero, tanto el Brasil como Buenos Aires, renunciaron solemnemente a todas sus pretensiones de dominio y soberanía sobre el país disputado, «a fin de que se constituyera en estado libre e independiente de toda y cualquiera nación, bajo la forma de gobierno que juzgase más conveniente a sus intereses, necesidades y recursos, obligándose ambas altas partes contratantes a defender su independencia e integridad, por el tiempo y en el modo que se ajustase en el tratado definitivo de paz.»

Así recompensó Dios la fe, la constancia y heroicidad de sus dignos hijos. El 4 de octubre del mismo año fueron canjeadas en Montevideo las ratificaciones de ese pacto de honor y justicia, que habían alcanzado nuestros padres, merced a su indomable arrojo. ¡En aquel día de imperecedera gloria, la más hermosa estrella de las muchas que ostentaba el estandarte imperial, pálida y sin brillo entre ellas, arrancada por la punta de sus lanzas, inundó el horizonte con sus rayos, y las eclipsó a todas, convertida en sol esplendoroso!



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ArribaAbajo- XVIII -

Revelaciones


Han pasado ocho días desde que expiró en los campos de Ituzaingó el poder brasileño en la ribera izquierda del Plata.

En una espaciosa alcoba alumbrada por la tenue luz de una lámpara cubierta con una pantalla verde, sobre un lecho de agonía, yace un hombre como de cuarenta años, luchando con los últimos parasismos de la muerte.

Una fiebre devorante hace latir las arterias de sus sienes y comunica un movimiento convulsivo a todos sus miembros; su respiración a intervalos es penosa y apagada; a intervalos estertórea y ronca; su pecho se levanta apresurado; el aire que penetra en él sale convertido en fuego de sus pulmones abrasados; sus ojos brillantes se dilatan o comprimen según la intensidad del dolor; ha perdido el habla, pero a veces la recobra, y entonces pronuncia, o mejor dicho, articula palabras vagas, oscuras, incoherentes, sin sentido alguno.

Acaso una chispa de inteligencia, por instantes, viene como un relámpago a arrojar un destello de luz sobre el caos de sus ideas. ¡En vano!... apenas intenta coordinarlas,   —208→   el delirio con más fuerza se apodera de su desmayado pensamiento.

No es por terror de su próximo fin lo que le abruma, no: son los fantasmas de su imaginación que no le dejan un momento de reposo; y solo cuando la enervación física o moral llega a su colmo, un letargo momentáneo, efecto de los dos principios de vida y muerte que se disputan su persona, paralizando todas sus facultades sensitivas e intelectuales, da treguas a sus crueles padecimientos.

¡Triste resultalo de una vida criminal!

Cerca de la cama, cruzados los brazos, fijos los ojos en el enfermo, con aire meditabundo y preocupado, dos médicos le observan. En su mirada impasible, en sus cejas levemente arqueadas, en la expresión desdeñosa de sus labios, se puede leer sin mucho trabajo la ninguna esperanza que tienen de salvarle.

Al borde del lecho, mirando alternativamente a los médicos, y al moribundo, se ven dos jóvenes que de muy distinto modo manifiestan el dolor que les causa su pérdida.

El primero, dotado de una fisonomía afable, delicada y melancólica, ha tomado una de sus manos, y la besa delirante arrasados los ojos de lágrimas.

Este es D. Nero Abreu de Itapeby, su hermano legítimo.

El segundo, de aspecto varonil y severo, en sus facciones pronunciadas, largos cabellos, luenga barba y formas atléticas, revela al indómito habitante de los campos, al intrépido gaucho criado en medio de los peligros y de los combates, al caudillo de los bosques, acostumbrado a dominar y a vencer en todas partes. Negra nube de tristeza   —209→   empaña ahora su altivo semblante, y vuelve a menudo la cabeza, como si no quisiera dejar traslucir la compasión que lo inspira su enemigo.

Este es Amaro, el aventurero cuya familia y apellido se ignoran y a quien los intrusos llamaban Caramurú, es decir, Satanás.

A poca distancia, sentada sobre un sofá, aquella angelical mujer, bella como la esperanza, graciosa como la primera imagen de amor que cruza por la frente de un adolescente, a quien vimos en el capítulo primero tímida y ruborosa asomar su infantil cabeza al través de los barrotes de su ventana, llorando cubre ahora su rostro con un pañuelo.

Esta es Lia, la prometida esposa de D. Álvaro.

Detrás de los médicos, en actitud anhelosa, con manifiestas señales de dolor profundo, un venerable anciano contempla al enfermo. Ardientes lágrimas ruedan hilo a hilo por sus pálidas mejillas.

Este es D. Carlos Niser, pariente inmediato del moribundo.

Durante algunos minutos todos permanecieron en silencio. Ninguno tenía fuerzas para hablar: al fin uno de los doctores, después de haber pulsado al enfermo, murmurando entre dientes algunas palabras, que equivalían a un no hay esperanza, se dirigió a la pieza inmediata.

Lia, Amaro, D. Nereo, Niser, se echaron una mirada imposible de pintar...

El médico volvió con una redomita de cristal, donde había un licor negro, y derramando algunas gotas en una cuchara de plata, con gran dificultad consiguió introducirlas en la boca del paciente.

  —210→  

A poco rato pareció este reanimarse, e hizo algunos movimientos.

De repente su rostro se animó con un vivo encarnado, abrió los ojos, y con voz lánguida y apagada murmuró:

-¡Nereo, Amaro!

-¡Hermano mío! ¡Señor!... contestaron ellos acercándose más a la cabecera del lecho.

-Silencio, dijeron los médicos; silencio: cualquiera emoción demasiado fuerte lo matará.

Los jóvenes enmudecieron; pero el enfermo, presa de su delirio, animado de súbita energía, incorporose velozmente en el lecho, y gritó abriéndole sus brazos al gaucho:

-Amaro, perdóname; ¡tú eres mi hermano!

Volviéronse todos atónitos cual si dudasen de lo que oían, interrogando a D. Nereo con la vista, y su sorpresa se aumentó al notar que este afirmaba con la cabeza lo que decía el moribundo.

-Mi padre, continuó D. Álvaro, en un viaje que hizo a este país en 1798, ya casado, sedujo a una joven de una de las familias más distinguidas de Paysandú, a una hermana del que era no ha mucho comandante general de aquel departamento...

-¡Luisa Floridan! exclamó D Carlos, ¡infeliz! He ahí la causa de su misteriosa desaparición.

-Su orgulloso hermano la confinó a la misma Estancia de donde fue robada Lia; allí dio a luz un niño y murió de dolor y vergüenza a los pocos días, dejando escrita una carta para mi padre.

Dos lágrimas de fuego surcaron lentamente el rostro del gaucho. Nunca había conocido a su infortunada madre.

  —211→  

D. Álvaro se detuvo un momento como para coordinar sus ideas, suplicáronle los médicos que aplazase sus revelaciones para otra ocasión; pero él se sonrió con amargura, y los rechazó, diciéndoles:

-Dejadme en paz, ¡imbéciles! conozco que mi última hora se acerca, y antes de morir quiero espiar el mal que he hecho. Cogió una mano al gaucho que le escuchaba atónito, y continuó de esta manera:

-En aquella Estancia viviste, Amaro, confundido con los hijos de los peones, hasta que un antiguo y fiel criado de mi padre te robó de ella y te llevó a una de nuestras posesiones, sita en la provincia de Río Grande: entonces tenías tú seis años, y pudo conocerte por una cruz que te había hecho tu madre en el brazo izquierdo, con el zumo indeleble de esas raíces con que los indios se tiñen el cuerpo.

-Sí, aquí está, repitió Amaro volviendo la manga de su vesta, y mostrando a los circunstantes sorprendidos aquella señal misteriosa; sí, miradla: aquí está.

-Diez años después, mi padre cayó gravemente enfermo, hizo su testamento, y en sus últimos instantes nos llamó a Nereo y a mí, y nos dijo:

-«Vosotros dos sois únicamente mis hijos legítimos; pero tengo otro, a quien no he querido ver nunca. Engañé a su madre como un vil con palabra de casamiento, y he sido causa de su muerte. En estas largas noches de angustia y agonía, los remordimientos se han despertado en mi alma punzantes y devoradores, y no he podido menos de reconocerle como hijo, y dejarle toda la parte de fortuna de que las leyes me permiten disponer. Juradme que acataréis   —212→   mi última voluntad, y os conduciréis con él como verdaderos hermanos...»

Aquí D. Álvaro inclinó la frente agobiado por el peso de sus propios remordimientos; su situación era idéntica a la del autor de sus días.

-Nosotros, añadió con voz lenta y agitada, nosotros se lo prometimos solemnemente; pero ¡ay! apenas cerró sus ojos a la luz, la vil codicia se apoderó de mi alma; arrojé el testamento al fuego, y amenacé a mi hermano, tímido y débil, y acostumbrado desde su niñez a plegarse a todos mis caprichos, que le mataría en el momento que llegase a descubrir nuestro secreto...

¡Por piedad, calla, calla! exclamó D. Nereo, poniéndole la mano sobre los labios.

-No es esto todo, repuso el conde exaltándose a medida que hablaba, y dejando traslucir el desquicio completo de su razón; cuatro asesinos partieron a Río Grande para matarte, Amaro; junto con el antiguo y fiel servidor de mi padre. Por fortuna no estabas allí, y solo este sucumbió.

Un grito de horror se escapó de la boca de todos los circunstantes. El conde mismo, horrorizado de su crimen, escondió la cabeza entre las manos.

-Perdónale, Amaro, dijo D. Nereo echándose a sus pies; ¡perdónale!... Si él te ha robado nombre y fortuna, si ha atentado contra tu vida; si te ha perseguido luego, yo he velado por ti secretamente, hasta que te perdí de vista hace algunos años.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! murmuró el conde, estirándose y revolviéndose en el mullido lecho; ¡me abrasa las entrañas el veneno del hierro que me ha herido!   —213→   ¡Dadme agua, agua que me muero de sed!...

Y era espantosa su agonía.

El recuerdo de su vida pasada, la idea tremenda de la eternidad, la memoria de su padre moribundo y de su fiel servidor cayendo acribillado a balazos, sin querer descubrir el paradero de Amaro, le hacían entrever mil espectros y visiones horrorosas, que le amenazaban con látigos de fuego.

-¡Salvadme!... ¡Salvadme!... decía: ahí están... ahí... junto a mí... ¿no los veis?... ¡Ah!

Y con el cabello erizado, la frente cubierta de un sudor frío, los ojos desencajados, entreabierta la boca y agitando las manos alrededor de su cabeza, como para alejar los fantasmas que lo perseguían, exhalaba aullidos de desesperación, imprecaciones y blasfemias que hacían estremecer de horror a la cándida cuanto afligida Lia que se acercaba maquinalmente a su padre, y le arrastraba del brazo para que se la llevase fuera.

Es preciso haber visto morir a un hombre desesperado para formarse idea de esta escena horrorosa...

De pronto quedose inmóvil; un ¡ay! estertóreo se escapó de su pecho; sus dientes rechinaron como si una lima pasara por entre ellos; su mirada fija, fulgurante, se clavó en la pobre niña que lo contemplaba aterrada orando en voz baja por su salvación: al encontrarse sus miradas, el conde cerró los ojos, y dando un fuerte sacudimiento, sus miembros se dilataron extraordinariamente.

Todos creyeron que había muerto; pero no había muerto, no; era que Dios se compadecía del desgraciado, y el ángel de su guarda cernía su vuelo sobre él, atraído por las plegarias de la virgen pura e inocente.

  —214→  

El sincero arrepentimiento del conde colmó la medida de la eterna justicia; disipáronse poco a poco sus atroces dolores; y la razón volvió a su mente extraviada. Así la bondad inmensa del Señor de cielos y tierra castiga en un minuto siglos de extravíos.

Dulcísimas preces, pronunciadas más que con los labios con el alma, sucediéronse a sus desesperados tormentos: inefable quietud inundó todo su ser, y la luz de la esperanza, la radiación del espíritu divino que descendía sobre su frente, rodearon al moribundo con una aureola de celeste beatitud...

Incorporose por vez última en su lecho: llamó a Lia y a Amaro, y uniendo sus diestras, les dijo con ese acento solemne, lleno de unción y majestad, eco del alma que solo vibra en los que ya no pertenecen al mundo:

-Sed felices, y Dios bendiga vuestra unión, Amaro, hazla muy dichosa: Lia, quiérele mucho... Toda mi fortuna es vuestra... Así lo dispongo en mi testamento... Hermano mío, Lia, ¿me perdonáis ahora?...

-¡Sí, contestó Amaro sin permitirle terminar la frase y estrechándole con trasporte entre sus brazos; sí, hermano mío; sí, y vive para coronar nuestra felicidad!...

Hubiérase dicho que solo aguardaba este perdón el moribundo para romper el débil lazo que le ligaba a la tierra; tendió a Lia la siniestra mano; estrechó con la diestra la de Amaro, inclinó el cuello sobre su hombro, y en el mismo momento en que el sol tocaba en su ocaso, la tarde del 28 de febrero de 1827 volaba ante el tribunal de Dios el alma del que fue en el mundo D. Álvaro María de Abreu, noveno conde de Itapeby.



  —215→  

Arriba- XIX -

Epílogo


Amaro, reconocido como hijo del conde de Itapeby y nombrado por el gobierno provisorio general efectivo en recompensa de sus eminentes servicios, pasó a la capital, y se unió a Lia seis meses después...

No intentaremos profanar su ventura queriendo describirla. Dichosos cuanto es posible serlo en este miserable globo sublunar, diremos únicamente que si la felicidad existe, ellos la encontraron en la tierra sin duda.

Rodeado del prestigio y consideración que da la gloria legítimamente conquistada; respetado, querido y admirado de sus conciudadanos, amado de una mujer joven, bella, de talento, y dueño de una fortuna pingüe, ¿qué más podía pedirle a Dios?... Sí en eso no consiste la felicidad, es sin disputa a todo lo que nos es dado aspirar razonablemente.

Por nuestra parte, deseamos a nuestras lectoras un marido tan apasionado, tan noble y tan digno de ser querido como Amaro, y a nuestros lectores una compañera tan bella, tan pura como Lia, y no añadimos tan rica, porque eso se sobreentiende, viviendo, en un siglo tan Prosaico y calculador como el nuestro.

  —216→  

En cambio de estos buenos deseos, al deciros adiós, caros leyentes, solo nos atrevemos a pediros una buena dosis de indulgencia para todo lo que no os haya agradado en el curso de nuestra historia. Si en esta ocasión no hemos acertado a complaceros dignamente, tal vez en otra lo alcanzaremos. Por eso el autor confía en vuestra benevolencia.




 
 
FIN
 
 


NOTA.-La calificación de histórica dada en el título a esta novela, es puramente nuestra; pues no se encuentra en el ejemplar que nos ha servido para la reimpresión. A pedido del autor, hacemos esta advertencia.

Teodomiro Real y Prado.