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Carta de un padre a sus hijos1

por el doctor don Agustín Pomposo Fernández de Sansalvador2

Agustín Pomposo Fernández de San Salvador





Amados hijos míos:

Dios, la patria, los padres; estos tres objetos sagrados en este orden, que los han colocado la naturaleza y la caridad, deben permanecer esculpidos en vuestros corazones como tantas veces os lo he repetido. Ya sabéis que entre los padres puestos por Dios en la tierra para recibir por medio de ellos los respetos y obsequios que debemos rendirle, ocupan el primer lugar el romano pontífice, por lo que pertenece a la potestad espiritual; y en cuanto pertenece a la potestad temporal el rey, que es el ungido del Señor a quien su divina majestad no ha ceñido sin causa la espada, según la enérgica expresión de san Pablo. Sabéis que estas dos potestades han emanado de Dios, sin que la una deba usurpar la otra; y antes bien auxiliándose ambas en feliz concordia para conservar a los hombres el bien inestimable de la unión social, sin que algunos excesos puedan ser otra cosa que atentados y abusos del poder. La historia de la Iglesia y sus concilios generales, nacionales y provinciales abundan copiosísimamente de pruebas intachables de la concordia del sacerdocio y del imperio, estableciendo la Iglesia en ellos penas temporales por el consentimiento y presencia de los emperadores y reyes, y publicando estos en los mismos concilios leyes útiles; de modo que tenemos, especialmente los españoles: leyes que son cánones y cánones que son leyes enseñándonos (acordes las dos soberanas potestades espiritual y temporal) el respeto que las debemos y la concordia y unión con que debemos observar sus preceptos. Es además notable que esta justa armonía ha detestado siempre toda insubordinación y toda rebelión, castigando estos delitos las leyes de los reyes con las penas más severas, y los cánones de la Iglesia con los más terribles anatemas. Sabéis juntamente que un gobierno monárquico, cual es en el que hemos nacido, constituye la patria y de ella es la cabeza del soberano; éste, después de Dios, es el objeto de nuestra sumisión y de nuestros respetos en lo temporal porque es lugarteniente de la divinidad en la sociedad temporal, así como lo es el romano pontífice en lo espiritual. La sociedad temporal en tanto se acerca a la perfección, en cuanto empieza en ella la sociedad eterna, y se regla con respecto a ella.

Como potestad soberana temporal ha emanado inmediatamente de Dios para el gobierno de la sociedad humana; de aquí es que quien desobedece al rey, desobedece a Dios, y que la potestad regia es inviolable y sagrada, exenta de toda potestad humana en lo temporal.

Las naciones tuvieron potestad de elegir el gobierno que más quisieron, por esto la española muchos siglos ha eligió el monárquico. Pero elegido una vez con la calidad de perpetuo para el rey electo y su descendencia, ya no fue, ni es lícito a la nación ni a ninguno de sus individuos negarle la obediencia y el respeto, ni atentar contra su vida y su poder, ni contra parte alguna de sus dominios. La razón de esto es que el pueblo sólo tuvo en aquel origen la potestad de elegir; pero la soberanía vino de Dios al electo, como que Dios sólo es la primera fuente, el primer principio y origen de toda potestad. Esto en tanto grado, que aun cuando el rey sea muy malo, no toca al vasallo otra cosa que pedir a Dios le haga bueno. La obediencia que se le debe es tal, que sólo padece una excepción, y es: si el rey malo manda al vasallo que cometa un pecado mortal, entonces no debe obedecerle aunque por ello le quite la honra, los bienes y la vida; pero entonces mismo debe respetar en aquel rey malo, no su injusticia o su maldad, pero sí la potestad soberana de que abusa, o de que tal vez usa conforme a los designios de la adorable Providencia de aquel Señor por quien reinan los reyes, o para castigar el pecado del vasallo, o para hacerle merecer más gloria a proporción de la paciencia y humildad con que sufriere la persecución.

Como el rey no puede hallarse por sí mismo en todos los lugares sujetos a su imperio; y como él es, después de Dios, la segunda fuente de la jurisdicción y autoridad, las delega y confiere a otros para que gobiernen y administren justicia en su nombre en todos los lugares de su imperio. Ved aquí la razón por la cual debemos obedecer y respetar a los jefes superiores, magistrados y jueces, porque ejercen la autoridad que el rey les ha confiado; y de aquí es que la vara de la justicia en la mano del alguacil más miserable debe ser respetada; de aquí es también que quien no ha recibido del rey la facultad de elegir juez u otro oficial, o de ejercer él mismo cualquier ministerio público, ciertamente no la tiene y es un usurpador de la potestad soberana, digno de pena.

Estas verdades todas sostenidas en la palabra de Dios constante y clara en la Sagrada Escritura, no han llegado a la noticia de tantos pobres rústicos e indios que sin saber lo que hacen se han dejado conducir como ciegos involuntarios de otros ciegos voluntarios (cuales son los jefes de la insurrección suscitada en Michoacán), para que caigan los conductores y los conducidos en el hoyo tremendo de la herejía, de la rebelión, de la infamia, de la excomunión, de la muerte y del infierno eterno. ¡Ay, de aquellos de cuyas manos exigirá Dios las almas de tantos miserables, engañadas y perdidas, porque no les enseñaron la doctrina del Evangelio, que es la que acabo de indicaros! Vosotros, hijos míos, no la olvidéis y jamás podrán la hipocresía ni las artes napoleónicas seduciros. Si esos infelices la supieran conocerían luego que no habiendo recibido de Fernando VII esos caudillos de la insurrección, la potestad de conservarle sus dominios, no puede venirles de otra fuente; y que empezando por tan clara usurpación de la potestad soberana, si Dios no les entregara (como les entregara en las manos de la justicia) acabarían [por] desterrar de un país tan católico, en cuanto pudieran, la religión sacrosanta, y [por] sujetar a los que quedasen vivos a la esclavitud más inhumana y a la miseria más espantosa.

Examinad pues, inculcad profundamente estas verdades y pedid al Altísimo que ilumine a vuestro padre para que, si fuere necesario, os dirija otras cartas y os inspire ideas propias de unos vasallos católicos.





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