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Cartas al Ebro

(Biografía y crítica)

Benjamín Jarnés



Portada



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Primera edición, 1940

Queda hecho el depósito que marca la ley. Copyright by La Casa de España en México

Impreso y hecho en México

Printed and made in Mexico

por

Fondo de Cultura Económica

Av. Madero, 32



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ArribaAbajoDedicatoria

A Doña María de los Dolores Guzmán, viuda de González.

Representa usted para mí, señora, a la madre española más las dotes peculiares del gran pueblo mexicano. Sigo viendo en usted a la gran mujer de España, firme en los reveses, serena ante el dolor, tesonera en su esfuerzo para hacer de sus hijos -viuda desde tan joven- otros tantos excelentes ejemplares de su raza y familia. A quien todavía le sobra cariño para acoger a los demás puesto que, en días de contradicción, yo mismo -y otros españoles- han encontrado en usted tan cordiales simpatías. Para evitar un olvido imperdonable, quiero de nuestro reconocimiento dejar aquí visibles huellas. Que viva nuestra gratitud, al menos tanto como este libro.

Del cual debo decirle que viene escribiéndose desde los comienzos de mi vida literaria. Son textos en parte publicados y en parte no, en esta o parecida forma, que pude recoger y recordar después del naufragio bélico en el cual resultaron victimas tantos manuscritos, tantos libros, tantas revistas, que sin duda hubieran enriquecido estas páginas que hoy pongo en manos de usted, señora. Tal vez le sirvan de algún   —8→   provecho para conocer la historia literaria de una etapa efervescente de las letras españolas. De las de allí como de las de acá.

Un ímpetu rebelde corrió entonces por las filas juveniles de la literatura y de todas las artes. De ese ímpetu dan fe las páginas que siguen, limitadas por una fecha anterior a la del magno conflicto. Son quince años. He aquí una generación de arriscados jóvenes que supieron remover alegremente el campo de las letras, la zona espiritual de España y de estos pueblos de América. Con todos sus errores, con todos sus retozos, con todas sus profanaciones del augusto clasicismo, siempre la creí -y la creo- necesaria para el pleno desarrollo del espíritu español, anquilosado bajo muchos fríos montones de hojarasca retórica.

Pero no se asuste, señora: yo fui el menos rebelde. Comencé... con mi edad de ahora. O poco menos. ¿Nací ya viejo a las letras? No sé. Muchos años de serenidad claustral, muchos años de disciplina de todo orden, me limaron las uñas. Soy de mi generación, pero mi generación sólo en parte me ha formado. Acaso vine formado desde los tiempos de mis grandes amigos: Marcial, los Argensola, Gracián, Goya y el Ebro... Pero la historia literaria de Europa juntó a las lecciones de mis viejos amigos aragoneses, no pocas de sus felices experiencias. Alguna hice mía, otras no. En este libro quedan, de mi aplicación, testimonios diversos que -en el naufragio- escogió el azar, no yo. Quisiera, al menos, señora, que por ellas aprendiese usted a querer a los hombres que entonces cultivaron lo que en definitiva es la España eterna.



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ArribaAbajoLa Pasión Fría


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Noria de la emoción


Veo, Carlota, que te has escandalizado ante semejante aluvión de poesía amurallada. Es un escándalo al revés. Mientras las gentes protestan de todos estos manuales de espumas, de todas estas hélices sin freno, tú alzas la voz contra la respetable décima... Pues, sí, Carlota: como código poético parece haberse implantado el sistema lírico decimal. Habrá que comentar el hecho, puesto que tú, desde tu adorable Augusta, me lo ordenas.

Base de todo buen sistema métrico -bien lo sabes- será siempre cierto número de unidades de exacta dimensión, precisas para constituir una unidad del orden superior inmediato. Así, en el orden de la rima. Base de un buen sistema poético será el número de versos necesarios para componer la estrofa-tipo. (Utilicemos el estilo matemático que recomienda el autor de Cinco minutos de silencio, Tres horas en el Museo del Prado y otros libros cronométricos.) Según que la base sea dos, tres, cinco o diez; es decir, según que sean dos, tres, cinco, diez, las unidades que exijan otra del orden inmediato superior, el sistema poético se llamará binario, ternario, quinario, decimal... O, más   —12→   didácticamente -didascálicamente- aleluya, terceto, quintilla, décima...

Pues la base mejor acreditada, desde Espinel acá, ¿no es la decimal? Por eso, después de algún eclipse, resurge con todo el arisco empaque adquirido en las cuevas de Segismundo. La resurrección es evidente. La fiebre lírica se decide, de nuevo, a revelarse en décimas.

Queda alzado el ábaco en medio del aula por muy acreditados profesores. Diez alambres. Diez filas de bolas. Primera, cuarta y quinta filas: bolas rojas. Segunda y tercera: bolas verdes. Sexta, séptima y décima: bolas amarillas. Octava y novena: bolas moradas. (Cuidado con mezclar de modo deshonesto rimas femeninas o masculinas, linajudas consonantes con modestas asonancias. Ojo al canon. Un pintor diría: «Cuidado con mezclar indecorosamente colores fríos o colores calientes. Ojo al espectro».) Todo, en fin, es aquí un problema de distribución. Algoritmia. Exactitud en el sistema lírico decimal.

Pero es más sensible otra imagen. Tómense diez ladrillos, De ellos, el primero, cuarto y quinto, rojos. El segundo y tercero, verdes. Etcétera. Colóquense los diez ladrillos -ocho sílabas de largo, contado el cascote- uno sobre otro. Ya tenemos la unidad compacta, cerrada, a prueba de ariete, a prueba de todo disparo de guerrilla avanzada. Con diez montones de a diez ladrillos, obtendremos un canto. Con diez cantos, un poema. Con diez poemas, un volumen. Con diez volúmenes, un poeta neoclásico cualquiera. Con diez poetas neoclásicos, una generación literaria retrasada.

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En este Sistema lírico decimal, la emoción está en los bordes. Es emoción centrípeta, que va del diccionario a la médula del ladrillo; si el ladrillo tiene médula. Nace en los aladares y suele no llegar a ser celdillas craneanas, donde se aloja el foco gris del sentido lírico. El buen peluquero de la décima nada tiene que depurar. Sólo le resta recortar pacientemente los diez mechones.

Porque puede ofrecérsenos la décima como el ejercicio de una larga paciencia. Entonces, Carlota, podremos admitirla generosamente. Pero ¿no es preferible que el paciente construya jaulitas para grillos o se entregue heroicamente al juego de damas? El arte es, ante todo, una larga impaciencia.

Pero recordemos el orden de factores: Si partimos una décima en dos mitades, no obtendremos dos quintillas. Este es uno de los trucos del sistema métrico decimal. Una décima, partida en dos, produce una quintilla, queda por arriba un resto que puede subdividirse en otros dos factores: una cuarteta y un verso huérfano -aquí no podemos llamarle libre. Porque la quintilla -véase el Manual- no tolera los dos últimos pareados. Así la primera mitad se descompone en una cuarteta útil y en un verso sobrante. O bien, en un primer verso inútil y dos aleluyas.

Es, pues, la décima muy rica en posibilidades métrico-líricas. No en balde es eje de todo un buen sistema. Conviene aclarar este punto, para dejar a nuestros jóvenes poetas bien aleccionados en el uso de la quintilla, la cuarteta y la aleluya: hormas en que muy   —14→   pronto veremos encerrarse los neoclásicos pies. La quintilla, tan rizada, tan coquetona, tan redondita, es, sobre todos los moldes, muy recomendable. Recordamos siempre aquella dolorida del autor de El ama.


Mejor que un decir artero,
llorar mil veces prefiero
bellezas que el sol se lleva.
¡Virgen de bronce te quiero
antes que Venus de nieve!

Es una quintilla representativa. Todos los días se vende en nuestros mercados de rimas. Esto nos hace pensar que la lírica española no saldrá de su viejo atanor. O de su vieja atarjea, puesto que hemos hablado de ladrillos. La generación siguiente usará la quintilla como arma arrojadiza, como hoy se emplea la décima. Y la siguiente, la aleluya.

Virgen de bronce y Galatea desdeñosa. El Plus ultra aselvatizará en un prado florido. Campánulas rosadas, octosílabos azules y el blanco pie. No más Hélices. No más Espumas. No más deshumanizaciones. Amararse, humanizarse, metrificarse. Vino viejo en las viejas escudillas. Hay que llegar felizmente a la aleluya. En las angarillas de la aleluya puede cabalgar y retozar bien el ingenio. Al fin, sólo son dos ladrillos para entablillar el pensamiento. Dice, por ejemplo, Antonio Machado:


La primavera ha venido.
Nadie sabe cómo ha sido.

Aquí los ladrillos son dos alas. Pero no podría volarse con diez. Y entre diez ladrillos inertes, el pensamiento   —15→   queda muy prensado. Menos mal si rezuma un poco de música por los simétricos arambeles de la rima.

«El juguete es la primera iniciación del niño en el arte» -escribió el maestro Baudelaire. Cuando el arte pretende volver a la niñez, debe concedérsele la aleluya, con su inocente rima: lindos juguetes de a perra chica, como diría Verlaine y -a mucha distancia- Guillermo de Torre.

Examinemos, en fin, algunos corolarios.

Primero: Un número no se altera, aunque se le añadan a la izquierda uno o más ceros. Una estrofa clásica, tampoco, aunque se le añadan uno o más ripios.

Segundo: Un verso se hace dos, tres, diez veces más opaco, según le sigan o precedan dos, tres, diez versos geniales.

Tercero: La palabra tiene en el verso dos valores. Uno absoluto, que es el número de relaciones íntimas -espirituales- con todas las demás. Otro, relativo, que nace de relaciones o, como diría una burguesita, relaciones para casarse. Y estas palabras, en efecto, se casan en la estrofa, es decir, se cierran la puerta de su jaula. Porque la estrofa es un tiránico lecho conyugal.

Cuarto: El buen poeta extrae siempre la raíz del verso. El malo lo eleva a la quinta potencia. Y una potencia cualquiera de la unidad seguida de ripios, es menor que la unidad, es la unidad inflada. Venus en el noveno mes de embarazo.   —16→  

He aquí la noria de la emoción: Cada verso, un ladrillo. Cada diez ladrillos, una estrofa. Poesía amurallada. Belleza que sube del pozo repartida en diez homólogos cangilones. Resurrección de estas secas palabras: Hemistiquio. Cesura. Verso cojo. Quinto pie, sexto pie, séptimo pie. Deleite de ser reconocido por las viejas nueve damas de la corte de Apolo. Voluptuosidad de escribir con los antiguos pies...

Y así acaba, Carlota, esta lección de retórica, tan bien hermanada con las ciencias matemáticas. Como aprender viejas retóricas, no es muy difícil, creo que no han de faltar cultivadores de la décima en gran escala: no pocos de ellos auténticos poetas.

(1926)



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Partituras en hielo


Tu carta, en efecto, está lamentablemente plagada de qués. Y en ella te lamentas de no saber escamotear este qué horrible... Voy a intentar un ensayo de total supresión de tan horrible sílaba. De paso te contaré mi entrevista con el director de orquesta, Adam Szpak, estos días nuestro huésped, artista muy digno de su época. De esta época de orden frío...

Verás. También a la batuta -como a la pluma y al pincel- se le había enroscado tenazmente la retórica. Para podarla eran precisas muy finas tijeras, y quizá las de oro más puro sean las de Nikisch, hoy heredadas por Adam Szpak. Pero, en música, la retórica solía venir cubierta con una bella máscara: el virtuosismo. El virtuoso musical es el retórico del ritmo, como el seudoimpresionista era el retórico del color. Afán constante del virtuoso es el de hacer del arte una fascinadora cadena de primores. Mientras el creador sincero se desgarra silenciosamente la carne para hundir en sí las pupilas y hallar dentro el reflejo del mundo circundante, el virtuoso apenas se araña la epidermis. No quiere ver en sí imagen alguna porque prefiere hallar en el arte ciertos fáciles rafagueos, cierta vibración   —18→   comunicable a todas las membranas, provocadora del torbellino de aplausos. El virtuoso reparte en torno suyo puñados de bengalas, para ocultar bien la ausencia de esa estrella en la cúpula -como la llama Adam Szpak.

El virtuoso, Carlota, es un sembrador de luciérnagas en un bosque sin luna. Su obra es un caracoleo en derredor de sí mismo, un monótono carrousel de primores, capaces de seducir a la gran multitud. Aunque en su carrousel haya talcos fulgurantes, siempre la interpretación de la obra se inclinará de un costado, y se romperá el equilibrio entre el pensamiento creador y los medios expresivos puestos falsamente en juego. Habrá siempre en un platillo algunos gramos de mercantil impureza. Habrá inútiles injertos y una morosa fruición en contemplar lo advenedizo.

Si, puede el artesanó gozarse en el hallazgo de un magnífico instrumento, el artista, no. El artista apolo ha de ver cierta limitación por superar, cierta valla por burlar. No vale al artista complacerse en la riqueza del arado, sino en la hondura del surco.

Allá el gran divo con sus piruetas de laringe, y el maestro arrobador de muchedumbres con todos sus resortes del aplauso. Ellos conocen la llave dorada de la gloria inmediata, apremiante. El buen maestro electriza a su público con el emocionado juego de los brazos temblorosos y el efervescente desequilibrio de sus nervios. Para él la obra es un potro por domar, una amante por rendir, no un mundo de materia vibrante por vencer. Para Adam Szpak -el artista de la pura   —19→   sobriedad- la interpretación de una obra es siempre cierto laborioso edificio por construir. En cada obra aprende una nueva lección de economía del lucimiento, como él llama, jugueteando, a la delicada precisión de su batuta.

Adam Szpak -el maestro de pálido rostro infantil y ademanes de príncipe del arte- podó ágilmente toda hiedra retórica de su estilo. Le vemos asomar su fino contorno, entre la orquesta, sobre la tarima desnuda... junta los pies y recoge sus brazos en actitud de replegar energías. Poco a poco, sin avaricia, pero con cautela, las va gastando. No tiene prisa por revelar su emoción musical, le basta con revelar la obra interpretada. No toma la tarima como pedestal, sino por atelier. En la ejecución definitiva, debe ser ya casi una sombra de sí mismo. Su trabajo más penoso ya pasó... Adam Szpak realiza su labor sin partitura. No nos sorprende. Él mismo se borraría de la orquesta si pudiese dejar allí su espíritu.

Por eso, Carlota, cuando a Szpak se le pregunta por su arte, no nos habla de anhelos, de vehemencias. «Puede un director padecer cuarenta grados de fiebre y producir una obra muy fría» -nos dice sonriendo.

Él habla de cimientos, de masas coloreadas, de planos sonoros... Como buen hijo de su tiempo, sustituyó el frenesí por el equilibrio. Es un infatigable ingeniero del ritmo, además de ser un prodigioso catador de sonidos. Concibe la interpretación como una ideal arquitectura.

Nada -me dijo- puede construirse sin tener bien clara percepción del ritmo peculiar de cada frase. Estos   —20→   son los cimientos. Sin ellos no podrá alzarse el edificio, bloque a bloque, sonido a sonido. Luego es preciso conocer la calidad de los muros, el color de cada plano, la densidad, el valor relativo de cada instrumento en cada instante. Es nada el claro-obscuro, primitiva y trivial fórmula expresiva; es preciso agrupar los sonidos como se agrupan los colores en el lienzo y las frases en el poema; medir los grados de robustez, de emotividad; percibir la intensidad de cada choque. Todo instrumento tiene sus cariños, sus predilecciones. Algunas frases necesitan a veces un instante más para sonar... Por eso, la obra debe ser escuchada, paladeada interiormente. Es preciso saber cómo ha de sonar, y los resortes para hacerla sonar así.

Y, por último, la cúpula, es decir, la expresión. Fijar el contorno puro, diseñar ágilmente el arabesco, huir de toda fruición morosa. Trazar la melodía con el mismo pulso sereno, con la misma vehemencia contenida siempre por su total integridad. Nunca herirla, nunca maltratarla, cifrar en ello toda la gloria. «El gran peligro del intérprete -sigue diciendo Adam Szpak- es maltratar la obra por hacer más saliente la labor propia. Yo admiro fervorosamente a Pablo Casals por ese amor reflejado en sus interpretaciones, por ese miedo a torcer la voluntad del autor.»

-Y... ¿además? -le pregunté-. Y Adam Szpak, siempre sonriendo, contesta sencillamente:

-Luego... una estrella en la cúpula.

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La voz tímida, dulce, de Adam Szpak se fue animando graciosamente hasta precisar bien su timbre infantil. Vibran las palabras en el aire, ya más caliente al hablar de sus cariños más hondos del arte incomparable de Nikisch, de Chopin, el genuino músico nacional, de las mazur de su patria; de Karlowicz, el malogrado creador de los Cantos eternos, interpretados en Barcelona; de Liadow, el autor de las lindas Cajita de música y Saba Jaga; de Schoemberg, el prodigioso miniaturista musical; de la Quinta sinfonía, donde Nikisch agotó las maravillas de su arte...

Luego reparte sus finas sonrisas entre Erik Satie, el genial humorista, y ese delicioso puente entre Debussy y Strawinsky: Maurice Ravel.

Se habla de Falla, casi siempre admirable, por ser casi siempre español. Y de Albéniz. Y de la música española, la más rica, la más bella música popular del mundo. Cuando aquí no había músicos -termina Szpak- todos acudían a ella, pero Albéniz nos revela la endeblez de todo lo español escrito hasta hoy por extranjeros.

-¿Y el sentimiento? ¿Y la emoción?

-¡Bah! Han abusado un poco de eso, con pretexto de Haendel, de Bach, de algunos otros. Yo pienso en otras cosas...

Adam Szpak prefiere una justa armonía entre el corazón y el pensamiento, única fusión capaz de producir la obra nueva. Hubo excesivas embriagueces de lirismo. Era tiempo de volver a las fuentes primitivas   —22→   de toda pura melodía, como de toda pura armonía. A la serenidad, al equilibrio... Y al estudio. La música exige una labor tan lenta y reflexiva como las demás artes. Debe escoger su gama de sonidos, como la pintura escoge su gama de colores.

Recuerda una frase de Hans von Bulow: «Se debe tener la partitura en la cabeza, no la cabeza en la partitura.» Así justifica su desdén por el atril. «Y no se me admire por eso -añade-. Lo hago por pura comodidad. Si algunos críticos lo quieren, colocaré en el atril una partitura cualquiera, vuelta del revés.» Y termina, con un mohín de enfado:

-¡Así me dejarán en paz!

¡Deliciosa charla! Vuelve Szpak al tema de la nueva música. Habla de la tendencia moderna a la preciosa miniatura, hacia los lindos juguetes musicales. No se piensa ya en la obra grande, sino en la obra densa. Ahora el gran arte recoge mucho sus contornos. Un sencillo acoplamiento de sonidos tiene ya tanto valor como el tema más profundo, más nutrido de intenciones. Se ha libertado la música del lenguaje estrecho, turbio, de la pasión. Una página sonora bien trazada es admirable como lo es una pizarra repleta de ecuaciones bien ordenadas. Nos basta con la emoción inherente a todo fruto mental bien logrado. La música puede destacar la novedad de un acorde, aparte de todo otro sentido.

La sensibilidad nueva busca bellas sonoridades por sí mismas. La armonía por la armonía. Desdeña los   —23→   grandes temas. Si fue desterrada la epopeya, y arrínconado el aparatoso cuadro histórico, también es desterrada la gran sinfonía y desdeñados los motivos colosales. Queremos, sencillamente, colores, ritmos, matices...

Al recordar a Szpak alguna maravillosa catedral del sonido, duda un instante y prosigue:

-No siempre lo son, aún las más celebradas. En música no suele darse la catedral definitiva. Esa Novena sinfonía, con su pórtico sublime, con su enorme primera parte... ¡Tiene otras dos de inferioridad tan abrumadora! No, no se da el definitivo conjunto armónico, la gran catedral. En otras, ni ese pórtico... ¡Esa insoportable Pastoral! Yo nunca la quise dirigir.

Cada época agota ciertas calidades. No parece preferir ésta lo sublime. Desdeña lo grandioso, lo grandilocuente. ¡Tantas veces halló sólo hinchazón! Prefiere contornos más ceñidos. Ver el último punto de la ágil parábola trazada por la flecha del arte. Ver bien distinto el blanco. No perder proyectiles en ese vago azul donde vuelan todas las inciertas palomas de la retórica... Azul e infinito son ya muy poco para el arte.

Adam Szpak ante la orquesta, en vez de desatar los nudos de su fina sensibilidad, los va apretando, cada vez más alerta. Si hierve dentro de él algún vino generoso de emoción, sabe contener bien las burbujas. Sólo sus manos tiemblan levemente... Podría dar el espectáculo antiguo de un dionisíaco, de un poseído por la fiebre musical. Tan intensamente vibra en el foso de las ondas sonoras. Pero Adam Szpak no quiere   —24→   darse en espectáculo. Él sube a la tarima a imprimir su dedo en los resortes ya estudiados y previstos. Podría antojársenos un mecánico, si todo en él no le acusase de delicado príncipe del arte.

Alguien ha dicho: «Cuando Pablo Casals interpreta, no existe el violoncello; sólo existe la obra. Tan inmaterial es su arte.» También Adam Szpak -ya te lo dije- se borraría alegremente de la tarima, como borra el atril, si pudiese dejar allí su espíritu.

Y ya tienes aquí, buenísima Carlota, realizada la experiencia de escamotear el qué.

(1925)



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Fe de erratas


Es verdad, Carlota. En mi Carta a Torres Bodet se dejó escapar El estudiante una tan gran cantidad de erratas que difícilmente habrá podido ser leída y comprendida. En tu obsequio voy a reproducírtela. Dice así:

«Discrepar casi totalmente del contenido de ese artículo, no debe ser obstáculo para saludar su aparición, como se saluda al leal camarada de un equipo opuesto. No suele ser la serenidad característica de las escasas polémicas que aquí y ahí se suscitan. Con todo, preferiría que surgiesen a diario, aun con toda su acritud, a no asistir a ninguna. Por hoy nos limitamos a escuchar alguna vez cierto breve y doctoral zumbido, o a sufrir el irritante picoteo del libelista en píldoras. Vivimos en siesta permanente, con todo el molesto cortejo de mosquitos y abejorros.

»Permítame recordar las líneas esenciales de estos que usted llama apuntes tomados por José Ortega y Gasset, como resultado de las observaciones emprendidas, con rara atención inteligente, a través de los diversos modos y temperaturas que el arte moderno ha instaurado en Europa. (Apuntes que tuvieron la eficacia de hacer vacilar a no pocos inseguros de su opinión,   —26→   haciéndolos caer por fin del lado más mullido, del de la amiga realidad, dócil modelo propicio siempre a una copia fiel. Ya un escritor petrificado señalaba como la más nociva cualidad de Ortega, la de hacer reaccionar a sus lectores. Es la opinión de los que gustan hacer del arte una taza de la clásica tila.

»En el sarao de ideas bien relacionadas en sociedad, correctamente vestidas según el maniquí tradicional, se presenta a diario Ortega del brazo de una opinión aventurera. No debe sorprendernos que el coro de las señoras de un ceñudo Ropero, se alborote y pida la expulsión de la descotada advenediza.

»Las señoras y los escritores coleccionistas. Yo divido a mis camaradas en dos clases: coleccionistas y aventureros. Unos acuden siempre al arsenal: su verdad está en el pozo. El aventurero se asoma siempre a la ventana, porque su verdad la trae el viento. Aquellos utilizan la soga, estos, la antena.

»Pero, al menos, por lo que tenía de halagadora para el artista, debió esta teoría ser poco discutible. Se intentaba eliminarlo de la turba, juntarlo con más dignos compañeros en un decoroso estrado, puesto que la multitud espesa se reía de ellos. Hubo resistencias a tan sugestiva selección. A todas las aristocráticas terrazas, prefirieron muchos la plataforma del tranvía. ¡Arte humano, muy humano! -dijeron-. Arte que arranque lágrimas, como aquella sentimental cebolla de que Heine nos habló. Arte que haga vibrar intensamente los bordones cardiacos... Con todo lo demás del notorio panegírico...

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»Es buen método el de ensayar la percepción de un ser por sus efectos, y la obra de arte por sus inmediatas resonancias. Pero el choque de las ondas que produjo el arte nuevo, con el aro de muchedumbre, no pudo ser más infortunado. La masa cocea -dice Ortega-; es dura. No se deja moldear: rechaza la lima y el cincel. Con la impopularidad del arte nuevo surgen, en consecuencia, dos castas antagónicas. Los de piel inatacable y los de vibrátil epidermis. Los primeros no entienden, los segundos, sí. Pero, si el arte nuevo no es inteligible para todo el mundo -sigue Ortega- quiere decirse que sus resortes no son los genéricamente humanos. No es un arte para los hombres en general, sino para una clase muy particular de hombres que podrán no valer más que los otros, pero que evidentemente son distintos.

»Es decir, que un goce estético que para la mayoría de los hombres no es una actitud diversa en esencia de la que habitualmente adopta en el resto de su vida, no puede ser sentido ante la nueva obra de arte. Luego será preciso apelar a una fruición puramente estética, incompatible con el hecho de intervenir en un juego sentimental, lejano de esa conmoción, de esa compasión que sufre el alma sensible a la tortura de los amantes de Teruel. Luego, el arte será tanto más libre, cuanto más lejos se sitúe. Los grados de alejamiento significan poder de liberación en que objetivamos el suceso real convirtiéndolo en una de contemplación.

»Es, pues, cierta fuga de lo humano. Cierta evasión de lo real. No una total fuga, no una total evasión:   —28→   cuando el fugitivo salta la frontera, deja de ser fugitivo; no es mas que desterrado. Cesa de ser perseguido y se sienta a descansar. Si el arte nuevo estuviese totalmente evadido de lo humano, no sería ya la suya una actitud dinámica, sino de reposo. Y en arte no vale descansar. En arte, ni hoy ni nunca, debe llegarse.

»No importa el término ad quem -dice Ortega-, sino el término a quo. Se trata -insistamos- de una clara intención de evadirse, de un sincero afán de deshumanizarse. Con el logro, cesaría el afán. Magnífico ejemplo nos prestan las escuelas pictóricas que por haberse totalmente deshumanizado, dejarán, lógicamente, de hacer arte, por hacer geometría. Si el árbol quiere rozar las nubes, bien está. Si lo hace a costa de ir arrancándose las raíces para montarlas al aire, bien está, pero dejará de ser árbol, para trocarse en un deforme pájaro.

»Es decir que la obra de arte no ha de ser ese núcleo humano que las musas peinan y pulimentan. El arte no es pura cosmética... La percepción de la realidad vivida y la percepción de la forma artística son en principio incompatibles, por seguir una acomodación diferente a nuestro aparato receptor.

»Es la diferencia entre ver el fanal y ver sólo el muñeco que está bajo el fanal. Copiemos otras frases: El arte no puede consistir en el contagio... El llanto y la risa son estéticamente fraudes... El poeta empieza donde el hombre acaba... El poeta aumenta el mundo -auctor-, añadiendo a lo real que ya está ahí por sí mismo, un irreal continente.

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»Podríamos transcribir el libro entero. Y, si es difícil hallar conclusiones más diáfanas, también lo es hallar otras tan poco comprendidas. Quiero creer en lecturas precipitadas. Ver la diferencia entre realidad vivida y realidad contemplada, entre realidad humana y realidad artística, es algo de que no puede eximirse ninguna mirada sincera de hoy. Estilizar ¿no fue siempre deformar lo real, desdeñándolo, fijándole nuevos contornos? Estilizar implica deshumanizar. Sólo quien se resigna al estilo común, puede abominar de la deshumanización. Sólo los poco seguros de su vuelo, pueden discutirla. Nada más fácil que no huir. El cobarde no huye, se queda siempre -apunta el ingenioso Paul Morand-. La realidad acecha constantemente al artista para impedir su evasión. ¡Cuánta astucia supone la fuga genial! -dice Ortega-.

»Ese triunfo sobre lo humano, a que usted alude, no es, pues, un triunfo definitivo, sino un constante vencimiento en la constante lucha que usted echa de menos. No hay victoria sin enemigo, y no hay arte sin materia humana que estilizar -añade usted. Exactamente. ¿Quién habla de suprimirla? Precisamente -ya se anotó- reconocemos que nos acecha siempre, como el león simbólico, quaerens quem devoret, buscando a un artista para comérselo, para hacer del pintor, un fotógrafo; del poeta, un cronista. No se trata de suprimir esa lucha, puesto que se fundamenta en ella la calidad substancial del arte verdadero. No sigue el artista las ondulaciones de la realidad, sino que rectifica sus perfiles.

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»Y todo a fuerza de vigilias y de ojos limpios y serenos. El arte no es glosa, ni prolongación de la realidad. Puede surgir una densa aventura nada grávida de gérmenes estéticos. La vida más fecunda se limita a ofrecernos, humildemente, un manojo de anécdotas a escoger. Del mismo modo que el diccionario nos abre su gran cofre para que hundamos allí las manos, a capricho.

»El genio tiene un gran cuidado: ser lo más humano posible... No recuerdo este pasaje de André Gide, en que usted se apoya, pero releí estos días las deliciosas páginas que el mismo autor dedicó a Marcel Proust en quien la humanidad está deliciosamente escamoteada.

No creo mucho en la simple humanidad de los genios. El fruto genial es sobrehumano o infrahumano, según la flecha de la evasión. No es simplemente humano Don Quijote, como tampoco lo es Próspero. El genio rebasa siempre el nivel de humanidad, cuando no lo olvida totalmente, y se lanza a horadar las altas brumas, como sucede a Beatriz. (Excesiva evasión, como la del cubismo. A la palabra geometría viene aquí a sustituir la de teología.) No pretende el arte nuevo subir a esas zonas, acaso por no surgir el ímpetu genial que rompa el aro ceñido y risueño de su voluntario horizonte.

»Ceñido, porque una excesiva autocrítica le empuja a no perder de vista su patente limitación. Risueño, porque su actitud es de humorismo, fina forma de velar su cansancio.

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»Habló usted de prosélitos, de discípulos. Me parece que ya sólo interesa agrupar en franca, en sincera camaradería, hombres comprensivos, de claras ideas -oímos decir al mismo Ortega-, de firme voluntad de ensanchar sus respectivos horizontes mentales, capaces de contestar a una inquietud con otra, no con una palabra consagrada o un brumoso magister dixit, ya inadmisible entre nosotros.

»También suele arrojársenos al paso el gran vocablo. Clasicismo, la gran mole Cultura, con dorada mayúscula y prestigioso adjetivo. Para uno y otra, todo nuestro respeto. Y todo nuestro recelo. Porque ¿quién podrá saber todo lo que encierran esas enormes tinas universales, si después de tantos años de fervorosa atención, aun no hemos logrado averiguar (apud d'Ors, passim) todo lo que puede caber dentro de un minué?»

Hasta aquí mi carta a Jaime Torres Bodet. Para concluir, he de decirte, Carlota, que el error fundamental ante el ensayo de Ortega y Gasset es este: Lo que solo es un diagnóstico, se ha tomado -y ¡con qué ceñuda precipitación!- por una receta.

(1926)



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ArribaAbajo4

Genio e ingenio


Ya te habrás dado cuenta, amiga mía, de cómo nuestro librito, El profesor inútil, suscrita entusiasmos que no merece. Sobre todo, el breve estudio de Azorín me ha conmovido... Precisamente llegó el periódico a mis manos, en momentos en que todo, en derredor mío, era tristeza. El artículo del buen amigo se leyó ante el cadáver de mi hermano Mosén Pedro, al que enterramos dos horas después. Su ejemplar -el de nuestro librito- allí quedó en aquel pueblecito de Teruel, en manos de otro sacerdote.

Pero tan cariñoso comentario a esos apuntes de novela, ¿no me convida a charlar contigo unos instantes acerca de problema tan hondo como lo es el de la superficialidad? Y no hay aquí, Carlota, intención alguna de hacer saltar la paradoja: se trata del ingenio, si por ingenio entendemos eso que nuestro admirado autor de Castilla resume en una frase de su artículo: «Lo ingenioso es lo superficial.»

Consideremos despacio la afirmación: El aturdido personaje de El profesor inútil, al negar a Campoamor el ingenio, provocó -además- otra muy grata reconvención: la de Andrenio. Pero Andrenio otorgaba   —34→   a Campoamor un ingenio compatible con la época de las Doloras, mientras Azorín, menos generoso con el poeta y con el atolondrado profesor, hacía radicar precisamente en la abundancia de ingenio la fragilidad del arte de uno y otro. «El ingenio -escribía Andrenio-, la agilidad y prontitud del entendimiento, la forma suelta y donairosa, es lo menos discutible en aquel poeta, aunque el ingenio de 1880 no sea el de 1926.» Y Campoamor -escribe Azorín- «quisiéramos que fuese menos ingenioso, menos fabricador de frases brillantes, paradójica, donosas.» Dice Andrenio que Campoamor tenía el ingenio de su época. (Sí, claro, de una época que apenas tenía ingenio.) Azorín afirma que Campoamor flaquea precisamente por el costado del ingenio... (No tan claro.)

Difícil empresa es trazar confines entre lo genial y lo ingenioso, discernir cuando una u otra calidad se enseñorea de la obra, (¿Qué será, por ejemplo, casi toda la obra de Quevedo? ¿Genial? ¿Ingeniosa? Y si ingeniosa, ¿será superficial? ¿Epidérmica?) Más difícil es medir su profundidad cuando embarazan al crítico puñados de donairosos arabescos. La tal medida nunca puede entonces expresarse en cifras exactas. También la sencilla, la extrema claridad, hace fingir en el agua profundidades nulas... (En uno y otro caso, por la desnudez suma o por el excesivo ropaje, la mirada crítica sufre muchas vacilaciones.)

«Es la agudeza pasto del alma -contestaría nuestro Gracián. Hállanse gustos felices, tan cebados en la delicadeza, tan hechos a las delicias del concepto, que no pasan otra cosa que sutilezas. Son cuerpos vivos   —35→   sus obras...» Pero la vida no puede ser algo superficial. Y estas sutilezas, ¿son otra cosa que ingenio? «Hay ingenios gitanos de agudezas» -continúa Gracián. Hay «ingenios reconcentrados, con fondos de discurrir, con ensenadas de pensar». También dice: «Genio e ingenio son dos ejes del lucimiento discreto: La Naturaleza los alterna y el arte los realza.» Sí, el ingenio podrá ser un Benjamín en la familia de los genios, pero siempre resultaría hermano suyo. Quizá deba ser el más querido, por ser el más niño, y, en consecuencia, el más travieso.

Lo ingenioso, sustancialmente, no es lo superficial. Mientras lo fuese, iría perdiendo calidades sutiles, para ir pasando a la humilde condición de gracejo, de chiste de humorada. Lo ingenioso es siempre fruta madura del espíritu, mientras el chiste suele ser fruta en agraz. Todo ingenio tiene mucho de ingeniero de las ideas, mientras el hombre del chiste es un pobre picapedrero del idioma que apenas si logra arrancar de algún guijarro una efímera chispa.

«El hombre -decía ya el viejo Renán- no tiene señal más decisiva de su nobleza que una cierta sonrisa fina, silenciosa, que acusa en el fondo la más alta filosofía. Un riguroso análisis demostraría que la ironía entra por mucho en todas las creaciones realmente elevadas; y si se escribiese una Divina comedia del siglo XIX, sostengo que cabría en ella la ironía.» Me permito añadir que si se escribiese la Divina comedia del siglo XX, cabría en ella el humorismo, o no sería la obra genial de su época. La obra maestra, en fin, de este siglo sería fruto del ingenio. Si no resurge el huraño   —36→   coloso que renuncie totalmente a la grata mezcla que señala Gracián y vuelve la espalda al humorismo... No lo creo probable. ¿Y tú?

Pero acontece que junto al genio surge -ufana- su caricatura, el farsante de buena o mala fe. Y éste no apelará a la sutil ironía o al atolondrado humorismo; apelará nada menos que a la metafísica sublime. Intentará reformar su humanidad al compás de un arpa. Hará de sus grandes y pequeños poemas muchas lecciones de ética rimada; será «gitano de solemnes frases», en lugar de ser «gitano de agudezas»... Recuérdense las páginas de La originalidad y el plagio, donde Valera intentó defender del pecado del hurto al autor de El tren expreso. Sabido es que un centenar de frases rutilantes de Victor Hugo se han hallado incrustadas en la obra opulenta del ingenioso don Ramón de Campoamor.

Yo, Carlota, conozco al falso genio en que apenas sabe sonreír. Genio e ingenio, como el señor y el paje, andan siempre enlazados en la guerra y en la paz. Suelen juntarse en la obra de arte en la misma proporción que se juntan en un plato el condimento y la carne. Tan sustancial es para el arte no ofrecernos platos de sola salsa como no ofrecernos carne cruda. En un salvaje concebimos mejor la genialidad que el ingenio.

Pero el ingenio es algo más que condimento. El ingenio puede ser toda la obra, puede al menos, dejar impreso a lo largo de ella el rastro de sus finos, dedos. Suele el genio avanzar entre las cosas, mirando hacia lo más profundo en línea recta y altanera, dejando   —37→   a uno y otro lado ricos ademanes inéditos de seres que luego harán su delicioso mohín íntimo al ingenio, como esas lozanas campesinas que bajan la frente al paso del señor y sonríen después al ágil pajecillo que zigzaguea astutamente entre los mesnaderos.

Por eso el ingenio, de aquí y de allí, de este paisaje y de aquel incitante perfil, va nutriendo de bellezas vivas su escarcela. Nadie sabrá, como él, seguir el hilo simpático de una semejanza que pone al habla las ideas más remotas. Nadie como él sabrá acariciar tantos ocultos y voluptuosos escorzos, porque sólo él, paciente, amoroso, sagaz, dará mil vueltas a los vivos poliedros hasta dar con el plano más rico de sugestiones.

«Nace el hombre tan desnudo de noticias en el alma como el cuerpo de plumas» -decía también Gracián-. El hombre y el genio. Pero si el genio avanza audazmente, en la mano la lente de la intuición, descubriendo inesperados panoramas, el ingenio le sigue llevando al hombro su pulido instrumental, preciso para transcribir laboriosamente, en limpias cartulinas, el nuevo panorama. Y cuando la intuición se fatiga y las pupilas del genio apenas recogen ya matices nuevos de las cosas, el ingenio sigue operando agudamente con vislumbres, con leves atisbos. Va recubriendo el cartón de ágiles líneas y colores. Donde no alcanzó el genio a divisar claramente un alto cerro o una honda cañada, el ingenio trazará graciosos alcores y curvas hoces de cristal.

  —38→  

Y es el ingenio quien, sobre el paisaje nuevo, tenderá una red vibrátil entre los retoños blancos de los más enjutos mástiles, para que el oído más lejano escuche inesperadas voces fraternales y cada cosa distribuya en torno sus alegres vibraciones. Por eso parecerá superficial. Realiza hartas veces funciones de topógrafo, de antena de eléctricos mensajes. Opera -a veces con exceso- con las volubles semejanzas de las cosas. Prefiere de ellas su costado más risueño...

Por eso, muchos no le perdonan su aire infantil, de explorador de caprichosas selvas metafóricas, y menos que nadie le perdonan los austeros exploradores del idioma. No le sufren que ante un seco manojo de octavas reales, desenterradas del archivo de un laboratorio artesano, rompa a reír infantilmente, mientras se precipita a atrapar un libre insecto de oro que se contenta con su gota de miel, dejando a los botánicos montones intactos de enfáticas corolas.

Porque sólo el verdadero ingenio sabe resignarse a olvidar. Y muy pocos le agradecen tan feliz olvido. Muy pocos le agradecen que, a costa de parecer somero, renuncie a hundirse en fangos de trivial psicología, en parcelas acotadas por la ciencia. Nadie agradece al pintor nuevo las líneas pesadas, inertes, académicas, que borró antes de ofrecernos el perfil desnudo.

No sé si tendrá o no razón el arte nuevo, ni siquiera si es o no nuevo, pero desdeñarlo en nombre de lo «profundo» es algo muy cruel de lo que el tan admirado Azorín, no puede ser capaz. Él, mucho menos que nadie, audaz innovador, agudo ingeniero de tan   —39→   primorosas arquitecturas de prosa castellana, sutil ingenio español.

En cuanto a Campoamor... Verás, Carlota:

No recuerdo dónde escribió Stendhal -prefiero apoyar en palabras ajenas ciertas afirmaciones-: «Todos los hombres dotados de alguna curiosidad, que han sentido vivamente el imperio de la belleza, hubieran podido llegar a ser artistas... Pero al escultor suele faltarle el talento de cincelar el mármol; al pintor el arte del dibujo; el de versificar al posible poeta. Y cerca de ellos, algunos obreros sin alma triunfan por conocer tales mecanismos»...

Agudo, agudísimo Stendhal, ¡qué bien le reveló -¿verdad?- el siglo XX su triunfante y ejemplar tipo humano: el homo faber del pragmatismo, el chauffer del conde de Keyserling, de curiosidad espiritual nula, duchos en el manejo del volante, de la estrofa, del retrato, «al que no falta un detalle»!

Ahora bien, el arte español, singularmente el del siglo XIX, está lleno de obreros «mecánicos», tan nocivos como los «aficionados» o los efímeros diletantes. Y uno de los más ilustres obreros mecánicos de la lírica española, quizá el más laborioso y el más ducho en el manejo de la estrofa, fue, indudablemente, don Ramón de Campoamor.

Prosigo, aún a costa de tu paciencia... Hay claros espíritus que se adelantan a su época; otros se retrasan, doloridos de tener que apartar los ojos de tanta riqueza heredera. Debemos, Carlota, amar a los primeros, respetar a los segundos. Pero hay otra suerte   —40→   de espíritus que siguen dócilmente las sinuosas o monótonas trayectorias de su época, la representan con toda fidelidad, la interpretan, la resumen... Y no creo que ciertos lamentables días del lirismo español puedan representarlos nadie con más exactitud que el autor de las Doloras.

Campoamor es un fiel cronista, en verso y en prosa, de los últimos años del siglo XIX. Su cuestionario, poético y -¡ay!- filosófico, es copia exacta del programa de sus contemporáneos. Un pecho juvenil que comienza a amar, es para él la más rica fuente de inagotables poemas, sin sospechar nunca que aquello apenas logró ser un trivial suceso fisiológico, tan lejano sustancialmente del lirismo, como puede estarlo el crepúsculo de un cuadro. Si el poema debe estar en el poeta, no en las cosas, Campoamor nunca lo supo. El crepúsculo, el nido, el «pecho de cristal» de una niña, son otros tantos arsenales de poemas hechos, frecuentados por Campoamor.

No hablemos aquí de poemas a medida, porque él, en arte, se viste siempre de bazar. En el Monasterio de Piedra -por citar un ejemplo- sólo pudo ver una pobre anécdota que va rezumando su vulgaridad de plana de sucesos sobre los encajes primorosos del río.

Sorprende tanta ceguera frente al paisaje, frente a los paisajes del espíritu. «Un aficionado a la filosofía» se llama a sí mismo en un lamentable artículo titulado Los malditos. Acaso sea esta su pretensión de metafísico el máximo delito que obligue a juzgarlo y condenarlo. Léase su metafísico discurso de ingreso   —41→   en la Academia. Dudo que pueda producirse otro tan pintoresco. En él se propone nada menos que limpiar, fijar y dar esplendor al idioma por medio de la metafísica. Es hermano de aquellos ensayos pour rire -Cervantes y el derecho penal, La medicina y el Quijote. .. - que padecían nuestros padres y abuelos. He aquí una frase del memorable discurso:

«Hay una cosa más clara que la luz del día, y es la metafísica... No sólo es la más clara, sino la más fácil de las ciencias.- He aquí otra: «No saber metafísica es no saber nada. ¡Sombras de Plinio, Copérnico, Newton y Cuvier! Os pido perdón por mi irreverencia, pero, repito, que no saber metafísica es no saber nada.»

El admirado Azorín cuya juvenil arremetida contra todos los Campoamores del siglo XIX fue tan gallarda, que las letras españolas aun vibran -y vibrarán mucho tiempo- con la inquietud del audaz tijeretazo asestado al declamatorio párrafo de cola; nuestro Azorín, tan buen amigo de Gracián y de Montaigne, tan lejano de esos grandes poemas tan pequeños, y de esos pequeños poemas tan difusos, ¿no ha sido demasiado generoso -repito- con don Ramón de Campoamor?

Le ha otorgado el ingenio. Quizá sólo merezca el gracejo. El gracejo es algo así como un ceceo mental, que alguna vez pudo sustituir al ingenio, si Campoamor se hubiese reducido a destilar sus humildes humoradas sin invadir los bosques -para él totalmente vírgenes- de la lírica y filosofía... «Un día   —42→   -escribe- el señor Canalejas me dirige un ataque kantiano que me causa el dolor de no poderlo entender.»

He aquí el aficionado sonriendo burlonamente ante la famosa oscuridad germánica, tema copioso de regocijados chistes en tantas aulas eclesiásticas y civiles del siglo XIX... y aún del XX. He aquí al representante más cabal de la zafia incomprensión española en una época que ha llegado hasta nosotros. (Valera -alguna vez te he hablado de ello- es culpable de haber aplaudido la obra poética de Campoamor. Valera, escribía: «Me veo en la precisión de rebajar el mérito del autor...»Y el autor era Shakespeare. Y en otro lugar. «Esta poesía es la quintaesencia, el non plus ultra del fastidio, el nihilismo del alma...» Y hablaba de Paul Verlaine).

(1927)



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ArribaAbajo5

El gran pasmado


Me apresuro, Carlota, a obedecerte. Después de mi carta -no poco apasionada sobre el inefable Campoamor, debíamos dedicar otra a Azorín, sobre todo después de la lectura de su Félix Vargas. Este Azorín infatigable inicia una tarea de transfiguración de su prosa, de la que pocos artistas españoles han dado, hasta ahora, ejemplo. Autor o dos vertientes, contempla el pasado de nuestras letras con el mismo fervoroso respeto que contempla el futuro. Con el mismo amor lee la Celestina que el último libro del último poeta. Y no desdeña ninguna de las dos lecciones, si en el libro más reciente algo puede aprender. Gran lección, pues, la suya: de generosidad, de desprendimiento. De su firme atalaya crítica, no vacila en descender para, al lado del joven más arriscado, buscar en las letras un nuevo cauce expresivo.

Pero tú quieres, buena amiga, que te hable de Félix Vargas... Voy a complacerte:

Es Félix Vargas -mucho más que otros libros de Azorín- voluptuoso. Voluptuosidad, la suya, que suele nacer de la oportuna reiteración de un tema como en las buenas sinfonías. Después de todo, no es Félix   —44→   Vargas una cadena de hechos novelescos, sino cierta orquestación de sensaciones. La mejor música. Alejada de toda zona melodramática. Aunque, a veces, el tema es sólo plástico, es una tenaz superficie blanca, es el parpadeo de una mujer, es un manojo de llaves. El tema se agranda o se abrevia, va y viene, pierde coquetonamente una nota o se prolonga en rizos de corcheas.

Este asomarse gracioso de un tema retozón por las ventanitas de la prosa azoriniana, ya no nos puede sorprender en él. Sus imágenes sabían jugarnos -rapaces traviesos- esa broma. Pero ahora sus mohínes tienen un sentido más hondo: jugar con el espacio como juegan con él las imágenes en el cine. El rostro pícaro pasa de infantil a gigantesco; o se fracciona, se abren en él hendiduras por donde irrumpen otros planos, se hace cristal, se hace bruma, para que tras él veamos otros orbes.

Azorín, desde su nacimiento a las buenas letras ha vivido siempre en constante estupor: Ramón Gómez de la Serna, al llamarle «gran pasmado», ha sorprendido genialmente esta actitud azoriniana. Vivió siempre Azorín en el alero de los grandes peligros; es decir, de las constantes renovaciones, Azorín pasa por el mundo -como Charlot por el cabaret- buscando una ideal Georgina, dándose de codazos con los hombres y las obras aferradas al tiempo -éste o aquél- cómodamente instalados, sin peligro alguno, bien acotados los espacios, sus trincheras, desde donde disparan contra el nómada.

  —45→  

Artista en peligro: artista, pues, que realiza -toda su vida- números de fuerza. Estos números siempre se ejecutaron así, en el vacío, en una conmovedora altura sobre racimos de espectadores, en general espíritus arrellanados. Los números de fuerza de todas las artes -Miguel Ángel, Debussy, Picasso- siempre se ejecutaron así, en trágica fluctuación del espíritu, con la punta de un pie sobre la realidad. (Aunque, a veces, con cierto gesto dudoso que puede ser despectivo y puede ser utilitario. Porque el pie, mientras ofende, ¿no se apoya?) Dice el mismo Azorín: «Fluctuación del espíritu, como en un columpio trágico.»

Recuerda, Carlota, nuestras charlas en el pretil. Te decía una tarde que el poeta Azorín se complace en el juego antiguo de la elipsis -juego antiguo en él, su reinventor-; en el moderno juego -repito- de escamotear los puentes, de quemar las naves, de eliminar argamasas.

En la prosa de Azorín nunca ha habido aglutinantes, sino bloques libremente encajados. Nunca engrudo, sino imán.

Frases en peligro. Seductoras siempre, en consecuencia. Ahora es «como un cuchillito -dice- que va penetrando en todas las sinuosidades»... En la misma página de uno de sus libros, anota:

«Con el instrumental más sencillo y expresivo, tratar de recoger todos los matices.»

Con el primor, su teoría. La delicia de este libro es que, sin proponérselo, enseña el arte de escribir   —46→   otros semejantes. Que empuja suavemente a escribirlos.

¿Qué, es en fin, este libro Félix Vargas?

Pues Félix Vargas es una etopeya. ¿Quiere esto decir que en el libro vemos un hombre al desnudo? Pero este hombre es un poeta, y un poeta se mide por su intensidad de vibración, por su capacidad de prenderse a las cosas, por su sabiduría en la elección de matices. Cuando el poeta se hace rico, opulento en estas tres funciones, leer su etopeya no será ver -sencillamente- un hombre al desnudo, será ver cruzarse un mundo en un espíritu, ver juntos en cada momento lírico escorzos de ayer, esguinces de hoy, melodías del pasado engarzadas al vivaz ritmo presente.

Félix Vargas -¿podía ser de otro modo?- es el mismo Azorín, transfigurado. El héroe de La voluntad, pero en estos días. Aquella pasión cálida, convertida en pasión fría. Vuelta a la infancia eterna del arte, desde una vehemente juventud... «Pedazos de ensueños antiguos que de pronto afloran a la conciencia», que pierden súbitamente la edad para brincar a nuestro lado como niños.

¡Cuántos grados, en el termómetro poético, ha subido la sensibilidad azoriniana, al tropezar con un instrumental más fino de expresión! Su Félix Vargas nos revela el mecanismo sensitivo de un poeta. Produce el libro la impresión de que el autor ha sacudido su granado orbe de imágenes y todas las cosas han   —47→   recobrado agilidad en deliciosos desperezos, en luminosos brincos.

La fina capa de polvo se desprende, los recuerdos pasados se despiertan, giran, voltean, presentan aristas, costados nuevos. Un mismo mundo, un mismo poeta... Pero todo transformado, bruñido, incrementado, abierto de par en par a felices sugestiones. Un rostro, un objeto olvidado recobra de pronto su vibrante, su exacta expresión, una vivaz fisonomía inesperada.

El tiempo se hace elástico, el espacio se esponja, se centuplica. Donde sólo había un recuerdo, se agolpan, superpuestos, interferidos, cien. Donde sólo cabía una anécdota, se entremezclan milagrosamente otras muchas, como los temas en una sinfonía... Y el poeta, siempre en grave peligro, como todo creador ante el caos, se apresura a imponer orden, a agitar vivamente su batuta, a vivificar esos divinos primores inventados por el arte para transformar la materia; el ritmo, la armonía. Y todo con esa claridad -valor tan firme en Azorín- que admiramos en él desde sus primeras páginas.

Libros elípticos, sensitivos, armoniosos, estos últimos libros de Azorín. ¿No reunían ya estas calidades, los anteriores libros del maestro? Sí, Carlota, pero los recientes han ganado en ímpetu, en audacia, en poder transformador. Antes Azorín veía lo mudable desde lo inmutable. Ahora lo ve desde un trapecio.

Las perspectivas -así- se multiplican, se enriquecen. No sólo el mundo gira alrededor del artista,   —48→   es el artista el que -así ocurre en el cinema- varía constantemente su foco, su eje, el punto de vista. Antes Azorín asistía a desfiles de nubes, ahora se hunde en remolinos. De nubes, de rostros, de esquirlas de ayer, de átomos vibrantes de hoy.

¿Niño? Sí, juegos de eterno niño. Vencedor del tiempo, del espacio, de su propio enemigo, de su más cordial, cordialísimo, enemigo... Porque nuestro más temible enemigo, ¿no es, Carlota, nuestro estilo?

(1928)



  —49→  

ArribaAbajo6

De Sigüenza a Belén


Quiero, Carlota, referirte una entrevista de ayer con Gabriel Miró, otros de los maestros -reconocidos o no- de la actual generación literaria militante. ¿Recuerdas con qué avidez leímos sus Figuras, juntos en el mismo diván? Aquel día recordamos la ardiente escena de Paolo y Francesca... Y caímos en el mismo infierno. Pero no fue el libro la causa: el libro de Miró es todo él pasión -artística- fría; nuestro dúo era pasión -humana- febril. El libro bien podía arder -temas vehementes no le faltan-; pero no arde. Abunda en heladas -tanto como admirables- superficies. Nunca vimos un libro tan divinamente superficial... Dando, claro es, a la superficie su valor más profundo. Su valor exacto de estampa.

Entré en casa de Miró, un poco azorado... Hombre de esos que llaman recoleto, tal vez podría chocar con mi atolondrado nerviosismo... No fue así. Voy a copiarte un fragmento de la escena, no poco teatral, y ya pública:

«Yo.-Ante todo, ¿qué hacía, dónde estaba usted ahora? ¿En Idumea? ¿En Betania, en Jerusalén?

  —50→  

¿Quiénes eran sus musas? ¿María Magdalena, María Fulgencia, María Cleofé...?

«Miró.-Me abruma usted. Ya lo ve... Estaba con mi editor... Él quiere llevarse mi Libro de Sigüenza, aumentado. Yo, iba a seguir escribiendo para la Gaceta...

«Yo.-¡Para La Gaceta! Eso me desarma. ¡Venga, venga ese original para el tercer número! Veámoslo: «El Rey (q. D. g.) se ha servido disponer que...» ¿Qué es esto?

«Miró.-Pues una minuta para la otra Gaceta. Para la de Madrid. ¿Creía usted que era una Estampa? Pues, es una real orden... No es ninguna broma. Se trata del Concurso Nacional de Literatura. Temas dedicados a Góngora... ¿Quiere usted algo más serio?

«Yo.-Pero ¿no es usted el autor de Las figuras? ¡Dinero para este hombre que pierde su tiempo escribiendo minutas, aunque traten de Góngora. ¿Cómo puede tolerarse esto? ¿Es que no se vende El obispo leproso? ¿Y El libro de mi amigo? ¿Y esas Cerezas, tan sabrosas? ¡Todo se lee tan a gusto!... Miró: la fortuna le ronda. Pronto escribirá usted su última minuta. El oro le sonríe, como le sonríe la gloria.

«Miró.-¿Me sonríe? Pues, no me había dado cuenta... verdad es que el concepto que yo tengo de la gloria... Creo que la gloria consiste en... llegar a no tener nada que hacer.

«Yo.-Confunde usted la gloria con la holgazanería.

  —51→  

«Miró.-No. Con el ocio.

«Yo.-¡Usted, el creador infatigable!

«Miró.-Y lento.

«Yo.-¿Lento, y lleva publicados cerca de veinte volúmenes?

Miró.-Sí, si... Lo malo es que tengo menos lectores que volúmenes... No es coquetería de autor mimado. Soy un escritor sin público. No tengo talento. Dicen que soy un escritor de sensibilidad; pero el público prefiere el talento... O sus falsificaciones.

Yo.-¡Qué afán de sutilizar! El talento y la sensibilidad son dos amantes que no pueden reñir. ¿Por qué usted las divorcia?

«Miró.-Riñen, riñen. Y ellos son los que se divorcian de mí. Y, créame, el talento es preciso para levantar ciertos andamios... Yo estoy desnudo de toda mecánica de autor.

»Yo.-¿Por qué no me explica esa desnudez?

»Miró.-Digo que no puedo proveer a mis criaturas de un equipo ideológico aceptable. Cuando tropiezo con un personaje sugestivo, le llamo a formar parte de mi troupe. Pero ya no me cuido de él. Me limito a comprarle un kilométrico para que vaya recorriendo los trayectos de la novela. Si se conduce torpemente, si en vez de héroe resulta un pobre diablo, es cosa suya. Sólo me cuido del terreno que pisa. Y del clima que respira.

»Yo.-Ya sé, ya sé. Usted es un tirano. Ha intimado mucho con Herodes. No quisiera ser yo personaje de una novela de usted. Cualquier cerezo me   —52→   daría envidia. Acaricia usted con más deleite una palabra que un espíritu... Pero, todo esto, ¿tiene algo que ver con el divorcio? ¿Es que sólo el talento puede mover a los hombres? ¿Es que basta la sensibilidad para mover las cosas? Usted se tortura en vano. Es injusto con Sigüenza. Ahí tiene un personaje vivo, auténtico, original. Lleva su kilométrico y su espíritu.

»Miró.-¡Bah! Sigüenza es un cobarde espectador.

»Yo.-Es una inteligencia puesta entre el mundo y el lector.

»Miró.-No, una sensibilidad. Una inteligencia frente al pozo de Siquem, no le ofrecería a usted una estampa. Le ofrecería una reproducción de diálogo dramático... con todo el repertorio de ideas de la época.

»Yo.-Sí, una bíblica evocación con notas. Pero eso es bueno para un alumno aprovechado de la Facultad de Letras, no para un artista.

»Miró.-Me parece que nos entendemos mal.

»Yo.-Es lo mismo. Vengo a agredirle, a saquearle. No vengo a bosquejar exégesis. Digame: ¿conoce usted a Papini?

»Miró.-Nunca lo he leído.

»Yo.-Pues se le acusa a usted de tener en su organismo literario unos gramos de papinismo.

»Miró.-Carezco en absoluto de conciencia química: dígaselo a Giménez Caballero. Sí, es cierto que mi editor alemán retarda la publicación de Las figuras, porque, a su juicio puede entorpecer su venta   —53→   La historia de Cristo. Pero esto me parece arbitrario. No sé quién es Papini.

»Yo.-Mire. D'Annunzio había montado en Italia una espléndida perfumería. Para hacerle la competencia, Papini montó enfrente un almacén de abonos animales, y comenzó a vocear su mercancía. Declama como cualquier diputado antiguo de la oposición. Ese es Papini. Pero usted huele a otra cosa. ¡A los naranjales de Levante! Y, en fin, porque el tiempo pasa... ¿Qué hay en esa carpeta que no pierde de vista su editor?... De seguro está ahí encerrado todo el valle del Terebinto... ¡Belén!

»Miró.-Exacto.

»Yo.-¿Y cuándo pone usted la cúpula a ese libro?

»Miró.-No suelo poner cúpulas.

»Yo.-Bien, pero si usted no es arquitecto, será usted hortelano, jardinero, orfebre, amante de sus libros... ¿Cuándo poda usted el último terebinto de ese valle?

»Miró.-Quizá en el invierno de 1927.

»Yo.-Ya lo sabe usted, señor editor. De Sigüenza a Belén: he aquí un maravilloso y fértil viaje editorial.

»Miró.-Sí, ríase. Algunos me han preguntado si El libro de Sigüenza fue escrito durante mi residencia en esa ciudad episcopal.

Yo.-¡Nombres, dígame nombres!

»Miró.-Paz a los pobres de espíritu y de noticias. Pero ellos me han hecho perder la fe en todos   —54→   los que vienen a hablarme de mis libros... No proteste. Haré una excepción a su favor. Creo en usted.

»Yo.-Sepa que en mis tiempos de nómada tropecé con el Nómada de usted y lo llevé en la memoria y en la mochila muchos días. Él, en mi memoria, se tropezó con Santo Tomás y Escoto, y en mí mochila con unos borceguíes, un cepillo, un diccionario Salvat, dos pañuelos...

»Miró.-Sí, sí, creo en usted.

»Yo.-¿Y La hija de aquel hombre? Usted no cumple lo que ofrece.

»Miró.-Prefiero dos tomos de Años y leguas. Preparo también una edición de Del vivir.

»Yo.-No, no. Eso es darse paseítos al sol. Hace falta la jornada entera, la gran marcha con todos sus cansancios, con todos sus despeñaderos. La novela, la novela grande... Libros como este del Obispo, tan henchido, tan rebosante...

»Miró.-Y eso que hubo tijeretazos.

»Yo.-Sí, ya sé que rompió usted un enorme puñado de cuartillas. Infantilmente, Miró. ¿Por qué mutiló usted al Obispo? ¿No le bastaba con la lepra? ¿Cómo va a hacer él su visita pastoral por todas las diócesis de Europa?

»Miró.-No hay mutilación ninguna. Desafío a usted a que me señale las cicatrices!

»Yo.-Quizá lo intente. Ahora déjeme lamentar esa precipitación. Usted no ama la gloria.

»Miró.-¡Pero si no la veo!

  —55→  

»Yo.-¡Sensual empedernido! ¿No la tiene usted aquí?... Ahora no la ve, porque la tapa esa real orden que usted proyecta para glorificar a Góngora... Pero, ¿cree usted que la gloria ha de venir como los reyes magos, seguida de una hilera de camellos? La gloria viene solapadamente. ¡Deje usted a los camellos que descarguen su oro a la puerta de los tenderos del arte!

»Miró.-Bien, dejemos ya esa gloria invisible. Realmente no debo quejarme. Sólo me quejo de mí mismo. Cada día siento que es el primer día de mi vida de escritor. Cada cuartilla me parece la primera que escribo. Creen algunos que trabajo dentro de un amable huerto, rodeado de frutales, metido en un cenador... todo porque un libro mío se titula El huerto provinciano. Y, ya ve usted, no escribo en un huerto, sino en un potro.

»Yo.-Pues todo lo suyo huele -lo repito- a su delicioso huerto.

»Miró.-Hay que echar raíces en un rincón del mundo. Y, desde él, irradiar hasta donde sea posible.

»Yo.-Entonces, espiritualmente, ¿usted no se ha movido de Alicante?

»Miró.-He venido aquí... He pasado por Barcelona. Allí escribí mis Figuras de la Pasión.

»Yo.-¡No se le ocurrirían a usted en el Paralelo!...

»Miró.-Su cuna es más lejana. Desde niño leí siempre los Evangelistas. Compré los apócrifos, tan   —56→   ricos en detalles, tan copiosos. Las figuras vivían conmigo, desde la infancia. Y en Barcelona, donde tuve la fortuna de encontrar la gran amistad de Turró y de Pi-Suñer, logré ver por fin fuera de mí el soñado libro.

»Yo.-¿Y en el extranjero? Usted tiene allí muchos amigos.

»Miró.-Hogart traduce todas las Figuras que yo vaya produciendo. En Norteamérica ha editado las Estampas Alfred P. Knop. Remfry de Kidd edita El abuelo del rey y El obispo leproso. Kra ha publicado en París mi Semana Santa...

»Yo.-En suma: Orihuela será pronto una estación de arte internacional. Y El obispo es ya 'un libro espléndido, reverberante, recamado de luces y de imágenes, hasta el punto que casi ha de leerse con la mano en visera, amparando los ojos'. Ya ve que he leído bien El Sol del domingo.

»Miró.-Sí. José Ortega y Gasset me ha subido a la plataforma dominical de su crítica. Yo agradezco hondamente ese honor. Quizá soy el primer novelista español cuyo nombre ha pronunciado desde esa cátedra. Pero... ¿No es un poco duro al definir mi prosa? Le atribuye unas dotes, le niega otras... '¿Qué clase de perfección es ésta -viene a decir- que complace y no subyuga?' Llama estática a mi prosa.

»Yo.-Como toda prosa bien cuajada en poema.

»Miró.-Sinceramente, esa perfección no me satisface. Lamento que por las dolencias de los míos no   —57→   pueda tener el sosiego interior suficiente para agradecer y comentar como merece esta primera crítica de Ortega dedicada a los líricos españoles. Digo líricos porque él habla de un lirismo descriptivo...

»Yo.-De su magnífico lirismo descriptivo. No escamotee los elogios. Y ¿qué tiene que decir de eso el novelista? Porque, cuando al novelista se le otorga la investidura de poeta, el poeta debe resignarse a perder ciertas calidades menores del novelista.

»Miró.-Es que Ortega, al leer El obispo, se detuvo más en los personajes menores. Hubiera preferido que se fijase en Don Álvaro, en Pablo, en María Fulgencia... Habla del 'convencionalismo' de mis monjas, y todos sabemos bien que ellas no ven precisamente en el comandante a un arcángel, como los obispos áulicos no veían en Constantino al ángel que venía a anticiparles el goce del reinado de Cristo... Pero, sobre todo, ¿no justificará la pereza de técnica en los autores y de atención en los lectores, afirmar que una prosa de las calidades otorgadas por Ortega, sea tan penosa de leer?

»Yo.-Es que en su prosa, el lector, como las viajeras amigas de Stendhal, llega a cansarse de admirar.

»Miró.-¡Bah! Lo lamentable es que, aun contando con Ortega, no podemos conocer la definición de muchos autores españoles. En esto, como en otras muchas cosas, sí que coincido con Ortega. ¿Vamos a esperar la definición que escribe el público, ese público que aun considera el arte como un pasatiempo?»

  —58→  

El resto de la entrevista no tuvo, mi buena amiga, importancia. Unas tazas de té, algún leve chismorreo... Cuando -al día siguiente- le ofrecí el texto de sus confidencias, Miró opuso algunos reparos: hubo que rectificar. He aquí el texto, según él lo aprobó. Me parece muy aleccionador, creo que refleja bien al hombre y al creador de tan lindas Estampas.

(1927)



  —59→  

ArribaAbajo7

Panorama crítico


Me pides, Carlota, que describa -someramente- el paisaje actual de las letras de España, especialmente de aquellas hoy en trance de madurar. Quieres, en fin, conocer el verdadero presente de nuestras letras... No es fácil, la tarea. Prefiero transcribir en tu obsequio una descripción oral -escrita, interpretada por mí- que recogí estos días de boca autorizada, de la de Andrenio. Debo añadir que el mismo Andrenio, en muy amable carta -no la tengo hoy a mano- ha aplaudido esta interpretación. No es caprichosa, es fiel. Nada añadió, suprimió ni corrigió en mis cuartillas que sometí a su examen. Ningún retoque, ni aun en aquello que pudo nacer de mi particular actitud ante el paisaje... (¡Qué diferente proceder, el de Andrenio, al de Gabriel Miró!)

He aquí mi diálogo con Andrenio. Un diálogo fingido, como todos... Pero más verdadero que el real:

«Yo.-Va usted a publicar sus obras completas. El primer tomo -Guiñol- ya salió de las máquinas. ¿No va usted a incorporar a la literatura española, de un modo serial, definitivo, lo mejor de su espíritu?   —60→   Pues es buena ocasión para que nos anticipe usted algo así como un pregón de su valiosa mercancía, ya catalogada y preparada para su facturación, para su plena difusión. Treinta años de pleno enamoramiento de las letras, claro es que arrojarán un espléndido saldo a su favor, en hijos espirituales. Vengo a dar un vistazo a ese balance.

»Andrenio.-Pues ahí lo tiene usted en las cubiertas de Guiñol.

»Yo.-Veo que sus libros comprenderán unos veinte volúmenes de unas doscientas ochenta páginas cada uno. Que los divide en cuatro secciones: 1º Novelas, cuentos, diálogos filosóficos y de costumbres. Literatura descriptiva y de viajes. 2º Crítica literaria. 3º Ensayos de literatura, de estética, de historia. 4º Miscelánea de política, sociología, derecho. Veo que aparecerán libros inéditos alternando con los ya publicados...

»Andrenio.-Pero, en su mayor parte, refundidos...

»Yo.-¿Cuántos volúmenes al año?

»Andrenio.-Cuatro o seis, quizá.

»Yo.-¿Títulos de los primeros?

»Andrenio.-Pen Club, Escollos y Viñetas, Estudios sobre la novela, Novelas y cuentos...

»Yo.-Y ahora, ya acabado. el examen de este balance-programa, ¿por qué no me dice usted unas palabras acerca del momento literario actual? Felizmente ha llegado usted a una cima desde donde puede enjuiciar panorámicamente. Por su edad, por   —61→   su carácter de crítico 'objetivo', por su situación en nuestras letras... ¿Le alegra o le entristece el panorama?

»Andrenio.-Me inclino al optimismo.

»Yo.-¿Cree usted en los jóvenes?

»Andrenio.-Creo.

»Yo.-¡Virtudes! ¡Defectos! Dígame.

»Andrenio.-Han realizado una bella hazaña: importar el lirismo a la prosa. Así la enriquecieron, la embellecieron. Han introducido en la literatura española -siempre tan enérgica, tan vigorosa, pero por eso mismo un poco ruda- una delicadeza, una finura de matices que puede, efectivamente, ser calificada de nueva. Sin que podamos confundirla con otras literaturas de periodos decadentes. Casi siempre, fue la suavidad patrimonio de esas épocas; pero ahora no veo ese peligro. Creo que la nueva literatura adolece de cierto alejandrinismo, que se tortura de sobra por encontrar nuevas sorpresas de estilo; pero creo también que posee una gran amplitud de visión, una manifiesta comprensión de nuestras riquezas tradicionales. Muchos jóvenes de hoy, de positivo talento, están vueltos hacia el pasado. Quizá hay en esta actitud demasiada insistencia.

»Yo.-Sobre todo, me parece exactísima su afirmación acerca de la prosa. Me encanta hablar de ella.

»Andrenio.-La prosa lírica, claro que no es sólo de hoy. Nació con las crónicas. Vino del brazo del ingenio: una sabrosa mezcla de lirismo y de ingenio, eso puede llamarse esta prosa que hoy los jóvenes   —62→   prefieren cultivar y que, desde luego, cultivan algunos con gran acierto. Especialmente...

»Yo.-Sin nombres. Gracias, gracias en el de todos. Defectos. ¡Más defectos!

»Andrenio.-Podría decirle que a mucha parte de los jóvenes les sobra dogmatismo. Cierto empaque...

»Yo.-Exacto.

»Andrenio.-Y, en cambio, les falta estructuración.

»Yo.-También exacto. Pero adviértase que vienen de una época en la que fue preciso derruir muchas cosas. En que el destruccionismo fue la única tendencia firme. Ese destruccionismo que algunos quieren reeditar ahora, ¡después de tantos años! Creo que todo invita a construir, con menos dogmatismo, en efecto, y más comprensión del presente y del pasado. Y con la comprensión, el enamoramiento.

»Andrenio.-No lo duden. Surge un neorromanticismo. Una nueva ola romántica. Con otros temas. Aquellos temas de épocas que pudiéramos llamar felices, tal como el prolífico tema del amor, languidecen actualmente, mueren. Es otro romanticismo; nutrido de otras preocupaciones: la económica, la mecanicista... Las luchas sociales nutren la nueva literatura del mundo. La competencia entre la mecánica y la ciencia. Grupos de intelectuales se inclinan del costado de la industria, de la riqueza, del comercio. Un gran amor a la vida provoca reacciones originales ante las cosas, mejor que ante las ideas. Claro es   —63→   que todo lleva dentro un gran peligro para la cultura. La selección se producirá más lentamente. Evidentemente, existe el peligro de americanización del arte. De una lamentable rebaja en el sentido de veneración a la ciencia, a la literatura.

»Yo.-¡Pautas, pautas! Ramón Pérez de Ayala dice de usted que ha renunciado siempre a la palmeta del dómine. Yo, también lo he dicho, antes de conocer las palabras de Ramón Pérez de Ayala. Me complace haber coincidido. Venga, pues, la lección, ya que no hay miedo a la palmeta.

»Andrenio.-Hay que frenar ese lirismo.

»Yo.-Por mi parte, será frenado.

»Andrenio.-Hay que restaurar en el sentido de la obra difícil.

»Yo.-¿El sentido de aprendizaje permanente? Me parece admirable. Un ejemplo.

»Andrenio.-Paul Valéry.

»Yo.-¡Indiscutible! Encantados todos.

»Andrenio.-Hay que vencer las resistencias de la forma: hacer más fecunda esa delicadeza, esa suavidad de matices de que le hablé. Hay que impregnar de ellas, cautamente, la recia, la dura frase española.

»Yo.¿Pactar?

»Andrenio.-Armonizar.

»Yo.-Bien. Maestros, ahora. Espíritus cimeros que actúan, que seguirán actuando en la literatura mas reciente. Nombres.

»Andrenio.-Ramón del Valle-Inclán.

  —64→  

»Yo.-Con su glosa.

»Andrenio.-Valle-Inclán ha padecido más que nadie la angostura literaria de su nación. En otro país donde la literatura hubiese sido más estimada y recompensada, la talla europea de Valle-Inclán crecería considerablemente. Desde luego la conceptúo superior a Gabriel d'Annunzio -claro es que incluyo a los que figuran en la misma jerarquía literaria y en el mismo tipo de obra.- Tiene Valle-Inclán un sentido peculiarísimo del idioma. Como si las palabras le brotasen ya con pátina. Hay, además, una perfecta cohesión en su obra, aunque en algunas etapas de ella se acentúa con más brío una calidad especial; por ejemplo, la de un enjuto y recio humorismo, en los admirables Esperpentos.

»Yo.-Otro nombre.

»Andrenio.-Miguel de Unamuno.

»Yo.-Con su glosa.

»Andrenio.-Unamuno da la nota más honda de la actualidad literaria española. Hablo de la más entrañable. Es el auténtico aventurero de las letras, que en otros tiempos -místico y protestante a un mismo tiempo- hubiera sido llevado a la hoguera. Y digo aventurero, claro es, en el mejor sentido; no en el de precipitado y oportunista, sino en el sentido de la verdadera audacia, de la libertad que llega al sacrificio.

»Yo.-Otro nombre.

»Andrenio.-José Ortega y Gasset.

»Yo.-Con su glosa.

  —65→  

»Andrenio.-José Ortega y Gasset representa hoy en España lo que el conde de Keyserling -precipitado en tantas opiniones- ha hecho constar sagazmente. 'Es el más europeo' de los escritores españoles. Representa, pues, un espíritu de conciliación entre la Europa contemporánea y la España de todos los tiempos. Hay en él otros valores: uno de ellos, la perfección de su estilo, la elegante corrección de su verbo. Es, además, un feliz importador de ideas.

»Yo.-Más nombres.

»Andrenio.-No puede olvidarse la influencia de Azorín, en perenne inquietud ante el hecho literario. La de Ramón Pérez de Ayala, maestro en el idioma, que ha enriquecido con gallardías mentales de sentido muy profundo. La de Pío Baroja, a quien considero tan original ensayista como excelente novelador. Como un sembrador de ideas, de que están granados sus libros, aun los mismos libros de aventuras. Ideas personales, ideas adventicias. Es un creador de duras plasticidades.

»Yo.-Me duele fatigarle. Pero, dos últimas agresiones -como diría nuestro admirado Juan Moneva y Puyol-, dos últimas preguntas. ¿Y la novela?

»Andrenio.-La novela tiene un gran porvenir. Vive en un periodo de honda renovación. Se apartó del tipo meramente narrativo, y por el hueco abierto a tanta anécdota extirpada, van entrando otros muchos y buenos contenidos. Cada día le nacen nuevos brotes. Hoy son novela muchas cosas que antes no lo fueron. Acapara los temas actuales de que antes he   —66→   hablado, los asimila, los funde, los convierte en materia artística nueva.

»Yo.-El lector español está ahora vuelto hacia el siglo XIX. ¿Quiere decirme su actitud hacia tan zarandeada centuria?

»Andrenio.-En primer lugar, no es centuria; porque el siglo XIX no termina hasta la gran guerra. Hay otros confines para los siglos. Creo que sufre un desdén injusto. Hay que agradecerle muchas cosas; entre otras, el que haya facilitado las mismas armas con las cuales es combatido. España sufrió en él una gran sacudida. Sin ella, nada -ni aun lo poco de que hoy se disfruta- hubiera sido posible. Con todos sus errores, hay muchas cosas que aprender de él.

»Yo.-Gracias por todo. Nada más, querido Andrenio. »

(1929)





  —68→  

ArribaAbajoPintura y Novela


ArribaAbajo8

Tres encrucijadas


Aquí me tienes, descansando en este jardín de balneario, con su falso lago verde y sus sauces plañideros, con sus barquitas y sus bancos ocultos donde acecha la terrible aventura veraniega... Este parquecillo tan bien dispuesto para sugerir al viajero numerosas ideas de romántica ordenación, me recuerda a Aranjuez. El mismo empeño del hombre por rectificar las inconsciencias de la savia, de la fuente y del sol. El mismo propósito de recortar las melenas a la selva, tan lejana siempre de cualquier intención de agradar a huéspedes bimanos... Ya desde Adán -lo dice claramente la Biblia- fueron cerrados al hombre, en la tierra, los paraísos hechos a su medida. «¡A trabajar!», dijo el Eterno. Y el hombre ha venido trabajando hasta tirar algunas ediciones económicas del gran Edén.

En la lucha con el árbol, el arbusto y la hierba, venció pasajeramente el hombre. Quien nunca venció fue el artista, cuando quiso compartir la victoria del laborioso y minucioso jardinero. Más claro: pintar -por ejemplo- a Aranjuez, es copiar un cuadro. Todo está ya tan bien construido, que da pena reconstruirlo. Por eso el pintor de parque suele ser un excelente   —70→   fotógrafo del parque. Muchos de los cuadros de Rusiñol estaban ya pintados. Gran hallazgo para el que suele cotejar su visión del modelo con la del artista, antes de coleccionar y admirar.

Pero me olvidaba, Carlota, de darte -según dices algunas noticias acerca del joven de esas caricaturas que tanto te divierten... Sobre todo la de mi nariz. No dejes de ser curiosa -y ejemplar- la trayectoria estética de ese dibujante. Intentaré aquí reproducírtela.

Mientras Rusiñol pintaba, en Aranjuez, ese joven -aún adolescente- comenzó a aprender a pintar. Allí, el artificio pretendía convertirse en arte. Y el aprendiz contemplaba el tránsito. Era como pintar a una mujer recién salida del tocador. Ni una arruga, ni un rizo suelto. El contorno podado, pulido, coquetón del paisaje, iba pasando al lienzo, podado, pulido, coquetón. El gracioso arquito. La estatua. El baile de las sombras... He aquí una primera encrucijada: la del tocador.

La segunda es la del quiosco: la de la popularidad.

¡Cómo nos atrae el quiosco, a cuantos -de un modo u otro- queremos inquietar a las gentes! El quiosco es una jaula de pájaros frívolos, generosos, que se dejan contemplar, acariciar por todos los ojos. Cada día se le arrancan muchas alas y se le viste de otras nuevas. Cada semana se desnuda alegremente de todo su plumón abigarrado para dejar crecer nuevo. La jaula canta, incita, sugiere pequeñas aventuras. En torno de ella, hay siempre un turbio jurado que   —71→   dicta veredictos de celebridad. Allí se pronuncia la sentencia inapelable y efímera. El juicio popular no se rectifica, se borra. En la ventanita de la jaula se expenden títulos de inmortalidad, a precios reducidos. Grandes rebajas para los proveedores de carne, aun de averiada. La jaula suele convertirse en cierto harén abierto de par en par.

Además del jurado, rodean al quiosco los mercaderes de cierta emoción de batalla, tan fácil, de expender. Ellos la traen al mercado, diciendo, con aire de resignación:

-Hay que comer.

Y luego añaden:

-¡Porque yo, claro está, hago otras cosas!...

Es cierto. Hay que cumplir los deberes digestivos. El hambre incita a vender todos los derechos de primogenitura y de emoción. Al quiosco se traen unos y otros: el de la primogenitura no sentido y el de la emoción averiada. Pero, la primogenitura que no se siente, no existe. Toda emoción que se gangrena, muere.

Y he aquí que nuestro aprendiz -dubitativo- solía contemplar estos joviales renuevos semanales del quiosco. Revistas, diarios, libros para el gran público... Segunda encrucijada. ¿Y la tercera?

El episodio -no lo confundas, Carlota, con el mal llamado episodio por los antiguos constructores de películas- es siempre grato. El entremés nos reconcilia hartas veces con los platos abrumadores... y con los dramas geniales. La apostilla es amable de leer   —72→   y aun de comentar. Glosa de glosa... Hay autores de apostillas, como los hay de confeccionadores de entremeses. El platillo es lindo, gentil, delicioso. Goza de todas las calidades menores. Disfruta de todos los encantos femeninos del arte.

Y es también arte. Un arte para esperar el pollo asado, o la ternera. A alguna de estas lindas pequeñeces se le llamó pasillo. Es cierto. Pasillo para llegar a la gran sala, llena de luz, donde se expone la obra.

La gran historia del mundo, y la menos grande historia de cada pueblo, está salpicada de historietas. Cuando el historiador, gran cronista, cierra la boca, no puede brotar de ella ningún voluntarioso suceso, pero pueden deslizársele los menudos incidentes, las lindas historietas. Estos, a veces, forman el libelo, ese libro sin cédula personal que suele sustituir al volumen firmado, garantizado... Nuestro aprendiz ha llegado a ser -así le llaman- maestro de la historieta. Ya hace tiempo que desde un mirador de café vela a las historietas cruzar el arroyo. No los tipos, sino las historietas. Los tipos sólo tienen una actitud, y las historietas forman serie. Se sacrifica el tipo a la leyenda. La cabeza ha de estar en los pies. Juego peligroso.

Entre las historietas se deslizaba un ejemplar humano, y otro, y otro... Nuestro aprendiz los contemplaba -como siempre- dubitativo. Tercera encrucijada... Pero salió airoso de las tres. En la primera, aprendió su lección de estructura, y el ritmo ligero, desenfadado, que ya va perdiendo desenfado y ganando gentileza. Había en sus dibujos huellas de   —73→   soñadoras infantinas, perfiles frágiles que ya se van desvaneciendo. Acaso gana en distinción lo que pierde en coquetería. En la segunda encrucijada aprendió su lección de agilidad, pasando por la temible facilidad. Por las sirenas de la popularidad. Y en la tercera aprendió a transformar, a recrear, a fuerza de ver sucesivos perfiles en los tipos. Se comienza por ver sólo un ademán y se termina por ver el contorno entero, puro... Si la pupila es sana.

Ahora nuestro aprendiz ve y pinta. Olvidará los entremeses, y comenzará, por fin, el gran plato. Frente a los modelos vivos, no aguarda a sorprender en ellos el episodio de una mueca, sino que intuye la substancial historia. La caricatura, también define, pero suele recrearse en lo deforme. Y prefiere definir -esclarecer- a deformar. Su arte fue poco a poco eliminando las líneas imprecisas, y ya cada dibujo es un salto atrás en el camino fácil del cascabel, del rabito, de la florecilla...

¿Su retrato físico? Pues un grano de pimienta en las amables asambleas de un café. Una sola ceja enorme, arco sombrío que ampara el desfile de unos dientes desnudos, de una sonrisa punteada de granitos de sal. Y todo sobre una pequeña humanidad vestida de luto. Un menudo estuche negro para un gran ímpetu de artista. De artista que ya no duda, que ya sortea las tres encrucijadas.

(1925)



  —75→  

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A la intemperie


Ayer, Carlota, me sentí un poco aventurero y me lancé por estos montes en busca de una flor o de un pájaro o de una pastorcilla de esas de Millet... Quise verla rezar el Ángelus tan deliciosamente, mientras el rebaño se agrupa en silencioso coro, cuidando de que, por unos instantes, no tintinee ninguna esquila. Yo estoy seguro de que los dóciles corderillos perciben la solemnidad del momento y no interrumpen la paz de esa plegaria tan dulce. Lo más bello de ese cuadro -del cual mis camaradas se sonreirían con su poco de pedantismo «suficiente»- es el silencio en que está envuelto, la bruma quieta que acaba de vibrar con las lentas campanadas.

El campo no tiene pastorcillas de Millet; pero -como en el método Ollendorf- tenía un sarmentoso ermitaño que me hizo pasar buen rato. Cuida de un Santuario, creo que de la Virgen del Mar, distante unos cuantos kilómetros del pueblo, y suele recorrer este y los del contorno con su capillita al pecho y su buena alforja que, poco a poco, se va llenando de relieves de cocina. Le prometí ir al Santuario, y le di una peseta. Me pareció un hábil truhán que va   —76→   recogiendo céntimo a céntimo la herencia de fe que aun les queda a estos buenos campesinos.

No frunzas el ceño, Carlota. Yo sé que estas herencias, como todas, van agotándose lentamente. Ya ves qué sucedió en la familia ilustre de los Aznar, de la que yo soy el último y más indigno vástago; algo así como un seco apéndice, sin estilo y sin emoción alguna, de una magnífica novela por entregas, empapadas de honor y de toda clase de fervores divinos y humanos, hoy ya cenizas... A menos que tú, milagrosa Carlota, soples en mi alma y halles una chispita de calor. Yo no siento en mí, rescoldo alguno; pero, ya ves que, por fin, me reconozco un alma: Algo te costó convencerme de eso. Ignoré siempre que tuviésemos dentro una cosa de tanta responsabilidad... En fin, puesto que la tengo y tú quieres operar sobre ella, ahí la tienes, desnuda y limpia de moho, libre de todas las trepadoras del pasado y del presente. Es muro blanco y liso, donde puedes escribir lo que quieras.

Ahora pides que en el muro grabe -¿por qué no contentarse con pintar?- estos «saludables ejemplos» de santidad. Yo no puedo grabarlos en mi alma, porque desconozco toda suerte de buriles espirituales. Si el alma es la memoria -yo no sé a punto fijo dónde tengo el alma- no nos cansemos en grabar ahí nada, porque conozco bien mi memoria: no conserva ni un verso, ni las señas de un amigo, ni la hora de una cita. Apenas, por singular excepción, conserva un nombre; Carlota.

  —77→  

Así es que decido escribir la impresión de estas «vidas ejemplares» no en la superficie de mi alma, sino en la superficie de unas cuartillas, más definida ahora para mí, mejor localizada. A la vuelta de mi excursión por el monte -donde apenas hallé un ermitaño ladino y muchos guijarros que me hirieron cruelmente los zapatos- he saludado a una enorme pecadora, María de Egipto, tan difícil de imitar en la primera etapa de su vida como en la segunda. ¡Gran viciosa y gran asceta! Parece ser que estos prodigios de contrición y penitencia necesitan del milagro. Esa chispita oculta sólo puede ser reavivada por una brasa celeste. Así, Carlota, yo desconfío mucho de resucitar. Nadie, fuera de ti, quiso nunca cuidar este fuego interior aquí en la tierra. ¿Cómo exigir eso de arriba, donde tan pocas simpatías debo de tener? Pedir para mí uno de esos pocos milagros escritos en el programa divino, sería una locura.

Y, ahora, mientras el día se me desliza de entre las manos, quisiera, Carlota, describirte el paisaje delicioso en que apenas soy una raquítica figura. Quisiera hablarte de esta cadena de redondas colinas, suave contorno voluptuoso, que me ciñe y me ahoga en una dulce agonía. Graciosos alcores, rudas sierras, más lejanas, límite -allá, en la bruma- para mis ojos cansados, valla que golpean las miradas errantes, muros que sólo puede salvar la fantasía, se cogen ahora de las manos, girando en torno mío. Recios bordes de una copa donde se va posando el vino del ocio soñador... ¡Pero a veces se hunden en la copa unas graves campanadas!

  —78→  

Vibran los cristales del aire heridos por el hondo tañido del Ángelus. Flotan las campanadas en la copa, dejando en la tarde un temblor infinito. Allá, en la torre, quedó muda la campana, pero los ecos últimos aun rebotan en las sierras. Y la oración sube, débil nubecilla de incienso. Luego, paso lentamente las cuentas de este vivo rosario, los robustos eslabones de esta cadena. Montañas blancas, vivas sonoras, cuajadas de rebaños. Colinas ondulantes que el pastor desnuda con un grito. Sierras grises, plomizas, rayadas de senderitos innumerables por donde resbalan los rebaños hacia la fresca hondonada.

Verdes montañas hirvientes de semillas, de bulliciosos gérmenes, que harán pronto de cada ladera un amplio y crujiente tapiz de oro. Colinas de mayo, granadas de promesas, vestidas de finas llamaradas verdes... Altozanos ceñidos de chopos, erizados de juncos, coronados de álamos. Cimas fecundas, cuyos pies humedece la rambla, tan acariciadas por los ojos del labriego.

Montañas dormidas. Rojas vertientes, cansadas de brotar espigas en el pasado estío. Suaves laderas, que ya fueron tableros rubios, donde rebrillaba la hoz, serpiente de plata. Montañas color de sangre... El corazón del campo las empapó de la suya. Brotó a borbotones de la herida abierta por el hondo surco que rasgaba la reja. Montañas rojas, tan cansadas de nutrir graneros.

Montañas ocres, laderas pizarrosas, barrancas estériles y amarillas de aliagas, quebraduras donde crecen   —79→   las margaritas que huellan los rebaños. Colinas desnudas, calvas, donde reluce un limpio guijarro. Montañas grises aromadas de tomillo. Montañas negras, sierras vestidas de pinos de verdor sombrío.

Montañas azules, surcadas por caminos de ensueño, donde acaso se desmorona una ermita olvidada y se resquebraja un cuadro, en otro tiempo ceñido de rosas. Cimas del último confín. Vagas cumbres en una brumosa lejanía. Grupas gigantescas de centauros, desnudos hombros de cíclopes que rozan las nubes.

Montañas violeta, piras del crepúsculo. Colinas de fuego donde se funden esas otras colinas tan efímeras -carmín y naranja- que flotan en el azul. Montañas para el poeta y el visionario, de las que sólo queda un verso también efímero. Montañas irreales, sobre las que se alzan todos los alcázares de la esperanza.

Cierro los ojos y el curvo contorno se espesa y se cierra. Gira la cadena, entre una blanda música de trinos y de viento. Las ágiles montañas, cogidas de las manos, danzan alegremente en torno mío... Cuando despierto, la cadena es ya sólo una informe y negra valla, por donde las estrellas se asoman. Entre la masa sombría que me rodea se yergue la borrosa silueta: del campanario, lanza clavada en el corazón de la noche, plegaria muda que asciende desde el templo a la mansión constelada y radiante.

(1924)



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ArribaAbajo10

Anacoretas


Ayer, Carlota, salí de caza. En primer término cacé un personaje de novela: mosén Camilo.

Tú conoces mi predilección por estos anacoretas, sumergidos en una fosca sierra donde todo -hombres y cerros- tiene igual color. Después de leer mi librito Mosén Pedro, habrás podido darte cuenta...

Da gozo contemplar a mosén Camilo. Nadie podría asegurar que su sotana es de tal sastre, ni su escopeta es de tal marca, ni sus botas de tal zapatero. Todo lo accesorio está fundido, inmerso en la gran figura de mi viejo amigo. Ni hay diferencia alguna entre el color de su cara y de su ropa, ni es posible distinguir en él una cinta de escapulario de su portafusil. Su cara ha perdido toda blancura y su ropa toda negrura, y se funden ambas en un turbio color gris, ceniciento... El sol y el aire, dueños y señores de la piel y de la sotana de mosén Camilo, han ido en él imprimiendo matices caprichosos, inesperados.

En él son tan interesantes las arrugas de la cara, como las de la sotana. Todas responden a la misma gubia interior. Sólo gasta una sotana, como sólo gasta   —82→   una cara, y todo en él es armónico. No lleva uniforme sacerdotal, no va vestido de uniforme, sino que va vestido de... mosén Camilo, sencillamente. Él, es un párroco de calidad aparte. Amplió su apostolado a otras especies que no son ya la humana. Él, conversa con casi toda la creación... Y, a parte de la creación, la acribilla de perdigones.

Da mosén Camilo tal impresión de vida fuerte y acusada, de vida intensa y fecunda, que yo he sentido miedo, entre estos mis pobres girones de cultura. He sentido miedo de ser sólo un ratoncillo de Ateneo, un triste huroncillo de biblioteca. Mosén Camilo es un envidiable, es un magnífico ejemplar humano, capaz de llenar una novela, si ahora se buscase en las novelas el ejemplar humano.

Humano y divino, porque en todo este buen cura hay una tranquila dignidad de apóstol, junto a una aguda intuición de espíritus. Apenas habla de Dios... He averiguado que las almas llenas de fe, no suelen hablar mucho de su fe. No conciben que nadie pueda vivir sin ella. Sólo los hipócritas -de fe en los labios lo conciben, y preguntan a los otros por su fe. Cuando mosén Camilo encuentre a un hombre sin fe, no se escandalizará... Pero esconderá ladinamente un cepo... Para él es, a veces, más difícil, cazar un pájaro que un hombre.

¿Qué llegamos a cazar? Nada. Tampoco se puso gran empeño, porque en el parador adosado a una ermita andaban preparando una caza doméstica, en previsión de nuestro fracaso. Fuimos tres: mosén Camilo, mosén Jorge y yo. ¡Ah! ¿No conoces a mosén Jorge?   —83→   Tengo mucho gusto en presentarte a mi nuevo amigo. Es un haz de sarmientos que remata en una faz huraña o irónica, según la estación. Sobre la cara hay un cerebro que piensa muy bien. Es párroco completamente «rural» por categoría, aunque muy ciudadano por calidad. En las proximidades de su iglesia -esto es muy transcendente- «se libró una gran batalla».

Tu te encogerás de hombros, y me llamarás necio por decirte estas puerilidades... ¡Cómo se ve que no conoces los altos secretos! Precisamente lo de haberse librado allí una gran batalla, es la única excelencia de la parroquia, y si todo en ella es mezquino, esa «batalla» la dignifica, la justifica. Además, hay una anécdota muy bella que me relató mosén Jorge. En el día de la entrega de títulos canónicos, celebrada en el palacio episcopal, iba el Prelado -experto conocedor de toda la comarca- encomiando las producciones o los monumentos de cada pueblo, a cada párroco:

-Tú, vas a Fuentelinda... ¡Oh! Allí tienes unos deliciosos melocotones, unas riquísimas brevas...

Y el buen párroco, al besar la amatista paternal, se relamía ya de gusto ante los huertos sazonados de Fuentelinda.

-Tu parroquia es...

-Torre del Conde San Telmo, E. S.

-¡Ah, sí! Un pueblo muy lindo. El Castillo de San Telmo es una famosa construcción del siglo XIV. Se domina desde allí un magnífico panorama... Yo he subido a aquellas almenas.

  —84→  

Y el nuevo sacerdote se alzaba lleno de emoción ante los anchos paisajes que divisaría desde las almenas de San Telmo.

Cuando le tocó el turno a mosén Jorge, el Prelado le miró lleno de compasión. En la parroquia de mosén Jorge no había nada que mereciera el elogio paternal. Ni melocotones, ni almenas. Era un puñado de casuchas colgado en una vertiente, olvidado entre las breñas. Ni unas ruinas siquiera... Pero el sagaz Prelado reaccionó inmediatamente. Apelaría al pasado... ¿Qué «puñado de tierra» no esconde «una tumba española»? Precisamente allí...

Cuando mosén Jorge se hincó de rodillas ante el Prelado, sintió un poco de rubor. Su parroquia era insignificante...

-Tú, vas a Villavieja... ¡Oh! Es un lugar muy pintoresco. Es, sí, eso sí, pequeñito... Pero muy sano. Allí, precisamente allí, a unos pasos de la iglesia, en un desfiladero, se libró una gran batalla...

Mosén Jorge recogió aquellas heroicas evocaciones con una resignada sonrisa. Toda la riqueza de su parroquia era una fecha gloriosa... Bien, la evocaría diariamente con profunda emoción. Reconstituiría en el sangriento desfiladero, hoy paseo de lagartijas, aquel episodio de la Reconquista...

Cuando me lo contó mosén Jorge, añadió gravemente:

-Ya ve usted, el presente me es hostil, pero el pasado... ¡Oh, el pasado es para mí una fuente de dulces   —85→   emociones! Si el presente es muy pobre, el pasado es glorioso. Yo vivo ahora en el siglo XIV. Yo vivo rodeado de tizonas y yataganes... Cuando la vida «se me pone triste» -como al poeta-, yo acudo a este desfiladero inmortal, y evoco aquella «gran batalla».

Hay en sus palabras tanta dulzura, que la ironía se le desvanece, se le pierde en los labios, como un granito de sal en un gran vaso de agua de miel. Yo le admiro, silenciosamente. Yo admiro unas vidas tan oscuras, tan olvidadas, que se deslizan por estas breñas donde se va desgarrando poco a poco mi antigua piel de contemplador escéptico.

(1924)



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Una novela


A temporada de baños se desliza con su aquí habitual -y adorable- cursilería. Los mismos amores, el mismo Casanova del cual ya conoces las hazañas por Paula y Paulita. Como los personajes, pues visibles en este monótono escenario, siempre idéntico a sí mismo, no nos ofrecen problemas que estudiar, decidí entenderme con personajes invisibles. Acudiré a mis libros nuevos... Hoy, Carlota, leí esta breve novela que te envío, con otros volúmenes. Me refiero a El tren blindado número 14-96. En efecto según me insinuabas, parece ser el libro de estos días: todo el mundo habla de él, todos opinan... También yo voy a opinar.

¿Novela bárbara? No. La creo ya refinada, a pesar de su arriscada, de su lozana juventud. ¿Por qué no situarla en su verdadero paisaje? Lo intentaré.

Una guerrilla avanza y se apodera de la cumbre. Cuando cesa el tiroteo, comienza a tenderse la alambrada, a alzarse la tienda, a construirse el barracón. Arriba se iza la nueva bandera. Pero, no es esto sólo. A la noche, se escucha en el parapeto la primera versión de la hazaña, y mientras el telégrafo transmite la historia, salta de risco en risco la leyenda.

  —88→  

Historia y leyenda nacen al mismo tiempo. Escribimos cumbre como pudiéramos escribir pueblo. Pasado el torbellino marcial, sobre los mismos despojos y ruinas que arrastró la inundación, comienza a brotar una nueva flora. Primero son unos cardos rojos, unas amarillas aliagas... El tren blindado número 14-69 ha nacido en pleno alud. Por eso tiene el temblor de una epopeya niña. De un poema bárbaro, sincero, enjuto, cruel.

La ciencia elabora sus teoremas a espaldas de la vida apasionada. Aunque golpee el ariete los muros o vibre el avión sobre las cúpulas, el sabio sigue meditando. No oye nada. El poeta, sí. El poeta asiste a la lucha. Quizá perderá en ella un brazo o un ojo o el mismo corazón. No importa. La inquietud es un habitual clima, como es la serenidad temperatura del sabio. Frecuentemente, el poeta se sienta a escribir en medio del vivac.

Y a una infancia nueva corresponden nuevos balbuceos, nuevas canciones de cuna. Rusia escucha hoy su nuevo cantar de gesta, lee sus primeros nuevos libros heroicos. Pero el mundo es ya muy viejo, y el cantar y la novela han madurado apenas florecido. El tren blindado, novela primitiva de esta edad de Rusia, es ya -repito- un libro refinado, a pesar de su acre, de su lozana juventud.

Es bueno escribir aladamente, engarzar imágenes en una red de hilos de arena. Pero es mejor escribir de tal modo que el golpe más rudo no pueda quebrantar la frase. Aunque el periodo se desparrame, cada una seguirá siendo barra de oro o de hierro,   —89→   emoción pura o pensamiento puro, o firme enlace de ambos.

Al penetrar en El tren blindado, advertimos cierta incoherencia. Ya nos lo avisaba el discreto prologuista. El lector entra en el libro como en una ciudad fabulosa. Caras y paisajes le son desconocidos, quizá hostiles. Pero es preciso seguir andando, atendiendo, orientándose. Luego, nos sorprenderá el guiño de la belleza y todo lo habremos conseguido. Él será la llamarada de Damasco que iluminará el resto. En El tren blindado acuden a cada paso esos bellos ademanes: durante la lectura fuimos anotando algunos:

«El mar se apoyaba, cansado, en el granito.»

Otro: «Reía a carcajadas. Sus largos brazos, como si quisieran coger la risa, saltaban ávidos en el aire».

Otro: «Pasaba un maestro aseado como una pluma sin estrenar».

Otro: «Sobre los cañones, sangre seca, parecida a seda vieja color de vino tinto».

Otro: «Encogió el vientre, y sus costillas se acusaron debajo de la camisa, como mimbres bajo el fango seco».

Otro: «Es para que se mueva la gente. En reposo se pone mohosa»...

No se espante el timorato lector, si por fortuna se entró por sus dominios este tren. No le arrasará nada. El arte lo recibe ya todo arrasado, para hacerlo florecer de nuevo. Es rosa, no explosivo. Cuando el arte hace estallar bombas es porque no supo encender estrellas.

  —90→  

El arte puede enardecer, pero nunca envenenar. Una bella canción que brinca por las trincheras, nunca emponzoña a los soldados, los exalta. No debe crear opiniones, sino provocar temperaturas. Esta no es canción de alegría sino de profunda tristeza. No se asiste a una autopsia cantando un cuplé.

Pues El tren blindado número 14-69 es la autopsia cruda, espléndida de una sublevación, con su cortejo de magníficos, de bellos horrores. Bellos, porque la belleza es el común denominador de todas las anécdotas que el arte pide prestadas a la historia, para elevarlas al nivel de poema. Tampoco piense el timorato que este tren arrastra un cargamento de croquis para un frenético avance. Ni croquis, ni pautas. Al terminar la lectura, nos deja el libro una vibración más ruda en el pulso. Nos hemos despedido de unas almas de otro clima a quienes acaso no podemos comprender. Eso es todo.

Ni pidáis al libro una palabra de esperanza en una futura paz social, como suele ser llamada. «¿Vivirán bien los hombres después de nosotros?» -pregunta un personaje-; y otro contesta: «Eso les toca a ellos».

El tren blindado número 14-69 corre por un paisaje hecho a medida. Se conoce al mal novelista en que sus ambientes -como él los llama-, son comprados en un bazar de ropas hechas. Por eso, a un héroe le estaría muy holgado, lo que a otro le oprime. El buen novelista no sabe pintar fondos, sino circunstancias, contornos. En la buena novela, los arboles, los   —91→   montes y las nubes, son otros tantos seres vivos enredados en la trama. Lo alejado del personaje vivo, es inútil en la novela. Puede servir para el teatro: al menos para el teatro malo.

«Más allá de las piedras, hacia Oriente, como a una media versta, un pequeño matorral. Más allá de éste, el amarillo terraplén de la vía férrea, semejante a una tumba infinita sin cruces.»

Poco tienen que hablar ya los personajes. Por eso, Carlota, el lector de todos los climas puede acercarse a esta novela, confiadamente. Si no comprendió bien el lenguaje de los hombres, la tierra le hablará el idioma universal del más alto lirismo. Confío en que ha de conmoverte. Es una prueba más de la temperatura literaria dominante en estos años: etapa de pasión fría.

(1926)



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Ángeles y niños


Me complace, Carlota, una de tus últimas preguntas: «¿Quién es esa mujer -Norah- cuyos dibujos aparecen con tanta frecuencia en las revistas juveniles que me envías?» Quiero bosquejar, de ella una breve semblanza. Atiende:

La forma pictórica se engendra a veces en tan sutil materia que pierde el pie y se lanza a todas las deliciosas aventuras del vuelo. Para mantenerla gallardamente en medio del viento, nada mejor que hacerle brotar alas. El ángel fue creado por la fantasía de un pintor muy mal avenido con la materia. Ya nos había dicho la Escritura: «El hombre es poco menos que un ángel»... Pues Norah pensó en que sería bueno preocuparse de ese poquito menos. .. Así, el eje de todo su mundo extraterreno es esa menuda diferencia, es ese paulo minus ab angelis. Por eso, en su obra pictórica abundan tanto los niños alados, los ángeles. Y los ángeles sin alas, los niños.

Pero recuérdese bien que si de la piedra al viento corre toda una escala de resistencias, también corre otra escala de sensibilidades. Si los dedos más frágiles escogen la más dócil resistencia, preferir la materia   —94→   menos áspera acusara una extrema delicadeza, una agudizada sensibilidad. Aunque también sepamos cuántas veces el pecho varonil prefiere luchar con la materia más huraña, para -con tenacidad de dominador- empujarla al viento, sosteniéndola en alto a fuerza de insuflarle espíritu.

Adelgazar la materia y henchirla de viril energía, he aquí dos modos de mantener la bella forma en la atmósfera enrarecida del arte. Oriente con una extrema fragilidad, logró en arte el fruto que pudo lograr Occidente con sus más duros mármoles.

Mezclado a unos dibujos de Norah -ángeles y niños-, hay aquí, mi buena amiga, uno de esos borriquitos de cartón o de madera de los que ahora lanza Barradas desde su Ateneillo de Hospitalet. Barradas hizo rodar por la tierra de la calle a sus lindos muñecos, los empujó a los bazares de chucherías, les colocó bajo las patas una tablita con ruedas... Para en seguida resucitarlos, injertándoles unas alas. Barradas -que supo ver a Jesús gateando entre los rapazuelos salpicados de lodo del Jiloca- sabe hacer volar a los peludos plateros del Llobregat. Norah, más generosa, otorga a su gracioso mundo alado la alta vida del arte sin hacerle pasar por el fuego de ningún río, de ningún arroyo. Pero, barro o espuma, unas y otras formas se elevan con igual encanto.

Se habló de la ternura del arte de Norah Borges, hecho de plumas blancas, ingraves... No era preciso apuntar esa cualidad que tan a manos llenas nos ofrecen las buenas hermanitas de cualquier Asilo-Cuna.

  —95→  

La ternura es una emoción que pertenece al extrarradio del arte. Precisamente lo que destellan estos niños alados de Norah es una saludable impasibilidad, muy lejana de toda turbia irradiación patética.

No, no es tierno el arte de Norah Borges. Acaso será ingenuo, tímido, frágil. Y siempre diáfano. Para fijar sus características -y en esta breve carta no es posible hacerlo exactamente -no temamos restar en vez de sumar. Tenue, escasa vibración. Eliminación de lo pintoresco. Ausencia de anécdotas. Escamoteo de toda complejidad...

Algún espíritu ardiente echaría de menos la vida. Porque, después de tantos siglos de vivir y de admirar el arte, pocos saben con gran exactitud dónde la vida acaba y el arte comienza. O dónde ambas se funden. Como tampoco es fácil señalar dónde termina el artesano y principia el artista. No falta quien afirme -Claudel, recientemente- que «el arte y la poesía son la negación de la vida». Por eso, continúa:

«El arte no debe imitar la vida. Ningún arte ha hecho esto. El arte tiene por objeto realizar algo de que la vida sólo nos ofrece bosquejos fragmentarios. El arte y la poesía son la verdadera vida expresiva y dotada de sentidos, en tanto que lo que llamamos vida, la vida cotidiana, sólo es un rudimento; a veces, una caricatura.»

Es claro que por un camino sembrado de negaciones puede llegarse a una palmaria afirmación. Por la eliminación de todo lo pintoresco puede llegarse   —96→   al enjuto perfil, más allá del cual sólo están los cristalinos esquemas de la geometría.

Pero tú quieres, Carlota, saber qué de ingenuo qué de tímido hay en estos ángeles y niños... Mucho se ha escrito acerca de la ingenuidad en arte. Menos, sobre la timidez. Ambas producen la obra tenue, transparente, clara. Arte de recinto amurallado, de íntima sala, tembloroso ante la idea de salir a la calle. No conoce la gruesa artillería, ni el afilado yatagán. Se defiende con los gases enervantes de la gracia, con el puñalito de juguete de la coquetería.

El arte de Norah no pretende cegar multitudes, ni herir colosos. Desconoce o vuelve la espalda al enemigo, al indiferente. Su obra prefiere acogerse al cálido refugio de los amigos fieles. Cada dibujo de Norah es una melodía para ser ejecutada al piano en ese saloncito silencioso, entre esos buenos amigos. Inquieta pensar en que alguna vez pueda asomarse entre los broncos metales de la orquesta de un museo. Sus claros nimbos infantiles se ennegrecerían con el vaho de espesas incomprensiones.

Ya Ingres escribía que en el piano es donde se saborea, donde se paladea la buena música. Ingres, que huía de los colores opulentos en música y en todo. Le gustaba desnudar un cuadro, como le gustaba desnudar a una mujer. El tema melódico -o pictórico- quedaba allí palpitante, estremecido, sin otro muro en que apoyarse, sin otro rodrigón para su armonioso equilibrio que la fina marcha de la línea, horizonte apenas visible de la forma, punto geométrico de tránsito de la materia inerte a la vida pulpa del arte.

  —97→  

Un poeta -Francisco Luis Bernárdez- quiso fijar en dos versos la precisa calidad de estas formas aladas del arte de Norah. Son -dice- «humanidades sencillas y mansuetas, con la docilidad del agua y también con su hondura luminosa». Los dibujos de Norah representan preferentemente ángeles o niños. Pero, aunque utilizase otros temas, a todas sus figuras les nacerían alas: esa forma de elevarse tan grata a los primitivos.

Alguien la llamó «un alma del cuatrocientos que intenta romper algunos hilos inútiles de la psiquis contemporánea». No creo que el espíritu de Norah se haya retrasado tanto. Es un alma de novecientos capaz de romper muchos hilos tradicionales. Y frente a la madeja de hilos inútiles de la atormentada psiquis contemporánea, creo que ha preferido el gesto inhibitorio: le ha vuelto la espalda y se ha puesto a jugar en aquella pradera, limpia de ruinas venerables, milagrosamente verde en uno de esos deliciosos rincones del mundo «no condenados por Jehová», por donde salta el fresco arroyo del Edén, de quien sólo Giraudoux conoce ahora el manantial.

Pocos casos de tan exquisita feminidad como el de Norah. Por eso prefiere luchar con la materia más leve, más dócil, con el aire y la seda de un plumón, con la brizna inmaculada que vacila entre quedarse adormecida en brazos del viento y obedecer a la ley implacable que lentamente la empuja hacia la tierra.

Un viejo sacerdote amigo nos demostraba la no existencia de los ángeles. «Son inútiles -decía-; Dios, omnipotente, no necesita de criados ni de juglares»...

  —98→  

Es posible que haya surgido allá arriba algún general licenciamiento: ya los ángeles no recorren las casas asesinando primogénitos y cobrando deudas a Tobías. Pero siempre quedarán residuos de la raza... Por lo menos, sabemos de un ángel que dicta versos a Cocteau. Y de otro que le lleva la mano -dulcemente- a Norah.

Pero antes, Carlota, he aludido a Barradas y a sus niños... ¡Qué diferentes niños! Porque los niños de un cuadro pueden ser candorosos: lo que no debe serlo nunca es el pintor. Es preferible que el pintor de niños esté ya de vuelta de la pintura de hombres. Estos pueden servir de escuela: Son más fáciles de pintar, porque llevan en el rostro las pinceladas definitivas. Cada rostro es un resumen: No hay sino verlo y traducirlo al idioma del pincel. Pero el niño es un modelo en blanco. Su carita, todo su contorno, es un trozo de naturaleza viva. Y ¡ay del pintor que ve en el niño algo más que naturaleza viva! Su pintura será trascendental, es decir, lamentablemente candorosa.

Los niños de Barradas no son trascendentales. No piensan... Como no sea en hacer alguna diablura. Nunca meditan. Se contentan con gozar de su infancia. Ni aún ese colofón inútil, que es la moraleja, se lee nunca en las deliciosas historietas infantiles de Barradas. En ellas no se intenta que los niños sean buenos. No hay que pintar a los niños como son... Menos como deben ser. Nada hay que pintar así. Lo primero es cosa del fotógrafo; lo segundo, del Juanito.

Esos pálidos niños que apenas ríen, esos matrículas de honor, graves y espigados. ¡qué cachetes llevarían de los robustos muchachotes de Barradas recién llegados de Luco de Jiloca! Han querido anticipar a muchos niños esquemáticos la edad de la pedantería. Esos finos adolescentes prematuros, de invernadero, sin sol en la frente, lo saben ya todo y ¡cuando lo delicioso sería que lo ignorasen todo! Se hizo de ellos una delgada entelequia. Se les estilizó tanto que han salido destilados: Un extracto de niñez, una exquisita esencia infantil.

Lo abstracto no se pinta ya. Se filosofa... o se desdeña, que es un modo de filosofar. De aquellas abstracciones surgió un delicado hombrecito que sonreirá sutilmente en la tertulia.

Los niños que sorprende Barradas -rapaces de Luco y de Atocha- ya se ve que aquella tarde hacen novillos. Tienen aún las mejillas infladas de soplar en chifletes de latón. Mejillas de albaricoque maduro, tan frescas, tan lozanas. Es una golosina contemplar a estos niños que nunca inspiran lástima. Porque ya sabe el pintor, que la piedad es el gran disolvente de la blanda ternura, de la fragante admiración. Por eso los niños de Barradas no nos piden lágrimas. Ni siquiera, besos. Sólo piden juguetes.

Y, el primero, Jesús. ¿No queríais humanizarlo? Pues, en lugar de mecerle en una nube grana, entre mofletudos angelotes alados; o en cunitas de paja muy limpia y dorada, entre bestias bonachonas, hacedle   —99→   jugar en el suelo, con piedras pintadas y montoncillos de arena. Entonces los demás niños podrán acercarse a Él. Si seguís pintando nimbos y estrellitas clavadas en el dintel, si colgáis tapices suntuosos en el establo, si rodeáis el pesebre de bambalinas y reyes, Jesús seguirá siempre ignorado de los niños.

El Niño nazareno tuvo otra más bella epifanía, que sólo ha visto Barradas: Jesús se deslizó del pesebre al suelo y marchó a jugar con los otros niños... Barradas -antes ya te lo dije- sorprendió a Jesús gateando.

(1927)



  —101→  

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Ceniza glorificada


Con razón te has detenido, Carlota, a admirar esas reproducciones de telas de María Mallo, que ya asoman por nuestras publicaciones de arte. He tenido el placer -de veras hondo- de conocerlas en plena gestación, y me complace ahora comentarlas, en tu obsequio.

Llamas tú a esa pintura: Glorificación de la ceniza. Muy linda definición, que voy a comentar. Hay, Carlota, muchas pinturas. Consideremos tres. Una se deleita en resbalar por las cosas. De todo se contenta con la piel. Prefiere juegos de luminosa geometría. Tiene un sentido doblemente superficial del mundo. Puede ser grata, decorativa, deliciosa si cae en buenas manos, en buenos pinceles... Hay otra que desgarra la epidermis y pretende describirnos mundos interiores. Prefiere la carne al vivo, rezumante, dolorida, perturbadora por lo que suele llamarse torbellino pasional. Pintura al borde del folletín, aunque puede quedarse, sencillamente, en emotiva.

La tercera arranca la piel y carne a las cosas, nos deja el mundo y al hombre en los huesos -porque sabe que basta un hueso para reconstruir una estructura-. Es un arte implacable, porque intenta nada   —102→   menos que definir; quiero decir fijar sus verdaderos límites al hombre y a las cosas. ¿Aludimos a una pintura filosófica? Si llamamos filósofo al que tropieza con las últimas raíces de la vida, puede esta pintura ser llamada así. Puede serlo en principio, no a lo largo de su realización. De una visión profunda del hombre, de un hondo sentido de la vida, puede nacer lo mismo un poema que un cuadro, que un tratado metafísico; pero aquí se habla de fenómenos plásticos, visuales, producidos por los siete manojos de cada rayo de luz; y un cuadro debe ser eso, ante todo, o no es nada.

Ante todo. Porque detrás puede haber muchas cosas. ¿Qué cosas vemos en los últimos cuadros de María Mallo, a nuestro parecer los más considerables de la actual pintura española?

Alguna vez, Carlota, te he repetido esta conmovedora frase de nuestro gran amigo Stendhal: «Miguel Ángel es el solo pintor que poseyó a un mismo tiempo la elevación y la ferocidad necesarias para pintar la Biblia».

Pues María Mallo está pintando la Biblia -y esto no es comparar, es subrayar fenómenos-; María Mallo ha pintado a Job, el Apocalipsis. A Job, no gritando y arrancándose la carne muerta, sino ya limpio y mudo, hecho universal a fuerza de perder localismos semíticos. Con los músculos se ha arrancado el hebreo y la repulsión que produce lo descompuesto. Es un Job vuelto a componer. Allí está el hombre. Lo diremos en una lengua muerta. Ecce Homo. Un hombre de todos los tiempos y lugares. Un armonioso esquema   —103→   compuesto de lo más estridente. Unos huesos en su sitio, unos harapos en su punto. Y entre los huesos y harapos, viento. ¿No nos hablan los profetas del viento como lamentable contenido único de nuestra vida? ¿No es la carne y la piel, con todos sus menudos problemas transitorios, un poco de viento que infla un traje? Aquí está. Del traje quedan unos residuos, los suficientes para recordar las formas, el dinamismo huido. Con ellos y los huesos se puede presentar no un hombre sino el hombre, el Hombre, con mayúscula. Y, éste, es siempre Job.

Es decir: el hombre caído en la última miseria, en la miseria fundamental, en si mismo, en su propia definición. María Mallo nos lo presenta, que es algo más que representar. En un admirable cuadro, torna un poco de ese viento que es nuestra vida, lo rodea a un palo seco, lo encierra en unos harapos. El viento no pasa, se queda allí inflando -como siempre- los harapos, haciendo vivir en su muerte definitiva a unos despojos de hombre, de bestia, de minerales, de arbustos. El moho, la ceniza, el barro, todos los miserables recuerdos de reinos vitales distintos, se agrupan en estos raros lienzos. Faunas, floras, geologías desmoronadas, se juntan en ellos para dar la mano al despojo superior, al hombre. Légamo, cal, azufre, carbón, humedad, hierros viejos abandonados, humo, polvo... Esos residuos de la vida -los componentes de ella- vuelven a formar organismos bajo la acción esterilizadora del arte. Los cuadros de María Mallo son paisajes esencialmente vivos donde se equilibran elementos muertos sublimados...

  —104→  

Sublimado, palabra resbaladiza. ¿Por qué no fijarla un poco? ¿Qué es, estrictamente, sublimar? ¿Exaltar? ¿Subir a las nubes?

Todo lo contrario. Bajarlo todo al silencioso laboratorio donde lo aparentemente más duro se disgrega, se volatiliza, vuelve a agruparse según nueva intención, vuelve a condensarse, a adquirir -más limpio- solidez. Sublimar puede ser desinfectar, corroer. Es el sentido de sublimación que prefiere María Mallo.

Con su pintura se ve al hombre como por los rayos X. Así, sabemos qué profundos morbos le corroen, qué piedra fatal va a destruirlo. Se ve al hombre hecho ceniza ambulante. Según es.

Pero -así ocurre frente a los espectáculos más desnudos de la muerte- ante los cuadros de María Mallo se siente con más intensidad la vida. Yo, Carlota, he salido de ellos todo trémulo, como de un capítulo de Isaías. Porque, en esta pintura, vemos también al otro hombre, al de la sublime zarabanda apocalíptica donde el hombre se lanza a cabalgar en monstruos.

Son los dos hombres esenciales. Job, de vuelta de todos los placeres de la vida, arrojado brutalmente de ella, transido de recuerdos, abrumado por realidades muertas, desquiciado, hecho jirones... y San Juan, intacto, ignorante del deleite, que sólo recostó su cabeza en pechos divinos, hombre sin recuerdos, inhibido del mundo, sumergido en maravillosas anticipaciones del otro...

El encuentro de estos dos sentidos vitales en una faena artística será siempre un gran hallazgo. En los   —105→   lienzos últimos -pintura de asceta laico- de María Mallo, no se ha querido huir de lo vivo. Todo lo contrario: se escogió la muerte para desde allí contemplar la vida: presentar la vida ante el fondo más sombrío, para mejor destacarla. Nada es un cuadro sin sensualidad. Ante uno de estos cuadros sentimos realizada una interpretación profunda del supremo realismo humano, de un realismo ya inatacable por el más tremendo sublimado corrosivo: el tiempo.

Llevar estos problemas al arte sin perder sentido plástico, sin perder el sentido constructivo, tan ajeno a todo método doctrinal, que exige la pintura, es tarea para pocos. Uno de los escollos era el fatal encuentro con lo que, en general, es llamado feo. ¡Tanta ceniza, tanto cieno, tanto moho!...

Pero ¿qué es lo feo? ¿Existe para el arte? Para el arte sólo existe la falta de ordenación, la ignorancia de una ley de armonía. Arrojemos unas tablas al suelo. Si esas tablas nos las presta un físico, producirán, al caer, no un estrépito, sino una música.

Del ruido a la sinfonía no va nada. Va, claro es, una batuta. De lo horrible a lo sublime hay una escala de crispaciones. No hay otro remedio que conocerla. Ahora bien, María Mallo conoce muy bien el teclado de su arte. Cuando ella nos da esqueletos, no pretende producir un horror, sino una exaltación. Como todo gran arte.

(1931)



  —107→  

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Pintura infantil


No es caprichosa, no, Carlota, esta moderna revisión del arte primitivo, esta incursión en la infancia del arte universal. Ni siquiera puede llamarse revisión, puesto que tal vez nunca se había estudiado atentamente. El que los artistas y los críticos hayan resucitado en sus cuadros, en sus esculturas, en sus libros, lo que generalmente se llamó arte negro, quizá parcialmente obedecerá a fatiga de los excesos de hoy, pero también, y en primer término, a avidez por descubrir el secreto de los orígenes del arte, nuevo Nilo misterioso cuyas fuentes se pierden en lo más enmarañado del espíritu.

¿Cuándo el arte sólo fue religión? ¿Cuándo comenzó a ser juego? ¿Cuándo pasa de mera actitud mimética a pura actividad artística?

Hombres como Manuel Bartolomé Cossío y José Pijoán, que dedicaron su vida a estos problemas, nos dicen: «Somos incapaces de descubrir en el adulto los albores de esa extraña actividad humana que es el arte». Este enlace mágico con las fuerzas inaprensibles de una vida superior, se nos esconde, se nos escondió siempre. Conocemos etapas, no conocemos verdaderos puntos de partida. Sabemos que una obra   —108→   ha pasado a mejor vida, de la real a la del arte; pero ¿quién podrá explicarnos en qué punto se efectuó el transbordo?

Y el solo hecho de haber enunciado estos fundamentales problemas estéticos bastaría para fijar la estatura del libro Summa Artis-de Cossío y Pijoán- que estás leyendo. Libro en marcha, tarea penosa, nunca definitiva; porque la trayectoria del arte nunca podrá sernos totalmente revelada, porque nuevos descubrimientos rectificarán siempre etapas y modificarán opiniones; porque nuevos y detenidos estudios harán vacilar las valoraciones más firmemente establecidas. Recordemos el caso del Greco descubierto, puede decirse, por Cossío; recordemos el caso de Murillo cuyas cualidades, más escrupulosamente atendidas, no nos merecen ya tantos aplausos.

Una gran sed de verdad artística ha acometido a los más ilustres contempladores de la belleza. Por eso los autores de Summa Artis han llegado a decir:

«Hay en el arte primitivo una falta de premeditación, una ausencia de egoísmo, en el sentido de carencia de personalidad, que hace la obra del salvaje más sabrosa que la del artista profesional del siglo pasado, incapaz de evitar su ideología particular y hasta empeñado en acentuarla.»

Fue el veneno del subjetivismo quien multiplicó la fronda caprichosa tras de la cual, frecuentemente, se escondía una impotencia. Fue el veneno del urgente aplauso -cuando no del dinero- quien hizo subir falsamente la fiebre creadora derramándola por obras de precipitada concepción y realización. El   —109→   artista primitivo, en cambio -se nos dice en la Summa-, «no tiene, como el hombre moderno, un público a quien satisfacer. Le basta con gozar de su representación. Si él ve algo, es cuanto desea. Y quién sabe cuál es el mejor artista, si aquel que se satisface a sí mismo, o el que satisface a los demás. En el primer caso, no hay duda que el artista primitivo es superior al artista moderno». Añádase que gran parte de aquellas obras primitivas son anónimas. ¿Se ha estudiado suficientemente «el anónimo» en el arte?

Alguna vez te hablé de la postura del artista contemporáneo frente al público. La hiperexcitación producida por la concurrencia unas veces, por el sentimiento de inferioridad otras, le hace incurrir en gestos personales desaforados. Cuando no logra satisfacer, intenta asustar. Prefiere la brusca sorpresa al lento goce... Es una falsa posición. Ni el placer ético ni el estético se pueden imponer por un violento ukase. Y, si alguna vez puede llegarse a lo que Max Jacob llamaba «el triunfo del desorden», tal dictadura será efímera como el resplandor del magnesio.

Observa, Carlota, la trayectoria estética del niño. Comienza el pequeño artista por trazar líneas vacilantes, rayas en cualquier sentido -periodo de automatismo gráfico-. No tarda en hallar correspondencias entre un grupo de rayas con los objetos que la rodean -período de realismo fortuito-; y acaba por querer modificar su propia visión, por querer representar más de lo que puede verse; por trasladar al papel las cuatro fachadas de una casa, todos los niños de un   —110→   corro -período de realismo intelectual-. El instinto de imitación se perfecciona; no tardará en asomar el sentido artístico; del juego mimético se pasa al divino juego en el que todas las cosas adquieren nueva vida...

Cada etapa está en el libro señalada con multitud de sabrosos ejemplos. ¿Cuándo una historia -monumental- del arte fue comenzada con garabatos, con monigotes de niños? ¿Cuándo se dio tal importancia a un dibujo de bosquimano?

No se establece por ello paralelismo entre los dibujos del niño, y del salvaje. Los del salvaje siguen trayectoria distinta. Comienzan por respetar la tradición, por aferrarse a tipos artísticos anteriores, aunque niños y salvajes terminen por encontrarse en el período llamado de realismo intelectual, cuando el salvaje deja de ser hombre primitivo y se convierte en civilizado, es decir cuando su originalidad le empuja a declararse personalidad independiente, creadora de un mundo también desgajado del que lo rodea, más nutrido de sentidos que el mundo circundante.

Porque las formas artísticas -según la expresión hegeliana-, lejos de ser mera apariencia, «encierran más realidad y verdad que las existencias fenoménicas del mundo real». El espíritu -prosigue- atraviesa con más dificultad la dura costra de la naturaleza y de la vida común que las sutiles meninges de una obra artística. El arte es, debe ser, siempre, un limpio fanal para el espíritu.

(1931)



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