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Cartas de invierno [Fragmento]

Agustín Fernández Paz






ArribaCapítulo 8

Doroña, 9 de abril


Xabier Louzao


Santiago de Compostela


Querido Xavier:

Acaban de dar las cinco de la mañana. Cuando leas estas líneas supongo que pensarás lo mismo que yo: ¿qué hago escribiéndote a estas horas, en vez de estar durmiendo y descansando, como sería normal? Pero es que no puedo pasar ni un minuto más sin contarte lo que me acaba de ocurrir. Porque ahora tengo la certeza de que aquí está pasando algo extraño, algo que ya empieza a inquietarme de verdad. Si no, ya me dirás tú si le encuentras lógica a lo que te voy a relatar.

En la carta anterior ya te contaba lo que me está ocurriendo estos últimos días con el fax y el teléfono. Venga a recibir mensajes anónimos cada poco tiempo, con sentido o sin él, como habrás visto en la hoja que te he enviado. Al principio esto solo sucedía durante el día; pero ahora los mensajes han comenzado a llegarme también por la noche. Como estoy harto de bromas, ayer, antes de acostarme, decidí desconectar todos los aparatos. Y lo hice a conciencia, estoy bien seguro. «A ver cómo se las arregla ahora el bromista para seguir molestando», pensé. Pero no hace más de una hora, cuando estaba profundamente dormido, pasadas ya las cuatro de la mañana, ha sonado el teléfono. «Imposible», dirás tú; «imposible», he dicho yo. Porque estos aparatos no funcionan si no los enchufas: la técnica aún no ha avanzado tanto. Me he levantado a toda prisa, picado por la curiosidad, pensando que quizá todo tendría una explicación sencilla: seguro que había tenido la idea de desconectarlo, pero al final no lo había hecho.

Pero cuando he llegado al salón, he visto que el teléfono estaba desconectado y, sin embargo, sonaba. Lo he descolgado, muy extrañado, y he podido escuchar otra vez los ruidos distantes y las voces ininteligibles. Solo han durado unos segundos, porque muy pronto he oído el clic que marcaba el final de la comunicación. Al colgar, desorientado y confuso, el ruido del fax me ha indicado que aún no habían acabado las sorpresas. En él ha aparecido una hoja nueva, pero esta vez no viene con el revoltijo de letras acostumbrado, como la que te envié el otro día. Esta vez trae un mensaje muy claro, un mensaje que se repite hasta la exasperación. Aquí te lo envío:

Mensaje de fax

En cuanto lo he leído he levantado la vista, casi de forma automática. ¿Se referiría al torreón? He subido las escaleras atropelladamente, con el corazón latiéndome de forma alocada. Pero en el torreón no hay nada extraño, todo está como lo dejé ayer por la tarde. Me he quedado parado, indeciso, tratando de adivinar el sentido que podrían tener aquellas palabras. Y, de súbito, he comprendido. ¡El desván! Creo haberte dicho que la casa tiene un desván, pero hasta el momento nunca he subido a él, más que nada por comodidad, porque no es nada fácil, ya que hay que entrar por una trampilla que está en el techo del pasillo, y para llegar a ella es necesaria una escalera de mano.

Por eso te escribo a estas horas. Para contarte todo, pero también para hacer tiempo, mientras espero a que llegue el día. Te preguntarás por qué no subo ahora, qué me lo impide. Si quieres que te diga la verdad, lo único que me lo impide es el miedo. Porque empiezo a tener miedo, amigo Xavier. Miedo, sí, ahora estoy seguro de que en esta casa pasa algo raro, de que quizá haya algo más que supersticiones e ignorancia detrás de esas historias de las que nos hemos reído tantas veces. Me vienen ahora a la memoria los relatos que escuchaba de niño, en casa de mi abuela, en aquellas noches de invierno en las que nos reuníamos todos alrededor de la cocina de hierro, y no puedo evitar un escalofrío, quizá porque aún guardo el recuerdo del miedo que me invadía cuando los mayores me mandaban a la cama y yo tenía que subir solo las escaleras que llevaban a la planta superior, donde estaba mi habitación.

Por la ventana entra ya la primera claridad del amanecer. Esperaré hasta el mediodía para subir al desván, cuando el sol esté alto y su luz llene toda la casa. Sabes bien que con luz todo parece más natural y es difícil tener miedo. ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí! ¿Por qué no das señales de vida? Supongo que será que estás en uno de tus muchos viajes; llamo a tu casa y siempre me sale el maldito contestador automático.

Esta vez no me despido, porque pienso seguirte escribiéndote más tarde para contarte los resultados de mi expedición al desván, si es que finalmente hay algo que contar.

El reloj va a dar la una y media; ya han pasado varias horas desde que empecé a escribir lo que acabas de leer. Y ahora continúo, después de subir al desván, completamente decepcionado por los resultados de mi exploración. No porque no haya encontrado nada de interés -luego te cuento lo que hay-, sino porque creo que, o no he entendido el mensaje de ayer, o el «arriba, arriba» que figura en él no se refiere al desván.

Tal como había decidido, he esperado a que el sol estuviese en lo más alto. Casi a las doce he empujado con un palo largo la trampilla del desván, que se ha abierto sin dificultad. Después he colocado la escalera de mano que me he traído del almacén, procurando que quedase bien apoyada en la pared. He subido los escalones con precaución y, una vez en el desván, a tientas he llegado hasta donde está la claraboya y he movido la tabla corrediza que impedía que entrase la luz. La claridad ha inundado el espacio que hasta aquel momento había estado a oscuras, y entonces he podido echar una ojeada a lo que allí hay.

La verdad es que, al principio, he experimentado una mezcla de desilusión y extrañeza. Esperaba un desván lleno de objetos viejos y polvorientos, y lo que tenía delante de mí era un amplio espacio casi vacío, bastante limpio, ocupado solo por algunas cajas de cartón, un enorme baúl y algunas sillas viejas.

Después de comprobar que en las cajas no hay otra cosa que no fuera ropa usada, me he ido hacia el baúl. No estaba cerrado con llave, así que he podido abrirlo sin problemas. Me he llevado un pequeño chasco al recomprobar que solo contenía libros y revistas, todo cuidadosamente ordenado. Pero, picado por la curiosidad, he ido sacando aquel material y dejándolo en el suelo. Solo me he preocupado de conservar la disposición en que estaba inicialmente colocado en el baúl.

Aunque no entiendo tanto como tú, me parece que esas publicaciones tienen su interés. Hay ejemplares de revistas antiguas: La Esfera, Vida Gallega, Blanco y Negro... Pero los más abundantes son los números de la colección Novelas y Cuentos, que se publicaron en España en los años veinte y treinta y que tuvieron una gran difusión por la calidad de los títulos y por su bajo precio. Lo sé porque también había algunas en mi casa, de cuando mi padre era joven. He cogido una buena cantidad de ejemplares y he examinado títulos y autores con el deseo de que entre todos aquellos papeles hubiese algo más. Pero no he descubierto nada especial. Lo que sí he encontrado, entre otros libros de formato habitual, es algo que te va a interesar mucho, así que ya tengo una razón más para animarte a que vengas. ¿Sabes que en el baúl también hay una buena muestra de libros gallegos? Bastantes de esos títulos son de antes de la guerra. Me han llamado la atención unas novelitas pequeñas, de una colección que se llamaba Lar. Y también he encontrado las primeras ediciones de aquellos libros que editó Galaxia en los años cincuenta; los que a mí me suenan son los de Álvaro Cunqueiro y los de Ánxel Fole, que tienen esas hermosas ilustraciones de Xohán Ledo.