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Cartas eruditas. Antología

Benito Jerónimo Feijoo



[Nota preliminar: edición digital a partir de la selección de Agustín Millares Carlo publicada en Madrid, Espasa Calpe, 1928, y cotejada con la reedición de 1969.]






ArribaAbajoEntierros prematuros

Con ocasión de haber enterrado, por error, a un hombre vivo en la villa de Pontevedra, reino de Galicia, se dan algunas luces importantes para evitar en adelante tan funestos errores


«Señor mío: Con ocasión de la tragedia que acaba de suceder en ese pueblo, se lastima vuestra merced, de que leyendo todo el mundo con gusto mis escritos, en ninguna manera se aprovecha de sus más importantes advertencias. El caso es, sin duda, lamentable. Un vecino de esa villa, que tenía el oficio de escribano, acometido de un accidente repentino, dio consigo en tierra, privado de sentido y movimiento. Después de las comunes pruebas para ver si estaba vivo o no, fue juzgado, muerto y le enterraron, pasadas catorce horas no más después de la invasión del accidente. Al día siguiente se notó que la lápida que le cubría estaba levantada tres o cuatro dedos sobre el nivel del pavimento. Esta novedad dio motivo para descubrir el cadáver, el cual, en efecto, se halló en distinta postura de aquella con que le hablan colocado en el sepulcro; esto es, ladeado un poco y un hombro puesto en amago de forcejar contra el peso que le oprimía, de que se coligió que la imaginada muerte no había sido más que un profundo deliquio, volviendo del cual el paciente, después de sepultado, había hecho el inútil esfuerzo que manifestaba su postura y la elevación de la losa.

Un sujeto de virtud y letras, que frecuentaba mi celda cuando yo estaba escribiendo el quinto tomo del Teatro y se divertía algunos ratos en la lectura del manuscrito, habiendo en uno de ellos leído el sexto discurso de aquel tomo, encareció su utilidad, diciendo, que cuando yo no hubiese producido al público otra obra que aquel discurso, debería todo el mundo quedarme muy agradecido, y que él sólo bastaba para hacer famosa mi pluma. Yo hice, sin duda, en él todo lo que pude para que no se reiterasen en el mundo los funestos ejemplos de sepultar los hombres vivos, sobre las falsas apariencias, que tal vez engañosamente los representan difuntos; asunto ciertamente utilísimo al linaje humano. Pero los ejemplos se repiten, y la utilidad no se logra, por la inatención del vulgo a mis avisos.

Digo que se repiten los ejemplos, y no tan pocos como a primera luz puede parecer. No afirmo que sean frecuentes, pero tampoco son extremadamente raros. Prueba de esto es que hablando yo uno de estos días con dos sujetos sobre el asunto de la carta de vuestra merced, los dos refirieron dos tragedias recientes de la misma especie (cada uno una) que habían sucedido en los pueblos donde a la sazón se hallaban. Acaeció la una en la ciudad de Florencia, la otra en esta de Oviedo. En aquélla, un hombre que habían sepultado en bovedilla, en la iglesia de un convento de monjas, dio voces de noche, que oyeron algunas religiosas; pero con timidez y aprehensión propias de su sexo, juzgándolas preternaturales, huyeron del coro medrosas. Comunicada la especie a la mañana a gente más advertida, se abrió la bóveda, y se halló al hombre sepultado, verdaderamente muerto ya, pero con señas claras de que un rabioso despecho le había acelerado la muerte, esto es, mordidas cruelmente las manos, y la cabeza herida de los golpes que había dado contra la bóveda. El caso de Oviedo fue perfectamente semejante al de esa villa. Un mozo caído de alto, habiendo sido juzgado muerto, fue enterrado, y al día siguiente se notó también bastante elevación en la losa. Fue mayor este error, porque los que asistieron al entierro observaron nada alterado el color del rostro, o nada distinto del que tenía en el estado de sanidad. Yo me hallaba entonces en esta ciudad y oí la desgraciada caída del mozo, pero nada de las señas de haber sido enterrado vivo. Refiriómelas un caballero muy veraz, que conocía mucho al mozo y asistió a su entierro.

No hay lágrimas que basten a llorar dignamente la impericia de los médicos, a quien son consiguientes tales calamidades. Horroriza la tragedia y horroriza la ignorancia que la ocasiona. ¿No están estampados en muchos autores de su facultad muchos de estos casos? ¿No he citado algunos en el expresado discurso? ¿No se halla en algunos de dichos autores el aviso de que en los accidentes de caída de alto, de síncope, de apoplejía, de toda sofocación, o ya histérica, o ya por sumersión, cordel, humo de carbones, vapor de vino, embriaguez, por herida de rayo, inspiración de aura pestilente y otros análogos o semejantes a éstos, que es lo mismo que comprenden todos los accidentes repentinos y casi repentinos, se haga más riguroso examen, y se espere mucho más largo plazo para dar el cuerpo a la tierra? También he citado algunos en el lugar señalado. Nada de esto sirve. La vida temporal y aun la eterna de un hombre, pues una y otra se aventuran en uno de estos lances, son de levísimo momento para muchos médicos. Lo que sobre negocio tan importante previnieron los maestros de la facultad, se estampó para que lo leyese y tuviera presente el padre Feijoo, pero no los profesores. Y ¿no podemos discurrir que tal vez no la ignorancia, sino la codicia, causa este desorden? ¿Será temeridad pensar que uno u otro médico no se detengan en la exacta exploración de si un hombre está vivo o muerto, por no perder entre tanto el estipendio de algunas visitas que sin riesgo pudieran ocurrir? No lo sé.

Es natural que se escuden con el riesgo de la putrefacción de los cadáveres, y el daño que de la infección puede resultar a los vivos. Pero, ¡oh qué piadosos son por una parte, cuando tan despiadados por otra! ¿Tan presto adquiere un cadáver aquel grado de corrupción en que puede dañar a los circunstantes? Permítase que suceda así en los que llegan a la muerte por los trámites ordinarios de una enfermedad conocida, donde se puede hacer juicio que la corrupción empezó algunos días antes de la extinción. Pero es ajeno de razón discurrir el riesgo expresado en toda muerte violenta y aun casi en todas las que son ocasionadas de accidentes repentinos. En el que murió por haber caído de una grande altura, es necedad temer alguna infección nociva en el espacio de dos ni tres días. Los mismos melindrosos físicos que están preocupados de tan injusto temor, sin melindre ni asco comen el carnero, la vaca y otras carnes, tres, cuatro o cinco días después de muertas.

La misma indemnidad se puede considerar en toda o casi toda muerte repentina. ¿Qué más tiene morir del rompimiento de un aneurisma que de una estocada? En toda sofocación, ¿qué vicio tenían antes de ella los líquidos ni los sólidos del cuerpo? ¿O qué vicio induce ella, por el cual se pueda recelar una pronta corrupción? Lo mismo se puede decir en la muerte inducida por pavor u otro cualquier afecto vehemente, en la que es causada por cualquiera disrupción de arteria o vena interna. En las disecciones que se han hecho de apopléticos, apenas se ha descubierto jamás vicio que tuviese conexión con corrupción de líquidos o sólidos. Aun en los que mueren por apostema, juzgo mal fundado el miedo que comúnmente se tiene a la infección. Se horroriza la gente cuando el cadáver arroja la materia de la apostema. Y ¿qué hay que temer entonces del cuerpo, ya libre de aquella materia corrupta? Pero ni aun detenida dentro de él puede ofender a los circunstantes, pues ni aun inficiona los cuerpos de los mismos pacientes que la contienen dentro de sí, como se ha visto en muchos que sanaron por la expulsión del pus, después de muchos días de engendrado éste. Etmulero refiere que curó a una mujer pleurítica impiemática más de dos meses después que estaba engendrada y formada la apostema, haciendo expeler por tos la materia con el cocimiento de hojas de tabaco, no obstante ser la apostema tan grandiosa que en el espacio de tres días arrojó más de seis libras de materia purulenta. Pues si aquella materia en tanta copia y en tanto tiempo no inficionó al mismo cuerpo continente, ¿qué fundamento hay para temer que en dos o tres días apeste a cuerpos extraños? Vanisímos terrores que inspira y fomenta en el vulgo la inconsideración de los médicos.

Convengo en que cualquier cadáver a segundo o tercer día exhalará algunos fétidos efluvios; pero, o pocos, exceptuando el caso de tiempo muy caliente, o de un hedor muy remiso; de modo que sólo serán sensibles a personas de un olfato muy delicado, y ni aun a éstas harán daño alguno. ¿No estamos oliendo y aun comiendo diariamente carnes y pescados tres y cuatro días después de muertos, cuando ya se percibe su olor a cuatro o seis pasos de distancia, sin que esto nos ofenda? Es cierto que aquel olor señala ya una corrupción incipiente; pero esta corrupción nada tiene de nociva, antes se puede decir que mejora las carnes y es como madurez que les da el más alto grado de sazón. Pero, dado caso que los efluvios fétidos de los cadáveres incomodasen ya al segundo día, ¿no es fácil precaver este daño con sahumerios de espliego, romero y otras yerbas olorosas?

Es, pues, contra toda razón, es inhumanidad, es barbarie, dar los cadáveres a la tierra, por tan mal fundados miedos de infección, antes de explorar debidamente si son verdaderos cadáveres o sólo aparentes. Soy de vuestra merced, etc.»


ArribaAbajoAdición

«Aunque para el intento de persuadir al vulgo la dilación de sepultar los cadáveres hasta asegurarse de que realmente lo son, podría ser conducente confirmar la común persuasión de que los que son enterrados vivos, volviendo del deliquio en el sepulcro, mueren desesperados, y su rabioso despecho los conduce a la condenación eterna, en obsequio de la verdad y para minorar el desconsuelo de los que son noticiosos de tales tragedias, manifestaré que soy en el asunto de dictamen opuesto al común. Voy a dar la razón.

Cualesquiera extremos que hagan los que se ven en aquella angustia los juzgo indemnes, por lo menos, de pecado mortal, porque es imposible que procedan de una perfecta deliberación. Es común entre los teólogos que en un breve espacio de tiempo, inmediatamente posterior al sueño, por estar aún bastantemente ofuscada la razón, no hay la advertencia necesaria para cometer pecado grave. Si esto sucede al salir de un sueño ordinario, ¿qué será al despertar de un letargo profundísimo? Es natural que queden como atronados por un buen rato. Doy que la perturbación del espíritu, en el que vuelve de un deliquio, no dure más que un minuto, sexagésima parte de la hora: basta esto para que nunca llegue a lograr perfecto uso de la razón el que despierta en el sepulcro; pues antes de cumplirse el minuto, estorbada la respiración por la tierra y la lápida que le oprime, empezará a sofocarse, cuya angustia le causará otra ofuscación o perturbación de la mente, mucho mayor que la que padecía al salir del desmayo. Bien se sabe que los que se ahogan, o por sumersión o por lazo, en menos de la sexta parte de un minuto pierden enteramente el uso de la razón. No hay que pensar, pues, que puedan cometer pecado grave los que se hallan en aquella infeliz situación. Y aun leve se puede dudar; porque me parece que en aquel estado la ofuscación de la mente es igual o mayor que la que padece un perfecto ebrio.

La reflexión hecha procede de los que son enterrados al modo ordinario. En orden a los que son enterrados en bovedilla, no es tan corriente la decisión. Es cierto que también éstos llegarán a sofocarse, porque el ambiente contenido en una concavidad estrecha, con las repetidas inspiraciones del que está en aquella concavidad, dentro de breve tiempo se adensa de modo que se hace inútil para aquel uso, que pide la conservación de la vida. Pero este breve tiempo no lo es tanto que no haya el suficiente para que el sepultado en bóveda, después de salir del accidente, recobre enteramente el uso de la razón. Con todo pretendo que, ni aun éste, llegando el caso de despedazarse furiosamente con dientes, manos y golpes, peca gravemente.

Esto infieren las razones con que en el tomo IV del Teatro, discurso I, paradoja XV, probamos que, rara o ninguna vez, hombre que tenga libre el uso de la razón se mata a sí mismo. Después de escrita aquella paradoja, me dijo un compañero mío, que había leído una consulta, hecha en Salamanca, sobre si se daría sepultura eclesiástica a uno que se había quitado la vida ahorcándose y que uno de los hombres más sabios de aquella escuela había apoyado el dictamen benigno (el cual se siguió), pronunciando la absoluta sentencia, de que nemo sanae mentis se ipsum interimit. Puse en el lugar citado la limitación de que el que se mata no padezca error contra la fe, o no haya vivido ateísticamente, de cuya extraordinaria circunstancia prescindimos ahora.

Pero, ¿no admitimos, en el caso propuesto, recobrado el uso de la razón? Respondo que aún no llegó el caso de admitirlo ni negarlo. Lo que únicamente se ha dicho es que hay bastante tiempo para recobrarlo, y que, efectivamente, lo recobraría el paciente en igual espacio de tiempo si hubiese vuelto del desmayo colocado en su lecho. Pero recobrado el aliento en la angustia del sepulcro, es harto dudoso que se recobre también la razón, porque al empezar a meditar sobre el sitio en que se halla, ¿qué confusión, qué asombro, qué estupor no se apoderará de su espíritu? Pero demos que se recobre. Es cierto que no procederá a la extremidad de despedazarse hasta que comprenda el calamitoso estado en que le ha constituido su suerte infeliz; porque hasta entonces, ¿qué motivo tiene para tan horrible ejecución? Llega, pues, el caso de conocer que le han enterrado vivo. Da voces; no es oído. Empieza a afligirse, repite los clamores; es en vano. Crece la aflicción. Al mismo tiempo empieza a padecer una respiración congojosa por la densidad del ambiente que le circunda. Ya mira cerca de sí la muerte, con el más horrible semblante que jamás se puede presentar al discurso. ¿Quién, en la funesta situación de este hombre, no divisa el último término del uso de su razón? ¿Qué se puede ya considerar en su ánimo, sino un tumultuante movimiento de las más violentas pasiones, de ira, tristeza, miedo, horror y angustia, de las cuales cada una por sí sola bastaría para conducirle a una bruta insensatez y despojarle enteramente del dominio de sí mismo? Aún podemos contemplar más apuradas las cosas, porque desde aquí hasta su entera sofocación aún restan no pocos momentos, y yo con toda claridad veo en este intermedio la razón tan perdida como lo está la del más desconcertado frenético. De modo que desde que empiezan las angustias hasta que se acaban podemos considerar a aquel miserable en dos estados: el primero, en que ofuscada bastantemente la razón, carece de la claridad y advertencia que es menester para cometer pecado grave; el segundo, en que ya la ceguera es tan grande que le falta aún aquella tenue luz que se necesita para el leve. Teniendo estos dos estados, en que no se le puede imputar a pecado grave cualquier destrozo que haga en sí mismo, y siendo, por otra parte, sumamente difícil, si no moralmente imposible (exceptuando el caso de error capital contra los primeros fundamentos de la fe), que un hombre que goza entero el uso de la razón se quite la vida, tengo por totalmente irracional el temor de la perdición eterna por aquel acto de desesperación.

Digo por aquel acto de desesperación, pues, por otra parte, habrá muchas veces muy grave motivo para temerla, esto es, siempre que el accidente caiga sobre sujeto de vida poco ajustada, suponiendo que el insulto fue tan feroz y tan pronto, que no le dio lugar para el arrepentimiento. ¿Quién no ve que este riesgo por sí solo obliga sobradamente la justicia y la piedad a dilatar el entierro hasta asegurarse de que el sujeto verdaderamente está difunto?

Me ocurre ahora que no faltarán quienes dificulten o juzguen imposible el hecho de que un hombre sepultado en la forma ordinaria, en la falsa suposición de muerte, recobre el sentido pasadas algunas horas después de enterrado, persuadiéndose a que luego que echen sobre él la tierra y la lápida, perderá la vida sofocado. Pero los que hicieren esta objeción podrán ver la solución de ella en el tomo V del Teatro, discurso VI, números 7 y 8. Dios nos libre a todos de infelicidad tan lamentable y guarde a vuestra merced muchos años, etc.»






ArribaAbajoIntroducción de voces nuevas

«Señor mío: El tono en que vuesa merced me avisa que muchos me reprenden la introducción de algunas voces nuevas en nuestro idioma, me da bastantemente a entender que es V. md. uno de esos muchos. No me asusta ni coge desprevenido la noticia, porque siempre tuve previsto que no habían de ser pocos los que me acusasen sobre este capítulo. Lo peor del caso es que los que miran como delito de la pluma el uso de voces forasteras, se hacen la merced de juzgarse colocados en la clase suprema de los censores de estilos, bien que yo sólo les concederé ser de la ínfima.

Puede asegurarse que no llegan ni aun a una razonable medianía todos aquellos genios que se atan escrupulosamente a reglas comunes. Para ningún arte dieron los hombres, ni podían dar jamás tantos preceptos, que el cúmulo de ellos sea comprensivo de cuanto bueno cabe en el arte. La razón es manifiesta, porque son infinitas las combinaciones de casos y circunstancias que piden, ya nuevos preceptos, ya distintas modificaciones y limitaciones de los ya establecidos. Quien no alcanza esto, poco alcanza.

Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como no pretendiesen sujetar a todos los demás al mismo yugo. Ellos tienen justo motivo para hacerlo. La falta de talento los obliga a esa servidumbre. Es menester numen, fantasía, elevación para asegurarse el acierto, saliendo del camino trillado. Los hombres de corto genio son como los niños de la escuela, que si se arrojan a escribir sin pauta, en borrones y garabatos desperdician toda la tinta. Al contrario, los de espíritu sublime logran los más felices rasgos cuando generosamente se desprenden de los comunes documentos. Así, es bien que cada uno se estreche o se alargue, hasta aquel término que le señaló el autor de la naturaleza, sin constituir la facultad propia por norma de las ajenas. Quédese en la falda quien no tiene fuerza para arribar a la cumbre; mas no pretenda hacer magisterio lo que es torpeza, ni acuse como ignorancia del arte lo que es valentía del numen.

Al propósito. Concédese que, por lo común, es vicio del estilo la introducción de voces nuevas o extrañas en el idioma propio. Pero ¿por qué? Porque hay muy pocas manos que tengan la destreza necesaria para hacer esa mezcla. Es menester para ello un tino sutil, un discernimiento delicado. Supongo que no ha de haber afectación, que no ha de haber exceso. Supongo también que es lícito el uso de voz de idioma extraño, cuando no hay equivalente en el propio; de modo que, aunque se pueda explicar lo mismo con el complejo de dos o tres voces domésticas, es mejor hacerlo con una sola, venga de donde viniere. Por este motivo, en menos de un siglo se han añadido más de mil voces latinas a la lengua francesa y otras tantas, y muchas más, entre latinas y francesas, a la castellana. Yo me atrevo a señalar en nuestro nuevo diccionario más de dos mil, de las cuales ninguna se hallará en los autores españoles que escribieron antes de empezar el pasado siglo. Si tantas adiciones hasta ahora fueron lícitas, ¿por qué no lo serán otras ahora? Pensar que ya la lengua castellana u otra alguna del mundo tiene toda la extensión posible o necesaria, sólo cabe en quien ignora que es inmensa la amplitud de las ideas, para cuya expresión se requieren distintas voces.

Los que a todas las peregrinas niegan la entrada en nuestra locución, llaman a esta austeridad pureza de la lengua castellana. Es cosa vulgarísima nombrar las cosas como lo ha menester el capricho, el error o la pasión. ¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad. He visto autores franceses de muy buen juicio, que con irrisión llaman puristas a los que son rígidos en esta materia, especie de secta en línea de estilo, como la hay de puritanos en punto de religión.

No hay idioma alguno que no necesite del subsidio de otros, porque ninguno tiene voces para todo. Escribiendo en verso latino, usó Lucrecio de la voz griega homaeomeria, por no hallar voz latina equivalente.


     Nunc Anaxagorae scrutemur homaeomeriam
     Quam greci vocant, nec nostra dicere lingua
     Concedit nobis patrii sermonis egestas.

Antes de Lucrecio había ya tomado mucho la lengua latina de la griega, y mucho tomó después. ¿Qué daño causaron los que hicieron estas agregaciones? No, sino mucho provecho. Críticos hay y ha habido que, aún más escrupulosos en el idioma latino que nuestros puristas en el castellano, no han querido usar de voz alguna que no hayan hallado en Cicerón; nimiedad que dignamente reprende el latinísimo y elocuentísimo Marco Antonio Mureto, diciendo que el mismo Cicerón, si hubiera vivido hasta los tiempos de Quintiliano, Plinio y Tácito, hallaría la lengua latina aumentada y enriquecida por ellos con muchas voces nuevas, muy elegantes, de las cuales usaría con gran complacencia, agradeciendo su introducción o invención a aquellos autores: Equidem existimo Ciceronem, si ad Quintiliani et Plinii et Taciti tempora vitam producere potuisset, et romanam linguam multis vocibus eleganter conformatis eorum studio auctam ac locupletatam vidisset, magnam eis gratiam habiturum, atque illis vocibus cupide usurum fuisse.

A tanto llega el rigor o la extravagancia de los puristas latinos, que algunos acusaron como delito al doctor Francisco Gilelfo haber inventado la voz stapeda para significar el estribo. No había voz, ni en el griego ni en el latín que le significase; porque ni entre griegos, ni entre romanos, ni entre alguna nación conocida, se usó en la antigüedad de estribos para andar a caballo. Es su invención bastantemente moderna; ¿por qué no se había de inventar la voz, habiéndose inventado el objeto? ¿No es mejor tener para este efecto una voz simple, de buen sonido y oportuna derivación como es stapeda (a stante pede), que usar de las dos del Diccionario de Trevoux, scamilus epiphpiarus, o de la voz scandula que propone también el mismo diccionario y es muy equivoca, pues en el Diccionario de Nebrija se ve que significa otras dos cosas?

En estos inconvenientes caen los puristas, así latinos como castellanos o de otro cualquier idioma, o carecen de voces para algunos objetos, o usan de agregados de distintas voces para expresarlos, que es lo mismo que vestir el idioma de remiendos, por no admitir voces nuevas, o buscarlas en alguna lengua extranjera. Hacen lo que los pobres soberbios que más quieren hambrear que pedir.

Quintiliano, gran maestro en el asunto que tratamos, dice que él y los demás escritores romanos de su tiempo tomaban de la lengua griega lo que faltaba en la latina, y asimismo los griegos socorrían con la latina la suya: Confessis quoque graecis utimur verbis, ubi nostra dessunt, sicut illi a nobis nonnumquam. mutuantur. ¿Se atreverá vuestra merced u otro alguno a recusar, en materia de estilo, la autoridad de Quintiliano?

Lo más es que no sólo de los griegos (que al fin a éstos los veneraban, en algún modo, como maestros suyos) se socorrían los romanos en las faltas de su lengua, más aún de otras naciones, a quienes miraban como bárbaras. En el mismo Quintiliano se lee que tomaron las voces rheda y petoritum de los galos; la voz mappa, de los cartagineses; la voz gurdus, para significar un hombre rudo, de los españoles. Origen español atribuye también Aulo-Gelio a la palabra lancea. A vista de esto, ¿qué caso se debe hacer de la crítica austeridad de los que condenan la admisión de cualquiera voz forastera en el idioma hispano?

Diranme acaso, y aun pienso que lo dicen, que en otro tiempo era lícito uno u otro recurso a los idiomas extraños, porque no tenía entonces el español toda la extensión necesaria; pero hoy, es superfluo, porque ya tenemos voces para todo. ¿Qué puedo yo decir a esto sino que alabo la satisfacción? En una clase sola de objetos les mostraré, que nos faltan muchísimas voces, ¿Qué será en el complejo de todas? Digo en una clase sólo de objetos, esto es, de los que pertenecen al predicamento de acción. Son innumerables las acciones para que no tenemos voces ni nos ha socorrido con ellas el nuevo diccionario. Pondré uno u otro ejemplo: no tenemos voces para la acción de cortar, para la de arrojar, para la de mezclar, para la de desmenuzar, para la de excretar, para la de ondear el agua u otro licor, para la de excavar, para la de arrancar, etc. ¿Por qué no podré, valiéndome del idioma latino para significar estas acciones, usar de las voces amputación, proyección, conmixtión, conmisección, excreción, undulación, excavación, avulsión?

Asimismo padecemos bastante escasez de términos abstractos, como conocerá cualquiera que se ocupe algunos ratos en discurrir en ello. Fáltannos también muchísimos participios. En unos y otros los franceses han sido más próvidos que nosotros, formándolos sobre sus verbos o buscándolos en el idioma latino, ¿no sería bueno que nosotros los formemos también, o los traigamos del latín o del francés? ¿Qué daño nos hará este género peregrino, cuando por él los extranjeros no nos llevan dinero alguno?

Así, aunque tengo, por obras importantísimas los diccionarios, el fin que tal vez se proponen sus autores de fijar el lenguaje ni le juzgo útil ni asequible. No útil, porque es cerrar la puerta a muchas voces cuyo uso nos puede convenir; no asequible, porque apenas hay escritor de pluma algo suelta que se proponga contenerla dentro de los términos del diccionario. El de la Academia francesa tuvo a su favor todas las circunstancias imaginables para hacerse respetar de aquella nación. Sin embargo, sólo halla dentro de ella una obediencia muy limitada. Fuera de que, verosímilmente, no se hizo hasta ahora para ninguna lengua diccionario que comprendiese todas las voces autorizadas por el uso. Compuso Ambrosio Calepino un diccionario latino de mucha mayor amplitud que todos los que le habían precedido. Vino después Conrado Gessner, que le añadió millares de voces. Aumentóle también Paulo Manucio, y, en fin, Juan Paseracio, La Zerda, Chifflet y otros; y después de todo, aún faltan en él muchísimos vocablos que se hallan en autores latinos muy clásicos.

Luego que en el párrafo inmediato escribí la voz asequible, me ocurrió mirar si la trae el Diccionario de nuestra Academia. No la hay en él. Sin embargo, vi usar de ella a castellanos que escribían y hablaban muy bien. Algunos juzgarán que posible es equivalente suyo, pero está muy lejos de serlo.

Ni es menester para justificar la introducción de una voz nueva la falta absoluta de otra que justifique lo mismo: basta que lo nuevo tenga o más propiedad, o más hermosura, o más energía. Monsieur de Segrais, de la Academia francesa, que tradujo la Eneida en verso de su idioma nativo, y es la mejor traducción de Virgilio que pareció hasta ahora, llegando a aquel pasaje en que el poeta, refiriendo los motivos del enojo de Juno contra los troyanos, señala por uno de ellos el profundo dolor de haber Paris preferido a su hermosura la de Venus


     Manet alta mente repostum
     Iudicium Paridis, spretaeque injuria formae.

Trasladó el último hemistiquio de este modo:


     Sa beaute meprisèe, impardonable injure.

     Repararon los críticos en la voz impardonable, nueva en el idioma francés; y hubo muchos que por este capítulo la reprobaron, imponiéndole su inutilidad, respecto de haber en el francés la voz irremisible que significa lo mismo. No obstante lo cual, los más y mejores críticos estuvieron a favor de ella, por conocer que la voz impardonable, colocada allí, exprime con mucha mayor fuerza la cólera de Juno y el concepto que hacía de la gravedad de la ofensa, que la voz irremisible. Y ya hoy aquella voz, que inventó monsieur de Segrais, es usada entre los franceses.

Pero es a la verdad para muy pocos el inventar voces o connaturalizar las extranjeras. Generalmente, la elección de aquellas que, colocadas en el periodo, tienen o más hermosura o más energía, pide numen especial, el cual no se adquiere con preceptos o reglas. Es dote puramente natural, y el que no la tuviere, nunca será ni gran orador ni gran poeta. Esta prenda es quien, a mi parecer, constituye la mayor excelencia de la Eneida. En virtud de ella, daba Virgilio a la colocación de las voces, cuando era oportuno, aquel gran sonido con que se imprime en el entendimiento o en la imaginación una idea vivísima del objeto. Tal es aquel pasaje, cuya parte copié arriba:


      Necdum etiam causae irarum, saevique dolores
     Exciderant animo: manet alta mente reposium
     Iudicium Paridis, spretaeque injuria formae.

Dentro de pocas voces, ¡qué pintura tan viva, tan hermosa, tan expresiva, tan valiente, de la irritación de la diosa, y de la profunda impresión que había hecho en su ánimo la injuria de anteponer a 1a suya otra belleza! Donde es bien advertir que el repostum es de invención de Virgilio, y no introducido sólo a favor de la libertad poética, sino aquella nueva voz, o nueva modificación de repositum, da más fuerza a la expresión.

No sólo dirige el numen genio particular para la introducción de voces nuevas o inusitadas, más también para usar oportunamente de todas las vulgarizadas. Ciertos rígidos Atistarcos, generalísimamente quieren excluir del estilo serio todas aquellas locuciones o voces que, o por haberlas introducido la gente baja, o porque sólo entre ella tienen frecuente uso, han contraído cierta especie de humildad o sordidez plebeya; y un docto moderno pretende ser la más alta perfección del estilo de don Diego Saavedra, no hallarse jamás en sus escritos alguno de los vulgarísimos que hacinó Quevedo en el Cuento de cuentos, ni otros semejantes a aquéllos. Es muy hermoso y culto ciertamente el estilo de don Diego Saavedra, pero no lo es por eso; antes afirmo que aún podría ser más elocuente y enérgico, aunque tal vez se entrometiesen en él algunos de aquellos vulgarísimos.

Quintiliano, voto supremo en la materia, enseña que no hay voz alguna, por humilde que sea, a quien no se pueda hacer lugar en la oración, exceptuando únicamente las torpes u obscenas: ominibus fere verbis, praeter pauca, quae sunt parum verecunda, in oratione locus est, y poco más abajo, sin la limitación de la partícula fere, repite la misma sentencia: omnia verba (excepta de quibus dixi) sunt alicubi optima, et humilibus interdum, et vulgaribus est opus. Y en otra parte pronuncia que a veces la misma humildad de las palabras añade fuerza y energía a lo que se dice: Vim rebus aliquando, et ipsa verborum humilitas affert.

Un sujeto por muchas circunstancias ilustre leyendo en el primer tomo del Teatro crítico aquella cláusula primera del discurso que trata de los cometas: «Es el cometa una fanfarronada del cielo contra los poderosos del mundo», la celebró como rasgo de especial gala y esplendor. Convendré en que haya sido efecto de su liberalidad el elogio; pero si en la sentencia hay algún mérito para él, todo consiste en el oportuno uso de la voz fanfarronada, la cual por sí es de la clase de aquellas que pertenecen al estilo bajo; con todo, tendría mucho menos gracia y energía si dijese: «Es el cometa una vana amenaza del cielo», etc. Siendo así que la significación es la misma, y la locución vana amenaza nada tiene de humilde o plebeya. Vea vuestra merced aquí verificada la máxima de Quintiliano: Vim rebus aliquando, et ipsa verborum humilitas affert.

De esto digo lo mismo que dije arriba en orden a inventar voces o domesticar las extranjeras. No pende del estudio o meditación, sí sólo de una especie de numen particular, o llámese imaginación feliz, en orden a esta materia. El que la tiene, aun sin usar de reflexión, sin discurrir, sin pensar en ello, encuentra muchas veces las voces más oportunas para explicarse con viveza o valentía, ya sean nobles, ya humildes, ya paisanas, ya extranjeras, ya recibidas en el uso, ya formadas de nuevo. El que carece de ella no salga del camino trillado, y mucho menos se meta en dar reglas en materia de estilo. Pero en esto sucede lo que en todas las demás cosas. Condena los primores quien no sólo no es capaz de ejecutarlos, mas ni aun de percibirlos; que también el discernirlos pide talento, y no muy limitado.

Creo haber dejado a vuestra merced satisfecho sobre el asunto de su carta, y yo lo estaré de que vuestra merced tiene el concepto debido de mi amistad, si me presentare muchas ocasiones de ejercitar el afecto que le profeso, etc.»




ArribaAbajoSobre la multitud de milagros

«Muy señor mío: He visto la carta de vuestra merced a su amigo don N., en que después de participarle con grande extensión los muchos milagros que Dios obra por la intercesión de María Santísima, con los que vienen a implorarla, adorando devotos su sagrada imagen que se venera en esa iglesia, le interesa que pase a mí esas noticias, a fin de persuadirme que los verdaderos milagros no son tan pocos como yo imagino y como manifiesto en mis escritos. El mal es, que el mismo medio que vuestra merced toma para la persuasión, me la hace más difícil. Aquí tiene lugar el axioma escolástico, que argumento que mucho prueba, nada prueba. Paréceme que el más crédulo podrá entrar en alguna desconfianza de la atestación de vuestra merced a vista de la multitud de milagros que amontona. Ni es esto impugnar la veracidad de vuestra merced, sino su crisis. Convendré en los hechos enunciados, esto es en las muchas curaciones que vuestra merced refiere, pero suponiéndolas, o todas o por la mayor parte, naturales, no milagrosas, como vuestra merced pretende. Pensar que todos los que convalecen de sus dolencias, después de implorar en su favor la intercesión de nuestra Señora o de cualquier otro santo, sanan milagrosamente, es discurrir la Omnipotencia muy pródiga, y la naturaleza muy inepta. La baja opinión que el vulgo tiene formada de ésta, es muy útil a los médicos; porque, como si nada pudiese el vigor nativo del cuerpo, donde el médico es llamado, siempre que el enfermo sana se atribuye a la medicina. A la naturaleza se debe las más veces la victoria, pero al arte se da la gloria del triunfo. Y ¡oh cuántas veces ésta no hace más que estorbar y descaminar aquéllas! ¡Cuántas veces los errores del médico, parciales a la enfermedad, conspiran con ella a la ruina del enfermo! ¡Cuántas veces por este camino, o por este descamino, dolencias veniales se hacen mortales!

De este riesgo carece a la verdad el recurso a la intercesión de los santos, el cual nunca puede ser nocivo; y acaso entonces es más provechoso, cuando por él no se alcanza la convalecencia deseada; siendo muy verisímil, que se aplica a algún bien de el alma aquel ruego, que se buscaba para la salud de el cuerpo. También se logra ésta algunas veces; pero pensar que siempre que se logra, se logra por este medio, es un exceso de la piedad que pica en superstición. Lo mismo digo de la multitud de milagros que el indiscreto vulgo sueña sobre otros asuntos.

Pero ¿quién es culpable en este error? ¿El vulgo mismo? No por cierto, sino los que teniendo obligación a desengañar el vulgo, no sólo le dejan en su vana aprensión, más tal vez son autores del engaño: Pastores eorum seduxerunt eos (Jeremías, 50). ¡Cuántos párrocos por interesarse en dar fama de milagros a alguna imagen de la iglesia, le atribuyen milagros que no ha habido! No es mi ánimo comprender a vuestra merced en esta invectiva, porque tengo noticia de su desinterés y buena fe. Mas no por eso le eximo de toda culpa, pues debiera tener presente para su observancia, la sabia disposición del santo concilio de Trento, que manda no admitir milagro nuevo alguno, sin preceder examen y aprobación del obispo: Nulla etiam admittenda esse nova miracula nisi eodem recognoscente et approbante episcopo.

Dirá vuestra merced que tampoco otros infinitos, ya pastores ya no pastores, esperan la aprobación del obispo para creer, preconizar y campanear nuevos milagros, y que apenas ha visto hasta ahora poner en práctica la regla establecida por el Concilio en orden a este punto. Creo que en esto dirá vuestra merced verdad. Pero de esta verdad me lastimo yo, y me he lastimado siempre mucho; porque de la inobservancia de aquella regla toman ocasión los herejes para hacer mofa de los milagros que califican la verdad de nuestra religión. Como son muchos los que siendo imaginación se publican como verdaderos, o por un vil interés, o por una indiscreta piedad, ellos pudieron asegurarse de la falsedad de algunos y de aquí pasan a la desconfianza de todos. No resultaría este inconveniente si se observase inviolablemente la disposición del Concilio. Son inicuos sin duda los herejes en atribuir al cuerpo de la Iglesia la fraudulenta ficción o ciega credulidad de algunos particulares. Es visible su mala fe en esta acusación, porque no ignoran lo que el Santo Concilio de Trento estableció sobre el asunto, ni tampoco ignoran que aquel es el órgano por donde explica su mente la Iglesia; mas no por eso dejan de ser muy culpables los que con sus ficciones de milagros dan algún aparente pretexto a las insultantes invectivas de nuestros enemigos.

El severo cuidado que los padres del Concilio quisieron se pusiese en el examen de los milagros, muestra que consideraron de una suma importancia para el crédito de la Iglesia evitar los fingidos, pues no contentos con intimar que ninguno nuevo se admitiese sin la aprobación de los obispos, añadieron que a esta aprobación precediese consulta de varones sabios y piadosos como se ve en la cláusula inmediatamente siguiente a la arriba alegada. Qui (episcopus) simul atque de his aliquid compertam habuerit, adhibitis in consilium theologis et aliis piis viris, ea faciat, quae veritati et pietati consentanea judicaverit. Donde me parecen dignas de reflexión aquellas palabras veritati et pietati. El título hermoso de piedad es quien hace sombra a los milagros fingidos, para que se le dé pasaporte corriente en los pueblos. Este es el sagrado sello con que se imprime el silencio en los labios de todos aquellos que, enterados de la verdad, cuando empieza a preconizarse algún imaginario portento, quisieran desengañar al público. Pero ¿es esto conforme al espíritu de la Iglesia? Antes diametralmente opuesto. La piedad que la Iglesia pide, la que promueve en sus hijos, la que caracteriza a los buenos cristianos, es aquella que se junta y hermana con la verdad: veritati et pietati. No dijeron los padres veritati aut pietati, como que cualquiera de los dos títulos divisivamente bastase para autorizar las relaciones de milagros, sino veritati et pietati, como que es menester que concurran unidos entrambos. Piedad opuesta a la verdad, es una piedad vana, ilusoria, de mera perspectiva, más propia para fomentar la superstición, que para acreditar la religión: Veri adoratores adorabunt. Patrem in spiritu et veritate: nam et Pater tales quaerit, qui adorent eum (Joan., cap. IV).

Indemniza en esta materia al rudo vulgo su sencillez. Pero ¿qué disculpa tienen los que tal vez engañan al vulgo, o causando o fomentando su error? Doy que el fin sea bueno, no por eso la acción deja de ser mala. Ningún teólogo negará, que aunque hubiese entera certeza de que con un milagro falso se había de convertir todo el mundo a la religión católica, no podría fingirse sin pecar; y no como quiera, sino gravemente, porque esta acción, según los teólogos, es de su naturaleza pecado mortal de aquella especie de superstición que llaman culto indebido. ¿Qué hacemos, pues, con que el fin de inventar o publicar un milagro sea autorizar de milagrosa alguna imagen o promover el culto del santo representado en ella? Abominable será en los ojos de Dios la ficción, y merecedora de la condenación eterna, si no la disculpa la ignorancia.

Pero más abominable será si procede del motivo de algún interés temporal, como sin duda sucede algunas veces. En el Concilio Senonense, celebrado en el año 1528, se halla un decreto (y es el 40 de los pertenecientes ad mores) que establece en orden a la admisión de milagros nuevos lo mismo que después, para toda la Iglesia, ordenó el Tridentino. Sólo tiene de particular una expresión, que supone, que muy ordinariamente es la codicia quien excita a la invención de milagros apócrifos. El decreto es como se sigue: Ex multorum fide relatione didicimus, simplicem populum aliquando levi assertione miraculorum ad unum et alterum locum populariter concurrisse, candelas et alia vota obtulisse. Ut igitur credulae simplicitati nobis commissae plebis consulamus, et novis, impudentioribusque hominum mente corruptorum ad quaestum occasionibus obviemus, sacro approbante provinciali concilio, districte prohibemus, ne quis posthac miraculum de novo factum praetendat; neve intra aut extra ecclesiam, titulum, capellam aut altare praetextu novi miraculi erigat, aut populi concursus in miraculi gratiam et venerationem recipiat: nisi prius loci episcopus de negotio quid sentiendum tenendumque sit, causa cognita, decreeverit.

En este contexto se proponen dos motivos del decreto: el primero, precaver el error del simple vulgo en creer milagros falsos; el segundo, quitar la ocasión a las detestables negociaciones de hombres corrompidos, que hacen pábulo de su codicia la ficción de milagros. En la expresión del primer motivo se ve que los padres del Concilio no miraron como conveniente para el servicio y gloria de Dios dejar a la plebe continuar en aquel error; antes consideraron su vana creencia como una enfermedad espiritual, a que se debía aplicar remedio. De aquí se colige cuán descaminados van aquellos que cuando se esparce en el pueblo algún milagro falso, si alguno, averiguada la patraña, quiere desengañar al público, revestidos de una espiritualidad engañosa, se le opone, diciendo que se debe dejar al público en su buena fe; que aquella creencia, aunque mal fundada, enfervoriza su piedad, que con ella se firma más en los ánimos la religión; que en ese error se interesa la gloria y culto de Dios y de sus santos. ¡Oh protestas del embuste con capa de celo! Numquid Deus indiget vestro mendacio ut pro illo loquamini dolos?

En la expresión del segundo motivo, sobradamente dan a conocer aquellos grados que la ansia de un vil interés es quien impele no pocas veces a la fábrica de milagros falsos, en que de muchos modos pueden hallar su ganancia los artífices, como a cualquiera será fácil discurrir; aunque por la mayor parte pienso que sólo un celo falso o piedad indiscreta interviene en estas ilusiones, haciendo tomar, por verdadero prodigio cualquiera leve apariencia de milagro. Pero que proceda de este, que de aquel principio, todo hombre imbuido de sólida piedad debe interesarse en que se observe el Santo Concilio de Trento. La Iglesia, dirigida siempre por el Espíritu Santo, sabe lo que conviene a la gloria de Dios, al culto de los Santos, a la edificación de los fieles, aumento de la piedad y firmeza de la religión.

Como vuestra merced, ni por el expresado motivo de interés, ni por otro alguno vicioso (a lo que yo creo), sino con muy buena fe, ha calificado de milagrosas las muchas curaciones de que me habla en su carta, es natural, que desengañado ya, en virtud de mis razones, desee alguna regla para discernir las curaciones sobrenaturales de las que se deben a la naturaleza o a la medicina, y no puedo yo darle otra, ni más segura, que la que, siendo aún cardenal, y poco antes de subir al solio pontificio, manifestó al público nuestro santísimo padre Benedicto XIV en el tomo IV de su grande obra de De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione. En la noticia de este tomo que dan los autores de las Memorias de Trevoux en el mes de marzo del año de 1740, he visto copiada dicha regla, la cual consta de las siguientes advertencias.

La primera que la enfermedad curada sea grave y naturalmente incurable, o por lo menos de muy difícil curación. La segunda que no vaya en declinación. La tercera que no se hayan hecho remedios, o que si se hicieron, no hayan tenido efecto. La cuarta que la curación sea repentina o instantánea, y juntamente total o perfecta. La quinta que no haya precedido crise natural. La sexta que sea constante o durable; esto es, sin recaída.

Cuando vuestra merced halle alguna curación circunstanciada del modo dicho y me lo dé bien atestiguado, yo seré el primero a firmar que es milagrosa. Y si mil hallare con las circunstancias expresadas, de todas mil firmaré lo mismo. Deseo a vuestra merced larga vida y perfecta salud, etc.




ArribaAbajoLa elocuencia es naturaleza y no arte

«Muy señor mío: Pregúntame V. md. qué estudio he tenido y qué reglas he practicado para formar el estilo de que uso en mis libros, dándome a entender que le agrada y desea ajustarse a mi método de estudio para imitarle. Siendo este el motivo de la pregunta, muy mal satisfecho quedará V. md. de la respuesta, porque resueltamente le digo que ni he tenido estudio, ni seguido algunas reglas para formar el estilo. Más digo: ni le he formado ni pensado en formarle. Tal cual es, bueno o malo, de esta especie o de aquella, no le busqué yo; él se me vino; y si es bueno, como V. md. afirma, es preciso que haya sido así, como voy a probar.

Sólo por dos medios se puede pretender la formación de estilo; el de la imitación y el de la práctica de las reglas de la Retórica y el ejercicio. Aseguro, pues, que por ninguno de estos medios se logrará un estilo bueno. No por el de la imitación porque no podrá ser perfectamente natural, y sin la naturalidad no hay estilo, no sólo excelente, pero ni aun medianamente bueno. ¿Qué digo ni aun medianamente bueno? Ni aun tolerable.

Es la naturalidad una perfección, una gracia, sin la cual todo es imperfecto y desgraciado, por ser la afectación un defecto que todo lo hace despreciable y fastidioso. Todo, digo, porque entienda vuestra merced que no hablo sólo del estilo. A todas las acciones humanas da un baño de ridiculez la afectación. A todas constituye tediosas y molestas. El que anda con un aire o movimiento afectado; el que habla; el que mira; el que ríe; el que razona; el que disputa; el que coloca el cuerpo o compone el rostro con algo de afectación, todos estos son mirados como ridículos y enfadan al resto de los hombres. El que es desairado en el andar, o torpe en el hablar, algo desplacerá a los que le miran u oyen; mas al fin sólo eso se dirá de él que es desairado en lo primero y torpe en lo segundo. Pero si con la imitación de algún sujeto que es de movimiento airoso y locución despejada, afecta uno y otro, sobre no borrar la nota de aquellas imperfecciones, se hará un objeto de mofa y aún le tendrán por un pobre mentecato.

Sólo una excepción se me ofrece hacer en esta materia, y es a favor de la adulación. Este diabólico hechizo siempre se queda hechizo, de cualquier modo que se confeccione. Necesariamente entra en él la afectación, y, con todo, siempre agrada. Por más que se coloque la lisonja en voces desentonadas, para los oídos del adulado es más dulce que el canto de las Sirenas.

A todo lo demás inficiona y corrompe la afectación. Es preciso que cada uno se contente en todas sus acciones con aquel aire y modo que influye su orgánica y natural disposición. Si con ese desagrada mucho más desagradará si sobre ese emplasta otro postizo. Lo más que se puede pretender es corregir los defectos, que provienen, no de la naturaleza, sino o de la educación o del habitual trato con malos ejemplares. Y no logra poco quien lo logra En esto fácilmente se padece equivocación tomando uno por otro. De algunos se piensa que enmendaron la naturaleza, no habiendo hecho otra cosa que desnudar un mal hábito.

Es una imaginación muy sujeta a engaño la de la pretendida imitación del estilo de este o aquel autor. Piensan algunos que imitan y ni aun remedan. Quiere uno imitar el estilo valiente y enérgico de tal escritor y saca el suyo áspero, bronco y desabrido. Arrímase otro a un estilo dulce, y, sin coger la dulzura, cae en la languidez. Otro al estilo sentencioso, y en vez de harmoniosas sentencias, prefiere fastidiosas vulgaridades. Otro al ingenioso, como si el ingenio pudiera aprenderse o estudiarse o no fuese un mero don del autor de la Naturaleza. Otro al sublime, que es lo mismo que querer volar quien no tiene alas, porque ve volar al pájaro que las tiene. ¿Y qué sucede a todos éstos? Lo que ya advirtió Quintiliano, que caen con su imaginada imitación en un estilo peor que aquel que tuvieran, siguiendo al propio genio, sea el que fuere; porque, al fin, éste podía ser bajo; aquél, sin dejar de ser bajo, toma la deformidad de ridículo: Plerumque declinant in peius, et proxima virtutibus vitia comprehendunt, fiuntque pro grandibus tumidi, pressis exiles, fortibus temerarii, laetis corrupti, compositis exultantes, simplicibus negligentes.

Es verdad que Quintiliano da una instrucción para que no se caiga en este inconveniente, que es que cada uno examine sus fuerzas, para no emprender más que lo que ellas pueden: in suscipiendo onere, consulat suos vires. Pero esto es proponer un medio, o imposible, o punto menos. ¿Quién hay que mida exactamente la extensión de sus fuerzas? En orden a las facultades corpóreas esto es fácil, porque es visible y palpable. Pero en orden a las espirituales muéstreseme el hombre que no piense de sí más de lo que puede. Si esta regla padece alguna excepción, es sólo en los grandes ingenios cuya penetración es capaz de la reflexión más difícil de todas, esto es, la justa reflexión sobre sí mismos. Pero aun estos se engañan, si al ingenio no acompaña, o una superior ilustración gratuita, o una índole medrosa y desconfiada. De ahí abajo todos se engañan en una proporción inversa de la presunción con la habilidad, quiero decir que tanto padecen mayor engaño en lo que presumen, cuanto es menos lo que alcanzan.

Un ejemplar que muestra cuán expuestos están los hombres a errar en el concepto de que imitan tal o tal estilo, me presenta cierto escritor moderno, por otra parte muy capaz, que está persuadido a que su pluma es fiel copista de la de D. Diego Saavedra, cuando los demás hallan de uno a otro estilo, la diferencia que hay del noble al humilde, del enérgico al flojo y del vivo al muerto. Acaso escribiría mejor si se sacudiese de esa literaria servidumbre, que así la llamo siguiendo a Horacio de quien es aquella invectiva: oh imitatoris servum pecus! En esto, como en otras muchas cosas, cada hombre tiene su carácter que le distingue y hace distinguir por los que son dotados de algún conocimiento, de los cuales disciernen muy bien lo que es copia y cuánto dista ésta de la perfección del original. El discreto conde de Erizeyra, que escribió la vida de Jorge Castrioto, se propuso, como él mismo confiesa, imitar el estilo castellano de nuestro D. Antonio de Solís, y no negaré que le imitó, pero quedando un grande intervalo entre los dos. Siguió sus pasos, pero de lejos. Digo lo mismo: que acaso deleitaría más a los lectores, aquel prócer portugués, si entregase enteramente su pluma a la dirección de su genio.

Y si aún los que son bastante hábiles, degeneran tan sensiblemente del modelo que se proponen, ¿qué sucederá a los que nacieron con un talento que aún no llega a la mediocridad? Lo que a los grajos que pretenden remedar el gorjeo de los ruiseñores; lo que al pastor que quiere con la zampoña emular la harmonía de la lira. En caso que logren alguna ruda semejanza del ejemplar que atienden, será una semejanza como la del mono con el hombre que eso mismo le hace más feo que otros brutos. ¿Y qué son realmente estos imitadores sino unos ridículos monos de otros hombres?

Si el componer el estilo por imitación sale mal, el formarle por la observancia de las reglas aún sale peor. Las reglas que hay escritas son innumerables, ¿quién puede hacérselas presentes todas al tiempo de tomar la pluma? Mientras piensa en una o dos o tres, se le escapan todas las demás. No sólo cada período, aun cada frase, y cada voz ha de proporcionar a quinientas normas diferentes. No basta que no discrepe de éste o de aquélla; es menester que de ninguna discrepe.

Lo peor es que aunque hay tanto escrito de reglas, aún es muchísimo más lo que se puede escribir, porque no hay regla que no padezca sus excepciones; y para las mismas excepciones hay otras excepciones.

El genio puede en esta materia lo que es imposible al estudio. A un espíritu que Dios hizo para ello, naturalmente se le presentan el orden y distribución que debe dar a la materia sobre que quiere escribir; la encadenación más oportuna de las cláusulas, la cadencia más airosa de los periodos; las voces más propias, las expresiones más vivas, las figuras más bellas. Es una especie de instituto lo que en esto dirige al entendimiento. Más por sentimiento que por reflexión distingue el alma estos primores. En la invención de ellos está ocioso el discurso, dejándolo todo a cuenta de la imaginación.

Nadie con razón me podrá oponer el símil de las artes factivas, donde el estudio y observancia de las reglas hace artífices peritos y sin ellas ninguno lo es. No hay paridad de uno a otro. ¿Quién no ve que si el símil fuese justo, así como sin el estudio de las reglas de la Pintura, nadie se hace ni aún Pintor mediano, así sin el estudio de las reglas de la Retórica nadie sería ni aún medianamente elocuente? Sin embargo, cada día se ve lo contrario. Auriot de la Housaye dice que Gastón, duque de Orleáns, que nada había estudiado, hablaba en el Parlamento siempre que se ofrecía tan bien como un buen orador; y Luis, príncipe de Condé, que estaba instruido en las reglas de la retórica apenas acertaba a formar dos cláusulas oportunamente.

Hay una gran diferencia en cuanto a la aplicación entre las reglas ordenadas a artificios materiales y las que dirigen en materias puramente intelectuales. En las primeras es por lo común evidente y visible la conformidad o disconformidad con las reglas, v. gr., si una línea es recta o torcida, si la curvatura de un arco es tanta o cuanta, la aplicación de la regla o el modelo quita toda duda. En el uso de las segundas todo va, digámoslo así, a buen ojo. No hay geometría para medir, v. gr., si una metáfora salió ajustada o no a las reglas. De aquí la frecuente oposición de opiniones entre los retóricos facultativos, cuando se trata de censurar alguna pieza de elocuencia. Y es que el acierto en esto, como en otras muchas cosas, pende puramente de una facultad animástica, que yo llamo tino mental. El que tiene esta insigne prenda, sin alguna reflexión a las reglas, acierta, y cuando con mayor perfección la posee, tanto con más seguridad se pone en el punto debido. El que carece de ella, por más que ponga los ojos en las reglas, desbarra; porque es también menester el Tino mental para discernir si el rasgo que tira es conforme o disforme a las reglas, y ese le falta; juzgará que se eleva al estilo sublime y caerá en el oscuro y violento; que forma un hipérbole magnífico y le sacará monstruoso, etc.

El símil más justo (aunque no absolutamente perfecto) que en cuanto al uso y utilidad hallo para el arte de la Retórica es de la Lógica o arte Sumulística. Da este reglas para razonar bien como aquel para hablar bien. Pero del mismo modo que el que no tiene bastante entendimiento para discurrir bien, discurre defectuosamente por lo común, por más que haya estudiado las reglas sumulísticas, y el que le tiene discurre con acierto, aunque las ignore; ni más, ni menos el que no tiene genio nunca es elocuente por más que haya estudiado las reglas de la retórica, y lo es el que lo tiene, aunque no haya puesto los ojos ni los oídos en los preceptos de este arte. He visto (¿y quién no los habrá visto?), muchos escolásticos que tenían en la uña todas las reglas de las Súmulas y apenas razonaban justamente en materia alguna; al contrario experimenté muchos sujetos que razonaban admirablemente, sin noticia alguna de los preceptos de la Lógica. Éstos, sin haber oído jamás hablar de apelaciones, suposiciones, ampliaciones, restricciones, conversiones equipolencias, modalidades, etc., guiados de la luz nativa de su entendimiento, prueban lo que proponen, sin incurrir en alguno de los vicios que van a precaver aquellas reglas. Y aquellos, después de quebrarse mucho la cabeza en mandarlas a la memoria, trompican contra ellas a cada paso. Lo cual consiste en que para hablar y discurrir con acierto, más vale un buen golpe de ojo del entendimiento que muchos repasos de las reglas, ya porque si no hay bastante capacidad, se yerra muchas veces el uso de ellas, ya porque mientras se pone la atención en alguna o algunas, se pasan por alto todas las demás. ¿Quién en cada cláusula, en cada proposición que ha de formar, puede tener presente tanta copia de preceptos para no discrepar de ninguno de ellos?

Lo más que yo podré permitir (y lo permitiré con alguna repugnancia), es que el estudio de las reglas sirve para evitar algunos groseros defectos. Mas nunca pasaré que pueda producir primores. La gala de las expresiones, la agudeza de los conceptos, la hermosura de las figuras, la majestad de las sentencias, se las ha de hallar cada uno en el fondo del propio talento. Si ahí no las encuentra, no las busque en otra parte: ahí están depositadas las semillas de esas flores, y ese es el terreno donde han de brotar, sin otro influjo que el que, acalorada del asunto, les da la imaginación. Quiero hacer sensible esto con la experiencia.

Propóngase a uno que tuvo estudio y carece de genio, para que discurra sobre él, no filosófica, sino retóricamente, este trivialísimo asunto: La obligación que tienen los nobles a imitar a sus ascendientes. Considéresele, desde luego, repasando con la memoria las reglas y ejemplos que leyó en las Instrucciones Oratorias de Quintiliano, en el Tratado de Elocuencia, del Padre Causino, y en el Canochiale Aristotélico, de Manuel Thesauro. ¿Qué hará con todo esto? Aseguro que nada. Las reglas son unas luces estériles, como las sublunares, que alumbran, y no influyen. Dan un conocimiento vago y de mera teórica, sin determinación alguna para la práctica. Los ejemplos son hazañas de otros ingenios que no puede imitar sino quien tenga valentía igual a la suya. ¿Qué importa que yo vea cómo se remonta el águila a la segunda región del aire? ¿Podré por eso elevarme a la misma altura, no teniendo las mismas alas y la misma fuerza?

Mas, al fin, un retórico de estudio hará su composición, en que naturalmente habrá mucho de follaje afectado, con nada de gala o ingenio; porque yo nunca puedo esperar más de quien para la Retórica no tiene otro auxilio que el estudio del arte. Sea lo que fuere, pretendo que su producción se coteje con el rasgo siguiente que sobre el mismo asunto produjo por diversión un sujeto de alguna habilidad, pero que jamás había estudiado ni una hoja de retórica.

Es la nobleza semilla de la virtud. Siémbrase en el cuerpo y fructifica en el alma. Quien comunica la sangre, comunica los espíritus. Aun a largas distancias conserva su purpúreo raudal la dirección que le dio la excelsa fuente de donde se deriva. Del fervor que la inflama, se levanta la llama que la ilustra. Sirve la gloria heredada de estímulo contra las perezas del corazón. Preséntase en la memoria, y puesta en la memoria, es despertador de la voluntad. Ofrécele aquel objeto al noble un original de quién ha de sacar en sí mismo la copia; un espejo, donde vea, no lo que es, sino lo que debe ser: una escuela mental, en quien sus progenitores son sus maestros. El que degenera de ellos, se constituye extraño respecto de los mismos que mira como suyos. Se hace forastero o huésped intruso en su propia casa. No le queda de la prosapia otra cosa que el apellido y aun ése debe hacer la cuenta que se le adapta como bastardo. Cuando hablas de sus ilustres predecesores, no diga que desciende de ellos, sino que baja, o no sólo que baja, sino que cae. La distancia que hay entre el heroísmo y la vileza, es el espacio que mide con la caída. La fealdad del vicio duplica su deformidad en quien debiera apropiarse como hereditaria la virtud. Cuantos ascendientes gloriosos jacta, tantos fiscales de su conducta se cuenta. Aquella gloria es su ignominia. Lo mismo que le ensoberbece, le abate, porque no le toca de aquella luz sino el humo. Considérese en el árbol genealógico, que tanto ostenta, como una rama marchita a quien el aire de la vanidad agita para nada más que hacer ruido. En la Filosofía ética, la nobleza que no obra, no existe. Los escudos de armas que adornan sus paredes, ennoblecen el edificio y desdoran la persona. La memoria de triunfos pasados, que abrió el cincel en la frente de la casa, acuerda a todos que está muerta en el corazón de su dueño.

Yo me persuado a que en este discurso hallarán los inteligentes sentencias ingeniosas, alusiones oportunas, figuras elegantes y otros primores de retórica que en este arte tienen sus nombres y definiciones; pero no sólo las definiciones, pero aun los nombres creo ignoraba el que lo hizo: que en esta materia sucede que el buen genio acierta con las cosas sin saber ni aun los nombres; y el estudio sin genio, teniendo en la memoria nombres, definiciones y divisiones, no acierta con las cosas. Acuérdome de haber leído, que queriendo un Príncipe hacer un suntuoso palacio, llamó para ello dos arquitectos famosos. El uno era un gran dogmático en su arte, del cual tenía en la uña infinitos preceptos que había aprendido en varios libros; el otro, de poco estudio teórico, pero dotado de insigne numen para la práctica. Llegando el caso de proponerles el Príncipe la obra que intentaba, habló el primero en la materia con mucha erudición, llenando de mil voces geométricas y arquitectónicas un largo razonamiento. Habiendo acabado le preguntó el Príncipe al segundo, qué tenía que decir sobre el caso: Señor, respondió él, yo no tengo que decir otra cosa, sino que haré todo lo que ha hablado mi compañero. Bien claro está al asunto la aplicación.

Y si en lo que mira a hablar o escribir con exornación, gala y agudeza basta el genio y sobra el estudio, como me parece dejo bastantemente probado, con más razón se podrá asegurar lo mismo en orden a la parte más importante y esencial de la elocuencia, que es la persuasiva. ¿Quién no ve que ésta meramente es obra de un entendimiento claro, de una perspicacia nativa, la cual representa las razones más oportunas y eficaces para mover, atentas las circunstancias, a los oyentes o lectores sobre el asunto que se propone? Supongo que conduce mucho para ello la claridad y el orden. Pero estoy siempre en que esto lo hará mucho mejor el genio que el estudio. Lo mismo digo de las expresiones patéticas para excitar los afectos. Aunque pienso que en cuanto a la eficacia de éstas están algo engañados, no sólo los oradores comunes, más aún los mismos maestros de la oratoria. Hace, sin duda, mucho al caso que las razones se propongan con fuerza y energía, porque penetran así y hacen más profunda impresión en el ánimo; pero la virtud excitativa de los afectos, que consiste precisamente en las voces, es de un influjo muy pasajero que apenas espera para disiparse a que los oyentes desocupen el Teatro.

Sólo resta ya decir algo en orden al ejercicio. Veo éste generalmente recomendado y parece que con razón. Porque, ¿qué materia hay en que el ejercicio no habilite las potencias y les preste facilidad y despejo para ejecutar con más presteza y perfección? Sin embargo, mi experiencia me hace desconfiar algo de este medio. Diez y siete años ha que estoy ejercitando la pluma en todo género de estilos, porque de todos géneros lo pedía la variedad de los asuntos, el sublime, el mediano, el humilde, el exhortatorio, el narrativo, el increpatorio, tal vez el festivo, etc., y veo bien claro que con todo este ejercicio en nada he mejorado el estilo, ni creo que nadie le hallará poco ni mucho más perfecto en mis últimas producciones que en las primeras.

Quédame, no obstante (por confesarlo todo), un leve recelo, de que en mi genio, o llámese disposición del temperamento, haya algún estorbo oculto, para que en orden a la elocuencia me sirvan los auxilios que aprovechan a otros. Sé con toda certeza que me es imposible acomodarme a la imitación de otro algún escritor. La poca y ligera lectura que por mera curiosidad he tenido uno u otro breve rato en algunos autores que han tratado de Retórica, me ha dado a conocer, con la misma evidencia, que la aplicación al uso de las reglas, en vez de ayudarme me embarazaría. Acabada la Gramática, me dieron unas pocas lecciones de Retórica, que olvidé enteramente; y si más hubiera estudiado, más procurara olvidar por la razón expresada, que me estorbaría en vez de aprovecharme. En orden al ejercicio, ya tengo dicho. Acaso otros tendrán mejores disposiciones para que la imitación, el ejercicio y el estudio, les sirvan. Pero a todos aconsejaré que no se fíen al propio dictamen en orden al concepto que deben hacer de las ventajas que han adquirido con esos auxilios. Es facilísimo engañarse cada uno a sí mismo en esta materia. ¿Cuántos, pensando que con la imitación han mejorado de estilo, le han empeorado con la afectación?

Si alguna cosa puede aprovechar en esta materia, es, en mi dictamen, el frecuentar buenos ejemplares, así en la lectura como en la conversación. Pero esto no se haga con la mira de imitar a alguno o algunos, de que resultaría los inconvenientes que he expresado. Tampoco se ha de poner estudio en mandar a la memoria las voces o frases que se oyen o leen. Sucederá que éstas, en el contexto del que las profiere, están colocadas de modo que hacen un bello efecto, y traspuestas a otro, tendrán mal sonido. ¿Pues qué fruto se puede sacar de los buenos ejemplares sin este cuidado? No será muy mucho, pero será alguno. Insensiblemente se va adquiriendo algún hábito para hablar con orden. Sirven también las voces y frases de los buenos ejemplares que se frecuentan, no poniendo cuidado en estudiarlas ni usar de ellas. Sin eso se quedarán muchas veces en la memoria y como espontáneamente se vendrán a veces, sin llamarlas a la lengua o a la pluma. De este modo vendrán bien y caerán en su lugar, como si fuesen producciones del propio fondo. Este es, en mi sentir, el único medio que hay para ayudar en el estilo la naturaleza con el arte, porque en él toma el arte el modo de obrar de la naturaleza. Es cuanto sobre el asunto puedo decir a V. md. cuya persona guarde Dios, etc.»




ArribaAbajoSobre el nuevo arte del beneficio de la plata

«Muy señor mío: Recibí con mucho gusto, y leí con mucho más, el impreso intitulado: Arte del nuevo beneficio de la plata, hallado por don Lorenzo Felipe de la Torre Barrio y Lima, dueño de minas en el Asiento de San Juan de Lucanas en el reino del Perú que V. md. me hizo el honor de remitir. ¿Y qué Español no sentirá igual complacencia a la que yo siento, al ver estampada la noticia de un invento tan portentosamente útil a toda España? ¿Ni quién rehusará amar y venerar al inventor como uno de los más gloriosos y magníficos bienhechores que en toda la serie de los siglos produjo el cielo a esta monarquía?

Dice Plinio que los antiguos colocaron en el número de las deidades a algunos inventores de cosas útiles a la vida humana: Singula quosdam inventa Deorum numero addidere y aunque en todo deliró la Idolatría, creo que éste fue su menos culpable error. Con alguna apariencia se puede decir que los inventores son unos segundos criadores de los entes. La creación da la existencia a las cosas, la invención el uso; y sin el conocimiento del uso quedaría en muchas, por la mayor parte, inútil la existencia. A título, pues, de una aparente segunda creación parece que atribuyó el gentilismo a los inventores una especie de divinidad.

Si la religión nos impide atribuir a los inventores el grado de deidades, nos permite colocarlos en una clase superior a los demás hombres; y esto que la Religión permite, la razón lo persuade.

Guillermo Bulkeldio fue un flamenco que no tuvo por donde distinguirse entre sus Compatriotas, más que por haber inventado el modo de preparar los arenques, pececillo humilde, pero muy útil, para que pueda conservarse mucho tiempo. Pero esto fue un capítulo de distinción tan ilustre, y le hizo merecedor de un magnífico sepulcro, y, lo que es más, que su sepulcro fuese muy de intento visitado por el emperador Carlos V y por su hermana la Reina de Hungría, haciendo este honor a las cenizas del descubridor de aquel secreto, que no se dignaron hacer a las de alguno de tantos héroes, cuyos sepulcros brillan en muchas partes de Europa.

Y con mucha razón. Yo miro esos que el mundo llama Héroes, denominación que ya se hizo propia de todos los que tienen la cualidad de guerreros insignes, como unas llamas elementales, que abrasan otro tanto como brillan. Y al contrario, los inventores de cosas útiles, como lumbreras de superior esfera, astros benéficos que influyen y alumbran, pero no queman.

Esas mismas minas de la América que dieron materia a la gloria de inventor que logró nuestro don Lorenzo, nos ofrecen el justo paralelo que debemos hacer entre estas dos clases de hombres famosos. Esas mismas minas de la América, digo, que dieron materia a la gloria de inventor que adquirió nuestro don Lorenzo, esas mismas fueron objeto y asunto de las proezas con que varios españoles adquirieron en el mundo el glorioso atributo de héroes. No tiene duda que estos llenaron a España de riquezas, pero después de inundar la América de sangre, no sólo de bárbaros indios, más de los españoles. ¡Qué Teatro tan lleno de lástimas ofrece a la consideración aquel gran trozo del mundo en las historias de aquellos tiempos! Con más propiedad se aplicaría a las guerras de Indios y Españoles aquel profético entusiasmo de la Sibila Cumea, bella, hórrida bella, que en el vaticinio que pronunció al héroe troyano. Batallaban los Españoles con los indios y con los españoles batallaban los indios y los elementos, y con igual furor que los elementos y los indios, unos españoles con otros. No desoló tantas Provincias la ambición en Europa, Asia y África en el largo espacio de veinte siglos, como la codicia en la América en uno sólo. Siendo tanto el estrago de los vencidos, no padecieron menos los vencedores. Ninguna gente sufrió tantas ni tan duras calamidades como aquellos conquistadores. El menor daño que recibieron fue el de las flechas enemigas. Mucho mayor destrozo hicieron en ellos el frío, la hambre, la sed y la fatiga. ¡Cuánta multitud se quedó helada en los tránsitos por aquellas altísimas nevadas cumbres! ¡Cuánta, después de devorar los propios caballos, se hizo pasto de hierbas venenosas y de las más inmundas sabandijas! ¡Cuánta, aun faltando éstas, y, por consiguiente, todo alimento, se quedó exánime por los páramos a ser pasto de aves y fieras! No sé si fue aún más lastimoso que todo esto el que en varias ocasiones unos españoles fueran pasto de otros. Así como algunos iban muriendo de hambre, con sus descarnados cadáveres daban alimento a los que restaban vivos. Pero lo que causa el mayor horror es ver ensangrentados como feroces bestias unos españoles en otros. Cuantas calumnias, perfidias, crueldades pueden inspirar la envidia, el odio, el furor, tantas se vieron recíprocas frecuentemente entre los conquistadores de la América, llegando más de una vez la enemiga rabia al extremo de prohibir la administración del sacramento de la Penitencia a los que, muy de pensado y sobre seguro, se condenaba a muerte.

Tan trágica fue la conquista de la América que hicieron nuestras armas. A tanta costa se descubrieron sus minas. No hay vena de oro o plata en ellas, que no haya hecho verter arroyos de sangre de humanas venas. El careo del hallazgo de las preciosidades de la América, que hizo la fuerza de las armas, con el descubrimiento que en orden a esas mismas preciosidades debemos hoy a nuestro don Lorenzo Felipe de la Torre, pone visible lo que dije arriba: que la gloria de los inventores es sin comparación mayor que la de los conquistadores; que aquellos son unos astros de luz pura, destinados por la Providencia a esparcir benéficos influjos sobre la tierra; éstos fuegos elementales que, cebándose en Provincias y Reinos, como en propios combustibles, a costa de ruinas granjean sus esplendores.

Dentro de las mismas minas descubre otras minas el ingenio de D. Lorenzo, mostrando el modo de aumentar la utilidad del mineral. Digo que a su ingenio debemos este precioso descubrimiento, pues aunque él con una rarísima modestia nos insinúa, al parecer, que su invención fue como efecto de la casualidad, en el mismo rebozo de que usa su modestia, veo con bastante claridad, que el descubrimiento fue parto de su peregrina penetración. La rebeldía que experimentó en un trozo de mineral, resistiéndose éste al beneficio, por más arbitrios que discurrió para reducirle, le ocasionó el recurso a la Colpa (especie de mineral cuya descripción nos da, y en cuyo uso halló, no sólo lo que deseaba para aquél caso, más para aumentar la cantidad y mejorar de ley toda la plata que suministran las Minas). Oigamos cómo se explica sobre esta última tentativa después de experimentar inútiles todas las antecedentes.

Cuando el pensamiento -dice- se va a fondo, suele valerse de cualquiera tabla; y así, ofreciéndoseme el de echar mano del material de la COLPA, por parecerme que podría ser de algún provecho, hice con él ensayos por menor y, desde luego, reconocí su actividad. Estas expresiones suenan que el autor casi enteramente debió a la fortuna, sin intervención del discurso, este feliz encuentro, que fue un presente que la casualidad hizo a la idea: una ocurrencia no precedida de meditación alguna, sería que la mereciese, sin arrojo de la imaginativa, más que esfuerzo de la razón. Esto suenan las expresiones, porque el autor quiso servirse de expresiones que sólo esto sonasen. Mas a poca reflexión que se haga, se hallará que este descubrimiento es una de aquellas producciones que sólo se logran a influjo de los más sublimes ingenios.

Vese por el contexto de la relación, que el autor, después de experimentos vanos, para su intento, cuantos medios le sugirió su consumada pericia en el Arte del beneficio de las Minas, sin vaguear tentativamente por otros innumerables materiales que pudieron presentarse a su imaginación, únicamente echó mano de la COLPA. Ésta fue una elección de medio, la cual necesariamente supone conocimiento de su conducencia para el fin; y tal conocimiento en tal materia, aun cuando sólo le supongamos probable o conjetural, no siendo hijo de la experiencia, como aquí no lo fue, sin duda dimana de una especialísima penetración filosófica: especialísima digo, porque cuando la experiencia no previene con alguna luz, envuelta en densísimas tinieblas está la actividad de las causas y la recíproca proporción de los agentes con los pasos.

En efecto, en todo el discurso de su escrito, muestra D. Lorenzo que es un excelente filósofo. Con mucho gozo y con no poca admiración, he visto cómo reduce a un clarísimo mecanismo todas las acciones y efectos de los agentes que intervienen en la purificación de los metales: materia tan ignorada de infinitos que obtienen en el mundo el nombre de filósofos, que no pueden hablar en ella sino las voces no significantes de simpatía y antipatía. ¿Quién podría esperar de un sobrestante de minas aquél conocimiento de la filosofía corpuscular y de la espargírica que brilla en todo su escrito, y que sólo logran los que única y enteramente se dedican a estas especulaciones en la laboriosa tarea de las Academias? Ni es menos admirable que esto, que quien está aplicado a un ministerio donde la esperanza de la utilidad suele arrastrar hacia ella toda la atención, se halle dotado de todas aquellas cualidades que constituyen un noble escritor, como son un bello método, una explicación clara, una dicción pura, una frase elegante. Ciertamente es don Lorenzo uno de aquellos pocos hombres a quienes Dios hizo, si no para todo, por lo menos para mucho.

Mas, al fin, hombres doctos, discretos, agudos y elocuentes, siempre los tuvo España y siempre los tendrá. Por esta parte no es D. Lorenzo más que uno de tantos: es una de muchas águilas; mas por su peregrino ingenio es singular y único Fénix. Un inventor célebre basta por sí solo para ennoblecer una nación entera. Pero D. Lorenzo es tal inventor, que ennoblece y juntamente enriquece a la nuestra. Y para cúmulo de su gloria hace uno y otro con tan generoso desinterés, que no sólo no pide a la Corona o a la Patria premio alguno por el gran servicio que le hace, mas positivamente renuncia el derecho que tiene para pretenderle. Mas esto mismo le hace más merecedor de él. Con mucho menor motivo han conseguido otros de sus patrias estatuas de bronce y mármol, y, de mi dictamen, de plata debía erigírsela España a D. Lorenzo, porque sirva en la posteridad para su gloria la misma materia que dio asunto a su mérito.

Nuestro Señor guarde a V. md., etc.»




ArribaAbajoEl Judío Errante

«Muy señor mío: La especie del Judío Errante, que vuestra merced me pregunta si se encuentra en algún autor clásico y qué fe merece, no en un autor sólo se halla, sino en varios, y clásicos algunos de ellos, aunque con alguna variedad en una u otra circunstancia.

El primero que, según yo entiendo, la dio al público en historia formada fue el célebre historiador benedictino Anglicano Mateo de París, al año 1229. Según éste, vino por aquel tiempo (vivía en él el mismo historiador, que lo refiere) un obispo armenio a Inglaterra, recomendado por el papa para que le mostrasen las reliquias de santos que había en aquel reino y le diesen las demás noticias que él solicitase pertenecientes al culto divino que se practicaba en él. Sobre la especie, ya entonces algo vulgarizada, del Judío Errante, y que éste andaba por las regiones orientales, pareciendo a varios curiosos que este prelado, por tener su patria, habitación y diócesis en una de ellas, no podía menos de estar algo instruido en el asunto, le hicieron sobre él diferentes preguntas, y no sólo a él, más también a sus domésticos; esto es: si había realmente tal Judío Errante, si vivía aún, por dónde andaba, qué hombre era y qué decía de sus sucesos. Respondió el prelado que dicho judío realmente existía y andaba entonces por la Armenia. Pero de sus sucesos, quien dio más específica noticia fue un doméstico del prelado, acaso porque podía explicarse mejor con los ingleses o en el idioma del país, o en el latino.

Este refería que el Judío Errante antes de su conversión, se llamaba Catafilo y había sido portero de la casa de Pilatos, con cuya ocasión, cuando sacaron a Cristo, Señor nuestro, del pretorio para crucificarlo, para que saliese más prontamente, le dio una puñada en las espaldas, a lo cual el Redentor, volviendo el rostro, le dijo: «El Hijo del Hombre se va, pero tú esperarás a que vuelva.» El portero se convirtió luego, y fue bautizado por Ananías, que le puso el nombre de José. El sentido de la profecía de Cristo era que este judío no había de morir hasta que él viniese a juzgar vivos y muertos; la que, en efecto, en este sentido se estaba verificando, pues llevaba ya más de mil y doscientos años de vida, aunque padeciendo a cada cien años unos amagos de muerte; porque a este plazo una gravísima enfermedad le dilataba hasta representarle moribundo, pero luego sanaba y se rejuvenecía, restituyéndose al vigor y apariencia de treinta años de edad, que era la que tenía cuando Cristo murió.

Añadía el familiar del obispo, que este judío José era muy conocido de su amo y había sido convidado por él y huésped suyo, pero antes de emprender su peregrinación.

El historiador citado dice que este hombre respondía puntualmente y con severo y grave modo a las preguntas que le hacían en orden a cosas antiguas, como de los difuntos que resucitaron cuando Cristo murió y de las historias de los Apóstoles; que mostraba siempre un gran temor de que estuviese cerca el juicio final, por ser éste el plazo de su vida, y se horrorizaba cuando hacía memoria del sacrílego desacato que había cometido con el Redentor, aunque esperaba ser perdonado por la mucha parte que en él había tenido su ignorancia.

Jacobo Basnage, autor protestante, en su Historia de los Judíos, cuenta tres judíos errantes. El primero, más antiguo, llamado Samer, en pena de haber fundido el becerro en tiempo de Moisés; otro, el Catafilo de arriba, gentil y portero de Pilatos; el tercer judío, llamado Asuero, y zapatero en Jerusalén. De éste dice que el año 1547 apareció en Hamburgo, y que publicaba de sí, aunque variando nombre y tal cual circunstancia, lo mismo que los armenios, del que decían haber conocido en su tierra. Este refería que antes de su conversión se llamaba Asuero y ejercía el oficio de zapatero a la puerta de Jerusalén, por donde Cristo salió para el Calvario; en cuya ocasión, queriendo el Salvador, por sentirse muy fatigado, reposar un momento en su oficina, él, dándole un golpe, le repelió, y entonces Cristo le dijo: «Yo luego descansaré, pero tú andarás sin cesar hasta que yo vuelva»; que desde aquel punto empezó el cumplimiento del vaticinio, y se fue, continuando siempre, porque siempre andaba peregrinando, sin parar en provincia alguna. Era de estatura prócera, representaba la edad de cincuenta años, y prorrumpía en frecuentes gemidos que los circunstantes atribulan a la tristeza que le causaba la memoria de su delito.

Nuestro gran expositor Agustín Calmet, en su Diccionario bíblico, testifica tener en su poder una carta escrita de Londres por la señora Mazarino (supongo que habla de la duquesa Hortensia Mancini, sobrina del cardenal Mazarino, tan famosa por sus aventuras y trabajos como por su hermosura) a la duquesa Bulloni, en la cual se refiere que por aquel tiempo arribó un extranjero a Londres con la misma cantilena. Decía que había servido en el diván de Jerusalén cuando Cristo fue sentenciado a muerte, y pareciéndole que no salía con la priesa que él deseaba, le dio un gran empellón, diciéndole: «Despacha, sal cuanto antes, ¿por qué te detienes?» La respuesta del Señor fue la misma que se dijo arriba. Este aseguraba (dice la señora Hortensia) que había conocido a todos los apóstoles, e individuaba las facciones y vestido de cada uno; que había peregrinado por todas las regiones del orbe, y no dejaría de peregrinar hasta el fin del mundo. Se jactaba de que con el tacto curaba los enfermos.

Sabía muchas lenguas, y refería con tanta exactitud los sucesos de todos los siglos, que todos le oían con admiración. Habiendo un caballero, insignamente erudito, habládole en lengua arábiga, al momento le respondió en el mismo idioma. Apenas se le nombraba personaje alguno famoso en los anteriores siglos, a quien no afirmase haber conocido. Decía que se había hallado en Roma cuando fue incendiada por Nerón; que había tratado con Mahoma y conocido a su padre, visto al Saladino, al Tamerlán, a Bayaceto, a Solimán el Grande, etc. Añádese en la carta que la gente simple le atribuía muchos prodigios, pero los prudentes le tenían por impostor.

El autor del Espión Turco (sea el que fuere, que aún pienso que no está averiguado) en varias cartas hace memoria del Judío Errante. En la Epístola XXXIX del tomo II, escrita a Ibrahin y que corresponde al año de 1643, todo se ocupa en referir que en París vio a dicho judío, conversó con él, y le hizo mil preguntas de cosas antiguas. Díjole que su nombre era Michob-Ader, que había sido portero del diván de Jerusalén, y todo lo demás que Calmet cita de la duquesa Mancina o Mazarina; que había andado muchas tierras, leído mucho, y sabía lenguas. Con todo, el Espión hizo juicio de que era loco o impostor.

El mismo autor, en el tomo V, epístola L, escrita a Nathan-Ben-Saddi, judío, el año de 1666, le cuenta todo lo que el Judío Errante le había dicho en París tocante a los judíos del Asia Septentrional y que cree son reliquias de las diez tribus dispersas.

El mismo, en el tomo VI, epístola VI, el año de 1672, a Guillermo le dice, a lo último, que por todas partes se habla de un Judío Errante, y que en aquel tiempo estaba en Astracán y allí predicaba que el cristianismo sería reformado el año de 1700. Y en la epístola VII, escrita a Codabafrad-Kheik, mahometano, el mismo año de 1672, le da cuenta de todo lo que el Judío Errante predicaba y vaticinaba en Astracán. Dice que había allí un pariente suyo (del Espión), llamado Fonsi, gran viajero, mercader, etc., y que de él había recibido poco antes una carta con las noticias del Judío Errante.

Vaticinaba, dice el Espión, que hacia el año de 1700 de la hégira de los cristianos inundarían los otomanos toda la Europa, o toda la cristiandad de la tierra firme; que los cristianos recurrirían a Inglaterra como asilo y allí se levantaría un gran personaje, que hecho caudillo de los cristianos, conquistaría a Jerusalén; que entonces los judíos abrirían los ojos y reconocerían a Jesucristo por el verdadero Mesías. Pero el Espión lo refiere, no lo cree.

No obstante lo cual, él mismo, en la carta XVII del mismo tomo, escrita el año de 1674 al turco Ali-Basa, a lo último da a entender, que creyó la profecía del Judío Errante, acaso para adular a los mahometanos, pues dice de ellos que inundarían la Europa el año de 1700.

Finalmente el padre Luis Babenstuber, benedictino alemán, en un tomo dividido en tres libros, que imprimió en Ausburg, el año de 1724, con el titulo Prolusiones academicae en que instituye y trata cincuenta y una cuestiones Quodlibeticas curiosas, en la prolusión XVI del tercer libro, propone la cuestión de «si, fuera de Elías y Henoch, hay en el mundo algún hombre de mayor edad o más larga vida que Matusalén». En ella, después de tratar de Ellas y Henoch, entra en la especie del Judío Errante, en que habiendo referido casi lo mismo que Jacobo Basnage, con la diferencia de decir que el que le examinó en Hamburgo, el año de 1547, se llamó Paulo Eizio, teólogo, añade lo siguiente: Visus est autem hic Judaeus ab innumeris mortalibus in multis Europae partibus, nempe anno Christi 1547 Hamburgi, anno 1575 Matriti in Hispania, anno 1599, Viennae in Austria, anno 1610 Lubecae, anno 1634 in Moscovia. Alia plura loca sciens praetereo.

Estas son todas las noticias que pude adquirir del Judío Errante. Por las cuales tiene vuestra merced que este hombre, de dos modos peregrino el año de 1229 pareció en Inglaterra; el año de l557 en Hamburgo; el de 1575 en Madrid; el de l599 en Viena de Austria; el de 1610 en Lubeck; el de 1654 en Moscovia; el de 1643 en París; el de 1672 en Astracán y pocos años después en Londres. Digo pocos años después, sin determinar cuál, porque Calmet no nos dice la data de la carta de la duquesa Hortensia. Pero esta señora, como consta de su Vida escrita por monsieur de Saint Evremont, en el tomo IV de sus Obras, pasó a Inglaterra el año de 1675 y murió en aquel reino el de 1699; conque en este intermedio es preciso poner la segunda aparición del Judío Errante en Inglaterra.

Pero ¿podemos dar alguna fe a estas noticias? juzgo que ninguna, moviéndome al disenso, no tanto la variedad de los escritores en algunas circunstancias, pues esto sucede también a no pocas verdades históricas muy calificadas, cuanto el que la noticia más antigua que se halla en los historiadores, es del año de 1229, data sin duda muy reciente para un hecho tan antiguo. ¿Cómo es creíble que de un suceso de tan extraña magnitud, tan peregrino, tan único en su especie, tan oportuno para apoyar la verdad de la religión cristiana contra los gentiles, no hiciese memoria alguno de los padres de los primeros siglos? Aun prescindiendo de esta gravísima importancia, porque añade un brillante de muy singular hermosura a la gloriosa pasión del Salvador, era digno el caso, no sólo de las plumas de los padres, más aún de los evangelistas.

Mas ¿cuál sería el origen de esta fábula, supuesto que lo sea? Nunca en inquirir el origen de las fábulas me fatigaré mucho, porque ordinariamente es un trabajo inútil, ya porque, aunque le tengan en algún suceso verdadero, que la ficción o mala inteligencia han desfigurado, ese suceso no ha llegado a nuestra noticia, ya porque frecuentísimamente las fábulas no tienen más principio que la inventiva de un embustero a quien se antojó fabricarlas. Y esto es comunísimo cuando el embustero tiene algún interés en ser creído, lo que, sin duda, sucede en nuestro caso. Un hombre muy hábil y sagaz, bien instruido en noticias históricas y en ocho o nueve lenguas, ¿qué vida más gustosa podría elegir que la de tunante, fingiendo ser el judío de que hablamos? Podría discurrir por todos los reinos de la cristiandad, con acceso libre aun a los solios de los príncipes, no sólo socorrido en lo necesario, más aún para lo superfluo, por personas de todas condiciones, estimuladas para ello de la curiosidad y de la piedad. ¿Qué más motivo, pues, es menester que éste, para que fingiese esta patraña el primero que la practicó y para que después le imitasen otros bribones que quisieron hacer el mismo papel?

Pero si V. md. quiere algo más que este común principio de infinitas fábulas, digo algún principio particular de la del Judío Errante, le diré que ésta pudo tener su origen remoto en un hecho verdadero, y el próximo en otra fábula que desfiguró aquel hecho verdadero. El hecho verdadero, como conforme a la Escritura, a la tradición, y apoyado por los santos Padres, es la conservación del Profeta Elías sobre la tierra hasta el fin del mundo. Sobre este verdadero fundamento fabricaron los mahometanos una fábula, que refiere Bartolomé Herbelot en su Biblioteca Oriental, página 932, verbo Zerib, citando al autor del Nighiaristam.

En el sexto año de la hégira, después que los árabes tomaron la ciudad de Holvan o Hulvan, en la Siria, trescientos caballeros que volvían de aquella empresa, al acabarse el día, vinieron a campar entre dos montañas de aquella región. Su caudillo, llamado Fadhilah, intimó a la tropa hiciese, según el ritual mahometano, la oración vespertina, que empieza: Dios es grande, pronunciando en alta voz estas palabras. Pero no bien lo hizo, cuando las oyó repetir de un sitio donde no pareció persona alguna. Pensó al principio que fuese el eco. Mas prosiguiendo la repetición clara y distinta de todas las palabras al punto que iba prosiguiendo su oración, vino a caer en que algún personaje invisible era el repetidor. Por lo cual, dirigiéndose a él, le dijo: «Tú, que me respondes, si eres del orden de los ángeles, el Señor sea contigo; y si eres del género de los otros espíritus, te conjuro para que te vayas; mas si eres hombre como yo, hazte presente a mis ojos para que yo goce de tu vista y conversación». Al acabar de decirlo, pareció ante él un viejo calvo, con un báculo en la mano, que tenía todo el aire de un dervís o religioso mahometano; el cual, preguntado de su nombre y estado por Fadhilah, le respondió que se llamaba Zerib-Bar-Elia, y que habitaba aquel sitio por orden de Jesucristo, que le había dejado en este mundo para vivir en él hasta su segunda venida. Preguntóle Fadhilah cuándo sería la segunda venida. A lo que respondió Zerib que cuando varones y hembras se mezclasen sin distinción de sexo; cuando la abundancia de víveres no aminorase su precio; cuando los pobres no hallasen quién los socorriese, por estar totalmente extinguida la caridad; cuando se hiciese irrisión de la Sagrada Escritura, poniendo sus misterios en ridículas coplillas; cuando los templos dedicados al verdadero Dios fuesen ocupados por los ídolos, entonces estaría próximo el juicio final; y, dicho esto, desapareció.

Este cuento envuelve un manifiesto trastorno de lo que el sagrado texto dice del rapto de Elías, y de lo que, consiguientemente a él y a otros lugares de la Escritura, sienten, uniformes, cristianos y judíos, de la conservación de aquel profeta en la tierra hasta el fin del mundo. Elías tuvo aquel destino cerca de 900 años antes de la venida de Cristo y el cuento mahometano atribuye a Cristo esta disposición. ¡Horrendo anacronismo! Pero nada extraño en la crasa ignorancia de los mahometanos, los cuales, con su mismo falso profeta, en la inteligencia de la Escritura confunden tiempos y personas con la mayor extravagancia imaginable. En la sura o capítulo III del Alcorán identifica Mahoma en una misma persona a María, hermana de Moisés y Aarón, con María, madre de Jesús, Señora nuestra, siendo aquélla mucho más anterior a ésta, que Elías a Cristo. Y en la sura XVII, según la explica su famoso comentador Galaledín, la invasión de Goliat y su ejército contra los israelitas, fue castigo de haber muerto éstos a Zacarías, padre del Bautista, y la de Nabucodonosor, de haber muerto al mismo Bautista.

A vista de estos y otros trastornos monstruosos de la Escritura, tanto del viejo como del nuevo Testamento, muy frecuentes en el Alcorán y en sus comentadores, me ha ocurrido como verisímil, que algunos mahometanos, confundiendo un Juan con otro, el Bautista con el Evangelista, aplicasen a una misma persona dos dichos de Cristo, uno respectivo al Bautista, otro al Evangelista. Dijo Cristo al bautista (Matth., capítulo XI): Ipse est Elias, qui venturus est, y del evangelista (Joan, capítulo XXI): Sic eum volo manere, donec veniam. Lo que entendieron los demás discípulos como un decreto de Cristo para la conservación de su vida hasta el juicio final. De esta confusión de diferentes personas en una misma, pudo originarse en los ciegos mahometanos la ficción o creencia de que Elías, por disposición de Cristo, está detenido vivo en la tierra hasta el juicio final.

La persuasión, pues de ser Elías de quien pronunció Cristo: Sic eum volo manere, donec veniam, abrió puerta (si queremos creerlo así) al cuento mahometano del Nighiaristan. Y este cuento, divulgado, excitó a algún picarón (mahometano acaso) la especie de atribuirse a sí mismo la disposición de Cristo para vivir hasta el fin del mundo, armado para esto con la narración que arriba se dijo del Judío Errante.

Pero vuestra merced aténgase en todo caso a lo dicho arriba; que no es menester buscar en historias desfiguradas el origen de infinitas fábulas. La imaginación del hombre tiene una tan prodigiosa actividad para tales producciones, que es capaz de criar el todo de la mentira, el nada de la verdad.

Nuestro Señor guarde a vuestra merced, etc.»




ArribaAbajoSi hay otros mundos

«Muy señor mío: Si vuestra merced viviese en una aldea o pequeño pueblo, no extrañarían muchos recurriese a mi corto saber para enterarse de lo que realmente pasó en la consulta del arzobispo San Bonifacio al Papa Zacarías, y respuesta de éste sobre el error atribuido al presbítero Virgilio; porque, al fin, aunque mi saber sea corto, muchos le dan la amplitud que no tiene. Pero habitando en la corte, donde no puede menos de haber varios sujetos muy versados en la historia eclesiástica, a la cual pertenece el caso propuesto, irregular diligencia parece la de enviar la consulta desde Madrid a Oviedo. No ignoro lo que vuestra merced puede responderme, y acaso responderá, y es, que le cuesta menos trabajo escribir una carta dentro de su gabinete y enviarla por un criado a la estafeta, que ir personalmente a tal o cual comunidad o casa, a buscar a tal o tal sujeto, a riesgo de no hallarle y repetir la diligencia; siendo, por otra parte, cierto que el largo viaje que debe hacer la carta desde esa villa a esta ciudad, en ningún modo incomoda o fatiga al que la escribió. Pero, ¿quién quita a vuestra merced solicitar también por un papel, que lleve un criado, de cualquier docto de la corte la satisfacción a su duda? Sirva esta advertencia, por si en adelante ocurriere a vuestra merced consultarme en otro asunto, pues por lo que mira al presente, el yerro, si lo fue, ya está cometido.

Entrando, pues, en materia, digo que el hecho de que se trata hizo más ruido entre los controversistas que debiera, porque los herejes se asieron ridículamente de él para impugnar la infalibilidad de los Sumos Pontífices en sus definiciones. El caso pasó de este modo: Habiendo llegado a noticia de San Bonifacio, estando este santo ocupado en el ministerio apostólico de la conversión de los infieles de Alemania, que el sacerdote Virgilio, el cual, al mismo tiempo ejercía el mismo ministerio en distinto país de la misma región, había publicado cierta doctrina en orden a los hombres habitadores de un mundo distinto del que nosotros habitamos, la cual pareció errónea a San Bonifacio, delató éste la doctrina y el autor al Papa Zacarías, quien, respondiendo al santo, condenó la doctrina como inicua y perversa, añadiéndole que si se certificase de que Virgilio enseñaba aquel error, le expeliese de la Iglesia, privado del honor del sacerdocio.

Sobre este hecho, más ha de dos siglos, empezaron a levantar el grito los herejes, y aún hoy le levantan, clamando que el Papa condenó, como error opuesto a la fe, el decir que hay antípodas, esto es, habitadores de otro continente opuesto al nuestro. Responden bien nuestros doctores, que no se trataba de antípodas en aquella cuestión. La carta en que Bonifacio delataba la doctrina de Virgilio, no sé que hoy subsista, ni impresa ni manuscrita. Pero la respuesta del Papa da bastante luz para reconocer que no hablaba de antípodas Virgilio, sino de hombres habitadores de otro globo total, distinto del que nosotros habitamos, y que, por consiguiente, no tenían el mismo origen que nosotros. Éstas son sus palabras, hablando de Virgilio: De perversa autem, et iniqua doctrina ejus, qui contra Deum et animam suam locutus est, si clarificatum fuerit, ita eum confiteri, quod ALIUS MUNDUS et alii homines sub terra sint, seu sol, et luna, hunc, habito consilio, ab Eclesia pelle, sacerdotii honore privatum. Es claro que las voces otro mundo y otros hombres no se pueden explicar sin violencia de otro continente de nuestro mismo globo, ni de hombres descendientes del mismo padre común que nosotros. Es verdad que vulgarmente se llama a veces el nuevo mundo la América; pero es expresión impropísima, la cual, por consiguiente, es increíble tenga esa significación en la epístola doctrinal de un Papa y en el directo asunto de ella.

Pero lo que acaba de quitar toda duda, es la adición seu sol et luna, cuyas voces, cayendo también, como no deja dudas el contexto, debajo del adjetivo ahí, manifiestan que el Papa entendió la doctrina de Virgilio de hombres habitadores de otro globo, donde eran alumbrados de otro sol y otra luna. Esto es lo que responden, y bien, nuestros controversistas, a esta objeción herética. Pero yo, para que se vea más la flaqueza de ello, quiero admitirles que el Papa haya entendido que Virgilio hablase precisamente de nuestros antípodas, y que haya reprobado como doctrina inicua y perversa el afirmar que los hay. ¿Se sigue de ahí algo contra lo que afirman los doctores católicos de la infalibilidad del Papa? Nada. Los mismos herejes saben que en esta materia vale entre nosotros por muchas la autoridad de Cano. Este ilustrísimo autor, dando solución a un argumento, que contra la infalibilidad de las definiciones pontificias se forma, de que Nicolao I, respondiendo a una consulta de los búlgaros, afirmó que el bautismo conferido precisamente in nomine Christi es válido, sobre lo cual definieron lo contrario otros papas, dice que los sumos pontífices suelen responder a las cuestiones propuestas por éste o aquél obispo, según su particular opinión, sin pretender que esto se admita como sentencia definitiva que obligue a los fieles a la creencia. Respondent enim saepe Pontifices ad privatas hujus aut illius Episcopi quaestiones, suam opinionem de rebus propositis explicando, non sententiam ferendo qua fideles obligatos esse velint ad credendum.

Este es puntualmente el caso en que estamos. Conque, aunque el papa Zacarías errase, reprobando en la respuesta al arzobispo de Maguncia la sentencia que afirmaba la existencia de los antípodas, nada obsta esto a la infalibilidad pontificia que reconocemos los católicos; siendo fácil decir que no habló ex cathedra, sino profiriendo su juicio como doctor particular y siguiendo la opinión dominante en su siglo, como también en los anteriores y en algunos de los posteriores, pues hasta que en el decimoquinto se descubrió la América, apenas, especialmente entre los cristianos, había quien asintiese a la existencia de habitadores de otro continente; porque considerando imposible la trasmigración del nuestro a aquél, juzgaban que de admitir antípodas se seguía la existencia de individuos de nuestra misma especie no descendientes de Adán, lo que es contrario a la Escritura. Todos saben que San Agustín, no por otra razón, negó que hubiese antípodas.

Esta secuela sería legítima, admitidos hombres habitadores de otro globo; pues siendo imposible el pasaje a él desde el nuestro, aquellos hombres no podían descender de Adán. Así el papa Zacarías, entendiendo en este sentido la doctrina de Virgilio, justísimamente la reprobó; pero cuál haya sido la mente de Virgilio ciertamente no nos consta. No nos ha quedado monumento alguno de este negocio, más que la respuesta del Papa a San Bonifacio. No hay tampoco en la historia eclesiástica noticia alguna del éxito de la cuestión, ni de diligencia que se hiriese para terminarla. Por la respuesta del Papa, sólo puede constar lo que le escribió San Bonifacio, mas no lo que sentía Virgilio. Vivían estos dos venerables varones, aunque dentro de una misma región, distantes cien leguas uno de otro. ¡Cuán natural es que a aquél llegasen muy alteradas las noticias de lo que éste sentía! Lo que sabemos con toda certeza es que Virgilio fue un gran siervo del Señor y un grande obrero evangélico, que convirtió a la fe de Jesucristo toda la Corintia y muchísimas almas en otras provincias; que fue, después de la delación de San Bonifacio, electo obispo de Salzburgo; y, finalmente, que está en el Catálogo de los santos canonizados por la Iglesia.

Acaso la doctrina de Virgilio, ni fue la que le atribuyen los herejes, ni la que suena en la respuesta del papa Zacarías, sino otra que se ha hecho algún lugar entre los modernos; esto es, ni habló de los antípodas, ni de los individuos de nuestra especie habitadores de otro globo, sino de individuos de otra u otras especies, bien que intelectuales, constituídos en otro u otros mundos.

Este pensamiento, como acabo de insinuar, ha enojado a algunos modernos. Consideraron éstos, y con no leve fundamento, habitables los cuerpos planetarios. Sobre que puede vuestra merced ver lo que he escrito en el tomo VIII, discurso VII, desde el número 38 al 41 inclusive; de contemplarlos habituales pasaron a concebirlos habitados. Su motivo es meramente conjetural. Inútilmente, dicen, los haría Dios habitables para no hacerlos habitados. Esto sería poner en ellos una potencia ociosa, que nunca se reduciría a acto. Esfuerzan esta reflexión con otra. Ciertamente, añaden, si un príncipe u hombre muy poderoso edificase algunos palacios, más o menos magníficos y grandes unos que otros, nadie creería que sólo destinaba a ser habitado uno de los menores, dejando todos los demás sin otro empleo que recrear la vista de los que los mirasen de lejos. Este, dicen es el caso en que estamos. La tierra es una fábrica de mucho menor grandeza que cualquiera de los cuatro planetas superiores. Aun sacando al sol de la cuenta con la admisión precisa de que, a causa de su intensísimo ardor, no permita en su esfera algún viviente, quedan tres globos mucho mayores y más magníficos que el nuestro, capaces de ser habitados. No es creíble que Dios sólo haya querido dar habitadores a este pequeño palacio, dejando aquéllos para que sólo sirvan de objeto para nuestra vista.

Por otra parte, viendo que no podían señalar individuos de la especie humana por habitadores de los astros, porque es decisivo lo que se lee en los Actos de los Apóstoles, que dijo San Pablo predicando a los atenienses: Fecitque ex uno omne genus hominum inhabitare super universam faciem terrae, discurrieron en individuos de otra u otras especies intelectuales, y juntamente corpóreas, incógnitas, a la verdad, pero con suma verosimilitud consideradas posibles; porque aunque nosotros no conozcamos otras criaturas compuestas de cuerpo y espíritu que las de la especie humana, no se puede sin temeridad pensar que en los senos de la posibilidad no las haya, o lo que es lo mismo, que Dios no pueda producirlas. Si no viésemos en el mundo más que una especie de brutos, creerían muchos que ni entre los posibles había otra. Y no veo más repugnancia en que haya muchas especies de animales intelectuales, que en que haya muchas de animales brutos. Hagamos otro paralelo. Si no nos constase, ni por revelación ni por tradición, más que la existencia de una especie angélica, creerían muchos que ni entre los posibles había más que una especie de espíritus puros; y sólo sabemos que hay muchos posibles, porque sabemos que hay muchos existentes. Preguntaré yo: ¿qué más repugnancia se encuentra en que haya muchas especies de espíritus no puros o espíritus informativos de cuerpos orgánicos, que en que haya muchos espíritus puros? Clemente Alejandrino, Orígenes, Tertuliano y otros padres, que concibieron los ángeles corpóreos, erraron, sin duda, en ello; pero no erraron en considerar posibles espíritus de muchas especies distintas de la humana y ni formativas de cuerpos; y así, nadie los impugna por este medio.

Supuesta la imposibilidad de estos espíritus, o de animales de especie o especies distintas de la humana, no sólo la Escritura, que nos enseña que todos los individuos de nuestra especie descienden de Adán, mas también la filosofía, dicta que los pobladores de estos mundos no pueden ser de nuestra especie, sino de otras diversas. La razón es porque, como advertí en el discurso de la Corruptibilidad de los cielos, hay señas claras de que todos los cuerpos planetarios son de distinta constitución y temperie que el globo terráqueo; por consiguiente, en ninguno de ellos podría vivir cuerpo animado alguno de la misma especie que los que sustenta nuestro globo. Pongo por ejemplo: la luna no tiene atmósfera sensible; de aquí se infiere con evidencia, que cualquier animal que de nuestro globo se trasladase a ella, perecería al momento, como todos perecen en la máquina neumática por faltarles allí esta atmósfera gruesa donde respiramos.

Es, pues, forzoso que los habitantes de los cuerpos planetarios tengan unos cuerpos de diversísima temperie y organización que los nuestros, a cuya diversidad específica de organización y temperie corresponden también, según buena filosofía, almas informantes de diversa especie. Diversa organización especifica pide diversa forma informante, por cuya razón la organización especifica de un bruto, no sólo es capaz de ser informado del alma racional, mas ni aun del alma sensitiva de otro bruto de distinta especie.

De este sistema es dependencia consiguiente que los habitadores de los planetas sean, no sólo de diversa especie que la humana, más también de diversidad específica, recíprocamente entre sí mismos, los que habitan diversos globos, pues los mismos globos son, en constitución y temperie, no sólo diversos de nuestro globo, mas también recíprocamente entre sí mismos. Y a esta proporción se debe discurrir, que cuanto los cuerpos planetarios sean más o menos diversos de nuestra tierra, sean también los habitadores de cada uno más o menos diversos de nosotros. Pongo por ejemplo: el planeta Marte es, como he dicho en el citado discurso, el que más simboliza con nuestro globo. De ahí es razón conjeturar que sus habitadores sean menos diversos de nosotros que los que moran en los demás planetas. Por la misma razón, tomada inversamente, es preciso que los habitadores del sol, si hay en el sol habitadores, sean sumamente diversos de nosotros, porque el intensísimo ardor del sol sólo puede permitir vivientes de una temperie y organización diversísima de la de todos los vivientes sublunares.

Los antiguos, que daban habitación a los astros, no sólo los ponían poblados de vivientes intelectuales, mas también de brutos y aun de plantas. No sé si dan esta extensión al sistema los modernos, porque ninguno he visto de los que tratan de intento esta materia, y ello, mirado por sí, es cosa de pura adivinación. Pero lo que se puede asegurar como cierto es, que si en los astros hubiese brutos y plantas, serían de otra clase diversísima de los brutos y plantas que hay por acá, por la razón que he dicho, de la diversísima constitución, naturaleza y temperie de aquellos globos.

Esto es, expuesto a mi modo, lo que he concebido de este sistema. Si vuestra merced me pregunta qué siento de él, digo que en cuanto a la posibilidad, no hallo el menor tropiezo; que en orden a la existencia, le juzgo un sueño bien concertado, y nada más. El fundamento en que estriba, sobre ser meramente conjetural, tiene la nulidad de ser una intrusión temeraria en los designios de la divina Providencia, como si sus soberanas ideas se hubiesen de ajustar a nuestras imaginaciones. ¡Qué discurso tan inepto de que los globos celestes estén desiertos, inferir que Dios sólo los hizo para objeto delicioso de nuestra vista! ¿De dónde consta que no tengan otro empleo? ¿De que no sabemos cuál es? Bella prueba. De dos, que son el sol y la luna, se sabe el uso importante que ejerce respecto de nosotros; el sol, la iluminación y el influjo; la luna ciertamente ilumínica, y probablemente influye. De los demás astros es tensísima la iluminación y muy dudoso el influjo. Pero aun cuando, respecto de nosotros no ejerzan algún oficio muy útil, ¿no podrán tener otros muy importantes a la constitución del universo? Sería sumamente necio el que entrando en la oficina de un arte que enteramente ignora, y viendo en ella varios instrumentos, cuyo uso conoce, sin otro motivo los condenase por inútiles. El símil no necesita de aplicación.

Tiene vuestra merced en esta respuesta mía más de lo que pedía la pregunta. En materia de erudición soy liberal de lo poco que tengo, y siendo pobre, me porto como rico.

Nuestro Señor guarde a vuestra merced. Oviedo, etcétera.»




ArribaAbajoCausa de Savonarola

«Muy señor mío: Ya, con la que acabo de recibir, son tres las cartas en que vuestra merced me estimula a rebatir al religioso, valenciano, nuevo apologista de Savonarola; y yo puedo responder a ésta, lo mismo que a las dos antecedentes, que ni he visto esa apología, ni la veré, porque no pienso gastar dinero en su compra y tiempo en su lectura. Díceme vuestra merced, acaso para excitar mi sentimiento, y provocarme por este medio al combate, que ese religioso, en el modo de impugnarme, dista mucho de la moderación y urbanidad que yo observo en semejantes escritos. Pero eso está muy lejos de moverme. Si él es destemplado y yo contenido, tanto peor para él, y tanto mejor para mí, Ya por las noticias que dan nuestros diaristas matritenses de algunas pendencias literarias que ha tenido, comprendo que es de genio algo requemadillo; pero esto, no tanto debe excitar la ira, como la compasión de los mismos con quienes lidia. Algo hará padecer a éstos, pero él padecerá mucho más que ellos. Un natural adusto es un tormento de por vida del sujeto.

Aunque he dicho que puedo responder a la última de vuestra merced lo mismo que a las dos antecedentes en orden a no haber visto esa apología de Savonarola, puedo, no obstante, decir también que ya en algún modo la he visto de poco tiempo a esta parte; esto es, no en ella misma, sino en la recopilación que hizo de ella el reverendísimo y doctísimo padre maestro fray Miguel de San José, y en el segundo tomo de su Bibliografía crítica (verbo Hieronymus Savonarola). Habiendo el reverendísimo padre San José manifestado en varias partes de su obra, que es muy amigo del autor de la apología, se debe creer que en la recopilación, no sólo no omitió alguno de los fundamentos que podían hacer alguna fuerza a favor de la opinión de su amigo, mas también los representó con toda la energía que les pudo dar. Sin embargo, al fin deja la cuestión indecisa, sin atreverse a resolver, ni por la inocencia, ni por la culpa de Savonarola; lo que verisímilmente puedo interpretar a mi favor, porque teniendo la parte contraria ganada la gracia del juez, sólo la superioridad de mi razón pudo retraerle de pronunciar la sentencia. Y realmente esta indiferencia se debe reputar una mera cortesanía que observa con el apologista, pues antes se había explicado contra Savonarola, diciendo que de derecho se debe presumir la equidad de los jueces que le condenaron, aunque no proponerse como irrefragable o infalible: Quorum aequitas jure praesumi debet, sed non proponi, aut praedicari velut irrefragabilis, aut infallibilis. Desde luego me contento con esta decisión, pues yo nunca he pretendido que fuese infalible la justicia de aquella sentencia. Fueron hombres los que testificaron la culpa, fueron hombres los que decretaron la pena; por consiguiente, no incapaces ni unos ni otros de error o dolo. En toda sentencia contra cualquiera delincuente hay esta absoluta falibilidad. Pero esto no obsta a que todas las que se pronuncian, observando las solemnidades esenciales del derecho, sean acreedoras a un positivo, prudente y racional asenso, si contra la justicia de ella no hay por otra parte argumentos concluyentes.

Pero, ¿qué argumentos hay contra la justicia de la sentencia de Savonarola? Bien lejos de ser concluyentes, los más miserables del mundo. Cita, lo primero, el nuevo apologista muchos escritores, que defienden o elogian a Savonarola. Esto, respecto de otro reo, podría significar algo. Respecto de Savonarola, nada. Tenía este religioso a su favor dos poderosísimos partidos, el de una gran religión y de un gran reino, aquél por la profesión, éste por coligación política. Tenía muchos y poderosos amigos dentro de la misma Italia; y en fin, todos los enemigos del papa Alejandro VI, que eran innumerables, estaban interesados en la justificación de Savonarola. ¿Cómo a un hombre de tales circunstancias podían faltar defensores, por delincuente que fuese? Es verdad que el apologista cita algunos autores desapasionados a favor de Savonarola, pero éstos son bien pocos, y es verosímil, que aun para juntar esos pocos, por encargo suyo, los que tienen el mismo interés que él, registrasen en varios lugares y provincias muchas bibliotecas. Yo cité contra Savonarola los autores que hallé a mano, y ésos son bastantes. Si escribiese a varias partes, como pude, solicitando noticias de otros autores al mismo fin, creo podría estampar un larguísimo catálogo. Añádese que los más de los escritores, que defienden a Savonarola, siguieron la apología de Juan Francisco Mirandulano, condenada después por la inquisición de España.

Lo segundo, procura el apologista sostener la legitimidad de la carta de san Francisco de Paula, que se alega a favor de Savonarola, contra las pruebas de suposición que propuse en el prólogo apologético del tercer tomo del Teatro, alegando el testimonio de Vicente María Perrimecio, exaltado de la religión de los mínimos al arzobispado Bostrense; el cual certifica, que el original de aquella carta tiene el sello de la orden, de que se infiere que no es supuesta. Pero un hecho, que al mismo tiempo confiesa, no pudiendo negarle este autor, arruina enteramente la pretensión del apologista. Es el caso, que la colección de cartas de san Francisco de Paula, o atribuidas al Santo, y publicadas por el padre Francisco de Longobardis, el año de 1655, en que está incluida la que se cita en favor de Savonarola, fue condenada por la santa congregación del Índice, el año 1659.

Para librarse de este mal paso el autor, dice, que aquella colección de cartas fue condenada por el motivo de tener muchas cosas apócrifas, falsas y fingidas; pero que de esta misma expresión se infiere que no todas las que hay en ellas son tales, a que añade que en muchas de aquellas cartas, esto es, en las originales, se reconoce el sello de la orden.

Pero bien. ¿De qué sirve esta distinción entre las cartas que tienen el sello de la orden y las que no le tienen, si el sello no sirvió para que la sagrada congregación del Índice no envolviese en la condenación unas con otras? O el sello es una especie de salvaguardia o recomendación, que exime las cartas que le tienen de la nota de contener cosas apócrifas y falsas, o no. Si lo primero, la sagrada congregación debió discernir entre unas y otras, dejando a salvo las del sello, y no confundirlas en la condenación con las demás. Si lo segundo, carecen de toda autoridad para determinar por ellas la cuestión en que estamos y otra cualquiera. Cada carta es una pieza distinta, que debe examinarse por sí misma, si merece nota o no; por consiguiente, siendo en aquella colección muchas cartas instruidas del sello de la orden, o éste las hace más respetables que las otras, o no. Si lo primero, no pudo la congregación menos de hacerlas examinar con particular cuidado, y si habiéndolo hecho, con todo las envolvió en la condenación con las demás, dignas de ella la reconoció sin duda; si lo segundo, el que tengan el sello, ninguna autoridad particular les da para hacer argumento con ellas.

Que el que la sagrada congregación haya declarado que en aquella colección de cartas hay muchas cosas apócrifas y falsas, no infiere que todo el contenido de ellas lo sea, es muy cierto, pero juntamente muy inútil para la cuestión; porque aunque aquella condenación no falsifique las cartas en todo por lo menos, las desautoriza para todo. Cuando aquel santo tribunal, y otro cualquiera que tiene semejante autoridad, condena en un libro tal o tal posesión determinada, queda el libro indemne en todo lo demás, y en aquel grado de aceptación que los eruditos dan al ingenio y doctrina del autor, y en este grado puede citarse o alegarse el libro en todo aquello que no está condenado: pero cuando el libro se condena por entero, con el motivo de que contiene muchas cosas apócrifas y falsas, así como queda vedada enteramente su lectura, queda también postrada enteramente su autoridad. Es ciertísimo que no todo lo que escribieron Lutero y Calvino, y aun el mismo Mahoma, es falso. ¿Sería por esto tolerable que una nueva cuestión teológica, que empezase a agitarse entre nosotros, se alegase como de alguna importancia un pasaje de Mahoma, Lutero o Calvino?

Yo extraño mucho (y al mismo paso lo siento), que por el empeño de defender a Savonarola, se arriesgue, o el crédito del santísimo patriarca San Francisco de Paula, o el de la sagrada congregación del Índice. Una de las dos cosas es precisa; porque si el sello de aquellas cartas asegura que fueron obra del Santo, o éste en ellas escribió varias cosas apócrifas y falsas, o la sagrada congregación les impuso esta nota injustamente. ¿No sería más racional, y juntamente más cómodo, discurrir que aquellas cartas fueron supuestas al Santo, y el sello contrahecho por alguno de tantos impostores, como tiene y tuvo siempre el mundo, pues con esto quedaría puesto en salvo el crédito del Santo y el acierto de la sagrada congregación? ¿Quién no lo ve? ¿No debe ser harto más precioso para cualquiera que tenga la piedad cristiana en el punto debido, el honor de aquel ilustre santo y de este venerabilísimo congreso, que el de un religioso particular, cual fue Savonarola? ¿Qué dictan, pues, la piedad, la razón, la religión, sin que procuremos salvar aquellos, y dejemos el crédito de Savonarola a su buena o mala suerte?

Ni se me diga que la suposición de carta y sello es una quimera, o por lo menos un accidente totalmente inverisímil. No lo es; pues lo que sucedió a San Bernardo, pudo suceder muy bien a San Francisco de Paula. ¿A San Bernardo? No hay cosa más cierta. En dos cartas escritas al Papa Eugenio III, que son la 284 y la 298, según el orden de la edición de Mabillon, testifica el mismo santo que un notario contrahizo su sello y usó de él para escribir muchas cartas fingidas y llenas de patrañas, en su nombre, a varios sujetos, entre ellos al mismo Papa Eugenio. ¿Por qué no podría, pues, padecer la misma alevosía San Francisco de Paula?

Finalmente, yo en ningún modo me intereso en la cuestión de si esas cartas son o no del santo. Para mi intento basta que estén condenadas por la santa Congregación. Sean de quien fueren, pues con ese grande borrón sobre sí, ya no sirven, ni pueden alegarse, ni para la defensa de Savonarola, ni para otro algún asunto. Los hijos de aquel santo patriarca verán si deben tolerar que el honor de su fundador se exponga para salvar la fama de un particular de otra orden.

Opóneme, lo tercero, el apologista, como argumento ad hominem, que la confesión que hizo Savonarola en la tortura no le prueba delincuente; pues yo tengo escrito y probado (en el tomo VI del Teatro crítico, discurso I) que la tortura es un medio sumamente falible para la averiguación de los delitos: Pero esta objeción sería del caso, si yo hubiese probado los delitos de Savonarola con la confesión que él hizo en la tortura. No habiendo alegado tal prueba, el argumento es totalmente fuera de propósito.

Finalmente, pretende que los que fueron diputados para examinar la causa de Savonarola eran enemigos suyos. Yo no sé si por estos examinadores entienden los mismos jueces que pronunciaron la sentencia, y parece que así debe ser; porque en todo tribunal examinan el delito los mismos que han de juzgar al reo. Ahora bien, los jueces deputados por el Papa para la causa de Savonarola fueron, el general de su orden y el obispo Romulino. Creo que a favor de éste, la dignidad episcopal basta para fundar un prudente juicio de que por ninguna pasión humana incurriría en la horrenda iniquidad de condenar a muerte a un inocente. Pero, sea lo que fuere de éste, ¿a quién se hará creer que su propio general cometió tan grave maldad? Pudieron, a la verdad, los testigos, por enemistad que tuviesen con Savonarola, deponer contra él falsamente. Pero, ¿no le darían en este caso los jueces lugar a la recusación, y no la admitirían, siendo legítima?

Mas, ¿para qué me canso en satisfacer objeciones vanas? Es evidente que cuanto se ha dicho hasta ahora en favor de Savonarola, cuanto se dice y cuanto se podrá decir en adelante, todo es querer con un puño de polvo obscurecer la luz meridiana en todo un hemisferio. Hablo con toda esta satisfacción, porque a lo menos dos delitos gravísimos de Savonarola fueron de pública notoriedad; y así, ni sus mismos defensores se atreven a negarlos. Uno fue, su inobediencia y desprecio a el precepto y censuras pontificias con que se le había mandado abstenerse de la predicación. Otro, haber solicitado ardientemente, que el rey de Francia, Carlos VIII, entrase con ejército en Italia a subyugar sus provincias, con el pretexto de reformar la corte de Roma y costumbres de los eclesiásticos. De este segundo y enormísimo delito, cuando no constase por otra parte, hace entera fe Felipe de Comines, que vale en esta materia por mil testigos, por su acreditadísima sinceridad, y porque siendo de la íntima confianza del rey Carlos, no pudo padecer error en el asunto. Así, pues, pudo ser que los enemigos de Savonarola falsamente le imputasen otros delitos; pero los dos expresados están puestos fuera de toda duda. El primero, convengo en que no mereció el acerbo castigo que se le aplicó. Del segundo, júzguenlo los legistas. Quedo a la obediencia de vuestra merced, etc.»




ArribaAbajoIngrata habitación la de la Corte

«Muy señor mío: Supone V. S., y supone bien, que me sería fácil dejar este país y fijar mi habitación en la corte, si lo desease. En consecuencia de lo cual, admirándose de que no lo solicite y ejecute, me pregunta por qué quiero vivir en este retiro. A lo que, siendo yo escritor de profesión, pudiera satisfacer con la respuesta de Horacio.

Scriptorum chorus omnis amat nemus et fugit urbes.

Porque al fin, aunque el pueblo que habito no puede decirse desierto, respecto de una corte poco desdice de soledad. Pero más me cuadra la respuesta lacónica de que quiero vivir en este retiro porque quiero vivir.

De un hombre ilustre llamado Similis, que fue prefecto del Pretorio en tiempo del emperador Adriano, refiere Xifilino que, habiendo hecho voluntaria dimisión de aquella magistratura, se retiró a la campaña, donde vivió siete años de persona privada; y viendo al fin de ellos acercársele la muerte hizo este epitafio para que se le pusiese en el sepulcro: Aquí yace Similis, que murió de una edad muy larga, pero sólo vivió siete años. Miraba aquel romano la vida áulica como un estado que más tiene de muerte que de vida, y del mismo modo la miro yo.

En el derecho civil los esclavos son reputados por muertos: Servi pro nullis habentur, dijo el jurisconsulto Ulpiano; y en otra parte, el mismo: servitutem mortalitati fere comparamus. ¿Y que es la vida cortesana sino una mal disfrazada esclavitud? Compónense las cortes de los que gobiernan y de los que pretenden. Y considero que hay una recíproca esclavitud de unos a otros. Los pretendientes son esclavos de los gobernantes, y los gobernantes de los pretendientes. Aquellos, porque ni aun de su propia respiración son dueños, debiendo compasarla según supersticiosamente adivinan, sea más grata al ídolo que veneran; éstos, porque por más que los opriman, sofoquen, angustien las inoportunidades de los pretendientes, se ven por mil motivos precisados a suplirlos, como el más vil esclavo al más imperioso dueño. De suerte que parece que una misma cadena, atando a unos con otros, ata a unos y a otros. Y sea norabuena cadena de oro la que aprisiona a los que mandan; otro tanto será más pesada; lo que sucedió a la infeliz reina Zenobia, que padeció mucho más que los demás esclavos en el triunfo de Aureliano, porque iba ceñida con cadena de oro y los demás sólo de hierro.

Hágome cargo de que, puesto en la corte, no me aprisionaría una ni otra cadena, porque mi demérito me aleja tanto del riesgo de mandar como mi genio del de pretender. Pero temo otra que acaso no sería menos pesada que aquellas. Ésta es la que me echaría a cuestas la importunidad de los preguntadores y con que me atarían, no sólo el cuerpo más también el alma. La tal cual aceptación que han logrado mis escritos ha impreso a muchos un concepto de mi ciencia muy superior a la realidad de ella, pensando que sé mucho más de lo que sé, y aún tal vez más de lo que nadie sabe. Considerándome, pues, como que podría satisfacer todo género de dudas, lloverían sobre mi consultas a todo momento. Conque me vería precisado a estar al poste todo el día ejerciendo un magisterio sumamente laborioso sin sueldo alguno.

De esto hice experiencia el año de 28, que me detuve en Madrid un mes, y todo él estuve, sin intermisión, padeciendo esta impertinencia. Y era cosa de ver las cuestiones extrañas y ridículas que me proponían algunos. Uno, por ejemplo, dedicado a la historia, me preguntaba menudencias de la guerra de Troya, que ni Homero ni otro algún antiguo escribió. Otro, encaprichado de la quiromancia, quería le dijese qué significaban las rayas de sus manos. Otro, que iba por la física, pretendía saber qué especies de cuerpos hay a la distancia de treinta leguas debajo de tierra. Otro, curioso en la historia natural, venía a inquirir en qué tierra se crían los mejores tomates del mundo. Otro, observador de sueños, quería le interpretase lo que había soñado tal o tal noche. Otro, picado de anticuario, se mataba por averiguar qué especies de ratoneras habían usado los antiguos. Otro, que sólo era apasionado por la historia moderna, me ponía en tortura para que le dijese cómo se llamaba la mujer del Mogol, cuántas y de qué naciones eran las mujeres que el persa tenía en su serrallo. Digo, porque vuestra señoría no tome esto tan al pie de la letra que, o estas u otras preguntas tan impertinentes o ridículas como estas venían a proponerme algunos. Si cuando no había dado a luz más que dos libros padecía esta molestia, ¿qué sería ahora, cuando los libros se han multiplicado, siendo natural que por la mayor variedad de materias que en ellos toco me atribuyan mayor extensión de ciencia para resolver todas sus dudas por extravagantes que sean? ¿Y esto sería vivir?

Me ocurre ahora que los filósofos definen la vida actual movimiento ab intrinseco, diciendo que el viviente es el que se mueve ab intrinseco, de tal modo, que ese movimiento no se haga por determinación de otro agente distinto, ita ut motus ille ex alterius determinatione sit; y aunque algunos proponen otras definiciones, casi todas, en cuanto a la sustancia, vienen a coincidir a lo mismo. Si tomamos esta definición en sentido algo lato, hallaremos que habiendo tantos millares de habitadores en las cortes son muy pocos los vivientes que hay en ellas, porque son pocos los que se mueven por la atracción del príncipe, y esos mismos atraen a otros que son pretendientes respecto de ellos, y de este modo va bajando la atracción y el movimiento hasta los ínfimos. De modo que en las cortes se ve una representación del sistema neutoniano del universo, en que con la virtud atractiva los cuerpos mayores ponen en movimiento a los menores, y tanto más, cuanto es mayor el exceso y menor la distancia. Y como en las cortes están tan inmediatos los grandes a los pequeños, es mucho mayor el movimiento que dan aquellos a estos que el que pueden dar a los pequeños que están alejados por las provincias. De aquí viene a verse a cada paso sujetos que, viviendo lejos de la corte, no los mueve o mueve poco la ambición a pretender, y transferidos a la corte, la cercanía de los mayores les agita fortísimamente. ¿Y qué sé yo si a mí me sucedería lo mismo? En todo caso, bonum est nos hic esse; mayormente, cuando, aunque no me moviesen por este camino, no me dejarían reposar por el que insinué arriba, y acaso por otros, siendo inverosímil que no sólo me inquietarían los curiosos como erudito, mas tal vez también los pretendientes como medianero.

Pero aunque todo lo dicho basta por sí mismo para hacerme displicente la habitación de la corte, mucho más me la hace odiosa por una como necesaria resulta que tiene; y es que donde hierven las pasiones hierven ciertas especies de vicios, con quien tengo especial ojeriza. La hipocresía, la trampa, el embuste, la adulación, la alevosía, la perfidia. Aborrezco la hipocresía, no sólo por razón, más aún por instinto, o llámese, si se quiere, antipatía.

Y nadie podrá negarme que donde concurre una multitud de pretendientes concurre una copiosa turba de hipócritas. ¿Qué es un pretendiente, sino un hombre que está pensando siempre en figurarse a los demás hombres distinto de lo que es? ¿Qué es sino un farsante, dispuesto a representar en todo tiempo el personaje que más le convenga? ¿Qué es sino un Proteo, que muda de apariencias según le persuaden las oportunidades? ¿Qué es sino un camaleón que alterna los colores como alternan los aires? ¿Qué es sino un ostentador de virtudes y encubridor de vicios? ¿Qué es sino un hombre que está pensando siempre en engañar a otros hombres? Es verdad que son muchos los que le pagan en la misma moneda; esto es, aquellos mismos que busca como arquitectos de su fortuna. Él miente virtudes y a él le mienten favores. Él va a engañar con adulaciones, y a él le engañan con esperanzas.

Éste es el comercio más válido y casi general en las cortes. Esta es la moneda que en ellas circula sin cesar. Moneda falsa, pero ninguna más corriente. No sólo corre, vuela; propiamente moneda de soplillo, porque toda es aire. Es un tráfico de embeleco, en que con comisiones engañosas se compran benevolencias aparentes. De una y otra parte intervienen promesas vanas. El poderoso hace esperar beneficios y el dependiente agradecimientos.

Pero de quienes se hallan al fin más burlados los pretendientes, no es de los que mandan, sino de ciertos faranduleros que hay en las cortes, a quienes creen que tienen introducción con los que mandan. Estos son unos vilísimos estafadores, hambrientas arpías, sedientas sanguijuelas que a los pobres incautos que de las Provincias acuden allí a sus pretensiones, a poco que se descuiden les chupan hasta la última gota de sangre, y al mismo tiempo que les persuaden, los harán bien recibidos en Palacio, insensiblemente los van llevando al hospital. Y lo más admirable en esto es que haya algunos tan neciamente crédulos que se dejan persuadir a que son capaces de levantarlos a mejor fortuna, los que no aciertan a mejorar la propia; necedad que coincide con la de aquellos que creen que son dueños del secreto de la Piedra filosofal; unos vagabundos que apenas tienen lo necesario para librarse del hambre. Sin embargo, no falta quien espera que le granjee cuatro mil ducados de renta quien no puede adquirir para si cuatrocientos; o que le introduzca en el gabinete quien no se atreve a subir a la antesala.

Mas todo lo dicho es nada en comparación de lo que pasa entre los mismos pretendientes, sobre el empeño de desembarazarse recíprocamente unos de otros. El que ve a su lado un concurrente que puede disputarle la plaza a que él mismo aspira, ¿qué máquinas no mueve para desbaratarle? Todas sus acciones acecha y aún se adelanta a adivinarle los pensamientos. Estudia toda su vida, desde el nacimiento hasta la hora presente. Indaga quiénes fueron sus padres y abuelos, por si en su genealogía puede encontrar nota que le infame. Por medio de algún tercero procura indagar sus secretos para hacerlos públicos, poniéndoles a la margen las más odiosas interpretaciones. Consulta si puede a sus mayores enemigos, tomando de ellos los informes de vita et moribus. No hay escondrijo que no examine, ni noticia que no apunte de cuantas pueden servirle para echar a perder su reputación. ¿Y esto para qué? Para verterlo por sí o por sus emisarios en calles, plazas y paseos.

No dudo yo que hay muchos pretendientes timoratos y honestos que buscan su fortuna por medios permitidos. Doy que la mitad de ellos sean de esta clase. Siempre quedan fuera de ella los bastantes para llenar la corte de chismes e incomodar con ellos casi todas las conversaciones, aun las que se ejercen en los más solitarios retiros, porque los pretendientes todo lo andan.

Todo lo que hasta aquí he expuesto me enfada en la habitación de la Corte. Pero aún no he expuesto todo lo que me enfada. Falta una partida de gran consideración. Yo no sé si lo influye la Corte por ser Corte, o si por vía de contagio se comunica en la Corte. Hay un vicio de los pretendientes que se ha hecho común y como transcendente aún a los cortesanos, que no son pretendientes. Hablo de las expresiones fingidas de amistad o cariño. Si se cree lo que en esta materia se oye en la corte, se juzgará que aquella vecindad se compone de los genios más bellos, más dulces y más sociables del Mundo. Digo lo que vi muchas veces. Encuéntranse dos personas en la calle o en el paseo, sin más conocimiento de uno a otro que el preciso para saludarse. ¿Y se contentan con saludarse? Nada menos. Recíprocamente se esmeran en las más expresivas protestas de una cordialísima amistad o un amor muy fino. Y esto no pocas veces se practica entre personas que no sólo se miran con una perfecta indiferencia, más aún, con positivo desafecto. Vi algunos de estos encuentros en ocasiones que yo acompañaba a este o aquel sujeto de bastante carácter, y en que, después de los más tiernos requiebros de parte a parte, luego que se separaban, el sujeto a quien yo hacía compañía, en confianza me manifestaba, que el otro a quien había requebrado, era uno de los que más le enfadaban en la Corte. No dejaba yo de significarle cuánto extrañaba, y aun cuánto me desplacía un defecto tan grave de sinceridad. Pero a esto se me respondía que ése era el estilo de la corte. Será, según eso, replicaba yo, el estilo de la corte el dolo, la simulación y el embuste. No, me respondía, que aquello se tornaba por mera ceremonia, que nada significaba; y así, ni el otro le creía las expresiones de amor que le había hecho, ni él al otro las suyas. Pues si esos requiebros de nada sirven, respondía yo, ¿por qué no hablan unos hombres a otros como se deben hablar los hombres y no como hablan los jovencitos a las damiselas? -Porque este es el estilo de la corte, se me volvía a responder.

Sin embargo, yo con algún escrúpulo quedaba de que esta respuesta no era más sincera que las ternuras cómicas que acababa de oír a los dos fingidos enamorados. Y me inclinaba bastantemente a pensar que recíprocamente tiraban a engañarse y acaso cada uno quedaba satisfecho de que había engañado al otro. Mucho tiempo ha tengo observado que una de las más comunes simplezas de los hombres es tener a los demás por simples. Todos los mentirosos por hábito, padecen esa simpleza, pues sólo en la confianza de la corta capacidad de los oyentes pueden esperar ser creídos, aun cuando las mentiras carecen de toda verisimilitud. En la materia en que estamos, se ve esto claro. ¿En qué puede fundar un hombre la esperanza de ser creído cuando a otro hombre a quien no debe servicio o beneficio alguno, le dice que le ama finamente, sino en el concepto que ha hecho, de que tal es sumamente inadvertido?

No niego yo que también fuera de las cortes hay los vicios que he representado como propios de las cortes, porque los hombres en todas partes son hombres, pero mucho más infrecuentes, porque son mucho más infrecuentes las ocasiones y los motivos. Como las cortes son los teatros donde la fortuna principalmente reparte sus favores o aflige con sus desdenes, también en ellas principalmente la condición humana influye la envidia, la emulación, el odio, la detracción, el embuste, las amistades fingidas, las alevosías verdaderas, los despechos, las desesperaciones y otros mil desarreglados afectos, que a quien como yo nada espera o solicita en la Corte, no puede menos de ocasionar mucho enfado. Nuestro Señor guarde a V. S. muchos años, etc.»




ArribaAbajoSi es racional el afecto de compasión respecto de los irracionales

«Muy señor mío: Lo que vuestra merced llama curiosidad agradezco yo como favor. Dice V. md. que entre varias particularidades de mi genio de que le informaron uno y otro sujeto de los que me han tratado, a una sola ha dificultado el asenso por no hallarla correspondiente al concepto que tiene hecho de mi persona; en consecuencia de lo cual, de mí espera saber la verdad. Digo que esta curiosidad agradezco como favor. Lo uno porque la contemplo indicio seguro del buen afecto que le debo, siendo cierto que el gusto de los hombres no se interesa en noticias tan individuales y menudas, sino respecto de hombres de quienes hacen alguna especial estimación, mirando con indiferencia cuánto de esta clase pertenece a aquellos que mira con indiferencia. Lo otro porque el deferir a mi informe en orden a una noticia que en caso de ser verdadera, no me la considera vuestra merced ventajosa o favorable, supone en V. md. un concepto muy firme de mi veracidad. Vamos al caso. Pintaron a V. md. mi genio tan delicadamente compasivo, que no sólo me conmueven a conmiseración los males o infortunios de los individuos de la especie humana, más aún los de las bestias. Y el motivo por que V. md. dificulta el asenso a esta noticia, es porque ella le representa un corazón afeminado, estando V. md., hasta ahora, en la persuasión de que le tengo muy valeroso, por las pruebas que he dado de fortaleza de ánimo, en la firmeza con que me he mantenido contra tantos émulos como me han atacado y aun sin cesar me están atacando.

Es cierto, señor mío, que mi genio en la propiedad de compasivo es cual a vuestra merced se le han pintado. De modo, que no veo padecer alguna bestia de aquellas que en vez de incomodarnos nos producen varias utilidades, cuales son casi todas las domésticas, que no me conduela, en algún modo, de su dolor; pero mucho más cuando, sin motivo alguno justo, sólo por antojo o capricho, las hacen padecer. Cuanto advierto que están para torcer el pescuezo a una gallina, o entrar el cuchillo a un carnero, aparto los ojos por no verlo. Pero esta compasión no llega al que acaso algunos llamarían necio melindre y otros grado heroico de conmiseración, de meterme a medianero para evitar su muerte. Veo que ésta es conveniente, y así me conformo a que la padezcan. Nunca en los muchos viajes que hice usé de la espuela con las caballerías que montaba, sino lo muy preciso para una moderada jornada, y miraba con enojo que otros, por una levísima conveniencia, no reparasen en desangrar estos pobres animales. Siempre que veo un muchacho herir sin qué ni por qué a un perro con una piedra, quisiera estar cerca de él para castigar con dos bofetadas su travesura.

¿Pero esto es ser de corazón afeminado? Nada menos. Dista tanto lo compasivo de lo apocado, que los filósofos que más observaron la conexión de unos vicios con otros, hallaron que la crueldad es, en alguna manera, propio de los cobardes. Y en las historias se ve que rarísimo hombre muy animoso fue notado de inhumano, siendo, al contrario, comunísima en príncipes cobardes la crueldad.

El apoyo de San Juan Crisóstomo es soberano a mi intento. Este santo Doctor fue dotado de una fortaleza sumamente heroica, de una grandeza de ánimo incomparable que nunca pudieron doblar las iras de la emperatriz Eudoxia, ni la conspiración de muchos eclesiásticos y seculares poderosos, cuyos desórdenes no cesaba de corregir con toda la valentía de un espíritu apostólicamente intrépido. ¿Y tenía el Crisóstomo por indigna de su gran corazón la misericordia en orden a los brutos? Antes la recomienda como propia de todo hombre virtuoso. Son las almas de los justos, dice el Santo, sumamente blandas y amorosas, de suerte que extienden su genio compasivo, no sólo a los propios, mas también a los brutos.-Sunt enim Sanctorum animae vehementer mites et hominum amantes, non solum erga suos, sed etiam alienos; ita ut hane suam mansuetudinem etiam ad animantia bruta extendant.

El ejemplo de otro Santo Doctor de mi religión, esto es, San Anselmo, no es menos favorable que la doctrina del Crisóstomo. Dio San Anselmo las mayores pruebas del mundo de un valor verdaderamente heroico en la constante resistencia que hizo a dos reyes de Inglaterra, Guillermo el Conquistador y Eurico I, en defensa de la inmunidad eclesiástica. Pues el monje Eadmero, compañero suyo y escritor de su vida, nos dice que este santo tenía unas entrañas tan dulces y amorosas, que no sólo era de un trato benignísimo con todos los hombres, sin excluir los mismos infieles o paganos, más se extendía esta benignidad aun hasta las bestias, de que refiere algunos ejemplos. En una ocasión que viajaba el santo, una liebre, acosada de los perros, fue a guarecerse debajo de su caballería, y el santo se detuvo a protegerla, hasta que logró su fuga. En otra se le vio entristecerse mucho por lo que padecía un pajarillo con quien jugueteaba un muchacho, teniéndole preso con un hilo y alegrarse a proporción cuando vio que el pajarillo, rompiéndose el hilo, había recobrado su libertad.

Del gran patriarca San Francisco refiere cosas admirables a este propósito el seráfico Doctor San Buenaventura, como el redimir a los corderos que conducían a la muerte, soltar los peces cogidos en la red y los pájaros encarcelados en las jaulas. En lo cual, como en otras muchas virtudes, era digno hijo de este glorioso santo el ilustrísimo señor don Fray Damián Cornejo, cronista discreto de su religión, de quien hago grata memoria por haberle, siendo yo joven, conocido obispo de mi diócesis de Orense; y conocido asimismo su amabilísimo genio, por el cual puedo decir de él lo que la Escritura dice de Moisés: Erat Moyses vir mitissimus inter omnes homines qui morabantur in terra (Núm. 12). Estando aún este docto y piadoso varón en el claustro, sucedió fallecer en el mismo convento donde él vivía un Padre grave, que por ser muy aficionado al canto de los pájaros, tenía algunos de los de mejor voz colocados en varias jaulas. Pasó a la celda donde había morado este religioso, por ser más cómoda, el señor Cornejo, obtenida para ello la permisión del prelado, el cual, para su recreación, tuvo la complacencia de dejarle en ella los pájaros. Pero luego que los vio el señor Cornejo, mostró condolerse de que aquellas inocentes criaturas, sin haber cometido delito alguno, estuviesen encarceladas. Y diciendo y haciendo, abrió las puertas de las jaulas dejándolos volar, prefiriendo al deleite de gozar la dulzura de su voz el gusto de que los pajarillos recobrasen su amada libertad. En otra ocasión, siendo aún muy joven, redimió de la muerte cierta bestia, que en algún modo le pareció imploraba su protección, prometiendo pagar su valor (andaba a la sazón a la cuesta) de las primeras limosnas que recogiese, para lo cual suponía le daría licencia su prelado. Pero sin paga ni prenda obtuvo su demanda enamorando al dueño de la bestia con la muestra de su benignísima índole y singular gracia con que la explicaba.

Es para mí certísimo que este genio conmiserativo hacia las bestias prueba un gran fondo de misericordia hacia los de la propia especie, en lo que me confirma también el Crisóstomo, citado arriba, cuando dice que quien es compasivo hacia un bruto, mucho más lo será respecto de otro hombre: Qui misericordiam exercet in jumentum, majus illam exercebit in fratrem consanguineum.

Y al contrario, siento que un corazón capaz de servicio hacia las bestias, no cabe mucha humanidad hacia los racionales. Ni puede persuadirme a que quien se complace en hacer padecer a un bruto, se doliese mucho de ver atormentar a un hombre. Los atenienses, que fueron los más racionales de todos los gentiles, no sólo miraron esto como indicio de corazón poco piadoso, más aún de positivamente cruel. Y así castigaron severamente, según Plutarco, al que desolló vivo a un carnero; y según Quintiliano, al muchacho que tenía por juguete quitar los ojos a las codornices. Y el Padre Famiano Estrada aprueba el dictamen de los que notando que el príncipe Carlos, hijo de Felipe II, siendo niño, se deleitaba en matar por su mano y ver muriendo palpitantes las liebrecillas pequeñas, hicieron concepto de su índole despiadada y feroz.

Plutarco, en la Oración segunda De esu carnium, sospecha que en las muertes de los brutos se fueron poco a poco ensayando los hombres para matarse unos a otros. Al principio, dice, nadie comía carne; sólo se sustentaban de los frutos de la tierra. Sucedió que después, matando alguna fiera, se tentó a probar de aquel alimento. Pasaron luego a hacer lo mismo con algún pez o ave indomesticable, cogidos en la red. Ya hechos a mirar sin horror la sangre de esas bestias, o enemigos o nada sociables, tuvieron menos que vencer en ensangrentar las manos en la inocente, pacífica y doméstica oveja, que en su lana les tributaba el vestido, parando últimamente la costumbre, ya inveterada, de verter sangre ajena, en enfurecerse contra la de la propia especie: Atque ita crudelitas, illo gustu imbuta et in illis caedibus prius exercitata, ad ovem quae nos vestimentis induit et gallum gallinaceum domesticum progressa est. Et ita sensim collectis viribus ad hominum caedes, neces et praelia pervenit.

Ya se ve que ya no estamos en tiempos de reducirnos a la dieta pitagórica, o culpar el uso de las carnes en la mesa. Pero me duele y me indigna ver que haya hombres tan excesivamente amantes de su regalo, que por hacer un bocado de carne más delicioso, no duden de atormentar cruelísimamente antes de matarle al pobre animal que les ha de prestar ese regalo. Y no quiero decir el modo, porque no lo sepan por mí los que lo ignoran. ¿Y qué diré de las damiselas que porque salga un perrillo más donoso respecto de su ridículo gusto, están ejerciendo con él la tiranía de una rigurosa hambre y sed por todo un año y no sé si más, y sobre esto oprimirle la espalda con un peso intolerable y quebrantarle la nariz, estrujando la figura que le dio el autor de la naturaleza, para hacer objeto de su placer una monstruosa fealdad? ¿Y éste es el sexo blando, dulce y compasivo? ¡Oh! ¡Con cuánto gusto redimiera yo, si pudiese, estos pobres animalejos de tan despiadada vejación!

Debe confesarse que hay mucha distancia del vicio de mortificar a un bruto por algún deleite que de ello puede resultar accidentalmente, a la sevicia de deleitarse en el mismo tormento del bruto, el cual puede ser tan horrible, v. gr., abrasar vivo a un perro, que algunos teólogos morales le dan por pecado grave, cuando no se hace por otro motivo que el bárbaro deleite de verle arder. Y yo suscribo, sin la menor perplejidad a la opinión de estos teólogos, por la gravísima disonancia que hace a la razón tan desaforada barbarie, sin que obste que el que la padece no es hombre, sino bruto, pues tampoco, es hombre el cadáver del hombre y aun dista más del hombre por insensibilidad que el bruto; y con todo teólogos de mucha autoridad, hallan malicia grave en el furioso ultraje de los cadáveres humanos, como el que practicó Aquiles arrastrando tres veces el de Héctor atado a su carroza, alrededor de los muros de Troya, o el egipcio eunuco Bagoas con Artajerjes Occo, cuyo cadáver entregó para que le devorasen a una turba de gatos. Por lo menos pienso que nadie podrá negar que tales desafueros sean gravemente pecaminosos respecto de aquellos cadáveres a quienes se deba sepultura eclesiástica, por más que dichos cadáveres no lo sientan, ni se pueda verificar de ellos que son hombres.

Digo que hay mucha distancia de hacer padecer un bruto, porque de ello puede resultar por accidente alguna utilidad o gusto a la barbarie de deleitarse en el mismo tormento del bruto. Mas aunque la distancia en lo moral es mucha, el camino intermedio, considerado filosóficamente, es algo resbaladizo, siendo cierto que el objeto que el entendimiento eficazmente representa como útil, fácilmente se hace abrazar de la voluntad como amable.

Si vuestra merced desea apoyo más alto de mi dictamen y genio sobre este punto, creo se la puedo dar en las Sagradas Letras. Aquella sentencia de Salomón novit justus jumentorum suorum animas, viscera autem impiorum crudelia, vierten los Setenta Iustus miseretur animas jumentorum suorum y realmente la contraposición que en la segunda parte de la sentencia se hace de la crueldad de los impíos, prueba que el novit de la primera tiene el significado que le atribuyen los Setenta, porque la crueldad no es contrapuesta al conocimiento, sino a la conmiseración.

En el capítulo 23 del Éxodo manda Dios que no se cueza el corderillo en la leche de su madre: Non coques haedum in lacte matris suae. ¿Cuál puede ser el motivo de este mandato, sino la disonancia que hace a la razón, el que aquel dulce licor, destinado a nutrir al cordero sirva a disponerle más para que le devore el apetito? Como que, aun con los cadáveres de los brutos, haya lugar al ejercicio de cierta especie de humanidad. Y en el 22 del Deuteronomio se ordena que el que en un nido hallase la ave con sus pollos o huevos, aprovechándose de estos, deje libre y con vida la madre: Si ambulans per viam in arbore vel in terra, nidum avis inveneris, et matrem pullis vel ovis desuper incubantem, non tenebis eam cum filiis, sed abire patieris. En que los expositores se hallan algo perplejos sobre el fin a que miró Dios en esta ley; y hay quienes recurren a algún sentido simbólico, pero me parece que se le puede dar bastantemente literal, diciendo que en ella quiso Dios dar a entender que aunque el hombre tiene jurisdicción para usar en provecho suyo de los brutos, esto debe ser con moderación y no extendiéndose a ser cruel o inhumano con ellos, de suerte que se dé algo a la clemencia en ese mismo uso.

Advierto a V. md. que lo que he escrito en esta carta en ninguna manera comprende a los filósofos cartesianos, los cuales en orden al asunto de ella son gente privilegiada, porque como sólo reconocen los brutos en cualidad de máquinas autómatas, desnudas de todo sentimiento, sin el menor escrúpulo o el más leve movimiento de compasión, pueden cortar y rajar en ellos, hacerlos jigote, abrasarlos, aunque sea a fuego lento; bien que deberán usar en ello de dos precauciones: la una, de no hacer ese estrago sino en los brutos que están a su disposición, pues si son ajenos, aunque estos como meros autómatas no lo sienten, lo sentirán sus dueños; la otra, que no se tomen esa diversión delante de los que no son sectarios de Descartes, por no moverlos a lástima o compasión.

Nuestro Señor guarde a V. md. muchos años.

Habiendo leído esta carta, luego que acabé de escribirla, mi amigo el Doctor don Lope José Valdés, Catedrático de Teología de esta Universidad, sujeto muy veraz, me dio una noticia que dijo haber leído en un libro poco ha impreso, lo cual me fue sumamente agradable por calificar mi dictamen y aprobar mi genio compasivo con el soberano ejemplo de nuestros dos soberanos. Estando el Rey nuestro Señor y la Reina nuestra señora, cuando estos dos príncipes no eran más que Príncipes, en la diversión del paseo, en una salida de Sevilla hacia la que llaman Torre de San Isidro del Campo, sucedió que una paloma herida vino a caer cerca de sus pies. Viendo el príncipe padecer la inocente avecilla y que verisímilmente duraría algún tiempo su tormento, porque la herida no era de las más ejecutivas, compadecido de ella, mandó que al momento acabasen de matarla para dar fin a su dolor. Pero a esto acudió la Princesa diciendo que le parecía mejor salvarle, si pudiese ser, la vida, llamando a un cirujano que la curase. ¡Oh corazones verdaderamente regios! ¡Oh noble benignidad con que se debiera dar en rostro a otros príncipes que bien lejos de compadecerse de los afligidos brutos, ni aún se duelen de las angustias de aquellos míseros racionales que la Providencia colocó debajo de su dominio! ¡Ay de los vasallos de Reyes, que tienen por parte de la soberanía la inclemencia! ¡Y ay de esos mismos Reyes cuando comparezcan delante de aquel soberano que según la expresión de David, es terrible hacia los Reyes de la tierra!



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