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ArribaAbajoCarta XXII

Imprudencia temeraria. -Artículos 480 y 484.


Hermanos míos: El mal se hace tan fácilmente, que es necesario tener cuidado para no hacerle, y esta necesidad constituye en todos un deber y un derecho. Un deber, porque estamos obligados a considerar si de nuestras acciones puede resultar perjuicio a otro; un derecho, porque los demás tienen obligación de no hacer nada que nos perjudique. Hay culpa de nuestra parte no sólo cuando hacemos mal con intención, sino cuando resulta de nuestra falta de prudencia; porque hemos recibido la razón para emplearla y no para obrar como dementes que carecen de ella. Si hubiera una historia exacta de todas las desgracias que resultan de no meditar las acciones ni prever sus consecuencias, os asombraríais al ver que sin voluntad de hacerle se pueda hacer tanto daño, y comprendáis que la prudencia es un deber.

Todos tenemos derecho a no ser sacrificados al aturdimiento de un insensato. El que obra cediendo a un impulso cualquiera, sin tener para nada en cuenta el daño que de su acción puede resultar para sí o para los otros; el que no reflexiona el resultado probable o posible de lo que va a hacer; el que renunciando a su razón se constituye en una especie de demencia voluntaria, es un loco responsable y culpado. -SÉ PRUDENTE- es precepto que las madres debían inculcar cuidadosamente en el corazón de sus hijos, ¡y cuántas penas evitarían y cuántos males a la sociedad si no le olvidaran!

¡Qué desastres en el mar, en los depósitos de pólvora, en los caminos, en las fábricas, en la caza, producidos por las armas de fuego, y por los incendios, y por los que corren a caballo o en carruaje, y por los que de mil maneras exponen su vida y la ajena con insensatez culpable! ¡Cuántas veces al escuchar la relación de una gran desgracia y preguntar su causa no se nos responde: -Una imprudencia. -Un descuido. -Una temeridad!-

Así, pues, la ley hecha para seres racionales con razón impone la prudencia como un deber, y con justicia castiga la imprudencia temeraria. Oíd lo que sobre esto dispone:

Art. 480. El que por imprudencia temeraria ejecutare un hecho, que si mediase malicia constituiría un delito grave, será castigado con la prisión correccional, y con el arresto mayor de uno a tres meses, si constituyera un delito menos grave.

Estas mismas penas se impondrán respectivamente al que con infracción de los reglamentos cometiere un delito por simple imprudencia o negligencia.

En la aplicación de estas penas procederán los Tribunales según su prudente arbitrio, sin sujetarse a las reglas prescritas en el art. 74.

Lo dispuesto en el presente artículo no tendrá lugar cuando la pena señalizada al delito sea menor que las contenidas en el párrafo 1.º del mismo, en cuyo caso los Tribunales aplicarán la inmediata a la que corresponda, en el grado que estimen conveniente.



Art. 484. Núm. 6. Serán castigados con las penas de arresto de cinco a quince días, y multa de 5 a 15 duros, los que corrieren carruajes o caballerías con peligro de las personas, haciéndolo de noche o en paraje concurrido.



Pero no sólo en los males causados involuntariamente, sino en los crímenes, y hasta en los crímenes premeditados, tiene una gran parte la imprudencia temeraria, ¡Cuántas veces al oír las circunstancias con que se ha cometido un crimen nos asombramos de la insensatez del criminal, de su falta de precaución, de su ceguedad, y exclamamos: ¡Ese hombre estaba loco! ¿Cómo ha podido imaginar que no había descubierto?

En efecto; apenas hay crimen que no entre por más o menos la temeridad imprudente, que unida a los malos instintos conducen a él, y esto sucede hasta en los premeditados. La premeditación arguye maldad, no prudencia; y esto es tan cierto, que se ven criminales preparando su crimen durante meses y aun años, en los cuales no han echado de ver la insensatez que había en su maldad y cuántas precauciones sencillas y necesarias olvidaban y qué de pruebas iban acumulando contra ellos. Centenares de ejemplos podría citaros; escuchad uno notable, porque se trata de un criminal ilustrado.

El Conde de Bocarmé por heredar a un cuñado suyo trata de envenenarle. Desgraciadamente, no digo a un hombre de su posición, sino en otra menos elevada, no es difícil adquirir sustancias venenosas haciendo un pequeño sacrificio; pero él, en vez de comprar veneno, pensó en fabricarle. Buscó libros para aprender lo necesario, instrumentos y aparatos para practicarlo que leía; se puso en correspondencia con varias personas, a quienes hizo encargos, pidió noticias y datos y consultó dudas. Después, cuando logró extraer el activo veneno que necesitaba, quiso asegurarse de su eficacia, y le ensayó en perros y otros animales, que aparecían muertos en su casa o en su jardín, y todo esto por espacio de años. Cuando se le formó causa, fue grande el número de personas que declararon estas cosas, y no parece sino que se había propuesto comunicar su maldad a una porción de testigos irrecusables que depusieran contra él.

Seguro ya de la eficacia del tósigo, convidó a comer a su cuñado, y no echó el veneno en la comida, sino que derribándole y abusando de su debilidad, porque estaba casi impedido, le introdujo en la boca algunas gotas del líquido que le mató en pocos minutos. El crimen fue descubierto y probado con facilidad, porque, como os he dicho, el criminal parece que se había propuesto acumular pruebas que le condenasen; se le cortó la cabeza en la plaza de Bruselas, de donde era natural.

Entre muchos ejemplos que pudiera citaros, ved aquí uno de premeditación y de imprudencia. Una persona ilustrada, que por espacio de años piensa fríamente en cometer un crimen, y elige para llevarle a cabo medios que debían perderle necesariamente. ¿Qué concluir de aquí? Que la imprudencia temeraria hija del aturdimiento, la que no va unida a intención dañada, puede evitarse y se evita con la reflexión; pero la imprudencia temeraria del crimen no puede evitarse sino renunciando a él. No bastan días y meses y años de reflexionar; el criminal más inteligente obra como un necio; el más experimentado, como si careciese de experiencia; el más astuto descuida precauciones que tendría un niño. El que no vea la providencia de Dios en la imprudencia temeraria de los criminales, tiene que explicarla de algún modo, puesto que negarla es imposible. Tiene que ver como condición del crimen cegar a los que se preparan a cometerle, y que el resolverse a ser criminal es tanto como estar determinado a ser insensato, a exponer su vida sin precauciones, a faltar a todas las reglas de la prudencia, a no ver claro ni lo que le perjudica ni lo que lo conviene; es preciso resolverse, en fin, a marchar por un camino lleno de precipicios, y por donde nadie va sino con los ojos cerrados. Extraña resolución que por más malo que sea no puede tomar un hombre que comprende su interés.

Así, pues, no creáis que es una casualidad que tal o cual crimen se descubra, ni el que en una ocasión fue descubierto se prometa mejor fortuna para otra vez calculando mejor. Es una ley eterna que el crimen ciega, calcula mal; y se comprende, porque es una ley necesaria. ¿Qué sería de la sociedad si los que se proponen dañarla tomasen tan bien sus medidas que no pudiesen ser descubiertos? Bastaría una docena de malhechores para sacrificar una gran población robando, hiriendo o matando a sus habitantes, sin que la justicia pudiese castigar a los criminales; y las ciudades, y las aldeas y las naciones temblarían aterradas bajo el azote del crimen inteligente y precavido que tomaba bien sus medidas para no ser descubierto. Dad al criminal prudencia, circunspección, tino, conocimiento exacto de las cosas y las personas, y el crimen no puede descubrirse, y la ley es impotente y la sociedad imposible. Puede sentarse como evidente esta verdad: La sociedad existe; luego los criminales son torpes e insensatos.

Yo no puedo haceros la historia de los crímenes, de su descubrimiento y de su castigo; pero desgraciadamente en la prisión no falta quien refiera estas historias, y muchos cuentan la suya como alarde de maldad, o como distración del tedio. Ya que por desgracia oís estas relaciones, notad bien en todas ellas el cómo ha sido descubierto el crimen, y veréis siempre torpeza, imprudencia, ceguedad en el criminal. Yo os ruego que observéis bien esta circunstancia, que penséis en ella, y ya que por mal vuestro podéis recibir semejantes lecciones, aprovechadlas al menos. No soy yo quien os las da, son las cosas, los hechos constantes, la realidad evidente. No soy yo quien para convenceros os refiero las historias que cumplen a mi propósito; ya que escucháis la suya a vuestros compañeros, aprended lo que os enseñan todas, y sacaréis como consecuencia forzosa que el crimen se descubre por falta de precaución en el criminal; y cuando veáis como un hecho constante su imprudencia, la miraréis como inevitable, necesaria, fatal.

Lo es, hermanos míos, por una ley santa de Dios que quiere decir: Los ojos que se abren para el mal, verán poco. ¡Qué no daría yo por grabar en vuestro corazón esta verdad! ¡Qué no daría yo por convenceros que la imprudencia temeraria del aturdimiento de que habla la ley, puede evitarse, pero que es inevitable la imprudencia temeraria del crimen! ¡Qué no daría yo por persuadiros de que, lo mismo que los licores, embriaga el crimen, y el que va a cometerle y cree poder tomar precauciones, es como si dijese: Beberé hasta embriagarme, y entonces seré prudente! ¡Qué no daría yo porque pudierais leer en el libro de la experiencia, que dice en todas sus páginas: CRIMINAL, TE PRECAVES EN VANO; DIOS HA SEPARADO EL CRIMEN DE LA PRUDENCIA! ¡ELIGE! ¡ES PRECISO SER BUENO O SER INSENSATO!

En nombre de vuestro interés, en nombre de los años que aún podáis vivir libres y dichosos, oíd la voz de la razón y de la experiencia. No creéis que es posible hacer mal y discurrir bien, ni ser precavido siendo delincuente, ni sostenerse donde todos caen, ni ser excepción de una regla que no las tiene, ni oponerse a una ley eterna, llevando al crimen, que es sugestión del demonio, la sabiduría, que es atributo de Dios.




ArribaAbajoCarta XXIII

Delitos contra el honor. -Artículos 375 al 391.


Hoy abrimos el Código por el título que dice: Delitos contra el honor. El honor es, hermanos míos, flor delicada, tan fácil de marchitar como difícil de volver a su primitiva belleza. ¿Qué es el honor? La buena idea que los otros tienen de nuestra moralidad, el convencimiento de que no hemos cometido ni podemos cometer ninguna acción baja, infame, culpable. Por desgracia, el honor de. la ley y el de la opinión no siempre son uno mismo; la opinión más severa codena como deshonrosas muchas acciones que el legislador absuelve, y deber es de todos no menoscabar la buena fama de nadie, teniendo en cuenta los fallos de la opinión lo mismo que los de la ley, que a veces no son más fatales para el reo que los de la voz pública.

Los delitos contra el honor son los más fáciles de cometer, los que menos proyecto dan al delincuente, y los más difíciles de indemnizar.

Puede restituirse la fortuna; pero ¡qué difícil es devolver la honra que se robó!

Esto consiste, hermanos míos, en que no somos buenos; y al decir somos, no creáis que lo digo por modestia o por el deseo de que no os deis por ofendidos, no; lo digo porque en general todos los hombres, lo mismo los que están en las prisiones que los que viven fuera de ellas, tienen una triste facilidad para creer lo malo que de otros se dice, y escuchan el bien con desconfianza. Lo malo que una vez se cree parece que echa raíces en nuestro corazón, que se confunde con alguna cosa muy semejante que halla en él, de manera que es imposible extirparle del todo. ¡Con qué indiferencia oímos lo bueno de una persona que hemos condenado! Parece que el mal pensamiento llena todos los poros de nuestra alma, y el que debe rectificarle cuando llega, no halla ni un resquicio por donde introducirse. Cuando juzgamos mal, juzgamos con la seguridad del que no puede equivocarse, y cuanto nuestros juicios son más severos nos parecen más infalibles: las pruebas están en nuestro corazón, más propenso al mal que cree, que al bien que niega. Si al fin aparece la inocencia del que condenábamos, queda siempre en nuestros labios alguna palabra desdeñosa, y en nuestro corazón alguna duda ofensiva. La dificultad con que absolvemos está en razón directa de la facilidad con que condenamos, es igual; pero si nos equivocamos pensando bien, deshacemos inmediatamente la equivocación sin que quede vestigio alguno, y la equivocación que piensa mal deja tras sí larga huella. Parece que no tiene límites nuestro poder para manchar la ajena fama, y que podemos muy poco para lavar aquella mancha. Parece que tenemos una satisfacción en rebajará los otros, que nos pesa el tener que confesor sus buenas cualidades, porque siendo muy imperfectos, nuestro amor propio quiere a, toda costa negar la perfección de los que más que nosotros valen.

De esta desdichada propensión de cada uno resulta lo terrible que es el juicio de todos, lo inexorable de los fallos de la opinión pública, lo irreparable de los males que hacemos al extraviarla, y el deber en que estamos de no llevar a su tribunal ninguna declaración falsa o equivocada: los testigos acusadores los oye con avidez; los de descargo apenas se escuchan.

Cuidad, pues, mucho, hermanos míos, de no decir de nadie, faltando a la verdad, nada que pueda perjudicar a la buena fama de otro, y así Dios os preserve de que ninguno calumnie la vuestra. Ahora ved las disposiciones del Código:

Art. 375. Es calumnia la falsa imputación de un delito de los que dan lugar a procedimientos de oficio.



Art. 376. La calumnia propagada por escrito y con publicidad se castigará:

1.º Con las penas, de prisión correccional y multa de 100 a 1.000 duros, cuando se impute un delito grave.

2.º Con las de arresto mayor y multa de 50 a 500 duros si se imputa un delito menos grave.



Art. 377. No propagándose la calumnia con publicidad y por escrito, será castigada:

1.º Con las penas de arresto mayor en su grado máximo y multa de 50 a 500 duros, cuando se imputare un delito grave.

2.º Con el arresto mayor en su grado mínimo y multa de 20 a 200 duros, cuando se imputare un delito menos grave.



Art. 378. El acusado de calumnia quedará exento de toda pena probando el hecho criminal que hubiere imputado.

La sentencia en que se declare la calumnia, se publicará en los periódicos oficiales, si el calumniado lo pidiere.



Art. 379. Es injuria toda expresión proferida o acción ejecutada en deshonra, descrédito o menosprecio de otra persona.



Art. 380. Son injurias graves:

1.º La imputación de un delito de los que no dan lugar a procedimientos de oficio.

2.ºLa de un vicio o falta de moralidad, cuyas consecuencias pueden perjudicar considerablemente la fama, crédito o interés del agraviado.

3.º Las injurias que por su naturaleza, ocasión y circunstancias fueren tenidas en el concepto público por afrentosas.

4.º Las que racionalmente merezcan la calificación de graves, atendido el estado, dignidad y circunstancias del ofendido y del ofensor.



Art. 381. Las injurias graves hechas por escrito y con publicidad, serán castigadas con la pena de destierro en su grado medio al máximo, y multa de 50 a 500 duros.

No concurriendo aquellas circunstancias, se castigarán con las penas de destierro en su grado mínimo al medio, y multa de 10 a 100 duros.



Art. 382. Las injurias leves serán castigadas con las penas de arresto mayor en su grado mínimo, y multa de 20 a 200 duros, cuando fueren hechas por escrito y con publicidad.

No concurriendo estas circunstancias, se penarán como faltas.



Art. 383. Al acusado de injuria no se admitirá prueba sobre la verdad de las imputaciones, sino cuando éstas fueron dirigidas contra empleados públicos sobre hechos concernientes al ejercicio de su cargo.

En este caso será absuelto el acusado si probare la verdad de las imputaciones.



Art. 384. Se comete el delito de calumnia o injuria, no sólo manifiestamente, sino por medio de alegorios, caricaturas, emblemas o alusiones.



Art. 385. La calumnia y la injuria se reputarán hechas por escrito y con publicidad, cuando se propaguen por medio de papeles impresos, litografiados o grabados, por carteles o pasquines fijados en los sitios públicos, o por papeles manuscritos comunicados a más de diez personas.



Art. 386. El acusado de calumnia o injuria encubierta o equívoca, que rehusare dar en juicio explicación satisfactoria acerca de ellas, será castigado como reo de calumnia o injuria manifiesta.



Art. 387. Los editores de los periódicos en que se hubieren propagado las calumnias o injurias insertarán en ellos, dentro del término que señalen las leyes o el Tribunal en su defecto, la satisfacción o sentencia condenatoria, si lo reclamare el ofendido.



Art. 388. Podrán ejercitar la acción de calumnia o injuria los ascendientes, descendientes, cónyuge y hermanos del difunto agraviado, siempre que la calumnia o injuria trascendiere a ellos, y en todo caso, el heredero.



Art. 389. Procederá asimismo la acción de calumnia o injuria cuando se hayan hecho por medio de publicaciones en país extranjero.



Art. 390. Nadie podrá deducir acción de calumnia o injuria cansados en juicio, sin previa licencia del juez o Tribunal que de él conociere.



Art. 391. Nadie será penado por calumnia o injuria sino a querella de la parte ofendida, salvo cuando la ofensa se dirija contra Autoridad pública, corporaciones o clases determinadas del Estado.

El culpable de injuria o de calumnia contra particulares quedará relevado de la pena impuesta mediando perdón de la parte ofendida.

Para los efectos de este artículo se reputan Autoridad los Soberanos y Príncipes de naciones amigas o aliadas, los agentes diplomáticos de las mismas, y los extranjeros con carácter público, que, según tratados, convenios o prácticas, debieron comprenderse en esta disposición.

Para proceder en los casos expresados en el párrafo anterior, ha de preceder excitación especial del Gobierno.



Algunas personas extrañan que el acusado de calumnia sea absuelto si prueba el hecho criminal que imputara, y que el acusado de injuria. no pueda dar un descargo igual, ni se le admita prueba, siendo condenado aun cuando no falte a la verdad. Reflexionando un poco, se comprende la justicia de la ley, que no puede ni debe consentir que denuncie otro hechos que ella no persigue. Si yo digo que Pedro es ladrón, y él me acusa de calumnia y yo le pruebo que he dicho verdad, la ley me absuelve y le condena, porque la sociedad está interesada en que se castiguen los ladrones, porque es justo que sean castigados, y no lo sería que lo fuese el que pone en claro su maldad. Pero si yo llamo a Pedro tuerto o jorobado, convirtiéndole en objeto de mofa; si digo que es un miserable, un indecente que por no gastar falta a lo que debe a sus amigos y a sí mismo; si le hecho en cara la mala conducta de su mujer, de su madre o de su hija, aunque todas estas cosas sean ciertas y las pruebe, ¿qué bien reporta a la sociedad de que se publiquen con escándalo y mortificación de alguno y sin provecho de nadie? ¿Quién soy yo para hablar cuando la ley calla? ¿Qué derecho tengo a burlarme de un defecto físico o moral, a echar en cara una desgracia, a meterme en la vida privada de otro, faltando a la caridad y a la justicia? De la injuria no puede resultar sino escándalo para las faltas o los vicios, es decir, un medio de propagarlos, y para las desgracias nuevo motivo de pena: la ley es justa rechazando la injuria y no admitiendo prueba para ella.

Y no habéis de calcular el daño que hace la injuria por la gravedad que tiene al salir de nuestros labios, porque de boca en boca se aumenta, y ninguna cosa crece tan a prisa como lo malo que de cualquiera se ha dicho. ¿Habéis visto en una montaña nevada una bola de nieve desprenderse de lo alto y rodar creciendo de tal modo, que antes de llegar al llano arrastra y destruye cuanto halla en su camino? Así la injuria. Salió tal vez de vuestros labios como una chanza, y a poco la veis convertida en la imputación de un crimen, porque rueda por el mundo como la bola de nieve por la montaña, creciendo a su paso con la envidia, la maledicencia, el odio, con todas las pasiones malas que se unen a ella al pasar, dándoles proporciones increíbles. No calumniéis ni injuriéis, hermanos míos, yo os lo ruego; ningún provecho os resulta, y hacéis grandísimo daño. La palabra que acusa es una chispa arrojada en un polvorín; la reparación, una antorcha que cae en el agua.




ArribaAbajoCarta XXIV

Delitos contra la honestidad. -Artículos 858 al 862.


Hermanos míos: Al abrir el Código por el título que dice: Delitos contra la honestidad, sucede algo parecido a lo que os decía en otra carta: las tristes ideas que despierta en el ánimo no están en armonía con la severidad de las penas, que, exceptuando uno o dos casos, no son graves. ¿Por qué así? Porque el pensamiento va de los artículos de la ley al delito que castiga, y le mira como origen de tantos otros, y como la causa de infinitas maldades y desventuras. La deshonestidad es un delito que, aun prescindiendo del castigo que Dios le impondrá, y aun suponiendo que burle el de la ley, no queda nunca impune. El deshonesto arruina su fortuna para comprar los favores de una mujer despreciable dispuesta a dejarle por otro que la pague más. Arruina sus fuerzas con los excesos y su salud contrayendo enfermedades repugnantes y dolorosas, que si no le matan, anticipan su vejez, y le hacen más bien un objeto de desprecio que de lástima. El deshonesto, excitado por el demonio de la lascivia, no tiene tranquilidad ni sosiego, vive en una excitación febril, sus sentidos como un aguijón emponzoñado le arrastran de un exceso a otro, y antes agota las fuerzas que satisfaga el apetito. Los desórdenes deshonestos producen debilidad de cuerpo y alma, y el hombre gastado en los vicios de la crápula no tiene fuerza para nada, ni en su brazo, ni en su cabeza, ni en su corazón. Hijo, aflige a sus padres y acaso los deshonra; esposo, hace la desgracia de su mujer y tal vez la precipita en el mismo camino que él sigue; padre, da vida a seres débiles o enfermos que le maldecirán un día, que no lo ampararán en su vejez, ni le consolarán en sus trabajos, porque les deja por herencia la pobreza, la debilidad, el mal ejemplo.

Como el hombre deshonesto no vive más que por los sentidos, que se gastan pronto, si no sucumbe a los excesos, éstos le acarrean una vejez despreciable y desdichada, porque no sabe qué hacer de una existencia que ha perdido el único atractivo que para él tenía. Pero es raro que el hombre deshonesto cuente muchos años, y vosotros recordaréis que entre vuestros compañeros y vuestros amigos, tanto en presidio como fuera de él, pocos de los que se entregan desenfrenadamente a este vicio llegan a viejos, y de él son víctimas muchos, tal vez la mayor parte de los que salen de la prisión para el cementerio.

Ningún vicio va solo, y la deshonestidad tiene un largo acompañamiento, porque al debilitar el cuerpo y el amor al trabajo, al conducir a la casa de las malas mujeres donde siempre hay hombres malos, conduce al juego, a la embriaguez, a las reyertas, y a concertarse para buscar recursos en el robo, y a los golpes, y a las heridas, y al presidio o al cadalso. ¡Cuántos hombres se han perdido por el trato con mujeres malas! ¡Cuántos deben a sus consejos y a sus instigaciones el cautiverio en que gimen y la cadena que arrastran!

Y si la deshonestidad hace tanto daño a los hombres, ¡cuánto mayor no es el que causa a las mujeres, en las que es también más repugnante! La mayor parte de sus crímenes, la mayor parte de sus desgracias irreparables, vienen de la deshonestidad, puerta fatal por donde entran tantas desdichas.

Sólo la ignorancia y la ceguedad más lamentable pueden conducir a una mujer al olvido del pudor. Si la joven que se abandona viera el cuadro de lo que infaliblemente ha de sucederle, no era posible que aceptase la vida de la mujer deshonesta, peor mil veces que la muerte. Cualquier favor se agradece, pero los que hace una mujer con mengua de su pudor, en vez de inspirar gratitud, son motivo de desprecio. El seductor se burla de la mujer seducida, la abandona, la desdeña, la escarnece; el olvido de los servicios que le ha prestado, de los sacrificios que por él ha hecho, no es cosa vituperable. Aunque hambriento le haya dado de comer, desnudo le haya vestido, enfermo le haya cuidado, perseguido le proporcionase asilo, a nada está obligado para con ella, porque es su querida. Los beneficios que le obligarían con un enemigo, no le imponen deber alguno con la que le ama; el día que quiere la abandona, nadie le pregunta por qué, y si alguno se lo preguntare, responde: Porque me he cansado de ella; el mundo tiene la respuesta por buena, y dice al hombre: es natural; y a la mujer: te está bien empleado. Parece que hay dos leyes de moral: una equitativa y justa que tienen los hombres entre sí; otra inicua para las mujeres que los aman y son débiles con ellos. Pueden ser injustos, infames y crueles sin ser acusados de infamia ni de crueldad; pueden ser criminales sin que nadie les pida cuenta de su crimen. Que un hombre engañe a una mujer, ¿qué tiene eso de malo? ¿Para qué le creyó que la deshonre, ¿qué hay que decirle? Ella es la que debe mirar por su honor. Que la abandone, ¿qué hay que extrañar? Ya se sabe que los hombres son inconstantes. Que la desespere y ella se arrojó por la ventana al mar o a la prostitución. ¿Y qué? ¿Es suya la culpa si se enamoran de él mujeres necias que siguen amando cuando ya no son amadas? Si robara a una familia un duro, sería un hombre despreciable; pero si le roba su honra, si le roba a una joven la felicidad de toda la vida, si la sepulta en el dolor o en el oprobio, es un hombre honrado, porque las cuestiones de mujeres son cuestiones aparte, que se rigen por otras leyes y otros principios que los de eterna justicia.

La mujer que es débil con un hombre, será por él desgraciada, y su dolor, en vez de excitar compasión, moverá a risa. Si alza la voz para demandar justicia, todos se volverán contra ella, todos, hasta los hijos del amor a que sacrificó su virtud. Esta es la ley, mujeres desdichadas, ley dura y terrible, pero a que no podéis sustraeros; ley que os dice: -Sé honesta, si no quieres ser infeliz. -Con razón se llama a una prostituta una mujer perdida. Perdida está en efecto la triste, y cuando abandonada por su seductor, o huyendo de su insufrible tiranía, olvidó todo miramiento y se abandonó por completo, aquel día se perdió verdaderamente para la felicidad lo mismo que para la virtud. Las mujeres deshonestas son desgraciadas, profundamente desgraciadas, porque es condición de la mujer necesitar cariño para ser feliz, y la que es liviana sólo inspira repulsión y desprecio.

Nunca se conmueve mi corazón tan tristemente como al entrar en un hospital de mujeres, donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse; saben que a nadie inspiran lástima, y procuran sofocar el dolor físico, lo mismo que el dolor moral, con chanzas obscenas, y con blasfemias y con carcajadas que dan lástima como las de un loco. Quieren embriagarse en el vicio, no les queda otro recurso; quieren escupir sobre las cosas santas parte del desprecio que inspiran; quieren negar lo que para ellas está vedado, reírse del mundo para vengarse del dolor que les causa. ¡Pobres mujeres! Son y se sienten desdichadas, y lo confiesan cuando llega a su lado alguna de esas almas que tienen bastantes lágrimas de compasión para sofocar el fuego siniestro que brilla en la pupila de la prostituta. ¿Quién puede mirar sin una profunda lástima aquel ser tan infeliz y tan degradado que lleva su extravío hasta hacer gala de lo que debía causarle vergüenza? ¿Quién no se aflige al ver aquella mujer que fue inocente y fue pura, que pudo ser respetada, y hoy para ganar pan, arroja su cuerpo al muladar del vicio que le envenena, vende por algunos reales a un hombre repugnante el derecho de recibir de él una enfermedad asquerosa; y pasa continuamente de los brazos de la lujuria a la cama del hospital, donde a nadie inspira compasión, donde a todos inspira desprecio y asco, donde se la cura para que vuelva a servir, como a un animal que enferma, y curado puede ser útil? Digo mal, esta comparación no da todavía idea de lo que inspira en el hospital la mujer deshonesta, cuando sus mismas compañeras se burlan de sus dolores, y cuando el practicante, al cortar o quemar sus carnes, le dirige, por vía de consuelo, alguna obscena chanza. Si no muere joven, ¡qué cosa más digna de compasión que su vejez anticipada y su fin, que nadie llora!

La mujer criminal es sin duda más odiosa, pero no hay nada tan despreciable como la mujer deshonesta; no hay hombre, por vil que sea, que no se juzgue superior a ella y la desdeño. Como la primera necesidad de su naturaleza es inspirar amor y sentirlo; como, por más que haga, la mujer no puede ser feliz sino queriendo y siendo querida, la mujer deshonesta es profundamente desgraciada: cuando dice otra cosa miente, y mentira son su alegría cuando parece alegre, su contentamiento cuando canta y su satisfacción cuando se ríe. Si pudiera verse el corazón de las mujeres impúdicas que por algún tiempo parecen dichosas, se vería su desgracia como una llaga incurable cubierta con un paño lujoso: y digo por algún tiempo, porque si su felicidad fuera posible, nunca duraría más que su hermosura, que dura bien poco.

Yo quisiera, hermanas mías, que os convencierais de esta verdad, para mí evidente: que la mujer, cualesquiera que sean su clase y circunstancias, no puede ser feliz si deja de ser honesta, y que aun prescindiendo del castigo que pueden imponerle la ley de Dios y las leyes de los hombres, debe conservar su honestidad por cálculo, por egoísmo, como una cosa necesaria al bienestar de toda su vida. ¡Oh mujeres! Conservad el pudor como vuestro más precioso tesoro, agarraos a vuestra honestidad como a la única tabla que puede salvaros en todas las tempestades de la vida. Con ella, por más azarosa que sea vuestra existencia, podréis llegar a puerto seguro; sin ella, naufragáis sin remedio. Y vosotras, infelices, que habéis caído, apresuraos a levantaros, apresuraos a salir de ese abismo inmundo; siempre es tiempo de volver al buen camino, nunca es imposible la virtud, ni hay mancha tan negra que no pueda lavarse con las lágrimas del arrepentimiento. Tal vez os asusta vuestra debilidad, comparada con los obstáculos con que tenéis que luchar, y decís atribuladas: ¿Cómo hemos de hacer? Levantaros por el corazón, ya que por el corazón habéis caído; curaros amando las heridas que amando recibisteis; salvaros por el amor de Dios del amor de los hombres que os ha perdido. Mirad a la Magdalena: el amor mundano la hizo pecadora; amó a Jesucristo, y fue la santa que hoy adoramos en los altares.

Os he dicho que la honestidad es una puerta por donde pueden entrar todas las maldades en el corazón de la mujer, y muchas de entre vosotras refiriendo su historia confirmarían esta triste verdad. ¿Cuántas estáis en la prisión por haber escuchado las engañosas palabras de un hombre que obtuvo vuestros favores sin ser vuestro esposo? Muchas, acaso el mayor número. Aquella falta os condujo a otras, a delitos tal vez; que la mujer que se ve despreciada, en peligro está de ser despreciable, y va por el mundo como barco sin timón que el viento arroja sobre todos los escollos. ¡Pobres mujeres! Si fuisteis víctimas una vez, no lo seáis dos. Sed cuerdas y honestas al salir de la prisión, para no volver a ella, para que el mundo no vuelva a arrojaros la piedra de su desprecio, para que el Salvador pueda deciros como a la mujer adúltera: «VETE Y NO PEQUES YA MÁS.»

Veamos ahora las penas que impone el Código a los delitos contra la honestidad:

Art. 358. El adulterio será castigado con la pena de prisión menor.

Cometen adulterio la mujer casada que yace con varón que no sea su marido, y el que yace con ella sabiendo que es casada, aunque después se declare nulo el matrimonio.



Art. 359. No se impondrá pena por delito de adulterio sino en virtud de querella del marido agraviado.

Éste no podrá deducirla sino contra ambos culpables, si uno y otro vivieren, y nunca si hubiere consentido el adulterio, o perdonado a cualquiera de ellos.



Art. 360. El marido podrá en cualquier tiempo remitir la pena impuesta a su consorte, volviendo a reunirse con ella.

En este caso se tendrá también por remitida la pena para el adúltero.



Art. 361. La ejecutoria en causa de divorcio por adulterio surtirá sus efectos plenamente en lo penal cuando fuere absolutoria.

Si fuere condenatoria, será necesario nuevo juicio para la imposición de las penas.



Art. 362. El marido que tuviere manceba dentro de la casa conyugal, o fuera de ella con escándalo, será castigado con la pena de prisión correccional.

La manceba será castigada con la de destierro.

Lo dispuesto en los artículos 359 y 360 es aplicable al caso presente.



Como veis, es grande la diferencia que para el castigo establece la ley entre el marido que falta a su mujer, y la mujer que falta a su marido. Esta diferencia depende en parte de la naturaleza de las cosas, y en parte de la opinión.

De la naturaleza de las cosas, porque por más que se pretenda igualar los dos sexos, el pudor es una cosa más natural en la mujer, porque es una cosa más necesaria; porque si la mujer en lugar de recatarse solicitase como el hombre, serían tales el desenfreno y la corrupción de costumbres, que la especie se degradaría, acaso llegaría a extinguirse; porque la mujer puede dar al hombre cómo hijos suyos el fruto del adulterio, cosa que el hombre no puede hacer. Porque la mujer es la que moraliza o desmoraliza el hogar doméstico: si ella es viciosa, difícil es que sus hijos no lo sean; el mal ejemplo del padre nunca es tan pernicioso. El padre puede comunicar el bien o el mal que hace, la madre lo inocula, y es una vana declamación querer igualar cosas que la naturaleza ha hecho diferentes.

Como os he dicho, parte de la diferencia que establece la ley está en la naturaleza de las cosas, y parte en la opinión. El hombre puede afligir a su esposa cuando la falta, pero no puede deshonrarla; la mujer faltando al marido deshonra, es la depositaria del honor de los dos, y por consiguiente del de la familia, de modo que el marido ofendido o engañado, en vez de ser objeto de compasión, lo es de desprecio. Por más que esto sea absurdo, es, y la ley no puede sobreponerse enteramente a la opinión, que es la más imperiosa de todas las leyes humanas. Lo más que la ley ha podido hacer, y lo ha hecho, es suavizar la dureza de las penas contra el adulterio, que en muchas legislaciones era castigado con la muerte.

Al adúltero le parece tal vez que lo que él toma como un pasatiempo, al hacer propia la mujer ajena, no es cosa que merece castigarse con cuatro o seis años de prisión; pero que se ponga en el lugar del esposo ofendido, que mire a su mujer en brazos de otro, y le parecerá que es bien suave la pena que la ley impone al que le roba a un tiempo el amor de su compañera, la confianza que tenía en la madre de sus hijos, la seguridad de que son suyos los que estrecha contra su corazón y alimenta con el sudor de su frente, la paz de su casa, y el honor de su nombre que corre escarnecido de boca en boca.

Los que estáis en la prisión por adúlteros, y os parece excesivo el castigo que sufrís, escuchad a vuestros compañeros casados cuando llegan a saber que su esposa les es infiel, oídlos rugir como leones, y prorrumpir en imprecaciones horrendas, y golpear los muros, y agitar sus cadenas, y jurar por el infierno que la primera cosa que harán al recobrar su libertad es matar al que los ha ofendido; y cuando los veáis así, decidles que es muy dura la pena impuesta por el Código a la ofensa que quieren vengar. Ignoro lo que os responderán, pero de seguro será alguna cosa que os haga guardar silencio como quien no tiene razón. Y notad que la esposa infiel del presidiario tiene al cometer su delito causas atenuantes que vosotros no podéis alegar. Su marido le dio el ejemplo del mal; la ha dejado en el abandono, y, lo que es peor, ha arrojado sobre ella el borrón de pertenecer a un hombre que está en presidio; y en la miseria y en la ignominia, corre mucho peligro la virtud de una mujer. Tenedlo presente, esposos ofendidos, y el día que salgáis, pensad que si vuestras esposas cayeron en el precipicio, las pusisteis a la orilla, y no adoptéis la regla de moral, tan cómoda como perversa, de que el hombre, aunque falte a todo, tiene derecho a que no se le falte en nada.

En cuanto a las mujeres, ¿a qué hablarles de las penas que les impone el Código por delitos de deshonestidad, cuando el mundo y su propio corazón se las impone mucho más severas? Para que la mujer deshonesta sea desdichada, no ha menester que la ley la castigue; el desprecio de sus amigos, de sus parientes, de su esposo, de sus hijos, de su mismo seductor, del mundo entero, se encargan de no dejar impune un delito que, perseguido o no por la justicia, envenena la existencia de la mujer que le comete.

¡Oh mujeres! No faltéis a vuestros maridos aunque os falten; sedles fieles, si no por ellos, por vosotras. No es como el Salvador el mundo, que con sus manos impuras arrojará sobre vosotros la piedra de su desprecio inexorable. No es como el Salvador el mundo que no admite a vuestro delito ninguna circunstancia atenuante. No es como el Salvador el mundo, que por débiles os oprime, exigiendo de vosotras prodigios de fortaleza. Sed fieles siempre, para no ser escarnecidas nunca, para honrar a vuestros padres, para ser honradas de vuestros hijos, para que su cariño os consuele, para que os respeten el mundo y el mismo esposo extraviado, a quien vuestra virtud puede atraer, a quien vuestro corazón puede perdonar; que el corazón de la mujer buena no es rencoroso, y se olvida fácilmente de todo, menos de la necesidad que tiene de amar y de ser amada. ¡Oh mujeres! Sed honestas; si no, creedme, estáis perdidas.




ArribaAbajoCarta XXV

Delitos contra la honestidad. -Artículos363 al 374 y 482.


Art. 363. La violación de una mujer será castigada con la pena de cadena temporal.

Se comete violación yaciendo con la mujer en los casos siguientes:

1.º Cuando se usa fuerza o intimidación.

2.º Cuando la mujer se halla privada de razón o de sentido por cualquier causa.

3.º Cuando sea menor de doce años cumplidos, aunque no concurra ninguna de las circunstancias expresadas en los dos números anteriores.



Art. 364. El que abusare deshonestamente de persona de uno u otro sexo, concurriendo cualquiera de las circunstancias expresadas en el artículo anterior, será castigado, según la gravedad del hecho, con la pena de prisión correccional a prisión menor.



Art. 365. Serán castigados con las penas de arresto mayor a prisión correccional y reprensión pública, los que de cualquier modo ofendieron el pudor o las buenas costumbres con hechos de grave escándalo o trascendencia no comprendidos expresamente en otros artículos de este Código.

En caso de reincidencia, con la de prisión correccional a prisión menor y reprensión pública.



Art. 482. Incurren en las penas de uno a cinco días de arresto, de uno a diez duros de multa y reprensión:

1.º Los que públicamente ofendieren el pudor con acciones o dichos deshonestos.

2.º El que exponga al público, y el que, con publicidad o sin ella, expenda estampas, dibujos o figuras que ofendan al pudor y a las buenas costumbres.



¡Desgraciada la sociedad donde las penas impuesta al violador parezcan graves, donde sea necesario imponerlas con frecuencia, o donde, siendo merecidas, no se impongan! ¡Miserable, cruel, infame mil veces el hombre que en ellas incurre! Hay delitos sobre que no se puede discurrir; se sienten, y basta. Yo entrego a vuestro sentimiento el crimen de violación; juzgadle los que tenéis hermanas, esposas, hijas, los que tenéis conciencia, ¿qué digo conciencia? Los que tenéis entrañas. Yo he visto morir a una niña de resultas de la brutal violencia de un monstruo; yo he visto conmovidos a los practicantes del hospital que la curaban. Cuando expiró, todos pedían para su asesino la pena de muerte.

En cuanto a las faltas, en esta línea como en todas, son el camino de los delitos, como los delitos conducen a los crímenes. No hay artículos del Código tan infringidos como los que prohíben el escándalo de acciones y palabras deshonestas. La obscenidad en las palabras es para muchos una costumbre tan inveterada, que las pronuncian maquinalmente y sin unir a ellas idea alguna. Pero la dan de sí muy menguada, y previenen y mucho en contra suya a todos los que oyen semejante lenguaje. El hombre mal hablado no es respetado por sus inferiores, ni sus superiores le aprecian; su padre se aflige al oírle; sus hijos se ríen y aprenden a despreciarle al oír su lenguaje; todas las personas sensatas le miran como una cosa que mancha y de que conviene estar lejos. Si comete una falta, todo el mundo informa mal de él, porque nadie tiene de él buena idea; si le acontece una desgracia, hay disposición a pensar que fue merecida. Como el corazón sólo le ve Dios y los hombres oyen las palabras, por ellas juzgan muchas veces, y sabido es que para pensar mal no necesitan grandes pruebas. El hombre mal hablado, sienta o no lo que dice, hace siempre un grave daño con el escándalo que produce, con el pésimo ejemplo que da, con el hábito que forma en los que le escuchan de oír sin gran repugnancia las cosas malas, que es el primer paso en el camino de hacerlas.

Por el contrario, el hombre comedido en su lenguaje a todo el mundo previene en favor suyo; si tiene una desgracia, se le compadece y se le ayuda; si un desliz, no hay nadie que no deponga en su favor, porque se tiene buena idea de él. -Nunca se le oía una palabra más alta que otra; nunca se le oía una mala palabra, y este elogio es un apoyo que le presta la opinión dispuesta a absolverle, y una causa atenuante en la conciencia del juez que le ha de juzgar.

Además, el lenguaje indecente aleja de las personas sensatas y aproxima a las criminales y viciosas, de cuya compañía sólo puede venir mal a quien la frecuenta, y no podéis imaginaros, hermanos míos, cuánto adelantaríais para obrar bien, si pudierais acostumbraros a no hablar mal.

Y si esto es en los hombres, ¿qué será para las mujeres? Hay cosa más repugnante y despreciable que una mujer mal hablada? ¿Qué idea da de sí? ¿Qué interés puede inspirar? ¿Qué crédito puede prestarse a nada que diga? ¿Cómo se puede evitar la repulsión que inspira y la idea de que es capaz de todo lo malo, y que no puede haber nada bueno en el corazón de la mujer cuya boca es obscena y maldiciente? Las malas palabras, lo mismo que la deshonestidad, tienen gravedad mayor y peores consecuencias en la mujer que en el hombre, y el que dice mujer malhablada, dice mujer perdida. Y perdida está en la prisión y en el mundo la mujer que no mide sus palabras; no le faltarán disgustos y desgracias, y si presa, castigos, y si libre, nuevas condenas.

La mujer debe tener más cuidado aún con lo que dice que con lo que hace, porque tiene más propensión a excederse con las palabras que con los hechos. Su mano vacila para hacer mal, pero no sus labios para decirle. Toda su vehemencia, toda su exaltación se concentra en su palabra, y cuando una pasión la agita, vomita en cinco minutos más imprecaciones, más blasfemias, más amenazas, que diría un hombre en medía hora. ¡Cuántas mujeres no se han perdido por la lengua! Sin salir de la prisión, recordad lo que pasa en ella, y veréis que casi todos los castigos se imponen por hablar, y que los jefes y los empleados para hacer el elogio de una presa dicen: -Nunca se la oye.

Si hablarais bien, si no hablarais mucho, las que tenéis este defecto, que bien sé que no sois todas; si fuerais prudentes en vuestras palabras, ¡qué cerca estaríais de serlo en vuestras acciones, y cuánto ganaríais para vuestra felicidad y vuestro sosiego! De una mala acción, aunque equivocadamente, aún puede prometerse el culpable algún provecho; ¿pero cuál es el que resulta de una mala palabra, miserable desahogo de un mal deseo impotente, arma que hiere siempre al que la emplea? Sí la mujer mal hablada no tiene razón, aumenta su culpa añadiendo a la injusticia el exceso en el modo de pedir, y busca, y muchas veces consigue, que le den un golpe en lugar de lo que pretende. Si tiene razón, la pierde desde el momento que la hace valer con altanería y palabras feas; que la razón de una mujer no se reconoce ni se atiende sino acompañada de suavidad y dulzura. La fuerza de la mujer está en la dulzura, en la suavidad, en la prudencia, en ser resignada y paciente. Impone su voluntad suplicando, triunfa de rodillas. Las amenazas de una mujer hacen reír a los hombres, y hay pocos que no se conmuevan con sus lágrimas.

¡Qué bien está una mujer recogida, sumisa y silenciosa, hablando con moderación lo necesario, y quejándose sin levantar mucho la voz, como quien confía en la fuerza de su justicia y no en la de sus pulmones! ¡Cómo se la atiende, y cómo se la escucha, y cómo interesa, y qué fácil es que alcance lo que desea la que pide sin exigir! Y por el contrario, ¡qué repulsión inspira la mujer deslenguada y altanera que con voces y denuestos pretende imponer su voluntad! ¡Qué mala idea se forma de ella, y cómo inspira la de negarle justicia aunque la tenga, por el modo de pedirla, y cómo en lugar de convencer irrita al que pretende aplacar! Y a la verdad no es extraño que la mujer mal hablada y colérica repugne, porque es muy repugnante. La cólera transforma de tal modo a una mujer, aparece tan odiosa, y hasta materialmente tan fea, que yo pienso que si se le presentara un espejo y se mirase en él, esto bastaría para calmarla, porque no había de querer aparecerá los ojos de nadie tal como se veía.

Convenceos, hermanas mías, de que la honestidad y la moderación en las palabras es tan precisa como en las acciones; que la mujer que no pone coto a su lengua, está perdida. Así como su felicidad depende de su virtud, su fuerza y su poder dependen de su prudencia y de su dulzura. Volvamos a las penas que impone el Código a los delitos contra la honestidad.

Art. 366. El estupro de una doncella mayor de doce años y menor de veintitrés, cometido por Autoridad pública, sacerdote, criado doméstico, tutor, maestro o encargado por cualquier título de la educación o de la guarda de la estuprada, se castigará con la pena de prisión menor.

En la misma pena incurrirá el que cometiere estupro con su hermana o descendiente, aunque sea mayor de veintitrés años.

El estupro cometido por cualquiera otra persona interviniendo engaño, se castigará con la pena de prisión correccional.

Cualquiera otro abuso deshonesto cometido por las mismas personas y en iguales circunstancias, será castigado con la prisión correccional.



Art. 367. El que habitualmente o con abuso de autoridad o confianza promoviere o facilitare la prostitución o corrupción de menores de edad, para satisfacer los deseos de otro, será castigado con la pena de prisión correccional.



¡Cuántas maldades y cuántas desdichas recuerda este artículo del Código! ¡Cuántos hombres malvados, cuántas mujeres infames ofreciendo su perversidad al vicio y vendiéndole las inocentes que han engañado! ¡Cuánta pobre niña que el abandono, la casualidad, la miseria o su mismo candor, ponen en manos de los proveedores del vicio, que con engaños las llevan a esas casas de maldición donde son impíamente sacrificadas, a esas casas sobre cuya puerta podría ponerse para las pobres víctimas la leyenda de la puerta del infierno:

«¡Dejad toda esperanza las que entráis!»

¿Qué pueden esperar, en efecto, las tristes? Servir de juguete a hombres corrompidos; contraer enfermedades repugnantes; ser curadas como un animal para volver a uncirlas al carro de la prostitución, y volver a enfermar para volver al hospital de nuevo. Pasar así, alternativamente, de manos de la lujuria a las del practicante; beber hiel y desprecio hasta embriagarse y enloquecer, y bailar y cantar sobre el sepulcro de su felicidad y de su honra; y después de esta existencia, una temprana muerte, o una vejez prematura, infame y miserable. Esta es la obra de los hombres y de las mujeres perversas que hacen el tráfico infame de vender al vicio el candor de la inocencia.

Vosotros los que estáis en la prisión, aunque seáis culpados, no estáis tan abajo como las viles criaturas de que os voy hablando; aun tenéis derecho para despreciarlas, aun podéis mirarlas con horror pensando que pueden robaros vuestras hijas inocentes y puras, para venderlas por dinero y arrojarlas al más asqueroso de los muladares. Despreciad, hermanos míos, delito tan infame, y si alguno os le echa en cara, acusadle de calumnia diciendo: -No soy tan vil.

Art. 368. El rapto de una mujer ejecutado contra su voluntad y con miras deshonestas será castigado con la pena de cadena temporal.

En todo caso se impondrá la misma pena, si la robada fuere menor de doce años.



Art. 369 El rapto de una doncella menor de veintitrés años y mayor de doce, ejecutado con su anuencia, será castigado con la pena de prisión menor.



Art. 370. Los reos de delito de rapto que no dieren razón del paradero de la persona robada, o explicación satisfactoria sobre su muerte o desaparición, serán castigados con la pena de cadena perpetua.



Art. 371. No puede procederse por causa de estupro sino a instancia de la agraviada o de su tutor o padres o abuelos.

Para proceder en las causas de violación y en las de rapto ejecutado con miras deshonestas, bastará la denuncia de la persona interesada, de sus padres, abuelos o tutores, aunque no formalicen la instancia.

Si la persona agraviada careciese por su edad o estado moral de personalidad para comparecer en juicio, y fuere además de todo punto desvalida, careciendo de padres, abuelos, hermanos, tutor o curador que denuncien, podrán verificarlo el procurador síndico o el fiscal por fama pública.

En todos los casos del presente artículo el ofensor se libra de la pena casándose con la ofendida, cesando el procedimiento en cualquier estado de él en que se verifique.



Art. 372. Los reos de violación, estupro o rapto serán también condenados por vía de indemnización:

1.º A dotar a la ofendida, si fuere soltera o viuda.

2.º A reconocer la prole, si la calidad de su origen no lo impidiere.

3.º En todo caso a mantener la prole.



Art. 373. Los ascendientes, tutores, curadores, maestros, y cualquiera persona que con abuso de autoridad o encargo cooperasen como cómplices a la perpetración de los delitos comprendidos en los tres artículos precedentes, serán penados como autores.

Los maestros encargados en cualquier manera de la educación o dirección de la juventud, serán además condenados a la inhabilitación perpetua especial.



Art. 374. Los comprendidos en el artículo precedente y cualesquiera otros reos de corrupción de menores en interés de tercero, serán condenados con las penas de interdicción del derecho de ejercer la tutela y ser miembros del consejo de familia, y de sujeción a la vigilancia de la Autoridad, por el tiempo que los Tribunales determinen.



Éstas son las disposiciones del Código relativas a los delitos contra la honestidad, delitos cuyo castigo está menos en la ley que en la opinión y en la fuerza de las cosas. La mujer es irremisiblemente castigada por ellos; el hombre lo es también, aunque de una manera menos pronta y ostensible: el que trata con muchas mujeres, encuentra alguna mala que venga cumplidamente a las buenas que él engañó: y luego está la naturaleza con sus leyes, que como son de Dios, alcanzan a todos. Ellas castigan los excesos del hombre deshonesto; si es mendigo, en el hospital; si es príncipe, en su palacio. Podrá cubrir de soldados sus fronteras y de navíos el mar, mas no evitar que los excesos de la lujuria debiliten su cuerpo, su voluntad, su inteligencia, y le acarreen enfermedades y vejez prematura y temprana muerte.

Además de los males de que la deshonestidad es responsable, ¡a cuántos crímenes conduce de una manera más o menos indirecta! ¡Cuántos suicidios, cuántos asesinatos, cuántos inocentes muertos al abrir los ojos a la luz por la misma que les dio el ser ¡Cuántas lágrimas y cuánta sangre vierten y hacen verter, los que dejándose dominar por sus groseros instintos, no se contienen en los límites de la razón y de la virtud!

Cuando se comparan las pasiones a los mares tempestuosos, la deshonestidad debía compararse a ese mar que se llama muerto porque son de tal calidad sus aguas, que ningún pez puede vivir en ellas. Así la lujuria; cuando se apodera de una existencia, aniquila, mata la fuerza, la energía para toda clase de trabajos, lo mismo los corporales que los del espíritu, donde seca la fuente de las fecundas ideas y de los grandes pensamientos. Apartaos de la lujuria, de ese pantano pestilente cuyas emanaciones son la muerte del cuerpo y la del alma.




ArribaAbajoCarta XXVI

Daños. -Artículos 471 al 478.


Hermanos míos: Al hacernos cargo del capítulo del Código que trata de los daños, debemos considerar tres cosas. La culpa del delincuente; el perjuicio que sufren el ofendido y la sociedad, y, el camino en que entra el dañador, ejercitando sus malos instintos, depravando sus sentimientos para que hallen gusto en causar daño, sustituyendo a la conciencia un aturdimiento culpable que hace del hombre una cosa más parecida a una máquina de destrucción que a un ser racional, habituándose a la reprobación de las personas sensatas hasta el punto de complacerse en provocarla, familiarizándose con la idea de hacer lo que está prohibido y de resistir a la ley.

Hay dos clases de dañadores: los que hacen daño con determinado objeto, y los que hacen daño nada más que por hacerle: en los primeros hay más culpa; en los segundos, más insensatez, y una disposición al mal que, si no se contiene, podrá ir muy lejos.

La complacencia en el mal es una copa envenenada en que no se puede beber muchas veces sin matar la virtud. No es raro que los grandes criminales hayan empezado por ser dañadores insensatos, que ensayaron sus fuerzas desgajando árboles, enturbiando el agua de la fuente, obstruyendo su conducto, embadurnando las fachadas de los edificios, apedreando monumentos, mutilando estatuas y destruyendo por gusto de destruir. La complacencia en el mal, sino se ataja pronto, va muy allá, y si llega a convertirse en hábito, forma monstruos de los que al principio no fueron más que insensatos. El que se entretiene en hacer daño, juega al borde de un abismo, en donde caerá infaliblemente si no se aparta muy pronto.

El daño para la sociedad o para el perjudicado puede ser pequeño, mas para el dañador es siempre grande, porque le pone en un peligroso camino en que es más fácil marchar a prisa que retroceder, y porque la satisfacción culpable tiene una medida que se llama más allá. Notadlo hasta en las diversiones de los niños. Los que se entretienen inocentemente, pueden entretenerse del mismo modo y estar días y meses y años jugando a la pelota, con el peón o al escondite. Pero si empiezan a hacer travesuras de mal género, a divertirse haciendo daño, para que la diversión lo sea, es preciso que el daño vaya en aumento; si no, se hace monótona, y una misma diablura repetida del mismo modo pierde su chiste; para que tenga gracia es preciso variarla, aumentarla sobre todo. Un grupo de muchachos al volver de la escuela pasa un arroyo y ve a una mujer lavando. Enturbian el agua y se entretienen en ver cómo la mujer rabia. Al otro día y al otro hacen lo mismo; pero llega uno en que esto les cansa, no les divierte, y determinan ensuciar o destruir la ropa tendida, o emprender a pedradas con la mujer. Pasan por la iglesia donde se celebra algún acto piadoso; el primer día por burla y para turbarle, dan voces a cierta distancia, luego más cerca, después a la puerta, y por fin el más atrevido asoma la cabeza y grita dentro.

Esto, que puede observarse en las travesuras de los niños, sucede con las maldades de los hombres, porque está en la esencia del mal que el vivir sea crecer.

Si lo veis así, y así debéis verlo porque es la verdad, ningún daño os parecerá pequeño, porque es el principio de otro mayor, éste de otro, hasta llegar a una gran maldad, a menos que un propósito firme de enmendarse no rompa esta cadena. Ved ahora las disposiciones de la ley:

Art. 474. Son reos de daño, y están sujetos a las penas de este capítulo, los que en la propiedad ajena causaren alguno que no se halle comprendido en el capítulo del incendio y otros estragos.



Art. 475. Serán castigados con la pena de prisión menor los que causaren daño cuyo importe exceda de 500 duros:

1.º Con la mira de impedir el libre ejercicio de la Autoridad o en venganza de sus determinaciones, bien se cometiere el delito contra empleados públicos, bien contra particulares que como testigos o de cualquiera otra manera hayan contribuido o puedan contribuir a la ejecución o aplicación de las leyes.

2.º Produciendo por cualquier medio infección o contagio en ganados.

3.º Empleando sustancias venenosas o corrosivas.

4.º En cuadrilla y en despoblado.

5.º En un archivo o registro.

6.º En puentes, caminos, paseos u otros objetos de uso público o comunal.

7.º Arruinando al perjudicado.



Art. 476. El que con alguna de las circunstancias expresadas en el artículo anterior causare daño cuyo importe exceda de 5 duros, pero que no pase de 500, será castigado con la pena de prisión correccional.



Art. 477. El incendio o destrucción de papeles o documentos cuyo valor fuere estimable, se castigará con arreglo a las disposiciones de este capítulo.

Si no fuere estimable, con las penas de prisión correccional y multa de 50 a 500 duros

Lo dispuesto en este artículo se entiende cuando el hecho no constituya otro delito más grave.



Art. 478. Los daños no comprendidos en los artículos anteriores, cuyo importe pase de 10 duros, serán castigados con la multa del tanto al triplo de la cuantía a que ascendieren, no bajando nunca de 15 duros.

Esta determinación no es aplicable a los daños causados por el ganado y los demás que deben calificarse o faltas con arreglo a lo que se establece en el libro tercero.

Las disposiciones del presente capítulo sólo tendrán lugar cuando al hecho considerado como delito no corresponda mayor pena al tenor de lo determinado en el art. 437. (Es decir, cuando el dañado, utilizando o sustrayendo el fruto, del daño, se haga reo de hurto.)



Notad que en las disposiciones de la ley están comprendidas las dos clases de dañadores de que os he hablado: los que hacen daño por diversión, y los que lo hacen por cálculo. Los primeros suelen ejercitar sus fuerzas para el mal en puentes, caminos paseos u otros objetos de uso público o comunal, como dice la ley, y ya hemos visto que emprenden una peligrosa senda, los segundos han dado en él muchos pasos, y el dañador que lo es por venganza o para impedir la ejecución o aplicación de las leyes, no necesita más que vencer el miedo, para convertirse en un verdadero criminal, pasando de la destrucción de las cosas al ataque de las personas, y aunque no llegue a tanto, son inmensos los perjuicios que causa. ¿Cuántas veces un testigo no se atreve a declarar la verdad y una autoridad no hace justicia, por temor de ver quemadas sus mieses, sus olivares o descepadas sus vinas? ¿Cuántas veces queda impune un delito o tal vez se persigue a un inocente, no se averigua el hecho o no se lo aplica la ley, porque el que ha de esclarecerle y castigarle teme que del cumplimiento de su deber venga su ruina? Gran maldad es poner a un hombre en situación de que su virtud necesite ser heroísmo; gran cobardía, destruir los bienes de la persona que se teme; gran vileza, salir como una siniestra ave nocturna, y con pensamientos más negros que la obscuridad, ampararse de las tinieblas para llevar a cabo una obra inicua de destrucción. La ley aprecia otra circunstancia que agrava el delito del dañador, y es cuando el daño arruina al perjudicado. Como el delincuente no piensa bien el mal que hace, no mira tampoco a quién lo hace, porque si lo mirara, cuesta trabajo creer que no se detuviera en su mal propósito. ¿Comprendéis bien, hermanos míos, todo lo odioso y culpable que es abrumar a un débil, afligirá un afligido, robar a un pobre? ¿No os parece que el viejo vestido del pobre y sus pocas monedas deberían ser una cosa sagrada? ¿No os parece que el robo de la pobreza es una cosa así como un robo sacrílego? ¡Ojalá que no haya entre vosotros ningún reo de tamaña impiedad, ninguno que no se detenga ante la idea de privar de pan al que lo gana con el sudor de su frente! ¡Ojalá que al hacer daño miréis a quién vais a hacerlo, para que en el día de la justicia infalible, y ante el tribunal de Dios, podáis implorar su misericordia, diciendo con verdad: -Fui muy culpado, Señor; pero nunca afligí al afligido, ni despojé al pobre!




ArribaAbajoCarta XXVII

Incendio y otros estragos. -Artículos 467 al 473.


Hermanos míos: Si yo fuera pintor y tuviera que pintar al incendiario, le pintaría de cuerpo endeble como quien no le ha robustecido con el trabajo; con los miembros flacos y torcidos como su voluntad; con la marcha incierta del que va por mal camino; con el cuerpo contraído como quien tiene en el alma pensamientos que necesita ocultar; con el aire inquieto como quien anda buscando para su delito un instrumento y teme hallar un castigo; con la frente estrecha como cárcel reducida donde no puede aposentarse ningún buen pensamiento; con la mirada aviesa del que teniendo ideas torcidas no osa mirar derecho; con las orejas separadas como quien las alarga para escuchar el ruido de alguno que le persigue con justicia; con el rostro de color extraño, mezcla del reflejo de las llamas y de la palidez del miedo; con las manos descarnadas, que al moverse parece que se arrastran, la una empuñando la mecha, o introduciéndose la otra en el bolsillo ajeno. ¿No os parece que una figura como ésta podría dar idea del incendiario? ¿No os parece difícil imaginar enérgico, noble, inteligente, franco y leal el aspecto del que, haciendo daño sin provecho para sí, premedita el crimen con fría calma, rastrera alevosía, y, débil y cobarde, halla medio de ser fuerte para el mal, y busca el fuego, ese monstruo que devora, esa fuerza que destruye, ese ímpetu que aniquila, ese poder misterioso, impalpable e irresistible, enigmático y ciego, que como una furia obediente a la voz del infierno, lleva por mensajero al espanto, deja huellas de desolación, respira ayes, bebe lágrimas, ordena a la muerte que le alce un trono sobre cenizas, y descansa, cuando ya no tiene nada que aniquilar? ¿Qué va a hacer el incendiario cuando con mano impía aplica la mecha? Va a destruir los montes, las mieses y con ellas el sustento y la esperanza de los que no contaban con otra cosa para vivir. Va a arrojar en brazos de la desesperación, y quién sabe si en los del crimen, a las víctimas que arruina. Va a reducir a cenizas edificios y papeles cuya pérdida es irreparable, y la fortuna de los que la habían adquirido con el fruto de su trabajo. Va a poner en peligro la vida de los que intentan atajar el estrago obra de su iniquidad. Va a causar la espantosa explosión de materias inflamables que dejará el suelo cubierto de ruinas y de víctimas. Va a rodear de llamas el lecho del enfermo que no puede huir, del niño que opone al peligro su lastimero llanto, de la mujer que estrecha contra su corazón al hijo de sus entrañas y muere con él abrasada. Va... ¿Quién sabe adónde va el incendiario, quién sabe adónde puede llegar su obra impía, quién sabe los daños, los terrores, las muertes que puede causar? ¡Y qué muerte la del que muere quemado!

Mientras arden los plantíos, o las mieses, o los edificios, y todo el que tiene en su corazón alguna cosa que le distinga de las fieras, se mueve a piedad; mientras para contener el estrago se afanan los activos, se arriesgan los valientes, se sacrifican los mejores; mientras se une al siniestro ruido de los techos desplomados y de las vigas que caen ardiendo los alaridos de los que mueren entre las llamas, ¿dónde está el incendiario? ¿qué hace? ¿en qué piensa? ¿qué espera? ¿qué siente?

Yo intenté explicaros cómo podría pintarse antes de cometer su crimen, pero ¿quién le retrataría, quién puede imaginar su aspecto cuando le consuma y ve sus horribles consecuencias? Ya contemple su obra de iniquidad, ya huya, aterrado, ya llore, ya ría, ni sus lágrimas de plomo ardiendo, ni su risa infernal pueden pintarse, ni es posible adivinar ni saber lo que pasará por el corazón de un hombre que ha podido pensar y llevar a cabo tamaña iniquidad.

¿Pero sabía todo el daño que iba a causar? ¿Reflexionó en las consecuencias todas que podría tener su acción perversa? Ya sabemos que el que reflexiona no es delincuente, y que el crimen es una culpable y espantosa irreflexión. Si esto es verdad para todos los criminales, lo es mucho más para el incendiario, que menos que ningún otro sabe hasta dónde podrá llegar su obra horrenda. El que emplea el hierro o el veneno, sabe a quién mata o a quién hiere; pero el que elige el fuego por arma, ¿cómo ha de saber el daño ni las víctimas que hará? ¿Por ventura las llamas obedecen a su voz, ni se detendrán cuando él diga: «bastante», ni distinguirán para consumirlos a los que aborrece de los que le son indiferentes o de los que ama? El fuego, arma ciega de un hombre cegado por su maldad, el fuego, como el crimen, destruye, devora, aniquila, siembra terror, desolación y espanto, caminando sin detenerse hasta que encuentra la valla de alguna insuperable dificultad.

¡Cuánta diferencia hay de la premeditación a la reflexión! El incendiario suele premeditar su crimen, pero no le reflexiona. ¿Cómo, si le reflexionara, había, sin provecho propio, de hacer daño sin saber a quién, ni cuánto, ni cómo? Nunca que el hombre obra mal, obra en razón. ¿Pero no parece el colmo del delirio, hacer un daño inmenso, incalculable, sin esperanza de provecho alguno? ¿Qué utilidad saca el incendiario de su crimen? Yo os desafío a que me citéis uno solo a quien haya aprovechado.

Mirad con horror, hermanos míos, extravío tan culpable, miradle como cosa indigna, no sólo de un hombre honrado, sino de un hombre cabal; y si por desgracia hubiere entre vosotros alguno condenado por incendiario, que vuelva en sí como quien ha cometido algún exceso después de beber uno de esos brebajes que transtornan. Que vuelva en sí, y comprenda que alguna pasión ofuscó su entendimiento lanzándole donde no se arroja ninguna persona que piensa. Que vuelva en sí, y considerando lo que ha hecho y por qué lo ha hecho, sienta su culpa, conozca su error, y haga el propósito firme, si no de ser virtuoso, al menos de ser razonable, de calcular mejor lo que le conviene, de no cometer un crimen que hace dudar si el criminal debe llevarse a una prisión o a una casa de locos.

Ahora ved las disposiciones de la ley, cuyo severo castigo debe hacer temblar al incendiario:

Art. 467. El incendio será castigado con la pena de cadena perpetua a la de muerte:

1.º Cuando se ejecutase en cualquier edificio, buque, o lugar habitados.

2.º Cuando se ejecutare en un arsenal, astillero, almacén de pólvora, parque de artillería o archivo general del Estado.



Art. 468. Se castigará el incendio con la pena de cadena temporal:

1.º Cuando se ejecutare en cualquier edificio o lugar destinado a servir de morada, que no estuviere actualmente habitado.

2.º Cuando se ejecutare dentro de poblado, aun cuando fuere en un edificio o lugar no destinado ordinariamente a la habitación.

3.º Cuando se ejecutare en mieses, pastos, montes o plantíos.



Art. 469. El incendio de objetos no comprendidos en los dos artículos anteriores será castigado:

1.º Con la pena de presidio correccional, no excediendo de 10 duros el daño causado a tercero.

2.º Con la pena de presidio menor, pasando de 10 y no excediendo de 500 duros.

3.º Con la de presidio mayor excediendo de 500 duros.



Art. 470. En caso de aplicarse el incendio a chozas, pajar o cobertizo deshabitados, o a cualquier otro objeto cuyo valor no excediere de 50 duros, en tiempo o con circunstancias que manifiestamente excluyan todo peligro de propagación, el culpable no incurrirá en las penas señaladas en este capítulo, pero sí en las que mereciere por el daño que causare con arreglo a las disposiciones del capítulo siguiente.



Art. 471. Incurrirán respectivamente en las penas de este capítulo los que causen estragos por medio de sumersión o varamiento de nave, inundación, explosión de una mina o máquina de vapor, y en general por la aplicación de cualquier otro agente o medio de destrucción tan poderoso como los expresados.



Art. 472. El que fuere aprehendido con mecha o preparativo conocidamente dispuesto para incendiar o causar alguno de los estragos expresados en este capítulo y será castigado con la pena de presidio menor.



Art. 473. El culpable de incendio o estragos no se eximirá de las penas impuestas en este capítulo, aunque para cometer el delito hubiere incendiado o destruido bienes de su pertenencia.



A las circunstancias que hacen tan odioso tan insensato el delito del incendiario, hay que añadir la severidad de las penas, que, como veis, son graves. ¿Podrán no serlo tratándose de un delito que manifiesta tanta perversidad en el que le comete, que amenaza a la sociedad con males tan graves, que parece decir: -Por satisfacer mi mal deseo voy a hacer daño, mucho daño, y no importa a quién, ni cómo, ni cuánto; quiero vengarme de un hombre, voy a quemar su mies aunque ardan las de otros con quienes no tengo enemistad, voy a quemar su casa aunque ardan las de sus vecinos que nada me han hecho y haya desastres y muertes?

Por fortuna habrá entre vosotros muy pocos, tal vez no haya ninguno culpable de este delito, y los que no sois capaces de cometerle comprenderéis mejor toda su gravedad. Pero esta circunstancia es común a todos; la disposición que conduce a cometer el crimen, dispone a disculparle, y cual si empañara la conciencia propia, necesita reflejarse en la ajena, donde como en un espejo se ve con toda claridad.

Penetrémonos bien de esto; estudiemos nuestras faltas en los otros, porque en nosotros mismos no podemos verlas bien. El efecto que nos producen las ajenas producirán en los demás las propias. Cuanto más lejos estéis de cometer un delito, le juzgaréis con más imparcialidad; por el horror que os causa puede medirse la distancia que de él os separa. Recusaos como jueces sospechosos del delito propio; habéis vivido con él, fuisteis sus compañeros y no podéis juzgarlo con imparcialidad. Estudiaos en los otros; aprended lo que debéis parecer por lo que os parecen, lo que inspiráis por lo que sentís; ved vuestra culpa en la suya, y no importa que sea muy diferente. Las montañas muy elevadas, estén en la región que quieran, se parecen todas en que se respira mal en ellas, en que hace mucho frío, en que no tienen frutos ni flores: así las culpas. Cuando crecen mucho, cuando llegan a ser delitos o crímenes, tienen todos afinidades y semejanzas, un horrible aire de familia, porque se parecen los delincuentes en hacer a otro lo que no quisieran que les hiciesen; en buscar el placer causando dolor; en la locura de pensar que puede alcanzarse la felicidad propia por medio de la desgracia ajena, y vivir bien haciendo mal.




ArribaAbajoCarta XXVIII

Lesiones corporales. -Artículos 441 al 447.


Hermanos míos: Al abrir el Código por el capítulo que dice: Lesiones corporales, es bien doloroso pensar que por este delito están en presidio hombres honrados, que no debieran haber venido a él, ni hecho nunca daño a nadie, sino se hubiesen dejado arrebatar de la cólera. ¿La cólera es una fiera indomable? No: sus garras no crecen sino porque permitimos que las ejercite.

Hay un error tan grave como fatal, que consiste en llamar imposible a lo que es difícil, y decir: -No puedo contenerme; es superior a mis fuerzas dejar de hacer tal o cual cosa. -¿El que no puede reprimir sus movimientos de cólera, será como la pantera o el tigre que se arrojan sobre su presa? ¿Os parece que el hombre en ninguna situación de la vida puede compararse a una fiera? Con su inteligencia para comprender el deber, con su libre albedrío para llenarlo, ¿puede rebajarse nunca hasta los animales que no tienen razón ni conciencia? ¿El juez de la tierra ni el Supremo Juez, pueden admitirla como excusa una degradación imposible? El hombre caído, rebajado, culpable, es siempre el hombre, con su razón para comprender el mal, con su voluntad para practicar el bien.

Grave error pensar que la cólera ni ninguna otra pasión es un impulso irresistible del que no se puede triunfar, que nace grande y poderoso, y desde el momento que se presenta tiene toda la energía que ha de tener, y precipita y arrastra. La cólera, como todo lo que existe en nuestra alma, nace, crece, se fortifica con el ejercicio, y se debilita en la inacción. La cólera del que la contiene mengua; la del que le da rienda suelta aumenta hasta un punto en que es ya muy difícil de contener. Recordad la historia de esta pasión desdichada los que estáis en la prisión por ella, y veréis que no fue su primer paso el que os hizo cometer el delito; antes había dado otros muchos, y como no la atajasteis, prosiguió su mal camino. En vez de contener sus ímpetus primeros, les dejasteis libre paso, en el ejercicio de malos deseos, de malas palabras, de amenazas, y acaso de malas acciones, aunque no tan graves como la que os llevó a presidio. La cólera es como el fuego; hay que sofocarla para que no crezca, y el que le deja desahogos, será ahogado por ella.

Procurad contener los ímpetus de la cólera en vosotros, en vuestros hijos, en todas las personas con quienes podáis influir. Aunque os parezcan inofensivas y lo sean por el momento, no consintáis esas desdichadas expansiones de la cólera, que si se desahoga se ejercita, y todo lo que se ejercita crece. El niño que pega a la piedra en que se lastimó, toma su primera lección de venganza, y quién sabe adónde podrá llevarle algún día.

Me duele en el alma la suerte de los que estáis en la prisión por lesiones; en general vuestro delito no ha sido premeditado, no hay perversidad en vuestra alma, y honrados y tranquilos hubierais vivido a ser dueños de vuestras pasiones como todo ser racional puede y debe serlo. Pero no llaméis a vuestro delito un mal momento, no; las malas acciones que se hacen en un momento se preparan toda la vida, son precipicios en que no cae el que de ellos está lejos. Habéis fortificado los impulsos de la cólera con el habito de no contenerla, y la pasión y la costumbre reunidas son un enemigo formidable y harto difícil de vencer. Separadlos; id poco a poco adquiriendo la costumbre de no ceder a los movimientos de la ira; empezad conteniéndoos aunque fuere en cosas muy pequeñas, aunque sea solamente diciendo nueve palabras malas en lugar de diez, y si esto hacéis, habréis alcanzado mucho, que la victoria más difícil sobre nosotros mismos no es la más grande, sino la primera.

Otra cosa habéis de hacer, yo os lo ruego en nombre de Dios y de vuestro interés: no tengáis armas. La cólera las busca a veces, las forja de cualquier objeto, pero tanto peor si las halla cerca y afiladas. ¿Para qué vais armados? ¿No veis que las armas se vuelven siempre contra el que las lleva? ¿No veis que la navaja, esa arma fatal, tiene en presidio a muchísimos hombres que sin ella gozarían de dichosa libertad? ¿Para qué lleva navaja el que no hace profesión de malhechor, ni se propone robar con violencia, ni vivir en lucha con la ley? ¿Para qué lleva navaja el que no piensa acometer ni que ninguno le acometa? ¿Para qué se arma el que no tiene enemigos, ni lo es de nadie? Por una perversa y desdichada costumbre que tiene tantos hombres en presidio y en la eternidad. Un día de fiesta se reúnen unos cuantos aficionados a beber; no se quieren mal, acaso son amigos. Beben de más, y como no saben muy bien lo que dicen, dicen cualquier disparate, contéstanlo otros y arman una disputa. La cosa no pasa de voces o de algún bofetón, si no hay navajas; pero si las hay, habrá heridas y sangre y acaso muertes. Lo mismo que sucede con la embriaguez del vino, acontece con la causada por una pasión cualquiera: no sería fatal, si no hallase pronta la navaja para secundar sus iras. Apenas hay crimen en que la navaja no figure como instrumento. Que los malhechores la lleven, triste consecuencia es de su horrible y desastrado oficio; ¿mas por qué han de llevarla los que no hacen profesión de criminales? ¿Por qué no han de apartarla de sí con horror los que no quieren arriesgar su libertad, su vida y su honra a los azares de la ira, del vino, o de una provocación inesperada? ¡Oh, hermanos míos! No arméis la cólera, que harto terrible es aun desarmada, y escuchad las disposiciones de la ley.

Art. 341. El que de propósito castrare a otro, será castigado con la pena de cadena temporal en su grado máximo a la de muerte.



Art. 342. Cualquiera otra mutilación ejecutada igualmente de propósito, se castigará con las penas de cadena temporal.



Art. 343. El que hiriere, golpeare o maltratare de obra a otro será castigado como reo de lesiones graves:

1.º Con la pena de prisión mayor, si de resultas de las lesiones quedare el ofendido demente, inútil para el trabajo, impotente, impedido de algún miembro o notablemente deforme.

2.º Con la de prisión correccional, si las lesiones produjeren al ofendido enfermedad o incapacidad para trabajar por más de treinta días.

Si el hecho se ejecutare contra alguna de las personas que menciona el art. 332 (padre, madre o hijo, sean legítimos o adoptivos, cualquier otro de sus ascendientes o descendientes legítimos o su cónyuge) o con alguna de las circunstancias señaladas en el núm. 1.º del art. 333 (alevosía; por precio o promesa remuneratoria; por medio de inundación; incendio o veneno; premeditación conocida; ensañamiento, atormentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido) las penas serán: las de cadena temporal en el caso del núm. 1.º de este artículo, y la del presidio menor en el del núm. 2.º del mismo.



Art. 344. Las penas del artículo anterior son aplicables respectivamente al que sin ánimo de matar causare a otro algunas de las lesiones graves, administrándole a sabiendas sustancias o bebidas nocivas, o abusando de su credulidad o flaqueza de espíritu.



Art. 345. Las lesiones no comprendidas en los artículos precedentes que produzcan al ofendido inutilidad para el trabajo por cinco días o más, o necesidad de la asistencia de facultativo por igual tiempo, se reputan menos graves, y serán penadas con el arresto mayor, el destierro o multa de 20 a 200 duros, según el prudente arbitrio de los Tribunales.

Cuando la lesión menos grave se causare con intención manifiesta de injuriar o con circunstancias ignominiosas, se impondrán conjuntamente el destierro y la multa.



Art. 346. Las lesiones menos graves inferidas a padres, ascendientes, tutores, curadores, sacerdotes, maestros o personas constituidas en dignidad o Autoridad pública, serán castigadas siempre con prisión correccional.



Art. 347. Si resultaren lesiones en una riña o pelea, y no constare su autor, se impondrán las penas inmediatamente inferiores en grado al que aparezca haber causado alguna al ofendido.



Yo sé que en muchos de los que estáis en la prisión por lesiones, en la mayor parte acaso, hay culpa, pero no depravación. Vuestro delito no fue alevoso, ni premeditado, ni consecuencia de una vida viciosa y criminal; sino de la cólera, que cuando no se tiene el hábito de sofocarla, llega un momento en que ella sofoca y arrastra, como os arrastró. Por lo mismo que vuestra conciencia no está extraviada, debe pesaros y debéis comprender el mal que hicisteis, tal vez irremediable. ¿Con qué puede compensarse al que de resultas de una herida queda demente, o deforme o inútil para el trabajo, ni cómo se indemniza a nadie de los dolores que ha sufrido? Pensad en las desdichadas consecuencias que vuestra cólera mal reprimida tuvo para el ofendido y para su familia, en cuya suerte acaso influisteis de una manera funesta causándole daños irremediables. Debéis formar dos firmes propósitos: reparar hasta donde os sea dado el mal que hicisteis, y no contagiaros en la prisión con los que, más culpables que vosotros, tienen el hábito del mal que vosotros no tenéis. Fuisteis hombres honrados; podéis volver a serlo; podéis sacar a salvo vuestra virtud y vuestra honra del peligro en que se halla, porque, es preciso confesarlo, vuestra virtud peligra. Mas por muchos peligros que corra, la virtud no muere sino de suicidio; vive siempre si no se mata, si no la matamos pereciendo con ella; porque el hombre que está muerto para la virtud y para la honra, ¿para qué vive? Vuestra virtud vivirá si no la matáis, que es de su divina esencia el poder habitar en todas partes, y brillar más allí donde es más difícil.

Hombres honrados que la cólera cegó, conservad en la prisión la distancia que en el mundo os separaba de los criminales. No aceptéis desesperados una comunidad impía; no inmoléis ante un ídolo inmundo una vida de honra; no arrojéis en el muladar del crimen el nombre sin mancha de vuestro padre; no olvidéis sus lecciones y su ejemplo, para seguir el ejemplo y las lecciones de los que intentan atraeros al abismo en que cayeron; no os alistéis bajo la asquerosa y ensangrentada bandera del vicio y del crimen; no desertéis la noble causa de la virtud y de la honra.

Mientras llega el día en que sea posible daros una prisión separada, apartaos del vicio y del crimen, no le deis oídos, que la voluntad del hombre puede aislarlo del mal que le rodea, siempre que aparte de él los ojos y le rechace de su corazón. Apartaos, hermanos míos; no queráis aturdir vuestra desgracia, que la desgracia que se aturde se aumenta; reflexionad en ella, que es el único modo de utilizarla. Vosotros que eráis honrados ayer, que podéis serlo mañana, no forméis causa común con los que han dicho a la vergüenza: -Adiós para siempre y han dicho al oprobio: -Serás nuestro compañero. -No participéis de sus culpables e insensatas alegrías. ¡Desdichado del que en la prisión está alegre! ¡Desdichado del que se escarnece a sí propio! ¡Desdichado el que da al infortunio un gesto de alegría y le pone una máscara odiosa, infernal barrera entre el dolor y la compasión! ¡Oh, hermanos míos! Estad resignados, pero tristes; el dolor es la dignidad de la desgracia. Las cosas muy diferentes no deben confundirse aunque se mezclen; no os confundáis con los criminales endurecidos, y así Dios os tenderá su mano poderosa, y atravesaréis la prisión como una prueba terrible de la que saldréis purificados.




ArribaAbajoCarta XXIX

Infanticidio. -Aborto. -Artículos 336 al 340.


Las fieras en sus cavernas cuidan amorosamente a sus hijos; los pájaros cruzan los aires en busca de sustento para ellos, y por ampararlos acometen y luchan con el que los amenaza; si débiles no triunfan, amantes se inmolan; se dejan despedazar, pero no abandonan a sus hijuelos queridos; las ballenas en el mar los defienden hasta perder la vida. Todo animal tímido u osado, débil o fuerte, hermoso u horrendo, inteligente o de escaso instinto, manso o feroz, ama tiernamente a su hijo, le ampara, le cuida, se priva del sustento por sustentarle, se deja matar por él... ¡Sólo la mujer le mata!

¿Quién es la mujer? ¿Quién es esa criatura que huella una ley santa respetada por todos los seres vivientes; que pone la mano impía donde la pantera no osa poner sus garras; que no recibe las lecciones de ternura que le dan las fieras; que turba las divinas armonías del amor maternal con el grito desgarrador del inocente hijo que inmola? ¿Quién es el ser incomprensible que destruye el fruto de sus entrañas? Es la compañera del hombre, con su frente pura, su dulce mirada, su voz suave, sus palabras cariñosas, su carácter tímido y apacible, su corazón amante; es aquella alma toda abnegación y ternura, que se olvida de sí, que piensa en los otros, que tiene excusa para todas las faltas, lágrimas para todas las penas, consuelo para todos los dolores; que cierra los ojos a la ingratitud y al engaño, que adivina la desgracia y le abre los brazos; pronta al sacrificio, fácil al perdón, respira sentimiento, vivo de amor, necesita el cielo y cree en Dios. ¿Y es esta la criatura que mata a su hijo? Esa es, la misma. La culpa y el error pusieron la mano sobre su frente, y el ángel se convirtió en monstruo.

La sociedad que siembra errores, coge crímenes y desgracias. El error es una mina que socava la conciencia, la casualidad o la culpa la cargan, y el egoísmo determina la explosión. Desde el momento en que se separa el honor de la virtud; desde el momento en que hay para apreciar las acciones otra medida que el bien o el mal que de ellas resulta al prójimo y su conformidad con la ley de Dios, la conciencia se turba, se ofuscan los ojos del alma, se inclina la frente a la tiranía de la opinión, y se inmola al falso honor la verdadera honra.

Si la sociedad ajustara la reprobación a la culpa; si fuera inexorable con la madre que inmola a su hijo, terriblemente severa con la que le expone, y más tolerante con la mujer débil que, si fue culpable siendo madre sin ser esposa, no es tan criminal que abandone a su hijo; si la opinión estableciese una escala de culpas proporcionada a la de los delitos, habría un crimen menos, la humanidad no contemplaría estremecida a la mujer que mata al hijo de sus entrañas, y la ley no tendría que castigar el infanticidio. ¡Desdichada tolerancia la que mueve a castigar con blandura a la mujer que inmola a su hijo; desdichada sociedad donde el exponerlo no es un delito y donde las mujeres aprenden que la virtud es una cosa distinta de la honra! ¿No bastan las pasiones y los malos instintos para llenar el mundo de crímenes y de dolores, sin que la opinión con sus rigores injustos y su tolerancia culpable, cree una atmósfera en que el vicio respira bien, y en que el delito germina, y crece y se propaga?

Y no penséis, mujeres culpables de infanticidio, que los extravíos de la opinión disculpan vuestro crimen; no hacen más que explicarle, porque sin los errores que bebisteis en la turbia fuente de la opinión pública, vuestro crimen sería inexplicable, estabais fuera de la humanidad y era menester venderos a los que compran fueras para mostrarlas al público, y que el domador después de enseñar la hiena traidora, y el tigre feroz, y la pantera implacable, al llegar a vuestra jaula os señalara con su vara candente, diciendo: -¡LA MADRE QUE MATA A SU HIJO!

Yo he leído la ley que castiga el infanticidio antes que supiese de una mujer infanticida, y creí que esta ley no tenía aplicación, que no podía tenerla, que estaba abolida por el santo amor de madre. No imaginé posible que una mujer pudiera destruir al hijo de sus entrañas, aquel pobre niño que nace llorando para inspirar compasión, que nace débil para inspirar cariño, que necesita del amparo de todos para que todos sientan el noble impulso de ampararle; que nada puede, que nada sabe, que sufre, que es inocente, que es puro, que es sagrado, que antes de que vean sus ojos extiende las manitas buscando a la que le dio el ser; que abre la boca buscando la vida en su pecho, que calla en el momento que le coge... y entonces ella... su madre...

Llorad lágrimas de sangre las que habéis inmolado a vuestros hijos; lloremos todas como las hijas de Jerusalén, y puedan nuestras lágrimas reunidas imprimir la gravedad de vuestro delito en la opinión de los hombres, y borrar su huella ante el Tribunal de Dios. Si no, su fallo será más terrible que el de la ley humana. Dice así:

Art. 336. La madre que por ocultar su deshonra matare al hijo que no haya cumplido tres días, será castigada con la pena de prisión menor. Los abuelos maternos que para ocultar la deshonra de la madre cometieren este delito, con la de prisión mayor.

Fuere de estos casos, el que matare a un recién nacido incurrirá en las penas del homicidio.



Art. 337. El que de propósito causare un aborto, será castigado:

1.º Con la pena de reclusión temporal, si ejerciere violencia en la persona de la mujer embarazada.

2.º Con la de prisión mayor, si aunque no la ejerza, obrare sin consentimiento de la mujer.

3.º Con la de prisión menor, si la mujer lo consintiere.



Art. 388. Será castigado con prisión correccional el aborto ocasionado violentamente, cuando no haya habido propósito de causarlo.



Art. 339. La mujer que causare su aborto o consintiera que otra persona se le cause, será castigada con prisión menor.

Si lo hiciere para ocultar su deshonra, incurrirá en la pena de prisión correccional.



Art. 340. El facultativo que abusando de su arte causare el aborto o cooperare a él, incurrirá respectivamente en su grado máximo en las penas señaladas en el art. 337.



La ley, como veis, no es severa con la madre que mata a su hijo por ocultar su deshonra; la pena que le impone es leve, comparada con la gravedad del delito. ¿Supone que hay en él siempre cierto grado de obcecación y de extravío, o deja a la conciencia que le castigue con severidad mayor? En la antigüedad hubo un pueblo en que a la mujer que mataba a su hijo recién nacido, se la obligaba a tenerlo muerto entre sus brazos por espacio de tres días. La pena era terrible, ¿pero era injusta?

Tratando de un crimen como el infanticidio, que pisa y atropella el más santo de los afectos; tratándose de una madre, de un hijo, se apela instintivamente al sentimiento, y parece como una mengua, como un agravio a la humanidad, recurrirá la razón y al cálculo, para apartarla de extravío tan perverso; pero aunque repugne, preciso es también hablar a la razón y al cálculo, auxiliares poderosos que tantas veces extraviados se vuelven en contra del interés bien entendido.

La madre culpable que dice: -Mataré al hijo fruto de mi debilidad para ocultarla- ¿calcula bien? ¿consigue su objeto? ¿Es posible que le consiga? ¡Oh! no. Quiere salvar la honra por medio del crimen y es criminal y queda deshonrada; que es el crimen mal redentor para libertar a nadie del cautiverio de la ignominia. ¿Cuántas mujeres débiles habéis conocido que logren ocultar las consecuencias de su debilidad? Yo no he conocido ninguna. Las criadas, las vecinas, las amigas, las envidiosas, el mundo, en fin, suspicaz y maldiciente, descubre el secreto que la débil mujer en su ceguedad cree impenetrable, y por más precauciones que tomo, y por más esfuerzos que haga, la deshonra sigue a la debilidad como la sombra al cuerpo; y si la mujer culpable logra evitar las penas de la ley, no se sustrae jamás a las de la opinión, que la señala con el dedo y sin apelación la condena. Recordad todas las mujeres débiles que por no parecerlo han sido criminales, y veréis que ninguna ha salvado esa deshonra a la cual hizo el sacrificio horrendo del hijo de sus entrañas, y veréis que aunque no hubiera culpa, habría locura en querer separar el honor de la virtud. La mujer que la pierde, deshonrada está por más que haga.

A la debilidad precede la pasión, que de suyo es imprudente, y que como los niños, cuando tiene los ojos cerrados, imagina que no la ve nadie. Mucho antes que la mujer apasionada sea débil, el mundo cree que lo ha sido, y espía con suspicacia maligna las consecuencias de su debilidad, y ávidamente recoge cuantos indicios o señales pueden conducirle a condenar sin apelación. Además, la mujer débil tiene que poner a muchas personas en el secreto de su debilidad si quiere ocultarla, y el secreto, que en todo es tan difícil de guardar, lo es mucho más en los de esta clase, porque las personas virtuosas no se prestan a culpables manejos, y los criminales son malos depositarios de la honra. Así, puede tenerse como una verdad de las más incuestionables que para la mujer el honor sin virtud es una quimera, que cuando es débil todo lo denuncia, todos lo adivinan, y cuando comete un crimen por salvar su honra, es criminal y queda deshonrada.

Estas verdades son evidentes lo mismo cuando consuma el infanticidio que cuando procura el aborto, pero al cometer este último delito, expone además su salud y hasta su vida. Sólo la ignorancia puede persuadir a una mujer embarazada a que procure el aborto, porque su vida está tan íntimamente unida a la de su hijo, que no puede atentar a la una sin arriesgar la otra. La mujer que procura el aborto por medios violentos, puede estar segura de que, aborte o no, perderá la salud para siempre cuando menos, y es muy posible que pierda la vida. Conservarse sana y robusta destruyendo violentamente el hijo que lleva en sus entrañas, es para la mujer otra quimera como conservar la honra, perdida la virtud.

La que es madre sin ser esposa, no hay que disimularlo, ha dado un gran paso hacia su perdición; pero no está perdida, y el mundo, hasta ese mundo tan inexorable con las debilidades de la mujer, está dispuesto a perdonar la de aquella que sufre su vergüenza como una expiación; que no añade al pecado de un amor ilegítimo el delito de abandonar el fruto de este amor; que sin desafiar la opinión tiene cuenta con la conciencia y con los mandamientos de Dios; que cumple con los deberes de madre, que hace vida recogida, que trabaja para su hijo, siendo fiel a aquel amor que la extravió, pero que no la envilece si es único. El mundo, a pesar de lo severo de sus fallos, se siente inclinado a perdonar los extravíos de la pasión, y sólo es inexorable con los del vicio. La desventurada culpable sea buena madre, sea amante fiel, no se abandone creyéndose perdida, halle en el arrepentimiento, en el amor de Dios y en el amor de su hijo un escudo contra la ignominia, y todavía puede sacar a salvo su dignidad, todavía la opinión estará pronta a perdonarla con la fórmula de: Tuvo esa debilidad, pero no se le ha conocido más amor que el de ese hombre; -todavía su mismo seductor viendo su constancia, su recogimiento, su intachable conducta, y atraído por el amor de su hijo, es posible que consienta en ser su esposo.

¿Cómo el extravío de la razón y de la conciencia llega hasta el punto de buscar el remedio de un mal en otro mucho mayor? Observad en el mundo cómo se remedian los males. Al que enferma de resultas de un gran esfuerzo, se le recomienda la quietud; al que sufre una irritación se le dan refrescos; al que padece por haberse excedido en la comida, se le tiene a dieta: siempre se busca la curación poniendo al doliente en condiciones distintas de aquellas que le acarrearon la enfermedad. En el mundo moral y con las enfermedades del alma sucede lo propio. El remedio de los males producidos por la culpa y el vicio está en la virtud opuesta, y no le busquéis en otra parte porque será en vano. La mujer que pretende remediar una debilidad con un delito, hace lo mismo que si quisiera curarse una enfermedad producida por el mucho vino, embriagándose con aguardiente.

Entre la debilidad y el crimen hay un abismo; no le salvéis impelidas por el error infernal de que la perversidad puede ser un medio de salvar la honra. Mujeres mil veces desventuradas, culpables y ciegas, que habéis inmolado a los hijos de vuestras entrañas, llorad hasta el último día de vuestra vida, y aunque sea larga, no han de tener lágrimas bastantes para llorar tan horrible pecado. Que se unan a ellas las que vertió la bendita entre todas las mujeres, y la sangre del Redentor, para que en el día de la justicia alcancéis misericordia. Que los inocentes sacrificados por vuestra ceguedad culpable, en vez de alzarse contra vosotras, os den el amor que les negasteis, el amparo que en vosotras no hallaron; que como un coro de ángeles lleguen al trono de Dios, y cuando el Juez supremo diga: -MUJER, TE PIDO CUENTA DE LA SANGRE DE TU HIJO ellos alcen un cántico divino, diciendo:«Perdónala, Señor, que es mi madre.




ArribaAbajoCarta XXX

Homicidio. -Artículos 332 al 335.


Hermanos míos: Hay entre vosotros una frase, entre otras, que prueba el extravío de vuestras ideas, cómo se encadenan los malos razonamientos y las malas acciones, como el que discurra mal está en peligro de no obrar bien, y el que delinquió discurre malamente, cómo la culpa lleva al error y el error a la culpa, y cómo la conciencia turbada, turba la razón. Soléis llamar condena limpia la del hombre que ha matado a otro, si no ha mediado interés ni alevosía. En el crimen hay muchos grados, muchos por desgracia: el que mata por robar, por precio, o con alevosía, es infinitamente más culpable que el simple homicida; ¿pero adónde llega vuestro culpable extravío, hombres que llamáis limpia a una condena escrita con sangre? ¿Creéis por ventura que hay una mancha más difícil de lavar que la de la sangre de vuestro hermano, hijo de Dios, redimido por Jesucristo e inmolado a vuestra cólera feroz? ¿Creéis que basta cerrar los ojos a la luz de la verdad, los oídos al buen consejo, la conciencia a las amonestaciones del deber y el pecho a la compasión, para que dar muerte a un hombre no sea el mayor de los crímenes? La verdad quemará los ojos que no quisieron abrirse a ella, y desgarrará los oídos que no la escucharon. La conciencia se convertirá en remordimiento para turbar la paz del alma que la rechazó, y no hallará compasión el que la ha negado.

En la tempestad de las pasiones, la conciencia puede sumergirse un momento; pero acaba por flotar como un cuerpo ligero y os pedirá cuenta de la sangre que habéis derramado. Lográis aturdiros mientras os sentís fuertes, mientras ningún peligro os amenaza; pero si os embarcáis para cruzar los mares, si la fiebre enciende vuestra frente, si la enfermedad amenaza vuestra existencia, estremecidos sentiréis que os salpica la sangre derramada, y aterrados escucharéis a vuestra víctima que pide justicia y venganza, y la veréis en el borde del sepulcro, en el delirio y en la tempestad.

Los que estáis tranquilos no confiéis en vuestra tranquilidad; los que es aturdís, no penséis que ha de durar siempre vuestro aturdimiento: un infortunio, un terror cualquiera, bastan para despertar la conciencia aletargada, y es terrible el despertar de la conciencia cuando está manchada con sangre y su sueño fue largo. La conciencia, amigo cariñoso del inocente, es para el culpable un terrible acusador, y el que no ha querido recibirla en su corazón como un rocío suave, la sentirá sobre su cabeza como una lluvia de plomo ardiendo. Yo oí un día reñir a dos hombres; ambos eran culpables. Después de denostarse mutuamente, el uno deseó al otro miserias, infortunios, enfermedades las más terribles, y muerte desastrosa. El provocado de este modo, contestó brevemente: «Permita Dios que mueras sin confesión y con remordimiento.» Me estremecieron estas palabras, y nunca la expresión de la cólera me pareció tan horrible.

Os lo repito una y mil veces, desconfiad de vuestra aparente tranquilidad, porque la paz de una conciencia que está manchada con sangre no dura siempre, y se parece a esas aguas tranquilas en cuyo fondo hay plantas entretejidas, y donde se ahogan hasta los que saben nadar.

Los retratos hechos por medio de la fotografía son tan comunes, que muchos de vosotros los habrán visto y aun se habrán retratado. La imagen queda impresa en el metal preparado para recibirla; miráis y nada veis, o percibís solamente manchas informes que en nada se asemejan a vuestra fisonomía. Mas aquella impresión, expuesta a la acción de ciertos agentes, va tomando la forma del rostro que reflejó la luz, y a poco veis vuestro retrato. Así, la imagen del crimen no se percibe o se percibe confusamente en ciertas conciencias; pero expuestas a la acción del dolor, del miedo o de una emoción fuerte cualquiera, viene a retratarse en el alma, y la agita y la tortura.

No dejéis al remordimiento su horribles iniciativa; buscadle antes que os busque; salidle al encuentro, que es el medio de que os haga menos daño. ¡Homicidas! no volváis a pronunciar la frase impía e insensata de que vuestra condena está limpia: manchada está con sangre, y manchados estáis vosotros hasta que os purifiquéis en el arrepentimiento.

El homicida que cree que su crimen no le rebaja; el que mira con cierto desdén a los que son menos culpables que él; el que lleva erguida la manchada frente que debía inclinarse bajo el peso de la culpa, tiene el caos en su conciencia, tinieblas en su razón, confunde las ideas, los deberes, los derechos; no sabe lo que es virtud, ni lo que es vicio, ni lo que es honra, ni lo que es infamia, y ostenta una dignidad de tigre que da horror y da vergüenza; vergüenza, sí, porque la humanidad se degrada más cuando defiende el mal que cuando le hace, y es el último término del envilecimiento decir a la inteligencia, destello de Dios: -Ven a defender, ven a justificar la perversidad humana.

El valor moral del hombre se mide por el bien o el mal que hace; el verdadero honor por su virtud; su infamia por el daño que ha causado. El hombre que ha hecho más bien, es el más grande, el más honrado; el que ha hecho más mal, el más pequeño y más vil. Aplicaos, homicidas, esta medida única, exacta, no intentéis la imposible alianza del crimen y la honra, no busquéis en el delito la dignidad que sólo podréis hallar en el arrepentimiento, y por el mal que hicisteis, formad el cálculo de lo que sois. Todos los que han hecho más daño que vosotros, os son inferiores; todos los que han hecho menos, valen más. Os lo repito, no hay otra medida; el hombre más perjudicial es el más despreciable, el más manchado; no habléis, pues, de condena limpia los que estáis en la prisión condenados por los artículos del Código que voy a copiar:

Art. 332. El que mate a su padre, madre o hijo, sean legítimos, ilegítimos o adoptivos, o a cualquier otro de sus ascendientes o descendientes legítimos, o a su cónyuge, será castigado como parricida:

1.º Con la pena de muerte, si concurriere la circunstancia de premeditación conocida, o la de ensañamiento aumentando deliberadamente el dolor del ofendido.

2.º Con la pena de cadena perpetua a la de muerte, si no concurriere ninguna de las dos circunstancias expresadas en el número anterior.



Art. 333. El que mate a otro, y no esté comprendido en el artículo anterior, será castigado:

1.º Con la pena de cadena perpetua a la de muerte, si lo ejecutare con alguna de las circunstancias siguientes:

  • Primera. Con alevosía.
  • Segunda. Por precio o promesa remuneratoria.
  • Tercera. Por medio de inundación, incendio o veneno.
  • Cuarta. Con premeditación conocida.
  • Quinta. Con ensañamiento, aumentando deliberada o inhumanamente el dolor del ofendido.

2.º Con la pena de reclusión temporal en cualquier otro caso.



Art. 334. En el caso de cometerse un homicidio en riña o pelea, y de no constar el autor de la muerte, pero sí los que causaron lesiones graves, se impondrá a todos éstos la pena de prisión mayor.

No constando tampoco los que causaron lesiones graves al ofendido, se impondrá a todos los que hubieren ejercido violencia en su persona, la de prisión menor.



Art. 335. El que prestare, auxilio a otro para que se suicide será castigado con la pena de prisión mayor; si lo prestare hasta el punto de ejecutar él mismo la muerte, será castigado con la pena de reclusión temporal en su grado mínimo.



Reflexionemos un momento sobre el texto de la ley, y nos convenceremos de que la ley es misericordiosa, de que el espíritu de caridad ha penetrado en ella, de que perdona más bien que castiga. ¿Qué pena merece el que mata? La conciencia de la humanidad, la del mismo culpable responde: -LA MUERTE. -Todo hombre que no ha matado sabe que merece morir; el homicida para defenderse niega el hecho; el derecho de imponerle la última pena no le niega si su razón está cabal. El Talión, es decir, un castigo igual al daño que se hizo, está en la conciencia de la humanidad, en la del ofendido, y en la del ofensor, en todos; es la justicia, severa, pero es la justicia. Todo lo demás que os digan son sofismas y extravíos, nacidos en unos de la compasión, en otros de la vanidad, en muchos del error de hacer caso de razonamientos, de filosofía, de escuela, los casos de conciencia. Apelad a la vuestra, homicidas, y os dirá que debéis la vida, no a la justicia, sino a la misericordia. Sobre la sangre que pedía sangre cayeron las lágrimas de la compasión, y con ellas se ha escrito vuestro indulto consignado en la ley, borrando los artículos de un terrible derecho. Ya habéis visto las disposiciones del Código, ya habéis visto las circunstancias que ha de tener el homicidio para que el homicida sea entregado al verdugo. La pena de muerte ha sido abolida para los criminales, no se aplica ya más que a los monstruos.

Pero la sociedad, que perdona al homicida, espera de él arrepentimiento y enmienda; no cree que pueda ser reincidente, ni que consagre al mal la vida que le ha dejado.

¿Cuál es el hombre a quien el recuerdo de haber matado a otro hombre no hace entrar en sí mismo? ¿Cuál es el hombre que habiendo hecho el más grande o irreparable de los males no comprenda que ha cometido la más terrible de las culpas? ¿Cuál es el hombre que imagine que Dios, autor de la conciencia, no ha de tener justicia, ni hacer distinción entre el que derramó sangre y el que ha enjugado lágrimas? ¿Los hombres procuran dar a cada uno según sus obras, y el Hacedor Supremo confundiría al justo y al malhechor? ¿Los hombres hacen cumplir sus leyes, y no tendría sanción penal la ley de Dios, escrita en todos los corazones, grabada en todas las conciencias; esa ley que hace estremecer al hombre a la vista de la sangre vertida, e inspira horror hacia el que la vertió? ¿El que enfrena el Océano e impone silencio a la tempestad, no hará callar al blasfemo, no podrá detener el brazo que se alzó para el mal, no le dirá al borde de la tumba: aquí acaba el reino de la iniquidad y empieza el de la justicia? Implorad su misericordia, homicidas; la necesitáis, creedme. No esperéis a la última hora; no esperéis a recibir del miedo vil el noble impulso que debe daros vuestra conciencia. Decid a Dios y a los hombres: -Hemos pecado- antes que la muerte venga a arrancaros por el terror la confesión terrible. ¿Esperaréis al delirio de la agonía para entrar en razón? ¿Repararéis en una hora de debilidad los males hechos en una vida de crímenes? ¿Qué diríais vosotros del que habiéndoos ofendido por maldad sólo os pidiera perdón por miedo? Dios sólo sabe los secretos de su misericordia, pero la razón y la conciencia humana dicen: -¡Ay de los que pretendan lavar en una hora de miedo una vida de iniquidad! ¡Ay de los que no imploran a Dios sino al borde del sepulcro, ni leen las verdades de su ley santa sino al resplandor de las llamas del infierno que temen! Leedlas, homicidas a la luz de vuestra razón y vuestra conciencia. Medid por lo grande del mal que habéis causado la magnitud de vuestro delito. No volváis, insensatos, a llamar limpia una condena escrita con sangre, porque, os lo digo una y mil veces, manchada está y manchados estáis vosotros hasta que os purifiquéis en el arrepentimiento.

De las circunstancias agravantes que convierten al homicida en monstruo hemos hablado ya; el asunto repugna, no es de los que pueden tratarse dos veces. En cuanto al parricidio, ¿qué persona de corazón intentará pintarle con palabras? Se pinta en el estremecimiento que causa, en el horror que inspira y en el silencio pavoroso que no halla voces con que decir tanta maldad, y en los turbados ojos que se apartan de ella.

Si los celos dieran su cólera, y la envidia su veneno; si se destilasen todas las iniquidades y todos los dolores humanos, y prestara el infierno su luz y el demonio su mano y su protervia, no habría con qué bosquejar el más impío de los crímenes. El corazón amante, aquel que tiene lágrimas para todas las penas, disculpa para todos los extravíos, perdón para todos los delitos; al llegar al crimen horrendo se estremece y se contrae y se aparta, y dice:-¡PARRICIDA! DIOS TE PERDONE, PORQUE LOS HOMBRES NO PUEDEN.




ArribaAbajoCarta XXXI

Delitos contra la propiedad. -Artículos 449 al 459.


Hermanos míos: Triste asunto el de esta carta y de las siguientes, porque emplearemos más de una en hacernos cargo de las disposiciones del Código relativas a los delitos contra la propiedad. Triste necesidad la de hablar de un delito tan feo que rara vez confiesa sin abochornarse el que le ha cometido, y tan frecuente que llena las prisiones. Triste condición la del que no respeta la propiedad ajena; desdichado modo de vivir el suyo, que cerrándolo las puertas de las personas honradas le abre las del presidio.

Cuando el culpable intenta apoderarse de lo que no le pertenece, ojalá que el objeto robado se convirtiera en carbones encendidos y le abrasara la mano. ¡Cuántos dolores le evitaría el dolor que sentía entonces! Todos los delitos ciegan y arrastran al que a ellos se entrega, pero como el robo, ninguno: su pendiente es la más resbaladiza de todas, y al fin está la cadena perpetua o el cadalso.

El culpable empieza estafando o hurtando un objeto de poco valor; le parece bien aquella ganancia sin trabajo, se anima, y vuelve a hurtar, porque tiene muchas necesidades, y no puede vivir con lo que viven los hombres honrados de su clase. Necesita pagar cómplices o encubridos, y beber y divertirse con sus compañeros. La ociosidad es cosa cara, y para distraerla hay que comprar vicios que nunca son baratos, aunque lo parezcan. Además, la ociosidad del criminal no se entretiene como la de un ocioso cualquiera. El que vive sencillamente se distrae con cosas sencillas; pero el que vive en el delito necesita diversiones costosas, placeres acres. Al perder la inocencia, se pierde la facultad dichosa de gozar inocentemente. ¿Por qué los niños se entretienen con nada? Porque son inocentes, y por la misma razón los criminales necesitan mucho para distraerse. Acostumbrados a las impresiones fuertes de sus culpables y arriesgadas aventuras, no pueden hallar gusto en los goces sencillos del hogar doméstico y de la vida tranquila.

Un labrador que está toda la semana trabajando, goza el domingo en hablar a la puerta de la iglesia; en dar una vuelta y ver cómo van los sembrados; en tener a su hijo en brazos y notar que ya se ríe y le llama; en ver jugar al aire libre uno de esos juegos en que se ejercita el cuerpo y no se pervierte el alma. ¿Cómo ha de tener estos goces sencillos el malhechor que revuelve en su pensamiento los medios de apoderarse de la propiedad ajena, y calcula cómo sustraerse a la justicia? Su alma poderosamente excitada ha menester estímulos poderosos para distraerse, y por eso busca el vino, las prostitutas y la baraja. La necesidad que tiene el criminal del vicio para llenar los intervalos que hay entre crimen y crimen, es una de sus mayores desdichas y de sus peligros mayores. Y digo necesidad, porque es una ley del que obra mal no poder distraerse sino malamente. No habréis conocido a ningún malhechor que pueda gozar en los placeres sencillos e inocentes; si se le ofrecen, se hastía, se aburre, no les halla gusto, como no se le encuentra en los alimentos sanos el que está acostumbrado a excitar su paladar con mostaza o guindilla y aguardiente.

El mayor escollo del criminal son sus diversiones, escollo que no le es dado evitar sino renunciando al crimen. ¡El crimen! Terrible enfermedad que necesita mucha distracción, y que no puede tener ninguna que deje de agravar el mal. Entre un crimen y otro, se busca necesariamente el vicio para que entretenga, para que aturda, y para que sostenga el alma en la excitación febril que necesita el que ha de vivir haciendo daño y en lucha con la conciencia y con la ley. Del juego, y de las malas mujeres y del vino, salen las pendencias y los crímenes, y la ruina de la salud y la pérdida del dinero: así veis que en manos del que roba se detiene poco, y por más que haga, vive pobre y muere miserable.

El que roba no suele empezar por ser un malvado, pero llega infaliblemente a serlo, si no hace un grande esfuerzo para apartarse del camino que emprendió. Sus necesidades crecen, porque el vicio pide más cuanto más se le da, y los encubridores hacen lo mismo. La repugnancia a hacer mal va desapareciendo con el hábito de hacerlo, y con la necesidad de no parecer cobarde y ser un objeto de irrisión para los compañeros, cuyo aprecio se mide por la maldad, y que calculan el valor de un hombre por el daño que puede hacer.

De la estafa o del hurto se pasa al robo; del empleo de la astucia al de la fuerza, que es más expedita. El que va a robar lleva una arma; necesita intimidar. Su objeto no suele ser matar con ella; pero si halla la menor resistencia, si teme ser descubierto, mata, es preciso que mate y haga víctimas para no serlo. Sus acciones están encadenadas, son todas consecuencia una de otra: del hurto al asesinato, la necesidad va poniendo eslabones que enlazan fatalmente una falta leve, tal vez, con el delito más grave. Es posible romper esa cadena por un esfuerzo de la voluntad; es posible decir: -yo no robaré más y cumplir el propósito; pero el que no le hace o no le cumple, el que continúa por el mal camino, se verá arrastrado adonde nunca creyó llegar; hará lo que hacen todos, y su voluntad será como un barco sin timón que el huracán estrella sobre las rocas. El que vive en el delito y no se esfuerza por salir de él, no es señor de sus acciones, ni de sí mismo; se hizo esclavo del más cruel de los tiranos. Sí, el delito es tirano que tiene su yugo cortante como una cuchilla.

El que vive de lo que roba y con los que roban, ¿sabe él por ventura lo que hará? No por cierto, no depende de su voluntad. Sabe al empezar el día que le empleará mal, que hará daño, pero no cuánto ni cómo: a la manera que su navaja ignora contra quién la abrirán ni en qué pecho se hundirá, él ignora también dónde puede llevarle la necesidad de dinero, y sus compañeros, y las circunstancias y el peligro. Es como una arma cargada que la casualidad dispara sin que ella sepa hacia dónde ni sobre quién; lo único que sabe de seguro es que concluye siempre por dispararse contra el que la emplea. El que vive del robo, muere por el robo: el criminal es una especie de suicida que empieza sacrificando a los otros y concluye por sacrificarse a sí mismo. Repasad en vuestra memoria los malhechores que se han obstinado en vivir mal, y veréis que todos mueren en la prisión o en el cadalso.

Ahora ved las disposiciones del Código:

Art. 449. El que defraudara a otro en la sustancia, cantidad o calidad de las cosas que le entregare en virtud de un título obligatorio, será castigado:

  • 1.º Con la pena de arresto mayor, si la defraudación no excediera de 20 duros.
  • 2.º Con la de prisión correccional excediendo de 20 duros y no pasando de 500.
  • 3.º Con la de prisión menor excediendo de 500 duros.


Art. 450. Incurrirá en las penas del artículo anterior el que defraudara a otros usando de nombre fingido, atribuyéndose poder, influencia o cualidades supuestas, aparentando bienes, crédito, comisión, empresa o negociaciones imaginarias, o valiéndose de cualquier otro, engaño semejante que no sea de los expresados en los artículos 251 y 252.

(Es decir, fingirse Autoridad, empleado público o profesor, o disfrazarse con vestido o insignias clericales.)



Art. 451. Las penas señaladas en el art. 449 se impondrán en su grado máximo:

1.º A los plateros y joyeros que cometieron defraudación alterando en su calidad, ley o peso los objetos relativos a su arte o comercio.

2.º A los traficantes que defraudaran usando de pesas o medidas falsas en el despacho de los objetos de su tráfico.

3.º A los que defraudaran con pretexto de supuestas remuneraciones a empleados públicos, sin perjuicio de la acción de calumnia que a éstos corresponda.



Art. 452. Son aplicables las penas señaladas en el artículo 449:

1.º A los que en perjuicio de otro se apropiaran o distrajeren dinero, efectos o cualquiera otra cosa mueble que hubieran recibido en depósito, comisión o administración, o por otro título, que produzca obligación de entregarla o devolverla.

2.º A los que cometieren alguna defraudación abusando de firma de otro en blanco, y extendiendo con algún documento en perjuicio del mismo o da un tercero.

3.º A los que defraudaren haciendo suscribir a otro con engaño algún documento.

4.º A los que en el juego se valieren de fraude para asegurar la suerte.

Las penas se impondrán en su grado máximo en el caso de depósito miserable1 o necesario.



Art. 453. Son también aplazables las penas señaladas en el art. 449 a los que cometieron defraudación, sustrayendo, ocultando o inutilizando en todo o en parte algún proceso, expediente, documento u otro papel de cualquiera clase.

Cuando se cometiere el mismo delito sin ánimo de defraudar, se impondrá a sus autores una multa de 20 a 200 duros.



Art. 454. Los delitos expresados en los cinco artículos anteriores serán castigados con la pena respectivamente superior en un grado, sí los culpables fueran reincidentes en el mismo o semejante especie de delito.



Art. 455. El que fingiéndose dueño de una cosa la enajenara, arrendara, gravare o empeñara, será castigado con una multa del tanto al triplo del importe del perjuicio qua hubiera irrogado.

En la misma pena incurrirá el que dispusiera de una cosa como libre, sabiendo que estaba gravada.



Art. 456. Incurrirán en las penas señaladas en el artículo precedente:

1.º El dueño de una cosa mueble que la sustrajere de quien la tenga legítimamente en su poder con perjuicio del mismo o de un tercero.

2.º El que otorgara en perjuicio de otro un contrato simulado.



Art. 457. Incurrirán asimismo en las penas señaladas en el art. 455 los que cometieren alguna defraudación de la propiedad literaria o industrial.

Los ejemplares, máquinas u objetos contrahechos, introducidos o expendidos fraudulentamente, se aplicarán al perjudicado, y también las láminas o utensilios empleados para la ejecución del fraude, cuando sólo pudieren usarse para cometerle.

Si no pudiere tener efecto esta disposición, se impondrá al culpable la multa del duplo del valor de la defraudación, que se aplicará al perjudicado.



Art. 458. El que abusando de la impericia o pasiones de un menor le hiciere otorgar en su perjuicio alguna obligación, descargo o transmisión de derecho por razón de préstamo de dinero, créditos u otra cosa mueble, bien aparezca el préstamo claramente, bien se halle encubierto bajo otra forma, será castigado con las penas de arresto mayor y multa del 10 al 50 por 100 del valor de la obligación que hubiere otorgado el menor.



Art. 459. El que defraudare o perjudicare a otro usando de cualquier engaño que no se halle expresado en los artículos anteriores de esta sección, será castigado con una multa del tanto al duplo del perjuicio que irrogare; en caso de reincidencia, con la del duplo y arresto mayor en su grado medio al máximo.



El fraude castigado por la ley en esta sección es el que se ejecuta por medio de engaño, abusando de la confianza que el defraudador inspira, de la casualidad que pone en sus manos medios de hacer daño, o de la mala situación o poco seso del perjudicado.

El vendedor que engaña al comprador en la cantidad o calidad de lo que le vende; el que finge ser un gran señor, o un hombre inteligente, o el empresario de un camino supuesto, o de una fábrica imaginaria o de una mina que no existe, y con pretexto de una empresa explota la credulidad del que le compra acciones o le hace anticipos; el que bajo pretexto de activar un negocio estafa al interesado cantidades que dice entregar a los que han de resolverle y que en realidad se apropia: éstos y los demás culpables señalados por la ley, y los que no señala pero incluye en la misma categoría por cometer delitos análogos, son reos de estafa o de engaño, de bajeza, y de tontería también, porque eligen para enriquecerse un camino que más bien hace presidiarios que ricos.

Los vendedores que prosperan, siempre he visto que son los que pesan bien y dan buen género, porque cuentan con numerosos parroquianos, y se acreditan. Por el contrario, pronto se apercibe el comprador del tendero que roba en el peso y cantidad de lo que vende, y aunque la ley no le castigase, le castiga el público, que huye de su tienda.

¿Qué embaucador que por sacar dinero finge ser lo que no es, deja de ser descubierto y despreciado por la opinión, que le castiga con más severidad que la ley?

¿Quién si con engaño obtiene una firma o abusa de la que halla en blanco, no se ve envuelto en las redes que tendió?

¿Quién vende, arrienda o grava una cosa ajena, que no vea aparecer pronto el verdadero dueño?

¿Qué jugador es tramposo que al cabo no se descubran sus trampas y so le apliquen, si no las penas del Código, las que pronuncian contra él sus compañeros irritados, que con desprecio lo llaman con los nombres más viles y con cólera le maltratan, y a veces le dan la muerte?

¡Oh, hermanos míos! Si la honradez no fuera un deber, debería ser un cálculo, porque, con verdad os lo digo, ni veo ricos entre los que se apoderan de la propiedad ajena, ni dichoso, entre los que buscan su bien haciendo daño. A riesgo de pareceros molesta, quiero repetíroslo muchas veces: el delito es un mal cálculo, una culpable equivocación, y el camino que con más seguridad y más pronto conduce a la desgracia.




ArribaAbajoCarta XXXII

Delitos contra la propiedad. - Artículos 438 al 439.


Hermanos míos: Pocos artículos tiene el capítulo del Código penal que trata de los hurtos; pero ¡qué de desastres no traen a la memoria, y cuántos desdichados culpables a las prisiones! El que hurta da un gran paso hacia su perdición inevitable, porque se pone en camino del robo que conduce a la cadena y al cadalso.

Conviene que os fijéis bien en la diferencia que existe entre hurto y robo, porque es grande la que hay en las penas, y porque muchos creen que estos dos delitos sólo se distinguen por el valor de la cosa tomada contra la voluntad de su dueño, y que hurto es el robo de un objeto que vale poco: hay en esto equivocación. El robo se distingue del hurto, no por el valor de la cosa tomada, sino por el modo de tomarla. Veamos los artículos de la ley:

Art. 436. El que tuviere en su poder llaves falsas, ganzúas u otros instrumentos destinados conocidamente para ejecutar el delito de robo, y no diere descargo suficiente sobre su adquisición o conservación, será castigado con la pena de presidio correccional.

En igual pena incurrirán los que fabriquen o expendan dichos instrumentos.



Art. 437. Son reos de hurto:

1.º Los que con ánimo de lucrarse, y sin violencia o intimidación en las personas ni fuerza en las cosas, tornan las cosas muebles ajenas sin la voluntad de su dueño.

2.º Los que con ánimo de lucrarse negaren haber recibido dinero u otra cosa mueble que se les hubiere entregado en préstamo, depósito o por otro título que obligue a devolución o restitución.

3.º Los dañadores que sustraigan o utilicen los frutos u objetos del daño causado, cualquiera que sea su importancia, salvo los casos previstos en los arts. 487 y 489, en los núms. 22, 24 y 26 del art. 495 y en los arts. 496 y 498.



Estos artículos son:

Art. 487. El dueño de ganados que entraren en heredad ajena, y causaren daño que exceda de 2 duros será castigado con la multa, por cada cabeza de ganado:

1.º De 3 a 9 reales si fuere vacuno.

2.º De 2 a 6 si fuere caballar, mular o asnal.

3.º De 1 a 3 si fuere cabrío, y la heredad tuviere arbolado.

4.º Del tanto del daño a un tercio más si fuere lanar o de otra especie no comprendida en los números anteriores.

Esto mismo se observará si el ganado fuere cabrío y la heredad no tuviere arbolado.



Art. 489. El que aprovechando aguas de otro, o distrayéndolas de su curso causare daño que exceda de 2 duros y no pase de 25, será castigado con la multa del tanto al triplo del daño causado.



Art. 495. Incurrirá en la multa de medio duro a 4:

Núm. 22. El que entrare con carruaje, caballerías o animales dañinos en heredades plantadas o sembradas.

24. El que entrare en heredad ajena cerrada o cercada.

26. El que infringiere las ordenanzas de caza o pesca en el modo o tiempo de ejecutar una u otra.



Art. 496. El dueño de ganados que entraren en heredad ajena, y causaren daño que no pase de 2 duros, será castigado con una multa con arreglo a la escala del artículo 487 en su grado mínimo.

En caso de reincidencia, se impondrá el grado medio, a no intervenir circunstancia atenuante.



Art. 498. El que aprovechando aguas de otro o distrayéndolas de su curso, causare daño que no exceda de 2 duros, será castigado con una multa del tanto al duplo del daño causado.



Excepto en estos casos en que el dañador se considera como reo de falta y se le imponen las multas que acabáis de ver, en los demás, el dañador que sustrae o utiliza el fruto u objeto del daño causado, comete un delito y es castigado como reo de hurto.

Art. 438. Los reos de hurto serán castigados:

1.º Con la pena de presidio menor, si el valor de la cosa hurtada excediere de 500 duros.

2.º Con la pena de presidio correccional si no excediere de 500 duros y pasare de 5.

Con arresto mayor a presidio correccional en su grado mínimo si no excediere de 5 duros.



Art. 439. El hurto se castigará con las penas inmediatamente superiores en grado a las respectivamente señaladas en el artículo anterior:

  • 1.º Si fuere de cosas destinadas al culto y se cometiere en lugar sagrado o en acto religioso.
  • 2.º Si fuere doméstico o interviniere grave abuso de confianza.
  • 3.º Si el reo fuere reincidente en la misma o semejante especie de delito.

Ya veis que se puede tomar una cantidad, por crecida que sea, sin ser reo más que de hurto, siempre que no haya violencia ni intimidación en las personas, ni fuerza en las cosas.



El que, por ejemplo, ve abierta la puerta de una casa, entra y toma mil duros que halla sobre una mesa y se los apropia, es reo de hurto; pero si fuerza la puerta o la abre con llaves falsas, o fuerza o abre igualmente el lugar o mueble donde está la cosa tomada, o intimida o violenta a su dueño para que se la entregue, aunque la cosa valga muy poco, aunque no valga casi nada, es reo de robo.

En el capítulo del robo trataremos de estas y otras circunstancias más extensamente; pero he querido anticiparos esta aclaración aunque haya de repetirla, porque importa mucho que la tengáis presente, para no confundir cosas que la ley no confunde ni castiga del mismo modo. ¡Cuántos de vosotros no estaríais en la prisión, o estaríais por mucho menos tiempo, si hubierais comprendido la diferencia que hay de hurto a robo, y del castigo que se le impone! ¡Cuántos de vosotros estáis perdidos acaso para siempre o sufrís duramente, y pasáis por una prueba terrible, por no haber hecho la debida distinción, por no haber sabido el texto de la ley o parádose a reflexionar que es muy distinta la culpa, y debe serlo el castigo, del que se apodera de una cosa astutamente, al que la toma violentando o intimidando a su dueño! ¡Me duele, hermanos míos, que la ignorancia y la falta de reflexión os hayan llevado en vuestro mal hecho mucho más allá de donde hubierais ido, a haber pensado y sabido bien lo que ibais a hacer! ¡Me duele veros sufrir una pena que a vuestro parecer no guarda proporción con el delito y otra prueba más de lo fácil que es resbalar y caer muy hondo en separándose del camino de la virtud, y de cuánto mejor y más cómodo es ir por él, que arriesgarse en las vías tortuosas de la maldad, semejantes a los senderos en las rocas escarpadas, que cuanto más se sube, es más fácil caer y más peligrosa la caída.

Pero que el reo de hurto no descanse en que la pena de su delito es menos grave, ni se duerma con la esperanza de que ha de quedar impune. No es nunca leve la pena que empaña el honor, y cierra las puertas de las personas honradas y abre las de la prisión. El hurto rebaja, envilece, es compañero del vicio, y, pone en relación con criaturas perversas que le encubren, explotan al delincuente y se apropian la mayor parte del fruto de su delito. Los objetos hurtados se venden por cualquier cosa, casi por nada; que la mercancía del crimen se da siempre al desbarate.

La cosa hurtada parece que quema las manos del que la hurtó, temo que le descubra y se apresura a despacharla por cualquier precio, de modo que el culpable que se arriesga, no es el que verdaderamente se lucra; el verdadero ganancioso es el que le compra por nada lo que él ha adquirido a tan alto precio; al precio de su virtud, de su honra, de la tranquilidad de su ánimo, y tal vez de la libertad y de la vida, porque hay más que andar desde la inocencia al primer delito, que del primer delito al último crimen, y con menos fuerza que se necesita para salir del mal camino, hubiera bastado para no entrar en él.

El poco provecho que saca el que roba o hurta del fruto de su maldad es tan sabido, que todos habréis oído decir cuando una cosa se da a menos precio: -Parece robada. - ¿Y tenéis por buen cálculo ponerse en tanto riesgo para conseguir tan poco fruto, y tomarse un trabajo de que otro se ha de aprovechar sin fatiga? Su interés propio es lo primero que olvida el delincuente, que no lo sería si le recordara y le comprendiera bien; no lo sería si viese la vida de miseria que le espera, y que el delito es una especie de lotería en que al que echa, más tarde o más temprano la cae el castigo.

Pero en el castigo no se piensa, al contrario, siempre hay esperanza de sustraerse a él y de quedar impune. Dicen que hay un árbol cuya sombra es mortal para el que bajo ella se duerme: a ese árbol podría compararse la impunidad; el que se duerme en sus brazos, despierta en los del verdugo. Es menos desdichado el delincuente detenido por el castigo, en sus primeros pasos, que el que marcha sin que nadie le ataje, porque como caminar siempre sin tropiezo es imposible, tropieza y cae cuando está más arriba y el precipicio más hondo.

Así, en medio de vuestra desgracia, todavía debéis teneros por menos desgraciados los que estáis en la prisión por hurto, considerando que si no os hubieran detenido en el mal camino, habríais pasado más adelante. Paraos, hermanos míos; aún es tiempo; reflexionad un poco, y volved atrás. El hurto no ha sacado, no sacará nunca a nadie de la miseria. Descubierto, conduce a la prisión; impune, conduce al robo y a la cadena o más allá. Os engaña cuando os promete alguna utilidad verdadera; no le pidáis bienes que no puede daros, y que no hallaréis nunca sino en la honradez, en el trabajo y en el arrepentimiento.




ArribaAbajoCarta XXXIII

Delitos contra la propiedad.- Artículos 431 al 435.


Hermanos míos: Es cosa de notar que los delitos contra la propiedad sean los más frecuentes, siendo los que más avergüenzan al que los comete, y de aquellos cuya culpabilidad está más grabada en la conciencia de todos. El niño que aun no sabe hablar, creyéndose propietario de cualquier objeto que se pone en su manita, llora y se irrita si quieren quitárselo, y le defiendo hasta donde puede; si habla ya, dice: -Es mío como la razón más poderosa para que se respete. Hasta los animales tienen idea de propiedad y sentimiento de lo injusto que es atacarla. Las abejas no van a comer la miel de otro enjambre; las hormigas no intentan apoderarse del granero que no es suyo, y las aves no se ponen en el nido que no han hecho. Un perro que se apodera de un hueso y le mira como de su propiedad, le defiende con la energía del que defiende su derecho, y el que le ataca, con la falta de seguridad del que obra contra justicia y lo sabe, tanto, que no siendo mucho más fuerte el ladrón, queda la victoria siempre por el propietario. Un gato bufa al que intenta quitarle lo que le han dado; pero si roba alguna cosa, ¡qué corrido va con ella, y cómo se esconde y la suelta apenas ve que le persiguen!

Los animales tienen el instinto de la propiedad, porque aun entre ellos se necesita. Es preciso que respeten mutuamente el nido en que crían, el agujero en que acopian, la cueva en que se guarecen, la presa que han asegurado, el árbol, el arbusto o la planta en que viven, la hierba o la mata a que primero han llegado. De otro modo las especies sucumbirían haciéndose cruda guerra en vez de buscar sustento. Así, el respeto a la propiedad es necesario, no sólo en las sociedades humanas, sino entre todos los vivientes; y los que vociferan y argumentan contra el derecho de propiedad, y le miran como una invención fatal e injusta, son filósofos charlatanes que no han observado la naturaleza, ni estudiado las necesidades de los seres vivientes, ni las leyes de que no pueden apartarse. Estas necesidades no las ha confiado Dios a la razón veleidosa del hombre, que a veces quiere discutir lo que no es susceptible de discusión, y confunde muchas cosas que son de sentimiento por ponerlas en tela de juicio. Las necesidades verdaderas tienen para satisfacerse instintos; es decir, impulsos espontáneos, fuertes, seguros, que la razón modera y explica, pero que no aniquila ni crea. Si un objeto que puede dañarle se acerca a nuestros ojos, los cerramos por instinto, sin que preceda raciocinio alguno sobre la necesidad de cerrarlos. Por instinto ponemos las manos al caer, y las extendemos delante del pecho si algún peligro les amenaza. Siempre que hay necesidad urgente, hay un instinto para satisfacerla.

El cuerpo social, lo mismo que el cuerpo humano, tiene sus necesidades imprescindibles, y para satisfacerlas, verdades sentidas instintivamente y sin previo raciocinio: el derecho de propiedad es de este número, porque no podría existir pueblo alguno si fuera preciso ir convenciendo con razonamientos a cada uno de sus individuos que debían respetar los bienes ajenos: este convencimiento lo traemos todos al mundo; nace con nosotros, porque es una necesidad social.

Los filósofos charlatanes de que hablaba antes, esos que llaman a la propiedad injusticia, invención fatal y hasta robo, podrían aprender mucho entre vosotros. El mayor número de los desdichados habitadores de la prisión están en ella por no haber respetado los bienes ajenos, y en ninguna parte se defienden con más energía los propios. Bien veis cómo se irrita el que robó si es robado; con qué energía acusa al que le despoja, cómo hace valer las razones que no tuvo presentes, invocando la justicia que holló. ¿Con qué derecho se le priva de lo que es suyo? ¿Quién es nadie para apoderarse de lo que no le pertenece? Clama contra tamaña maldad, sienta principios de justicia eterna, sanas máximas de moral; da al que le ha ofendido los nombres más degradante, y pide para él severo castigo, sin notar que al pedirle sanciona el propio, y que las razones que emplea en su defensa se vuelven contra él.

Bien sabéis que no exagero nada; bien sabéis cómo acusa el que robó al que le roba, y qué escenas tan violentas hay a veces en la prisión, cuando algún confinado o corrigenda se ven despojados de lo que les pertenece. Y no es solo esto; si se les figura que su alimento o su vestido no son como deben de ser, o que se los priva de una parte del fruto de su trabajo, no vacilan en acusar a los empleados, en denunciarlos a la autoridad superior calificándolos con las palabras más injuriosas, diciendo que se les priva de lo que les pertenece, que se les roba, e invocando, porque les favorece, esa justicia que no quisieron reconocer cuando los perjudicaba. ¿Quién diría que aquellos hombres que con tanto calor defienden su propiedad, no habían de respetar la de otro? ¿Quién diría que habían de hollar los mismos principios que sustentan con tal fuerza, y, que teniendo idea tan clara del deber ajeno olvidasen el propio? ¿Quién diría que no echaban de ver que cada palabra en defensa de su justicia era una acusación de su conducta.

En la prisión, como en el mundo, suelen tener menos tolerancia los que más la necesitan de los otros para sus faltas, y no parece sino que exigimos las virtudes ajenas por la medida de los vicios propios. Tal inconsecuencia no se ve nunca tan manifiesta como en los que, habiendo atacado la propiedad ajena, son atacados en la propia. ¿En qué consistirá esto? ¿Cómo será que otros vicios llegan a obscurecer la virtud opuesta en el ánimo del que a ellos se entrega, que no se escandaliza de la deshonestidad el deshonesto, ni de la embriaguez el borracho, mientras que el ladrón se pronuncia tan enérgicamente contra el robo y conserva tan clara la idea de propiedad? Esto consiste, hermanos míos, en que Dios graba en nuestro corazón más profundamente las verdades que son más importantes; y como el derecho de propiedad es muy necesario, está escrito en nuestra conciencia de tal modo, que nadie pueda borrarle. Lo reclaman con la misma energía el bandolero en su cuadrilla, el obrero en su taller, el confinado en su prisión, y el sabio en su cátedra, porque en todas partes es igualmente preciso, pues sin el respeto a la propiedad la sociedad sería el caos y poco después la nada.

Veamos ahora las disposiciones legales contra los que roban con fuerza en las cosas.

Art. 431. Los malhechores que llevando armas robaren en iglesia o lugar sagrado, incurrirán en la pena de presidio mayor en su grado medio a cadena temporal en igual grado, si cometieren el delito:

1.º Con escalamiento.

Hay escalamiento cuando se entra por una vía que no sea la destinada al efecto.

2.º Con rompimiento de pared o techo, o fractura de puertas o ventanas.

3.º Haciendo uso de llaves falsas, ganzúas u otros instrumentos semejantes para entrar en el lugar del robo.

4.º Introduciéndose en el lugar del robo a favor de nombres supuestos o simulación de Autoridad.

5.º En despoblado y en cuadrilla.

En caso de reincidencia serán castigados con la pena de cadena temporal en su grado medio al máximo.

En las mismas penas incurrirán respectivamente los que con iguales circunstancias robaren en lugar habitado.

Cuando en este último caso no mediare reincidencia y el valor de los objetos robados no llegare a 100 duros, la pena será la de presidio mayor.



Art. 432. Los que sin armas robaren en iglesia o lugar habitado con alguna de las circunstancias del artículo anterior, serán castigados con la pena de presidio menor en su grado máximo a presidio mayor en su grado medio.



Art. 433. El robo cometido con armas o sin ellas en lugar no habitado, se castigará con la pena de presidio menor en su grado máximo a presidio mayor en su grado medio, siempre que concurra alguna de las circunstancias siguientes:

1.º Escalamiento.

2.º Rompimiento de paredes, techos, puertas o ventanas.

3.º Fractura de puertas interiores, armarios, arcas u otra clase de muebles u objetos cerrados o sellados.

4.º La de haber hecho uso de llaves falsas, ganzúas u otros instrumentos semejantes para entrar en el lugar del robo.



Art. 434. En los casos del artículo anterior, se bajará en un grado la pena respectivamente señalada, cuando el valor del robo no excediere de 100 duros, a no ser que con él se causare la ruina del ofendido.

El robo que no excediere de 5 duros, se castigará con presidio correccional.



Art. 435. En los casos de los dos artículos anteriores, el robo de objetos destinados al culto, cometido en lugar sagrado, o en acto religioso, será castigado con pena de presidio mayor.



Al copiar estos artículos del Código penal, considerando a cuántos de vosotros se han aplicado, me aflijo profundamente por vuestra culpa y por vuestra pena, en que tal vez no hubierais incurrido a saber que era tan grave. ¡Cuántos de vosotros cedisteis a una mala tentación, sin reflexionar en la diferencia que había de entrar a robar por la puerta o por una ventana, cogiendo el objeto robado de encima de una mesa, o descerrajando una arca para sacarle llevando una navaja o yendo con un palo, penetrando en una casa que nadie habita, o consumando el delito en una habitada! ¡No tuvisteis presentes estas circunstancias distintas que la ley castiga de un modo tan diferente, y os veis envueltos, pobres hermanos míos, sin saber cómo, en una condena grave por un delito que a vuestro parecer no lo es. Me duele en el alma veros en la prisión durante largos años a muchos de vosotros, que estáis por no haber reflexionado un poco, por no haber comprendido la gravedad del delito que ibais a consumar. Triste consecuencia de ir por el camino del mal, tener que pesar, y medir, y calcular, y mirar atrás y adelante, y a los lados, pues por todas partes hay peligros, empleando para evitarlos mucho estudio y reflexión que al fin y al cabo no basta. Un sabio, hablando de lo caros que cuestan los modos de pecar, con razón dijo: la virtud es más barata. ¡Cuánto menos cuesta ir por el buen camino, que tomar las precauciones que necesita el malo y que no impiden la caída! El que tiene el firme propósito de no quitar nada a nadie, excusa de estudiar la diferencia que hay de hurto a robo, ni las circunstancias que agravan la pena, ni verse perdido por no haberlas tenido presentes. Para ser malo, y evitar, aunque sea por muy poco tiempo, el castigo, se necesita saber mucho; el bueno no ha menester más ciencia que aquella máxima grabada por Dios en el corazón de todos. NO HAGAS A OTRO LO QUE NO QUISIERAS QUE TE HICIESEN A TI. El que no la olvida y la practica, sabe cuanto necesita para su bien; poco le importa estudiar las leyes penales, ni las penas que imponen, ni qué circunstancias las agravan.

Aunque sea rudo e ignorante, no le envolverán los sabios, ni sabrán más que él en la ciencia que más importa, en la de la moral que hace dichoso y que hace bueno. El que quiera caminar seguro por entre los peligros y ver claro en la obscuridad, practique el NO HAGAS A OTRO LO QUE NO QUISIERAS QUE TE HICIERAN A TI. Este precepto es la estrella que nos guía desde muy alto, desde donde no alcanzan los extravíos de la tierra, la brújula en los desiertos del mar, el faro en la tempestad, o más bien el puerto seguro desde donde podemos mirar con tranquila conciencia todas las borrascas humanas.

Pero el que de este precepto se aparte, que sepa y piense a qué castigo se expone y distinga la diferencia que hay en la culpabilidad de acciones que a su parecer poca o ninguna tenían. Que al cometer el delito, no le agrave por ignorancia o aturdimiento, y reflexione que la ley que más tarde o más temprano se aplica al que la infringe, establece una gran diferencia, para el castigo, según el modo de apoderarse de las cosas ajenas, diferencia en que el delincuente no repara por mal suyo.

Al hurto, es decir, a la acción de apoderarse para apropiársela de una cosa ajena sin intimidar ni violentar a su dueño, ni forzar puerta ni ventana, ni mueble alguno, por grande que sea el valor de la cosa sustraída, no se le impone más pena que la de presidio menor, es decir, de cuatro a seis años. Si el valor de la cosa hurtada pasa de 5 duros y no excede de 500, tiene la pena de presidio correccional, de siete meses a tres años; si el valor de la cosa hurtada no excede de 5 duros, la pena es de arresto mayor a presidio correccional en su grado mínimo, es decir, de seis meses de arresto a siete de presidio correccional. ¡Qué diferencia de estas penas a las impuestas al robo!

El que se apodera de una cosa ajena para apropiársela, aunque no lleve armas, y aunque no sea en lugar habitado, siempre que entre por una ventana o por el tejado, o rompa una pared, o abra la puerta con llaves falsas, ganzúas o cualquiera otro instrumento, o la fuerce, o fracture puertas interiores o muebles, tiene la pena de seis a nueve o diez años de presidio. Si mediando cualquiera de estas circunstancias, o la de hacer el robo con otros tres malhechores y en despoblado, o en lugar sagrado o habitado, introducirse fingiendo nombre o Autoridad, además va armado, la pena será de presidio mayor en su grado medio a cadena temporal en su grado medio, es decir, de nueve o diez años de presidio a quince o diez y siete de cadena, y en caso de reincidencia pueden ser veinte, que para el que no sea muy joven, equivale a cadena perpetua.

Estremece que un hombre que tiene la mala tentación de apoderarse de lo que no le pertenece, y la mala costumbre de llevar alguna arma, vaya con ella a un lugar habitado, cuando sabe que no hay gente, y forzando la puerta o un mueble, consume el robo sin pensar que se le pueden imponer diez y siete años de cadena. Espanta ver que una criatura racional pueda arrojarse de una manera tan ciega a un abismo tan profundo. ¡Oh! Hermanos míos, medid bien su profundidad y no caigáis en él los que aún no habéis caído, y los que podéis salir, apartaos con horror.

Yo sé que las circunstancias de escalamiento, fracturas, armas y lugar habitado son circunstancias que el culpable no tuvo presentes al consumar el delito, y cuya gravedad no comprende después de haberle cometido, viéndose envuelto en una larga condena como en el torbellino de una nube que ha venido no sabe por dónde, y que descarga sobre su cabeza no sabe por qué.

Reflexionemos un momento, y veremos que la ley no es ninguna fuerza ciega, ni como esos ídolos cuyo carro marcha sobre cuerpos de hombres destrozándolos.

La ley tiene, y con razón, como una circunstancia muy agravante la de llevar armas, costumbre fatal y culpable, precaución inútil, porque las armas del que las lleva para hacer daño, se vuelven siempre contra él. ¿Para qué lleva armas el que va a robar? Para emplearlas en caso que le convenga. Es decir, que el que va a robar con armas tiene todas las apariencias de ir resuelto a hacer uso de ellas contra cualquiera que sea obstáculo a su mal intento. Esto supone un alto grado de audacia y de maldad, y un grave peligro para el hombre pacífico que la ley necesita defender con más fuerza allí donde le ve más atacado. La ley dice al ladrón: -¿Te armas para ser más fuerte contra mí? -Pues desde el momento en que estás armado, no puedo considerarte como al que solamente ataca la propiedad; te veo dispuesto a atacar la vida, Veo en peligro la del hombre pacífico, y le defiendo amenazándote con mis rigores sí entras armado en su morada para robarle. Yo no consiento armas sino para defender la justicia; el que con ellas la ataca, sobre ellas cae y se hiere.

Esto significa el artículo de la ley que dice: «Los malhechores que llevando armas robaren, etcétera.» Yo apelo a vuestra conciencia; ¿no os parece que tiene razón la ley? ¿No os parece mucho más peligroso y mucho más culpable el ladrón armado que el inerme? ¿No os parece que no debe confundirse en el castigo a los que tan distintas están en la culpa? Repasad en la memoria los ladrones que nunca han llevado armas, y veréis que no lo son de oficio, y aunque por excepción alguna vez lo sean, no tienen nunca la perversidad ni la audacia de los ladrones armados. ¿Cómo podía confundirlos la ley?

Apelo igualmente a vuestra conciencia para las otras circunstancias agravantes. ¿No es más culpable y más peligroso el que se reúne con otros tres para robar que el que roba solo? ¿No delinque más el que acomete a su víctima en despoblado, donde nadie puede ampararla, y es más grande su peligro y menor el riesgo del agresor? ¿El que está en despoblado, no es natural que diga: -En la población me amparan todos los habitantes, pero aquí donde no hay nadie, necesito que sea más fuerte el amparo de la ley y que castigue con más rigor al que me acometa? -Pues esto que dice el acometido y que diría el agresor si se hallara en su lugar, lo dice también la ley, que no es otra cosa que la expresión de la conciencia general.

Cualquiera de vosotros vive en su casa del fruto de su trabajo, tomando en ella las precauciones que exige la prudencia, porque ya se sabe que los hombres no son santos. Si tiene dinero o alguna cosa de valor, la guarda bajo de llave, cuida de la puerta, y cuando sale la deja asegurada. Necesita ir a sus negocios, a sus ocupaciones, a su trabajo; su habitación queda sola, y alguno que acecha se aprovecha de su ausencia para forzar la puerta, para entrar por la ventana o por el techo, y le roba. El infeliz que se ve privado del fruto de tantos afanes, del único recurso con que contaba para pagar la contribución, para satisfacer una deuda apremiante, para alimentar a su familia, ¿qué dirá? Dirá que no se puede vivir en un país en que los ladrones tienen el culpable atrevimiento de asaltar las casas; en que es preciso estar de guardia en ellas para que no sean robadas; en que no hay nada seguro, y en que la ley no reprime severamente la criminal osadía del malhechor que sin temor ni respeto a nada, asalta, fuerza, derriba y no se detiene ante ningún obstáculo. Dirá que no puede ganar su vida si ha de estar de centinela eternamente para rechazar los ladrones. Dirá que él no tiene medios de convertir su casa en un castillo y ponerla a prueba de ladrones osados, como si dijéramos a prueba de bomba. Dirá que los que en tal aprieto le ponen no pueden compararse al que astuto se aprovecha de un descuido para hurtar.

Esto dirá el robado, y esto diría el ladrón si en su lugar se viera; esto diréis todos si en conciencia reflexionáis cuánto dista el que hurta del que roba, porque el delito de este último hace más daño material, alarma y turba la paz de las familias que no se creen seguras, da con el ejemplo de audacia escándalo y ánimo a los que, propensos al mal, sólo necesitan para arrojarse a él un móvil pequeño; y manifiesta en el delincuente un grado mayor de maldad, sirviendo como de gimnasia y ejercicio a sus malos instintos, que así se fortalecen y preparan a llevar a cabo crímenes más graves.

Además, el que roba en lugar habitado, aunque vaya sin armas, y aunque aceche el momento en que no están los habitadores, puede equivocarse y hallarlos. ¿Qué hará entonces? Él mismo lo ignora; dispondrá de sus acciones la casualidad, y mucho peligro corre de cometer alguna violencia grave, acaso alguna muerte, armándose con el primer objeto que pueda hacer daño a fin de que no se le descubra. Y aunque no llegue a tal extremo, ¿quién puede calcular el mal que hará al descuidado morador que sorprende y aterra? ¿No habéis oído decir alguna vez, hablando de ladrones: -Yo no siento lo que pueden quitarme, sino lo que me darán. -En efecto, el mayor daño que hace el ladrón no es por lo que roba, sino por el terror que inspira su presencia. Puede calcularse el dinero que lleva, pero no el dolor que da. El sobresalto, el susto, el terror, dejan largo rastro de alteraciones en el cuerpo y en el espíritu, produciendo enfermedades que amargan la vida, y una muerte inmediata o prematura. ¿Quién puede apreciar con exactitud todos los males? ¿Quién sabe el daño que puede hacer un susto en una razón débil, en un ánimo exaltado, en un temperamento nervioso, en un anciano decrépito, en un hombre enfermizo, en una mujer que acaba de dar a luz a su hijo o que le está criando? La justicia humana, imperfecta como obra de los hombres, que no pueden leer en el corazón, se halla en la imposibilidad de seguir paso a paso la huella que dejan los delitos, ni de apreciar con exactitud todas sus consecuencias. ¿Cuántos que la ley castiga como reos de robo son en realidad y delante de Dios reos de muerte, porque han cansado la de la persona robada? No sólo se hiere con la navaja o el trabuco; sin verter sangre se mata muchas veces al tímido a quien se aterra.

¿Y os parece que quien tal hace debe ser igualado por la ley al que se apodera con astucia do lo que no le pertenece? ¿Creéis todavía que el robo debe castigarse lo mismo que el hurto? Yo espero que no, hermanos míos; yo espero que comprenderéis la distancia que hay de uno a otro delito, y la justicia de la ley que no los confunde. Los que los habéis confundido por vuestro mal, los que no visteis la diferencia que había entre apoderarse de una cosa por astucia o por fuerza, entre penetrar en una casa hallando la puerta abierta a forzarla, o escalarla, o agujerear la pared o el techo; entre robar en lugar habitado o en el que no le esté, entre llevar armas o ir sin ellas, creo que comprenderéis vuestro error, y no llamaréis injusticia de la ley lo que ha sido imprevisión vuestra. ¡Necesita prever tantas cosas el que obra mal! Y lo peor es, que cuando se necesitaba más previsión, conocimiento más exacto de las cosas, se tiene menos, porque el delito se interpone entre el culpable y su razón, como una nube delante del sol que obscurece. El delincuente necesita ver muy claro, como quien va por un camino peligroso, y su mal propósito le ciega en las circunstancias de más bulto, y todos, y aun él mismo cuando está más tranquilo se asombra de su ceguedad.

Si una vez os habéis cegado en mal hora, abrid los ojos a la luz, abridlos por vuestra felicidad. Ved cuántas circunstancias hay que tener presentes, qué de cosas hay que estudiar, y distinguir y prever para ser malo, mientras el que obra bien no necesita discurrir nada, y su vida es tranquila y sencilla, y no ha menester cavilaciones, ni más ciencia que practicar la máxima grabada por Dios en el corazón de todos: no hagas o otro lo que no quisieras que te hicieran a ti.

¡Que no pudiera yo haceros comprender vuestro propio interés y lo que realmente os convienen! ¡Que no pudiera yo haceros ver con claridad lo errado de los medios que habéis adoptado, y cómo es imposible llegar al bien por el camino del mal, y hallar la felicidad propia haciendo la desgracia ajena! ¡Oh hermanos míos! Os lo digo con verdad: el delito es un arma que hiere siempre al que la emplea; un amo que manda mucho y da poco; un usurero que hace pagar muy caras, al precio de la libertad y de la vida, las cantidades que anticipa. La virtud es más dulce y más barata.




ArribaAbajoCarta XXXIV

Delitos contra la propiedad. -Artículos 425 al 430.


Hermanos míos: ¡Quiera Dios que sean muy, pocos los confinados en la prisión por haber infringido los artículos de la ley que vamos a examinar! Da horror y da vergüenza escribir y tener y hablar del capítulo del Código que trata del robo hecho con violencia en las personas. Da horror y da vergüenza que haya en la especie humana criaturas de Dios hechas a imagen suya y con razón y conciencia, conociendo el bien y el mal, y en libertad de elegir uno u otro, alguna que por robar amenace y maltrate, y hiera y dé la muerte. ¡Privar de la vida a su semejante, a su hermano; cometer el mayor de los crímenes, por robar, es decir, impulsado por el más bajo, de los móviles! ¡Sacrificar por algunas monedas la vida del hombre, que no tiene precio! ¡Destruir con mano impía la obra más perfecta de Dios, porque es preciso dinero para comprar vicios y cómplices! ¡Comer sin que amargue el pan amasado con las lágrimas del huérfano, de la viuda, de la desolada madre que en vano quiere volver con ellas a la vida al hijo de sus entrañas, muerto por una mano traidora! ¡Apurar tranquilo el vaso, sin oír una voz que dice: -Bebes la sangre de tu hermano, porque bebes con el precio de su vida! -¡Holgarse en los brazos del placer, sin ver el espectro de la víctima que extiende los suyos pidiendo justicia a Dios y a los hombres! ¡Acostarse sin ver la sepultura donde duerme para siempre el inocente que inmoló! ¡Dormir sin ver en sueños fantasmas ensangrentados y lívidos, sin oír ruidos de ayes lastimeros y de cadenas que no pueden romperse, sin despertar aterrado buscando con ojos atónitos algo que se siente y no puede verse, temblando en todos sus miembros, con la frente cubierta de sudor frío, y sobre el pecho alguna cosa que pesa como la losa de un sepulcro! ¡Caminar a la luz del día sin ver el sol rojo cual si estuviera cubierto por un velo empapado en sangre! ¡Caminar en la obscuridad sin sentirse detenido por una mano de hierro invisible y poderosa! ¡Ser hediondo como un gusano que vive sobre los cadáveres, rastrero como una culebra, venenoso como una víbora, cruel como un tigre! ¡Conciliar vicios opuestos, llevar en el alma como una legión infernal pronta siempre a ponerse al servicio de todo deseo culpable! ¡No detenerse ante ninguna razón ni ante ninguna iniquidad! ¡Atropellar con la misma ferocidad la conveniencia propia y el derecho ajeno! ¡No escuchar más voz que la del mal instinto, que le dice: anda! ¡No comprender más palabra que la del mal hábito que le dice: no respetes nada! ¡No ver otra luz que la rojiza de la pasión que deslumbra y ciega! A semejanza de las fieras, matar para comer, y como ellas dejar un rastro de sangre y ser cazado: ¡éste es el ladrón homicida, horror del mundo y oprobio de la humanidad!

Después de dejar un momento a la natural repulsión que inspira, pensemos que esa criatura caída tan abajo, que ha caminado tan adentro por las vías de la iniquidad, que se ha manchado con la sangre del homicidio y con la inmundicia del robo, es todavía hermano nuestro, hijo de Dios y rescatado por Jesucristo. Todavía puede comprender el mal que ha hecho y arrepentirse; todavía puede amar el bien y practicarle; todavía puede entrar en sí mismo y despertar la voz de su conciencia dormida; todavía puede dejar de ser juguete desdichado de sus pasiones, y tener voluntad y decir: quiero ser honrado, y serlo; todavía puede levantarse y lavar su culpa y su oprobio en el arrepentimiento, en la sangre del que murió en la cruz, en 1as lágrimas de su Madre bendita que nos llama hijos a todos.

Si en un hospital nos dan más lástima las dolencias más graves, en una prisión, que es un hospital de enfermedades del alma, ¿no debemos también compadecer más a los más enfermos, es decir, a los más culpados? El delito que es una gran culpa, ¿no es también la mayor de las desgracias? Dejemos a la ley el delincuente, y acerquémonos al desgraciado. Su cuerpo arrastra cadena; hablemos a su alma, que puede ser libre entre hierros si con voluntad firme rompe los eslabones de la pasión y del hábito.

Desventurados hermanos míos, los que estáis manchados con la doble y terrible mancha del robo y de la sangre, yo os compadezco de lo más íntimo de mi alma; mi corazón siente vuestra culpa, mis ojos la lloran, y más todavía si vosotros la reís con las carcajadas de esa horrible demencia que se llama crimen sin remordimiento. Me aflige profundamente ver adonde estáis, pensar en vuestra condena larga, sino perpetua, en vuestro pasado culpable, y para no llamar a mi dolor debilidad, busco en vuestra historia alguna circunstancia que disminuya vuestra culpa y justifique mi lástima.

¿No es verdad que vuestra vida, tal como llegó a ser cuando os ha traído a la prisión, no fue premeditada? ¿No es verdad que la primera vez que cometisteis un hurto no creísteis que pudiera llegar un día que vertieseis sangre por robar? ¿No es verdad que habéis ido poco a poco venciendo repugnancias, acallando remordimientos, hollando leyes, quebrantando preceptos, y avanzando en el camino de la maldad hasta cometer la mayor de todas? ¿No es cierto que vosotros mismos no sabéis cómo llegasteis a tanto grado de culpa? No es cierto que las circunstancias en que por vuestra falta os poníais, os iban empujando con una fuerza que parecía irresistible? ¿No es verdad que olvidando vuestra dignidad de hombres, que consiste en tener voluntad y conciencia y dominar las cosas, os habéis dejado dominar por ellas, quedando casi reducídos al estado de cosa, a una fuerza sin voluntad o a una voluntad sin fuerza, que un instinto o una pasión cualquiera empuja por el camino del mal. ¿No es verdad que habéis llegado a herir o dar muerte sin que al principio de vuestra criminal carrera os dijerais: Voy a ser ladrón, asesino? ¿No es verdad que vuestras culpas cayeron sobre vuestro corazón gota a gota, y que no tuvisteis nunca tan horrible sed de maldades que hubierais podido apurar de un trago la copa llena de todos vuestros delitos? ¿No es verdad que sabéis cómo empezasteis a ser malos, pero ignoráis cómo llegasteis a tantos grados de maldad? Hubo en vosotros la inevitable imprudencia temeraria del crimen, la fuerza ciega del hábito, ese monstruo que nos enseña a hacer, sin notarlo, todo lo que hacemos muchas veces, sea bueno o malo. Hubo en vosotros error, ceguedad, aturdimiento, ignorancia, y la culpa gravísima de hacer alianza con el delito, perverso aliado que sin decir nunca todas sus condiciones, obliga siempre a cumplirlas. Sólo el que va por el camino del bien sabe a dónde va. Los que emprenden el viaje de la vida por las vías del mal, saben por dónde empiezan, pero no por dónde acabarán; ignoran adónde podrán arrastrarlos el ejemplo, los peligros, las tentaciones, la necesidad de la defensa, la embriaguez del delito, el delirio del crimen, que son otros tantos precipicios, y corrientes irresistibles, y huracanes que arrastran, y torbellinos que ciegan. Vosotros los que habéis recorrido hasta el fin el camino del mal, ya sabéis que en él es imposible detenerse, que hay impulsos que precipitan al viajero, débil juguete de una fuerza que aniquila la suya. Su voluntad es poderosa para sacarle de allí, pero no para contar los pasos que ha de dar en aquella ruta: es condición del que obra mal no poder medirle a su voluntad, ni pesarle según su conveniencia. El delito camina como caballo que se desboca y no obedece al freno ni a la voz del amo, que convierte en esclavo y le precipita. Recordadlo vosotros a quienes derribó de muy alto; pensadlo bien los que todavía podéis apartaros con menor daño. No hay cálculo, no hay prudencia, no hay precaución bastante para que no seáis sus víctimas, si os obstináis en seguirle. No recorráis la horrible escala. No vayáis de la estafa al hurto, del hurto al robo con fuerza en las cosas, y de éste al robo con violencia en 1as personas, y a quitar la vida al mismo tiempo que la hacienda, y comer un pan que amasáis con sangre. Deteneos, es decir, apartaos, porque, una y mil veces lo repito, si no os apartáis del delito, no os detendréis en él; la voluntad del hombre, siempre poderosa para alejarse, del mal camino, no es nunca bastante fuerte para medir los pasos que dará. Y vosotros mil veces desventurados que le habéis recorrido todo, aun podéis deteneros al borde del abismo que está al fin; aún podéis no decir a la desesperación y al oprobio: -ahóganos en tus brazos; -aún podéis reflexionar sobre lo que habéis hecho, y arrepentidos alcanzar perdón de Dios y de los hombres.

Ahora escuchad los artículos de la ley que no puedo copiar sin estremecerme.

Art. 425. El culpable de robo con violencia o intimidación en las personas, será castigado con la pena de cadena perpetua a la de muerte:

1.º Cuando con motivo u ocasión del robo resultare homicidio.

2.º Cuando fuere acompañado de violación o mutilación causada de propósito.

3.º Cuando se cometiere en despoblado y en cuadrilla, si con motivo u ocasión de este delito se causare alguna de las lesiones penadas en el núm. 1.º del art. 343, o el robado fuere detenido bajo rescate o por más de un día. (Las lesiones del núm. 1.ºdel art. 343, son aquellas en que el ofendido queda demente, inútil para el trabajo, impotente, impedido de algún miembro o notablemente deforme.)

4.º En todo caso, el jefe de la cuadrilla armada total o parcialmente.

Hay cuadrilla cuando concurren a un robo más de tres malhechores.



Art. 426. Cuando en el robo concurriere alguna de las circunstancias señaladas en el núm. 3.º del artículo anterior, y no se hubiere cometido en despoblado y en cuadrilla, será castigado el culpable con la pena de cadena temporal en su grado medio a cadena perpetua.



Art. 427. Fuera de los casos expresados en los artículos precedentes, el robo ejecutado con violencia o intimidación graves en las personas, se castigará con la pena de cadena temporal; cuando no hubiere gravedad en la violencia o intimidación, la pena será la de presidio mayor.



Art. 428. Los malhechores presentes a la ejecución de un robo en despoblado y en cuadrilla, serán castigados como autores de cualquiera de los atentados cometidos por ella, si no constare que procuraron impedirlos.

Se presume haber estado presente a los atentados cometidos por una cuadrilla, el malhechor que anda habitualmente con ella, salvo la prueba en contrario.



Art. 429. La tentativa de robo, acompañada de cualquiera de los delitos expresados en el art. 425, será castigado como el robo consumado.



Art. 430. El que para defraudar a otro le obligase con violencia o intimidación o suscribir, otorgar o entregar una escritura pública o documento, será castigado como culpable de robo con las penas respectivamente señaladas en este capítulo.



Las penas, como veis, son graves, pero también lo es el crimen. Todo delito puede considerarse como la suma de dos partidas: la acción y los motivos que han impulsado a ella. En el que castigan los artículos que acabamos de ver, la acción es altamente culpable; intimidar con todas consecuencias de una intimidación de este género, herir, mutilar, matar: esta es la acción. El motivo robar; es decir, el más vil y bajo que puede impulsar a un hombre. De lo malo de la acción y de lo malo de los motivos, resulta la gravedad de este crimen, el más odioso y el más odiado, el que más mancha y rebaja al que lo comete, el que más difícilmente se borra y se perdona, el que inspira a un mismo tiempo horror y desprecio; el que necesita más fuerza de voluntad para lavarse, el que viene a coronar una vida de maldades, y a decir a los que emprenden el mal camino: -si no te apartas, llegarás hasta aquí.

Los artículos de la ley que tratan del robo con violencia en las personas no necesitan comentarse; sus motivos están en la gravedad del crimen; sus disposiciones son claras y al alcance de todos. No obstante, hay una cuya razón tal vez no se presente inmediatamente con claridad para todos; no porque no sea clara, sino porque una de las tristes consecuencias de obrar mal, la más triste acaso, es no distinguirle pronta y claramente del bien; no deslindar instantáneamente y con exactitud el porqué, el cómo y el cuánto de una acción mala. No es la razón del culpable aquella antorcha que derramaba claridad; no es su conciencia aquel guía seguro que no le llevaba nunca por mal camino. Desde que dejó de obrar bien, empezó a discurrir mal; lo torcido de sus acciones influyó en la rectitud de sus ideas, y el desorden de su vida llevó la confusión a su alma. El hombre necesita el aprecio de sí mismo, tarda mucho tiempo en llegar al último grado de envilecimiento, que es despreciarse a sí propio. Hay pocos que lleguen tan abajo, y aun los que llegan, antes de llegar, procuran disculpar sus malos hechos con malas razones, y pervertir su conciencia, y formarse una moral aparte para su uso, todo por conservar el aprecio de sí mismo, todo por sostener su dignidad aun allí donde es imposible sostenerla, todo por ver si pueden sacar su amor propio a salvo aun después de haber perdido la honra. Puede decirse que las malas acciones tienen, como el vino, vapores que se suben a la cabeza y la trastornan.

El artículo del Código cuyos motivos tal vez podrían no ser prontamente comprendidos por alguno, es el 429, que dice: «La tentativa de robo, acompañada de cualquiera de los delitos expresados en el artículo 425, será castigada como el robo consumado.»

Acaso se diga: ¿cómo la tentativa se castiga como delito consumado? Porque el delito principal en este caso no es el robo, sino los medios que para robar se emplean. Si hay cautiverio, lesiones graves, violación, mutilación o muerte, en ocasión o motivo del robo, aunque éste no se consume, el delito más grave no deja de consumarse y de cometerse a impulsos de un móvil bajo e infame que le hace mil veces más odioso. El delito grave, el crimen horrendo, es matar a un hombre por robarle; si no se le roba, para nada debe tenerse en cuenta la circunstancia casual de que el asesino no tuviese tiempo o modo de robar. Aunque el objeto sea el robo, el medio que se emplea es lo que constituye la gravedad del delito; porque si en vez de la fuerza se emplease la astucia, el robo sería hurto; el objeto, no el medio, constituiría el delito, y podría establecerse la regla común a todos los delitos de tentativa, delito frustrado y delito consumado.

Un malhechor acomete a un hombre pacífico para robarle, le mata, le registra y no halla nada que robar. ¿Puede alegar como atenuante esta circunstancia casual? Porque él no haya robado, ¿su víctima no ha sido muerta con objeto de robarla? ¿No hay lo que constituye la mayor gravedad de los delitos, lo culpable de la acción y lo culpable de los motivos?

Por la misma razón, en el hurto y en el robo con fuerza en 1as cosas se tiene en cuenta para graduar la pena el valor de la cosa hurtada o robada, circunstancia que no se atiende en el robo con violencia en las personas. Si se atendiera, sería para agravar la pena del malhechor, porque cuanto menor sea el valor de la cosa robada, mayor perversidad supone en el que por un interés tan pequeño se arroja a un crimen tan grande.

Convenceos, pues, que en el robo con violencia, robar es el móvil del delito, el que lo hace más culpable y odioso, pero no el delito principal, que es la violencia, y consumada ésta, el delito está consumado sin ninguna circunstancia atenuante. Convenceos también de que hay un abismo entre el robo con violencia en las personas y todas las demás maneras de apropiarse lo ajeno, y es de sentir que no tenga un nombre particular, para que no se llamen con las mismas palabras cosas tan distintas. El ladrón homicida es más que homicida y más que ladrón; es alguna cosa horrible que debía tener un horrible nombre para él solo que le, distinguiese de los homicidas y de los ladrones, marcando la diferencia que entre él y ellos existe. ¡Cosa triste y mil veces deplorable! Entre el que roba con violencia en las personas y el que se vale de otros medios; entre el ladrón homicida y todos los demás ladrones, hay un abismo en la culpabilidad, y un paso en la práctica: ¡tan aprisa se va en el camino del mal; tan resbaladizas son sus pendientes! Para el que cedió una vez a la mala tentación y no se enmienda, para el que se obstina en vivir del hurto y del robo, una compañía más perversa que las que suele tener, una necesidad más urgente, un vino más fuerte, un peligro imprevisto, una casualidad cualquiera, le convierten en ladrón homicida, es decir, en el más degradado, en el más culpable y en el más infeliz de los hombres. ¿Cuál es el fin, el inevitable fin del ladrón homicida? La cadena perpetua o el cadalso.

¡Oh, hermanos míos! En nombre de vuestro interés y de vuestra ventura, apartaos con horror de un camino donde un paso dado tal vez involuntariamente puede haceros caer en un abismo tan hondo; apartaos, porque, os lo repito, el detenerse no es posible.

Hay hombres que por ganar dinero doman fieras, y se encierran con ellas en la jaula, y a vista del público luchan y las obligan a obedecer; algunas veces mueren entre sus garras. Esto que los pasa alguna vez a los domadores, sucede siempre a los criminales. El crimen es una fiera y la más feroz de todas: el criminal quiere domarla para ganar dinero, y se encierra, con ella en la jaula de su maldad. Allí se agita, se esfuerza, y concluye siempre por ser despedazado. No os acerquéis a la fiera con el propósito insensato de triunfar; huir es el único modo de vencerla; si no, tenedlo por seguro, clavará sus garras en vuestro pecho.




ArribaCarta XXXV

A los inocentes


Hermanos míos: Cuando escribía estremecida, copiando los artículos del Código, argolla, cadena perpetua, muerte, temblaba menos mi mano, padecía menos mi corazón, que al trazar las palabras que encabezan esta carta, y decir dirigiéndome a una prisión: A los inocentes. Permita Dios que escriba en vano; que nadie se halle sujeto a tan horrible prueba, y que las lágrimas que derramo al pensar que alguno puede sufrirla, caigan sobre mis pecados y no sobre vuestros dolores.

Mas si hay uno solo que padezca sin culpa, si puede haberle mañana, si puede haberle algún día, que reciba el amor, la compasión, las lágrimas de los justos de la tierra, y que espere la recompensa del cielo.

¿Pero basta ser castigado injustamente en este mundo para merecer premio en el otro? No, hermanos míos. La desgracia no es un mérito, sino una prueba; el mérito consiste en el modo de sufrirla.

Es necesario que os fijéis bien en que el destino del hombre no está, no puede estar en este mundo. Todos sabemos esta verdad; pero se la decimos a nuestra alma como esas oraciones que se aprenden de memoria y a veces se recitan maquinalmente con los labios, sin que se eleven a Dios con el corazón. ¿Cuál es la mayor prueba de que hay otro mundo? Las injusticias de éste; porque siendo Dios el infinito poder, tiene que ser la justicia absoluta, y el mundo en que hay un inocente que sufre, uno solo, no puede ser sino una prueba, un camino para otro mundo mejor.

Fijémonos primero en el poder de Dios. Yo quisiera que en este momento fuerais todos sabios, no porque la sabiduría sea necesaria para la felicidad ni para la virtud, sino porque es la que comprende mejor la omnipotencia divina. El hombre; con toda su ciencia, con todo su orgullo, no sólo no puede crear ni una hoja de un árbol, ni un gusano, ni un grano de arena, sino que después de consumir su vida en la meditación y en el estudio, no puede comprender cómo viven los gusanos que se arrastran por la tierra, ni cómo existen las arenas del mar. La criatura no comprende la causa de nada, y los sabios, después de una vida empleada en el estudio y en la meditación, concluyen por confesar su ignorancia, y la pequeñez del hombre, y la grandeza de Dios.

Las obras de que más se envanece el ingenio humano sirven más bien para confundirle, por que ponen de manifiesto sus estrechos límites, y el incomprensible infinito de la inteligencia suprema. Mirad, por ejemplo, el telégrafo. Muchos habéis visto esos hilos de alambre que fijos en un palo de trecho en trecho, sirven para comunicarse los hombres sus pensamientos instantáneamente, aunque estén a miles de leguas.

¡Qué Prodigio! Yo estoy hablando con los que viven en América o en los confines del Asía, y en el mismo instante en que escribo la palabra, la leen, y les llega al través de las montañas y de los ríos y de los mares. La ciencia, de inducción en inducción, de experimento en experimento, y a veces de casualidad en casualidad, ha ido combinando efectos y aprovechándolo, hasta dar al telégrafo la perfección que hoy tiene. Pero ¿y las causas? No las dice la ciencia; sabe el cómo se verifican algunas cosas, pero no sabe el porqué de nada. No se explica, no se comprende, no se concibe que pueda haber un agente, una cosa que no necesite tiempo para andar centenares de leguas, atravesando abismos y rocas y mares, y el hombre que en presencia de un hecho tan extraordinario nada alcanza de la causa, motivo tiene para inclinar la frente humillado, más bien que para levantarla orgulloso. Así, aun en aquellas cosas donde el genio del hombre parece rayar más alto miradas superficialmente, si se profundizan, revelan su miseria, porque bien puede decir que lo ignora todo el que no sabe la primera causa de nada. La ciencia humana, comparada con Dios, puede considerarse como un pequeño agujero en la obscuridad, abierto sobre el infinito. Vano fantasma, brillante mentira la sabiduría del hombre; su inteligencia marcha por entre misterios, como su corazón camina sobre dolores.

¿No os parece grande este mundo, con sus montanas que tocan al cielo, con sus abismos donde hierven los volcanes, con su multitud infinita de seres vivientes que pueblan la tierra y el aire y el mar inmenso? ¿No os parecen terriblemente grandes la voz del trueno, el resoplido del huracán, y la tempestad y el rayo? Pues este mundo que habitamos, donde hay tantas cosas inmensas, donde no existe una sola que podamos explicar satisfactoriamente; este mundo es en la creación como un grano de arena en una inmensa playa. Más allá del sol y de las estrellas, hay otras estrellas y otros soles que nuestros ojos no pueden distinguir; hay otros mundos infinitos en número y a distancias infinitas, cuyo estudio deslumbra la inteligencia y deja al entendimiento anonadado. Creedlo, hermanos míos, es imposible contemplar la creación sin decir: DIOS ES GRANDE; DIOS ES OMNIPOTENTE.

Ahora vamos a fijarnos en la consecuencia más importante del poder infinito de Dios, que es la siguiente ley: EL QUE ES OMNIPOTENTE NO PUEDE SER INJUSTO. Reflexionemos un momento y nos convenceremos de esta verdad.

¿Por qué son los hombres injustos, por qué hacen mal? Por debilidad; por impotencia. ¿La mujer infanticida mataría a su hijo o estuviera en su mano ocultarle, casarse con su padre, o cambiar la opinión de modo que pudiera ser débil sin quedar deshonrada?

¿El ladrón robaría, si con desearlo viera llenar su bolsillo del oro que busca en el ajeno?

¿El falsario cometería falsedad, si pudiera disponer de la voluntad del hombre, cuya firma falsifica?

¿El testigo falso daría falso testimonio, si pudiera con su solo deseo alcanzar lo que se propone por medio de su maldad?

¿El que mata por precio, mataría si con sólo quererlo tuviese un tesoro inagotable? ¿El que mata por celos, mataría si pudiera hacerse amar de la que prefiere al rival aborrecido?

Si fuéramos recorriendo así todos los extravíos, todas las maldades, todas las injusticias humanas, veríamos que son siempre resultado de impotencia y debilidad; porque a menos de estar loco, el mal, o se hace con un objeto, y no se haría si hubiera podido alcanzarse por otro medio, o se hace a impulsos de un dolor, y no habría mal si el dolor hubiera Podido evitarse. Esto es tan cierto, que cuando no se perjudica ningún interés, ni se cansa ningún dolor, ni hay que vencer ningún obstáculo, todo el mundo se pone de parte de la justicia. Los que hayáis estado alguna vez en el teatro podréis recordar que en las comedias el público se pone siempre de parte del que tiene razón. ¿Por qué? Porque no lo cuesta nada.

Siendo, pues, la injusticia resultado de la impotencia, el Omnipotente es necesariamente justo, y es absolutamente imposible que no lo sea.

La iniquidad triunfante y la inocencia humillada constituyen un desorden aparente y momentáneo que conduce a la armonía eterna. ¿Por qué así? El hombre ignora el por qué de todas las cosas; todos son misterios para su inteligencia, como para su corazón. Lo único que oye distintamente es la voz de su conciencia, que le acusa cuando hace mal; lo único que ve claro es la imposibilidad de que no sea justo el que le dio el sentimiento de la justicia y puede realizarla con sola su voluntad. ¿Por qué el inocente está en una prisión? ¿A qué preguntar el por qué de todas las cosas, cuando no podemos responder bien el por qué de nada? ¿Los inocentes que padecen en la prisión son los únicos inocentes que padecen?

El niño que nace enfermo, vive enfermo y muere sin haber sentido más que dolores, ¿no es inocente y sufre?

El joven virtuoso que es arrancado de los brazos de su madre para llevarle a la guerra, y padece trabajos, y fatigas y miserias, y pierde un brazo, o se queda ciego, o una bala le atraviesa y le mata, ¿no es inocente y sufre?

La mujer honrada que se casa con un hombre perverso que la burla, la maltrata, la escarnece, la hace mártir, ¿no es inocente y sufre?

El hombre económico y laborioso que deposita el fruto de sus ahorros en manos de un comerciante tenido por honrado, y al poco tiempo viene una quiebra fraudulenta a privarle del fruto de su trabajo, ¿no es inocente y sufre?

El vecino pacífico que ve asaltada su casa por malhechores que lo despojan, y le maltratan, y le asesinan tal vez, ¿no es inocente y sufre?

La persona que no ha hecho mal a nadie y se ve años y años clavada en una cama sufriendo dolores acerbos, ¿no es inocente y sufre?

El que ha nacido de padres viles y deshonrados, y por más que obre bien no logra borrar enteramente la infamia de su nacimiento, ¿no es inocente y sufre?

El que siente un amor puro, infinito, y se ve engañado y pospuesto a un ser despreciable, y siente la tortura de los celos, y los accesos de la desesperación, ¿no es inocente y sufre?

El que tiene la pasión del bien y no piensa más que en hacerle, y encuentra por todas partes obstáculos a su ejecución, y halla sordos para sus consejos, ingratos para sus beneficios, calumniadores para sus buenas obras, y agobiado por el número de perversos sucumbe en la indiferencia, en el olvido, en el abandono, sin haber podido realizar sobre la tierra ninguna de sus celestiales inspiraciones, ¿no es inocente y sufre?

La madre virtuosa que tiene un hijo malvado, que a pesar de sus amonestaciones, de su ejemplo y de sus lágrimas, huella el deber, de conoce el derecho, y le ve lanzarse al vicio, al delito, al crimen, y morir en un cadalso, ¿no es inocente y sufre?

Tantas personas buenas y virtuosas como son desgraciadas de tantos modos, ¿no son inocentes y sufren?

¿Qué concluir de aquí? Que este mundo no es el destino final del hombre, que no puede ser sino un camino para otro mejor. Si este mundo no fuera una prueba, sería una iniquidad, y como la omnipotencia y la injusticia son imposibles, Dios, que es omnipotente, es justo; el hombre no ha venido a la tierra a ver el triunfo de la iniquidad, sino a merecer una recompensa que recibirá algún día.

Pero sucede que la misma persona resignada con la voluntad de Dios, que le envía como prueba la pérdida de la salud, de la hacienda o de la vida de los que ama, no tiene resignación ni paciencia para sufrir esta misma prueba en forma de injusticia. Somos bien insensatos, hermanos míos, en dar al hombre ni para el bien ni para el mal más importancia de la que tiene. Dios consiente que su maldad nos aflija para probarnos, mirémoslo como la enfermedad que arruina la salud, o la inundación que destruye nuestra fortuna. El volcán, la tempestad y el rayo forman parte de la armonía del mundo físico; tal injusticia pasajera forma parte de la armonía del mundo moral. ¿Por qué? No lo sabemos; pero todo lo que existe, por el hecho de existir, es necesario y es justo, forma parte de un todo que nuestros limitados ojos no pueden ver, y de una armonía incomprensible a nuestra inteligencia. ¿Creéis que el Supremo Hacedor que os dio el sentimiento de la justicia no ha de comprenderla y amarla, cuando la comprenden y la aman hasta los hombres injustos? ¿Creéis que el que enfrena el Océano y encadena la tempestad; aquel cuya mano trazó su camino a los astros, y a quien obedecen el sol y la luna, y el rayo en las nubes, y el volcán en el abismo, no podría detener la palabra en los labios de falso testigo, ni la mano del juez que firma una sentencia injusta insensatos serían los que tal creyesen.

Veamos en la sentencia injusta que nos condena, lo mismo que en la enfermedad que nos aflige, una prueba que Dios nos manda, un medio que nos proporciona para que, sometiéndonos a su voluntad, contraigamos un gran mérito haciéndonos acreedores a tina alta recompensa. El triunfo de la injusticia, aun momentáneo, es un terrible misterio; hagamos con los misterios del mundo moral lo que hacemos con los del mundo físico. El hombre renuncia a comprender como hay un agente que recorre centenares de leguas en un espacio de tiempo imperceptible, y atraviesa los ríos, las montañas, los mares; pero se aprovecha de aquello mismo que no se explica, y establece el telégrafo. Hagamos lo propio con los impenetrables arcanos del mundo moral; aprovechémonos de la injusticia pasajera que no comprendemos, recibámosla como una prueba a que sometemos nuestra voluntad, purifiquemos en el sufrimiento las manchas de nuestra alma, perdonemos para ser perdonados, y sufriendo pacientes la injusticia de los hombres, esperemos confiados en la justicia de Dios.

Solemos caer en el error de pensar que la prueba que debemos sufrir en este mundo es siempre una desgracia, como si la prosperidad no fuese una prueba también, y la más difícil de todas. La riqueza extravía al hombre por los mil caminos del placer; el poder le embriaga; la gloria le deslumbra; y el que puede mucho, en peligro está de ser injusto y de hacer daño. La prosperidad es un vaso rodeado de flores con néctar en el borde y hiel en el fondo. Pocos salen de ella puros, ni por ella son purificados. A ruda prueba se somete el que a prueba de prosperidad es sometido, y terribles combates ha de sostener su corazón para no sucumbir o depravarse. Miramos las cosas con los ojos ofuscados del dolor pasajero; medimos por este momento que se llama vida el infinito y la eternidad; nuestros juicios son sensaciones; pero, creedlo, hermanos míos, un día vendrá en que menos pesada le ha de parecer al prisionero inocente la cadena, que la pluma al juez que lo sentenció, y el cetro al rey que no ha sido padre, y la espada al vencedor injusto. Esperad ese día, enjugad vuestro llanto, y si lloráis, sea por los que os han hecho derramar lágrimas amargas. ¡Ay de ellos, que no hicieron buen uso del poder que se les dio como prueba! Utilizad la vuestra mejor que han utilizado la suya.

Pero en el mundo hay harta iniquidad, sin que la aumentemos con la ligereza de nuestros juicios; y vosotros, encarcelados inocentes, tal vez acusáis a los hombres de males que están en las cosas. Puede haber un juez injusto, hay testigos falsos, pero también hay falsas apariencias que engañan a los mejor intencionados, que extravían a los más diestros, y más de una vez se ha visto a los justos cometer una injusticia por error, por invencible ignorancia. ¿Vosotros no os equivocáis nunca? Todos nos equivocamos, todos. El error es nuestro fatal compañero; cuando con él hacemos daño, lo damos el nombre de equivocación; cuando por él le recibimos, le llamamos iniquidad.

Otro de los errores que cometemos es decir: A tal culpa corresponde tal pena, e imaginar que el juicio de Dios se ha de ajustar al nuestro. Cometemos un gran pecado; hacemos un gran daño, de esos que la ley no puede o no quiere castigar; rezamos tal vez distraídos algunas oraciones en penitencia, y nos parece que nuestra culpa está perdonada, y la olvidamos, imaginando que Dios la olvidó también. Pasan días, pasan años; nuestra vida no es ejemplar, no entramos en nosotros mismos, no procuramos, haciendo bien, reparar el mal que hicimos, y si somos felices, no nos ocurre ni un momento la idea de que no somos acreedores a la felicidad que disfrutamos. tanta propensión tiene el hombre a pensar que merece todo el bien que recibe. Entonces nos acusan de un delito que no hemos cometido, y nos condenan los jueces de la tierra. Nosotros clamamos al cielo ensalzando nuestra inocencia como si fuéramos justos, como si nunca hubiéramos pecado. Sí de la culpa de que se nos acusa estamos inocentes, ¿por qué no recordamos aquella de que nadie nos acusó y que no hemos purgado? ¿Cómo no comprendemos que Dios puede mandarnos el merecido castigo en la forma de calumnia, de sentencia injusta, como pudiera venir en la de enfermedad o pérdida de bienes? ¿Por qué imaginamos, insensatos, que la justicia divina se parece a la humana, que señala a tal delito tal pena, ni más ni menos? ¿Por qué creemos que el que lee en los corazones escribe la ley de su justicia en artículos que podemos interpretar claramente con nuestra inteligencia limitada? ¿Por qué pretendemos reducir a un mezquino mecanismo los altos fallos del Omnipotente? ¡Inocentes encarcelados! o sufrís porque lo habéis merecido, o sufrís para merecer; en cualquiera de los dos casos sufrid con resignación y purificaos en la prueba. ¿Creéis acaso que es la más dura a que puede someterse la virtud humana? Erráis mucho si tal habéis creído.

Escuchad. Vosotros padecéis sin haber hecho mal; otros padecen por haber hecho bien, recibiendo por cada aspiración sublime un dolor agudo, por cada santo deseo, una pena acerba, por cada buena obra un rudo escarmiento ésta es la prueba terrible, la prueba de las pruebas, y hay quien la sufre, y la utiliza y se santifica en ella. La generosa criatura que puede mirar sus virtudes como otras tantas fuentes de dolores y ve su abnegación perseguida por la iniquidad bajo las mil formas que puede darlo la injusticia humana, ¿desconfía por ventura de la Justicia Divina? ¡Oh! No. ¿Cómo había de pensar que Dios vuelve mal por bien cuando sólo los hombres más perversos son capaces de esta maldad? ¿Cómo había de tener la insensatez culpable de imaginar que si una desgracia viene después de una buena obra es para castigarla? Lejos de locura tan impía, persevera en el bien como el medio más seguro de alejar de sí todo mal, y vuelto a Dios su corazón atribulado, pero lleno de confianza, le dice: -¡Señor! Hágase tu voluntad, y bendita sea tu incomprensible justicia.

Decidlo también vosotros, hermanos míos, encarcelados inocentes; enviadle de lo íntimo de vuestra alma esta breve oración, y veréis cómo sube al trono del Altísimo, y desciende sobre vosotros en forma de esperanza y de consuelo. Que Dios le envíe muy dulce a vuestra acerba pena; que los ángeles os acudan para guardaros de la desesperación; que los santos pidan y alcancen auxilios con que se fortalezca vuestra fe; que los mártires os recuerden desde el cielo los tormentos que sin quejarse sufrieron sobre la tierra, y por la pasión del Crucificado, y los dolores de su inocente y afligidísima Madre, aceptad los vuestros como conviene a un cristiano. ¡Encarcelados inocentes! ¡Mis pobres hermanos! ¡Mis desventurados amigos! ¡Qué no daría yo porque los hombres vieran vuestra inocencia! ¡Qué no daría yo por alcanzar de Dios la paz que el solo puede llevar a vuestra alma! ¡Pobre alma sujeta a tan ruda prueba! La mía se acerca a vosotros, y contempla vuestras amarguras, y siente vuestras penas. Todos los dolores de vuestro corazón vibran en el mío, todas vuestras debilidades y extravíos hallan disculpa en él, sí, que es también débil y flaco y sólo grande para amar. ¡Quién pudiera limar los cerrojos y abrir las puertas de vuestra cárcel! ¡Quién pudiera al menos dar libertad a vuestro espíritu para que, elevándose de las miserias y las injusticias pasajeras de esta vida, hallara la paz de los justos esperando en la justicia de Dios! ¡Oh! Yo no podré tanto, yo no podré nada. Es más fácil enviar consejos que consuelos. Pero la compasión santa y bendita ¿no es un buen consejo para un desdichado? Recibid al menos este que os envío de lo más íntimo de mi alma, y si no escucháis mis razones, atended a mis lágrimas, diciendo: -No despreciemos lo que dice quien, al decírnoslo, llora.