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ArribaAbajo- VIII -

Diversos estados sociales de la mujer: solteras, casadas, viudas y divorciadas


Cuando se escribe sobre cualquier país, basta de ordinario hablar del hombre. El hombre es el ser humano en general, varón o hembra, y lo que de él se dice se aplica a los dos sexos. Aquí en Finlandia la regla no es estrictamente aplicable, porque la hembra ha sacado los pies del plato. La kvinna, la mujer, es pájaro de cuenta: tiene su personalidad propia y bien marcada, y merece un estudio psicológico aparte. Voy, pues, a escribir varias cartas sobre la mujer, estudiándola de fuera adentro, y principio mi tarea por lo que es más exterior: por el estado social. Hablaré de las solteras, de las casadas, de las viudas y de las divorciadas; de las monjas no puedo hablar, porque no las hay.

El tipo más curioso de la mujer es la soltera que vive sola. La que vive con su familia es poco más o menos como en todas partes, sólo que aquí tiene una libertad de movimientos extraordinaria. Desde pequeños, los muchachos y las muchachas estudian juntos en la escuela y van y vienen en pandilla; y esta unión, esta intimidad se prolonga durante los estudios secundarios, que forman la educación corriente de la mujer, y los facultativos o universitarios, seguidos también por gran número de señoritas. La mujer ve en el hombre un compañero de estudios, un camarada, un amigo, con el que se puede tratar como una amiga, salvo en los casos en que la amistad se transforma en sentimiento más íntimo, en kaerlek o amor. Mas este amor no es chispazo divino ni un arrebato frenético: es una amistad más tierna y cariñosa. La palabra kaerlek se compone de kaer, que se pronuncia cher, y significa en francés «querido», y de lek, que quiere decir «juego»: así, pues, kaerlek no es más que un «juego de afectos», una broma sin consecuencias. Hay mujeres que caen; pero caen porque quieren, después de pensarlo muy despacio; la cabeza está siempre despejada y el corazón funciona como un cronómetro. Sólo un Hércules podría acometer el trabajo de trastornar la brújula de una mujer finlandesa.

Aunque aquí la mujer no es tan libre como en Rusia, no faltan señoritas que comprendan, al menos teóricamente, las ventajas de la unión libre; pero si se decidieran a cometer una tontería, la cometerían intelectualmente. La frescura del temperamento, apoyada por la instrucción, salva a estas mujeres de la caída pasional; de suerte que para engañarlas no queda más camino abierto que el de la propaganda científica. Don Juan tiene que convertirse aquí en maestro de escuela, porque Doña Inés está cargada de diplomas; en vez de declamar tiradas de versos apasionados, tiene que discutir como un sofista. Para comprender la concepción amorosa de este país, basta ver en los escaparates de las librerías las colecciones de estampas que están de muestra: muchas son de las que en España se venden de ocultis; lo que para nosotros es obsceno y peligroso, porque forma parte de las costumbres -de las malas costumbres-, aquí es inofensivo, porque dista mucho de la realidad. Una joven que ve una mujer desnuda en actitud escabrosa, cree que aquello es mitológico y se queda tan tranquila como si viera la Venus de Milo. A una señorita, conocida mía, muy aficionada a la literatura francesa, le di yo una vez varios periódicos y revistas, advirtiéndole que faltaba un número de cierta revista parisiense en el que venía una escena, no ya indecente, sino hasta sucia. -Eso no importa -me contestó la troeken, un tanto picada por el acto de tutela que yo pretendía ejercer-: no tenga usted reparo en dármelo. Yo miro esas cosas desde un punto de vista artístico.

La mujer finlandesa sabe usar de su libertad. Como en España los padres dejan ir a sus hijos a estudiar a las capitales donde pueden seguir la carrera que se ha elegido, aquí se deja también ir a las hijas. Hay muchas señoritas que viven solas como los hombres: unas vienen a estudiar o a pretender empleos; otras trabajan en oficinas públicas o privadas; dan lecciones de idiomas, de música, de pintura. Tienen sus amigos y dan pequeñas reuniones en las horas libres de trabajo o en los días de fiesta. No hay inconveniente en que una joven vaya a casa de un hombre soltero a dar lecciones o a tomarlas, ni en que a su vez invite a un amigo a tomar una taza de té y a charlar un rato. El público no murmura mientras no hay actos «exteriores» que dan a entender que se han perdido los estribos. Dentro de su casa cada cual hace lo que quiere; una mujer que da lecciones de idiomas no es más que una spraklaerarinna, y sus discípulos aprenden o no aprenden, a nadie le interesa saberlo. La ley no puede hacer más que prohibir la aglomeración de señoritas solas en una casa cuando no se va por buen camino; no está permitido que vivan juntas más de dos.

De estas mujeres sueltas, algunas se encariñan con la vida libre y sacuden el yugo masculino: comienzan por hablar mal de los hombres; luego compran una bicicleta, y, por último, se cortan el pelo. Hay emancipadas palomas, de esas que pudiéramos llamar «feas definitivas», que cuando se cortan el pelo quisieran cortarse hasta el cráneo; pero las demás, las que tienen algún agarradero no pierden nunca la esperanza, y se dejarían crecer la cabellera si alguien con interés y cariño se lo aconsejara. Hasta he creído notar que las mujeres que se dedican a trabajos más vulgares tienen mayor propensión a la vida sentimental: el prosaísmo de sus ocupaciones les quita la gracia y delicadeza de la expresión; pero debajo de apariencias adustas, masculinas, se conserva la idea madre, la idea constitutiva de la naturaleza de la mujer: la de rendirse y someterse, de mejor o peor gana, a la autoridad natural del hombre.

Lo más extraño, dada la libertad de las costumbres, es la importancia que aquí tiene el noviazgo o prometimiento. Un hombre y una mujer pueden conocerse a fondo, tratándose como amigos íntimos, mucho mejor que en España los novios, cuyas relaciones están sujetas a mil cortapisas; y, sin embargo, no se dan por satisfechos: necesitan verse aún más de cerca, y de amigos pasan a foerlofvade. Con este título en los periódicos suecos, y con el de kihloissa en los finlandeses, hay en primera plana una sección donde los novios publican juntos sus nombres.

El foerlofning se reduce al cambio de anillos, y no crea ninguna obligación: hay señoritas que han tenido tres o cuatro; pero influye en las relaciones sociales, pues los novios pueden ir solos por todas partes, viajar juntos y permitirse alguna que otra expansión inocente. La joven que antes saludaba con un duro apretón de manos puede suavizar un poco el movimiento y manifestar su ternura arreglándole la corbata a su amante o limpiándole las pelusas del gabán. La moralidad no padece, porque el noviazgo es un período de prueba para la mujer, y esta sabe que en el juego le va el casorio.

Cuando los novios se han hartado de jugar (no se olvide que aquí el amor es un juego), se pasa a mayores y viene el casamiento, que se anuncia también en la sección de Vigde, en sueco, y Vihity, en finlandés, poniendo, como en la de Foerlofvade, el nombre de la mujer y el del marido, y además la iglesia en que ha tenido lugar la ceremonia. Entonces empieza la mujer a funcionar en su papel propio, pero sin cambiar tan bruscamente de vida como la mujer española. En general, la mujer casada es aquí muy callejera, porque tiene el hábito adquirido en el período de soltería; mas aparte de este punto flaco y de que algunas señoras no se avienen al régimen autoritario, la mujer casada es excelente, continúa trabajando en labores que pueden hacerse en casa (esto aun en las familias de buena posición) y es un auxiliar del marido; es experimentada e instruida como el hombre y está unida con él, no sólo por el afecto o por los intereses domésticos, sino por la comunidad intelectual.

Yo comprendo las ventajas de la familia intelectual a estilo finlandés, y prefiero la familia sentimental a la española. En España, un hombre de ciencia o de arte encuentra con dificultad una mujer que se interese por sus trabajos: tiene que pensar solo; pero el pensar no es toda la vida. Hay muchos hombres que no piensan casi nunca; y de los que piensan, hay también muchos que lo hacen de tarde en tarde: así, pues, lo intelectual en la mujer es secundario, si se atiende al papel que esta representa en la vida del hombre. Muy bello sería que la mujer, sin abandonar sus naturales funciones, se instruyera con discreción; pero si ha de instruirse con miras emancipadoras o revolucionarias, preferible es que no salga de la cocina. La mujer finlandesa no está conforme aún con su situación: envidia a la rusa y a la norteamericana, y cree que a fuerza de estudios ha de lograr nivelarse con el hombre; mas al casarse, y a veces antes, nota que la tiranía no viene del hombre, sino de la naturaleza femenina, y particularmente de la maternidad, y procura descargarse de este fatigoso deber. Hay quien cree que a las señoras inteligentes se les seca la matriz; yo opino que lo que se les seca es la voluntad. En cuanto una mujer adquiere conciencia exacta de sus obligaciones, y obra, no por instinto, sino por reflexión y cálculo, se insubordina contra su propia naturaleza, donde está la causa de sus penalidades, y se convierte en un hombre estrecho de hombros y corto de piernas, en una calamidad estética y social.

Aunque aquí se nota a las claras que los duros trabajos de la generación corren principalmente a cargo de las clases pobres y de los campesinos, no se ha llegado todavía al ideal moderno. Y las señoras sabias y multilingües se resignan, bien que con marcado disgusto, a ser madres de familia. El nacimiento de un nuevo ser es aquí algo más importante que en España, y se anuncia también en la prensa como todos los actos de la vida familiar. No es necesario conocer a un periodista para que el público se entere del fausto acontecimiento, pues en la primera plana de los periódicos hay una sección de Foedde o Syntynit, donde los padres dan cuenta del aumento de familia en los términos entusiastas con que aquí se hace todo. La forma más seria es poner en letras muy grandes: En dotter o En gosse, y debajo los nombres de la madre y del padre y la fecha y localidad, pues se anuncia el hecho dondequiera que los padres tienen amigos y quieren hacer público su regocijo. Ordinariamente, en lugar de dotter o hija se pone algo más expresivo, por ejemplo: En frisk flicka, En rask flicka -una robusta niña-; En naett toes -una linda muchacha-, y si es en finlandés, Reipas Tyttoe; y en vez de gosse o niño, En rask gosse, En duktig gosse o Reipas Poika, y otros semejantes. Este y otros mil rasgos existen aquí, que revelan cierto candor y naturalidad propios de pueblos primitivos, en pugna con los refinamientos de una cultura algo artificiosa.

Un hecho que me llamó la atención a poco de estar aquí fue la abundancia de mujeres viudas. Como el estado de viudez es en cierto modo el estado ideal para una señora culta, llegué a pensar si habría de por medio algún misterio grave. La causa, sin embargo, es sencilla e inocente. Con el sistema moderno de los escalafones, un hombre no puede sostener decorosamente una familia hasta que se acerca a la vejez, y aquí con mayor motivo, por ser la vida más costosa y mayores las exigencias de las mujeres. Por otro lado, la mujer finlandesa es muy práctica y no se conforma con amar a secas; aquí no tiene aplicación el «contigo pan y cebolla», entre otras razones porque no se crían cebollas; y luego el clima conserva mucho a las personas, y para los efectos del matrimonio un hombre a los cincuenta años representa lo que en España uno de treinta y cinco a cuarenta. Las mujeres finlandesas no les hacen ascos a los viejos, y bueno es que la noticia circule. Un señor de cincuenta a sesenta años y en posición desahogada, puede aspirar a la mano de una muchacha, y lo que es más bello, a inspirar un verdadero amor, si es amor lo que aquí recibe ese nombre. Estas uniones desiguales tienen además la ventaja de que el viejo galán suele perecer pronto en la aventura y dejar a su joven esposa con medios para vivir independiente y en condiciones admirables para divertirse y ser ornamento de la sociedad. Hay un sacrificio un tanto doloroso: el de que se muere; pero la comunidad sale altamente gananciosa.

Tanto la mujer casada como la viuda disfrutan del título del esposo y lo ponen antes del nombre; la mujer de un «doctor» es doktorinna; la de un «pastor», pastorka; la de un «ingeniero», ingenioercka; la de un «presidente», presidentska; la de un «capitán», kapteuska, y por el estilo centenares de nombres, incongruentes algunos con la condición de la mujer; las viudas se ponen delante de esos títulos la palabra enke: enkefrú es la viuda en general, y luego hay enkedoktorinna, enkesenatorska, enkeofverstinna, etc. El uso del título está tan entronizado, que hasta en familia se usa entre padres e hijos. Una señora cuya hija esté casada con un coronel, preguntará por ejemplo: -¿Ha venido hoy la keofverstinna, la coronela? Las etiquetas sociales tienen un valor extraordinario: un nombre no significa nada mientras no se le antepone el título del cargo que su poseedor desempeña.

Para completar el cuadro de los estados sociales diré dos palabras sobre las mujeres divorciadas. En el interior del país, donde las costumbres son más primitivas, donde se peca mucho contra la moral, pero más bien por ignorancia que por malicia, la especie es desconocida; en las ciudades existe como consecuencia necesaria de la civilización. En España no tenemos idea de la divorciada más que por lo que nos cuentan de la nación vecina, donde el tipo es algo escandaloso; aquí el divorcio es natural y debe existir, porque encaja muy bien en la concepción de la familia. En España no sería posible establecer escuelas mixtas, y en Francia hubo hace poco un gran alboroto por los abusos cometidos en el colegio de Cempuis, donde se intentó ensayar el sistema; aquí estudian juntos muchachas y muchachos sin la menor dificultad. Entre novios existe ya algo que indica la conveniencia de permitir el divorcio: de la amistad se pasa, como vimos, al kaerlek; cuando este acaba, se vuelve a la amistad, y los que fueron novios continúan siendo grandes amigotes. Una señorita conserva cuidadosamente todos los recuerdos de sus amoríos y se los enseña a todo el mundo, hasta a las mujeres de sus antiguos novios, de las que suele hacerse amiga por mediación de estos. Se ven cosas que denotan una frescura envidiable.

Respecto al divorcio, me contaron un hecho típico. Una señora, aburrida de su marido y enamorada de un obsequioso pretendiente, plantea en familia la cuestión de confianza, sin duda por no verse en la triste necesidad de faltar a sus deberes. El esposo comprende con claridad la nueva situación psicológica, y, agradeciendo la franqueza, se aviene a la separación; después la señora se casa, y el antiguo marido no sé fijamente si asistió a la boda, pero sí que continúa entrando en la casa del nuevo matrimonio como amigo íntimo de confianza. Yo declaro sinceramente que me gusta esta manera de jugar con todas las cartas boca arriba: el juego no tiene gracia, y los autores de tragedias se verían apuradísimos si toda la humanidad imitara a los enamorados que por aquí se gastan; pero el que ve las cosas desde fuera se divierte, y hasta se encariña con quienes tan consoladores ejemplos ofrecen de cristiana fraternidad.




ArribaAbajo- IX -

Esbozo crítico, un tanto benévolo, de las cualidades estéticas de las mujeres de Finlandia


En casa del herrero... En España abundan las mujeres hermosas, y a pocos, quizá a ninguno, se les ha ocurrido disertar sobre un tema tan sabroso como el de la estética femenina: por esta razón, al hablar de la belleza de las mujeres finlandesas, voy a decir algo sobre el estado actual, de esta cuestión, tan importante, a mi juicio, como la de Oriente. Si me dieran a elegir el procedimiento para reformar una nación, elegiría sin vacilar uno que jamás ha sido puesto en práctica de una manera reflexiva: la transformación de las ideas estéticas del hombre respecto de la mujer, y viceversa. Un cambio de criterio en este punto trae consigo en breve plazo la transformación de la familia y la de la sociedad.

Por instinto y por costumbre, los hombres encuentran bellas a las mujeres; pero ni el instinto ni la costumbre bastan para fundar un criterio estético. Yo tengo una casa donde he vivido siempre: para mí no hay otra mejor ni más bella, porque la conozco a ojos cerrados, y todo cuanto en ella hay me recuerda momentos alegres o tristes de mi vida; como obra arquitectónica, es acaso una monstruosidad: carece de unidad, de proporción, de simetría, y, si se quiere, es una pura gotera; todo el mundo está deseando que la derriben en bien del ornato público, y, sin embargo, yo me hallo en mi casa como un doctor Pangloss en la mejor de las casas posibles. Lo cual no quita para que, si me obligan a echarla abajo, construya otra muy diferente. La casa vieja me gustaba por tradición; la nueva quiero que me guste por estar de acuerdo con mis necesidades o mis ideas.

¿No ocurrirá esto mismo con las mujeres? Nos gustan por tradición, porque nuestra vida está ya hecha a verlas; pero si pudiéramos reconstruirlas a nuestro gusto, ¿las reconstruiríamos como hoy son, o inventaríamos un nuevo modelo? He aquí planteado en forma vulgar el problema metafísico de la estética femenina. Si a fuerza de imaginar o de cavilar llegamos a concebir una mujer más bella que la que hoy existe, tendremos un tipo de comparación para juzgar las mujeres reales. Y acaso lleguemos a la triste conclusión de que, prescindiendo de detalles de belleza circunstancial y pasajera, las mujeres que hoy existen en el mundo, las blancas y las amarillas y las negras, todas en absoluto son feas, según los principios fundamentales y perennes de la ciencia de lo bello.

En lo antiguo, los hombres eran más galantes, mejor educados; creían en la belleza del sexo femenino como en un dogma. Había mujeres bonitas y feas, como hoy las hay, con arreglo a los gustos de cada cual; pero todos los hombres convenían en las palabras sacramentales: «bello sexo»; hoy se hila mucho más delgado, y hay doctores que analizan las mujeres como sustancias químicas, o las miden como piezas de tela. Schopenhauer fue el primero que rompió abiertamente contra la tradición, y se esforzó por convencernos de la fealdad constitutiva de la mujer; y lo que el maestro declaró en forma humorística, numerosos discípulos se esfuerzan por comprobarlo con ayuda de todos los instrumentos y aparatos de la civilización. No ha mucho, «un sabio alemán», Rudolph V. Larisch, publicó un estudio serio y concienzudo sobre las Imperfecciones estéticas de la mujer -Schoenheitsfehler-, cuya conclusión es angustiosa: para Larisch, la mujer es un monstruo o poco menos; sus defectos son numerosos, pero todos se subordinan a una anomalía capital: la desproporción entre la mitad superior y la inferior del cuerpo. «Si a un aprendiz de encuadernador -dice Larisch- le dais a empastar un libro y le encargáis que coloque en la pasta un medallón con el título de la obra u otra especie de adorno, estad seguros de que lo colocará en el centro, porque así lo pide la estética más elemental. Pues bien; la mujer quebranta esa regla: su centro orgánico es el abdomen, por exigencias fisiológicas inevitables, y este centro cae demasiado bajo y rompe la simetría del organismo femenino».

Si la teoría de Larisch fuera fundada, habría que declarar que las finlandesas eran hermosas, al menos teóricamente, puesto que con la libertad de que disfrutan, con sus constantes ejercicios callejeros, se aligeran mucho de carnes y se quedan bastante escurridas. Mientras los hombres propenden a la gordura y llegan a adquirir gran caudal de tejido adiposo, las mujeres son flacas por lo general: hay mujeres voluminosas, pero las ideas son desfavorables a ese tipo, que es como el símbolo de la fecundidad, a la que estas mujeres tienen horror. Una mujer que tiene muchos hijos es una mujer a la antigua, una «vaca» como dicen aquí; la mayoría de las mujeres se dedica a hacer gimnasia y a todos los géneros de deporte para conservar la soltura y la agilidad. Hay muchas que parecen flautas, y que satisfarían al «mullerimensor» Larisch, no por tener el centro de gravedad bien situado, sino por carecer en absoluto de centro de gravedad. En lo que se puede adivinar mirando por fuera se nota que no hay redondeces, que la estructura es esencialmente rectilínea; y de las interioridades casi me atrevo a pensar lo mismo. No ha mucho estuvo aquí una «bailaora», llamada la Estrella de Sevilla; una Carmen Juanita, criada en la Macarena, que llamó la atención, más que por sus bailes, por la fortaleza de sus cimientos: no se necesita ser muy agudo para inducir de este hecho que estas mujeres son enjutas de extremidades; y si yo fuera amante de la observación, las señoras velocipedistas me darían mil ocasiones para conformar esta inducción con el testimonio de mis sentidos.

Paréceme que es disparatada la tendencia que hoy se nota en la mujer a buscar la perfección estética en la regularidad de las proporciones. Una mujer no es una estatua, y no puede ser juzgada con la vara de medir: es un ser vivo, cuya belleza nace de la vida misma. Una mujer deformada por el exceso de maternidad es más bella que un marimacho, del mismo modo que un hombre inteligente, envejecido prematuramente por el exceso de trabajo mental, es más bello que un barbilindo. La belleza de la mujer está en su aptitud para vivir como mujer y en la obra que realiza como mujer. La imperfección que señala Larisch es lamentable; pero ocurre pensar: si tal como hoy existe, la mujer nos trae a los hombres de cabeza, ¿qué ocurriría si el Supremo Hacedor reformase su obra, ya acortando a la mujer de cintura para arriba, ya alargándole las piernas, de suerte que el cuerpo resultara más proporcionado y simétrico? Acaso el mundo no podría subsistir veinticuatro horas.

Hay que aceptar de mejor o peor gana la idea de que la mujer que hoy existe es inmejorable; que no es perfecta, porque la perfección sería un gravísimo peligro para el hombre; y luego hemos de juzgar la belleza relativa de las mujeres de las diversas razas o naciones, no con arreglo a un tipo convencional, sino por la función que desempeñan. Las más hermosas serían las femeninas. La belleza intelectual no está en saber mucho: está en saber lo que conviene; la belleza sentimental, no en la violencia de las pasiones, sino en su naturalidad; la belleza plástica, no en la perfección exterior, según tipos escultóricos, sino en la concordancia de la forma con los hechos que constituyen la vida propia de la mujer. Según los psicólogos misóginos, la mujer es inferior al hombre aun en belleza; pero, aunque esto fuera verdad (y todas las mujeres creen que lo es), nada se adelanta con que el sexo débil se fortalezca y se adorne con todos los atributos masculinos: una hembra con pantalones no es un varón, es un adefesio. La mujer tiene un solo camino para superar en mérito al hombre: ser cada día más mujer. En todo el norte de Europa se trabaja hoy con ardor contra la emancipación: pregúntese a cualquier señorita de por acá cuáles son sus ideas, y dirá que quiere ser libre, pero no emancipada; aunque desee serlo, no lo dará a entender, porque comprende, por los ensayos hechos, lo ridículo de la parodia.

A mí no me satisface estéticamente la mujer finlandesa, porque es poco femenina. Hay señoritas, no muchas, de las que llaman dockor, muñecas. El drama de Ibsen Ett Dockhem, o Casa de muñecas, ha popularizado el tipo de la mujer sin carácter, que concluye por emanciparse, abandonando a sus hijos para mayor diversión. Pero lo corriente es el tipo varonil, la mujer que imita al hombre. En materia estética, este punto es para mí el más importante, porque las particularidades del tipo podrán tener algún valor para un extranjero hasta que llega a habituarse, pero después no significan gran cosa. Lo primero que me llamó la atención en estas mujeres, al llegar, fue su blancura un tanto aguanosa; aunque predominan las rubias, las hay también morenas como andaluzas, pero más claras; luego me chocó la variedad de tipos: a primera vista se distingue el tipo finlandés del eslavo o sueco o de los mezclados; la configuración del finlandés es algo semejante a la de la raza mongólica: los ojos un poco sesgados, la cara angulosa y los pómulos salientes; el tipo superior en belleza y en aptitudes intelectuales es el mixto, el sueco-finés. Otro detalle que me pareció extraño los primeros días fue la regularidad mecánica de los movimientos: mi primera criada, que era indígena pura, me hizo recordar a unos anamitas que anduvieron años atrás dando representaciones teatrales en varias ciudades de Europa: para saludar, por ejemplo, o para dar las gracias, doblan las piernas, como si fueran a ponerse en cuclillas, y dan un saltito al levantarse; los niños, saludando así, hacen mucha gracia.

Pero, pasados los primeros días y adquirido el hábito de ver caras nuevas, aquí y en todas partes las diferencias de tipo se desvanecen: lo que persiste y lo que, por tanto, tiene más fuerza es lo espiritual, lo que se desprende del interior de cada individuo y se refleja en la vida del común: ahí está la raíz del verdadero juicio estético. La mujer finlandesa es muy inteligente: no he encontrado ninguna excepcional; pero todas pasan de medianas; el promedio de cultura es superior al de Alemania, Inglaterra o Francia, y, sin embargo, son contadas las mujeres que producen la impresión de la belleza intelectual, porque la instrucción no es completamente apropiada a la naturaleza de la mujer, y las funciones que esta desempeña en la sociedad son en muchos casos absurdas. En una reunión es uno presentado a varias señoritas; todas tienen su profesión, porque aquí la mujer trabaja como el hombre: una es gimnasta, otra profesora de lenguas, otra escribiente de notario, otra profesora de masaje, otra cajera de un Banco, y así por el estilo. La profesión importa poco; lo esencial es ganar dinero: decir «esa joven gana mucho dinero» es el elogio mayor que aquí puede hacerse. La escribiente es hija de un magistrado; la lingüista, hija de un conde; la hija de un doctor o de un diputado está al frente de un despacho de vinos. Todas estas señoritas, que trabajan para tener bolsillo independiente y poder divertirse, van al teatro a butaca, y después van a cenar en pandilla, hasta la una o las dos de la mañana, a los restaurantes a la moda. Según las ideas del país, ir al teatro a un sitio de segundo orden es deprimente; pero no hay reparo en ganar dinero en oficios que para nosotros deslustran. Ocurre, pues, que las mujeres estudian para ganar dinero, y después que entran en la vida exterior y mecánica sufren la presión de la rutina y pierden las actitudes estéticas, naturales en la mujer que hace cosas femeninas, como leer, coser, bordar, cuidar los pájaros, regar las macetas o pelar la pava. Aquí no comprenden cómo se puede pelar la pava varios años seguidos: los novios salen juntos a paseo, y a los pocos pasos se meten en algún restaurante a comer o a beber. La pasión gastronómica es tan desordenada, que todos los espectáculos concluyen siempre por ir a comer: si se va de visita por la noche, le dan a uno de cenar; si la reunión dura hasta muy tarde, se hacen hasta cuatro o cinco comidas. En cambio, habiendo tantas señoras inteligentes, no hay apenas una que sepa dar el tono a una reunión o sostener una conversación espiritual; y la causa de todo está en que la instrucción no es femenina, en que la mujer estudia como el hombre para desbancarlo, y después vive en permanente contradicción, porque su cultura no está de acuerdo con su naturaleza. Cuantas veces he hablado con una señora o señorita muy ilustrada he sacado una impresión penosa: con algo menos de saber y algo más de calor afectivo, o siquiera con algunas ideas humanas, se recibiría un goce muy puro: el que despierta la belleza intelectual; pero como las ideas son secas como espartos, aprendidas en los bancos de los colegios, hay que decir lo que el artista francés Forain al salir de una reunión de norteamericanas sabihondas: «Con qué gusto hablaría yo ahora con una portera». Y lo más sensible es que esas ideas áridas, que poca o ninguna belleza añaden al espíritu de la mujer; apagan la escasa luz sentimental que en ella hay, y la dejan casi a oscuras. La mujer más natural parece la más artificiosa, porque piensa todo lo que hace; sus acciones son reflexivas y tienen el aire de «estudiadas»; sus coqueterías son eminentemente doctrinales.

Mi opinión estética sobre estas mujeres puede condensarse en los siguientes términos, no tan favorables como yo deseara que lo fuesen: en cuanto a la belleza plástica, prescindiendo de bellezas excepcionales o de la impresión que pueda producir alguna mujer más íntimamente tratada, así como de los casos de fealdad abusiva y ofensiva, cabe asegurar sin temor, con la conciencia tranquila, que la finlandesa en estado de reposo es bastante deficiente, o mejor dicho, poco apetitosa, y que en movimiento gana mucho, porque, si bien carece de gracia, tiene fuerza y agilidad. La belleza interior supera a la exterior, y suele encontrarse alguna mujer espiritualmente bella; pero, a pesar de la cultura, quizá a causa de ella, el carácter predominante es el práctico, y las propensiones, generalmente materialistas. El amor tiene menos importancia que las bebidas alcohólicas. La vida social es bella por la intervención extraordinaria del sexo femenino, e individualmente las mujeres producen una impresión agradable: la de que son personas capaces de vivir independientes, sin necesidad de consejos ni de tutelas; las holgazanas caen con facilidad; las que saben y quieren trabajar tienen el camino expedito, y aun dado caso de que den un tropezón, no por eso desmerecen socialmente, puesto que continúan viviendo decorosamente de su trabajo. La mujer finlandesa aspira a la belleza intelectual; pero lo que más la realza es la acción, la voluntad, la constancia; intelectualmente es un libro de texto; y en cuanto a la fe, que tanto embellece el alma femenina, no le aconsejo a nadie que venga a buscarla aquí. La fe de estas mujeres está condensada en una frase que pronuncia Nora, la muñeca rebelde, cuando Torvald desea reconquistar su afecto:

HELMER.-   Nora, ¿seré yo para ti, en adelante, siempre un extraño?

NORA.-   ¡Oh, Torvald!, para tener esperanza habría de ocurrir el milagro de los milagros.

HELMER.-   ¿Cuál es ese milagro de los milagros?

NORA.-  ¡Oh, Torvald!, yo no creo ya en los milagros.



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Ideas que los finlandeses, o por mejor decir, las finlandesas, tienen acerca de España


No deja de ser curioso saber lo que de nosotros se piensa en las demás naciones, y como corresponsal concienzudo no podía yo pasar por alto este tema interesante; pero conste que mi propósito, si es que a un corresponsal le está permitido tener propósitos, no es dar gusto al curioso lector, sino completar el cuadro de la psicología finlandesa, porque diciendo lo que estas gentes de por acá piensan sobre nosotros, se descubre más aún lo que ellos piensan y son. Preguntemos a la generalidad de los españoles qué idea tienen sobre Finlandia y los finlandeses, y notaremos que no tienen ninguna idea, y al notarlo descubriremos un rasgo de nuestra idiosincrasia: el desdén con que miramos todo lo que ocurre fuera de España, y casi todo lo que ocurre dentro también. Vivimos en estado de «distracción permanente». En cambio, aquí se nos conoce, aunque por desgracia sea por el lado peor, y he encontrado ya varias señoritas que me han dicho de memoria las cuarenta y nueve provincias de España.

En el asunto sobre que versa esta carta mi información no es ni con mucho completa. Son contadas las ideas de procedencia masculina, porque yo confío mis amistades al azar, no las busco nunca, y el azar ha querido que en Finlandia mis amigos no sean amigos, sino amigas, en lo cual creo haber salido ganancioso, puesto que la mujer es aquí superior al hombre, y aquí y en todas partes es utilísima como medio de información. Y lo más notable del caso es que en este país se puede tener amistad sin mezcla de otro sentimiento más peligroso, y que yo me he adaptado tan hábilmente, perdóneseme la inmodestia, que podría dar lecciones de calma y flema a los mismos finlandeses. Una señorita estudiante se ofrece a enseñarme el sueco; otra, que es pintora, me propuso «horas» de sueco a cambio de francés; otra, empleada de Banco, alemán por francés, y así por el estilo. Yo, que soy tan amante de la ciencia como el que más, acepté todas las proposiciones, aunque comprendía que estas señoritas me tomaban también como sujeto de observación psicológica; y no sólo he enseñado a varias a hablar en francés, sino que he dado a conocer algo de nuestra literatura, en particular de nuestros novelistas, empezando por Alarcón, cuyo Sombrero de tres picos -Der Dreispitz- está traducido al alemán, y Valera, cuya Pepita Jiménez lo está al sueco. Yo, en cambio, tengo un retrato al óleo, muy parecido en opinión de cuantos lo ven; hablo en sueco con relativa facilidad, y he adquirido algunas noticias no del todo inútiles.

En España esto no sería posible, y menos en la forma en que aquí ocurre. Por ejemplo, esta tarde me encontré a una de las que aprenden francés: una joven guapa, pintora de afición y empleada de Banco, y me preguntó si saldría por la noche. -No salgo; puede usted venir, si gusta, a las seis-. Y en efecto, a las seis vino con sus labores, pues aquí las mujeres trabajan cuando van de visita que no sea de cumplido, y estuvo dos o tres horas bordando y haciéndome una porción de preguntas en francés sobre las principales óperas italianas. No estará de más decir, para que no se sonrían los maliciosos, que esta joven tiene su novio formal para casarse en breve, y que al novio no le importa que venga a tomar lecciones, porque tiene confianza en que su prometida no va a decir una cosa por otra. El finlandés cree en la veracidad de la finlandesa, y la finlandesa considera injurioso que se dude de su proceder.

En este comercio inocente y casi científico, he recogido algunas impresiones sobre la opinión en que se nos tiene. La idea más general sobre el español es la de que es un hombre orgulloso; acaso la palabra española más conocida y usada sea «grandeza», para indicar la elevación un tanto ampulosa. Después de los franceses, que son más y mejor conocidos, venimos los italianos y españoles como tipos análogos, bien que los italianos sean más dados al arte y nosotros a la guerra. Cuando se habla de viajes, se da siempre la preferencia a Italia, y he oído decir a algunas señoras que a España es peligroso ir, sobre todo señoras solas, porque es «un país sin ley». Aunque no lo digan por lo claro, nos tienen por muy valientes; pero al mismo tiempo por muy duros de corazón y semibárbaros o semiprimitivos. A las primeras palabras, en una conversación, sale a relucir nuestro catolicismo como signo de atraso intelectual y las corridas de toros como signo de barbarie. Creo que en materia tauromáquica se podría llegar a una avenencia, pues mis argumentos en pro de las corridas han hecho alguna mella en mis discípulas y amigas, las cuales creían, como tantos otros detractores de la fiesta española, que ésta no era artística, sino una especie de espectáculo de matadero; pero en la cuestión religiosa todo cuanto se hable es inútil, porque las ideas contrarias al catolicismo son inculcadas desde la primera enseñanza. Yo he repasado por curiosidad los libros de texto de una de mis discípulas, y en el de Historia he visto que la parte dedicada a España era exactísima hasta llegar a la Reforma; desde este punto se nos mira ya con ojos más que turbios: Felipe II es considerado seriamente como un «asesino».

Existe una rara mezcla de ideas exactas y erróneas sobre nosotros, según que unas u otras provienen de los libros formales o de las fábulas que en Europa, y particularmente en Francia, forjan a nuestras expensas los escritores del género pintoresco. Una señorita me preguntó de qué región de España era. -Soy de Andalucía -le contesté. -¿De la alta o de la baja? -me volvió a preguntar. Y al saber que era de Granada, me dio cuantas noticias tenía sobre nuestra ciudad para comprobar si eran exactas. Todo esto sacando un promontorio de libros y mapas, que mi interlocutora manejaba con extraordinaria desenvoltura. Porque uno de los libros decía que los catalanes son industriosos, los castellanos arrogantes y los andaluces vivos, familiares y muy dados a la broma, me he visto y me he deseado para inspirar confianza; y hoy mismo, a pesar de repetidos ejemplos de cordura y seriedad, «mi procedencia andaluza» me perjudica notablemente. Sin necesidad de ser andaluz, sólo con ser español, le miran a uno con prevención en las relaciones familiares, a causa del malísimo concepto en que, como sujetos sentimentales, se nos tiene. Nos consideran capaces de pasión, pero no de verdadero amor, es decir, de un sentimiento apacible y durable que se traduzca en «soluciones prácticas»: de aquí, piensan, la facilidad con que, creyendo decir verdad, mentimos al hablar de nuestros sentimientos, y la poca conciencia con que nos burlamos de las mujeres que no saben resistir.

Les parecerá a algunos que estas opiniones no tienen gran trascendencia, que son conceptos superficiales de esos que sirven de tema socorrido en cualquier conversación; sin embargo, esos rasgos que se atribuyen a nuestro carácter: la dureza, la tiranía con la mujer, el desprecio de las leyes y otros de este tenor, son el estribillo siempre que se habla de España sobre asuntos más serios. Con motivo de las guerras que ahora tenemos pendientes, la prensa de aquí escribe enormidades contra España: no hay absurdo de los que se fabrican a destajo por los enemigos de nuestra nación que no tenga segura acogida; se nos cree capaces de todo género de horrores. Sin duda, nuestro papel histórico nos enajena las simpatías de un país como este, adepto de la religión luterana; pero no se llegaría hasta la animadversión si no fuera porque la idea absurda que corre como válida acerca de nuestro carácter sirve de plataforma para fundar fábulas odiosas que exciten la compasión en muchas almas sensibles e incautas.

Con ser tan poco favorable la opinión respecto del español, merece aplauso si se la compara con la que se tiene sobre la española. Algunas señoras creen de buena fe que el mayor mal que puede ocurrir a una mujer es nacer en nuestro país: la consideran como una esclava, casi como una mujer de harén. Reconocen que es bella, y acaso de este reconocimiento arranque la severidad con que la juzgan; pero piensan que esa belleza habla sólo a los sentidos, que no es la belleza de un ser inteligente. Con decir que aquí se habla con desprecio de la mujer alemana, por creerla excesivamente casera, se comprenderá lo malparada que ha de salir la española, sobre la que se cuentan los más desaforados desatinos. -¿Es cierto que las andaluzas son tan bellas como se dice? (A esta pregunta he contestado yo siempre entonando un himno o poco menos en loor de mis paisanas.) -Pero ¿es verdad también -agregan- que son tan ignorantes que no saben siquiera escribir con ortografía? -Eso ocurría antes -respondo yo-; pero ahora se ha progresado mucho en esa materia. Las españolas tienen gran talento natural y aprenden todo lo que quieren. El detalle ese que aquí choca de las faltas de ortografía, no tiene importancia en nuestro país, porque nosotros sabemos que procede del exceso de pasión, que turba a las mujeres hasta el punto de hacerles cambiar unas letras por otras. La española posee la ortografía del lenguaje espiritual, mucho más necesaria que la de la escritura. Yo, por mi parte, opino que la ortografía, como otras muchas cosas, debiera constituir un oficio, el de ortografista o corrector, y que la generalidad de las gentes debía prescindir de ese y otros estudios, que ocupan en el cerebro un espacio que hace gran falta para albergar ideas de más trascendencia. Aquí he encontrado ya varias personas que hablan y escriben correctamente media docena de lenguas y que no saben decir nada en ninguna: de ellas se puede decir lo de aquel que poseía una gran colección de instrumentos musicales, pero que no sabía tocarlos.

Pero el punto en que se insiste con verdadera saña es el de la libertad. Estas mujeres tienen la manía de la libertad: pueden hacer lo que quieren, y, sin embargo, acusan al hombre de déspota; y como creen que las españolas viven encarceladas y contentas, las juzgan como seres infelices, sin conciencia de su dignidad personal. Una de mis contertulias pretendía convencerme de que los hombres meridionales tenemos odio instintivo contra las mujeres del Norte, porque tememos que «nuestras esclavas» se nos subleven, siguiendo el ejemplo de las que ya consiguieron sacudir el yugo. -Están ustedes en un gran error si tal piensan -he dicho yo con gran seriedad-: lo que ustedes inspiran es lástima, y las españolas que las imitan lo hacen a disgusto, sólo porque el matrimonio es cada día más difícil y se ven forzadas a vivir solas; pero no porque tomen en serio las ideas de emancipación, pues su buen juicio les permite ver que salen perdiendo mucho en el cambio. Usted es aficionada a la filosofía y quizá haya leído algunas de las geniales paradojas de un filósofo alemán, hoy en boga, Federico Nietzsche: creo que es en su Menschliches, allzumenschliches (Humano, demasiado humano), donde expone su opinión sobre la superioridad intelectual de la mujer respecto del hombre, y la razón principal en que la funda es de sentido común. Prescindiendo de palabras vanas, de hecho resulta que la mujer ha dejado en manos del hombre todos los atributos de la autoridad, y con ellos todas las responsabilidades y malos ratos que proporcionan. A más, la obligación moral de sostener a la familia. A cambio de algunas satisfacciones irrisorias, el hombre se ha resignado a ser el verdadero esclavo: la mujer ha conseguido vivir a costa del hombre, manejarlo a su antojo en todos aquellos asuntos en que le va algún interés, y, por añadidura, representar el papel simpático, el de «víctima». No existe en la creación un ser que supere a la mujer en inteligencia verdadera, es decir, en inteligencia práctica: sólo se le aproxima el gato, que en opinión de un escritor español, Selgas, es el más listo de todos los animales, no sólo por haber resuelto el problema de vivir sin trabajar, sino por haberlo resuelto con achaque de cazar los ratones, diversión o deporte que para él tiene grandes atractivos.

Vistas, pues, las cosas con calma, se pone en evidencia que la mujer española, refractaria a la emancipación a causa de su «atraso intelectual», es mucho más sabia que las que neciamente se declaran autónomas y cargan con el pesado fardo de obligaciones que los hombres hemos llevado solos hasta ahora. A eso le llaman los franceses laisser la proie pour l'ombre, que podríamos traducir así: «perder la tajada por roer el hueso». Una mujer excepcional puede encontrar en la ciencia o en el arte satisfacciones acaso superiores a las de la vida en familia; pero las mujeres vulgares, que han de contentarse con desempeñar una función rutinaria y poco agradable, no deben de aceptar este medio de vida, sólo porque les deja más libertad, como superior al matrimonio. Las que tal hacen, cuando llegan a la vejez y forman el inventario de los goces que les ha proporcionado la libertad, sentirán envidia de la mujer del pueblo, que, guiada sólo por el instinto, ha sabido enamorarse de cualquier ganapán, crear una numerosa prole, y mal que bien salir adelante con ella, experimentar las alegrías y las penas que la vida va dando de sí; en suma, vivir una vida natural e íntegramente humana.




ArribaAbajo- XI -

«En malares anteckningar», af Egren Lundgren. Italien och Spanien.- Tredje upplagan.- P. A. Nerstedt Soener.- Stockholm.- 1882


Muchas personas he encontrado en Finlandia que tienen ideas más o menos disparatadas sobre la vida interior española, sobre nuestros tipos, costumbres y tradiciones, y la ciudad más conocida es precisamente la nuestra. Como son contados los finlandeses que han viajado por España, se me ha ocurrido preguntar por qué conducto se tienen todas estas noticias, y siempre se me ha contestado: eso lo he leído en el libro de Lundgren. Nada más natural, pues, que mi idea de comprar el libro del conocido pintor sueco, las Impresiones de un pintor, que figuran en el epígrafe. Y no estará de más añadir a los detalles que doy, por si algún lector desea comprobarlos, que la obra cuesta seis kronor, o sea nueve pesetas aproximadamente, y que va por la tercera edición; porque aquí, en todo el Norte, se compran libros, aunque sean caros. Si a un español se le ocurriera escribir unas Impresiones escandinavas, y venderlas a nueve pesetas el volumen, tengo la seguridad de que se quedaría con sus impresiones dentro del cuerpo.

El libro de Lundgren comprende Italia y España; pero de las 364 páginas de que consta hay consagradas a Italia sólo 116, el resto está dedicado a España, y de él cerca de la mitad a Granada, a la que el autor vino dos veces. No sé si la obra es conocida por algunos españoles, y aseguro que merece serlo; porque si bien el autor es hombre que observa muy superficialmente, tiene, en cambio, el mérito de ver muy bien, como artista, y de darnos lo que nos ofrece: impresiones pictóricas, las cuales interesan por su exuberancia de color y por referirse a una época relativamente lejana. Lundgren nos visitó en 1849, y su obra, que para los escandinavos es un descubrimiento, para nosotros es una curiosa y a ratos graciosa exhumación. No será tiempo completamente perdido el que dedique a reseñar las idas y venidas del celebrado Lundgren por España.

Procedente de Roma, llegó en marzo del 49 a Barcelona, de paso: todas sus noticias se reducen a hablar muy por encima de la Rambla y de la Seo; de un paseo llamado el Jardín del Explanado; del Liceo, al que coloca entre los grandes teatros de ópera de Europa, al nivel de la Scala de Milán; del teatro Principal, en el que asistió a la representación de El desdén con el desdén, cuyos entreactos eran amenizados por bailes con castañuelas; y por último, de algunas particularidades que le llamaron la atención en las ceremonias religiosas de las iglesias. Al mismo tiempo, como hombre aprovechado, se ponía en relaciones con un profesor francés, M. Rambert, para aprender la lengua española, en la que no llegó nunca a ser muy docto, a juzgar por los disparates de que está sembrado todo el libro.

En Valencia la estancia fue más larga, y las impresiones recogidas más abundantes: habla del Grao y de la tartana «en que vino» a Valencia, y de la fonda del Cid, donde se hospedó, diciendo incidentalmente que las calles no estaban empedradas; de la catedral, y en particular de la torre llamada El Micaleta; de la belleza de las valencianas y de algunas prendas de vestir, como la «media valenciana» y la «alpargata»; de la Academia de Pintura, donde copió un retrato de Velázquez, y de la Galería de Pinturas, en la que le llamó la atención la Comunión de María Magdalena, de Espinosa, y el San Francisco, de Ribalta; de la iglesia de los Mártires y de la Biblioteca de la Universidad, sin olvidar la excursión reglamentaria a Murviedro, la antigua Sagunto. Sus relaciones personales le debieron de dar escasa luz sobre nuestro país, pues a excepción del bibliotecario de la Universidad, todos sus tratos fueron con extranjeros, en primer lugar con artistas de una compañía de ópera italiana, que daban, como él dice, la Gazza ladra y Lucía, mezcladas con zarzuelas, fandangos y jaleo. Sin embargo, tuvo ocasión de aprender a perder el tiempo en el café Suizo; de conocer a una Carmen, a una Dolores y a una Mariquita, y de tomar nota de una coplilla que le llamó mucho la atención:


De la raíz de la palma
Hicieron las Isabeles
Delgaditas de cintura y de
Corazón crueles.

No creo necesario advertir que la manera de partir los versos de la copla es invención de Hr. Lundgren.

De Valencia pasó a Málaga, tocando brevemente en Alicante, Cartagena y Almería, de las que no dice nada interesante. Sólo al hablar del escaso movimiento que notó en Alicante, aprovecha la ocasión para dar a conocer, estropeado, un modismo español, pues dice que no había «más que cuatro gatas», en vez de cuatro gatos.

En Málaga, un amigo siciliano le llevó a una casa de pupilos «con patio y corredores», donde por primera vez se encontró nuestro viajero «verdaderamente en España». Describe el trato que Catalinita, la pupilera, le daba por dieciséis reales y exclama al fin: «¡Hvilket Eldorado!». No obstante, los días que permaneció en Málaga fueron muy pocos, y sólo tuvo tiempo para conocer a un pintor, Cortés, que le descubrió los «misterios artísticos» de la ciudad, sin olvidar las figuritas de barro, y a un ex militar, Quesada, que le entusiasmó cantando las «seguidillas de los enamorados». Con esto, y con describir cómo se pela la pava y citar la frase «se mi busca la ley, a Málaga mi voy», da remate a sus estudios malagueños, y emprende en diligencia (pues entonces no había tren) el viaje a Granada. A medianoche salió de Málaga, a las once llegó a Loja, y a las seis de la tarde estaba hospedado en la Fonda de la Minerva, en una habitación semejante a la «celda de una cárcel», y puesto de acuerdo con el excelente guía Arabal para subir a la Alhambra al día siguiente, a las cuatro de la mañana, antes de la salida del sol. Esto ocurría en mayo de 1849.

Hago gracia al lector de la descripción detallada de la Alhambra que trae el libro de Lundgren. La impresión primera del pintor fue que todo era más pequeño que lo que él se lo había imaginado; pero sin que esto rebajara el valor artístico del monumento. En el Generalife lo más notable que encontró, según parece, fue una chica de diecisiete años, parienta del jardinero, de la que habla como de una beldad maravillosa. Y su primera impresión sobre nuestra ciudad es entusiasta: aunque el autor ha recorrido casi todo el mundo, no ha encontrado nada que tenga conexión con Granada, «tipo original e incomparable, de extraordinario valor para un artista». «Durante el día todo está inundado de colores de extraordinaria riqueza y magnificencia, y por la noche, bajo el cielo de azul intenso, la ciudad está como revestida de espíritu romántico»... «El aire es puro, claro y cargado de aromas y de fuego; una mansión que ni soñada para el amor».

La visita a la catedral ocupa dos largas páginas, y contiene varios detalles que hay que omitir por ofensivos al espíritu religioso de mis lectores. Al autor le choca el excesivo lujo con que están vestidas las imágenes y adornadas las capillas, y se permite algunos rasgos humorísticos de gusto más que dudoso. Para concluir su primer capítulo, habla de la Cartuja en sentido bastante desfavorable, y refiere cómo, llevado de su deseo de estar más cerca de las bellas salas de Linda Raja, dejó la Minerva y se hospedó en la Alhambra, en casa de la «corpulenta personalidad» de Carmen.

Sigue inmediatamente un cuadro curioso y hasta histórico: la descripción de la corrida de toros dada en honor de los duques de Montpensier. El entusiasmo era tal, que nuestro artista tuvo que tomar el billete con anticipación, cuidando de que fuera de sombra, porque al sol el calor es insoportable. Fue a la plaza a las cuatro, y le llamó la atención la algazara del público, así como la procesión de los toreros (tjurfaektareprocessionen) al toque de la marcha real; describe a los banderilleros y chulos, que eran seis; al espada o doedaren; a los picadores o «caballeros que van armados de largas picas», y a las mulas con sus sonoras campanillas y banderas. Los toreros se arrodillan y rezan ante la imagen de la Virgen; después cada cual se va a su puesto; el «matador» saluda gravemente a la princesa, e hinca una rodilla en tierra hasta tanto que se le permite comenzar el «juego», porque -dice el cronista- a esto le llaman juego (lek). La infanta arroja la llave a la arena como signo de su graciosa concesión, y empieza la lucha. Suenan las trompetas y sale el primer toro, que es negro, brillante, la sangre y los ojos llenos de furor; va adornado con una moña azul y blanca, sujeta con un gancho de hierro. Sigue en los términos más complicados la descripción de las correrías del toro, encuentro con el picador y caída de este, así como su salvamento por los banderilleros; segundo y más terrible choque, en que el caballo cae muerto, redondo, «no obstante la grave herida que el toro recibe en el lomo». Siguen los banderilleros, con sus pinchos delgados y cortos adornados de papel, que hacen al toro bramar de coraje, y por fin el matador, con su «muleta» o «bandera roja» y espada de Toledo (toledovaerja), se dirige ante el palco de la infanta con la misma seguridad que si no hubiera toro en el redondel; cae de rodillas con la «montera» en la mano, dice algunas palabras y va luego contra el toro; con la bandera roja le lleva de izquierda a derecha, hasta marearlo, y luego, firme y seguro le clava el estoque en medio del corazón. El toro muere; bravos de las masas populares; lluvia de cigarros y «petillos», y hasta de bolsas con dinero sonante, sombreros y chaquetas, que los chulos devuelven a sus propietarios, mientras el matador, con gestos graciosos no exentos de majestad, y con la sonrisa en los labios, va saludando a los que le aplauden. A todo esto, un mozo había clavado al toro un cuchillo o puñal, y las mulas galopaban arrastrando los despojos mortales.

Vuelven a sonar las trompetas y sale otro toro, que «era castaño y más salvaje si cabe que el anterior». Varios caballos fueron destrozados, y un picador fue arrojado tan alto, que cayó sin sentido y hubo que sacarlo fuera del redondel. El tercer toro no quería pelear y hubo que echarle perros de presa. Él cogió a dos con los cuernos, y los tiró por alto mientras pisoteaba a un tercero; le echaron nuevos perros, y, por último, un mozo, con una cuchilla, le cortó una nalga; y cuando estaba en tierra el infeliz animal con los perros colgados, le clavaron la puntilla. Esto era tan despiadado y miserable, que se puede dudar de si intervenían seres humanos. Cinco toros fueron muertos, poco más o menos de igual modo, y muchos caballos destrozados (total, 23). Uno de los toros saltó la plancha que separa el redondel del público, y era de ver cómo corrían los mozos, polizontes y aguadores. Un chico fue retirado casi muerto. El espectáculo terminó mucho después de ponerse el sol; y el público, tanto señoras como caballeros, estaba contentísimo por el buen rato que había disfrutado; «y yo -agrega para terminar el revistero sueco- hubiera sido considerado como hombre sin pizca de gusto si me hubiera atrevido a decir que el combate de toros (tjurfaektning) no me había proporcionado ningún placer».

Si se tiene en cuenta que hace medio siglo las corridas no eran tan populares en Europa como hoy lo son, y que no hay medio humano de expresar en sueco ningún término taurino, la revista de Lundgren es una obra maestra de exactitud y colorido. El cronista no sabe distinguir el mérito artístico de los toreros, ni nota las diferencias que hay en las lidias de cada toro, porque no hay posibilidad de que un europeo que no sea español comprenda un espectáculo romano y moro y a la vez creación de dos civilizaciones comprendidas en Europa sólo por la lectura de libros, es decir, teóricamente. Yo he asistido a la representación de un drama chino, y si me viera obligado a relatar mis impresiones, no podría hacer otra cosa que describir el escenario y agregar que salían actores muy semejantes entre sí, articulaban sonidos al modo de los papagayos, recorrían la escena seguidos de numerosa comitiva y se retiraban para dejar el sitio a otros que hacían casi lo mismo, y así sucesivamente.

Se dirá que esto me ocurrió por no conocer el chino, y yo replicaré que la dificultad no estaba en no entender el idioma, sino más bien en no comprender el arte dramático de la raza amarilla. Anoche asistí al estreno del último drama de Ibsen, representado aquí antes que en ningún teatro de Europa: John Gabriel Borkman, y por mi falta de costumbre de oír el lenguaje teatral sueco, muchas frases se me escapaban; y esto no me impidió comprender exactamente toda la obra y apreciar en su integridad la fuerza del gran tipo trágico concebido por el dramaturgo noruego. Un caso más demostrativo aún: son contadas las palabras que conozco del finés, y, sin embargo, he ido al teatro finlandés a ver la tragedia Kullervo; no saqué en limpio más que dos palabras: veitsi, cuchillo, y pacivae, día, y, sin embargo, me interesé vivamente por las desventuras del Edipo finlandés.

Aunque pierda mucho el arte teatral, puede subsistir sin el auxilio de la palabra, siempre que sean conocidas las reglas generales de la acción dramática. Los dramas chinos son excesivamente largos: suelen durar varios días; la acción es muy lenta y complicada; casi todos los personajes que yo vi salían seguidos por numerosas comparsas que, por lo visto, deben representar el papel de coro de la tragedia griega; a la hora del espectáculo me fui yo aburrido, y acaso no habían dicho todavía nada en particular. Los largos intervalos de la acción deben de servir para que el público tenga tiempo de saborear lo que queda dicho; y así ocurre que, cuando dicen alguna gracia, hay espectador chino que se pasa cinco minutos riendo a carcajadas sin temor de perder la gracia que viene después. Un conocido mío que ha concurrido a representaciones teatrales en China, me decía que lo que más le interesaba era el reír de los chinos, semejante al cacareo de los gallos, y la extraña costumbre de lavarse durante los inacabables espectáculos. Cuando el calor es insoportable, se aprovecha uno de los intervalos para llamar a unos hombres que van por los teatros -como por los nuestros los vendedores de agua y merengues- con jofainas y toallas: por una cantidad insignificante se lavan las rapadas cabezas y se quedan frescos como lechugas. Y bueno será declarar que con una sola toalla se lavan centenares de personas, con un espíritu de fraternidad que para nosotros lo quisiéramos los cristianos de Europa.

Pero noto que la digresión es demasiado larga, y lo que es peor, que no tiene nada que ver con el libro que reseño. Mi idea era demostrar lo difícil que es comprender las obras de civilizaciones distintas de la nuestra y justificar a Lundgren de los disparates que comete, menos graves que los de muchos europeos que han intentado dar a conocer nuestra fiesta tauromáquica. Buena o mala, la descripción de Lundgren es la más conocida a estas alturas. Con ella, la ópera Carmen y algún que otro cabo suelto, basta para que se nos tenga por un pueblo aparte en el «concierto europeo».

Después de la corrida de toros habla nuestro autor de una juerga en un ventorrillo de la Alhambra, organizada por varios estudiantes amigos de un profesor Cubí, compañero de viaje de Lundgren desde Valencia. El héroe de la fiesta fue un «canónigo» llamado don Pedro, que, invitado por uno de los estudiantes, entra diciendo: «Ave María Purísima», y concluye por gritar: «Evviva las mozitas»; «¡Ay de mí!» y aquello: «Del cielo luciente estrella, Granada bella». Aunque el canónigo resulta luego ser cura a secas, da un tono demasiado vivo a este cuadro, que termina por algunas frases sobre la procesión organizada en honor de la infanta.

Luego de hablar nuevamente de la Alhambra y de sus inscripciones, y de describir la Torre de la Cautiva y la Puente de las Avellanas (como él dice), da cuenta de un interesante baile que tuvo lugar en la Alhambra, y que fue organizado por la maestranza en honor de los duques; y para hacer pendant, de una danza gitana, con cuya ocasión habla de la ilustre gitanería granadina. El capítulo termina con la descripción de la procesión anunciada y con una excursión nocturna interrumpida por un destemplado «¿quién vive?», al que contestó Lundgren con el alma y con el corazón: «¡España!». Y lo dejaron pasar.

Sigue hablando el autor de los temas más variados: del cochero Napoleón y de una subida al Monte Sacro, desde donde describe con entusiasmo nuestra vega, y de su excursión a la Sierra Nevada, emprendida con arreglo a los sanos principios de la ciencia alpinista. Refiere sus impresiones de viaje; su vistazo a Granada desde el sitio que él llama «el último suspiro del moro»; sus paradas en Lanjarón y Órjiva, y su feliz encuentro con unos estudiantes y varias señoras montadas en mulas. Bien pronto se organizó una fiesta, de la que fueron héroes una de las señoras, llamada Donna Leonora, y el estudiante D. Alfonso. De doña Leonora conservó la siguiente expresiva copla:


No yo temo a las partidas,
Ni tampoco a los caminos:
Se va a un lado un mozo fino,
Esencia del bien querer.

Y D. Alfonso le dio a conocer, refiriéndola a todos los reunidos, la Leyenda de Abdul Hassan, que llena ella sola quince páginas del libro. El 22 de julio tuvo lugar la ascensión a la Sierra.

Los expedicionarios éramos cinco -dice el sueco, aprovechando la ocasión para arañar un poco a sus «amigos» los rusos-: Garhardt, Friedrich (dos amigos alemanes) y yo; un ruso, Ruloff, y el mozo o mulero. Subieron al picacho para ver la puesta del sol; y, encaramado en aquella altura, Lundgren describe el panorama con tan brillantes colores que no creo haya sido superado por ninguno de los infinitos a quienes ha inspirado nuestra Sierra. Al día siguiente nueva ascensión para ver la salida del sol, y nuevo cuadro pictórico, más brillante aún que el primero; el entusiasmo lleva a nuestro artista a decir: «Aquello era majestuoso; era supraterreno: parece que entonces vi yo el sol por primera vez en mi vida».

De regreso de su excursión, Lundgren decidió dejarnos; se despidió de la Alhambra y de Carmen y su familia, y tomó asiento en la diligencia de Málaga, en el pescante, entre el mayoral y el zagal, entre el «cochero y su primer ministro». -La mula que va delante -dice el viajero- se suele llamar Generala, Capitana o Briosa, y las demás Carbonera, Coloevra, Valerosa y Pastora. Desde Málaga, por Gibraltar, Tarifa y Cádiz, a las que dedica muy pocas líneas, se dirigió a Sevilla, donde le chocó en primer término lo estrecho de las calles y la poca altura de las casas; pero agrega: «No conozco ninguna ciudad que, como esta, se haya apoderado de mí desde el primer instante». Desde el primer día Lundgren se encontró en Sevilla como en su casa, trabó amistad con muchas personas, de las que nos habla continuamente: el pintor alemán españolizado D. Federico Ludwig; D. Marcos Pereda, que sacó a Lundgren de casa de la señora María Francisca y lo llevó a la de Barrera, en la calle de la Muela, el actor Osorio; los hermanos Bontolón; el americano Villamil, y casi todos los concurrentes al Casino Sevillano. La parte del libro dedicada a Sevilla es la única en que aparecen cuadros de la vida española. En Granada lo principal son los monumentos y los paisajes; en Sevilla, los tipos y costumbres: se habla muy someramente de la catedral, del Alcázar, de la casa de Pilatos, del hospital de Caridad; pero abundan los croquis de escenas andaluzas: un baile en casa de Miguelito, donde el autor vio bailar «el fandango, la cachucha y la sandunga»; bailes gitanos, tipo del barrio de Triana; relación de la desventura amorosa de Pepa la Bruja; romería a Torrijos; excursiones marítimas; entierros y muchos más, que en conjunto dan una idea aproximada de la vida sevillana a mediados del siglo. Como es natural, siendo el cronista pintor, la parte más extensa es la dedicada a la escuela de pintura y a los artistas sevillanos y a los tipos pintorescos andaluces, de los cuales, en particular de mujeres, ofrece al lector una riquísima galería. De algunas bellezas llegó hasta a hacer el retrato, y de ellos cita los de la señorita Encarnación Reyna, hija del boticario de Algeciras; de Carmen Buzón, famosa bolera que volvió loco a todo el mundo bailando «el olé», y de la graciosa Jesusita.

Después de una breve estancia en Córdoba, donde sólo le llamó la atención el Arrizife, las ermitas, una comida en que hubo garbanzos y tomate y buen vino de Valdepeñas y Montilla, y la Mezquita, regresó Lundgren a Sevilla, en la que continuó sus estudios «juerguístico-pictóricos»: encierros, cacerías, escenas tauromáquicas, historias de bandidos (hay una muy sugestiva con el melodramático título de El Chato doed -«La muerte de El Chato»-); descripción de la Feria; bailes en casa de Félix García (el primo de la Malibrán); en fin, el cuento de nunca acabar. Del folclore sevillano trae Lundgren sólo estas dos coplas:


Piensan los enamorados,
Piensan, y no piensan bien,
Piensan que nadie los mira,
Y todo el mundo les ven;
No mi haga usted cosquillas.
Que mi pongo colorada,
Que mi gusta a mí la gente
Que tiene formalidad.
Con el vito, vito, vito,
Con el vito, vito, va; etc.

Nótese la perspicacia instintiva con que el sueco caracteriza dos regiones desconocidas para él con sólo dos coplas: la Andalucía alta está en la copla «De la esencia del bien querer», que canta doña Leonor en el camino de la Alpujarra; la Andalucía baja en la canción del «Vito, vito». «Sevilla, oh Sevilla -concluye Lundgren-, corona de la primavera -dulce país de mi morena-, alegría de mi corazón».

De Sevilla vuelta a Córdoba, deteniéndose en Carmona, descripción de la Mezquita, y regresó a Granada por Bailén. Cuando regresó a Sevilla, entró en la ciudad como quien vuelve a su casa; al regresar a Granada no aparece en su relato más que la Minerva, Arabal, Carmen, el cuarto de la Alhambra y la indispensable gitanería. Hay que reconocer que éramos muy ariscos en 1849: entonces no hacíamos caso de quién nos visitaba. Hoy es otra cosa: en 1895 nos visitó uno de los escritores franceses de más nombradía entre los jóvenes, Maurice Barrès, quien ha escrito y piensa escribir en serio sobre cosas de España; y, aunque le ocurrió lo mismo que a Lundgren, tuvo siquiera la satisfacción de protestar en letras de molde en una carta publicada en El Defensor. Lo único nuevo de que nos habla el pintor sueco en su segunda visita es de sus paseos por Granada, en los que salen a relucir el Zacatín, La puerta de las Orejas, llamada también de Los cuchillos, los Mártires y algún detalle olvidado en la primera.

En comparación con Andalucía, el resto de España le pareció a Lundgren muy prosaico; su estancia en las demás ciudades españolas que visitó fue breve, y sus impresiones muy ligeras. De Madrid sólo le interesó la Puerta del Sol y el museo; de Toledo, a donde fue recomendado por la «amable señorita Emilia de Gayangos», da una descripción muy sumaria, pero en la que se aprecia bien en conjunto el carácter histórico y artístico de la ciudad; por último, hizo breves visitas a Cuenca, Valencia y Barcelona, desde donde se embarcó para Londres.

Del interesante viaje de Egron Lundgren se destacan con gran relieve sobre los demás las dos ciudades andaluzas Granada y Sevilla, cada una con su carácter propio. Granada es la ciudad que encanta por el color, y Sevilla la que seduce por la gracia; en Granada lo principal es la luz, el paisaje, los monumentos; en Sevilla, la vida, los tipos, las costumbres. En el relato de Lundgren aparece Granada como adormecida y casi muerta; faltan «personas»: sin duda en 1849 todos los «hijos ilustres» de Granada estaban de viaje, y los que no eran ilustres estaban metidos en sus casas. El único apellido granadino que cita el autor es el de Marín, a cuya casa fue alguna vez. Si hoy volviera a nuestra ciudad, encontraría menos carácter morisco y romántico y la misma oposición entre la ciudad y los habitantes; en Granada hay dos cosas inmutables: el ambiente, que por fortuna está fuera del alcance de los reformadores, y el filosofastro pintado magistralmente por Méndez Vellido en su artículo Lo inmutable, el hombre telaraña que se sonríe con desprecio de todas las escobas inventadas por la moderna civilización. Todos nosotros, quien más, quien menos, tenemos algo de telaraña: andamos arrinconados para que nos «dejen el alma en paz». Somos perezosos, y, cuando creamos algo, nuestras creaciones, hijas de la pereza, se mueren al poco tiempo por no tomarse el trabajo de vivir.

Se trata de crear en Granada algo que sea como un núcleo de vida espiritual: se funda, por ejemplo, un centro artístico; y este centro comienza en seguida a dar tumbos, y sus papás o fundadores lo ven morirse con una calma digna de los más aplaudidos estoicos. La causa de eso, se dice, es «la falta de espíritu de asociación»; y dicho esto nos quedamos más tranquilos todavía. Pues bien: aquí donde yo escribo hay mucho espíritu de asociación; y las sociedades no tienen socios bastantes para cubrir los gastos, por lo mismo que son muchas y la población es pequeña. Ocurre todos los días que esta o aquella sociedad no puede seguir adelante, y, en vez de lamentarse de la indiferencia del público, decide sacarle los cuartos con la mayor suavidad posible y organizar una «función de auxilio», como aquí se dice, con el concurso gratuito de los que se interesan por la sociedad. No ha mucho dio una la sociedad filarmónica, y he oído decir que sacó más de cuatro mil duros limpios de polvo y paja.

Y, dondequiera que se aplique el sistema de la forma aquí usada, el resultado es seguro, porque el público acude siempre que le tocan en el punto sensible. Una función de auxilio es interesante porque no es un espectáculo vulgar, con artistas pagados, sino una obra de la sociedad misma. Los que hoy asisten como espectadores, mañana serán los ejecutantes. Un catedrático da una conferencia; una señorita baila y la otra canta; las que no tienen habilidad para otra cosa sirven para figurar en cuadros vivos, en los que se reproducen cuadros de artistas célebres; las señoras serias regalan labores, que se venden en una rifa organizada para llenar los intermedios del espectáculo; hay quien recita poesías y quienes dan representaciones dramáticas de obras escritas con este objeto por escritores locales, y hasta suelen terminar estas fiestas con un baile general. Todas estas cosas hay medios de hacerlas en Granada, salvo en lo tocante a la intervención de las señoritas, que pondrían reparos para salir a las tablas de un teatro a bailar y a figurar en cuadros vivos; habría que contentarse con que tocaran el piano o cantaran. Pero por algo se ha de empezar. La dificultad mayor es nuestro carácter, nuestro temor a echar a la calle nuestras miserias, nuestra costumbre de aguantarnos en silencio para no desentonar y de regirnos, individuos y sociedades, por la sapientísima regla de conducta: cada uno en su casa y Dios en la de todos. Estas prácticas no tienen más inconveniente que el de impedir que se forme espíritu colectivo. Cuatro siglos largos después de la toma de Granada nos hallamos con que nuestra ciudad ha dejado de ser morisca, para convertirse en aglomeración sin carácter. Tenemos todo lo que necesitamos: el paisaje y el hombre filósofo, el pinon udor (lo diré en griego, para mayor claridad), el último retoño de Diógenes, el heredero del espíritu helénico. Pero este sabio, quizá por ser verdaderamente sabio, es un grandísimo holgazán y no ha querido hasta ahora molestarse ni siquiera para ponerse donde le vean. Por eso no le han visto ni Lundgren ni ninguno de los viajeros que nos han visitado y estudiado. Y Granada continúa siendo una ciudad morisca sin moros, porque algo se ha de decir para entretener al honrado público.




ArribaAbajo- XII -

Vistas, paisajes y cuadros pintorescos finlandeses


La única persona a quien yo envidio a ratos en el mundo es un gallego natural de Viana del Bollo y casado con una sevillana graciosísima, Gloria Bermúdez; y no le envidio la mujer, sino la facilidad que Dios le dio para describir todas las cosas. «Ceferino Sanjurjo, poeta descriptivo», reza la tarjeta de este hombre feliz, dado a conocer por Armando Palacio Valdés en su novela La hermana San Sulpicio, y recordado por mí siempre que cojo la pluma para describir algo y la suelto sin haber descrito nada. Sin duda tengo atrofiada la circunvolución cerebral donde habita el genio de las descripciones, porque de otro modo no me explico que teniendo dos ojos perfectamente sanos, una memoria fiel y una voluntad decidida, no me sea posible dar cuenta de lo que veo.

Un amigo mío, que me trata con mucha confianza, me ha llamado seriamente la atención acerca de esta debilidad de mis facultades descriptivas: -«Casi siempre empiezas bien -me dice-, pero a las pocas líneas te tuerces, y en lugar de decirnos lo que ves; lo que tú nos envías no son impresiones, sino opiniones: las impresiones te las guardas para mejor ocasión. Los lectores que hayan tenido la paciencia de leerte han perdido el tiempo y no tienen idea de lo que es ese país: tienen ideas teóricas sobre los habitantes, pero desconocen la manera de vivir exteriormente; cuando, por ejemplo, la temperatura es de 20 o 30 grados bajo cero, cuando el sol no alumbra o cuando nieva varios meses seguidos. Allí debe ocurrir algo curioso y digno de mención, algo más interesante para un meridional que todo lo que llevas escrito hasta ahora». Ante quejas tan fundadas, he tenido que someterme a hilvanar esta carta, que será descriptiva hasta el punto que mis fuerzas la consientan.

El frío. Voy a sorprender a mis lectores diciéndoles que aquí no hace frío. Dentro de las casas se vive en perpetua primavera, y en la calle, envuelto en pieles, suda uno más que en verano. Sólo la cara, que tiene que ir al descubierto, se resiente de las caricias un tanto brutales de la nieve y el viento. De 10 grados para abajo, la barba se hiela y la cara se adorna con un marco de estalactitas; cuando se vuelve a casa después de pasear un rato, de cada pelo cuelga un carámbano, y al sacudirse suena uno como una araña de cristal. A los 20 grados lloran hasta las personas menos sensibles, y hay que tomar precauciones contra la congelación. En el interior, y al norte del país, donde los fríos son más intensos y persistentes, ocurren desgracias todos los años. En los casos de congelación, si no se acude a tiempo con frotaciones de nieve y se presenta la gangrena, hay que amputar las partes congeladas: las narices y las manos son las que corren mayor peligro.

En las ciudades, con los medios de que se dispone para luchar contra el frío, los inviernos son agradables. Los días de frío fuerte son contados y pasan antes de que se los sienta: la temperatura corriente, de 10 a 12 grados bajo cero, convida a pasear y a hacer excursiones en trineo por los campos cubiertos de nieve o por los mares helados. Un finlandés me decía que no sabía lo que era pasar frío hasta que se fue un invierno a Niza, a lo cual le contesté yo que los únicos inviernos en que yo no había sentido ningún frío eran los dos pasados en Finlandia. Aquí tienen termómetro hasta los pobres de solemnidad, y se sabe que hace frío porque el termómetro lo dice; la gente se abriga más o menos, según baja o sube la temperatura. Aún no he visto tiritar a nadie.

A mí me sirve de termómetro mi staederska, mi pasante; cada día se presenta de un modo diferente: con pañuelo en la cabeza; con pañuelo y mantón; con chaquetón de cuero o con capotón de pieles y gorro que le tapa hasta las orejas; con cuatro o cinco gradaciones termométrico-indumentarias. A veces llega con un brazado de leña para prepararme el baño, y casi cubierto de sudor me dice:

-Hoy hace mucho frío: 12 grados bajo cero.

Lo que angustia más no es el frío; es la falta de sol: más luz da el suelo nevado que el cielo gris, triste como el rostro de un mudo; a veces una mancha rojiza marca el sitio por donde el sol quiere asomarse; algún día el sol luce al fin; pero sus rayos no calientan ni dan vida al paisaje, siempre silencioso, solemne.

La primera impresión que me produjo este país fue de tristeza. Llegué en invierno, y los campos, como los lagos, como el mar, estaban sepultados bajo la nieve; acá y acullá residencias veraniegas cerradas y viviendas de labradores, casas de madera pintadas de rojo muy oscuro; de tarde en tarde, grupos de casas, aldeas de aspecto pobre, y en algunas, no en todas, iglesias tan sencillas como las casas. El hombre pasa sin dejar apenas rastro. Se le ve caminar pesadamente con los brazos caídos, y a lo lejos parece, más que un ser humano, un topo que sale un momento de su topera; sus pisadas forman en la nieve sendas tan tristes y solitarias como las que van por entre los sepulcros en los cementerios.

En las ciudades, el poder nivelador y destructor de la nieve se halla hasta cierto punto contrabalanceado por otro poder muy prosaico, pero muy benéfico: el de los barrenderos innumerables que barren las calles continuamente, y las tienen más aseadas que las de aquellas otras poblaciones donde cae agua en vez de nieve, y no se puede dar un paso sin llenarse de barro hasta las rodillas. Pero noto que empiezo a torcerme, y que en lugar de describir estoy aludiendo a la mayoría de los Ayuntamientos de España.

La primavera es un período de combate. La naturaleza no se va despertando poco a poco, sin esfuerzo ni violencia, sino que de la muerte renace a la vida con maravillosa pujanza. Antes que el sol derrita por completo la nieve, ya está el labrador labrando sus campos; todo crece como por arte de encantamiento: las hojas, las flores y los frutos se atropellan por salir en busca del sol, como si temiesen no llegar a tiempo; y en medio de esta orgía, de este despliegue de fuerzas acumuladas durante largos meses de letargo, sigue flotando en el aire la serenidad, la calma, el silencio de los días invernales.

En un libro de extremada delicadeza, en el Trésor des Humbles, ha descrito Maeterlinck en frases sutiles, casi vaporosas, el alma de los niños predestinados a morir en los primeros años de la vida. Él los distingue de los demás en cierto aire de tristeza, que les nubla el semblante; cree ver en ellos signos misteriosos de esa ineluctable predestinación. Finlandia es como esos niños: el espíritu del país es siempre triste; en invierno vaga solitario sobre planicies blancas, inacabables, sin hallar dónde acogerse; en verano lleva consigo el presentimiento de un próximo fin. Hay un período de muerte y otro período de vida; y en la lucha entre ambos, la muerte es la que triunfa, es la que imprime carácter al territorio, porque ella es lo sustancial, lo permanente, lo verdaderamente eterno. Cuando empieza a caer la nieve, la atropellada vida estival, disparada como castillo de fuegos artificiales, se desvanece, dejando tras de sí, por testigos, los árboles convertidos en esqueletos.

Cuando la nieve se va, queda el agua. Finlandia es un país que va naciendo conforme se va retirando el mar: aún no ha acabado de nacer. El suelo muy quebrado, rocoso, y la vegetación desigual que de él brota, despiertan a veces, como en los casos de atavismo, el recuerdo de una vida submarina. Lo característico del paisaje es la alianza de la tierra y del agua: el litoral no es recortado, sino que al concluir la tierra firme hace aún asomadas en el mar; todas las costas están sembradas de archipiélagos. En el interior hay también pequeños mares con sus grupos de islas. Finlandia es el país de los mil lagos: muchos de ellos forman a modo de sistemas ácueos con sus núcleos centrales, y son vías de excelente comunicación entre las diversas partes del territorio. Son innumerables los rápidos canales y cataratas, algunos muy visitados, como los de Imatra y Vallinkoski, o los diques naturales, como el celebrado de Punkaharju, que separa los lagos de Saima y Puruvesi.

Sometido a la influencia de este medio semilíquido, el finlandés es el hombre más acuoso de Europa; su color es algo aguanoso; su cabello es por lo general rubio húmedo (si se me permite inventar este matiz); sus ojos, serenos y poco expresivos, tienen algún parentesco con los de los peces; y por su afición a remojarse el cuerpo merece ya, francamente, ser clasificado como un bimano del orden de los anfibios. Hay baños que duran tres y cuatro horas, y en los que se saturan de agua hasta las partes más recónditas del organismo; en el campo se bañan las familias en masas: el abuelo y la abuela; el padre y la madre; los hijos y las hijas; y, si los hay, los nietos y bisnietos, sin distinción de sexo ni edad, todos en cueros vivos, formando cuadros candorosos paradisíacos. En las ciudades no es esto posible; pero queda aún la respetable institución del baño para hombre, servido por señoritas bañeras, y en el campo se ha perdido también la pureza de las costumbres patriarcales y ha caído en desuso una práctica muy loable: al llegar a una casa un huésped, el primer agasajo que recibía era el baño: la señora de la casa cogía por su cuenta al recién llegado, le conducía al cuarto donde el baño estaba dispuesto, le desnudaba y le escamondaba hasta dejarle más limpio que una patena. Yo encuentro la usanza filantrópica y filosófica en alto grado. Cristiano es «dar de comer al hambriento» y «dar de beber al sediento»; ¿por qué no ha de serlo también «limpiar al que está sucio», sobre todo estando el agua tan a mano, como aquí está por todas partes?

Finlandia es triste; pero su tristeza engaña al hombre y le hace creer que vive contento. El período de las nieves es propicio para soñar aletargado, como reptil que hace su laboriosa digestión, y al salir del letargo se cae en la embriaguez de los días interminables, en que el sol apenas se ausenta, en que desde el lecho, por las ventanas de par en par abiertas, ve uno desvanecerse las luces del crepúsculo vespertino, cuando surgen por Oriente las de la aurora. Entre el letargo y la borrachera corre veloz el tiempo y vive uno feliz: sólo turba esta tranquilidad la idea vaga de una vida más enérgica. La gente del país tiene acaso el presentimiento de esta vida; pero el meridional tiene fijo el recuerdo, que a veces asalta violentísimo, y produce la incurable nostalgia. A mí me asaltó en la primavera, que es la época de las invasiones: los mercaderes ambulantes, muchos de ellos tártaros, llegan con sus telas orientales, árabes y persas; yo compré un tapiz tártaro, fabricado en... Silesia. Los alemanes se pintan solos para estas bromas de la industria. Luego vienen los italianos.

Un vendedor de estatuas de yeso se mete por las puertas diciendo: -Io sono toscano, signore-, y me obliga a comprarle los sempiternos Paolo y Francesca. Hay que proteger al arte. Una bandada de organilleros se desparrama por la ciudad: yo recibo diariamente la visita de uno, al que acompaña un mono muy travieso. Cuando el primer día entraron por mis ventanas las notas destempladas y chillonas de La donna è mobile, ríase el que quiera, pero lo cierto es que me dio un vuelco el corazón. Entonces comprendí lo que era vivir en este extremo norte; entonces comprendí que este país me tenía engañado con la vida feliz, aparente. A uno de estos organilleros que tocaba una canción del Tirol le alargué un día, al pasar, una moneda; el viejo y desmedrado artista miró con ojos de deseo, pero continuó impávido dando vueltas al manubrio con la misma fe con que debe de acompañar el violín Sarasate.

Yo aguardé prudentemente a que acabase su faena; le di la moneda, y al marchar me dije para mis adentros: -Si yo fuese capaz de dar vivas a algo o a alguien, hubiera gritado ahora: ¡viva Italia!




ArribaAbajo- XIII -

Donde el corresponsal resuelve a su modo la tan debatida y manoseada cuestión de la reforma universitaria


En una de las preciosas cartas que mi amigo Gabriel Ruiz de Almodóvar ha publicado no ha mucho en El Defensor, soy, por equivocación, consultado acerca del problema irresoluble de la enseñanza oficial. Almodóvar se dirige a los peritos y cree que yo lo soy. Para convencerle de que se equivoca y para corresponder a la atención que ha tenido conmigo, dedicándome su epistolario, voy a explicar un plan completo de reformas que por adelantado sé que ha de acabar de desacreditarme a los ojos de las personas sensatas.

Al leer la palabra «plan», hay ya quien se figura que voy a desenvainar un proyecto de ley con quinientos o mil artículos y un haz de reglamentos complementarios. No hay que asustarse, pues en sustancia se reduce a estos tres puntos:

1.º Las Escuelas de Bellas Artes quedan incorporadas a las Universidades.

2.º En las Universidades se darán funciones públicas, científicas y artísticas.

3.º Los fondos recaudados por este concepto serán destinados al fomento de la enseñanza.

Algunos amigos míos que creen que cuando lo escribo lo hago sólo para dar una broma a mis lectores, dirán: -¡Ya pareció aquello! El corresponsal quiere convertir en teatros las Universidades. ¿Hase visto mayor desenvoltura? Y yo contesto: -Quien en realidad da un bromazo al país es el ministro, que, puesto de gran uniforme, sube a la tribuna parlamentaria y lee una ley de instrucción pública con arreglo a los últimos adelantos pedagógicos. En España no quieren convencerse de que una ley sirve sólo para regular lo que ya existe con arraigo, nunca para crear nada nuevo. La creación es obra individual o corporativa; la ley es obra social, y viene o debe venir mucho después. La reforma universitaria (y como esta la de la enseñanza en general) está en las Universidades, no en el Parlamento; y lo que hace falta no son legisladores, sino hombres de acción y de sentido común que empuñen los zorros y sacudan el polvo a todos los organismos e instituciones.

Las Universidades están sometidas a un poder centralizador, es cierto; mas no hay centralización tan estrecha que no deje resquicios por donde asome la iniciativa individual. El hacha corta el árbol; pero después salen los retoños si el árbol no estaba muerto. ¿Dónde están las iniciativas de las Universidades, la promesa de que serían mejores si gozaran de su autonomía? Nuestras Universidades son edificios sin ventilación espiritual. La ciencia que en ellas se recoge es nociva, porque no sirve para crear obras durables sino para armar el brazo de los pretendientes. De aquí mi idea de limpiar y ventilar, abriendo las puertas para que todo el mundo entre y contribuya con su presencia y con su bolsillo a implantar de hecho la reforma universitaria.

Las Universidades que aspiran a ser Escuelas de saber no se contentan con enseñar rutinariamente cierto número de asignaturas, y dejar luego que los alumnos, los buenos y los malos, vuelvan las espaldas y se retiren con el título enrollado bajo el brazo. En el ejército es, y el soldado que sale con su licencia en el canuto queda obligado a acudir en caso de llamamiento. Una Universidad debe conocer a sus alumnos, escoger a los que valen, y dirigirlos, auxiliarlos para que completen sus estudios universitarios con otros especiales, en que la aptitud, la iniciativa, el esfuerzo individual obren con más desembarazo. Y para que esto ocurra no es necesario aumentar el número de aulas, ni el de asignaturas, ni el de profesores, sino estrechar más las relaciones entre maestros y discípulos, disponer de fondos y distribuirlos con inteligencia y con justicia.

Si se consignara en el presupuesto del Estado una cantidad para pensiones de estudios, bolsas de viaje y premios, no se adelantaría gran cosa, porque al venir el dinero de Madrid, vendría con él la lista de recomendaciones. En vez de enviar a Oriente a filólogos aptos para el estudio de las lenguas orientales, o a las clínicas más adelantadas de Europa a alumnos escogidos de la Facultad de Medicina, enviaríamos a viajar de balde a unos cuantos paniaguados, que no sólo no harían nada bueno, sino que desacreditarían la Universidad que les subvencionase. Todos sabemos lo que son en España las comisiones que costean los Ministerios: no es necesario insistir en este punto.

Para que una Universidad emplee bien el dinero tiene que ganarlo ella misma; y para ganarlo, tiene que trabajar en algo que esté en consonancia con sus fines. ¿Qué inconveniente hay en que se extienda el campo de operaciones, en que se atraiga al público y se le instruya deleitándole, como recomendaba Horacio, y sacándole los cuartos, como recomienda el positivismo cruel de nuestros democráticos tiempos? Ninguno. Un alumno paga su matrícula. Un espectador paga su entrada. Hay profesores y discípulos y local. Todo cuanto hace falta para poner manos a la obra.

Y a mayor abundamiento, para que a los experimentos científicos y a las representaciones de comedias clásicas acompañen los conciertos musicales y corales, se podría incorporar a la Universidad la Academia. Esta función quitaría a las Universidades el aspecto de sequedad que hoy tienen, infundiéndolas, con el arte vivo, un espíritu más amplio y fecundo, y destruiría ciertas desigualdades irritantes o que, por lo menos, a mí me irritan: por ejemplo, que un abogado ramplón mire por encima del hombro al violinista que sale de la Academia, y que para vivir tiene que tocar mediante unos cuantos ochavos allí donde la ocasión se le presenta.

Tenemos la manía de separar, cuando, por nuestro carácter indisciplinado, debíamos esforzarnos para unir. En el ejército se ha procurado combatir las exageraciones del espíritu de cuerpo creando la unidad de procedencia; en las carreras civiles podría hacerse mucho, si no se topara con la idea preconcebida, absurda, de que cada localidad debe tener un centro docente, aunque sea por completo inútil. De las Universidades belgas salen notabilísimos ingenieros. Si yo propusiera la incorporación de las Academias de ingenieros a las Universidades, dirían que no estaba en mi sano juicio. En esta Universidad de Helsingfors no ven inconveniente en que en un mismo local se enseñe Teología por la mañana y canto por la tarde; si yo hablara de restablecer la Facultad de Teología, me tacharían de reaccionario: he propuesto lo del canto, y me dirán que soy poco serio.

¿No será posible ensanchar un tanto el criterio mezquino, raquítico, exclusivista, con que se juzga todo en nuestro país?

Y ahora voy a explicar por qué incluyo en mis Cartas finlandesas esta que parece no tener relación con Finlandia. El plan que yo he esbozado grosso modo, no es invención mía: yo no he hecho más que españolizarlo. No me gustan las imitaciones; aunque aquí he visto muchas cosas buenas, no aconsejaría nunca que se las copiara, porque al copiarlas se les quitaría la virtud. Pero hay cosas que llamamos prácticas, que tienen un valor absoluto, que son buenas en todas partes. Y en lo tocante a espíritu práctico y sentido común, no hay pueblo que aventaje a este tan desconocido y arrinconado de Finlandia. Aquí la instrucción general es privada, y, sin necesidad de intervenciones gubernativas, todo el mundo sabe leer y escribir. El Estado sólo organiza la enseñanza superior. Los estudiantes forman corporación; usan como distintivo, tanto los varones como las hembras, una gorra blanca, a la que en los grados superiores se agrega un borlón monumental. Hay quien lleva la gorra descansando sobre el hombro, y mira por encima de él y de ella a todos sus semejantes. Un estudiante es una personalidad social y económica.

De uno que había concluido su carrera con treinta mil marcos de deudas, oí hablar con elogio: «Cuando le fían es hombre que promete». La Corporación estudiantil tiene su pequeño palacio, la Studenthus, que dentro de sus propios fines funciona como un teatro sui generis, pero abierto al público como a los demás.

Todo esto es imposible en España, y por serlo dejo yo a los estudiantes en la Universidad bajo la dirección de sus profesores. Lo que no es imposible es que los estudiantes trabajen y se apliquen a obras útiles para la prosperidad del centro donde se instruyen. La Universidad de Helsingfors, aparte otros méritos, tiene el ser útil a todo el mundo: a los alumnos, a quienes estimula por medio de abundantes pensiones y estipendios; a los aficionados a la lectura, prestando los libros, sin exigir más garantía que un recibo en que se escribe el nombre y domicilio del que se lo lleva; al público en general, convirtiendo su Paraninfo en sala de espectáculos cultos, donde lo mismo da una conferencia un profesor (y suelen venir también extranjeros) que un concierto un artista de mérito eminente. Una notable pianista venezolana, Teresa Carreño; Reisenauer, el discípulo predilecto de Liszt; la cantante Eva Nansen, mujer del explorador del Polo Norte; el violinista austríaco Ondricek, y muchos más, han desfilado en poco tiempo por esta Universitetets-solemnitessal. La última fiesta celebrada ha sido la del centenario del gran compositor Schubert. Según esta costumbre, todos los artistas dan en la Universidad uno o varios conciertos escogidos para los inteligentes, a cuatro o cinco marcos la entrada, y luego en Brandkorshuset (Casa del Cuerpo de Bomberos) un concierto popular a uno y dos marcos, al que concurre todo el mundo. Así se honra a los artistas, sin olvidar los derechos artísticos del pueblo.

Si en este tiempo en que los histólogos y microbiólogos son dueños de la situación fuera yo médico, estoy seguro de que sería un ferviente hipocrático. Para mí, el que se pone malo y el que se cura es el hombre, todo el hombre: al medicamento local debe ir unido un sacudimiento inteligente de la naturaleza del enfermo, para que esta acuda con su fuerza medicatriz innata y opere la total curación. Mi plan de reforma universitaria es también hipocrático: nada de cataplasmas ni de específicos, que las Universidades sacudan la modorra, y que por medio de la acción expelan ellas mismas sus malos humores y se conviertan en organismos sanos y robustos.




ArribaAbajo- XIV -

El 1.º De junio, día simbólico de la organización económica de Finlandia



Vart land aer fattigt, skall sa bli
Foer den, som guld begaer,
En fraemling far oss stolt foerbi;
Men detta landet aelska vi,
Foer oss med moar, fiaell och skaer
Ett guldland dock det aer.

Por si en sueco parece poco extraña esta bella estrofa del himno finlandés, del vibrante y patriótico Vart Land, voy a darla a conocer también en lengua finlandesa para que mis lectores saboreen con los ojos y con el oído, aunque sea en un pequeño fragmento, cuanto hay de característico y de musical en esta lengua hablada apenas por dos millones de hombres:


On maamme koeyhae, siksi jaeae.
Jos kultaa kaipaa ken.
Sen kyllae wieras hyloaejaeae
Mut meille kallein maa on taeae
Kanss' salojen ja saarien
Se meist'on kultainen.

«Nuestro país es pobre: así lo será -para quien oro ansíe. -Un extranjero pasa mirándonos con desdén; -pero este país nosotros lo adoramos: para nosotros, con sus bosques, sus rocas y sus playas, -es un país de oro».

Cuando Runeberg, el poeta más grande de este país, compuso estos versos de su canto a Finlandia, no pensó de fijo más que en ofrecer una imagen del intenso patriotismo de los finlandeses, un contraste entre la pobreza del suelo y la exuberancia del amor que tan ingrato terruño inspira a los que en él viven; y, sin embargo, sus palabras tienen un valor real, una significación económica. Finlandia es pobre, y es al mismo tiempo un país que da mucho oro, que vive en la prosperidad. Vart land aer fattigt es una muletilla que se emplea contra todos los abusos y excesos: contra el lujo, contra el alcoholismo, contra los vanidosos y petulantes que pretenden imprimir a la nación nuevos rumbos, o vivir, como aquí dicen, «una vida de grande de España». Y a fuerza de repetir que el país es pobre, logran encauzar todas sus energías del modo más aprovechado y útil. Quien vive con más desahogo no es el que tiene más, sino el que administra bien lo mucho o poco que tiene. Este es el caso de Finlandia.

Desde el primer día que puse los pies en este país comencé a leer periódicos, por supuesto sin entender lo que leía, sólo para irme acostumbrando. Y lo primero que me llamó la atención fue una lista de anuncios que empezaban todos con las palabras: Fran 1:sta Juni (desde 1.º de junio). Me figuré que en esta fecha debía ocurrir algo muy gordo: celebrarse acaso una fiesta nacional como la del 2 de mayo en España, o la del 14 de julio de Francia. Tuve necesidad de consultar una ley recién sancionada, y vi que entraba en vigor el 1.º de junio; pensé buscar casa, y me dijeron que sería para instalarme en ella el 1.º de junio, que para antes con dificultad encontraría, y estábamos en febrero. En resumidas cuentas: los anuncios eran de alquiler, y lo único que significaban era que aquí se toman las casas por años, de junio a junio, y que el día primero se verifica el cambio simultáneo de domicilios, la contradanza general de tratos finlandeses.

Me acordé en el acto de la viuda de Reluz. Esta viuda (por si alguien no la conoce haré su presentación en regla) es una figura novelesca creada por Pérez Galdós, o, mejor dicho, descrita, puesto que la personalidad existe, y no sólo existe, sino que continúa mudándose de casa todos los meses, arrastrando su vida de caracol, con los muebles perpetuamente a cuestas. Ese tipo nómada civilizado lo pasaría aquí muy mal, porque estas sabias costumbres no permiten a nadie bromear con los trastos de alquiler. El que no está a gusto en una casa no se ha de morir por aguantarse unos cuantos meses: en enero la despide y busca otra; y desde que firma el contrato hasta el día 1.º de junio puede decir, sin que lo desmientan, que tiene dos casas, una que habita y que no le gusta, y otra que le gusta y que no habita.

El constructor finlandés es tardío, pero cierto: construye para sacar rentas. Aquí no gustan de ver casas vacías, porque esas casas son un capital perdido. En su novela o estudio Rome, habla Zola del fracaso de los «ensanchadores» de Roma; de los que creyeron que Roma, capital de la Italia unida, iba a convertirse en un coloso, y edificaron a destajo casas que están aguardando aún la llegada de los inquilinos. Zola ve en estos modernos albañiles a los legítimos herederos del espíritu originario de Roma, el pueblo fundador y constructor por excelencia. Allá él se las avenga con su opinión. Yo me contento con asegurar que en todas partes hay «constructores de casas vacías», excepto aquí, donde se posee un finísimo olfato económico. Si en España hiciéramos un balance de las casas que tenemos desalquiladas y del capital amortizado que representan, sacaríamos quizá millones bastantes para recoger toda la deuda exterior y para que se quedaran dentro de casa los intereses que van al extranjero.

A mí me daba que pensar esa circunstancia de mudarse todo el mundo a la vez: me figuraba algo semejante a una movilización en caso de guerra. Sin embargo, el problema queda resuelto con gran suavidad: no ocurre nada ni se entera uno de nada. La fecha de 1.º de junio está muy bien elegida: es la divisoria entre las dos grandes estaciones del año: el invierno y el verano. La primavera y el otoño existen, pero sin carácter. El verano dura de junio a septiembre, en que empieza el otoño, y con él los primeros avances del invierno; y éste no se despide hasta que los mares se deshielan, a fines de abril o comienzos de mayo. En junio, pues, se abre la vida veraniega, y muchas familias se van al campo a sacar todo el jugo posible a la bella estación; los estudiantes levantan el vuelo; las playas se pueblan de anfibios, y las ciudades se quedan medio desiertas. Cuando se reanuda la vida regular, cada familia aparece en su nueva casa. El 1.º de diciembre, entrada oficial de invierno, hay también una pequeña contradanza, en la que se busca el acomodo definitivo.

No faltarán censores graves que critiquen el sistema finlandés y se declaren en contra de tan extremada tacañería arquitectural. Estando las casas tasadas, temerán que si la población crece de repente haya quien se quede en la calle, y lo que es más sensible aún, que los propietarios se aprovechen de la ocasión y pongan los alquileres por las nubes. Así pensaba yo también, y después he tenido que rectificar. El alquiler es aquí un tanto por ciento del capital empleado, una cantidad fija y prefijada, que no admite discusión ni regateo. Cuando faltan casas, no se aumenta el alquiler de las que existen, sino que se construyen casas nuevas. El alquiler es muy elevado; la construcción de casas es un buen negocio, y, sin embargo, no se construye más que lo preciso. Esta parsimonia es sin duda engendrada por el sutil instinto económico de que antes hablé, el cual se muestra en formas varias inagotables.

He notado al hacer los pagos corrientes, que ni una vez he recibido de vuelta 50 p:l en calderilla, ni 5 fms. en plata.

Fms. son markkas o marcos finlandeses, equivalentes a pesetas, y p:l, penni, céntimos.

El céntimo es útil hasta 4; para 5, 10, 15 o 20, hay monedas de cobre de 5 y 10 céntimos; para 25 y 50, monedas de plata; de un marco a 4, monedas de plata de 1 o 2 marcos, y de 5 en adelante, billetes de 5, 10, 20, 50, etc. Estos billetes son pagaderos en oro, pero son preferidos al metal. El oro está en los Bancos: apenas circula.

Salvo en un caso excepcional, cada moneda tiene su uso marcado por su valor. El marco tiene uso entre 1 y 4; al llegar a 5, no tiene ya nada que hacer, puesto que cuesta el billete de 5. Si yo pagara aquí 100 marcos con plata, me mirarían con extrañeza; si diera un duro en calderilla, me echarían a la calle, y si sacara una peseta en «chavillos», me encerrarían en el manicomio. No comprenderían, no comprenden que haya quien se complazca en dificultar una cosa tan indispensable y corriente como el empleo de la moneda. La fraccionaria debe sólo servir para los pagos menudos, no invadir ni ensuciar los bolsillos de los míseros mortales; suprimen hasta el duro por demasiado grande, y lo sustituyen con el billete de 5 marcos, merced al cual la circulación fiduciaria anula casi por completo la de moneda metálica.

Por si estas simplificaciones no fueran bastantes, se acude a otra mayor: por no tener el dinero ni en billetes, se les transforma en una libreta de ahorros, o en un talonario de cuentas corrientes, o en algo por el estilo; combinaciones no faltan, porque aparte del Banco oficial, que tiene el privilegio de emisión, hay numerosos Bancos que se ingenian por recoger los ahorros del público y sacarles la utilidad. Hay quien tiene en el Banco, no ya los ahorros, sino hasta el dinero dedicado a los gastos del día, y quien paga con un cheque cuentas de 10 o 12 marcos. Una cuenta corriente es en España para los pobres algo incomprensible; aquí tiene cuenta corriente cualquier pelagatos. Y la razón de la diferencia es que aquí dan de interés el 2 por 100, mientras en España no dan nada y aun ponen algunas cortapisas.

Un empleado cobra su sueldo, y en vez de llevarlo a su casa lo deja en un Banco; después va pagando con cheques, y a fin de mes no tiene nada en el haber; repite la operación doce veces, y al terminar el año se encuentra con que el Banco, después de guardarle los fondos y pagarle las cosas más menudas, le da de interés 15 o 20 pesetas, por ejemplo: ya hay para comprarse un par de botas, o un gorro, o una camisa. El atractivo es pequeño; pero basta para domar a los espíritus más medrosos y obligarles a soltar el trapillo. Los Bancos no ganan ciertamente sumas fabulosas con tan estrujados y alambicados procedimientos; pero, aunque no ganen, cubren los gastos y dan de comer a un numeroso personal, en que las señoritas tienen numerosa y selecta representación.

Y el resultado final de estos refinamientos es que no haya un céntimo en estado de reposo; que la poca o mucha riqueza del país esté siempre en manos hábiles que sepan extraerle su jugo.

En Finlandia podemos registrar arcas y armarios con la seguridad de no hallar ningún «rincón»: se ignora lo que es una «talega», y a nadie se le ocurre utilizar las medias y calcetines para poner a buen recaudo sus caudales.




ArribaAbajo- XV -

Reconocimiento de una casa finlandesa desde los cimientos hasta el tejado


La arquitectura finlandesa ofrece todas las gradaciones de la gama arquitectónica: desde el palacio suntuoso hasta la cabaña miserable, donde se alberga el lapón nómada, acompañado de sus amigos inseparables, los renos. Hay, sin embargo, una construcción típica: la casa de madera o traehus, que es la más barata, la más caliente, la que exige menos tiempo para su edificación... y la que arde con más facilidad. En Finlandia hay incendios históricos, en los que una ciudad entera ha desaparecido como por ensalmo. Para evitar esta terrible contingencia se han impuesto restricciones prudentes: que las casas estén a distancia las unas de las otras, o que no tengan más que un cuerpo de alzada; pero en las ciudades grandes, en que el terreno cuesta caro, el espíritu mercantil ha saltado por encima de las tradiciones e implantado la casa de pisos. Helsingfors, por ejemplo, es una ciudad sin carácter: sólo tiene un barrio llamado Brunnsparken, donde se puede vivir racionalmente, según lo exige la naturaleza del país. El Brunnsparken es un grupo de casas diseminadas sin orden en un bosque junto al mar. Aquí es donde yo vivo: el bosque, aunque está muerto, me recuerda la Alhambra; el mar helado me hace pensar en nuestra Vega; mi balcón, que da al mar, viene a ser el balcón del Paraíso. Después de nuestros cármenes no hay nada que me guste tanto en Europa como estas quintas o villor de Finlandia.

Las casas a la antigua tienen patio o gard, que no es un patio interior, sino un zaguán abierto, al que dan las puertas de las diferentes habitaciones, como en las casas de vecinos; otras veces las casas están aisladas dentro de una cerca y rodeadas por un jardín o traegard; sólo las casas de pisos se ven privadas de estos desahogos; el patio o corral se ha transformado -no se crea que en portería, como en España: aquí estrujan más el limón- en no muy amplia «anteescalera», donde, en un cuadro muy curioso, están estampados los nombres de los inquilinos juntamente con el número de trappor upp o «escaleras arriba», que hay que ascender para visitarlos.

Para construir una casa de madera (pues de las de piedra o ladrillo no hay que hablar) se saca un cimiento de material hasta un metro y medio de altura; sobre el cimiento se coloca un marco de madera, bien ajustado, con travesaños: este marco representa el plano del edificio en sección horizontal; después no hay más que subir, clavando tabicones sobre tabicones y retapando las rendijas con estopa. La armazón del tejado lleva siempre una cubierta metálica. Apenas construido el armatoste de madera y empapelado interiormente, se puede habitar en él; pero aún no está la casa terminada: se deja pasar un año para que la madera se enjugue y se asiente, y después se la forra por fuera con una tela impermeable o fieltro (filt) y con una tablazón pulimentada y a veces artística; se pinta la fachada, se repasa el empapelado interior y la casa queda concluida, perfecta.

Estos detalles que doy aquí, y otros que daré, no son inútiles, porque nosotros tenemos una Sierra donde en invierno se podría vivir como en Finlandia y disfrutar de lo bueno y de lo malo que dan de sí los climas glaciales. Mi buen amigo Diego Marín ha tenido la idea de crear en Sierra Nevada una Suiza Andaluza: la idea es feliz; pero si los edificios que se construyan son puramente veraniegos, tendrán una aplicación tan fugaz, que acaso no rindan lo bastante para sostener el entusiasmo del capital, que es de suyo muy propenso a desalentarse. La construcción a estilo finlandés nos resolvería de plano el problema, pues por su doble uso nos permitiría tener durante el invierno una Finlandia Andaluza en nuestra Sierra incomparable e inagotable, y nos convertirá en una especie de compendio del globo terráqueo. He aquí un cosmopolitismo que a mí me gusta más que el vacío y declamatorio de los dilettantis de derecho internacional.

Lo primero que choca al entrar en una casa de aquí es que las puertas no tienen cerrojos, ni candados, ni a veces cerraduras. Mi puerta tiene un sencillo picaporte, y muchas noches queda entornada. El respeto a la propiedad ajena está profundamente arraigado. Se dirá que no teniendo nadie dinero en casa, no hay peligro de que se lo lleven los ladrones; esto es cierto, pero también lo es que cuando se quiere robar, se roba lo primero que cae a mano.

Con sólo franquear la puerta de entrada se puede hacer un buen agosto desvalijando el tambur o recibimiento, donde se deja toda la ropa de abrigo y los chanclos, sombreros, paraguas, etc., es decir, cuanto constituye la segunda vestimenta que hay que echarse encima para salir a la calle. Si se hacen diez visitas en un día, diez veces hay que repetir la operación de quitarse y ponerse todos los accesorios, en la que a veces se va más tiempo que en la visita misma. En los edificios públicos, cuando hay aglomeración de gente, un tambur o vestuario es un pandemónium. En algunas ocasiones no hay más que soltar cada uno sus prendas donde puede, y tener confianza en que las hallará al salir.

Cuando hay mozos encargados de este servicio, tienen tal práctica, que sin necesidad de chapitas numeradas, por una asociación rápida y segura de impresiones, apenas le ven a uno aparecer en la puerta de salida, se dirigen sin vacilar al sitio donde colocaron los objetos, recogidos a la entrada, y los presentan antes de que se los pidan. Dad a uno de estos modestísimos empleados un chanclo o gorro, y al minuto os reconstruye el ser humano a quien pertenece, con el mismo aplomo con que Cuvier reconstruía por un hueso todo un animal.

Dejemos el tambur y sigamos adelante. Sea cual fuere la distribución de las casas, todas tienen cierta analogía en lo esencial. Las habitaciones son las más precisas, pues una habitación inútil sería un capital perdido y una boca más, a la que habría que aplacar con combustible. Tanto habitaciones como pasillos, si los hay, y por de contado el badrum o cuarto de baño (tan usual como la cocina o koek, y la alcoba o sofrum), tienen sus estufas correspondientes, altas hasta el techo y construidas con ladrillo especial, que conserva el calor y lo suelta poco a poco. Con cuatro o seis trozos de leña, que se consumen por la mañana en breves minutos, queda la habitación templada para todo el día, cuando los fríos no son excepcionales. La temperatura es casi igual por toda una casa: por no tener habitaciones frías, las despensas suelen estar, como las leñeras, en el sótano o kaellaren. Pero, a pesar de tan buen sistema de calefacción, no se conseguiría vencer el frío en toda la línea sin el auxilio de los dobles cristales en las ventanas, del algodón con que se rellenan las rendijas de los marcos de ambos cristales, y del papel engomado con que se tapan por dentro las junturas de las ventanas, hasta incomunicar en absoluto el interior y el exterior. Sólo quedan en ejercicio unos respiraderos o ventanillos que sirven para renovar el aire cuando no hay manera de respirarlo. La impureza del aire, por cierto, es el argumento de que se sirven las mujeres para justificar la necesidad de salir cuatro o seis veces al día, aunque casi siempre sea para meterse en otros lugares tan mal ventilados como sus propias casas.

Yo entiendo que la afición a callejear proviene de la diferencia entre las temperaturas interior y exterior, la cual llega a ser hasta de 50 grados. Cuando la temperatura es igual, lo mismo da estar dentro que fuera; pero si es diferente, el deseo de cambiar obra como impulsor: cuando se está fuera, gusta meterse dentro del primer sitio que se encuentra al paso. Yo he experimentado en mí mismo esta rara particularidad, este fenómeno, que no sé en qué ramo de la ciencia deberá catalogarse.

Estos invernaderos se convierten en casas de verano en pocos minutos. Se desclavan y quitan las ventanas interiores, y se abren las que caen afuera, para disfrutar la frescura de la brisa del mar; se ponen toldos en los balcones, y mesas y sillas en los jardines para comer al aire libre bajo los árboles. Después de los banquetes, las jóvenes cantan en coro canciones impregnadas de esa alegría suave que sumerge el espíritu en meditaciones vagas, o bien se embarcan en tropel en algún barquichuelo, y remando y cantando se alejan hacia los islotes desiertos de que están sembrados estos mares.

Pero no adelantemos los sucesos. Esto ocurre en el verano, allá en junio o julio, y ahora estamos en febrero y vivimos encristalados y empapelados. Dichosa tierra que durante meses y meses trata a sus hijos como a plantas exóticas. Cuando se piensa en los artificios de esta vida de estufa y en algunos detalles que pecan, al contrario, por exceso de sencillez, como las camas, estrechas, duras como guijarros, se quitan las ganas de escribir; mucho más si se posee, como yo poseo, la ineptitud descriptiva que hasta mis mejores amigos me reconocen. Por fortuna ya falta poco: conocemos el sótano y las piezas habitables; nos queda el camaranchón o vind, que sólo sirve para tender la ropa en invierno y para guardar trastos viejos (y hasta los nuevos cuando llega el 1.º de junio y se deja una casa sin tener otra en que instalarse), y por el vind subimos al tejado, taked, donde hallamos aún algo interesante. Si subimos en día de fiesta, nos asustará el número de banderas o trapos de vivos colores que ondean sobre los tejados de la ciudad; se puede decir que aquí padecen de un delirio nuevo o no estudiado aún: el delirio banderil.

Y en cualquier día del año nos gustará ver la red telefónica, a trechos tan espesa como tela de cedazo; y más que estos alambres, nos agradará ver las bandadas de palomas que viven en la ciudad, libres y al mismo tiempo domesticadas, correteándolo todo como perros sin amo. Cualquiera puede cogerlas, pero nadie las coge: forman parte del ornato público, juntamente con sus amiguitos los gorriones.

A eso del mediodía, cuando el Salutorget o plaza del mercado se ve libre de su habitual y abigarrada concurrencia, en la que los pescadores se codean con los campesinos, estos con los comerciantes de la ciudad, y todos con una clientela en que figuran todas las clases sociales, miles de palomas acuden a limpiar la plaza en competencia con los barrenderos; el resto del día corren desperdigadas por las calles, y cuando se cansan, se suben a reposar en los tejados.

No hay nadie que sea capaz de hacer daño a una paloma ni a ningún animal; y si lo hubiera, no faltaría quien lo metiera en cintura.

Hay protectoras de animales, y algunas no se contentan con protegerlos, sino que tienen con ellos atenciones delicadas; yo conozco a una señora que pone a su puerta una vasija con agua y con un letrero que dice: Vatter foer hundar, agua para los perros. Comoquiera que los perros no saben leer, me parece que el aviso estará allí para que no se beban el agua las personas.



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