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«Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso». Novela epistolar y ejercicio (auto)irónico

Hans-Jörg Neuschäfer


(Universidad de Saarbrücken)



Uno de los reproches que Carmen hace a Mario (en Cinco horas) es no haber escrito nunca una historia de amor. Parece que Delibes, haciéndose cargo de lo que se le advirtió a su difunto héroe, quiso, por fin, suplir esta omisión. Pues las Cartas (1983) son, indudablemente, una historia de amor. Pero una historia tan extraña, que probablemente tampoco hubiera correspondido a las ilusiones de Carmen.

Efectivamente, no se trata de la famosa «historia de Maximino Conde, casado en segundas con la madre y enamorado de la hija [...], un argumento de película» (51)1, sino del amor de Eugenio Sanz Vecilla, un hombre ya casi anciano (65 años), periodista jubilado, con una dama no mucho más joven (ella dice tener 56), y de la intriga de un rival que también se acerca a los 70. Se trata, pues, de una historia de amor en la tercera edad, en la que, además, juega un papel el erotismo. Y por si fuera poco todo esto, se nos narra la historia en forma de novela epistolar, un género que estuvo de moda en el siglo XVIII y ahora no lo está, y, para colmo, en un tono que ya a partir del título completo -Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso- se nos presenta lleno de ironía, o sea exento de ese apasionamiento prerromántico que ha sido la nota característica de las novelas epistolares del siglo XVIII.

Aunque Cartas no sea, probablemente, uno de los textos más importantes de Delibes, es sin duda el que posee más humor. Hablando en términos musicales, podríamos llamarle divertimento, un divertimento tragicocómico y un divertimento en el que se encuentran, en forma de juego paródico, además de reminiscencias de las clásicas novelas del género epistolar, bastantes referencias a textos del propio autor, sobre todo a Cinco horas con Mario, del que las Cartas son, en cierta manera, la contrafactura.

Vamos a ver lo que sigue:

  1. cómo está construido Cartas;
  2. qué relación tiene con el género de la novela epistolar;
  3. en qué sentido es una contrafactura de Cinco horas con Mario;
  4. cuál es el contexto histórico y biográfico en el que Cartas está situado, y cuál es la función de la ironía.

I

Cartas contiene 42 misivas, unas más largas, otras más cortas, según las circunstancias. Todas están dirigidas de él a ella; ninguna de ella a él. Lo que ella escribe lo intuimos solamente a través de las contestaciones de él. Se trata, pues, de un intercambio, en cierta manera, monológico; pero a pesar de que la mujer nunca habla directamente, es ella la que marca el ritmo y la pauta del epistolario; en fin: la que lo dirige. Sólo la primera carta, en la que se establece el contacto, se debe exclusivamente a la iniciativa de él.

Todas las cartas llevan fecha: la primera es del 25 de abril de 1979; la última, del 20 de octubre del mismo año. Las dos fechas enmarcan el nacimiento, el paulatino crecimiento y el apogeo de un amor tardío, la desilusión luego y finalmente el desengaño de una relación amorosa que durante todo este medio año ha sido bastante unilateral: mientras él se calienta cada vez más -a pesar de que, según sus propias palabras, nunca había conocido «mujer en sentido bíblico»-; mientras él, pues, va poniéndose cada vez más voluptuoso, ella se queda más bien fría, se divierte al principio un poco, se aburre visiblemente luego, le va molestando cada vez más con preguntas malévolas y le abandona por fin engañándole con su mejor amigo.

La evolución de la historia, en cuanto a los sentimientos de él, se refleja en la manera con que se dirige a ella: del «muy señora mía» y de la «distinguida señora» pasa (carta 5) a la «estimada» o «apreciada», y a continuación a la «querida amiga». Con la carta 14 cambia al «querida Rocío»; en la 16 llegan al «tú». Después de haber visto la foto de Rocío en bikini (que no sin motivo le parece la foto de una señora de muchos menos años) se precipita al «queridísima», al «amor», y en la carta 23, después de haberse despertado en Eugenio todo el amor y el erotismo hasta entonces reprimido, llega al «mi pequeña Rocío, mi gran amor» y al «amor, mi dulce amor» en la 26. A partir de entonces, y como consecuencia de tantas duchas frías como ya ha recibido de la «dulce» Rocío, se le va bajando el ánimo. Durante algún tiempo mantiene todavía los ya muchos más cortos «amor» o «querida», para caer, en las últimas dos cartas, de nuevo al distanciado «usted» y al «muy señora mía».

Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso es una historia de amor frustrado. Los amantes, al final, no solamente no se casan o se aman por lo menos una vez de verdad, sino que tampoco llegan siquiera a conocerse verdaderamente. Y es que desde un principio tienen una relación indirecta, como quien dice mediatizada: él comienza a escribirle a ella, no porque la haya visto en persona, sino porque le ha llamado la atención su anuncio en «La correspondencia sentimental» de una revista, que ha leído en la consulta del médico: «Señora viuda, de Sevilla, de 56 años, aire juvenil, buena salud. Cincuenta y tres kilos de peso y 1,60 de estatura. Aficionada a música y viaje. Discreta cocinera. Con caballeros de hasta 65 años, similares características» (9-10).

Nos preguntamos (la explicación vendrá más adelante) cómo un mensaje tan anodino ha podido despertar el interés y hasta la pasión de Eugenio. En todo caso vemos una señal de excitación en el hecho de que Eugenio, tan tímido y ordenado normalmente, se decide esta vez, como impulsado por una fuerza mayor, a arrancar la página correspondiente y a llevársela a casa, como si se tratara del botín de una escaramuza erótica. Lo que no sabe, es que, como todos los mensajes mediatizados, es manipulado éste también. Quiero decir que la imagen idealizada de una señora, juvenil a pesar de sus años, no corresponderá, en absoluto, a la realidad. Más manipulada aún es la foto (¡otro mensaje mediatizado!) que le manda Rocío más tarde, y que ni siquiera es un retrato de ella, como sólo sabemos (y sabe Eugenio) al final de sus relaciones. En comparación con este engaño, se acerca ya casi a la sinceridad la pequeña estratagema con que embellece él la foto que le manda a ella: para alargar algo su cuerpo de 1,58 (él afirma que tiene 1,60) y para disimular un poco sus 85 kilos de peso reconocidos, se sube a un ladrillo: ¡pero por lo menos el que se sube es él! Lo poco que consiguió mejorar su imagen esta maniobra inocente se nota en seguida cuando ella le llama «bajo y rechoncho» (72) y, en otro lugar, hasta «taponcito» (147).

Pero volvamos a la extraña manera con que entran en contacto estos dos personajes: él no se interesa por una mujer real, sino por la de un anuncio, y se enamora de una foto, habiendo engaño en ambas cosas. Y cuando, por fin, bajo el influjo del deseo despertado por la imagen, le pide una cita, pone ella toda clase de dificultades: el qué dirán, el hijo que no está de acuerdo y quiere acompañarla y, por fin -cuando Eugenio lo acepta todo- una enfermedad que la obliga a guardar cama. Nosotros, los lectores, vamos intuyendo o sospechando ya aquí que esta enfermedad es falsa también y que hay algo «detrás»; pero el pobre Eugenio, como todos los tímidos que una vez se han lanzado, cierra los ojos y no quiere darse cuenta de nada.

Ya que el encuentro en la tierra no puede tener lugar, discurre una cita en la luna, proponiéndole a ella que unan -el 25 de septiembre a medianoche- sus almas en la contemplación del satélite y en la audición de un programa Mozart de Radio Nacional de España. El hecho de que ella -por haber estado mirando la tele- olvide la cita, tan trascendental para él, le proporciona la primera desilusión de verdad y una fuerte frustración. «Tu carta de hoy -escribe- ha sido para mí como un mazazo. Mi fe ciega en la comunicación telepática he de ponerla en entredicho. ¿Cómo pudiste olvidar una cosa así?» Y como siempre cuando tiene un disgusto grande, le sobreviene, además, un ataque de acidez estomacal. «Y para rematar la fiesta, la hiperclorhidria me corroe el estómago de manera despiadada» (134 ss.).

Pero hay todavía un pequeño retraso en la marcha al desenlace fatal. Rocío, sorprendentemente, le cita -y esta vez de verdad- para el 15 de octubre en un restaurante de Madrid (a medio camino entre la Sevilla de ella y la vieja Castilla de él). Hay un último momento de ilusión erótica: «La cama es amplia pero fría, excesiva, mi más ferviente deseo es compartirla» (144). Pero al otro lado está ya el presagio fatídico del estómago: «Sufro un terrible ataque de hiperclorhidria. Mi estómago es un volcán» (143).

El presagio estomacal tuvo razón: el primer encuentro entre los dos va a ser el último. Eugenio tiene que rendirse a las evidencias, es decir, al desengaño total. En primer lugar ha de reconocer que «tampoco usted mide uno sesenta, ni, con todos los respetos, su aspecto es tan juvenil como proclamaba en "La correspondencia sentimental". Más aún: su físico no guarda la menor relación con la deportiva señorita de la fotografía. Más claro todavía: usted no es la señorita de la fotografía» (147). Pero mientras que esta evidencia la hubiera podido aceptar todavía, la que tiene que admitir a continuación, y a la que hace referencia en su última carta, ya no tiene solución. Y es que mientras tanto ha sabido lo que pasó con Baldomero Cerviño, al que tantas veces ha aludido en sus cartas como su mejor y más fiel amigo y como un hombre superior. Tan calurosamente había hablado de este -como se ve ahora, también falso- amigo, que Rocío, al darse cuenta del extraño carácter de su corresponsal, comenzó por lo visto, a pedir informaciones y consejos a Baldomero, con tal suerte que en la misma medida en que éste denigraba a Eugenio se iba interesando por Rocío. Y mientras que Rocío retardaba el encuentro con Eugenio, sí se encontraba con Baldomero, y con Baldomero -viudo como ella- parece que por fin hasta quiere casarse.

Este desenlace, por desilusionante que sea para las esperanzas de Eugenio, es, al mismo tiempo, esclarecedor. Por fin «las piezas del puzzle casan», «se ha hecho la luz, se han definido los contornos» (150), no solamente para Eugenio, sino también para el lector. Éste se había preguntado, efectivamente, lo mismo que el protagonista, por qué Rocío se mostraba cada vez más reticente, cada vez más agresiva, pero también cada vez más informada, incluso sobre el pasado político de Eugenio; y cómo podía obligarle cada vez más a defenderse por sus hábitos, por su carácter, por sus vivencias y por sus acciones en la vida pasada. Ahora sí sabemos lo que había «detrás» de todo esto, también detrás de la falsa enfermedad e incluso detrás del malogrado encuentro de Madrid (que era, de parte de ella, desde un principio, una decisión de ruptura): «detrás» estuvieron las informaciones primero, luego los sentimientos de Baldomero, que, poco a poco, iban influenciando la voluntad de Rocío hasta tal punto que lo escrito por Rocío es, al fin y al cabo, en gran parte motivado y pensado por Baldomero. Baldomero, el rival y el intrigante, se convierte así en «el tercer hombre» y en una parte integrante de esta novela epistolar, un participante escondido pero activo, cuya labor secreta es, además, coronada por el éxito, mientras que el entusiasmo de Eugenio queda aniquilado: «En fin, señora -estas son sus últimas palabras- disculpe estas líneas desengañadas y que sean ustedes felices» (152).




II

Hasta ahora no hemos mirado más que la superficie de la novela, pero ya nos vamos dando cuenta de que con ésta pasa lo mismo que con otras narraciones de Delibes, que a primera vista parecen sencillas y que se van complicando conforme nos vamos adentrando en ellas. Hemos visto, pues, que, a fin de cuentas, no se trata de una relación bilateral, sino -como en los cuentos medievales o boccachescos, pero también como en muchas de las clásicas novelas epistolares- de un triángulo, en el que Rocío es la frívola calculadora; Baldomero, el rival intrigante que dirige secretamente la acción, y Eugenio, la víctima o el santo inocente que finalmente se da cuenta de que ha sido burlado precisamente cuando más ilusionado estaba.

Si resumimos de esta manera la esencia de la acción que se refleja en las cartas de Eugenio, nos damos cuenta de que la relación entre Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso y los grandes ejemplos del género epistolar es, en primer lugar, una relación paródica. Veamos algún ejemplo y comencemos con el creador de la novela epistolar moderna, Samuel Richardson. El núcleo de sus novelas Pamela (1740) y Clarissa (1748) es el motivo de la virtud perseguida, de la inocencia asediada y finalmente recompensada. Pero mientras que en Richardson la virtud perseguida (por un hombre depravado, por cierto) es la de una joven mujer (el subtítulo de la segunda novela es Or the history of a young lady), en Delibes el perseguido es un hombre virgen, además «un» virgen de 65 años, y la «depravada» perseguidora es una madura viuda de 56 años reconocidos, o sea probablemente sesenta y tantos. Lo paródico consiste aquí en la inversión de los papeles entre hombre y mujer, y en el contraste entre un mundo de la juventud y uno de la tercera edad.

Otro clásico del género es Les liaisons dangereuses de Choderlos de Laclos (1782). Aquí encontramos, además del motivo de la virtud perseguida, el ingrediente de la intriga que se urde en secreto y tiene como objetivo la destrucción del verdadero amor. Pero como en muchas novelas epistolares clásicas, también en Les liaisons dangereuses todo tiene un tamaño sobrehumano. Tanto la virtud como la depravación son absolutas, y los personajes son heroicos (y bellos) hasta tal punto que no les importa jugarse la vida y que siempre van a todo o a nada. En comparación con esto, la novela de Delibes es paródica precisamente porque sus personajes son verdaderos antihéroes. Rocío y Baldomero son cobardes y no se atreven a sincerarse con Eugenio, y éste no solamente es psíquicamente acomplejado sino también físicamente tarado: nunca antes el héroe de una novela erótica sufrió ataques de hiperacidez.

Resta por considerar el apogeo del género: Julie ou la nouvelle Heloïse de Jean-Jacques Rousseau (1761-1764), que a su vez ha sido el modelo tanto para Les liaisons dangereuses como para el Werther de Goethe. En la Nouvelle Heloïse tenemos el clásico triángulo entre la mujer (Julie), su esposo (M. de Wolmar) y su amante (Saint-Preux), y tenemos el violento contraste, tan característico en Rousseau, entre las reglas de la sociedad civilizada y los sentimientos espontáneos de la naturaleza humana. Julie y Saint-Preux logran, heroicamente, algo así como la cuadratura del círculo de la moral burguesa: se aman apasionadamente y guardan al mismo tiempo el respeto al esposo y amigo Wolmar. Todo esto es posible solamente lejos de la ciudad y gracias al ambiente tranquilizador de una idealizada aldea alpina. El primer título de la obra lo pone claramente de relieve: Lettres de deux amants habitants d'une petite ville aux pieds des Alpes.

Las Cartas de Delibes imitan y cambian, al mismo tiempo, el esquema de la Nouvelle Heloïse. Por un lado, ha de observarse el rousseaunismo de Eugenio, tan amante de la aldea y de la vida en la naturaleza. Uno de los capítulos centrales se desarrolla precisamente en los Picos de Europa, el equivalente español de los Alpes. Siempre que puede se marcha Eugenio de la ciudad, donde ha tenido muchos disgustos, por lo visto también disgustos políticos y profesionales, para refugiarse en la casa de campo que, en parte, ha reformado y habilitado con sus propias manos. A Rocío, en cambio, le gusta el asfalto y las futilidades de la urbe moderna. Por el otro lado, sin embargo, no hay nada más lejano del patético altruismo de los héroes de Rousseau que el comportamiento poco noble de Rocío y de Baldomero y, sobre todo, que el egocentrismo neurótico de Eugenio. Éste, aunque huya de la civilización moderna, no es un hombre sano. No: Eugenio está lleno de manías y de esos tics y disfunciones nerviosas tan característicos de nuestra época supercivilizada. Y si su relación con Rocío no prospera, no es solamente a causa de la volubilidad de ésta y de las intrigas del «fiel amigo Baldomero», sino también por su acomplejado carácter, que se va descubriendo a lo largo de sus cartas, en parte por su propia locuacidad y en parte gracias a las maliciosas preguntas de ella.

Así se va convirtiendo Cartas, poco a poco, en una especie de confesión de Eugenio, y este carácter confidencial confiere a la novela un aliciente adicional que va más allá de lo puramente paródico. Se trata del interés psicológico que tiene toda novela epistolar. Hasta podría decirse que el origen de la novela psicológica moderna, incluso el de la novela psicoanalítica, está precisamente en la novela epistolar. No en balde escribió Rousseau, al lado de la Nouvelle Heloïse y en parte con el mismo espíritu, sus Confesiones, uno de los primeros ejemplos de un riguroso y nada benévolo autoanálisis psicológico. Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso tiene, sin duda, también un aspecto de diario autoanalítico, y la sinceridad con la que habla Eugenio de sí mismo nos reconcilia en cierta manera con su carácter, aunque tengamos que reconocer, por otro lado, que suele estar en juego (ya lo estaba en Rousseau) cierta coquetería cuando uno habla tanto de sí. Pero con todo esto no hay que olvidar que existe también una diferencia fundamental entre el espíritu de las Confesiones y el de las Cartas. Mientras que las Confesiones están escritas en un tono escrupuloso y moralizador que hoy resulta un poco repugnante, las Cartas de Delibes mantienen desde el principio hasta el final el difícil equilibrio de lo tragicómico.

No voy a analizar ahora todas las manías y debilidades de Eugenio que van apareciendo a lo largo del epistolario, pero sí voy a mencionar algunas de ellas: la glotonería (no en vano sus 1,58 pesan 85 kilos), los consiguientes problemas de estreñimiento y de hiperacidez, los exagerados cuidados personales, el aseo pedante y ritual, la claustrofobia, el miedo al frío, el miedo al avión y otras aprensiones; todo esto curiosamente revelado a la mujer que él tanto desea. Siempre tiene miedo de algo y nunca se atreve a ser sano de verdad. «Yo soy un enfermo saludable -le dice a Rocío ya en la segunda carta-, o, si lo prefiere, un enfermo que nunca se muere ni acaba de sanar del todo.» Lo curioso en estas confesiones es también que ponen el rousseaunismo en un ambiente enfermizo y no en un entorno de salud física ni mental. Y cuando leemos las confidencias de Eugenio tenemos que disculpar en cierta manera a Rocío, que al otro lado hemos caracterizado, no sin motivo, de frívola. En vista de un comportamiento tan poco «masculino» ¡qué cosa más natural que el enfriamiento por parte de ella, la preocupación y la necesidad de informarse detalladamente sobre un hombre que, si bien es sincero y por ende algo simpático, no corresponde, en absoluto, al ideal con el que puede soñar una viuda deseosa de rehacer su vida!

Lo que más le asusta a Rocío es la extraña relación con el sexo femenino que tenía Eugenio antes de entrar en contacto con ella. Por lo visto no había sido nunca capaz de unirse con una mujer. «¿No encontré mujer porque soy huraño o soy huraño porque no encontré mujer?» (63). Pero la culpa de su larga soltería no la tenía solamente su carácter introvertido, sino también el hecho de disponer de dos hermanas mayores, solteras también (muertas entre tanto), con las que se acostumbró a llevar una vida de verdadero pachá. Una de ellas -Eloína- era algo como la perfecta ama de casa; la otra -Rafaela- era su sueño erótico de toda la vida, el modelo de la mujer dulce y atractiva. Tanto le gustaba Rafaela, que era en realidad ella (o el recuerdo de ella) la que le hizo fijarse en el anuncio de Rocío: «Voy a sincerarme con usted: creo que lo que en última instancia me decidió a tomar la pluma y escribirle después de leer su nota, fue una curiosa coincidencia: mi difunta hermana Rafaela pesaba un kilo menos que usted, medía lo mismo que usted, uno sesenta, y por lo que usted dice, tenía su mismo aire juvenil. Al leer su mensaje, me la imaginé talmente como ella era, grácil, insinuante, la tez oscura, las extremidades largas y flexibles, la mirada caliente... ¿Me equivoco?» (49). Esta confesión, hecha en la carta novena (y que nos explica, por fin, el atractivo que tuvo el anuncio para Eugenio), no le gusta, naturalmente, a Rocío, que teme con razón que Eugenio no busque más que un Ersatz, una sustituta para sus difuntas hermanas, para la «cocinera» y para la «querida», sobre todo para Rafaela, de la que Rocío, en la mente de Eugenio, no parece ser más que una proyección. Rocío se enfada y, en cierta manera, se deteriora su relación con Eugenio ya a partir de entonces, todavía antes de haber intervenido Baldomero. A partir de este momento sus cartas se hacen, por lo visto, más agresivas, y Eugenio se ve obligado a defenderse y a justificarse cada vez con más detalles. Ya la próxima carta la comienza con un «¡Oh, no, por favor! [...] Ni por broma debe usted considerarme un sátiro incestuoso» (52), y a continuación revela cada vez más su complicada y nada alentadora manera de pensar y de obrar. Al final de esta paulatina autorrevelación leemos (y lee Rocío) en Eugenio como en un libro abierto, mientras que sobre ella y sobre lo que sucedió con Baldomero, no podemos más que hacer especulaciones y suposiciones.




III

Con Cinco horas con Mario tiene Cartas más de un punto de contacto2. En primer lugar, un elemento formal: de la misma manera que en Cinco horas, en Cartas se expresa solamente uno de los dos interlocutores; pero lo que dice el personaje que tiene el uso de la palabra está motivado casi siempre por el que no habla. En Cinco horas tuvo que defenderse Carmen de las preguntas de Mario. Pues, aunque Mario no podía hablar con su propia voz porque estaba muerto, dejó una especie de lugarteniente en su mesita de noche: su biblia, en la que había subrayado todo lo que para él había sido importante. Y estas citas (en cierta manera sus palabras) son las que lee Carmen y las que desencadenan, siempre de nuevo, su discurso, agresivo primero (piénsese en el tema del seiscientos), y luego defensivo también, sobre todo si pensamos en la historia de Paco, que poco a poco se convierte en el centro de sus elucubraciones, dejando constancia de su mala conciencia. En Cartas son las insistentes y cada vez más apremiantes preguntas de Rocío las que provocan y condicionan las contestaciones de Eugenio. Y al igual que en Cinco horas llega a producirse, a lo largo del discurso de Carmen, una especie de confesión general y de autodesenmascaramiento de la mujer, se produce en Cartas, a lo largo de las epístolas de Eugenio, una especie de striptease psicoanalítico del hombre. En este sentido es Cartas verdaderamente una contrafractura de Cinco horas, pero también una especie de desquite: mientras que en Cinco horas la que estaba puesta en entredicho era Carmen, la mujer española tradicional por antonomasia, en Cartas el comprometido es Eugenio, un hombre ibérico cuyo tradicionalismo tiene bastantes rasgos comunes con el de Carmen. Aunque los dos afirman repetidas veces que son apolíticos, no se puede dejar de ver que, en el fondo, son partidarios del antiguo régimen y que Eugenio es, a veces, incluso bastante carca, uno de esos que ni siquiera quieren admitir que lo del holocausto judío haya sido verdad. Y aunque Eugenio, por lo demás, no es mala persona, no cabe duda de que él también tiene «un pasado» y que este pasado no está del todo «limpio». Veremos, en lo que sigue, que las preguntas de Rocío sirven también para «desenterrar» este pasado que Eugenio, a pesar de su locuacidad, hubiera preferido callar.

El caso es que el pasado de Eugenio y su papel en el periódico durante lo que él sigue llamando «alzamiento nacional» se va convirtiendo en el hilo conductor del epistolario, en su tema central, lo mismo que el «pasado» de Carmen, su pasado de casi adúltera con Paco, se iba convirtiendo, imperceptiblemente, en el tema central de Cinco horas. Y al igual que Carmen acaba, a regañadientes, por confesar toda la verdad, Eugenio tiene que dar cuenta, malgré lui, de lo que realmente era su carrera: así va saliendo poco a poco que él, al principio, ni siquiera tenía el carnet de periodista, que se lo procuraron por enchufe; que no le gustaba nada el espíritu liberal del periódico, ni su engagement por la República; que se sintió aliviado con el advenimiento del régimen franquista; que se convirtió en la mano derecha del nuevo director, un héroe de la guerra civil, y no un profesional del periodismo; que el antiguo director fue depurado por el Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo; que Eugenio entró, de la mano del nuevo mandamás, en la dirección del periódico, y que a punto estaba de hacerse redactor jefe, cuando tuvo que desistir, porque sus compañeros le negaron su confianza y su colaboración. En fin: un historial nada glorioso y un sonado fracaso personal y, de paso, la verdadera razón de su retirada al campo.

También Carmen, en Cinco horas, tuvo que confesar un pasado que no la prestigiaba. Y lo mismo que Carmen no se cansa de afirmar, a pesar de ello, que puede llevar «la cabeza bien alta», porque no llegó a lo «último» con Paco (gracias a él, no a ella), Eugenio no se cansa de repetir que es inocente y que su propósito, desgraciadamente frustrado, era impedir mayores desgracias. ¿No volvió el periódico, después de haberse dado un director demasiado progresista, a la línea recalcitrante de antes, provocando así «una docena de amonestaciones, dos recortes en el cupo de papel prensa y multa de veinte mil duros» (100)? ¿Y no hubiera podido asegurar él unas relaciones mucho más ventajosas con la Administración? En fin: según él mismo, Eugenio ha sido un sacrificado altruista; para el lector, sin embargo -y también para Rocío-, su imagen queda mucho menos favorecida. Incluso cuando Eugenio, ya después de la ruptura con Rocío, revela, para vengarse, que Baldomero era censor de oficio, no daña solamente a éste, sino también a sí mismo, pues el haber sido amigo y admirador de un censor no es precisamente algo que le honre. Constatamos, pues, que Cartas no contiene solamente una historia de amor, sino también una historia política y profesional, y que Eugenio, además de ser un amante desilusionado, es también un hombre que piensa con nostalgia en el antiguo régimen.




IV

En cuanto a la función histórica del texto, quisiera hacer tres observaciones. En primer lugar encontramos en Cartas una vez más el tema de «las dos Españas», tan frecuente en Delibes, el reflejo de la guerra civil y de la época del franquismo: la historia profesional de Eugenio está llena de él. Pero mientras que en Cinco horas los problemas relacionados con esta época eran todavía actuales -hasta puede decirse que en parte la causa de la muerte de Mario-, en Cartas se han convertido en recuerdos semiolvidados de un jubilado. Es verdad que una vez sacados del olvido por Rocío, vemos que tienen su importancia, pero por otro lado es verdad también que ya forman parte de un juego nuevo y de una guerra distinta: la guerra entre hombre y mujer, aquí entre un hombre, aunque viejo, ingenuo y bastante infantil que se enamora por primera vez en su vida, y una mujer mucho más calculadora que, fríamente, analiza a su hombre, antes de seguir adelante con él o -como en este caso- de rechazarle por completo.

Vemos, en segundo lugar, cómo en Cartas se ha realizado un cambio en lo que se refiere a la jerarquía de los sexos. No sólo porque la mujer, aquí, es más fuerte y más desconfiada que el hombre, sino también porque éste -a lo largo de la historia- va perdiendo gran parte de su prestigio y de su supuesta autoridad. En Cinco horas, y a pesar de los ataques verbales de Carmen, salía Mario todavía ganando de lo que también allí era ya una guerra -una guerra póstuma- entre hombre y mujer. En Cartas, en cambio, el perdedor es él, y si Baldomero Cerviño va a tener mejor suerte, lo podemos poner en duda.

Otro cambio que refleja el texto de Delibes es, en tercer lugar, la aceptación de la sexualidad y, lo que es más -porque supone el levantamiento de un tabú- del erotismo en la tercera edad. Es verdad que Delibes presenta este tema de una manera irónica y por lo tanto distanciada, pero también es indudable que lo trata con comprensión e incluso con cierta fruición. Esto se nota en la manera con la que deja desenvolverse a Eugenio: éste se gana -a pesar de sus manías y egoísmos- algo de nuestras simpatías porque habla -por fin- abiertamente de sus deseos, de sus sueños y fantasías eróticos y porque tampoco calla que, dentro de lo posible, los quisiera poner en práctica. Y el que esto le sea vedado, a él, que por fin se ha «soltado», nos parece, incluso, un poco triste. En Pepita Jiménez de Juan Valera, sin embargo, la novela epistolar más famosa del siglo XIX español, era todavía como quien dice natural que al final triunfase el sensualismo de la juventud, y que la vejez (una «vejez» nada avanzada, por cierto) se limitara a la resignación y a la renuncia.

En cuanto a la biografía del propio Delibes, no voy a decir que Eugenio sea, en parte, un retrato del mismo Miguel, Quien conoce la poca afición que tiene nuestro autor por toda clase de yoyeo, ha de desistir forzosamente de cualquier intento de identificación, máxime cuando ha leído el lema de Marcel Proust que Delibes antepone a su propio texto: «A la mala costumbre de hablar de sí mismo y de los propios defectos hay que añadir, como formando bloque con ella, ese otro hábito de denunciar en los caracteres de los demás defectos análogos a los nuestros» (7).

Por otra parte es indudable que en cada texto que sale de las entrañas, y no sólo del intelecto de su autor, se encuentra de sobra material autobiográfico; y esto también lo indica el lema que acabo de citar. Pero lo interesante no es aprovechar esas huellas para psicoanalizar la personalidad del autor -esta búsqueda lleva siempre a un callejón sin salida-; lo interesante es, por el contrario, observar de qué manera y con qué finalidad usa el autor datos personales para insertarlos en la ficción que ha inventado.

En este sentido es particularmente placentero el juego que hace Delibes con Eugenio. Eugenio no es, ni mucho menos, su alter ego, pero sí tiene algunas particularidades suyas, mientras que otras son completamente distintas. El que Eugenio haya sido redactor en un periódico llamado El Correo de Castilla le emparenta con Miguel, que lo era en un periódico de nombre e ideología casi idénticos (El Norte de Castilla). Pero la postura política de Eugenio, su manera de pensar y de obrar, incluso su llegada al periodismo, nada tienen que ver con el comportamiento y la biografía de Miguel. Algunas manías de Eugenio son también manías de Miguel: el miedo al avión, por ejemplo, o el tic de llevar siempre una gorra de visera; pero ni la glotonería, ni la locuacidad de Eugenio tienen su paralelo en la personalidad del autor, cuya característica es precisamente la parquedad y la austeridad. Y así podríamos seguir enumerando parecidos y contrastes.

El fondo de este juego lo constituye, al fin y al cabo, un marcado sentido del humor, un humor, que, en forma de autoironía, incluye también el propio yo. Bien es sabido que Delibes ni se da importancia ni pontifica jamás. Antes por el contrario: pone, en muchos de sus relatos, en irónico entredicho su propio quehacer. Así lo hizo, por ejemplo, en Cinco horas, donde Mario, el escritor, está descrito, a veces, a través de las palabras de su mujer, con la guasa del autor que conoce muy bien el lado ridículo del intelectual que nunca deja de serlo, ni siquiera en la playa, donde da «grima verle», según las palabras de Carmen: «Yo recuerdo en la playa, venga de tomar notas y mirar papeles debajo del toldo [...] cualquier cosa menos tumbarte al sol y broncearte, Mario, que estabas tan blanquito y luego con el meyba hasta las rodillas y las gafas, daba grima verte, la verdad, que yo, algunas veces, como si no fueras conmigo, como si no te conociera, que no debería decírtelo pero hasta vergüenza me daba. Después de todo, razón le sobra a Valen, que a los intelectuales deberían prohibirles ir a la playa, que así tan flacos y tan cruditos, resultan antiestéticos, más inmorales que los mismos bikinis» (223).

Del sentido de la autoironía hace Delibes alarde también en Cartas. Es de todos sabido que él es, en cierta manera, también un rousseaunista, uno de los primeros «verdes» de España y un incansable defensor de la vida rural castellana. A pesar de ello nos confronta, en Eugenio, con un defensor de la naturaleza, con un adepto de Rousseau, que no es, ni mucho menos, una figura ideal, ni siquiera un figura respetable. Es evidente que Miguel se burla, en Eugenio, de sus propias tendencias rousseaunistas. No se debe pensar, sin embargo, que este sentido de la autoironía sea un señal de inseguridad; es, por el contrario, una de las fuerzas mayores de Delibes y una señal de verdadera sabiduría, de una sabiduría que admite que todo lo que somos y que hacemos es relativo y cuestionable, incluso lo que más nos importa y en donde ponemos todo nuestro empeño.

Una de estas cosas en la que Delibes ponía y pone su ilusión es la conservación del lenguaje rústico. Raras son las declaraciones en las que no insiste en el peligro que corremos si perdemos la costumbre de llamar a las cosas, como lo hicieron los campesinos, por su nombre preciso y concreto. Ahora bien: uno de los contenciosos que tiene Eugenio con Rocío es precisamente su uso del lenguaje pueblerino, como «cuando me refiere a mis muertos con el "difunto" por delante, o digo "la capital" por la "ciudad", o "mover el vientre" por "c..."» (104). A Rocío le disgustan sumamente estos giros, mientras que Eugenio, en este caso muy cerca de Delibes, mantiene que lo «rústico, en lo concerniente al lenguaje, no es sinónimo de primario o elemental, sino, al contrario, de precisión y rigor» (105). Pero al final de la carta transige diciendo: «Esto no obsta para que, en lo sucesivo, trate de evitarlas si a ti te disgustan. A estas alturas yo no tengo más que una misión en la vida: complacerte» (105).

¿No es esta una autorreferencia irónica y una simpática relativización del propio quehacer? Poner en entredicho uno de los principios básicos de su lenguaje y de su poética a causa de las palabras malhumoradas de una dama que quiere deshacerse de un amante indeseado, y confiar su defensa a un hombre que está dispuesto a sacrificarlo todo, incluso sus hábitos lingüísticos, para complacer a la adorada de la que -todavía- espera el cumplimiento de sus sueños eróticos...

Como ya he dicho repetidas veces a lo largo de esta charla: Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso es, sobre todo, un divertimiento. Pero también el divertimento tiene las características de los textos de Delibes: es más de lo que a primera vista parece.







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