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Contra el olvido. Emilia Pardo Bazán, una viajera ante los lienzos del Greco

Noemí Carrasco Arroyo






- I -

José Ortega y Gasset acuñó en un breve ensayo titulado Azorín: primores de lo vulgar1 el término sinfronismo para definir la afinidad estética que puede establecerse entre artistas de épocas distintas, diferenciándolo así del sincronismo. Fue Montserrat Escartín Gual quien, en su artículo «El Greco visto por Azorín»2, recuperó el vocablo para justificar la ya conocida analogía entre la poética azoriniana y la pintura del maestro cretense. Aunque, sin duda, resultaría osado tachar de sinfronismo la proximidad, sobre todo de carácter espiritual, que Emilia Pardo Bazán siente ante un lienzo del Greco, sí es cierto que en el momento en que la escritora descubre y empieza a escribir sobre su pintura se respira en España un ambiente más que hostil para que, como sucedió, se revalorizaran los cuadros del pintor griego. Hago referencia al fin de siglo, más concretamente a los años noventa, momento en el que el naturalismo de escuela, tanto en las artes como en las letras, ya ha sucumbido, hablando con Brunetiere, a la bancarrota, y un nuevo espíritu es el que empieza a inspirar al artista. Las reglas dictadas por la ciencia ya no guiarán la obra de arte, sino que una nueva manera, la neorromántica e idealista, será la conductora de cualquier manifestación artística. Es en este momento cuando el arte impresionista y modernista empiezan a hacerse ya un lugar en España.

En estos años, Emilia Pardo Bazán es ya una escritora consagrada, tanto por su labor de novelista como por su tarea periodística. En el ámbito de la novela ha publicado ya las obras que marcaron su carrera literaria, que son, sobre todo, Un viaje de novios (1881), que coincide con la publicación de La desheredada de Galdós, novela que se ha venido señalando, en las letras españolas como el inicio del naturalismo, y Los Pazos de Ulloa (1886), en la que la escritora gallega mostrará todas sus dotes como escritora. En cambio, diría que el reconocimiento de su trabajo en prensa le llegó a partir de 1889, año en que está colaborando con Lázaro Galdiano en l perfecta elaboración de su revista La España Moderna y en el que publicará algunas de las mejores crónicas de viaje, que no son otras que las que escribió a propósito de la Exposición Universal, que se celebraba aquel mismo año en París, y de su viaje por Francia y Alemania3. Está claro que no se debe olvidar su labor como directora de la Revista de Galicia, en 1880, aunque hay que reconocer que la importancia de esta publicación no puede equipararse a la de la revista de Lázaro ni a la posterior fundación, en 1891, de su revista unipersonal, el Nuevo Teatro Crítico, que se publicaría hasta 1893. Es en este momento, coincidente con el apogeo de su labor periodística y de su afición viajera, que iba de la mano de aquella, cuando a través de sus viajes Emilia Pardo Bazán empieza a dedicar algunas de sus crónicas de arte a la crítica de la pintura del Greco. La escritora marinedina podría haber descubierto y contemplado obras del pintor cretense en alguno de sus múltiples viajes o bien en sus también frecuentes visitas al Museo del Prado, años antes ele que el Greco fuera revalorizado. Es también muy probable que fuera en casa de su amigo Lázaro Galdiano donde la autora pudiera haberse deleitado con la observación atenta de algunos lienzos, ya que entre las obras de arte de la colección privada de Lázaro podría hallarse, al menos, uno: la Adoración de los Reyes4.

Al intentar recopilar todas las crónicas de viaje en las que doña Emilia hace referencia al Greco, sorprende -a medias- el hecho de que todos se concentren en el fin de siglo, más concretamente entre 1891 y 1900. Entrado ya el siglo XX seguirá refiriéndose al pintor en algunos de sus escritos, aunque ya no desde la contemplación -como sí hizo en sus viajes- sino desde la evocación. Desde ese momento, aplicará todo lo expuesto en sus crónicas acerca de dicho pintor -y de la pintura en general- a sus novelas5, adecuándose de nuevo -como lo hizo con el realismo y el naturalismo- a la corriente literaria de moda: el modernismo, que debió gustar a la escritora por su efusivo misticismo, no tan lejano de ese espiritualismo de los escritores rusos que encandiló a la autora hasta el punto de ser la introductora de las letras eslavas en España.

Es, sin embargo, a través de la lectura de las crónicas de viaje de Pardo Bazán como pueden seguirse sus visitas al Greco, que se centran básicamente en tres puntos geográficos: Toledo, El Escorial y Sitges. Estos tres focos de interés geográfico, coinciden -y no poco- con tres de los desencadenantes del renacimiento del Greco en España, tras un éxito nada desdeñable, aunque extinguido prontamente, en su época: los ideales de la Institución Libre de enseñanza6, en Madrid; el germen de lo que vendrá a llamarse la Generación del 93, instalada espiritualmente en Toledo; y el Modernismo catalán, cuyo cenáculo se encontraba, sin duda, en Sitges. Al mismo tiempo que las nuevas corrientes estéticas van haciéndose un lugar, los escritores viejos siguen mostrándose interesados por la recuperación de la cultura española, sobre todo a través de sus viajes por España. Entre ellos, cabría destacar, sobre todo, a Alarcón, Benito Pérez Galdós y a doña Emilia. La escritora marinedina fue, en esos viajes, en busca de lo que más tarde llamaría don Miguel de Unamuno la intrahistoria, término que, aunque fuera acuñado por el autor de Niebla, tiene un claro precedente en los escritores de la generación del 68, e incluso me atrevería destacar el papel pionero de doña Emilia Pardo Bazán.




- II -

Hans Hinterhäuser, en su espléndido ensayo Fin de siglo: figuras y mitos dedica un capítulo a las ciudades muertas, y propone tres como merecedoras del calificativo: Bruges, Venecia y Toledo. Al referirse a la primera hace, sin duda, alusión a la novela de Georges Rodenbach, Bruges-la-morte, de 1892, y define a su protagonista como un hombre que:

Al igual que todos los héroes del Fin de Siglo, está libre de cualquier tipo de atadura económica o social. Vive de un antiguo patrimonio y no tiene necesidad de trabajar para aumentarlo, de modo que puede entregarse sin reservas a la aventura del pensamiento, del alma y de los sentidos7.



Doña Emilia es también, aunque en parte, así: un viajero finisecular que no tiene otras obligaciones -económicamente hablando; no olvidemos la condición de mujer/madre de la escritora- que la de ser paseante, visitante y perseguidora del arte y del paisaje de su tiempo, buscando en él los restos del pasado. La contemplación y la escritura son también para ella una «entrega a la melancolía», ya que la ciudad refuerza su sensibilidad artística. Con esa actitud viaja en 1891 a Toledo, desde donde escribe su crónica «Días toledanos», que publicaría en su recién fundada revista Nuevo Teatro Crítico y después recogería en su librito de viajes titulado Por la España Pintoresca, que data, más o menos, del año 18948. En dicha crónica ya hace referencia, por supuesto, al lienzo del Greco que se halla en la Iglesia de Santo Tomé, el del Entierro del Conde de Orgaz, sin duda, el que ella prefería de los que pintó el cretense. La contemplación de aquella obra de arte es, según la autora «el placer mayor que debía al arte en Toledo». Y sigue contando:

La escena ocurría ante el cuadro asombroso del Greco que se guarda en Santo Tomé. Representa el milagroso entierro de Don Gonzalo Ruiz de Toledo, Señor de Orgaz, varón piadosísimo que construyó en el siglo XIV la iglesia parroquial de Santo Tomás apóstol; el caso lo refiere, con ingenuidad encantadora, la inscripción colgada bajo el cuadro9.



En los cuadros del Greco, y en concreto en el que ahora comentaba, ve doña Emilia la «carne humana sublimada por la participación de la felicidad divina». Materia y espíritu, erotismo y religión aparecen aunados tanto en ese lienzo como en la crítica de la autora coruñesa, quien en arte ha buscado y valorado sobre todo el cromatismo y el asunto, prefiriendo los colores vivos y la religión o la historia, respectivamente. De ahí que el Greco esté entre uno de sus pintores predilectos. Estas características que buscaba Pardo Bazán en la pintura, la podría encontrar -y así lo hizo- en muchos pintores de su siglo, como en los prerrafaelitas, sin duda los maestros en la perfecta unión de rondo y forma, del espíritu y la plasticidad, y en los modernistas. Pongamos por caso la pintura de Alma Tadema o de Santiago Rusiñol, este último, como intentaré mostrar, claramente influenciado por el Greco. Sin embargo, doña Emilia ya advirtió las características de los pintores de su tiempo en artistas anteriores, como es el caso de Theotocopuli, y, por lo tanto, consideró a dicho pintor el precedente del sentir finisecular:

Al ver la obra maestra de Domenico Theotocopuli, me confirmé en que la pintura, si ha adelantado, como aseguran los modernistas, no ha conseguido que sus adelantos los veamos patentes los profanos, ni que los sentimientos que nos causa ganen en intensidad. Cualquier pintor moderno me parece inferior al contemplar la página divina que se llama el Entierro del Conde de Orgaz10.



Lo que consiguió plasmar el Greco en sus lienzos era, en parte, lo que la intelectualidad de aquel tiempo intentaba hallar a través de sus obras: su propia identidad nacional. Si los escritores realistas lo hicieron plasmando en sus obras la realidad de su tiempo o a través de sus viajes -contemplación del paisaje, búsqueda de los linajes, recuperación de la tradición, etc.-, convertidos en muchos casos en crónicas publicadas, que adoptarían formas muy distintas, desde la de la crítica de arte hasta el artículo de costumbres, los pintores harían lo mismo, pero usando el pincel como arma principal. No es casual que un pintor del círculo de Santiago Rusiñol, Ramon Casas, plasmara el flamenquismo en algunos de sus lienzos, debido también a la influencia que de los impresionistas -sobre todo de Manet y Carolus Duran, el maestro de Casas- recibió durante su estancia en París, ya que, según afirma Josep de C. Laplana:

En el París de los impresionistas se puso de moda la Carmen (1873-1874) de Georges Bizet, y lo español se cotizaba bien. El mismo profesor de Casas, el maestro Carolus Duran (1837-1917) era un entusiasta de Velázquez y de lo hispánico y transmitía esta admiración a sus discípulos, como es el caso de John Singer Sargent (1856-1925). En París, un español para triunfar no debía hacer la competencia a los franceses, sino pintar tan bien como los franceses, pero al mismo tiempo pintar cosas muy españolas. [...] Este flamenquismo, Casas lo adquirió ya de muy joven. Su viaje a Granada en 1833 con el pintor Laureà Barrau (1864-1957) coincide con su afición a la guitarra y al folclore andaluz, y esta inclinación se convirtió en algo sustancial que le acompañó toda la vida11.



Lo que distancia al Greco de los pintores de finales del siglo XIX es que mientras aquel intentaba dar cabida en su pintura, en varios píanos dentro de un mismo lienzo, la realidad terrenal y la celestial, éstos introducían lo espiritual en la realidad misma, ya fuera una figura -normalmente femenina- o un paisaje. En el ya citado Entierro del Conde de Orgaz, el pintor lo divide en dos escenarios: uno, el que viene a representar la muerte física, en la parte inferior del cuadro, y otro que encarna, para hablar con Gregorio Marañón, la «pasión teológica». Parece ser, según se adivina de los comentarios de Pardo Bazán, a quien seducía este formato, que este modo de mostrar una realidad simultánea no gustó demasiado a algunos críticos:

Los que sólo conocen al Greco por otros cuadros, no pueden apreciar en toda su fuerza el genio del verdadero precursor de Velázquez. Sin que la parte alta del cuadro merezca las severas censuras que algunos críticos le dirigen, la baja, o sea el verdadero asunto del cuadro, es tal, que no tiene nada que envidiar en factura a las mejores obras del autor de Las Hilanderas y las vence -con definitiva victoria- en la unción y sentimiento religioso. En el cuadro de Santo Tomé, el Greco reúne lo inefable de Murillo y lo real de Velázquez12.



En el romanticismo, según Mario Praz, el hecho de abordar o no lo sobrenatural «divide a estos artistas en dos grandes grupos: los dualistas y los monistas». ¿Podría decirse, pues que el Greco fue dualista y los modernistas monistas? Podría ser, pero este sería un tema interesante, aunque más extenso, que no debo abordar en este artículo. Lo que llama la atención de los críticos de arte no es ya que el pintor cretense diera cabida a lo fenoménico en su obra, sino el modo de hacerlo. Es curioso que al pintar almas use una técnica -si puede llamarse así- diferente y explote mucho más la forma serpentinata heredada de la escuela manierista en la que se le encasilló. A ello se debe, en muchos de los casos, la peculiaridad de las figuras del Greco: su forma alargada de apariencia muy parecida a la llama, con un movimiento particular. Pardo Bazán definirá el Entierro del Conde de Orgaz en 1899, tras su vuelta a Toledo, como «un cuadro de almas»:

¡El cuadro del Greco! Como la música de Wagner, que a cada audición despierta y hiere nuevas fibras en nosotros, a cada visita, de año en año, me remueve más intensamente la sensibilidad, no se diga artística, porque ese cuadro pertenece a la esfera del super-arte y toca lo sublime místico. Es un cuadro de almas13.



Y añadió a ese comentario que era ese lienzo «todo el vigor de una época expresado en unos cuantos rostros»14.

Aunque no hizo referencia a muchas pinturas del Greco, sí dio cabida en sus comentarios a otra de las que se halla también en la sacristía de la Catedral toledana: el Expolio de Cristo, en una crónica también centrada en Toledo, que escribió de nuevo para la revista barcelonesa La Ilustración Artística en 1896, titulada «La vida contemporánea. Lejos del mundo», momento en el que se percibe ya su creciente predilección por el manierista:

Estoy convencida de que el Greco se parece a las aceitunas: las primeras veces no gusta, y después no hay manjar más sabroso. Para mí el Greco tiene una condición especial: me vuelve indiferente al mérito de otros pintores sanos, normales y equilibrados. Los que visitan la sacristía de la catedral de Toledo no suelen tener ojos sino para el fresco de Lucas Jordán que cubre la bóveda, y que pasa por obra maestra de su fecundo autor. A mí sólo me atraen los Grecos, sobre todo el Espolio [sic], perla inestimable, del más fino y puro Oriente. Aquellas cabezas pálidas, de una fuerza de expresión dolorosa, rebosando espíritu, me hacen detestar las rollizas figuras de Jordán, vulgares y bien diseñadas, antipáticas de puro correctas. [...] La aristocracia del Greco consiste en este sello de melancolía incurable, altanero y sin embargo humilde, con mística humildad15.



El Greco fue, y sigue siendo, el icono de Toledo, sobre todo en su tiempo y en el siglo XIX, logrando, tanto en esa ciudad como en el resto de España, hacerse «profundamente popular». Recuerda Gregorio Marañón que «al lado del fervor de la multitud es evidente, también, que tuvo la admiración de los espíritus más finos de su tiempo, por lo menos de algunos, de los solitarios, de los que vivían al margen de la influencia oficial, que, en todo tiempo, suelen ser los mejores»16. El Greco no fue, nunca, a pesar de su reconocimiento, un pintor de masas. En ello pudo tener algo que ver la actitud que Felipe II mostró ante la obra del pintor. Después del éxito del Expolio, acabado el 15 de junio de 1579 por encargo de los capitulares de la catedral de Toledo, como bien señaló Agustín Bustamante García17, y tras la inauguración de la nueva Iglesia de Santo Domingo el Antiguo, el 22 de septiembre de 1581, donde quedaban expuestos ocho Grecos, llega a oídos de Felipe II el éxito que el pintor estaba teniendo en Toledo. Supuestamente, es en ese momento cuando el monarca encarga el Martirio de San Mauricio para que ocupara un lugar privilegiado en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial: el altar de la Basílica, donde nunca llegó a estar, ya que parece ser que Felipe II rechazó el lienzo porque, como relataba Fray José de Sigüenza en la Tercera parte de la Historia de la Orden de San Jerónimo, «los santos se han de pintar de manera que no quiten las ganas de rezar en ellos, antes pongan devoción, pues el principal efecto y fin de su pintura ha de ser ésta»18. De esta forma, el cuadro fue circulando por el Monasterio hasta bien entrado el siglo XIX. Cuenta Bustamante García sobre el mismo asunto:

El Greco, como pintor filósofo, que concebía la pintura como un arte liberal y científica, supeditó el carácter religioso y la búsqueda de la devoción, a la primacía del arte y de la invención. Al optar por esta senda, cuando Felipe II pretendía lo contrario en este campo, Domenico hizo una obra de arte, pero no de devoción. Por ello el cuadro no contentó al monarca, y el pintor fracasó en la empresa19.



Emilia Pardo Bazán visita en 1900 El Escorial y se topa con el cuadro del Greco que Felipe II rechazó, el Martirio de San Mauricio: «Yo tengo -dice- en El Escorial otro cuadro predilecto, en el cual los críticos de arte ven qué reprender y tachar, pero que le dice a mi alma cosas mejores que la misma Cena de Tintoretto y que La túnica de Josef, brutal y sincero trozo de Velázquez. Este cuadro sugestivo es, ¡naturalmente! del Greco»; y, tras decir esto, acaba definiéndolo como «la mejor página de una vida»20.




- III -

¡Cómo ha subido esta firma en pocos años! Hará diez o doce, los que profesábamos el culto de Domenico Theotocopuli éramos unos hasta un par de docenas, y nos dábamos tono y aire de iniciados en alguna misteriosa religión, y pasábamos, a los ojos de los no iniciados, por fanáticos sectarios, si ya no por contagiados de la locura que se le atribuyó al maestro.



De la importancia del Greco en las letras y en las artes españolas, me interesa, sobre todo, la recuperación que del autor del Entierro del Conde de Orgaz se produce entre los intelectuales españoles de finales del siglo XIX, como ya he citado al inicio de este artículo. Aunque doña Emilia, por esas fechas, ya ha hecho referencia al Greco en algunas de sus crónicas, una de las relaciones, que podríamos calificar -ahora sí- de sinfrónicas, más estrechas entre la escritora y el pintor fue a raíz de su paso por Sitges, que el profesor Adolfo Sotelo ha descrito como «el aspecto más sobresaliente del viaje de 1895» por Cataluña. Antes de adentrarme en la visita de la autora de La tribuna a la blanca Sitges, cabe hacer hincapié brevemente en la llegada del arte del cretense a las tierras catalanas, que si bien puede rastrearse a través de la biografía que el escritor Josep Pla escribió de Santiago Rusiñol, se hace mas manifiesta en las crónicas que este último envió desde París al diario La Vanguardia, reunidas en 1894 bajo el título Desde el Molino, y en sus Impresiones de arte, publicadas también en el mismo diario catalán.

Como escribe Francesc Fontbona, el descubrimiento del Greco por parte de los modernistas catalanes «fou a través de Zuloaga -que encomanà l'entisiasme del pintor cretenc als seus companys»21. En efecto, en los años noventa, hallándose en París, revela Rusiñol que al pintor vasco le entusiasmaba el Greco más que ningún otro pintor, sobre todo después de haber visto con la sola claridad de una antorcha el Entierro del Conde de Orgaz en Toledo, motivo por el que se desplazó hasta la ciudad castellana. «El Greco -escribe Rusiñol- des d'aleshores, va ser i és fácil que ho continuï essent, el seu mestre preferit»22. El entusiasmo por el pintor acabó por contagiar a todos los que rodeaban a Zuloaga en parís, en aquel momento Josep Maria Jordà, Miquel Utrillo y Santiago Rusiñol, y gracias a este último, la admiración por el Greco invadió a toda una generación de intelectuales. El pintor vasco adquirió de España, a un precio bajísimo, dos lienzos del Domenikos Theocopoulos: Las lágrimas de San Pedro y la Magdalena penitente, que habían pertenecido al coleccionista Sr. Bosch y que puso a la venta su intermediario Laureà Barau23. Rusiñol relata detalladamente, en el episodio de «El Greco a casa» de sus Impresiones de arte, los sucesos del día en que aquellas dos obras llegaron al piso que los tres pintores compartían en el barrio de L'Ille de Saint Louis, que finalmente acabarían siendo propiedad del pintor catalán y que pasarían a formar parte de la colección privada que éste guardaría en el Cau Ferrat. La llegada de los grecos a Sitges, el 4 de noviembre de 1894, coincidió con la celebración de la Tercera Festa Modernista que, como las dos anteriores, había tenido lugar en dicha ciudad con la finalidad de renovar el arte, en el que se respiraba, a pesar de las diferencias:

Un espíritu unánime, que podía resumirse en dos puntos capitales: un amor entrañable a Cataluña, a nuestra lengua, a las evoluciones progresivas de nuestra cultura regional. Además de este amor a lo propio, un entusiasmo incondicional por el arte moderno y... el antiguo, o lo que es lo mismo, un horror invencible a las manifestaciones anticuadas, ñoñas y cursis de años atrás24.



El Greco significó una parte de ese «entusiasmo incondicional» por el arte antiguo que los intelectuales catalanes hicieron suyo, acompañando los lienzos del pintor de Creta en procesión hasta el Cau Ferrat. Entre estos figuraban artistas y escritores de la talla de Ramon Casas, Pompeyo Gener, Narcís Oller y Joan Maragall, entre otros.

Transcurridos unos meses de dichos acontecimientos -en julio de 189525-, y una vez colgados los cuadros que mostraban a San Pedro y Santa Magdalena en las artísticas paredes de la casa de Rusiñol, Emilia Pardo Bazán tendrá ocasión de visitar Sitges, casi por casualidad. La escritora acudirá al Teatro Novedades sobre el 20 de julio de aquel año26. Allí, en un entreacto, conocerá a Rusiñol, a Utrillo y a Guimerá, quienes invitarán a la escritora a visitar Sitges. Será Miguel Utrillo el encargado de difundir, dos días después, en las páginas de La Vanguardia, la visita de la autora de La cuestión palpitante al Cau Ferrat:

Si pudiera prescindirse del caprichoso horario que rije [sic] los destinos de los trenes que pasan por Sitjes [sic], este precioso pueblo sería sencillamente un artístico complemento de Barcelona. Bajo este supuesto, doña Emilia Pardo Bazán ha visitado el celebrado pueblo y el Cau Ferrat, el original nido artístico creado por Santiago Rusiñol27.



Después de señalar la llegada de la escritora, que iba acompañada de su hijo Jaime, y a quien esperaban en la estación «las autoridades locales, las personalidades más salientes de la villa y gran número de curiosos»28. Utrillo destaca un hecho de gran interés para el contenido de este artículo: el encuentro de doña Emilia con el Greco. Dice:

Llegamos por fin al término de la peregrinación: y coincidieron allí la satisfacción de dos grandes curiosidades: la de la señora Pardo Bazán al conocer el antro en donde se venera al Greco, a los pintores poetas italianos, a los portentosos hierros que glorifican a tantos desconocidos artistas medievales...29



La autora de Los Pazos de Ulloa, sorprendida por la presencia del Greco en Sitges, escribe dos crónicas que constituye, sin duda, uno de los mejores homenajes que rindió doña Emilia a Cataluña. Significarán también estos escritos uno de los primeros pasos hacia la reconciliación de la escritora con la pintura moderna, el inicio de la comprensión de esa nueva sensibilidad que llamaban modernismo. Esta actitud cristalizará en los juicios que acerca de las artes emitirá en las crónicas escritas con motivo de la Exposición Universal de París de 1900, en las que Pardo Bazán adopta una postura mucho más abierta a las nuevas corrientes. Puede señalarse el período entre 1892 y 1895 como el que marca ese cambio de actitud que puede deberse en parte, sin duda, a su relación con los modernistas catalanes e hispanoamericanos, entre los que podemos destacar sobre todo el papel importantísimo de Rubén Darío30.

En una de las crónicas escritas después de su visita a Sitges, titulada «El Cau Ferrat», que vio la luz en la Época el 26 de septiembre de 1895 y que pasó a formar parte de Por la Europa Católica, la escritora coruñesa evoca su dudoso sentir antes de su llegada a la que sería la Meca del modernismo:

Si se me perdona el galicismo, diré que el tal Cau ferrat me intrigaba desde mucho antes de mi llegada a Barcelona. ¿Qué sería ese pueblo de Sitges y ese cenáculo del Cau, donde se sacaban en procesión pública y solemne cuadros del Greco, donde se representaban dramas de Metterlinck, género tan nuevo y tan desconocido en la corte de las Españas, que dudo que se le haya ocurrido a ningún empresario ni la hipótesis de ponerlos en escena? ¿Por qué el nombre misterioso y algo sombrío del Cau ferrat; en qué consistía ese arte nuevo y moderno, y qué bandera tremolaban esos revolucionarios de la pintura que se habían revelado con tan originales lienzos en la última Exposición, presentando aquel extraño Patio azul y aquel Patíbulo?31.



Confesará, unas líneas más abajo, que «no figuro entre los adeptos de la escuela modernista», aunque reconoce que «cualquier soplo de entusiasmo parece que nos vivifica» y que, aunque no comparta apenas nada con el nuevo movimiento, existen según la escritora «pocas corrientes de simpatía más verdadera»32. Escribe esto en La Época, como ya he comentado anteriormente, soporte que exige, sin duda, una actitud distinta de la que asume en la crónica de La Vanguardia, en la que la escritora se atreve a dialogar directamente con el arte haciendo que dicha crónica adopte la forma de carta abierta al Greco. De ahí que el título de esta sea «Sobre la blanca Sitges. Carta a Domenico Theotocopuli llamado El Greco», que vio la luz uno o dos días después de que la escritora abandonara Sitges. Es este sin duda uno de los mejores homenajes que la autora de La Quimera podía rendirle al pintor cretense. Guiada por el asombro de que las obras del artista tuvieran un lugar privilegiado en un lugar tan distinto a Toledo, donde fueron engendradas, Pardo Bazán escribe en el blanco pueblo mediterráneo una de sus crónicas de viaje más hermosas. Empieza así:

Admirado maestro: del Empíreo, donde ocuparás un puesto muy señalado, presumo que no dejarás de echar tus ojeaditas a la tierra, a fin de saber cómo andan tu fama y tu nombre, pues la aspiración del artista está tan pegada al alma, forma hasta tal punto la esencia de su ser, que de fijo ni el bienaventurado ni el réprobo dejan de ser artistas y de velar por su gloria33.



No deja sin atar, doña Emilia, el cabo del olvido al que fue sometido el Greco en el siglo ilustrado, «esa época de figurones con peluca y de mitológicos carteles»34, aunque -sigue- «tu ardiente ascetismo, tus sublimes ensueños de colorista, tus éxtasis de creyente adquirieron a nuestro ojos -en la segunda mitad del desengañado siglo XIX- misterioso prestigio»35. Y hace referencia a la presencia del Greco en el espíritu de los impresionistas y modernistas, en el espíritu de los intelectuales catalanes del siglo XIX, hecho que asombra muchísimo a la autora marinedina, pues:

En las sombrías callejas de Toledo: en el ángulo de la tapia surcada por las barras de rejería oscura, tus creaciones doloridas tienen su fondo adecuado, que las hace resaltar. ¡Pero en Sitjes! ¿conoces a Sitjes tú? [...] tu idea no encaja bien en la blanca Sitjes. Aquí pareces un cuervo, un ave fúnebre y negra. No es aquí donde pensé encontrarte; pero así como tú, procedente de la clásica Grecia, te penetraste del sentido cristiano, aquí, en esta tierra de aspecto helénico, la corriente espiritualista y sentimental que va predominando en nuestro siglo, abre un surco que tal vez será mañana rastro luminoso36.



Doña Emilia se nos descubre, una vez más, siguiendo las teorías de Taine, es decir, dotando al arte de sus raíces propias, las que le corresponden. En el caso del Greco, no puede aplicarse estrictamente la Filosofía del arte taineana, ya que fue quizás el único pintor que fue griego, italiano y español de una sola vez y de cada uno de estos lugares se llevó una técnica y una lección. La sorpresa de Pardo Bazán tras contrastar las pinturas del Greco, más bien sombrías, aunque llenas de color, con la transparencia y la blancura del pueblo catalán es precisamente por eso: por el color. Sin embargo, no tiene del todo en cuenta la semejanza estética que existía entre el Greco y los pintores del fin de siglo. Da en la diana cuando habla, refiriéndose a la pintura de su tiempo, de la «ansiedad nerviosa» que domina en sus lienzos, pero no relaciona esta técnica (la que da la sensación de Impresión pintada más que de realidad copiada) con el temblor que se desprende de las pinturas del cretense, fruto, como en los impresionistas y los modernistas del intento de plasmar -ya fuera a través del pincel o de la pluma- la fugacidad, la epifanía.

Como si persiguiera los restos de esa melancolía incurable, según doña Emilia, propia del Greco, la escritora mannedina fue buscando, a través de los viajes que realizó en los años noventa, los lienzos del pintor del Entierro del Conde de Orgaz. En cada ciudad los percibió de un modo distinto, porque era diferente el medio y otra la mirada. El pintor era siempre el mismo, pero en el fin de siglo ya no se analizaba su pintura desde la óptica realista, sino desde otra mucho más propensa a ensalzarle: la espiritualista. Ese cambio, ese renacer del Greco, es lo que justifica que Pardo Bazán escribiera mucho más sobre él en los años noventa. No quiero decir con ello que la escritora coruñesa empezara a aficionarse al cretense por esas fechas, sino que lo que realmente le sorprendió fue que un pintor como el Greco llegara a ser tan afamado porque:

No es natural sentir al Greco: se le siente cuando se ha adquirido suficiente afinación, la vibración especial de la madera en los instrumentos de música muy usados. Para la inmensa turba, ¿qué es el Greco? Un pintor lúgubre, obscuro, verde, azul, amarillo, en quien las carnes parecen carnes de muerto y las lacas rojas coágulos de sangre recién vertida37.







 
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