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Carta de D. Alonso Zamora Vicente sobre una película española



Llevados del afán por implicar en el cine nacional a nuestros universitarios de sensibilidad e inteligencia clara, nos hemos dirigido esta vez a D. Alonso Zamora Vicente, más como escritor y como buen conocedor de España, que como entrañable catedrático de Filosofía y Letras. Y el Sr. Zamora Vicente, en medio de su filología, de sus escritos literarios, de la corrección de sus libros, ha accedido a ocuparse por una vez de ese cine que sin duda -«el arte (sí el arte)»- ama y siente, por encima de nuestras circunstancias, un tanto dolido de que «no pueda enseñar a todo el mundo lo mejor de nosotros, nuestra carne más viva»; pero acogido en salvaguardia a «la cabal inocencia del hombre que paga su entrada y no está satisfecho del cine de su país».

Su posición, y hasta su grata sorpresa ante el hallazgo de una excepción, son válidas posiblemente para todos los españoles de letras. El quehacer cinematográfico ha venido a ser en España coto cerrado de los «entendidos» (?) o de quienes de una forma u otra toparon con él. Pero no es poco ya que en esos mismos españoles haya un anhelo tan sincero como este del Sr. Zamora Vicente: «que en nuestro cine nos veamos siempre y cada vez más y mejor». Todo un programa para el cine español, sepultado entre los profanos. El único auténtico a la hora de ese «clasicismo para el que habrá que contar con el cine».

Mucho vienes insistiendo, querido Patino, para que te haga unas líneas con destino a la nueva revista del Cine Club. Es realmente descabellado que yo me ponga a escribir de cine, sabiendo tan poco de él, de sus problemas y de sus interioridades. He de comenzar, pues, con una solemne afirmación: no entiendo de cine. Soy, sin más, un hombre ingenuo que paga su entrada, se sienta en su butaca y espera pacientemente a ver qué pasa. Lo más frecuente es que, al cabo de un ratito, me revuelva en el asiento y eche de menos el aire de la calle, con sol o con lluvia, o con las dos cosas, pero siempre con verdadero afán de huida. A veces, rompo con la cobardía del hombre ingenuo que pagó su entrada y me marcho a media proyección. Y siempre, y también de una manera inocente, me voy preguntándome qué tenía aquello para no satisfacerme, para haberme tenido que salir. Por lo general, llego a la conclusión de que tiene muchas cosas, sí, quizá demasiadas, pero no tiene las que yo creía buscar cuando compraba mi entrada, y al darla en la puerta para que la corten, y al colocarme en la butaca. No sé si voy a poder explicarme, porque apenas entreveo yo mismo lo que quiero decir, pero sí debo exponer (ingenuamente, ¡no lo olvides!) lo que al fin encontré en una película española. Ya ves, la encontré eso: española. La película fue Bienvenido Mister Marshall. Ya es quizá muy tarde para hablar de una película con dos años de existencia, pero no pierdas de vista mi oficio, donde me paso días enteros hablando de cosas escritas o aparecidas hace ya siglos, intentando descubrirles su recóndita lozanía. Creo que algo así pasará, andando el tiempo, con Bienvenido Mister Marshall.

A medida que iba pasando la película yo evocaba el cine a que nuestra casa nos tiene acostumbrados. Y aquella buena gente de Villar del Río se me iba creciendo ante los ojos, en unas dimensiones extraordinarias. Sí, ya sé que la película tiene sus baches: repito una y cuantas veces haga falta que no entiendo de cine. Pero tiene, además de eso, una condición inalienable: su autenticidad. Yo diría que es, hasta ahora, la única película española. La única que hasta su momento ha dado un mensaje, una voz de legítimo eco nacional. Intentaré explicarme.

Para mí, Bienvenido Mister Marshall es una repetición del caso del Lazarillo. (De nuevo para los críticos: no hablo como enjuiciador del cine, sino como receptor del mensaje del cine). La novelita inaugural de la picaresca vino al mundo en un clima de novelística ya madura, llena de dimensiones y aspectos variados. Llegó con su voz nueva, estremecida, radicalmente diferente. Había literatura para todos los gustos: caballeresca,   —27→   sentimental, pastoril, el acervo tradicional. Todas ellas se desenvolvían en un clima espectral, soñado, repleto de lejanías y nostalgias. Era una constante evasión. Una geografía quimérica y un continuado prodigio eran su bagaje permanente. Siempre lejos, muy lejos del acaecer de cada día. Hasta los personajes eran, por lo general, de una casta superior, nimbada de grandeza, siempre a caballo sobre el portento. En fin, no quiero repetir cosas que ya son de todos. Pero, fíjate ahora qué estrecho paralelismo. Un buen día de 1953, Bienvenido Mister Marshall se asoma a las pantallas españolas. Y el espectador ingenuo no se encuentra con el cine habitual español (español por documento o certificación del juez oportuno, pero nada más). No hay nada de lo que fueron Reina santa, Locura de amor, ni El escándalo o Pequeñeces, ni La mies es mucha o La Señora de Fátima. No, nada de eso. Hay otras cosas, inesperadas, sí, pero válidas. Es muy importante destacar que son válidas cuando todos hemos salido aliviados, esperanzados o desazonados casi al terminar la proyección (nadie se saldrá antes, desde luego). Pues bien, estos tipos de película se corresponden, salvando las distancias (y sin hacer caso de la gritería que profesores de literatura y críticos de cine van a levantar, cada uno por su lado), se corresponden, digo, con los tipos de novela con que se tropezó el libro extraordinario de 1554. Había una novela caballeresca que se empareja muy bien con nuestro cine histórico: mucho sable y más batallas; algún amor ejemplarísimo, casi suprahumano; a veces, paisajes de prodigio. Era todo el círculo del Amadís. Que nadie piense que censuro: no lo haré nunca. Amadís era un gran libro, un maravilloso libro. Locura de amor no era mala película. Pero... ¡Cuánta descendencia le salió a Amadís! Afortunadamente, eso se acabó; si no, hoy le pondríamos a Jeromín en la familia. Muchos segundones y malos. Tan cercano es el parecido entre Amadís y este tipo de cine, que García Escudero (quien, claro es, ve el cine con distintos ojos a los míos) afirma que «la mejor película histórica española es una película extranjera: La Kermesse heroica. Pues bien: Amadís no era tampoco íntegramente español.

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El lector medio que descubrió el Lazarillo leía también novelas sentimentales. La Cárcel de amor era el patrón más noble. Pasión encendida hasta el suicidio (bueno, ¡qué suicidios!), mucho mundo, cortesanía, párrafos cuidados, etc., etc. Esto se llama, al salir Bienvenido Mister Marshall, El escándalo, El clavo, quizá en primer lugar Pequeñeces, esa novela donde el título es tan ajustado y veraz. También tiene sus valores tal cine, sus aciertos (a mí personalmente, y haz el favor de no publicar esto, estas películas me revientan sobremanera) pero... A la hora de la cena, el respetable, después de haber llorado un poquito en lo oscuro de la sala (avergonzándose de que le vean los vecinos de la fila, ese chico deportista que acaricia ritualmente a la novia, o   —28→   el médico amigo que nos tocó detrás), no se acuerda ni poco ni mucho de Currita Albornoz. Al lector de la Cárcel de amor le pasaba lo mismo. Mucha pena, y... a vivir. No, no. Tampoco allí estaba la novela, tampoco estaba aquí el cine.

El ansia de libro es realmente inagotable. Para el devorador de novelas de aquel tiempo, la pastoril suponía el mejor logro de la evasión, de la huida de la realidad concreta y angustiosa. Algunas novelas son excelentes como estilo, como técnica, como voluntad buena. Prodigiosos disfraces para exhibir los problemas de unas cuantas personas. Ahora (insisto: como en la caballeresca = cine histórico, como en la sentimental = cine de media tesis y levita, he de dejar a salvo las numerosas y graves distancias), esa novela tiene su equivalente en el cine religioso. O en eso que han dado en llamar cine religioso. La mies es mucha, Balarrasa, etc., etc. Sí, ya sé que alguna de estas películas tienen indudables calidades: La Señora de Fátima, por ejemplo. Pero a nadie se le ocurriría considerar a la Diana como algo despreciable. Y, sin, embargo, ni en la Diana estaba la novela ni en Sor Intrépida el cine. Habrá cine, habrá novela, pero no lo nuestro, algo que al terminar de leer o al encenderse las luces nos deje a todos una íntima desazón, casi independiente de la anécdota que película o libro desenvuelven. (No, Patino, no me salgas con que había una prodigiosa literatura religiosa. Tendríamos que poner a todo lo religioso de ahora otro adjetivo. Quedémonos con la pastoril, y no le des más vueltas).

Y claro está. En el tiempo del Lazarillo como ahora, todo se mueve sobre un fondo de insignificantes lugares comunes, de tradición manoseada. Todo escritor se tiene que encarar forzosamente con un caudal colectivo y muy usado (y abusado), y lo mismo el hombre que hace cine. En el siglo XVI, eso era el mundo de canciones y romancillos, la literatura de cuentos y de florestas, de fabularios. A un paso del folklore. También a un paso del folklore se queda nuestro cine de Semana Santa y sevillanas del Espartero, de morenas matizadas, de baturros desafiantes. Y en general, de taconeo, toreo y jaleo. Esto no excluye los aciertes transitorios, ni -importantísimo- la recreación digna, neopopular. (Algún trozo de Bienvenido Mister Marshall es prueba elocuente). En esto, como en todo lo que es ingrediente de la savia nacional, lo auténticamente popular va muy hondo y sale a flor de historia en perpetua recreación, en infatigable trance inaugural. Se le reconoce por su raíz última, pero lo que nos maravilla es su momentánea presencia, inédita por añadidura. El cine de folklore no ha hecho más que darnos esas raíces quieras que no, como si fuesen regaliz o palo luz, muy bien fotografiados y bailados en ocasiones, pero raíz, algo que, al desenterrarse, estrena un triste morir inevitable.

Vamos a mirar ahora muy a la ligera (siempre deprisa, como si fuéramos a llegar tarde al cine) cómo me fui acordando de Lázaro al ir viendo Bienvenido Mister Marshall. Lo primero el escenario: Villar del Río. El pueblecito sin historia, olvidado de los hechos trascendentales, de la literatura. Pueblo, pueblo de España, con sus corrales, su fuente en la Plaza, su campanario envejecido. Y su gente. Una gente que repite 365 días al año el heroísmo de sobrevivir. Ya adivinamos la serie de cosas del cine que no puede haber allí: ni recepciones lujosas, ni un Calvario muy poblado, ni grandes hazañas con espada toledana, fortalezas asaltadas y español antiguo, ni señoritos juerguistas, ni adulterios de buen tono. Casi lo mismo que debía ser Tejares, aldehuela de Salamanca, cuando nació Lázaro.

Sí, gente. La voz de la calle y de todos los días, con sus congojas. Ambivalencia desesperante de sueños y menudencias. Nada de imponentes personajes, entes que difícilmente vamos a ver en nuestro cotidiano convivir. Pobre gente: un buen cura de   —29→   pueblo, un alcalde socarrón, un hidalgo amojamado, un labrador. Personajes que han salido por vez primera en nuestro cine, como salieron por vez primera en el Lazarillo. Y todo se ve -en los dos lados- con un espíritu de crítica generosa, encariñada, rodeada de súbita bondad. En cada uno de nosotros va naciendo, página a página en la novela, secuencia tras secuencia en la película, una comprensión inaplazable. Mucho libresco, mucho literario: conformes. Todo lo hacemos siempre entre todos. Es inútil pensar en íntegros descubrimientos totales. Lo importante aquí es ver la peculiar manera de desplegar ese mensaje llegado hasta nosotros por múltiples caminos aleatorios. Lo de menos son las burlas de las manías de un cura, de un hidalgo, de un politiquillo, como lo de menos en el Lazarillo son las burlas de un ciego, de un clérigo, de un hidalgo, de un buldero. Lo principal es la especial (y ya sale la inevitable palabreja), la especialísima ternura con que ambos lo tratan. Cuando el hidalgo pueblerino entrega su espada a la hora de la rendición última en el film, yo veo, inevitablemente, el momento en que su antepasado del Lazarillo se lanza a comer de unas uñas de vaca y mendrugos pordioseados. Claudicación, incontenible ruina ya incorporada al vivir. Desengaño en la trampa del buldero y desengaño cuando este alcalde de Villar del Río acaricia la pata de su cama. Aún más creciente desvelo es esperar que las cosas nos caigan del cielo, siempre bobamente mesiánicos. Lázaro se gastó la vida esperando del cielo un buen amo al que acomodar el tesoro de su energía. También ahora hay muchos que gastan su vida -lo mejor de su vida- esperando un tractor, una máquina de coser, una bicicleta... Gente que dejan su sombra y su huella sobre la tierra de Dios. Reconozcamos que no era esto lo que nos venía dando nuestro cine. Bienvenido Mister Marshall, nos quita a todos algo: nos quita una parte de nuestra indiferencia, de nuestra incapacidad de enjuiciar cine y nos incluye en la gran ruina de Villar del Río.

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Todos participamos un poco en la liquidación de cuentas, y en la mano de cada espectador surge, irrestañable, una contribución para pagar la deuda: anillos, gemelos, el tarro de la más escondida miel, cosas, cosas, muchas cosas, y, en todas ellas, ternura. Sí, ya sabes, es al final y está lloviendo. También en el Lazarillo, por vez primera para la literatura española -para esta maravillosa literatura tan mal tratada por el cine- se sintió la humedad, el desamparo, el hambre y las dolientes ganas de evitarlo. Vuelvo a repetir, machaconamente: no entiendo de cine, lejos de mí el enjuiciar esa película de la manera acotada por los especialistas. Pero sí quiero decirte por qué la veía yo española en su médula y en su manera de interpretar los azares. No quiero decir, Patino, que sea esta la manera única de un cine que hemos esperado en vano durante años, pero sí es uno de los modos de cine que pueden decirnos algo. Ante la sorpresa inicial, -Lázaro, Bienvenido Mister Marshall- se abrían diversos caminos con multiplicidad de metas diferentes. (No repitamos nunca al pie de la letra). En el caso de la novela, Lázaro enseñó una actitud frente al arte, no sólo a los españoles, sino al mundo entero. En la aceña de Tejares nació prácticamente la novela moderna. Sé que no puedo decir lo mismo con ese oscuro Villar del Río. Pero el desvencijado automóvil que va y viene camino de la estación, el cojo que se arrastra detrás del tumulto, el chiquillo que apunta a la maestra ciencia geográfica, ese político majadero, esas lucecitas de la fuente, fundidas ya antes de ser instaladas, ¿acaso no podrán enseñar a todo el mundo lo mejor de nosotros, nuestra carne más viva? ¿No nos es lícito siquiera desear que en nuestro cine nos veamos siempre y cada vez más y mejor? El movimiento se demuestra andando -y tropezando-. Y a los que han logrado Bienvenido Mister Marshall les aprieta el zapato, cosa que suele agravarse al andar. Pidámosle a Dios que no le suceda un silencio largo y estéril. La película de que te estoy hablando es la primera mirada total y generosa que nuestro cine ha lanzado alrededor, viéndose y reconociéndonos. Eso hacía el teatro del Siglo de Oro y por eso fue clásico y nacional. Si a nuestro tiempo le espera un clasicismo, habrá que contar con el cine. ¿Qué podremos presentar?

Es probable que alguien se escandalice de estas observaciones mías, y diga que si historias, que si por no callar, y qué tendrá que ver el cine con la literatura, y que si patatín, patatán. Bien, es verdad. He comenzado por afirmar, y lo he repetido demasiadas veces, que no entiendo gran cosa de esto que estoy escribiendo. Y escribo por la insistencia tuya para que hable en tu revista. No hay que preocuparse mucho de esto: en último término, hoy todo el mundo escribe precisamente de lo que menos entiende. Yo, me curo en salud, tengo derecho a salvar mi ingenuidad, la cabal inocencia del hombre que paga su entrada y no está satisfecho del cine de su país. Como a mediados del siglo XVI el aficionado a la novela no estaba satisfecho con lo que los novelistas le daban. Apareció el Lazarillo. Y la capacidad de vacío del hombre de su tiempo se llenó con su lectura. Es esa hora que no figura en los Manuales de Historia, la hora donde no hay batallas ni amores espeluznantes, ni quizá nada. Las horas que hoy entregamos vanamente al cine, el arte -el arte, sí-, que colma nuestras horas huecas de hoy, las de la fatiga, las de la soledad o las de la diversión. Yo quería decirte hoy, tan sólo, que Bienvenido Mister Marshall me llenó esa hora cumplidamente, y tenemos el deber de proclamarlo. Y a decir al amigo y al enemigo por qué. La voz y los silencios de Bienvenido Mister Marshall serían españoles aunque esa lista previa de nombres -ya sabes, eso que casi nadie lee-, tuviese una fonética disparatada.

A[LONSO]. ZAMORA VICENTE





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