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El autor

Muy dudoso estuve cuando recibí esta carta de Laureola sobre enviarla a Leriano o esperar a llevarla yo, y en fin hallé por mejor seso no enviársela, por dos inconvenientes que hallé: el uno era porque nuestro secreto se ponía a peligro en fiarla de nadie; el otro, porque las lástimas de ella le pudieran causar tal aceleración que errara sin tiempo lo que con él acertó, por donde se pudiera todo perder. Pues volviendo al propósito primero, el día que llegué a la corte tenté las voluntades de los principales de ella para poner en el negocio a los que hallase conformes a mi opinión, y ninguno hallé de contrario deseo, salvo a los parientes de Persio. Y como esto hube sabido, supliqué al cardenal que ya dije le pluguiese hacer suplicación al rey por la vida de Laureola, lo cual me otorgó con el mismo amor y compasión que yo se lo pedía. Y sin más tardanza, juntó con él todos los prelados y grandes señores que allí se hallaron, y puesto en presencia del rey, en su nombre y de todos los que iban con él, hízole un habla en esta forma:




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El cardenal al rey

No a sinrazón los soberanos príncipes pasados ordenaron consejo en lo que hubiesen de hacer, según cuantos provechos en ello hallaron, y puesto que fuesen diversos, por seis razones aquella ley debe ser conservada: la primera, porque mejor aciertan los hombres en las cosas ajenas que en las suyas propias, porque el corazón de cuyo es el caso no puede estar sin ira, codicia, afición, deseo u otras cosas semejantes para determinar como debe. La segunda, porque platicadas las cosas siempre quedan en lo cierto. La tercera, porque si aciertan los que aconsejan, aunque ellos dan el voto, del aconsejado es la gloria. La cuarta, por lo que se sigue del contrario, que si por ajeno seso se yerra el negocio, el que pide el parecer queda sin cargo y quien se lo da no sin culpa. La quinta, porque el buen consejo muchas veces asegura las cosas dudosas. La sexta, porque no deja tan fácilmente caer la mala fortuna y siempre en las adversidades pone esperanza. Por cierto, señor, turbio y ciego consejo puede dar ninguno a sí mismo siendo ocupado de saña o pasión. Y por eso no nos culpes si en la fuerza de tu ira te venimos a enojar, que más queremos que airado nos reprendas porque te dimos enojo, que no que arrepentido nos condenes porque no te dimos consejo.

Señor, las cosas obradas con deliberación y acuerdo procuran provecho y alabanza para quien las hace, y las que con saña se hacen con arrepentimiento se piensan. Los sabios como tú, cuando obran, primero deliberan que disponen, y sonles presentes todas las cosas que pueden venir, así de lo que esperan provecho como de lo que temen revés. Y si de cualquiera pasión impedidos se hallan, no sentencian en nada hasta verse libres. Y aunque los hechos se dilaten hanlo por bien, porque en semejantes casos la prisa es dañosa y la tardanza segura. Y como han sabor de hacer lo justo, piensan todas las cosas, y antes que las hagan, siguiendo la razón, establécenles ejecución honesta. Propiedad es de los discretos probar los consejos y por ligera creencia no disponer, y en lo que parece dudoso tener la sentencia en peso, porque no es todo verdad lo que tiene semejanza de verdad. El pensamiento del sabio, ahora acuerde, ahora mande, ahora ordene, nunca se parta de lo que puede acaecer, y siempre como celoso de su fama se guarda de error; y por no caer en él tiene memoria en lo pasado, por tomar lo mejor de ello y ordenar lo presente con templanza y contemplar lo porvenir con cordura por tener aviso de todo.

Señor, todo esto te hemos dicho por que te acuerdes de tu prudencia y ordenes en lo que ahora estás, no según sañudo, mas según sabedor. Así, vuelve en tu reposo, que fuerce lo natural de tu seso al accidente de tu ira. Hemos sabido que quieres condenar a muerte a Laureola. Si la bondad no merece ser ajusticiada, en verdad tú eres injusto juez. No quieras turbar tu gloriosa fama con tal juicio, que, puesto que en él hubiese derecho, antes serías, si lo dieses, infamado por padre cruel que alabado por rey justiciero. Diste crédito a tres malos hombres: por cierto, tanta razón había para pesquisar su vida como para creer su testimonio. Cata que son en tu corte mal infamados, confórmanse con toda maldad, siempre se alaban en las razones que dicen de los engaños que hacen. Pues, ¿por qué das más fe a la información de ellos que al juicio de Dios, el cual en las armas de Persio y Leriano se mostró claramente? No seas verdugo de tu misma sangre, que serás entre los hombres muy afeado. No culpes la inocencia por consejo de la saña. Y si te pareciere que, por las razones dichas, Laureola no debe ser salva, por lo que debes a tu virtud, por lo que te obliga tu realeza, por los servicios que te hemos hecho, te suplicamos nos hagas merced de su vida. Y porque menos palabras de las dichas bastaban, según tu clemencia, para hacerlo, no te queremos decir sino que pienses cuánto es mejor que perezca tu ira que tu fama.




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Respuesta del rey

Por bien aconsejado me tuviera de vosotros si no tuviese sabido ser tan debido vengar las deshonras como perdonar las culpas. No era menester decirme las razones por que los poderosos deben recibir consejo, porque aquellas y otras que dejaste de decir tengo yo conocidas. Mas, bien sabéis, cuando el corazón está embargado de pasión que están cerrados los oídos al consejo, y en tal tiempo las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña, porque reverdecen en la memoria la causa de ella. Pero digo que estuviese libre de tal impedimento, yo creería que dispongo y ordeno sabiamente la muerte de Laureola, lo cual quiero mostraros por causas justas determinadas según honra y justicia.

Si el yerro de esta mujer quedase sin pena, no sería menos culpable que Leriano en mi deshonra. Publicado que tal cosa perdoné, sería de los comarcanos despreciado y de los naturales desobedecido y de todos mal estimado, y podría ser acusado que supe mal conservar la generosidad de mis antecesores. Y a tanto se extendería esta culpa si castigada no fuese, que podría mancillar la fama de los pasados, la honra de los presentes y la sangre de los por venir; que sola una mácula en el linaje cunde toda la generación. Perdonando a Laureola sería causa de otras mayores maldades que en esfuerzo de mi perdón se harían, pues más quiero poner miedo por cruel que dar atrevimiento por piadoso, y seré estimado como conviene que los reyes lo sean. Según justicia, mirad cuantas razones hay para que sea sentenciada: bien sabéis que establecen nuestras leyes que la mujer que fuere acusada de tal pecado muera por ello. Pues ya veis cuanto más me conviene ser llamado rey justo que perdonador culpado, que lo sería muy conocido si en lugar de guardar la ley, la quebrase, pues a sí mismo se condena quien al que yerra perdona. Igualmente se debe guardar el derecho, y el corazón del juez no se ha de mover por favor, ni amor, ni codicia, ni por ningún otro accidente. Siendo derecha, la justicia es alabada, y si es favorable, aborrecida. Nunca se debe torcer, pues de tantos bienes es causa: pone miedo a los malos, sostiene los buenos, pacifica las diferencias, ataja las cuestiones, excusa las contiendas, aviene los debates, asegura los caminos, honra los pueblos, favorece los pequeños, enfrena los mayores, es para el bien común en gran manera muy provechosa. Pues para conservar tal bien, porque las leyes se sostengan, justo es que en mis propias cosas la use. Si tanto la salud de Laureola queréis y tanto su bondad alabáis, dad un testigo de su inocencia como hay tres de su cargo, y será perdonada con razón y alabada con verdad. Decís que debiera dar tanta fe al juicio de Dios como al testimonio de los hombres: no os maravilléis de así no hacerlo, que veo el testimonio cierto y el juicio no acabado, que, puesto que Leriano llevase lo mejor de la batalla, podemos juzgar el medio y no saber el fin. No respondo a todos los apuntamientos de vuestra habla por no hacer largo proceso y en el fin enviaros sin esperanza. Mucho quisiera aceptar vuestro ruego por vuestro merecimiento. Si no lo hago, habedlo por bien, que no menos debéis desear la honra del padre que la salvación de la hija.




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El autor

La desesperanza del responder del rey fue para los que la oían causa de grave tristeza; y como yo, triste, viese que aquel remedio me era contrario, busqué el que creía muy provechoso, que era suplicar a la reina le suplicase al rey por la salvación de Laureola. Y yendo a ella con este acuerdo, como aquella que tanto participaba en el dolor de la hija, topela en una sala, que venía a hacer lo que yo quería decirle, acompañada de muchas generosas dueñas y damas, cuya autoridad bastaba para alcanzar cualquier cosa, por injusta y grave que fuera, cuanto más aquella, que no con menos razón el rey debiera hacerla que la reina pedirla. La cual, puestas las rodillas en el suelo, le dijo palabras así sabias para culparle como piadosas para amansarlo.

Decíale la moderación que conviene a los reyes, reprendíale la perseveranza de su ira, acordábale que era padre, hablábale razones tan discretas para notar como lastimadas para sentir, suplicábale que, si tan cruel juicio dispusiese, se quisiese satisfacer con matar a ella, que tenía los más días pasados, y dejase a Laureola, tan digna de la vida. Probábale que la muerte de la salva mataría la fama del juez, el vivir de la juzgada y los bienes de la que suplicaba. Mas tan endurecido estaba el rey en su propósito que no pudieron para con él las razones que dijo, ni las lágrimas que derramó. Y así se volvió a su cámara con poca fuerza para llorar y menos para vivir. Pues viendo que menos la reina hallaba gracia en el rey, llegué a él como desesperado, sin temer su saña, y díjele, porque su sentencia diese con justicia clara, que Leriano daría una persona que hiciese armas con los tres falsos testigos, o que él por sí lo haría, aunque bajase su merecer, porque mostrase Dios lo que justamente debiese obrar. Respondiome que me dejase de embajadas de Leriano, que en oír su nombre le crecía la pasión. Pues volviendo a la reina, como supo que en la vida de Laureola no había remedio, fuese a la prisión donde estaba y besándola diversas veces decíale tales palabras:




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La reina a Laureola

¡Oh bondad acusada con malicia! ¡Oh virtud sentenciada con saña! ¡Oh hija nacida para el dolor de su madre! Tú serás muerta sin justicia y de mí llorada con razón. Más poder ha tenido tu ventura para condenarte que tu inocencia para hacerte salva. Viviré en soledad de ti y en compañía de los dolores que en tu lugar me dejas, los cuales, de compasión, viéndome quedar sola, por acompañadores me diste. Tu fin acabará dos vidas, la tuya sin causa y la mía por derecho, y lo que viviere después de ti me será mayor muerte que la que tú recibirás, porque mucho más atormenta desearla que padecerla. Pluguiera a Dios que fueras llamada hija de la madre que murió y no de la que te vio morir. De las gentes serás llorada en cuanto el mundo durare. Todos los que de ti tenían noticia habían por pequeña cosa este reino que habías de heredar, según lo que merecías. Pudiste caber en la ira de tu padre, y dicen los que te conocen que no cupiera en toda la tierra tu merecer. Los ciegos deseaban vista por verte, los mudos habla por alabarte y los pobres riqueza por servirte. A todos eras agradable y a Persio fuiste odiosa. Si algún tiempo vivo, él recibirá de sus obras galardón justo, y aunque no me queden fuerzas para otra cosa sino para desear morir, para vengarme de él tomarlas he prestadas de la enemistad que le tengo, puesto que esto no me satisfaga, porque no podrá sanar el dolor de la mancilla la ejecución de la venganza. ¡Oh hija mía!, ¿por qué, si la honestidad es prueba de la virtud, no dio el rey más crédito a tu presencia que al testimonio? En el habla, en las obras, en los pensamientos, siempre mostraste corazón virtuoso. Pues ¿por qué consiente Dios que mueras? No hallo por cierto otra causa sino que puede más la muchedumbre de mis pecados que el merecimiento de tu justedad, y quiso que mis errores comprendiesen tu inocencia. Pon, hija mía, el corazón en el cielo. No te duela dejar lo que se acaba por lo que permanece. Quiere el Señor que padezcas como mártir porque goces como bienaventurada. De mí no leves deseo, que si fuere digna de ir donde fueres, sin tardanza te sacare de él. ¡Qué lástima tan cruel para mí que suplicaron tantos al rey por tu vida y no pudieron todos defenderla, y podrá un cuchillo acabarla, el cual dejará el padre culpado, la madre con dolor, la hija sin salud y el reino sin heredera!

Deténgome tanto contigo, luz mía, y dígote palabras tan lastimeras que te quiebren el corazón, porque deseo que mueras en mi poder de dolor por no verte morir en el del verdugo por justicia, el cual, aunque derrame tu sangre, no tendrá tan crueles las manos como el rey la condición. Pero, pues no se cumple mi deseo, antes que me vaya recibe los postrimeros besos de mí, tu piadosa madre. Y así me despido de tu vista, de tu vida y de más querer la mía.




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El autor

Como la reina acabó su habla, no quiso esperar la respuesta de la inocente por no recibir doblada mancilla, y así ella y las señoras de quien fue acompañada, se despidieron de ella con el mayor llanto de todos los que en el mundo son hechos. Y después que fue ida, envié a Laureola un mensajero, suplicándole escribiese al rey, creyendo que habría más fuerza en sus piadosas palabras que en las peticiones de quien había trabajado su libertad, lo cual luego puso en obra con mayor turbación que esperanza. La carta decía en esta manera:




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Carta de Laureola al rey

Padre: he sabido que me sentencias a muerte y que se cumple de aquí a tres días el término de mi vida, por donde conozco que no menos deben temer los inocentes la ventura que los culpados la ley, pues me tiene mi fortuna en el estrecho que me pudiera tener la culpa que no tengo, lo cual conocerías si la saña te dejase ver la verdad. Bien sabes la virtud que las crónicas pasadas publican de los reyes y reinas donde yo procedo; pues, ¿por qué, nacida yo de tal sangre, creíste más la información falsa que la bondad natural? Si te place matarme por voluntad, obra lo que por justicia no tienes, porque la muerte que tú me dieres, aunque por causa de temor la rehúse, por razón de obedecer la consiento, habiendo por mejor morir en tu obediencia que vivir en tu desamor. Pero todavía te suplico que primero acuerdes que determines, porque, como Dios es verdad, nunca hice cosa por que mereciese pena. Mas digo, señor, que la hiciera, tan convenible te es la piedad de padre como el rigor de justo. Sin duda yo deseo tanto mi vida por lo que a ti toca como por lo que a mí cumple, que al cabo soy hija. Cata, señor, que quien crudeza hace su peligro busca. Más seguro de caer estarás siendo amado por clemencia que temido por crueldad. Quien quiere ser temido, forzado es que tema. Los reyes crueles de todos los hombres son desamados, y estos, a las veces, buscando cómo se venguen, hallan cómo se pierdan. Los súbditos de los tales más desean la revuelta del tiempo que la conservación de su estado, los salvos temen su condición y los malos su justicia. Sus mismos familiares les tratan y buscan la muerte, usando con ellos lo que de ellos aprendieron. Dígote, señor, todo esto porque deseo que se sustente tu honra y tu vida. Mal esperanza tendrán los tuyos en ti, viéndote cruel contra mí; temiendo otro tanto les darás en ejemplo de cualquier osadía, que quien no está seguro nunca asegura. ¡Oh cuánto están libres de semejantes ocasiones los príncipes en cuyo corazón está la clemencia! Si por ellos conviene que mueran sus naturales, con voluntad se ponen por su salvación al peligro: vélanlos de noche, guárdanlos de día. Más esperanza tienen los benignos y piadosos reyes en el amor de las gentes que en la fuerza de los muros de sus fortalezas. Cuando salen a las plazas, el que más tarde los bendice y alaba más temprano piensa que yerra. Pues mira, señor, el daño que la crueldad causa y el provecho que la mansedumbre procura. Y si todavía te pareciere mejor seguir antes la opinión de tu saña que el consejo propio, malaventurada sea hija que nació para poner en condición la vida de su padre, que por el escándalo que pondrás con tan cruel obra nadie se fiará de ti, ni tú de nadie te debes fiar, porque con tu muerte no procure alguno su seguridad. Y lo que más siento, sobre todo, es que darás contra mí la sentencia y harás de tu memoria la justicia, la cual será siempre acordada más por la causa de ella que por ella misma. Mi sangre ocupará poco lugar y tu crueza toda la tierra. Tú serás llamado padre cruel y yo seré dicha hija inocente, que, pues Dios es justo, él aclarará mi verdad: así quedaré libre de culpa cuando haya recibido la pena.




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El autor

Después que Laureola acabó de escribir, envió la carta al rey con uno de aquellos que la guardaban, y tan amada era de aquel y todos los otros guardadores, que le dieran libertad si fueran tan obligados a ser piadosos como leales. Pues como el rey recibió la carta, después de haberla leído, mandó muy enojadamente que al llevador de ella le tirasen delante. Lo cual yo viendo, comencé de nuevo a maldecir mi ventura, y puesto que mi tormento fuese grande, ocupaba el corazón de dolor, mas no la memoria de olvido para lo que hacer convenía. Y a la hora, porque había más espacio para la pena que para el remedio, hablé con Galio, tío de Laureola, como es contado, y díjele cómo Leriano quería sacarla por fuerza de la prisión, para lo cual le suplicaba mandase juntar alguna gente para que, sacada de la cárcel, la tomase en su poder y la pusiese en salvo, porque si él consigo la llevase podría dar lugar al testimonio de los malos hombres y a la acusación de Persio. Y como no le fuese menos cara que a la reina la muerte de Laureola, respondiome que aceptaba lo que decía, y como su voluntad y mi deseo fueron conformes, dio prisa en mi partida, porque antes que el hecho se supiese se despachase, la cual puse luego en obra. Y llegado donde Leriano estaba, dile cuenta de lo que hice y de lo poco que acabé; y hecha mi habla, dile la carta de Laureola, y con la compasión de las palabras de ella y con pensamiento de lo que esperaba hacer traía tantas revueltas en el corazón, que no sabía qué responderme. Lloraba de lástima, no sosegaba de sañudo, desconfiaba según su fortuna, esperaba según su justicia. Cuando pensaba que sacaría a Laureola, alegrábase; cuando dudaba si lo podría hacer, enmudecía. Finalmente, dejadas las dudas, sabida la respuesta que Galio me dio, comenzó a proveer lo que para el negocio cumplía, y como hombre proveído, en tanto que yo estaba en la corte juntó quinientos hombres de armas suyos sin que pariente ni persona del mundo lo supiese. Lo cual acordó con discreta consideración, porque si con sus deudos lo comunicara, unos, por no deservir al rey, dijeran que era mal hecho, y otros, por asegurar su hacienda, que lo debía dejar, y otros, por ser el caso peligroso, que no lo debía emprender. Así que por estos inconvenientes y porque por allí pudiera saberse el hecho, quiso con sus gentes solas acometerlo. Y no quedando sino un día para sentenciar a Laureola, la noche antes juntó sus caballeros y díjoles cuanto eran más obligados los buenos a temer la vergüenza que el peligro. Allí les acordó cómo por las obras que hicieron aún vivía la fama de los pasados, rogoles que por codicia de la gloria de buenos no curasen de la de vivos, trájoles a la memoria el premio de bien morir, y mostroles cuanto era locura temerlo no pudiendo excusarlo. Prometioles muchas mercedes, y después que les hizo un largo razonamiento, díjoles para qué los había llamado, los cuales a una voz juntos se profirieron a morir con él.

Pues conociendo Leriano la lealtad de los suyos, túvose por bien acompañado y dispuso su partida en anocheciendo; y llegado a un valle cerca de la ciudad, estuvo allí en celada toda la noche, donde dio forma en lo que había de hacer. Mandó a un capitán suyo con cien hombres de armas que fuese a la posada de Persio y que matase a él y a cuantos en defensa se le pusiesen. Ordenó que otros dos capitanes estuviesen con cada cincuenta caballeros a pie en dos calles principales que salían a la prisión, a los cuales mandó que tuviesen el rostro contra la ciudad, y que a cuantos viniesen defendiesen la entrada de la cárcel, entretanto que él, con los trecientos que le quedaban trabajaba por sacar a Laureola. Y al que dio cargo de matar a Persio, díjole que en despachando se fuese a juntar con él. Y creyendo que a la vuelta, si acabase el hecho, había de salir peleando, porque al subir en los caballos no recibiese daño, mandó aquel mismo caudillo que él, y los que con él fuesen, se adelantasen a la celada a cabalgar, para que hiciesen rostro a los enemigos, en tanto que él y los otros tomaban los caballos, con los cuales dejó cincuenta hombres de pie para que los guardasen.

Y como, acordado todo esto comenzase a amanecer, en abriendo las puertas movió con su gente, y entrados todos dentro en la ciudad, cada uno tuvo a cargo lo que había de hacer. El capitán que fue a Persio, dando la muerte a cuantos topaba, no paró hasta él, que se comenzaba a armar, donde muy cruelmente sus maldades y su vida acabaron. Leriano, que fue a la prisión, acrecentando con la saña la virtud del esfuerzo, tan duramente peleó con las guardas, que no podía pasar adelante sino por encima de los muertos que él y los suyos derribaban. Y como en los peligros más la bondad se acrecienta por fuerza de armas, llegó hasta donde estaba Laureola, a la cual sacó con tanto acatamiento y ceremonia como en tiempo seguro lo pudiera hacer, y puesta la rodilla en el suelo, besole las manos como a hija de su rey. Estaba ella con la turbación presente tan sin fuerza que apenas podía moverse: desmayábale el corazón, fallecíale la color, ninguna parte de viva tenía. Pues como Leriano la sacaba de la dichosa cárcel, que tanto bien mereció guardar, halló a Galio con una batalla de gente que la estaba esperando, y en presencia de todos se la entregó. Y como quiera que sus caballeros peleaban con los que al rebato venían, púsola en una hacanea que Galio tenía aderezada, y después de besarle las manos otra vez, fue a ayudar y favorecer su gente, volviendo siempre a ella los ojos hasta que de vista la perdió, la cual, sin ningún contraste, llevó su tío a Dala, la fortaleza dicha.

Pues tornando a Leriano, como ya el alboroto llegó a oídos del rey, pidió las armas, y tocadas las trompetas y atabales, armose toda la gente cortesana y de la ciudad. Y como el tiempo le ponía necesidad para que Leriano saliese al campo, comenzolo a hacer, esforzando los suyos con animosas palabras, quedando siempre en la rezaga, sufriendo la multitud de los enemigos con mucha firmeza de corazón. Y por guardar la manera honesta que requiere el retraer, iba ordenado con menos prisa que el caso pedía, y así, perdiendo algunos de los suyos y matando a muchos de los contrarios, llegó adonde dejó los caballos, y guardada la orden que para aquello había dado, sin recibir revés ni peligro cabalgaron él y todos sus caballeros, lo que por ventura no hiciera si antes no proveyera el remedio. Puestos todos, como es dicho, a caballo, tomó delante los peones y siguió la vía de Susa, donde había partido. Y como se le acercaban tres batallas del rey, salido de paso apresuró algo el andar, con tal concierto y orden que ganaba tanta honra en el retraer como en el pelear. Iba siempre en los postreros, haciendo algunas vueltas cuando el tiempo las pedía, por entretener los contrarios, para llevar su batalla más sin congoja. En el fin, no habiendo sino dos leguas, como es dicho, hasta Susa, pudo llegar sin que ninguno suyo perdiese, cosa de gran maravilla, porque con cinco mil hombres de armas venía ya el rey envuelto con él, el cual, muy encendido de coraje, puso a la hora cerco sobre el lugar con propósito de no levantarse de allí hasta que de él tomase venganza. Y viendo Leriano que el rey asentaba real, repartió su gente por estancias, según sabio guerrero: donde estaba el muro más flaco, ponía los más recios caballeros; donde había aparejo para dar en el real, ponía los más sueltos; donde veía más disposición para entrarle por traición o engaño, ponía los más fieles; en todo proveía como sabedor y en todo osaba como varón.

El rey, como aquel que pensaba llevar el hecho al fin, mandó fortalecer el real y proveyó en las provisiones. Y ordenadas todas las cosas que a la hueste cumplían, mandó llegar las estancias cerca de la cerca de la villa, las cuales guarneció de muy buena gente, y pareciéndole, según le acuciaba la saña, gran tardanza esperar a tomar a Leriano por hambre, puesto que la villa fuese muy fuerte, acordó de combatirla, lo cual probó con tan bravo corazón que hubo el cercado bien menester el esfuerzo y la diligencia. Andaba sobresaliente con cien caballeros que para aquello tenía diputados: donde veía flaqueza se forzaba, donde veía corazón alababa, donde veía mal recaudo proveía. Concluyendo, porque me alargo, el rey mandó apartar el combate con pérdida de mucha parte de sus caballeros, en especial de los mancebos cortesanos, que siempre buscan el peligro por gloria. Leriano fue herido en el rostro, y no menos perdió muchos hombres principales. Pasado así este combate, diole el rey otros cinco en espacio de tres meses, de manera que le fallecían ya las dos partes de su gente, cuya razón hallaba dudoso su hecho, como quiera que en el rostro ni palabras ni obras nadie se lo conociese, porque en el corazón del caudillo se esfuerzan los acaudillados. Finalmente, como supo que otra vez ordenaban combatirle, por poner corazón a los que le quedaban, hízoles un habla en esta forma:




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Leriano a sus caballeros

Por cierto, caballeros, si como sois pocos en número no fueseis muchos en fortaleza, yo tendría alguna duda en nuestro hecho, según nuestra mala fortuna. Pero como sea más estimada la virtud que la muchedumbre, vista la vuestra, antes temo necesidad de ventura que de caballeros, y con esta consideración en solos vosotros tengo esperanza, pues es puesta en nuestras manos nuestra salud, tanto por sustentación de vida como por gloria de fama nos conviene pelear. Ahora se nos ofrece causa para dejar la bondad que heredamos a los que nos han de heredar, que malaventurados seríamos si por flaqueza en nosotros se acabase la heredad. Así pelead que libréis de vergüenza vuestra sangre y mi nombre. Hoy se acaba o se confirma nuestra honra. Sepámonos defender y no avergonzar, que mucho mayores son los galardones de las victorias que las ocasiones de los peligros. Esta vida penosa en que vivimos no sé por qué se deba mucho querer, que es breve en los días y larga en los trabajos, la cual ni por temor se acrecienta ni por osar se acorta, pues cuando nacemos se limita su tiempo, por donde es excusado el miedo y debida la osadía. No nos pudo nuestra fortuna poner en mejor estado que en esperanza de honrada muerte o gloriosa fama. Codicia de alabanza, avaricia de honra, acaban otros hechos mayores que el nuestro. No temamos las grandes compañas llegadas al real, que en las afrentas los menos pelean. A los simples espanta la multitud de los muchos y a los sabios esfuerza la virtud de los pocos. Grandes aparejos tenemos para osar: la bondad nos obliga, la justicia nos esfuerza, la necesidad nos apremia. No hay cosa por que debamos temer, y hay mil para que debamos morir. Todas las razones, caballeros leales, que os he dicho, eran excusadas para creceros fortaleza, pues con ella nacisteis, mas quíselas hablar porque en todo tiempo el corazón se debe ocupar en nobleza, en el hecho con las manos, en la soledad con los pensamientos, en compañía con las palabras, como ahora hacemos, y no menos porque recibo igual gloria con la voluntad amorosa que mostráis como con los hechos fuertes que hacéis. Y porque me parece, según se adereza el combate, que somos constreñidos a dejar con las obras las hablas, cada uno se vaya a su estancia.




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El autor

Con tanta constancia de ánimo fue Leriano respondido de sus caballeros, que se llamó dichoso por hallarse digno de ellos, y porque estaba ya ordenado el combate fuese cada uno a defender la parte que le cabía. Y poco después que fueron llegados, tocaron en el real los atabales y trompetas, y en pequeño espacio estaban juntos al muro cincuenta mil hombres, los cuales con mucho vigor comenzaron el hecho, donde Leriano tuvo lugar de mostrar su virtud, y según los de dentro defendían, creía el rey que ninguno de ellos faltaba. Duró el combate desde mediodía hasta la noche, que los despartió. Fueron heridos y muertos tres mil de los del real y tantos de los de Leriano que de todos los suyos no le habían quedado sino ciento cincuenta, y en su rostro, según esforzado, no mostraba haber perdido ninguno, y en su sentimiento, según amoroso, parecía que todos le habían salido del ánima. Estuvo toda aquella noche enterrando los muertos y loando los vivos, no dando menos gloria a los que enterraba que a los que veía. Y otro día, en amaneciendo, al tiempo que se remudan las guardas, acordó que cincuenta de los suyos diesen en una estancia que un pariente de Persio tenía cercana al muro, porque no pensase el rey que le faltaba corazón ni gente, lo cual se hizo con tan firme osadía que, quemada la estancia, mataron muchos de los defendedores de ella. Y como ya Dios tuviese por bien que la verdad de aquella pendencia se mostrase, fue preso en aquella vuelta uno de los réprobos que condenaron a Laureola, y puesto en poder de Leriano, mandó que todas las maneras de tormento fuesen obradas en él, hasta que dijese por qué levantó el testimonio, el cual sin apremio ninguno confesó todo el hecho como pasó. Y después que Leriano de la verdad se informó, enviole al rey, suplicándole que salvase a Laureola de culpa y que mandase ajusticiar aquel y a los otros que de tanto mal habían sido causa. Lo cual el rey, sabido lo cierto, aceptó con alegre voluntad por la justa razón que para ello le requería. Y por no detenerme en las prolijidades que en este caso pasaron, de los tres falsos hombres se hizo tal la justicia como fue la maldad.

El cerco fue luego alzado, y el rey tuvo a su hija por libre y a Leriano por disculpado, y llegado a Suria, envió por Laureola a todos los grandes de su corte, la cual vino con igual honra de su merecimiento. Fue recibida del rey y la reina con tanto amor y lágrimas de gozo como se derramaran de dolor. El rey se disculpaba, la reina la besaba, todos la servían, y así se entregaban con alegría presente de la pena pasada. A Leriano mandole el rey que no entrase por entonces en la corte hasta que pacificase a él y a los parientes de Persio, lo que recibió a graveza porque no podría ver a Laureola, y no pudiendo hacer otra cosa, sintiolo en extraña manera. Y viéndose apartado de ella, dejadas las obras de guerra, volviose a las congojas enamoradas, y deseoso de saber en lo que Laureola estaba, rogome que le fuese a suplicar que diese alguna forma honesta para que la pudiese ver y hablar, que tanto deseaba Leriano guardar su honestidad que nunca pensó hablarla en parte donde sospecha en ella se pudiese tomar, de cuya razón él era merecedor de sus mercedes.

Yo, que con placer aceptaba sus mandamientos, partime para Suria, y llegado allá, después de besar las manos a Laureola supliquele lo que me dijo, a lo cual me respondió que en ninguna manera lo haría, por muchas causas que me dio para ello. Pero no contento con decírselo aquella vez, todas las que veía se lo suplicaba. Concluyendo, respondiome al cabo que si más en aquello le hablaba, que causaría que se desmesurase contra mí. Pues visto su enojo y responder, fui a Leriano con grave tristeza, y cuando le dije que de nuevo se comenzaban sus desaventuras, sin duda estuvo en condición de desesperar. Lo cual yo viendo, por entretenerle díjele que escribiese a Laureola, acordándole lo que hizo por ella y extrañándole su mudanza en la merced que en escribirle le comenzó a hacer. Respondiome que había acordado bien, mas que no tenía que acordarle lo que había hecho por ella, pues no era nada, según lo que merecía, y también porque era de hombres bajos repetir lo hecho. Y no menos me dijo que ninguna memoria le haría del galardón recibido, porque se defiende en la ley enamorada escribir qué satisfacción se recibe, por el peligro que se puede recrecer si la carta es vista. Así que, sin tocar en esto, escribió a Laureola las siguientes razones:




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Carta de Leriano a Laureola

Laureola: según tu virtuosa piedad, pues sabes mi pasión, no puedo creer que sin alguna causa la consientas, pues no te pido cosa a tu honra fea ni a ti grave. Si quieres mi mal, ¿por qué lo dudas? A sinrazón muero, sabiendo tú que la pena grande así ocupa el corazón, que se puede sentir y no mostrar. Si lo has por bien pensado que me satisfaces con la pasión que me das, porque dándola tú, es el mayor bien que puedo esperar, justamente lo harías si la dieses a fin de galardón. Pero, ¡desdichado yo!, que la causa tu hermosura y no hace la merced tu voluntad. Si lo consientes, juzgándome desagradecido porque no me contento con el bien que me hiciste en darme causa de tan ufano pensamiento, no me culpes, que, aunque la voluntad se satisface, el sentimiento se querella. Si te place porque nunca te hice servicio, no pude subir los servicios a la alteza de lo que mereces. Cuando todas estas cosas y otras muchas pienso, hállome que dejas de hacer lo que te suplico porque me puse en cosa que no pude merecer, lo cual yo no niego, pero atrevime a ello pensando que me harías merced, no según quien la pedía, mas según tú, que la habías de dar. Y también pensé que para ello me ayudaran virtud, compasión y piedad, porque son aceptas a tu condición, que cuando los que con los poderosos negocian para alcanzar su gracia, primero ganan las voluntades de sus familiares. Y paréceme que en nada halle remedio. Busqué ayudadores para contigo y hallelos, por cierto, leales y firmes, y todos te suplican que me hayas merced: el alma por lo que sufre, la vida por lo que padece, el corazón por lo que pasa, el sentido por lo que siente. Pues no niegues galardón a tantos que con ansia te lo piden y con razón te lo merecen. Yo soy el más sin ventura de los más desaventurados. Las aguas reverdecen la tierra y mis lágrimas nunca tu esperanza, la cual cabe en los campos y en las hierbas y árboles, y no puede caber en tu corazón. Desesperado habría, según lo que siento, si alguna vez me hallase solo. Pero como siempre me acompañan el pensamiento que me das, el deseo que me ordenas y la contemplación que me causas, viendo que lo voy a hacer, consuélanme acordándome que me tienen compañía de tu parte. De manera que quien causa las desesperaciones me tiene que no desespere. Si todavía te place que muera, házmelo saber, que gran bien harás a la vida, pues no será desdichada del todo: lo primero de ella se pasó en inocencia y lo del conocimiento en dolor. A lo menos el fin será en descanso, porque tú lo das, el cual, si ver no me quieres, será forzado que veas.




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El autor

Con mucha pena recibió Laureola la carta de Leriano, y por despedirse de él honestamente respondiole de esta manera, con determinación de jamás recibir embajada suya:




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Carta de Laureola a Leriano

El pesar que tengo de tus males te sería satisfacción de ellos mismos, si creyeses cuanto es grande, y él sólo tomarías por galardón, sin que otro pidieses, aunque fuese poca paga, según lo que me tienes merecido, la cual yo te daría, como debo, si la quisieses de mi hacienda y no de mi honra. No responderé a todas las cosas de tu carta, porque en saber que te escribo me huye la sangre del corazón y la razón del juicio. Ninguna causa de las que dices me hace consentir tu mal, sino sola mi bondad, porque cierto no estoy dudosa de él, porque el estrecho a que llegaste fue testigo de lo que sufriste. Dices que nunca me hiciste servicio: lo que por mí has hecho me obliga a nunca olvidarlo y siempre desear satisfacerlo, no según tu deseo, mas según mi honestidad. La virtud, piedad y compasión que pensaste que te ayudarían para conmigo, aunque son aceptas a mi condición, para en tu caso son enemigos de mi fama, y por esto las hallaste contrarias. Cuando estaba presa salvaste mi vida y ahora que estoy libre quieres condenarla. Pues tanto me quieres, antes deberías querer tu pena con mi honra que tu remedio con mi culpa. No creas que tan sanamente viven las gentes, que sabido que te hablé, juzgasen nuestras limpias intenciones, porque tenemos tiempo tan malo que antes se afea la bondad que se alaba la virtud. Así que es excusada tu demanda, porque ninguna esperanza hallarás en ella, aunque la muerte que dices te viese recibir, habiendo por mejor la crueldad honesta que la piedad culpada. Dirás, oyendo tal desesperanza, que soy movible, porque te comencé a hacer merced en escribirte y ahora determino de no remediarte. Bien sabes tú cuán sanamente lo hice, y puesto que en ello hubiera otra cosa, tan convenible es la mudanza en las cosas dañosas como la firmeza en las honestas. Mucho te ruego que te esfuerces como fuerte y te remedies como discreto. No pongas en peligro tu vida y en disputa mi honra, pues tanto la deseas, que se dirá, muriendo tú, que galardono los servicios quitando las vidas; lo que, si al rey venzo de días, se dirá al revés. Tendrás en el reino toda la parte que quisieres, creceré tu honra, doblaré tu renta, subiré tu estado, ninguna cosa ordenarás que revocada te sea. Así que viviendo causarás que me juzguen agradecida, y muriendo que me tengan por mal acondicionada. Aunque por otra cosa no te esforzases sino por el cuidado que tu pena me da, lo deberías hacer. No quiero más decirte porque no digas que me pides esperanza y te doy consejo. Pluguiera a Dios que fuera tu demanda justa, porque vieras que como te aconsejo en lo uno te satisficiera en lo otro. Y así acabo para siempre de más responderte ni oírte.




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El autor

Cuando Laureola hubo escrito, díjome con propósito determinado que aquella fuese la postrimera vez que apareciese en su presencia, porque ya de mis pláticas andaba mucha sospecha y porque en mis idas había más peligro para ella que esperanza para mi despacho. Pues vista su determinada voluntad, pareciéndome que de mi trabajo sacaba pena para mí y no remedio para Leriano, despedime de ella con más lágrimas que palabras, y después de besarle las manos salime de palacio con un nudo en la garganta, que pensé ahogarme por encubrir la pasión que sacaba. Y salido de la ciudad, como me vi solo, tan fuertemente comencé a llorar que de dar voces no me podía contener. Por cierto, yo tuviera por mejor quedar muerto en Macedonia que venir vivo a Castilla, lo que deseaba con razón, pues la mala ventura se acaba con la muerte y se acrecienta con la vida. Nunca por todo el camino suspiros y gemidos me fallecieron, y cuando llegué a Leriano dile la carta, y como acabó de leerla, díjele que ni se esforzase, ni se alegrase, ni recibiese consuelo, pues tanta razón había para que debiese morir, el cual me respondió que más que hasta allí me tenía por suyo, porque le aconsejaba lo propio. Y con voz y color mortal comenzó a condolerse. Ni culpaba su flaqueza, ni avergonzaba su desfallecimiento: todo lo que podía acabar su vida alababa, mostrábase amigo de los dolores, recreaba con los tormentos, amaba las tristezas: aquellos llamaba sus bienes por ser mensajeros de Laureola. Y por que fuesen tratados según de cuya parte venían, aposentolos en el corazón, festejolos con el sentimiento, convidolos con la memoria, rogábales que acabasen presto lo que venían a hacer, por que Laureola fuese servida. Y desconfiado ya de ningún bien ni esperanza, aquejado de mortales males, no pudiendo sostenerse ni sufrirse, hubo de venir a la cama, donde ni quiso comer ni beber, ni ayudarse de cosa de las que sustentan la vida, llamándose siempre bienaventurado porque era venido a sazón de hacer servicio a Laureola quitándola de enojos.

Pues como por la corte y todo el reino se publicase que Leriano se dejaba morir, íbanle a ver todos sus amigos y parientes, y para desviarle su propósito decíanle todas las cosas en que pensaban provecho. Y como aquella enfermedad se había de curar con sabias razones, cada uno aguzaba el seso lo mejor que podía. Y como un caballero llamado Tefeo fuese grande amigo de Leriano, viendo que su mal era de enamorada pasión, puesto que quién la causaba él ni nadie lo sabía, díjole infinitos males de las mujeres, y para favorecer su habla trajo todas las razones que en difamación de ellas pudo pensar, creyendo por allí restituírle la vida. Lo cual oyendo Leriano, acordándose que era mujer Laureola, afeó mucho a Tefeo porque en tal cosa hablaba. Y puesto que su disposición no le consintiese mucho hablar, esforzando la lengua con la pasión de la saña, comenzó a contradecirle en esta manera:




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Leriano contra Tefeo y todos los que dicen mal de mujeres

Tefeo: para que recibieras la pena que merece tu culpa, hombre que te tuviera menos amor te había de contradecir, que las razones mías más te serán en ejemplo para que calles que castigo para que penes. En lo cual sigo la condición de verdadera amistad, porque pudiera ser, si yo no te mostrara por vivas causas tu cargo, que en cualquiera plaza te deslenguaras, como aquí has hecho. Así que te será más provechoso enmendarte por mi contradicción que avergonzarte por tu perseveranza. El fin de tu habla fue según amigo, que bien noté que la dijiste porque aborreciese la que me tiene cual ves, diciendo mal de todas mujeres, y como quiera que tu intención no fue por remediarme, por la vía que me causaste remedio, tú por cierto me lo has dado, porque tanto me lastimaste con tus feas palabras, por ser mujer quien me pena, que de pasión de haberte oído viviré menos de lo que creía. En lo cual señalado bien recibí, que pena tan lastimada mejor es acabarla presto que sostenerla más. Así que me trajiste alivio para el padecer y dulce descanso para el acabar, porque las postrimeras palabras mías sean en alabanza de las mujeres, porque crea mi fe la que tuvo merecer para causarla y no voluntad para satisfacerla. Y dando comienzo a la intención tomada, quiero mostrar quince causas por que yerran los que en esta nación ponen lengua, y veinte razones por que les somos los hombres obligados, y diversos ejemplos de su bondad.

Y cuanto a lo primero, que es proceder por las causas que hacen yerro los que mal las tratan, fundo la primera por tal razón: todas las cosas hechas por la mano de Dios son buenas necesariamente, que según el obrador han de ser las obras: pues siendo las mujeres sus criaturas, no solamente a ellas ofende quien las afea, mas blasfema de las obras del mismo Dios.

La segunda causa es porque delante de él y de los hombres no hay pecado más abominable ni más grave de perdonar que el desconocimiento, ¿pues cuál lo puede ser mayor que desconocer el bien que por Nuestra Señora nos vino y nos viene? Ella nos libró de pena y nos hizo merecer la gloria, ella nos salva, ella nos sostiene, ella nos defiende, ella nos guía, ella nos alumbra: por ella, que fue mujer, merecen todas las otras corona de alabanza.

La tercera es porque a todo hombre es defendido según virtud, mostrarse fuerte contra lo flaco, que si por ventura los que con ellas se deslenguan pensasen recibir contradicción de manos, podría ser que tuviesen menos libertad en la lengua.

La cuarta es porque no puede ninguno decir mal de ellas sin que a sí mismo se deshonre, porque fue criado y traído en entrañas de mujer y es de su misma sustancia, y después de esto por el acatamiento y reverencia que a las madres deben los hijos.

La quinta es por la desobediencia de Dios, que dijo por su boca que el padre y la madre fuesen honrados y acatados, de cuya causa los que en las otras tocan merecen pena.

La sexta es porque todo noble es obligado a ocuparse en actos virtuosos, así en los hechos como en las hablas, pues si las palabras torpes ensucian la limpieza, muy a peligro de infamia tienen la honra de los que en tales pláticas gastan su vida.

La séptima es porque cuando se estableció la caballería, entre las otras cosas que era tenido a guardar el que se armaba caballero era una que a las mujeres guardase toda reverencia y honestidad, por donde se conoce que quiebra la ley de nobleza quien usa el contrario de ella.

La octava es por quitar de peligro la honra: los antiguos nobles tanto adelgazaban las cosas de bondad y en tanto la tenían que no habían mayor miedo de cosa que de memoria culpada: lo que no me parece que guardan los que anteponen la fealdad de la virtud, poniendo mácula con su lengua en su fama, que cualquiera se juzga lo que es en lo que habla.

La novena y muy principal es por la condenación del alma: todas las cosas tomadas se pueden satisfacer, y la fama robada tiene dudosa la satisfacción, lo que más cumplidamente determina nuestra fe.

La decena es por excusar enemistad: los que en ofensa de las mujeres despenden el tiempo, hácense enemigos de ellas y no menos de los virtuosos, que como la virtud y la desmesura diferencian en propiedad, no pueden estar sin enemiga.

La oncena es por los daños que de tal acto malicioso se recrecía, que como las palabras tienen licencia de llegar a los oídos rudos tan bien como a los discretos, oyendo los que poco alcanzan las fealdades dichas de las mujeres, arrepentidos de haberse casado, danles mala vida o vanse de ellas, o por ventura las matan.

La docena es por las murmuraciones que mucho se deben temer, siendo un hombre infamado por difamador en las plazas, en las casas y en los campos, y dondequiera es retratado su vicio.

La trecena es por razón del peligro, que cuando los maldicientes que son habidos por tales, tan odiosos son a todos, que cualquiera les es más contrario, y algunas por satisfacer a sus amigas, puesto que ellas no lo pidan ni lo quieran, ponen las manos en los que en todas ponen la lengua.

La catorcena es por la hermosura que tienen, la cual es de tanta excelencia que, aunque cupiesen en ellas todas las cosas que los deslenguados les ponen, más hay en una que loar con verdad que no en todas que afear con malicia.

La quincena es por las grandes cosas de que han sido causa: de ellas nacieron hombres virtuosos que hicieron hazañas de digna alabanza; de ellas procedieron sabios que alcanzaron a conocer qué cosa era Dios, en cuya fe somos salvos; de ellas vinieron los inventivos que hicieron ciudades, fuerzas y edificios de perpetua excelencia; por ellas hubo tan sutiles varones que buscaron todas las cosas necesarias para sustentación del linaje humanal.




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Da Leriano veinte razones por que los hombres son obligados a las mujeres

Tefeo: pues has oído las causas por que sois culpados tú y todos los que opinión tan errada seguís, dejada toda prolijidad, oye veinte razones por donde me proferí a probar que los hombres a las mujeres somos obligados. De las cuales la primera es porque a los simples y rudos disponen para alcanzar la virtud de la prudencia, y no solamente a los torpes hacen discretos, mas a los mismos discretos más sutiles, porque si de la enamorada pasión se cautivan, tanto estudian su libertad, que avivando con el dolor el saber, dicen razones tan dulces y tan concertadas que alguna vez de compasión que les han se libran de ella. Y los simples, de su natural inocentes, cuando en amar se ponen entran con rudeza y hallan el estudio del sentimiento tan agudo que diversas veces salen sabios, de manera que suplen las mujeres lo que naturaleza en ellos faltó.

La segunda razón es porque de la virtud de la justicia tan bien nos hacen suficientes que los penados de amor, aunque desigual tormento reciben, hanlo por descanso, justificándose porque justamente padecen. Y no por sola esta causa nos hacen gozar de esta virtud, mas por otra tan natural: los firmes enamorados, para abonarse con las que sirven, buscan todas las formas que pueden, de cuyo deseo viven justificadamente sin exceder en cosa de toda igualdad por no infamarse de malas costumbres.

La tercera, porque de la templanza nos hacen dignos, que por no serles aborrecibles, para venir a ser desamados, somos templados en el comer, en el beber y en todas las otras cosas que andan con esta virtud. Somos templados en el habla, somos templados en la mesura, somos templados en las obras, sin que un punto salgamos de la honestidad.

La cuarta es porque al que fallece fortaleza se la dan, y al que la tiene se la acrecientan: hácennos fuertes para sufrir, causan osadía para cometer, ponen corazón para esperar. Cuando a los amantes se les ofrece peligro se les apareja la gloria, tienen las afrentas por vicio, estiman más la alabanza de la amiga que el precio del largo vivir. Por ellas se comienzan y acaban hechos muy hazañosos, ponen la fortaleza en el estado que merece. Si les somos obligados, aquí se puede juzgar.

La quinta razón es porque no menos nos dotan de las virtudes teologales que de las cardinales dichas. Y tratando de la primera, que es la fe, aunque algunos en ella dudasen, siendo puestos en pensamiento enamorado creerían en Dios y alabarían su poder, porque pudo hacer a aquella que de tanta excelencia y hermosura les parece. Junto con esto los amadores tanto acostumbran y sostienen la fe, que de usarla en el corazón conocen y creen con más firmeza la de Dios. Y porque no sea sabido de quien los pena que son malos cristianos, que es una mala señal en el hombre, son tan devotos católicos, que ningún apóstol les hizo ventaja.

La sexta razón es porque nos crían en el alma la virtud de la esperanza, que puesto que los sujetos a esta ley de amores mucho penen, siempre esperan: esperan en su fe, esperan en su firmeza, esperan en la piedad de quien los pena, esperan en la condición de quien los destruye, esperan en la ventura. Pues quien tiene esperanza donde recibe pasión, ¿cómo no la tendrá en Dios, que le promete descanso? Sin duda haciéndonos mal nos aparejan el camino del bien, como por experiencia de lo dicho parece.

La séptima razón es porque nos hacen merecer la caridad, la propiedad de la cual es amor: esta tenemos en la voluntad, esta ponemos en el pensamiento, esta traemos en la memoria, esta firmamos en el corazón... Y como quiera que los que amamos la usemos por el provecho de nuestro fin, de él nos redunda que con viva contrición la tengamos para con Dios, porque trayéndonos amor a estrecho de muerte, hacemos limosnas, mandamos decir misas, ocupámosnos en caritativas obras porque nos libre de nuestros crueles pensamientos. Y como ellas de su natural son devotas, participando con ellas es forzado que hagamos las obras que hacen.

La octava razón, porque nos hacen contemplativos, que tanto nos damos a la contemplación de la hermosura y gracias de quien amamos, y tanto pensamos en nuestras pasiones, que cuando queremos contemplar la de Dios, tan tiernos y quebrantados tenemos los corazones que sus llagas y tormentos parece que recibimos en nosotros mismos, por donde se conoce que también por aquí nos ayudan para alcanzar la perdurable holganza.

La novena razón es porque nos hacen contritos, que como siendo penados pedimos con lágrimas y suspiros nuestro remedio, acostumbrados en aquello, yendo a confesar nuestras culpas, así gemimos y lloramos que el perdón de ellas merecemos.

La decena es por el buen consejo que siempre nos dan, que a las veces acaece hallar en su presto acordar lo que nosotros cumple largo estudio y diligencia buscamos. Son sus consejos pacíficos sin ningún escándalo: quitan muchas muertes, conservan las paces, refrenan la ira y aplacan la saña. Siempre es muy sano su parecer.

La oncena es porque nos hacen honrados: con ellas se alcanzan grandes casamientos con muchas haciendas y rentas. Y porque alguno podría responderme que la honra está en la virtud y no en la riqueza, digo que tan bien causan lo uno como lo otro. Pónennos presunciones tan virtuosas que sacamos de ellas las grandes honras y alabanzas que deseamos, por ellas estimamos más la vergüenza que la vida, por ellas estudiamos todas las obras de nobleza, por ellas las ponemos en la cumbre que merecen.

La docena razón es porque apartándonos de la avaricia nos juntan con la libertad, de cuya obra ganamos las voluntades de todos, que como largamente nos hacen depender lo que tenemos, somos alabados y tenidos en mucho amor, y en cualquier necesidad que nos sobrevenga recibimos ayuda y servicio. Y no sólo nos aprovechan en hacernos usar la franqueza como debemos, mas ponen lo nuestro en mucho recaudo, porque no hay lugar donde la hacienda esté más segura que en la voluntad de las gentes.

La trecena es porque acrecientan y guardan nuestros haberes y rentas, las cuales alcanzan los hombres por ventura y consérvanlas ellas con diligencia.

La catorcena es por la limpieza que nos procuran, así en la persona como en el vestir, como en el comer, como en todas las cosas que tratamos.

La quincena es por la buena crianza que nos ponen, una de las principales cosas de que los hombres tienen necesidad. Siendo bien criados usamos la cortesía y esquivamos la pesadumbre, sabemos honrar los pequeños, sabemos tratar los mayores. Y no solamente nos hacen bien criados, mas bien quistos, porque como tratamos a cada uno como merece, cada uno nos da lo que merecemos.

La razón dieciséis es porque nos hacen ser galanes: por ellas nos desvelamos en el vestir, por ellas estudiamos en el traer, por ellas nos ataviamos de manera que ponemos por industria en nuestras personas la buena disposición que naturaleza algunos negó. Por artificio se enderezan los cuerpos, puliendo las ropas con agudeza, y por el mismo se pone cabello donde fallece, y se adelgazan o engordan las piernas si conviene hacerlo. Por las mujeres se inventan los galanes entretales, las discretas bordaduras, las nuevas invenciones. De grandes bienes por cierto son causa.

La diecisiete razón es porque nos conciertan la música y nos hacen gozar de las dulcedumbres de ella: ¿por quién se sueñan las dulces canciones?, ¿por quién se cantan los lindos romances?, ¿por quién se acuerdan las voces?, ¿por quién se adelgazan y sutilizan todas las cosas que en el canto consisten?

La dieciochena, es porque crecen las fuerzas a los braceros, la maña a los luchadores, y la ligereza a los que voltean, corren, saltan y hacen otras cosas semejantes.

La diecinueve razón es porque afinan las gracias: los que, como es dicho, tañen y cantan por ellas, se desvelan tanto, que suben a lo más perfecto que en aquella gracia se alcanzan. Los trovadores ponen por ellas tanto estudio en lo que trovan, que lo bien dicho hacen parecer mejor, y en tanta manera se adelgazan, que propiamente lo que sienten en el corazón ponen por nuevo y galán estilo en la canción, invención o copla que quieren hacer.

La veintena y postrimera razón es porque somos hijos de mujeres, de cuyo respeto les somos más obligados que por ninguna razón de las dichas ni de cuantas se puedan decir.

Diversas razones había para mostrar lo mucho que a esta nación somos los hombres en cargo, pero la disposición mía no me da lugar a que todas las diga. Por ellas se ordenaron las reales justas, los pomposos torneos y las alegres fiestas; por ellas aprovechan las gracias y se acaban, y comienzan todas las cosas de gentileza. No sé causa por que de nosotros deban ser afeadas. ¡Oh culpa merecedora de grave castigo, que porque algunas hayan piedad de los que por ellas penan, les dan tal galardón! ¿A qué mujer de este mundo no harán compasión las lágrimas que vertemos, las lástimas que decimos, los suspiros que damos?, ¿cuál no creerá las razones juradas?, ¿cuál no creerá la fe certificada?, ¿a cuál no moverán las dádivas grandes?, ¿en cuál corazón no harán fruto las alabanzas debidas?, ¿en cuál voluntad no hará mudanza la firmeza cierta?, ¿cuál se podrá defender del continuo seguir? Por cierto, según las armas con que son combatidas, aunque las menos se defendiesen, no era cosa de maravillar, y antes deberían ser las que no pueden defenderse alabadas por piadosas que retraídas por culpadas.




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Prueba por ejemplos la bondad de las mujeres

Para que las loadas virtudes de esta nación fueran tratadas según merecen hubiese de poner mi deseo en otra plática, porque no turbase mi lengua ruda su bondad clara, como quiera que ni loor pueda crecerla ni malicia apocarla, según su propiedad. Si hubiese de hacer memoria de las castas y vírgenes pasadas y presentes, convenía que fuese por divina revelación, porque son y han sido tantas que no se pueden con el seso humano comprender. Pero diré de algunas que he leído, así cristianas como gentiles y judías, por ejemplificar con las pocas la virtud de las muchas. En las autorizadas por santas por tres razones no quiero hablar. La primera, porque lo que a todos es manifiesto parece simpleza repetirlo. La segunda, porque la Iglesia les da debida y universal alabanza. La tercera, por no poner en tan malas palabras tan excelente bondad, en especial la de Nuestra Señora, que cuantos doctores, devotos y contemplativos en ella hablaron no pudieron llegar al estado que merecía la menor de sus excelencias. Así que me bajo a lo llano donde más libremente me puedo mover.

De las castas gentiles comenzaré en Lucrecia, corona de la nación romana, la cual fue mujer de Colatino, y siendo forzada de Tarquino hizo llamar a su marido, y venido donde ella estaba, díjole: «Sabrás, Colatino, que pisadas de hombre ajeno ensuciaron tu lecho, donde, aunque el cuerpo fue forzado, quedó el corazón inocente, porque soy libre de la culpa; mas no me absuelvo de la pena, porque ninguna dueña por ejemplo mío pueda ser vista errada». Y acabando estas palabras acabó con un cuchillo su vida.

Porcia fue hija del noble Catón y mujer de Bruto, varón virtuoso, la cual sabiendo la muerte de él, aquejada de grave dolor, acabó sus días comiendo brasas por hacer sacrificio de sí misma.

Penélope fue mujer de Ulises, e ido él a la guerra troyana, siendo los mancebos de Ítaca aquejados de su hermosura, pidiéronla muchos de ellos en casamiento; y deseosa de guardar castidad a su marido, para defenderse de ellos dijo que la dejasen cumplir una tela, como acostumbraban las señoras de aquel tiempo esperando a sus maridos, y que luego haría lo que le pedían. Y como le fuese otorgado, con astucia sutil lo que tejía de día deshacía de noche, en cuya labor pasaron veinte años, después de los cuales venido Ulises, viejo, solo, destruido, así lo recibió la casta dueña como si viniera en fortuna de prosperidad.

Julia, hija del César, primer emperador en el mundo, siendo mujer de Pompeo, en tanta manera lo amaba, que trayendo un día sus vestiduras sangrientas, creyendo ser muerto, caída en tierra súbitamente murió.

Artemisa, entre los mortales tan alabada, como fuese casada con Manzol, rey de Icaria, con tanta firmeza le amó que después de muerto le dio sepultura en sus pechos, quemando sus huesos en ellos, la ceniza de los cuales poco a poco se bebió, y después de acabados los oficios que en el acto se requerían, creyendo que se iba para él matose con sus manos.

Argia fue hija del rey Adrastro y casó con Pollinices, hijo de Edipo, rey de Tebas. Y como Pollinices en una batalla a manos de su hermano muriese, sabido de ella, salió de Tebas sin temer la impiedad de sus enemigos ni la braveza de las fieras bestias, ni la ley del emperador, la cual vedaba que ningún cuerpo muerto se levantase del campo. Fue por su marido en las tinieblas de la noche, y hallándolo ya entre otros muchos cuerpos llevolo a la ciudad, y haciéndole quemar, según su costumbre, con amargas lágrimas hizo poner sus cenizas en una arca de oro, prometiendo su vida a perpetua castidad.

Hipo la greciana, navegando por la mar, quiso su mala fortuna que tomasen su navío los enemigos, los cuales, queriendo tomar de ella más parte que les daba, conservando su castidad hízose a la una parte del navío, y dejada caer en las ondas pudieron ahogar a ella, mas no la fama de su hazaña loable.

No menos digna de loor fue su mujer de Admeto, rey de Tesalia, que sabiendo que era profetizado por el dios Apolo que su marido recibiría muerte si no hubiese quien voluntariamente la tomase por él, con alegre voluntad, porque el rey viviese, dispuso de matarse.

De las judías, Sara, mujer del padre Abraham, como fuese presa en poder del rey Faraón, defendiendo su castidad con las armas de la oración, rogó a Nuestro Señor la librase de sus manos, el cual, como quisiese acometer con ella toda maldad, oída en el cielo su petición, enfermó el rey. Y conocido que por su mal pensamiento adolecía, sin ninguna mancilla la mandó liberar.

Débora, dotada de tantas virtudes, mereció haber espíritu de profecía y no solamente mostró su bondad en las artes mujeriles, mas en las feroces batallas, peleando contra los enemigos con virtuoso ánimo. Y tanta fue su excelencia que juzgó cuarenta años al pueblo judaico.

Ester, siendo llevada a la cautividad de Babilonia, por su virtuosa hermosura fue tomada para mujer de Asuero, rey que señoreaba a la sazón ciento veintisiete provincias, la cual por sus méritos y oración libró los judíos de la cautividad que tenían.

Su madre de Sansón, deseando haber hijo, mereció por su virtud que el ángel le revelase su nacimiento de Sansón.

Elisabel, mujer de Zacarías, como fuese verdadera sierva de Dios, por su merecimiento hubo hijo santificado antes que naciese, el cual fue san Juan.

De las antiguas cristianas, más podría traer que escribir, pero por la brevedad alegaré algunas modernas de la castellana nación.

Doña María Cornel, en quien se comenzó el linaje de los Corneles, porque su castidad fuese loada y su bondad no oscurecida, quiso matarse con fuego, habiendo menos miedo a la muerte que a la culpa.

Doña Isabel, madre que fue del maestre de Calatrava don Rodrigo Téllez Girón y de los dos condes de Hurueña, don Alonso y don Juan, siendo viuda enfermó de una grave dolencia, y como los médicos procurasen su salud, conocida su enfermedad hallaron que no podía vivir si no casase; lo cual, como de sus hijos fuese sabido, deseosos de su vida, dijéronle que en todo caso recibiese marido, a lo cual ella respondió: «Nunca plega a Dios que tal cosa yo haga, que mejor me es a mí muriendo ser dicha madre de tales hijos que viviendo mujer de otro marido». Y con esta casta consideración así se dio al ayuno y disciplina, que cuando murió fueron vistos misterios de su salvación.

Doña Mari García, la Beata, siendo nacida en Toledo del mayor linaje de toda la ciudad, no quiso en su vida casar, guardando en ochenta años que vivió la virginal virtud, en cuya muerte fueron conocidos y averiguados grandes milagros, de los cuales en Toledo hay ahora y habrá para siempre perpetuo recuerdo.

Oh, pues de las vírgenes gentiles que podría decir. Eritrea, sibila nacida en Babilonia, por su mérito profetizó por revelación divina muchas cosas advenideras, conservando limpia virginidad hasta que murió. Palas o Minerva, vista primeramente cerca de la laguna de Tritonio, nueva inventora de muchos oficios de los mujeriles y aun de algunos de los hombres, virgen vivió y acabó. Atalante, la que primero hirió el puerco de Calidón, en la virginidad y nobleza le pareció. Camila, hija de Matabo, rey de los bolsques, no menos que las dichas sostuvo entera virginidad. Claudia vestal, Cloelia, romana, aquella misma ley hasta la muerte guardaron. Por cierto, si el alargar no fuese enojoso, no me fallecerían de aquí a mil años virtuosos ejemplos que pudiese decir.

En verdad, Tefeo, según lo que has oído, tú y los que blasfemáis de todo linaje de mujeres sois dignos de castigo justo, el cual no esperando que nadie os lo dé, vosotros mismos lo tomáis, pues usando la malicia condenáis la vergüenza.




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Vuelve el autor a la historia

Mucho fueron maravillados los que se hallaron presentes oyendo el concierto que Leriano tuvo en su habla, por estar tan cercano a la muerte, en cuya sazón las menos veces se halla sentido, el cual, cuando acabó de hablar, tenía ya turbada la lengua y la vista casi perdida. Ya los suyos, no pudiéndose contener, daban voces; ya sus amigos comenzaban a llorar; ya sus vasallos y vasallas gritaban por las calles; ya todas las cosas alegres eran vueltas en dolor. Y como su madre, siendo ausente, siempre le fuese el mal de Leriano negado, dando más crédito a lo que temía que a lo que le decían, con ansia de amor maternal, partida de donde estaba, llegó a Susa en esta triste coyuntura. Y entrada por la puerta todos cuantos la veían le daban nuevas de su dolor, más con voces lastimeras que con razones ordenadas, la cual, oyendo que Leriano estaba en la agonía mortal, falleciéndole la fuerza, sin ningún sentido cayó en el suelo, y tanto estuvo sin acuerdo que todos pensaban que a la madre y al hijo enterrarían a un tiempo. Pero ya que con grandes remedios le restituyeron el conocimiento, fuese al hijo, y después que con traspasamiento de muerte, con muchedumbre de lágrimas le vivió el rostro, comenzó en esta manera a decir:




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Llanto de su madre de Leriano

¡Oh alegre descanso de mi vejez, oh dulce hartura de mi voluntad! Hoy dejas de decirte hijo, y yo de más llamarme madre, de lo cual tenía temerosa sospecha por las nuevas señales que en mí vi de pocos días a esta parte. Acaecíame muchas veces, cuando más la fuerza del sueño me vencía, recordar con un temblor súbito que hasta la mañana me duraba. Otras veces, cuando en mi oratorio me hallaba rezando por tu salud, desfallecido el corazón, me cubría de un sudor frío, en manera que desde a gran pieza tornaba en acuerdo. Hasta los animales me certificaban tu mal. Saliendo un día de mi cámara vínose un can para mí y dio tan grandes aullidos, que así me corté el cuerpo y el habla que de aquel lugar no podía moverme. Y con estas cosas daba más crédito a mi sospecha que a tus mensajeros, y por satisfacerme acordé de venir a verte, donde hallo cierta la fe que di a los agüeros. ¡Oh lumbre de mi vista, oh ceguedad de ella misma, que te veo morir y no veo la razón de tu muerte. Tú en edad para vivir, tú temeroso de Dios, tú amador de la virtud, tú enemigo del vicio, tú amigo de los amigos, tú amado de los tuyos! Por cierto, hoy quita la fuerza de tu fortuna los derechos a la razón, pues mueres sin tiempo y sin dolencia. Bienaventurados los bajos de condición y rudos de ingenio, que no pueden sentir las cosas sino en el grado que las entienden, y malaventurados los que con sutil juicio las trascienden, los cuales con el entendimiento agudo tienen el sentimiento delgado. Pluguiera a Dios que fueras tú de los torpes en el sentir, que mejor me estuviera ser llamada con tu vida madre del rudo que no a ti por tu fin hijo que fue de la sola. ¡Oh muerte, cruel enemiga, que ni perdonas los culpados ni absuelves los inocentes! Tan traidora eres, que nadie para contigo tiene defensa. Amenazas para la vejez y llevas en la mocedad. A unos matas por malicia y a otros por envidia. Aunque tardas, nunca olvidas. Sin ley y sin orden te riges. Más razón había para que conservases los veinte años del hijo mozo que para que dejases los sesenta de la vieja madre. ¿Por qué volviste el derecho al revés? Yo estaba harta de ser viva y él en edad de vivir. Perdóname porque así te trato, que no eres mala del todo, porque si con tus obras causas los dolores, con ellas mismas los consuelas llevando a quien dejas con quien llevas, lo que si conmigo haces, mucho te seré obligada. En la muerte de Leriano no hay esperanza, y mi tormento con la mía recibirá consuelo. ¡Oh hijo mío! ¿qué será de mi vejez, contemplando en el fin de tu juventud? Si yo vivo mucho, será porque podrán más mis pecados que la razón que tengo para no vivir. ¿Con qué puedo recibir pena más cruel que con larga vida? Tan poderoso fue tu mal que no tuviste para con él ningún remedio, ni te valió la fuerza del cuerpo, ni la virtud del corazón, ni el esfuerzo del ánimo. Todas las cosas de que te podías valer te fallecieron. Si por precio de amor tu vida se pudiera comprar, más poder tuviera mi deseo que fuerza la muerte. Mas para librarte de ella, ni tu fortuna quiso, ni yo, triste, pude. Con dolor será mi vivir, mi comer, mi pensar y mi dormir, hasta que su fuerza y mi deseo me lleven a tu sepultura.




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El autor

El lloro que hacía su madre de Leriano crecía la pena a todos los que en ella participaban. Y como él siempre se acordase de Laureola, de lo que allí pasaba tenía poca memoria. Y viendo que le quedaba poco espacio para gozar de ver las dos cartas que de ella tenía, no sabía qué forma se diese con ellas. Cuando pensaba rasgarlas, parecíale que ofendería a Laureola en dejar perder razones de tanto precio; cuando pensaba ponerlas en poder de alguien suyo, temía que serían vistas, de donde para quien las envió se esperaba peligro. Pues tomando de sus dudas lo más seguro, hizo traer una copa de agua, y hechas las cartas pedazos echolos en ella. Y acabado esto, mandó que le sentasen en la cama, y sentado, bebióselas en el agua y así quedó contenta su voluntad. Y llegada la hora de su fin, puestos en mí los ojos, dijo: «Acabados son mis males», y así quedó su muerte en testimonio de su fe.

Lo que yo sentí e hice, ligero está de juzgar. Los lloros que por él se hicieron son de tanta lástima que me parece crueldad escribirlos. Sus honras fueron conformes a su merecimiento, las cuales acabadas, acordé de partirme. Por cierto con mejor voluntad caminara para la otra vida que para esta tierra: con suspiros caminé, con lágrimas partí, con gemidos hablé, y con tales pensamientos llegué aquí a Peñafiel, donde quedo besando las manos de vuestra merced.





Acabose esta obra, intitulada Cárcel de amor, en la muy noble e muy leal ciudad de Sevilla, a tres días de marzo, año de 1492, por cuatro compañeros alemanes.



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