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Carlos Saura: una vanguardia en solitario (1970-1980)


Norberto Alcover Ibáñez




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Introducción


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La silenciosa marginación de un clásico

La vida de Carlos Saura ha estado desde siempre marcada por la polémica. Recién llegado al universo del largometraje en 1959 con Los golfos, fue celebrado un hálito de renovación, a la vez que (se decía) conseguía profundizar en las constantes del tándem Berlanga/Bardem desde perspectivas quizá más radicales por vinculadas a la España un tanto negra y ancestral, que merecía un duro varapalo desde la pantalla. Más tarde, a medida que su cinematografía avanzaba, unos la elogiaban como la cumbre del universo fílmico español de la posguerra, mientras otros censuraban agriamente una posible connivencia con el poder, que ciertamente utilizaba a Saura como el portaestandarte festivalero/internacional para paliar la mala imagen despedida por el régimen imperante.

Fueron años de encontradas críticas con ocasión de cada estreno. Pero, en conclusión, se reconocía que el cine de ese aragonés tenía evidente consistencia y se arraigaba en la mejor de nuestras tradiciones culturales, ámbito en que jamás faltaron los censores del momento, aunque ese mismo momento los fagocitara misteriosamente. Lo que sucede en nuestra España y en cualquier lugar del mundo. El dato es que durante los años setenta Carlos Saura era la voz cinematográfica por antonomasia aquí adentro y allá afuera, desde un país que se debatía entre los estertores de una fenecida época y el alumbramiento de otra innovadora, que, con el paso de los años, ha demostrado no ser tan maravillosa como se nos prometió o nosotros mismos nos prometimos.

Sin embargo, con los años ochenta el cine de Saura y su propia persona comenzaron a pasar de moda. Inclusive a ser tratados con cierta reticencia, hasta poderse hablar de «la silenciosa marginación» de un personaje que, a estas alturas de su vida, era ya un auténtico clásico, en el sentido de que su obra constituía un legado histórico para la vida entera del país, superadas censuras coyunturales y, por supuesto, posibles derrotas artísticas en esos mismos años ochenta. Hoy, apenas hablamos de Carlos Saura. Como si fuera una especie de fósil de aquellos instantes en que «contra Franco se vivía mejor» (frase idiotizante donde las haya, probablemente acuñada por quienes ahora han abandonado toda clase de referencial sociopolítico en aras del triunfo socioeconómico...). Se tiene la sensación, dolorosa, de que los films de Saura se esperan para poder otorgarles un varapalo endemoniado, como si, de esta manera, se realizara una especie de macabro exorcismo del pasado. Es decir, de las propias imágenes saurianas, llenas hasta rebosar de infinitos personajes (masculinos y femeninos) en los que ahora nos comenzamos a reconocer... precisamente en las plenitudes democráticas. Y es que los cuervos siguen siendo criados en esos jardines deliciosos donde cualquier Elisa, vida mía, sueña el sueño eterno de juventudes y primeras madureces machacadas, como cualquier prima Angélica. Me temo que al revisar los mejores films saurianos, todos nosotros sintamos el hiriente repeluzno del dedo acusador de la historia, o algo parecido.

Por todo ello, a la hora de elegir una cuestión para escribir en el contexto de este Congreso dedicado a las vanguardias artísticas en la historia del cine español, me he quedado con este nombre, con Carlos Saura. Para intentar, por un momento, hacerle justicia y, sobre todo, para recordarnos que, en época de llamativas vacas flacas, nunca es malo revolver la mirada hacia la espléndida imaginería de un clásico. Un clásico que alcanzó dorada y envidiada cumbre en la década de los setenta, su década prodigiosa.




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Sobre el concepto de vanguardia

¿Qué es vanguardia? Y, como consecuencia, ¿quién es un vanguardista? En general, vanguardia es todo movimiento que se adelanta a su época y, por ello mismo, se coloca en el punto más avanzado de su naturaleza específica: hay, pues, algo de premonición futurista, pero también de radicalización de lo anteriormente adquirido hasta convertirlo en realidad recién nacida, sin que falte la sal y pimienta de un sabor a fractura más o menos confesada, más o menos pretendida. En este sentido (que juzgo suficientemente adecuado y evita sofisticaciones tan al uso en la nomenclatura de la posmodernidad), podemos hablar de tres significados de vanguardia a lo largo de toda la historia cultural:

a) situación de profundización en lo previamente adquirido,
b) situación de originalidad sorpresiva,
c) situación de innovación declarada,

sin que cada una de dichas situaciones niegue necesariamente componentes de las otras, pues toda vanguardia es sumamente compleja. Pero sí estamos ante tres situaciones matizadas, de tal manera que nos permiten citar evidentes representantes de cada caso, a manera de guía de navegantes. Desde mi punto de vista, Welles se dedicó a profundizar en elementos previamente adquiridos del cine tradicional, hasta llevarlos a una abigarrada perfección de la que todos somos deudores. Buñuel, con el paso del tiempo, aparece como el más perfecto caso de originalidad expresiva, que tampoco niega el pasado pero lo trasforma desde dentro para fracturarlo y demostrar sus congénitas posibilidades (por ahí anduvo casi siempre el llamado surrealismo). Y por fin, Godard significa la innovación pura, de mayor o menor calidad, pero inevitablemente pretendiendo romper con el pasado y realizar propuestas significantes de posibilidades un tanto inexploradas. Junto a estos nombres, a lo que podríamos añadir otros más, aparecen una serie de personajes absolutamente privilegiados en el mundo fílmico, que representan la consecución de «obras enteras, es decir, de proposiciones globalmente tan certeras que contienen elementos de las tres situaciones vanguardísticas descritas, aunque nos cueste reconocerlo y hasta divisarlo: es el caso de un Ford o de un Rossellini o de un Fassbinder y, en nuestros tiempos, de Allen y de Olmi y de Scola, entre muchos más nombres.

Pues bien, cuando hablo de Carlos Saura como vanguardista, lo hago en el sentido de un profundizador en primera instancia, que, además fue incorporando elementos de innovadora originalidad en el panorama de un cine español bastante mediocre, y sobre todo, falto de una obra entera, susceptible de estudiarse en toda su complejidad temático/estética, es decir, como conseguido producto de comunicación artística. Desde esta óptica, pues, contemplo a nuestro autor en el trabajo que sobre el mismo realizó. Téngase en cuenta el detalle para cuanto sigue, ya que evitará malos entendidos de lo que se vaya proponiendo. Los planteamientos suelen ser decisivos para comprender en su justa medida los correspondientes desarrollos.




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Recuperación de la década sauriana (70/80)

Carlos Saura comenzó a realizar largometrajes en 1959 y sigue en la brecha. Su historial, por tanto, es largo y extenso. Pero el cine sauriano contempla una década específicamente privilegiada, cuando los comienzos cuajan en la redondez y desarrollan un privilegiado discurso artístico raramente superado en todo la historia del cine español: son los que van desde 1970 con El jardín de las delicias hasta 1980 con Deprisa, deprisa. Cuando se escriba historia de nuestra cinematografía, será difícil encontrar una década de algún autor tan redonda, tan compleja, tan coherente y, además, de tantísima importancia para recuperar las señas de identidad de todo tipo de una época determinada. A esta década ceñiré mi análisis, si bien realizaré algún que otro viaje por el pasado (sobre todo) y por el futuro (mucho menos).




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Un vanguardista solitario

Puesto que el cine es espectáculo, conlleva una serie de servidumbres en la línea de la parafernalia y hasta de la frivolidad. Seguramente una industria de esta naturaleza necesita este escaparate donde luzca la belleza, el guiño, el relumbrón y hasta lo cutre. Este curioso personaje que nos ha salido últimamente en el cine español, llamado Pedro Almodóvar, sabe muy bien cómo moverse en este escenario para vocear sus productos (que merecen mi respeto y, sobre todo, mi atención), mientras las gentes aplauden conmovidas de estertores su presencia mítica desde muy ambiguas coordenadas. Todo ello provoca que el universo cinematográfico produzca clanes, reuniones, pesadillas, amistades/enemistades, y un sinfín de situaciones que alcanzan a las revistas del corazón y, desde ellas, a tantos corazones expectantes. Guste o disguste, es mucha la gente de cine que se apunta descaradamente a este espectacular concurso de las vanidades. Para no quedarse, hoy, fuera de la foto de familia. Y para poder decir, más adelante, que yo también estuve allí. Donde se tercie.

Carlos Saura, salvo rarísimas excepciones, jamás jugó esta carta. Timidez ante la muchedumbre o distancia pretendida ante sus compañeros laborales, ha huido como alma que lleva el diablo de los peones publicitarios, optando por una vida recatada y, sobre todo, por una obra artística realizada en soledad. Su vanguardia ha resultado, casi de manera inevitable, solitaria: mientras estaba en el candelero de la acción (la década citada), se mantuvo lejano de todos y, más tarde, nadie se ha sentido vocacionado a correr junto a su rueda la carrera del film. Carlos Saura aparece como una rara avis en el cine español. Y en la actualidad, no descubro director alguno que pueda citarse como «discípulo», y mucho menos diagnosticar una «escuela» sauriana en el sentido estricto de la palabra. Su década produce la admiración de lo perfecto en sí mismo. Y nada más. Es un hito desprendido de nuestra carretera cinematográfica. Tal vez por ello mismo se ha silenciado a Carlos Saura: porque no ha sido hombre/espectáculo.








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La médula ambivalente pero cohesionada

La comprensión estricta de la década sauriana por excelencia obliga a profundizar tanto en el contexto del cine español en el que surgiera su obra como en los films que prepararon la eclosión del maestro. Es ahí donde descubriremos una médula con dos caras pero complementadas en serenidad expresiva. Los grandes momentos de la vida de un artista (y de todo hombre realmente humano) no se improvisan, porque son el resultado de peldaños anteriores. Los peldaños siempre costosos de «los comienzos». Veámoslos.


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La auténtica situación del cine español hasta los años setenta: a la búsqueda, un tanto inútil, de un cine perdido. Las nostalgias neorrealistas, con excepciones

No voy a extenderme en el análisis de unos años (50/70) que han constituido la preocupación de tantos estudiosos, especialmente esa década de los cincuenta repleta de expectativas y hasta de obras que precedían tiempos mejores de los que más tarde llegaron. Pero una cosa es del todo cierta: si reunimos en un bloque Surcos (1951), de Nieves Conde, Bienvenido Mister Marshall (1952), del tándem Berlanga/Bardem, Muerte de un ciclista (1955), de Bardem, y Los chicos (1959), de Ferreri, tendremos indicadores suficientes de lo que aquellos hombres intuyeron de las posibilidades encerradas en el universo neorrealista, llegado tardíamente a España y que, al final se resolvió en una actitud nostálgica por impotente (tal vez porque la situación sociopolítica no permitía llevar adelante tamaña empresa comunicativa). Década brillante, pujante de posibilidades, cuando pudimos poner las bases de una radical renovación cinematográfica, pero que solamente daría pie a lo que acabó por llamarse el «Nuevo Cine Español», imperante en los años sesenta, creo que sobrevalorado en nombre y en obras. De semejante «novedad», y desde mi particular punto de vista, solamente quedan como valores consistentes Regueiro, Arando, Suárez, Camus y, un tanto, Borau. Catalanes y mesetarios discutieron sobre el dominio del invento, para acabar en una suerte de onanismo artístico, tantas veces amparado desde publicaciones que bailaban el agua de uno o de otro por intereses casi siempre ideológicos, que suelen ser los peores porque son los más dogmáticos y castrantes.

Estos veinte años, en los que comenzó a realizar su cine Carlos Saura, fueron un cara a cara entre la nostalgia neorrealista citada (que cerraba el paso a auténticas innovaciones estéticas/técnicas) y las tentativas, acabadas en el desastre generacional, de quienes perseguían algo fracturante y sorpresivo, casi siempre en el terreno de la creación estética. Saura, desde entonces, estará «tocado» de esta ambivalencia entre la obsesión por reflejar la realidad críticamente y hacerlo con significantes cinematográficos distintos. Lo veremos inmediatamente.




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La disuelta pluralidad del Nuevo Cine Español: ¿artesanos o autores, ésta es la cuestión...?

Como es lógico, la extraña empresa de tales años se resolvió en una pluralidad completamente disuelta en todos los sentidos: los grupos agonizaron, las escuelas perdieron especificidad y se demostró que autores, en estricta justicia, había muy pocos, aunque sí habían aparecido excelentes artesanos, capaces de realizar obras dignas y, como se vería más tarde, taquilleras hasta el fondo: Mercero, Grau, Fons, Martín Patino, Summers y un largo etcétera dan fe de ello, por mucho que pese decirlo. Por otra parte, los dos polos referenciales, Bardem y Berlanga, comenzaron a dar signos de flaqueza artística (por razones muy diversas) y fueron quedando en la superficie de ese río que se lo lleva todo (el río de la misma vida). Esos que en la actualidad han retornado con poderío y constituyen lo mejor del cine paisano, mientras la mayoría de estos años actuales se pierde en tanta y tantas mediocridades/memeces, que al escritor le resulta tedioso, vergonzoso y hasta inútil citar algún nombre relevante. Los nombres están en la calle. Se les vitorea desde publicaciones sospechosas. Y el breve tiempo dirá, por ejemplo, que ante un Regueiro o un Aranda todo es filfa. Artesanos, meros artesanos. Respetables. Nada más.

Saura, es de cajón, atraviesa esta época como un hálito misterioso. Pondrá los fundamentos de su década dorada, recogiendo, esto sí es preciso reconocerlo, elementos sueltos del neorrealismo pretendido y de las innovaciones que surgían en torno suyo. Era buena esponja. Pero, una vez más, solitaria esponja. El contexto del cine español venía a menos y el director aragonés iba hacia arriba en su búsqueda de la calidad.




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Situación de Carlos Saura

Con todo lo anterior a sus espaldas, en el sentido de que lo iba conviviendo y asimilando, se declare o no posteriormente, nuestro hombre iba poniendo los cimientos del futuro. Parémonos, pues, aquí. Porque es en estos años cruciales, especialmente en los sesenta, cuando encontramos la explicación y razón de todo lo demás.


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El «realismo metafórico» de La caza (1965). Aparición de Elías Querejeta

La caza es un film absolutamente clave en la cinematografía sauriana. El neorrealismo de los cincuenta se convierte en mero realismo (matiz que no debiera pasarse por alto porque indica una concepción artística diferente y, sobre todo, una aproximación a la realidad histórica más libre), y ese realismo, a su vez, encierra una grandiosa metáfora de naturaleza hipercrítica, tal y como mantendrá siempre Saura. La profundización sauriana comienza por hacer de la vida en la pantalla una «realidad metafórica», desventrándola sin piedad y permitiéndonos asistir a una de las más crueles representaciones de la Guerra Incivil, engendradora de esa naciente burguesía que aparece en escena. Espectador alguno olvidará ese monte reseco y solitario, donde se cruzan en mortal encuentro conejos y disparos, en la mejor tradición del Goya negro. Y aquí, precisamente aquí, comienza Carlos Saura a engendrar su aportación vanguardista a la historia más reciente del cine español. En la caza trágica cazamos al Saura de siempre. Elías Querejeta, el productor omnipresente, se incrusta en este fenómeno, por estar presente durante los mejores momentos. Saura, en sus horas triunfales, siempre necesitó de apoyaturas amigables y profesionales. Detalle digno de estudiarse desde una perspectiva estrictamente sicológica.




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El «realismo onírico» de Peppermit frappée (1967). Aparición de Rafael Azcona

Dos años después, López Vázquez y Geraldine hacen explosionar la pantalla con esa historia de calandiano erotismo que toma nombre, preciso nombre, de la bebida verdeante e intensa que se toma con hielo picado. El realismo permanece en imágenes de tremenda sobriedad mientras la metáfora se desliza a través de un nuevo elemento, el onirismo más acentuado, que ya permanecerá como huésped privilegiado en el cine sauriano. Todo se complica en un afán estremecedor por explicarnos la realidad en sus últimos matices/raíces, en tanto que los personajes padecen sus propias pasiones en un paroxístico crescendo que penetra en el espectador como berbiquí impiadoso. Realidad, metáfora y onirismo componen, desde ya, el trípode estético del cinema sauriano, que avalará el carácter vanguardista del realizador nacido en Huesca en 1932. Se profundiza en elementos preexistenciales, de acuerdo, pero se les conduce hasta límites de verificación y de complementación insospechados, con el afán (y esto también es clave en toda obra estructuralmente bien concebida) de trasmitir, en plenitud de comunicación activa, una determinada realidad: la realidad interior de la España enferma. En ocasiones pienso si Carlos Saura, desde esta obra, no lleva a cabo un proceloso sicoanálisis de todos nosotros, los hijos de la guerra, que acabaremos por imponer valores y sinvalores a nuestros descendientes. Esos que ahora, en plena posmodernidad, nos dicen que el maestro aragonés es inválidamente oscuro y, sobre todo, moderno hasta el dolor...




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La fagocitosis del «universo dado» por el «universo propio»: «la única realidad verdadera es la que el individuo vive como propia, la realidad a través del sujeto» (Saura)

Pero mientras está sucediendo lo comentado arriba, algo todavía de mayor importancia sucede en la obra sauriana, y que constituye la dinámica de su cine tal cual lo contemplamos. Nuestro autor se sumerge en la realidad como dato objetivo (el «universo dado» o la «vida española»), pero con la finalidad de asumirla como realidad subjetivizada (el «universo propio» o la «experiencia española sauriana»), hasta el punto de que al final del proceso el dato inicial aparece reformulado y expresado desde coordenadas tan personales que es el «dato/Saura», es decir, el mismo autor comunicándose a través de sus propias imágenes.

Con esta afirmación nos encontramos en el corazón de la profundización que Carlos Saura lleva a cabo en su obra y que alcanzará cotas llamativas, además de innovaciones y de originalidad. Pero, insisto en ello, se trata, sobre todo, de una profundización personalísima en la metodología para acceder a lo último de lo real. Hasta el punto de que lo «dado» deviene «propio» y solamente entonces puede descubrir toda su pontencialidad como «dado». La realidad, por medio de la metáfora onírica, es más real: los cazadores del 65 son tanto más ellos como seres humanos españoles de un momento concreto en la medida que son tratados metafóricamente como representantes de todo un grupo social dominante/precario, y el obseso del tambor en el 67 alcanza su plenitud de personalización cuando es llevado hasta el misterio de sus imaginaciones ensoñados y ensoñadoras. Parece que Saura escapa del «aquí/ahora», y es en ese preciso momento cuando más acierta en comprometerse con la radical lectura de su propia historia. A partir de ahí, Carlos Saura trasciende la profundización para acceder a la innovadora originalidad, acertando a unificar ética y estética en un sólo discurso comunicativo, cualidad de pocos hombres y mujeres en la historia del cine.

Comprenderá el lector que sea el mismo Saura quien nos haya explicitado todo este complejo proceso creativo en unas palabras de meridiana claridad, demostrando que sabe perfectamente lo que pretende: «La única realidad verdadera es la que el individuo vive como propia, la realidad a través del sujeto». Lo más curioso es que ningún otro cineasta haya conseguido narrarnos con tanta agudeza el universo español de los setenta como Saura. Quiere decirse que sigue resultando misterioso cómo el artista/subjetivo acaba comunicando la plenitud de la realidad/objetiva.




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Carlos Saura o un discurso concreto en permanente búsqueda de formas expresivas distintas: los años setenta como resultado de esta médula ambivalente pero cohesionada

Unas breves palabras para cerrar esta primera parte donde se ha pretendido analizar y explicitar la «médula ambivalente pero cohesionada», raíz de toda la obra sauriana: el «REALISMO SUBJETIVO» donde a nada se renuncia porque todo se aglutina mediante la cohesión de la elaboración personalísima desde «el adentro» del autor. Al servicio de esta metodología, que juzgo mucho más revolucionaria que otras destacadas hasta la saciedad (por ejemplo, la surrealista pura o la realista mimética), Saura organizará todo un universo estético de tremenda complejidad, como veremos en adelante. Pero lo que importa en este momento es comprender que ese universo siempre estará en función de un objetivo: ir hasta el final en la persecución de la última realidad, que siempre será la realidad filtrada, depurada y constituida en la redoma de la subjetividad más acusada. En todo film sauriano, el crítico deberá, pues, descubrir la «realidad originaria», la «realidad trasformadora» y, en fin, la «realidad resultante», como hitos necesarios para emitir un juicio de valor completo del producto que aparece ante él en la pantalla y, previamente, fue la letra escrita en un guión que nuestro autor cuidara con esmero y casi detallismo literario.








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El vanguardista solitario de la década de los setenta

Vamos, pues, a sumergirnos en la década anunciada, con la garantía de que a nuestras espaldas opera un adecuado andamiaje. Así podremos ir realizando una serie de afirmaciones sobre la marcha que se remitirán espontáneamente a lo anterior, tarea que el lector inteligente sabrá realizar en cada momento. Desde la creación de un determinado universo, puntualizaremos ahora los detalles del mismo en su momento de esplendor, los años setenta.


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Las seis obras claves

Desde 1970 a 1980, Carlos Saura realizó ocho films. Todos excelentes. Pero después de un detenido estudio de los mismos en sus diferentes aspectos, pienso que podemos referirnos solamente a seis de ellos, dejando de lado Ana y los lobos (1972) y Mamá cumple cien años (1978). Desde mi punto de vista, estos dos films pueden resultar, sobre todo el segundo, muy «didácticos» para comprender a Saura, pero con toda evidencia resultan un tanto repetitivos en relación con los demás de la década. Dicho esto, los films restantes son los siguientes:

1.º) 1970 El jardín de las delicias (se citará JD)
2.º) 1973 La prima Angélica (PA)
3.º) 1975 Cría cuervos (CC)
4.º) 1976 Elisa, vida mía (EVM)
5.º) 1978 Los ojos vendados (OV)
6.º) 1980 Deprisa, deprisa (DD)

Antes de pasar al análisis de las «matrices vanguardistas», que son nuestro punto de llegada, una serie de reflexiones sobre el conjunto de los films citados, para comprobar su «relatividad» dentro de una década que los gestó y de la que dan fe con envidiable generosidad:

1.º) JD se consuma en DD. Ese paralítico representante de la clase dominante acaba traduciéndose en el joven marginal de los nuevos suburbios madrileños, como si la historia impusiera un nuevo tipo de hombre y de preocupaciones. El tránsito, pues, de una sociedad en transformación se palpa desde el 70 al 80 en el cine sauriano. Más todavía, también el «realismo subjetivo» experimenta ciertas matizaciones, en beneficio del dato puro, como dándonos a entender que este «nuevo mundo» le ha impactado desde su mismo «adentro» y no se siente capaz de subjetivizarlo para no trastocarlo: ¿late en esta actitud estética una toma de postura ética respecto de toda una sociedad que ha entrado por caminos democráticos y entonces ya no parece tan urgente el recurso a la «transformación metafórica/onírica? Dejo pendiente esta posible lectura de la década.

2.º) PA y CC se remiten a OV. Angélica y Ana conforman el universo de un pasado sociopolítico determinado por la violencia de todo tipo y la dominación abrumadora de los poderes establecidos, víctimas inocentes y hasta cierto punto predominatorias del futuro. Esta violencia y dominación, en un fascinante salto de intuición histórica, son trasladadas por Saura a la misma democracia, cuando la nueva sociedad proceda «con los ojos vendados» en muchas de sus estructuras y las metralletas actúen con radicalidad espeluznante. ¿Es la España negra tan incrustada en Saura, que en los ochenta, de forma indirecta, resurge en los films musicales un tanto desconcertantes para muchos, con esas pasiones barriobajeras pero enfervorizadas? También dejo pendiente esta posible lectura de la década.

3.º) EVM o la plenitud de todo. Si yo tuviera que elegir una sola obra del cine español de todos los tiempos, probablemente me quedara con esta auténtica joya ético/estática de nuestro autor, realizada en plenitud de facultades, con una Geraldine completamente madura y que había comprendido a la perfección los deseos interiores del entonces su marido. Elisa encierra todo el cine de Saura, porque es la cumbre del «realismo subjetivo»: ¿descubrirá el lector/espectador muchas mujeres/personajes en la historia de nuestra cinematografía, tan perfectamente descritas, tan perfectamente mostradas y, sobre todo tan perfectamente «seguidas» en su periplo interior a guisa de periplo interior de todo un país? Elisa es un amor que se representa en el gran teatro del mundo, lleno de irremediables fantasmas pero a la vez de exorcismos peculiares, tan queridos por Saura a lo largo de toda su filmografía. Elisa es todo el cine de Carlos Saura. Y no en vano se sitúa en el medio de la década, como mostrándonos que ella es el centro de todo y solamente desde ella podemos comprenderlo los demás. Elisa es una España que intenta salir de su letargo ancestral pero sólo acertará a hacerlo si salta la barrera de falaces compromisos históricos y renueva el ambiente interior de su propia existencia. La casa, el campo, el cielo, fotografiados como nunca, son esta tierra en la que vivimos tantos hombres y mujeres deseando montar un mejor espectáculo del mundo.

Seis films espléndidos que conforman el conjunto cinematográfico de mayor calidad en un autor español contemporáneo y, tal vez, de siempre en nuestro cine. Seis films de pura vanguardia.




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Las matrices vanguardistas


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El discurso sociopolítico

Se palpa, por sensibilidad, que Saura nunca tuvo determinantes y prioritarias preocupaciones políticas en el sentido estricto del término. Le ha sucedido lo que a tantos: la lectura crítica de la sociedad le conduce inexorablemente a cuestiones políticas, que después surgen en sus obras. Por esto hablo de una primera matriz vanguardista «sociopolítica» y no solamente «política». La vanguardia, en este terreno, consiste en concebir la vida como tragedia, pero no tanto por un determinismo trascendente a lo clásico antes bien porque las pasiones humanas provocan ineludiblemente confrontaciones últimas y radicales. El cine sauriano es trágico en sus mejores planteamientos, huyendo de esta superficial manía cinematográfica española de almibararlo todo para que nos parezca estar en un país que en realidad no existe o, en el otro extremo, tragicizarlo todo de tal manera que nunca veamos alguna pequeña luz de solución.

Porque Saura, sumergidas sus criaturas en lo trágico, inmediatamente les va trazando senderos de salida, aunque también sean senderos dolorosos. Como si nos plantara ante el alumbramiento sistemático de esa «nueva época» soñada una y otra vez. Y en este dialéctico montaje de la realidad española resulta que, desde el corazón de la tragedia, sobreviene la destrucción de los patrones habituales: valores venerados se derrumban, costumbres sacralizadas se pervierten, situaciones siempre resueltas de la misma forma encuentran sorprendentes innovaciones resolutivas y, en fin, los hombres y mujeres que pueblan este universo trágico/abierto se abren en tragicidad a horizontes que a ellos mismos aterran y también al espectador de aquellos años, boquiabierto al contemplar en la pantalla una completa alternativa. Eros y Tánatos se sitúan en el corazón de todo este complejo movimiento, con la inevitable presencia del MISTERIO, que suele adquirir caracteres religiosos pero, en ocasiones, va más allá, como si el mismo Saura, desde su feroz crítica antirreligiosa, distinguiera en el vacío de sentimientos enfermizos un brillante amanecer de realidades todavía intocadas (en EVM es del todo evidente esta «sacralización laica» del film en sus zonas más íntimas).

Sociopolíticamente Saura es vanguardia porque acierta a subvertir todo un orden trasnochado desde un discurso no directamente político antes bien sociológico. Detalle que tantas veces pasó desapercibido. O inclusive le mereció acusaciones de connivencia con lo establecido. La miopía intelectual de este país es también trágica. Pero, con el paso de los años, podemos comprender que el cine de Saura llegó al corazón de la historia y pretendió tanto certificarla como modificarla. Otros muchos han pretendido lo mismo. Y solamente consiguieron productos tan coyunturales que, al cabo, producen risa o la sonrisa de la caduca fechoría artística.




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El Discurso Narrativo/Estructural

La poderosa fortaleza de los films saurianos encuentra en esta matriz su punto de apoyo fundamental a la hora de elaborar un discurso sostenido, férreo y, desde ahí, incisivamente comunicativo. De los seis títulos citados como «bloque dorado», los dos primeros están guionizados por Saura y Azcona, mientras los cuatro segundos mantienen a Saura en el guión pero Azcona, es sustituido por Querejeta: Saura, por tanto, domina sus productos en esa fase decisiva de toda película, que es la escritura del film, es decir, cuando la narración se estructura en función de determinados significados y se articulan todos los elementos que configurarán este delicado proceso. En este instante (ya nos lo dijo insistentemente el gran Eisenstein) se prefija el montaje y, desde ahí, puede, si es capaz, comenzar a rodar el director hasta convertir en imágenes para la imaginación, siempre creadora (sutil idea del olvidado Villegas López), todo lo arbitrado en fase de guionización. Sin un buen guión, dudo mucho que pueda producirse una sólida película: tendremos productos sensibles, interesantes, hasta alucinaciones (típica situación de mucho cine reciente), pero todo acabará por agotarse tras el mismo visionado porque el discurso en sí mismo era endeble y, por tanto, carecía de suficiente prodigio interior para hacerse permanente y ser recordado como auténtica aportación existencial. Es un grave problema del cine moderno, que no podemos olvidar entre la maraña de infructuosas búsquedas de naturaleza económica y efectista.

En esta guionización descubrimos tres recursos claves:

a) El tiempo, para Carlos Saura, es una «masa total». Quiere decirse que cuando se juega con distintos momentos temporales nunca se parte de la base de que se mezclan unidades diferentes, sino «partes de un todo», que encuentran en esa estudiada y medida estructuración su naturaleza primitiva, un tanto escondida por el acontecer mismo. Las estructuras temporales saurianas producen una narración eminentemente comunicativa de significados porque ellas son significantes prioritarios. Descubrir su articulación es fundamental para descubrir lo que se nos pretende comunicar. Cito como referencia emblemática el entramado fascinante de PA.

b) Lo onírico, para Carlos Saura, es la cumbre del propio yo. Lo habíamos comentado al hablar de la médula ambivalente y cohesionada: la realidad dada se hacía última realidad en la medida que era asumida como realidad propia desde el juego de una metáfora de carácter onírico. Nuestro hombre siempre persigue ultimidades que expliquen lo universal desde análisis pasionales individuales, y eso se consigue precisamente introduciendo una «perforación del yo» con el berbiquí del sueño, a veces de tipo recordatorio y otras de naturaleza imaginativa. Lo inmediato (el yo visto) solamente se comprende desde lo mediato (el yo soñado y soñante), como perfectamente acometiera el discutido Freud. OV, en este sentido, es de una clarividencia impresionante: el discurso sociopolítico (de los más directamente políticos de Saura) depende en todo de la relación realidad/onirismo, hasta someter al espectador a una dura prueba de acceso al discurso definitivo del film (pero, en este film, nunca debe olvidarse que la complejidad del fenómeno estudiado viene mostrada, sobre todo, por la complejidad de la narración misma...).

c) La realidad, para Saura, siempre es representación. Algo hemos indicado al citar antes EVM, pero conviene insistir porque en este recurso de la naturaleza narrativo/estructural el aragonés alcanza la plenitud como artista y como intelectual del cinematógrafo. Recuperando la conocida tesis calderoniana, Saura nos dirá que todo es escena y escenario, que nada escapa a las leyes del actor y de la actriz que está en las tablas desdoblándose precisamente para hacerse entender mejor: en el caso de Calderón, el designado es de Dios mientras en el de Saura lo es de la vida misma, pero para nuestros intereses este detalle no tiene gran importancia. Importa tener presente que el cine representa, es decir, desdobla la realidad con toda su carga de infinita complejidad. La narración, pues, se estructurará en función de un film/representación y nunca en función de un film/testimonio, inclusive en DD, donde el retorno a las claves más realistas está condicionado por los recursos estéticos. Crear es representar. Y representar introduce un margen de misterio pero también de mentira o, por lo menos, de oscuridad. En los films saurianos, la lucidez siempre concluye en algún interrogante imposible de descifrar. Y es que tras el telón... está la vida. Con todo ello, Saura aparece como un cineasta eminentemente intelectual y hasta conceptual, cuestiones ambas que su depurada estética compensará, pero siempre hasta cierto punto.

Estos tres recursos claves del discurso narrativo/estructural destruyen el «contar habitual» del cine español, salvo esporádicas excepciones, asumiendo vanguardias de muchas procedencias, desde los clásicos soviéticos hasta Godard y Resnais, entre otras muchas. Es la lucha contra el guión, contra lo aparentemente obvio, para conseguir que nos descubra lo ulterior, aquello que jamás conseguimos descubrir en el día a día monótono y vulgar. Un Rossellini hacía todo lo contrario. Pero reconoceremos que ese mismo Rossellini, desde la inmediatez más acusada, también conseguía algo idéntico, que es el marchamo de los genios en arte: destapar lo que subyace bajo la alfombra, tan impoluta ella, de eso que llamamos vida. También aquí, Carlos Saura es vanguardista.




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El discurso estético/audiovisual

Insistiré menos en esta cuestión porque suele ser la más estudiada al escribir de Carlos Saura y, además, el mismo autor ha comunicado mucho respecto de la misma. Sin embargo, conviene no olvidar que su discurso representativo se articula, llegado ese momento fascinante del rodaje, en la selección de una serie de recursos estéticos que, por ser cinematógrafo, serán siempre audiovisuales. Por tanto, la vanguardia de Saura radica, en último término, en la capacidad de relacionar las intenciones con las apoyaturas concretas, donde también recoge elementos de fuentes tan dispares como el barroco y el surrealismo (detalle pocas veces apuntado). Cito como recursos más llamativos:

a) La capacidad para expresar lo pensado en cuanto tal, algo que el lector ya sabe fundamental en una obra como la estudiada. Porque el problema de cineastas como Saura radica, siempre, en traducir cuanto bulle en su interior (lo pensado en cuanto tal) en imágenes para la imaginación (lo expresado en cuanto tal). Saura, desde mi punto de vista, resuelve esta cita artística jugando admirablemente con la relación planificación/sonido, es decir, haciendo de la banda sonora la definitiva explicación del sentido del plano, y eso en cada instante. La utilización de la música de Satie en EVM es un excelente ejemplo de esta cuestión: el plano se trasciende a sí mismo desde el piano que escuchamos en off, pero que integra lo visualizado.

b) El actor siempre aparece encerrado en un cúmulo de limitaciones espaciales. He aquí uno de los signos estéticos fundamentales y constantes de Saura. Por esta razón, en todos sus films este enclaustramiento será dialécticamente señalado por escapadas fugaces a los campos abiertos o espacios más amplios. El hombre/mujer saurianos viven en su escenario, en sus tablas, con telón por delante, recuadrados en un marco concreto, que impone su creador, pero la misma vida los saca, de vez en cuando, de ese feroz pozo para ofrecerles momentáneas fascinaciones del exterior. La libertad de la persona es agredida por la historia que no sólo es temporal, sino también espacial. Y el personaje es víctima de una historia que hace pero también le hace. PA es admirable en este aspecto.

c) La Escenografía es una especie de horno en que se debaten las pasiones de los personajes, hasta el punto de que sus historias aparecen como surgiendo de unos ambientes muy determinados y determinantes. En JD es llamativa esta cuestión hasta límites increíbles: los sótanos y desvanes adquieren tal prepotencia visual y significativa, que sus recorridos por el protagonista se convierten en parte sustancial de su propia personalidad. Sería muy interesante realizar un estudio pormenorizado de las materias escenográficas de Carlos Saura, precisamente para explicarnos todo ese universo onírico al que nos hemos referido, porque en muchas ocasiones esas estructuras interiores se resuelven imaginariamente en ambientes creados por el uso concreto de la escenografía. Pero el ambiente escenográfico puede resultar completamente abierto, en contraste, como sucederá, en algunos momentos, en EVM. La clave: abiertos o cerrados, los ámbitos escenográficos representan como ningún otro elemento las intenciones saurianas. Horno de pasiones. Redoma de posibilidades. Madriguera del estrés.

d) Por fin, Saura hace de la dirección de actores un soberano instrumento de expresión intelectual, cuando consigue como ningún otro cineasta español (¿salvo Erice?) que el «ser» venga entregado por misteriosas llamaradas del «mirar». Aquí penetramos en un mundo indecible por escrito, so pena de hacer estricta literatura, novela de la pantalla imaginada. Cuando Ana, en CC, mira cuanto acontece en derredor (cuando contempla su escenografía, formada por personas y cosas), entonces y sólo entonces acertaremos a comprender el universo interior de esa muchacha. Y cuando Elisa hace lo mismo en EVM, el espectador es trasladado hasta la brumosidad del dolor contenido o de la pasión arrebatada o de la serenidad conseguida. Hay que captar las miradas saurianas para dar con los seres saurianos. Y si algo es el cine, es precisamente eso: el arte de mirar a los ojos ajenos.

Con todo ello, Carlos Saura subvierte la utilización de los signos habituales en el cine español para convertirse en un «vanguardista de la profundización de esos mismos signos habituales», sugiriendo innovadoras originalidades. Solamente que todo es tan perfecto que apenas llama la atención. Y podemos olvidarnos de que es así. Lástima.

Estas tres matrices vanguardistas atraviesan todo el cine sauriano de la década dorada. Y solamente quien acierte a comprenderlas y asumirlas en toda su plenitud podrá gozar de un cineasta tan profundo como soñador, tan sólido como fascinante, tan concreto como abierto.






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Un mundo para Saura

Con estas alas para su vuelo de buitre/paloma, Carlos Saura ha conseguido crear un cielo fílmico de innegable personalidad. Podemos en este momento concluir que ese cielo está dominado por la plenitud de lo decididamente subjetivo como medio y método para conseguir la plenitud de lo elegidamente objetivo. Recordando algo anterior: ahora comprendemos mejor cómo se articula un producto en el que «lo dado» por la vida exterior deviene «lo propio» que es vida interior, y en ese proceso del devenimiento artístico, mediante los recursos que se han citado, se consigue la «obra de arte», es decir, y jamás debiera olvidarse, la «obra de comunicación». Una comunicación que nos trasporta maravillosamente (sin maravilla no hay arte ni lógicamente cine) hasta esa inalcanzable objetividad, donde creemos, como espectadores, haberlo conseguido todo del todo... para descubrir que todavía hemos sido sumergidos en una búsqueda más honda por más radical.

El mundo de Saura es un mundo para Saura. Y en esta sencilla expresión radica la última explicación de su vanguardismo.






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La dispersión, interrogante posterior

Diez años congelados y sin sucesión (propia y ajena). Desde mi punto de vista, tras la década dorada, prodigio único de nuestra cinematografía, Saura se desliza por una peligrosa pendiente de oscilación ética/estética, como si hubiera perdido un tanto su pulso creativo. No consigo descubrir en los films de los años ochenta la consistencia de la década anterior, como si permaneciera hijo de un tiempo español y los nuevos tiempos escaparan un tanto a sus imágenes. Lejano de sí mismo, también los nuevos realizadores permanecen en su lejanía, sin que apenas escuchemos alguna que otra fugaz referencia al gran maestro que Carlos Saura ha sido y, supongo, sigue siendo. Solamente descubro en el panorama actual de nuestro cine, tan pobre él y tan presumido él a costa de prepontencias sobre todo ideológicas, a Erice y Gutiérrez Aragón, y con muchos peros, como recogedores, probablemente inconscientes, de elementos saurianos, más en lo estético que en lo ético. Pero la verdad es que Saura, en una sociedad dominada por el marketing más espeluznante y la publicidad más peligrosa, no está de moda ni es objeto de admiración. Estas cosas quedan para el posmoderno Almodóvar y el ambivalente Trueba. Será que la vida es así. Tan cruel. Y también tan facilitonamente barrendera.



Estas líneas desean concluir casi como comenzaron: recordando que en el contexto bastante gris de nuestra historia cinematográfica ha existido un autor con una década de extraña y extraordinaria brillantez, hasta aparecer para el futuro como un clásico. Carlos Saura recorrió los años setenta en brazos de una opción ética de indudable categoría, intentando narrarnos el declive de una forma de vida y el contradictorio nacimiento de otra: eso que hemos denominado «transición». Nunca pretendió realizar una cala de naturaleza estrictamente política en esta aventura cinematográfica, antes bien penetrar en las entretelas de lo político desde las sutilezas de lo sociológico y, por supuesto, sicológico. Pero EVM (76), OV (78) y DD (80) pueden servir a futuros historiadores para comprender mejor y, así, poder comunicar el «espíritu» latente en España durante los años que precedieron y que siguieron a la muerte de Francisco Franco. Un espíritu donde Elisa se desnudaba de ancestrales vestiduras, la violencia seguía haciéndonos funestas visitas y, en fin, surgía una clase marginal en el suburbio de las grandes ciudades, clase que corría y sigue corriendo deprisa y muy deprisa hacia no se sabe dónde, porque los dueños de nuestra sociedad jamás les otorgaron oportunidades.

Pero la grandeza fundamental de nuestro autor reside en la herencia estética. Carlos Saura ha conseguido lo que muy pocos: traducir el propio pensamiento en discurso perfectamente elaborado narrativamente, mediante una estructura espacio/temporal que se apoya en elementos audiovisuales tan antiguos como profundizados. Este es su preciado vanguardismo: recuperar señas de identidad cinematográfica perdidas para lanzarlas al exterminio más meditado y reformulador de posibilidades. En este terreno, nadie ha ido tan lejos como él. Y por ello mismo sería una crueldad explosionante de injusticia olvidar al hombre que un día nos salpicara los ojos con El jardín de las delicias, al comienzo de los setenta, para volver a preocuparnos, en clave aparentemente distinta, al comienzo de los ochenta, con Deprisa, deprisa. Y entre ambos documentos ético/estéticos, la gran entrega de Elisa, vida mía, cumbre admirada e inolvidable de una forma de hacer cine tan clásica como innovadora. Lo justo, con Saura, es exigirle todavía hoy, pero nunca criticarle destructivamente para olvidarle. Entre otras cosas, porque el cine español, tan pobrecito él, no puede permitirse estos dispendios de genialidad.

Termino con unas palabras del mismo Carlos Saura que me dirigía en 1974: «Yo lo único que intento es por medio del cine poner en orden mis confusas ideas, exteriorizar mis pensamientos, dar libre salida a mis fantasmas, y en ese vano intento de aprehender la realidad total hago mía esa frase de Valle Inclán, que dice: Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos. Y en ese recordatorio intento asumir mis contradicciones, buscando una cierta lucidez, una afirmación, una explicación... ¿No hacemos todos de alguna manera algo parecido?».








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Bibliografía

A continuación indico los textos que he consultado para la elaboración del trabajo, pero también algunos que me parecen significativos para comprender el conjunto de la obra del autor estudiado. Mi punto de vista para establecer un análisis histórico/crítico de la «década sauriana» aquí asumida, aparece como el resultado de una última reflexión personal sobre material ajeno, pero también sobre el conjunto de críticas propias a los concretos films de Saura, críticas publicadas en las revistas Reseña, Plataforma, Anue y otras más.

  1. Cine español en general
    - Cine español 1896-1983. Edición a cargo de Augusto Martínez Torres. Ministerio de Cultura, Madrid, 1984.
    - Cine español 1951-1978: Diccionario de Directores, de Antonio A. Pérez Gómez y José L. Martínez Montalbán. Mensajero, Bilbao, 1978. Importa destacar la voz «Saura, Carlos», pp. 290-295, excelente y conciso resumen del director y su obra.
  2. Nuevo Cine Español
    - Cine español en la encrucijada, de César Santos Fontelo. Editorial Ciencia Nueva, Madrid, 1966.
    - El nuevo cine español, de Manuel Villegas López. Ediciones del Festival de San Sebastián, 1967.
    - El cine español en el banquillo, de Antonio Castro. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.
  3. Cine mundial de la década
    - Hallazgos, falacias y mixtificaciones del cine de los 70, de Norberto Alcover y Antonio A. Pérez Gómez, Mensajero, Bilbao, 1975.
    - El cine de los años 70, de José María Caparrós Lera. Eunsa, Pamplona, 1976.
  4. Sobre Carlos Saura
    - Carlos Saura, de Enrique Brasó. Taller Ediciones JB, Madrid, 1974.
    - Carlos Saura, de Manuel Hidalgo. Ediciones JC, Madrid, 1981.
  5. Críticas/entrevistas
    - Sobre dos films claves en la década estudiada:
    • Elisa, vida mía, más crítica en Reseña, junio de 1977, por Norberto Alcover.
    • «Carlos Saura escribe sobre su última película (EVM), en El País Semanal 20/02/1977.
    • Los ojos vendados, crítica en Reseña, octubre de 1978, por Norberto Alcover.
    • Los ojos vendados: una crítica contra la tortura, texto de Carlos Saura en El País 14/05/1978.

    - Tres entrevistas especialmente significativas:
    • Reseña, mayo de 1973 (N. Alcover y A. A. Pérez Gómez).
    • Triunfo, noviembre de 1970 (Fernando Lara y Diego Galán).
    • Diario 16. Suplemento Cultural (Joaquín Arnaiz). En este texto, el mismo Saura comenta brevemente cada uno de sus films, desde Los golfos (1959) hasta Antonieta (1982).

  6. Puede resultar de mucha utilidad la consulta de todas las críticas a los films saurianos en Cine para leer, que se viene editando desde 1972, Ediciones Mensajero (Bilbao).





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