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Carta LXVI

Del mismo al mismo


En Europa hay varias clases de escritores. Unos escriben cuanto les viene a la pluma; otros, lo que les mandan escribir; otros, todo lo contrario de lo que sienten; otros, lo que agrada al público, con lisonja; otros, lo que les choca, con reprehensiones. Los de la primera clase están expuestos a más gloria y más desastres, porque pueden producir mayores aciertos y desaciertos. Los de la segunda se lisonjean de hallar el premio seguro de su trabajo; pero si, acabado de publicarlo, se muere o se aparta el que se lo mandó y entra a sucederle uno de sistema opuesto, suele encontrar castigo en vez de recompensa. Los de la tercera son mentirosos, como los llama Nuño, y merecen por escrito el odio de todo el público. Los de la cuarta tienen alguna disculpa, como la lisonja no sea muy baja. Los de la última merecen aprecio por el valor, pues no es poco el que se necesita para reprehender a quien se halla bien con sus vicios, o bien cree que el libre ejercicio de ellos es una preeminencia muy apreciable. Cada nación ha tenido alguno o algunos censores más o menos rígidos; pero creo que para ejercer este oficio con algún respeto de parte del vulgo, necesita el que lo emprende hallarse limpio de los defectos que va a censurar. ¿Quién tendría paciencia en la antigua Roma para ver a Séneca escribir contra el lujo y la magnificencia con la mano misma que se ocupaba con notable codicia en atesorar millones? ¿Qué efecto podría producir todo el elogio que hacía de la medianía quien no aspiraba sino a superar a los poderosos en esplendor? El hacer una cosa y escribir otra es el modo más tiránico de burlar la sencillez de la plebe, y es también el medio más poderoso para exasperarla, si llega a comprender este artificio.




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Carta LXVII

De Nuño a Gazel


Desde tu llegada a Bilbao no he tenido carta tuya; la espero con impaciencia, para ver qué concepto formas de esos pueblos en nada parecidos a otro alguno. Aunque en la capital misma la gente se parezca a la de otras capitales, los habitantes del campo y provincias son verdaderamente originales. Idioma, costumbres, trajes son totalmente peculiares, sin la menor conexión con otros.

Noticias de literatura, que tanto solicitas, no tenemos estos días; pero en pago te contaré lo que me pasó poco ha en los jardines del Retiro con un amigo mío (y a fe que dicen es sabio de veras, porque aunque gasta doce horas en cama, cuatro en el tocador, cinco en visitas y tres en el paseo, es fama que ha leído cuantos libros se han escrito, y en profecía cuantos se han de escribir, en hebreo, siriaco, caldeo, egipcio, chino, griego, latino, español, italiano, francés, inglés, alemán, holandés, portugués, suizo, prusiano, dinamarqués, ruso, polaco, húngaro y hasta la gramática vizcaína del padre Larramendi). Este tal, trabando conversación conmigo sobre los libros y papeles dados al público en estos años, me dijo: -He visto varias obrillas modernas así tal cual -y luego tomó un polvo y se sonrió; y prosiguió: -Una cosa les falta, sí, una cosa. -Tantas les faltará y tantas les sobrará... -dije yo. -No, no es eso -replicó el amigo, y tomó otro polvo y se sonrió otra vez, y dio dos o tres pasos, y continuó: -Una sola, que caracterizaría el buen gusto de nuestros escritores. ¿Sabe el señor don Nuño cuál es? -dijo, dando vueltas a la caja entre el dedo pulgar y el índice. -No -respondí yo lacónicamente. -¿No? -instó el otro. -Pues yo se la diré -y volvió a tomar un polvo, y a sonreírse, y a dar otros tres pasos. -Les falta -dijo con magisterio-, les falta en la cabeza de cada párrafo un texto latino sacado de algún autor clásico, con su cita y hasta la noticia de la edición con aquello de mihi entre paréntesis; con esto el escrito da a entender al vulgo, que se halla dueño de todo el siglo de Augusto materialiter et formaliter. ¿Qué tal? Y tomó doble dosis de tabaco, sonriose y paseó, me miró, y me dejó para ir a dar su voto sobre una bata nueva que se presentó en el paseo.

Quedé solo, raciocinando así: este hombre, tal cual Dios lo crió, es tenido por un pozo de ciencia, golfo de erudición y piélago de literatura; ¡luego haré bien si sigo sus instrucciones! Adiós, dije yo para mí; adiós, sabios españoles de 1500, sabios franceses de 1600, sabios ingleses de 1700; se trata de buscar retazos sentenciosos del tiempo de Augusto, y gracias a que no nos envían algunos siglos más atrás en busca de renglones que poner a la cabeza de lo que se ha de escribir en el año que, si no miente el calendario, es el de 1774 de la era cristiana, 1187 de la Hégira de los árabes, 6973 de la creación del mundo, 4731 del diluvio universal, 4018 de la fundación de España, 3943 de la de Madrid, 2549 de la era de las Olimpiadas, 192 de la corrección gregoriana, 16 del reinado de nuestro religioso y piadoso monarca Carlos III, que Dios guarde.

Fuime a casa, y sin abrir más que una obra encontré una colección completa de estos epígrafes. Extractélos, y los apunté con toda formalidad; llamé a mi copiante (que ya conoces, hombre asaz extraño) y le dije: -Mire Vm., don Joaquín, Vm. es mi archivero, y digno depositario de todos mis papeles, papelillos y papelones en prosa y en verso. En este supuesto, tome Vm. esta lista, que no parece sino de motes para galanes y damas; y advierta Vm. que si en adelante caigo en la tentación de escribir algo para el público, debe Vm. poner un renglón de éstos en cada una de mis obras, según y conforme venga más al caso, aunque sea estirando el sentido. -Está muy bien -dijo mi don Joaquín (que a estas horas ya había sacado los anteojos, cortado una pluma nueva y probado en el sobrescrito de una carta con un Muy Señor mío muy hermoso, y muchos rasgos). -De este modo los ha de emplear Vm. -proseguí yo.

Si se me ofrece, que creo se me ofrecerá, alguna disertación sobre lo mucho superficial que hay en las cosas, ponga Vm. aquello de Persio:


Oh curas hominum! quantum est in rebus inane!

Cuando publique endechas muy tristes sobre la muerte de algún personaje célebre, cuya pérdida sea sensible, vea Vm. cuán al caso vendrá la conocida dureza de algunos soldados de los que tomaron a Troya, diciendo con Virgilio:


...quis talia fando
Myrmidonum, Dolopumve, aut duri miles Ulyssei
temperet a lacrymis!

Dios me libre de escribir de amor, pero si tropiezo en esta flaqueza humana, y ando por estos montes y valles, bosques y peños, fatigando a la ninfa Eco con los nombres de Amarilis, Aminta, Servia, Nise, Corina, Delia, Galatea y otras, por mucha prisa que yo le dé a Vm., no hay que olvidar lo de Ovidio:


scribere jussit Amor.

Si me pongo alguno vez muy despacio a consolar algún amigo, o a mí mismo, sobre alguna de las infinitas desgracias que nos pueden acontecer a todos los herederos de Adán, sírvase Vm. poner de muy bonita letra lo de Horacio:


aequam memento rebus in arduis
servare mentem.

Cuando yo declame por escrito contra las riquezas, porque no la tengo, como hacen otros (y hacen menos mal que los que declaman contra ellas y no piensan sino en adquirirlas), ¡qué mal hará Vm. si no pone, hurtándoselo a Virgilio, que lo dijo en una ocasión harto serio, grave y estupendamente:


quid non mortalia pectora cogis,
auri sacra fames!

Sentiré muy mucho que la depravación de costumbres me haga caer en la torpeza de celebrar los desórdenes; pero como es tan frágil esta nuestra máquina, ¿qué sé yo si algún día me echaré a aplaudir lo que siempre he reprehendido, y cante que es inútil trabajo el de guardar mujeres, hijas y hermanas? A esta piadosa producción, hágame Vm. el corto agasajo de poner en boca de Horacio:


inclusam Danaen turris ahenea,
robur atque fores, et vigilum canum
tristes excubiae, munierant satis
nocturnis ab adulteris.
si non...

Si algún día llego a profanar tanto mi pluma, que escriba contra lo que pienso, y digo entre otras cosas que este siglo es peor que otro alguno, con ánimo de congraciarme con los viejos del siglo pasado, lo puedo hacer a muy poca costa, sólo con que Vm. se sirva poner en la cabeza lo que el mismo dijo del suyo:


clamant periisse pudorem
cuncti pene Patres.

Si el cielo de Madrid no fuese tan claro y hermoso y se convirtiese en triste, opaco y caliginoso como el de Londres (cuya triste opacidad y caliginosidad depende, según geógrafo-físicos, de los vapores del Támesis, del humo del carbón de piedra y otras causas), me atrevería yo a publicar las Noches lúgubres que he compuesto a la muerte de un amigo mío, por el estilo de las que escribió el doctor Young. La impresión sería en papel negro con letras amarillas, y el epígrafe, a mi ver muy oportuno aunque se deba traer de la catástrofe de Troya a un caso particular, sería el de


crudelis ubique
luctus, ubique pavor, et plurima noctis imago.

Cuando publiquemos, mi don Joaquín, la colección de cartas que algunos amigos me han escrito en varias ocasiones (porque hoy de todo se hace dinero), Horacio tendrá que hacer también esta vez el gasto y diremos con él:


nil ego praetulerim jucundo sanus amico.

A fuerza de llamarse poetas muchos tunantes, ridículos, necios, bufones, truhanes y otros, ha caído mucho la poesía del antiguo aprecio con que se trataba marras a los buenos poetas. Ya ve Vm., mi don Joaquín, cuán al caso vendrá una disertación, volviendo por el honor de la poesía verdadera, diciendo su origen, aumento, decadencia, ruina y resurrección, y también ve Vm., mi don Joaquín, cuán del caso sería pedir otra vez a Horacio un poquito de latín por amor de Dios, y decir:


sic honor, et nomen divinis vatibus, atque
carminibus venit.

Al ver tanto papel como hace gemir la prensa en nuestros días, ¿quién podrá detener la pluma, por poco satírico que sea, y dejar de repetir con el nada lisonjero Juvenal


tenet insanabiles multos scribendi cacoethes?

Paréceme que por punto general debo yo, y debe todo escritor, o bien de papeles como éste, pequeños, o bien de tomazos grandes, como algunos que yo sé, escribir ante todas cosas después de cruz y margen lo que Marcial:


sunt bona sunt quaedam mediocria, sunt mala plura,
quae legis hic: aliter non fit, Avite, liber.

Siempre que yo vea salir al público un libro escrito en nuestros días en castellano puro, fluido, natural, corriente y genuino, cual se escribía en tiempo de mi señora abuela, prometo darle gracias al autor en nombre de los difuntos señores Garcilaso, Cervantes, Mariana, Mendoza, Solís y otros (que Dios haya perdonado), y el epígrafe de mi carta será:


...aevo rarissima nostro
simplicitas.

Tengo, como vuestra merced sabe, don Joaquín, un tratado en vísperas de concluirle contra el archicrítico maestro Feijoo, con que pruebo contra el sistema de su reverendísima ilustrísima que son muy comunes, y por legítima consecuencia no tan raros, los casos de duendes, brujas, vampiros, brucolacos, trasgos y fantasmas, todo ello auténtico por disposición de personas fidedignas, como amas de niños, abuelas, viejos de lugar y otros de igual autoridad. Hago ánimo de publicarlo en breve con láminas finas y exactos mapas; singularmente la estampa del frontispicio, que representa el campo de Barahona con una asamblea general de toda la nobleza y plebe de la brujería; a cuyo fin volveremos a llamar a la puerta de Horacio, aunque sea a media noche, y, pidiéndole otro texto para una necesidad, tomaremos de su mano lo de


somnia, terrores magicos, miracula, sagas,
nocturnos lemures, portentaque tesala rides.

El primer soberano que muera en el mundo, aunque sea un cacique de indios entre los apaches, como su muerte llegue a mis oídos, me dará motivo para una arenga oratoria sobre la igualdad de las condiciones humanas respecto a la muerte, y vuelta en casa de Horacio en busca de:


pallida mors aequo pulsat pede
pauperum tabernas, regumque turres.

Por nada quisiera yo ser hombre de entradas y salidas, negocios graves, secretos importantes y ocupaciones misteriosas, sino para volverme loco un día, apuntar cuanto supiera y enviar mi manuscrito a imprimirse en Holanda, sólo para aprovechar lo que dijo Virgilio a los dioses del infierno:


sit mihi fas audita loqui.

Supongamos que algún día sea yo académico, aunque indigno, de cualquiera de las academias o academías (escríbalo Vm. como quiera, mi don Joaquín, largo o breve, que sobre eso no hemos de reñir); si, como digo de mi asunto, algún día soy individuo de alguna de ellas, aunque sea la famosa de Argamasilla que hubo en tiempo del muy valiente señor Don Quijote de andante memoria, el día que tome asiento entre tanta gente honrada he de pronunciar un largo y patético discurso sobre lo útil de las ciencias, sobre todo en la particularidad de ablandar los genios y suavizar las costumbres; y molidos que estén mis compañeros con lo pesado de mi oratoria, les resarciré el perjuicio padecido en su paciencia acabando de decir cual Ovidio:


ingenuas didicisse fideliter artes,
emollit mores, nec sinit esse ferox.

Mire Vm., don Joaquín, por ahí anda una cuadrilla de muchachos que no hay quien los aguante. Si uno habla con un poco de método escolástico, se echan a reír, y de cuatro tajos o reveses lo hacen a uno callar. Esto ya ve Vm. cuán insufrible ha de ser por fuerza a los que hemos estudiado cuarenta años a Aristóteles, Galeno, Vinio y otros, en cuya lectura se nos han caído los dientes, salido las canas, quemado las cejas, lastimado el pecho y acortado la vista, ¿no es verdad, don Joaquín? Pues mire Vm., los tengo entre manos, y los he de poner como nuevos. Diré lo mismo que dijo Juvenal de otros perillanes de su tiempo, arguyéndoles del respeto con que en otros tiempos se miraban las canas, pues dice que


credebant hoc grande nefas, et morte piandum,
si juvenis vetulo non adsurrexerit.

Me alegrara tener mucho dinero para muchas cosas, y, entre otras, para hacer una nueva edición de nuestros dramáticos del siglo pasado, con notas, ya críticas, ya apologéticas, y bajo el retrato de don Frey Lope de Vega Carpio (que los franceses han dado en llamar López y decir que fue hijo de un cómico), aquello de Ovidio:


video meliora, proboque;
deteriora sequor.

Cuando nos vayamos a la aldea que Vm. sabe, y escribamos a los amigos de Madrid, aunque no sea más que pidiéndoles las gacetas o encargándoles alguna friolera, no se olvide Vm. de poner la que puso Horacio, diciendo:


scriptorum chorus omnis amat nemus, et fugit urbes.

Sobre el rumbo que ha tomado la crítica en nuestros días, no fuera malo tampoco el dar a luz un discurso que señalase el verdadero método que ha de seguir para ser útil en la república literaria; en este caso el mote será de Juvenal:


dat veniam corvis, vexat censura
columbas...

Alguna vez me he puesto a considerar cuán digno asunto para un poema épico es la venida de Felipe V a España, cuánto adorno se podría sacar de los lances que le acaecieron en su reinado, cuánto pronóstico feliz para España la amable descendencia que dejó. Ya había yo formado el plan de mi obra, la división de cantos, los caracteres de los principales héroes, la colocación de algunos episodios, la imitación de Homero y Virgilio, varias descripciones, la introducción de lo sublime y maravilloso, la descripción de algunas batallas; y aun había empezado la versificación, cuidando mucho de poner r r r, en los versos duros, l l l, en los blandos, evitando los consonantes vulgares de ible, able, ente, eso y otros tales; en fin, la cosa iba de veras, cuando conocí que la epopeya es para los modernos el ave fénix de quien todos hablan y a quien nadie ha visto. Fue preciso dejarlo, y a fe que le tenía buscado un epigrama muy correspondiente al asunto, y era de Virgilio, cuando metiéndose a profeta dijo en voz hinchada y enfática:


jam nova progenies coelo demittitur alto.

No fuera malo dedicarnos un poco de tiempo a buscar faltas, errores, equivocaciones, yerros y lugares oscuros en los más clásicos autores nuestros o ajenos, y luego salir con una crítica de ellos muy humilde al parecer, pero en la realidad muy soberbia (especie de humildad muy a la moda), y poner en el frontispicio, como por vía de obsequio al autor criticado, lo de Horacio, a saber:


quandoque bonus dormitat Homerus.

Y así de todos los demás asuntos que puedan ofrecerse. Te estoy viendo reír de este método, amigo Gazel, que sin duda te parecerá pura pedantería; pero vemos mil libros modernos que no tienen nada de bueno sino el epígrafe.




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Carta LXVIII

Gazel a Ben-Beley


Examina la historia de todos los pueblos, y sacarás que toda nación se ha establecido por la austeridad de costumbres. En este estado de fuerza se ha aumentado, de este aumento ha venido la abundancia, de esta abundancia se ha producido el lujo, de este lujo se ha seguido afeminación, de esta afeminación ha nacido la flaqueza, de la flaqueza ha dimanado su ruina. Otros lo han dicho antes que yo; pero no por eso deja de ser verdad y verdad útil, y las verdades útiles están tan lejos de ser repetidas con sobrada frecuencia, que pocas veces llegan a repetirse con la suficiente.




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Carta LXIX

De Gazel a Nuño


Como los caminos son tan malos en la mayor parte de las provincias de tu país, no es de extrañar que se rompan con frecuencia los carruajes, se despeñen las mulas y los viajantes pierdan las jornadas. El coche que saqué de Madrid ha pasado varios trabajos; pero el de quebrarse uno de sus ejes, pudiendo serme muy sensible, no sólo no me causó desgracia alguna, sino que me procuró uno de los mayores gustos que pude haber en la vida, a saber: la satisfacción de tratar, aunque no tanto tiempo como quisiera, con un hombre distinto de cuantos hasta ahora he visto y pienso ver. El caso fue al pie de la letra como sigue, porque lo apunté muy individualmente en el diario de mi viaje.

A pocas leguas de esta ciudad, bajando una cuesta muy pendiente, se disparó el tiro de mulas, volcose el coche, rompiose el eje delantero y una de las varas. Luego que volvimos del susto y salimos todos como pudimos por la puertecilla que quedó en alto, me dijeron los cocheros que necesitaban muchas horas para reparar este daño, pues era preciso ir a un lugar que estaba a una legua del paraje en que nos hallábamos para traer quien lo remediase. Viendo que iba anocheciendo, me pareció mejor irme a pie con un criado, y cada uno su escopeta, al lugar, y pasar la noche en él, durante la cual se remediaría el fracaso y descansaríamos los maltratados. Así lo hice, y empecé a seguir una vereda que el mismo cochero me señaló, por un terreno despoblado y nada seguro al parecer por lo áspero del monte. A cosa de un cuarto de legua me hallé en un paraje menos desagradable, y en una peña de la orilla de un arroyo vi un hombre de buen porte en acción de meterse un libro en el bolsillo, levantarse, acariciar un perro y ponerse un sombrero de campo, tomando un bastón más robusto que primoroso. Su edad sería de cuarenta años y su semblante era apacible, el vestido sencillo, pero aseado, y sus ademanes llenos de aquel desembarazo que da el trato frecuente de las gentes principales, sin aquella afectación que inspira la arrogancia y vanidad. Volvió la cara de pronto al oír mi voz, y saludome. Le correspondí, adelantéme hacia él y, diciéndole que no me tuviese por sospechoso por el paraje, compañía y armas, pues el motivo era lo que me acababa de pasar (lo que le conté brevemente), preguntele si iba bien para tal pueblo. El desconocido volvió a saludarme segunda vez, y me dijo que sentía mi desgracia, que eran frecuentes en aquel puesto; que varias veces lo había hecho presente a las justicias de aquellas cercanías y aun a otras superiores; que no diese un paso más hacia donde había determinado, porque estaba a un tiro de bala de allí la casa en que residía; que desde allí despacharía un criado suyo a caballo al lugar para que el alcalde enviase el auxilio competente.

Acordeme entonces de tu encuentro con el caballero ahijado del tío Gregorio; pero ¡cuán otro era éste! Obligome a seguirle, y después de haber andado algunos pasos sin hablar cosa que importase, prorrumpió diciendo: «Habrá extrañado el señor forastero el encuentro de un hombre como yo a estas horas y en este paraje; más extraño le parecerá lo que oiga y vea de aquí en adelante, mientras se sirva permanecer en mi compañía y casa, que es ésta», señalando una que ya tocábamos. En esto llamó a una puerta grande de la tapia de un huerto contiguo a ella. Ladró un perro disforme, acudieron dos mozos del campo que abrieron luego, y entrando por un hermoso plantío de toda especie de árboles frutales al lado de un estanque muy capaz, cubierto de patos y ánades, llegamos a un corral lleno de toda especie de aves, y de allí a un patio pequeño. Salieron de la casa dos niños hermosos, que se arrodillaron y le besaron la mano; uno le tomó el bastón, otro el sombrero, y se adelantaron corriendo y diciendo: «Madre, ahí viene padre». Salió al umbral de la puerta una matrona, llena de aquella hermosura majestuosa que inspira más respeto que pasión, y al ir a echar los brazos a su esposo reparó la compañía de los que íbamos con él. Detuvo el ímpetu de su ternura, y la limitó a preguntarle si había tenido alguna novedad, pues tanto había tardado en volver; a lo cual éste le respondió con estilo amoroso, pero decente. Presentome a su mujer, diciéndola el motivo de llevarme a su casa, y dio orden de que se ejecutase lo ofrecido para que pudiese venir el coche. Entramos juntos por varias piezas pequeñas, pero cómodas, alhajadas con gracia y sin lujo, y nos sentamos en la que se preparó para mi hospedaje.

A nuestra vista te referiré más despacio la cena, la conversación que en ella hubo, las disposiciones caseras que dio mi huésped delante de mí, el modo cariñoso y bien ordenado con que se apartaron los hijos, mujer y criados a recogerse, y las expresiones de atractivo con que me ofreció su casa, me suplicó usase de ella, y se retiró para dejarme descansar. Quería también ejecutar lo mismo un criado anciano, que parecía de toda su confianza y que había quedado esperando que yo me acostase para llevarme la luz; pero me había movido demasiado la curiosidad toda aquella escena, y me parecían muy misteriosos sus personajes para no indagar el carácter de cada uno. Detúvele, pues, y con vivas instancias le pedí una y mil veces me declarase tan largo enigma. Resistiose con igual eficacia, hasta que al cabo de algunas suspensiones puso sobre la mesa la bujía que había tomado para irse, entornó la puerta, se sentó y me dijo que no dudaba los deseos que yo tendría de enterarme en el genio y condición de su amo; y prosiguió poco más o menos en estas voces:

«Si el cariño de una esposa amable, la hermosura del fruto del matrimonio, una posesión pingüe y honorífica, una robusta salud y una biblioteca selecta con que pulir un talento claro por naturaleza, pueden hacer feliz a un hombre que no conoce la ambición, no hay en el mundo quien pueda jactarse de serlo más que mi amo, o por mejor decir, mi padre, pues tal es para todos sus criados. Su niñez se pasó en esta aldea, su primera juventud en la universidad; luego siguió el ejército; después vivió en la corte y ahora se ha retirado a este descanso. Esta variedad de vidas le ha hecho mirar con indiferencia cualquiera especie de ellas, y aun con odio la mayor parte de todas. Siempre le he seguido y siempre le seguiré, aun más allá de la sepultura, pues poco podré vivir después de su muerte. El mérito oculto en el mundo es despreciado y, si se manifiesta, atrae contra sí la envidia y sus secuaces. ¿Qué ha de hacer, pues, el hombre que lo tiene? Retirarse a donde pueda ser útil sin peligro propio. Llamo mérito el conjunto de un buen talento y buen corazón. De éste usa mi amo en beneficio de sus dependientes.

»Los labradores a quienes arrienda sus campos lo miran como a un ángel tutelar de sus casas. Jamás entra en ellas sino para llenarlas de beneficios, y los visita con frecuencia. Los años medianos les perdona parte del tributo y el total en los malos. No se sabe lo que son pleitos entre ellos. El padre amenaza al hijo malo con nombrar a su amo, y halaga al hijo bueno con su nombre. La mitad de su caudal se emplea en colocar las hijas huérfanas de estos contornos con mozos honrados y pobres de las mismas aldeas. Ha fundado una escuela en un lugar inmediato, y suele por su misma mano distribuir un premio cada sábado al niño que ha empleado mejor la semana. De lejanos países ha hecho traer instrumentos de agricultura y libros de su uso que él mismo traduce de extrañas lenguas, repartiendo unos y otros de balde a los labradores. Todo forastero que pasa por este puesto halla en él la hospitalidad cual se ejercitaba en Roma en sus más felices tiempos. Una parte de su casa está destinada para recoger los enfermos de estas cercanías, en las cuales no se halla proporción de cuidarlos. Ni por esta tierra suele haber gente vaga: es tal su atractivo, que hace vasallos industriosos y útiles a los que hubieran sido inútiles, cuando menos, si hubieran seguido en un ocio acostumbrado. En fin, en los pocos años que vive aquí, ha mudado este país de semblante. Su ejemplo, generosidad y discreción ha hecho de un terreno áspero e inculto una provincia deliciosa y feliz.

»La educación de sus hijos ocupa mucha parte de su tiempo. Diez años tiene el uno y nueve el otro; los he visto nacer y criarse; cada vez que los oigo o veo, me encanta tanta virtud e ingenio en tan pocos años. Éstos sí que heredan de su padre un caudal superior a todos los bienes de fortuna. En éstos sí que se verifica ser la prole hermosa y virtuosa el primer premio de un matrimonio perfecto. ¿Qué no se puede esperar con el tiempo de unos niños que en tan tierna edad manifiestan una alegría inocente, un estudio voluntario, una inclinación a todo lo bueno, un respeto filial a sus padres y un porte benigno y decoroso para con sus criados?

»Mi ama, la digna esposa de mi señor, el honor de su sexo, es una mujer dotada de singulares prendas. Vamos claros, señor forastero: la mujer por sí sola es una criatura dócil y flexible. Por más que el desenfreno de los jóvenes se empeña en pintarla como un dechado de flaqueza, yo veo lo contrario: veo que es un fiel traslado del hombre con quien vive. Si una mujer joven, poderosa y con mérito halla en su marido una pasión de razón de estado, un trato desabrido y un mal concepto de su sexo en lo restante de los hombres, ¿qué mucho que proceda mal? Mi ama tiene pocos años, más que mediana hermosura, suma viveza y lo que llaman mucho mundo. Cuando se desposó con mi amo, halló en su esposo un hombre amable, juicioso, lleno de virtudes; halló un compañero, un amante, un maestro; todo en un solo hombre, igual a ella hasta en las accidentales circunstancias de lo que llaman nacimiento; por todo había de ser y continuar siendo buena. No es tan mala la naturaleza que pueda resistirse a tanto ejemplo de bondad. No he olvidado, ni creo que jamás pueda olvidar un lance en que acabó de acreditarse en mi concepto de mujer singular o única. Pasaba por estos países parte del ejército que iba a Portugal. Mi amo hospedó en casa algunos señores a quienes había conocido en la corte. Uno de ellos se detuvo algún tiempo más para convalecer de una enfermedad que le sobrevino. Gallarda presencia, conversación graciosa, nombre ilustre, equipaje magnífico, desembarazo cortesano y edad propia a las empresas amorosas le dieron algunas alas para tocar un día delante de mi ama especies al parecer poco ajustadas al decoro que siempre ha reinado en esta casa. ¡Cuán discreta anduvo mi señora! El joven se avergonzó de su misma confianza; mi amo no pudo entender el asunto de que se trataba, y con todo esto la oí llorar en su cuarto y quejarse del desenfreno del joven».

Contándome otras cosas de este tenor de la vida de sus amos, me detuvo el buen criado toda la noche y, por no molestar a mis huéspedes, me puse en viaje al amanecer, dejando dicho que a mi regreso para Madrid me detendría una semana en su casa.

¿Qué te parece de la vida de este hombre? Es de las pocas que pueden ser apetecidas. Es la única que me parece envidiable.




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Carta LXX

De Nuño a Gazel, respuesta de la anterior


Veo la relación que me haces de la vida del huésped que tuviste, por la casualidad, tan común en España, de romperse un coche de camino. Conozco que ha congeniado contigo aquel carácter y retiro. La enumeración que me haces de las virtudes y prendas de aquella familia, sin duda ha de tener mucha simpatía con tu buen corazón. El gustar de su semejante es calidad que días ha se ha descubierto propia de nuestra naturaleza, pero con más fuerza entre los buenos que entre los malvados; o, por mejor decir, sólo entre los buenos se halla esta simpatía, pues los malos se miran siempre unos a otros con notable recelo, y si se tratan con aparente intimidad, sus corazones están siempre tan separados como estrechados sus brazos y apretadas sus manos; doctrina en que me confirma tu amigo Ben-Beley. Pero, Gazel, volviendo a tu huésped y otros de su carácter, que no faltan en las provincias y de los cuales conozco no pequeño número, ¿no te parece lastimosa para el estado la pérdida de unos hombres de talento y mérito que se apartan de las carreras útiles a la república? ¿No crees que todo individuo está obligado a contribuir al bien de su patria con todo esmero? Apártense del bullicio los inútiles y decrépitos: son de más estorbo que servicio; pero tu huésped y sus semejantes están en la edad de servirla, y deben buscar las ocasiones de ello aun a costa de toda especie de disgustos. No basta ser buenos para sí y para otros pocos; es preciso serlo o procurar serlo para el total de la nación. Es verdad que no hay carrera en el estado que no esté sembrada de abrojos; pero no deben espantar al hombre que camina con firmeza y valor.

La milicia estriba toda en una áspera subordinación, poco menos rígida que la esclavitud que hubo entre los romanos. No ofrece sino trabajo de cuerpo a los bisoños y de espíritu a los veteranos; no promete jamás premio que pueda así llamarse, respecto de las penas con que amenaza continuamente. Heridas y pobreza forman la vejez del soldado que no muere en el polvo de algún campo de batalla o entre las tablas de algún navío de guerra. Son además tenidos en su misma patria por ciudadanos despegados del gremio; no falta filósofo que los llame verdugos. ¿Y qué, Gazel, por eso no ha de haber soldados? ¿No han de entrar en la milicia los mayores próceres de cada pueblo? ¿No ha de mirarse esta carrera como la cuna de la nobleza?

La toga es ejercicio no menos duro. Largos estudios, áridos y desabridos, consumen la juventud del juez; a ésta suceden un continuo afán y retiro de las diversiones, y luego, hasta morir, una obligación diaria de juzgar de vidas y haciendas ajenas, arreglado a una oscura letra de dudoso sentido y de escrupulosa interpretación, adquiriéndose continuamente la malevolencia de tantos como caen bajo la vara de la justicia. ¿Y no ha de haber por eso jueces, ni quien siga la carrera que tanto se parece a la esencia divina en premiar el bueno y castigar el malo?

Lo mismo puede ofrecer para espantarnos la vida de palacio, y aun mucho más, mostrándonos la precisión de vivir con un perpetuo ardid que muchas veces aun no basta para mantenerse el palaciego. Mil acasos no previstos deshacen los mayores esfuerzos de la prudencia humana. Edificios de muchos años se arruinan en un instante. Mas no por eso han de faltar hombres que se dediquen a aquel método de vivir.

Las ciencias, que parecen influir dulzura y bondad, y llenar de satisfacción a quien las cultiva, no ofrecen sino pesares. ¡A cuánto se expone el que de ellas saca razones para dar a los hombres algún desengaño, o enseñarles alguna verdad nueva! ¡Cuántas pesadumbres le acarrea! ¡Cuántas y cuán siniestras interpretaciones suscitan la envidia o la ignorancia, o ambas juntas, o la tiranía valiéndose de ellas! ¡Cuánto pasa el sabio que no supo lisonjear al vulgo! ¿Y por eso se ha de dejar a las ciencias? ¿Y por el miedo a tales peligros han de abandonar los hombres lo que tanto pule su racionalidad y la distingue del instinto de los brutos?

El hombre que conoce la fuerza de los vínculos que le ligan a la patria, desprecia todos los fantasmas producidos por una mal colocada filosofía que le procura espantar, y dice: Patria, voy a sacrificarte mi quietud, mis bienes y vida. Corto sería este sacrificio si se redujera a morir: voy a exponerme a los caprichos de la fortuna y a los de los hombres, aun más caprichosos que ella. Voy a sufrir el desprecio, la tiranía, el odio, la envidia, la traición, la inconstancia y las infinitas y crueles combinaciones que nacen del conjunto de muchas de ellas o de todas.

No me dilato más, aunque fuera muy fácil, sobre esta materia. Creo que lo dicho baste para que formes de tu huésped un concepto menos favorable. Conocerás que aunque sea hombre bueno será mal ciudadano; y que el ser buen ciudadano es una verdadera obligación de las que contrae el hombre al entrar en la república, si quiere que ésta le estime, y aun más si quiere que no lo mire como a extraño. El patriotismo es de los entusiasmos más nobles que se han conocido para llevar al hombre a despreciar y emprender cosas grandes, y para conservar los estados.




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Carta LXXI

Del mismo al mismo


A estas horas ya habrás leído mi última contra la quietud particular y a favor del entusiasmo; aunque sea molestar tu espíritu filosófico y retirado, he de continuar en ésta por donde dejé aquélla.

La conservación propia del individuo es tan opuesta al bien común de la sociedad, que una nación compuesta toda de filósofos no tardaría en ser esclavizada por otra. El noble entusiasmo del patriotismo es el que ha guardado los estados, detenido las invasiones, asegurado las vidas y producido aquellos hombres que son el verdadero honor del género humano. De él han dimanado las acciones heroicas imposibles de entenderse por quien no esté poseído del mismo ardor, y fáciles de imitar por quien se halla dominado de él.

(Aquí estaba roto el manuscrito, con lo que se priva al público de la continuación de un asunto tan plausible.)




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Carta LXXII

Gazel a Ben-Beley


Hoy he asistido por mañana y tarde a una diversión propiamente nacional de los españoles, que es lo que ellos llaman fiesta o corrida de toros. Ha sido este día asunto de tanta especulación para mí, y tanto el tropel de ideas que me asaltaron a un tiempo, que no sé por cuál empezar a hacerte la relación de ellas. Nuño aumenta más mi confusión sobre este particular, asegurándome que no hay un autor extranjero que hable de este espectáculo, que no llame bárbara a la nación que aún se complace en asistir a él. Cuando esté mi mente más en su equilibrio, sin la agitación que ahora experimento, te escribiré largamente sobre este asunto; sólo te diré que ya no me parecen extrañas las mortandades que sus historias dicen de abuelos nuestros en la batalla de Clavijo, Salado, Navas y otras, si las excitaron hombres ajenos de todo el lujo moderno, austeros en sus costumbres, y que pagan dinero por ver derramar sangre, teniendo esto por diversión dignísima de los primeros nobles. Esta especie de barbaridad los hacía sin duda feroces, pues desde niños se divertían con lo que suelen causar desmayos a hombres de mucho valor la primera vez que asisten a este espectáculo.




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Carta LXXIII

Del mismo al mismo


Cada día admiro más y más el número de varones grandes que se leen en genealogías de los reyes de la casa que actualmente ocupa el trono de España. El presente empezó su reinado perdonando las deudas que habían contraído provincias enteras por los años infelices, y pagando las que tenían sus antecesores para con sus vasallos. Con haber dejado la deudas en el estado que las halló, sin cobrar ni pagar, cualquiera le hubiera tenido por equitativo, y todos hubieran alabado su benignidad, pues teniendo en su mano el arbitrio de ser juez y parte, parecería suficiente moderación la de no cobrar lo que podía; pero se condenó a sí mismo y absolvió a los otros. Y dio por este medio un ejemplo de justificación más estimable que un código entero que hubiese publicado sobre la justicia y el modo de administrarla. Se olvidó que era rey, y sólo se acordó que era padre.

Su hermano y predecesor, Fernando, en su reinado pacífico confirmó a su pueblo en la idea de que el nombre de Fernando había de ser siempre de buen agüero para España.

Su otro hermano, Luis, duró poco, pero lo bastante para que se llorase mucho su muerte.

Su padre, Felipe, fue héroe y fue rey, sin que sepa la posteridad en cuál clase colocarle sin agraviar a la otra. Vivo retrato de su progenitor Enrique IV, tuvo al principio de su reinado una mano levantada para vencer y otra para aliviar a los vencidos. Su pueblo se dividió en dos, y él también dividió en dos su corazón, para premiar a unos y perdonar a otros. Los pueblos que le siguieron fieles hallaron un padre que los halagaba, y los que se apartaron encontraron un maestro que los corregía. Tenían que admirarle los que no le amaban; y si los leales le hallaban bueno, los otros le hallaban grande. Como la naturaleza humana es tal que no puede tardar en querer al mismo a quien admira, murió reinando sobre todas las provincias, pero sin haber logrado una paz estable que le hiciese gozar los frutos de sus fatigas.

Sus ascendientes reinaron en Francia. Léanse sus historias con reflexión, y se verá qué era la Francia antes de Enrique IV, y qué papel tan diferente ha hecho aquella monarquía desde que la mandan los descendientes de aquel gran príncipe.




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Carta LXXIV

Gazel a Ben-Beley


Ayer me hallé en una concurrencia en que se hablaba de España, de su estado, de su religión, de su gobierno, de lo que es, de lo que ha sido, de lo que pudiera ser, etc. Admirome la elocuencia, la eficacia y el amor con que se hablaba, tanto más cuanto noté que excepto Nuño, que era el que menos se explicaba, ninguno de los concurrentes era español. Unos daban al público los hermosos efectos de sus especulaciones para que esta monarquía tuviese cien navíos de línea en poco más de seis meses; otros, para que la población de estas provincias se duplicase en menos de quince años; otros, para que todo el oro y plata de ambas Américas queden en la península; otros, para que las fábricas de España desbancasen todas las de Europa; y así de lo demás.

Muchos apoyaban sus discursos con pariedades sacadas de lo que sucede en otro país. Algunos pretendían que no les movía más objeto que el hacer bien a esta nación, contemplándola con dolor atrasada en más de siglo y medio respecto de las otras, y no faltaban algunos que ostentaban su profunda ciencia en estas materias para demostrar con más evidencia la inutilidad de los genios o ingenios españoles, y otros, en fin, por otros varios motivos.

-Harto se hizo en tiempo de Felipe V, no obstante sus largas y sangrientas guerras -dijo uno.

-Tal quedó ello en la muerte de Carlos II -dijo otro.

-Fue muy desidioso -añadió un tercero-, Felipe IV, y muy desgraciado su ministro el conde-duque de Olivares.

-¡Ay, caballeros! -dijo Nuño-; aunque todos ustedes tengan la mejor intención cuando hablan de remediar los atrasos de España, aunque todos tengan el mayor interés en trabajar a restablecerla, por más que la miren con el amor de patria, digámoslo así, adoptiva, es imposible que acierten. Para curar a un enfermo, no bastan las noticias generales de la facultad ni el buen deseo del profesor; es preciso que éste tenga un conocimiento particular del temperamento del paciente, del origen de la enfermedad, de sus incrementos y de sus complicaciones si las hay. Quieren curar toda especie de enfermos y de enfermedades con un mismo medicamento: no es medicina, sino lo que llaman charlatanería, no sólo ridícula en quien la profesa, sino dañosa para quien la usa. En lugar de todas estas especulaciones y proyectos, me parece mucho más sencillo otro sistema nacido del conocimiento que ustedes no tienen, y se reduce a esto poco: la monarquía española nunca fue tan feliz por dentro, ni tan respetada por fuera, como en la época de morir Fernando el Católico; véase, pues, qué máximas entre las que formaron juntas aquella excelente política han decaído de su antiguo vigor; vuélvase a dar el vigor antiguo, y tendremos la monarquía en el mismo pie en que la halló la casa de Austria. Cortas variaciones respecto el sistema actual de Europa bastan, en vez de todas esas que ustedes han amontonado.

-¿Quién fue ese Fernando el Católico? -preguntó uno de los que habían perorado. -¿Quién fue ése? -preguntó otro. -¿Quién, quién? -preguntaron todos los demás estadistas.

-¡Ay, necio de mí! -exclamó Nuño, perdiendo algo de su natural quietud-; ¡necio de mí! que he gastado tiempo en hablar de España con gentes que no saben quién fue Fernando el Católico. Vámonos, Gazel.




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Carta LXXV

Del mismo al mismo


Al entrar anoche en mi posada, me hallé con una carta cuya copia te remito. Es de una cristiana a quien apenas conozco. Te parecerá muy extraño su contenido, que dice así:

«Acabo de cumplir veinticuatro años, y de enterrar a mi último esposo de seis que he tenido en otros tantos matrimonios, en espacio de poquísimos años. El primero fue un mozo de poca más edad que la mía, bella presencia, buen mayorazgo, gran nacimiento, pero ninguna salud. Había vivido tanto en sus pocos años, que cuando llegó a mis brazos ya era cadáver. Aún estaban por estrenar muchas galas de mi boda, cuando tuve que ponerme luto. El segundo fue un viejo que había observado siempre el más rígido celibatismo; pero heredando por muertes y pleitos unos bienes copiosos y honoríficos, su abogado le aconsejó que se casase; su médico hubiera sido de otro dictamen. Murió de allí a poco, llamándome hija suya, y juró que como a tal me trató desde el primer día hasta el último. El tercero fue un capitán de granaderos, más hombre, al parecer, que todos los de su compañía. La boda se hizo por poderes desde Barcelona; pero picándose con un compañero suyo en la luneta de la ópera, se fueron a tomar el aire juntos a la explanada y volvió solo el compañero, quedando mi marido por allá. El cuarto fue un hombre ilustre y rico, robusto y joven, pero jugador tan de corazón, que ni aun la noche de la boda durmió conmigo porque la pasó en una partida de banca. Diome esta primera noche tan mala idea de las otras, que lo miré siempre como huésped en mi casa, más que como precisa mitad mía en el nuevo estado. Pagome en la misma moneda, y murió de allí a poco de resulta de haberle tirado un amigo suyo un candelero a la cabeza, sobre no sé qué equivocación de poner a la derecha una carta que había de caer a la izquierda. No obstante todo esto, fue el marido que más me ha divertido, a lo menos por su conversación que era chistosa y siempre en estilo de juego. Me acuerdo que, estando un día comiendo con bastantes gentes en casa de una dama algo corta de vista, le pidió de un plato que tenía cerca y él la dijo: -Señora, la talla anterior, pudo cualquiera haber apuntado, que había bastante fondo; pero aquel caballero que come y calla acaba de hacer a este plato una doble paz de paroli con tanto acierto, que nos ha desbancado. -Es un apunte temible a este juego.

»El quinto que me llamó suya era de tan corto entendimiento, que nunca me habló sino de una prima que él tenía y que quería mucho. La prima se murió de viruelas a pocos días de mi casamiento, y el primo se fue tras ella. Mi sexto y último marido fue un sabio. Estos hombres no suelen ser buenos muebles para maridos. Quiso mi mala suerte que en la noche de mi casamiento se apareciese una cometa, o especie de cometa. Si algún fenómeno de éstos ha sido jamás cosa de mal agüero, ninguno lo fue tanto como éste. Mi esposo calculó que el dormir con su mujer sería cosa periódica de cada veinticuatro horas, pero que si el cometa volvía, tardaría tanto en dar la vuelta, que él no le podría observar; y así, dejó esto por aquello, y se salió al campo a hacer sus observaciones. La noche era fría, y lo bastante para darle un dolor de costado, del que murió.

»Todo esto se hubiera remediado si yo me hubiera casado una vez a mi gusto, en lugar de sujetarlo seis veces al de un padre que cree la voluntad de la hija una cosa que no debe entrar en cuenta para el casamiento. La persona que me pretendía es un mozo que me parece muy igual a mí en todas calidades, y que ha redoblado sus instancias cada una de las cinco primeras veces que yo he enviudado; pero en obsequio de sus padres, tuvo que casarse también contra su gusto, el mismo día que yo contraje matrimonio con mi astrónomo.

»Estimaré al señor Gazel me diga qué uso o costumbre se sigue allá en su tierra en esto de casarse las hijas de familia, porque aunque he oído muchas cosas que espantan de lo poco favorable que nos son las leyes mahometanas, no hallo distinción alguna entre ser esclava de un marido o de un padre, y más cuando de ser esclava de un padre resulta el parar en tener marido, como en el caso presente».




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Carta LXXVI

Gazel a Ben-Beley


Son infinitos los caprichos de la moda. Uno de los actuales es escribirme cartas algunas mujeres que no me conocen sino de nombre, o por oírme, o por hablarme, o por ambos casos. Se han puesto muchas en este pie desde que se divulgó la esquela que me escribió la primera y yo te remití. Lo mismo ejecutaré con las que me parezcan dignas de pasar el mar para divertir a un sabio africano con extravagancias europeas; y sin perder correo, allá va esa copia. Depón por un rato, oh mi venerable Ben-Beley, el serio aspecto de tu edad y carácter. Te he oído mil veces que algún rato empleado en pasatiempo suele dejar el espíritu más descansado para dedicarse a sublimes especulaciones. Me acuerdo haberte visto cuidar de un pájaro en la jaula y de una flor en el jardín: nunca me pareciste más sabio. El hombre grande nunca es mayor que cuando se baja al nivel de los demás hombres, sin que esto le quite el remontarse después a donde le encumbre el rayo de la esencia suprema que nos anima. Dice, pues, así la carta:

«Señor moro: Las francesas tienen cierto pasatiempo que llaman coquetería, y es engaño que hace la mujer a cuantos hombres se presentan. La coqueta lo pasa muy bien, porque tiene a su disposición todos los jóvenes de algún mérito, y se lisonjea mucho del amor propio con tanto incienso. Pero como los franceses toman y dejan con bastante ligereza algunas cosas, y entre ellas las de amor, las consecuencias de mil coquetinas en perjuicio de un mozo se reducen a que el tal lo reflexiona un minuto, y se va con su incensario a otro altar. Los españoles son más formales en esto de enamorarse; y como ya todo aquel antiguo aparato de galanteo, obstáculos que vencer, dificultades que prevenir, criados que cohechar, como todo esto se ha desvanecido, empiezan a padecer desde el instante que se enamoraron de una coqueta española, y suele parar la cosa en que el amante que conoce la burla que le han hecho se muere, se vuelve loco, o a mejor librar, piensa en ausentarse desesperado. Yo soy una de las más famosas en esta secta, y no puedo menos de acordarme con satisfacción propia de las víctimas que se han sacrificado en mi templo y por mi culto. Si en Marruecos nos dan algún día semejante despotismo, que será en el mismo instante que se anulen las austeras leyes de los serrallos, y si las señoras marruecas quisiesen admitir unas cuantas españolas para catedráticas de esta nueva ciencia hasta ahora desconocida en África, prometo en breve tiempo sacar, entre mis lecciones y la de otra media docena de amigas, suficiente número de discípulas para que paguen los musulmanes a pocas semanas todas las tiranías que han ejercido sobre nosotras desde el mismo Mahoma hasta el día de la fecha; pues aumentando el dominio de mi sexo sobre el masculino en proporción del calor del clima como se ha experimentado en la corta distancia del paso de los Pirineos, deben esperar las coquetas marruecas un despotismo que apenas cabe en la imaginación humana, sobre todo en las provincias meridionales de ese imperio».




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Carta LXXVII

Gazel a Ben-Beley


Los trámites del nacimiento, aumento, decadencia, pérdida y resurrección del buen gusto en la transmigración de las ciencias y artes dejan tal serie de efectos, que se ven en cada periodo de éstos los influjos del anterior. Pero cuando se hacen más notables es cuando, después de la era del mal gusto, al tocar ya en la del bueno, se conocen los efectos del antecedente; y si esto se advierte con lástima en las ciencias positivas y artes serias, se echa de ver con risa en las facultades de puro adorno, como elocuencia y poesía.

Ambas decayeron a la mitad del siglo pasado en España, como todo lo restante de la monarquía. Intentan volver ambas a levantarse en el actual; pero no obstante el fomento dado a las ciencias, a pesar de la resurrección de los autores buenos españoles del siglo XVI, sin embargo de la traducción de los extranjeros modernos, aun después del establecimiento de las Academias, y en medio de la mofa con que algunos españoles han ridiculizado la hinchazón y todos los vicios del mal lenguaje, se ven de cuando en cuando algunos efectos de la falsa retórica y poesía de la última mitad del siglo pasado. Algunos ingenios mueren todavía, digámoslo así, de la misma peste de que pocos escaparon entonces. Varios oradores y poetas de estos días parece no ser sino sombra o almas de los que murieron cien años ha, y volver al mundo, ya para seguir los discursos que dejaron pendientes cuando expiraron, ya para espantar a los vivos.

Nuño me decía esto mismo anoche, y añadió: -Ésta es una verdad patente, pero con particularidad en los títulos de los libros, papeles y comedias. Aquí tengo una lista de títulos extraordinarios de obras que han salido al público con toda solemnidad de veinte años a esta parte, haciendo poco honor a nuestra literatura, aunque su contenido no deje de tener muchas cosas buenas, de lo que prescindo.

Sacó su cartera, aquella cartera de que te he hablado tantas veces, y después de papelear, me dijo: «Toma y lee». Tomé y leí, y decía de este modo:

«Lista de algunos títulos de libros, papeles y comedias, que me han dado golpe, publicados desde el año de 1757, cuando ya era creíble que se hubiese acabado toda hinchazón y pedantería».

1. Los celos hacen estrellas, y el amor hace prodigios. Decía al margen de letra de Nuño: «No entiendo la primera parte de este título».

2. Medula eutropólica que enseña a jugar a las damas con espada y broquel, añadida y aumentada. Y la nota marginal decía: «Estábamos todos en que el juego de las damas, así como el del ajedrez, era juego de mucha cachaza, excelentes para una aldea tranquila, propios de un capitán de caballos que está dando verde a su compañía, con el boticario o fiel de fechos de su lugar, mientras dan las doce para ir a comer el puchero; pero el autor medular eutropólico nos da una idea tan honrosa de este pasatiempo, que me alegró mucho no ser aficionado a tal juego; porque esto de ir un hombre armado con espada y broquel, cuando sólo creí que se trataba de un poco de diversión mansueta, sosegada y flemática, es chasco temible».

3. Arte de bien hablar, freno de lenguas, modelo de hacer personas, entretenimiento útil y camino para vivir en paz. Al margen se leían los siguientes renglones: «Éste es mucho título, y lo de hacer personas es mucha obra».

4. Nueva mágica experimental y permitida. Ramillete de selectas flores, así aritméticas como físicas, astronómicas, astrológicas, graciosos juegos repartidos en un manual calendario para el presente año de 1761. Sin duda enfadó mucho este título a mi amigo, pues al margen había puesto de malísima letra, como temblándole el pulso de pura cólera: «Si se lee este título dos veces seguidas a cualquiera estatua de bronce, y no se hace pedazos de risa o rabia, digo que hay bronces más duros que los mismos bronces».

5. Zumba de pronósticos y pronóstico de zumbas. «Zumbando me quedan los oídos con el retruécano», decía la nota marginal.

6. Manojito de diversas flores, cuya fragancia descifra los misterios de la Misa y Oficio Divino, da esfuerzos a los moribundos y ahuyenta las tempestades.

7. Eternidad de diversas eternidades.

8. Arco iris de paz, cuya cuerda es la consideración y meditación para rezar el Santísimo Rosario de Nuestra Señora. Su aljaba ocupa 560 consideraciones, que tira el Amor Divino a todas sus almas.

9. Sacratísimo antídoto el nombre inefable de Dios contra el abuso de agur. Al margen de este título y los tres antecedentes, había: «Siento mucho que para hablar de los asuntos sagrados de una religión verdaderamente divina, y por consiguiente digna de que se trate con la más profunda circunspección, se usen expresiones tan extravagantes y metáforas tan ridículas. Si semejantes locuciones fuesen sobre materias menos respetables, se pudiera hacer buena mofa de ellas».

10. Historia de lo futuro. Prologómeno a toda la historia de lo futuro, en que se declara el fin y se prueban los fundamentos de ella, traducida del portugués. Y la nota decía: «Alabo la diligencia del traductor. Como si no tuviésemos bastante copia de hinchazón, pedantería y delirio, sembrada, cultivada, cogida y almacenada de nuestra propia cosecha, el buen traductor quiere introducirnos los productos de la misma especie de los extranjeros, por si nos viene algún año malo de este fruto».

11. Antorchas para solteros, de chispas para casados. Y al margen había puesto mi amigo: «Este título es más que todos los anteriores juntos. No hay hombre en España que lo entienda, como no lea la obra, y no es obra que convide mucho a los lectores por el título».

12. Ingeniosa y literal competencia entre Musa, rey de los nombres, y Amo, rey de los verbos, a la que dio fin una campal y sangrienta batalla que se dieron los vasallos de uno y otro monarca; compuesta en forma de coloquio. La nota marginal decía: «Por el honor literario de mi patria sentiré mucho que pase los Pirineos semejante título, aunque para mi uso particular no puedo menos de aplaudirlo, pues cada vez que lo leo me quita dos o tres grados de mi natural hipocondría. Si todos estos títulos fuesen de obras jocosas o satíricas, pudiera tolerarse, aunque no tanto; pero es insufrible este estilo cuando los asuntos de las obras son serios, y mucho más cuando son sagrados. Es sensible que aún permanezca semejante abuso en nuestro siglo en España, cuando ya se ha desterrado de todo lo restante del mundo, y más cuando en España misma se ha hecho por varios autores tan repetida y graciosa crítica de ello, y más severa que en parte alguna de Europa, respecto de que el genio español en las materias de entendimiento es como la gruesa artillería, que es difícil de transportarse y manejarse a mudar de dirección, pero, mudada una vez, hace más efecto dondequiera que la apuntan».




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Carta LXXVIII

Del mismo al mismo


¿Sabes tú lo que es un verdadero sabio escolástico? No digo de aquellos que, siguiendo por carrera o razón de estado el método común, se instruyen plenamente a sus solas de las verdaderas ciencias positivas, estudian a Newtón en su cuarto y explican a Aristóteles en su cátedra -de los cuales hay muchos en España-, sino de los que creen en su fuero interno que es desatino físico y ateísmo puro todo lo que ellos mismos no enseñan a sus discípulos y no aprendieron de sus maestros. Pues mira, hazte cuenta que vas a oírle hablar. Figúrate antes que ves un hombre muy seco, muy alto, muy lleno de tabaco, muy cargado de anteojos, muy incapaz de bajar la cabeza ni saludar a alma viviente, y muy adornado de otros requisitos semejantes. Ésta es la pintura que Nuño me hizo de ellos, y que yo verifiqué ser muy conforme al original cuando anduve por sus universidades. Te dirán, pues, de este modo, si le vas insinuando alguna afición tuya a otras ciencias que las que él sabe:

«Para nada se necesitan dos años, ni uno siquiera, de retórica. Con saber unas cuantas docenas de voces largas de catorce o quince sílabas cada una, y repetirlas con frecuencia y estrépito, se compone una oración o bien fúnebre o bien gratulatoria». Si le dices las ventajas de la buena oratoria, su uso, sus reglas, los ejemplos de Solís, Mendoza, Mariana u otros, se echará a reír y te volverá la espalda.

«La poesía es un pasatiempo frívolo. ¿Quién no sabe hacer una décima o glosar una cuarteta de repente a una dama, a un viejo, contra un médico o una vieja, en memoria de tal santo o en reverenda de tal Misterio?». Si le dices que esto no es poesía, que la poesía es una cosa inexplicable y que sólo se aprende y se conoce leyendo los poetas griegos y latinos y tal cual moderno; que la religión misma usa de la poesía en las alabanzas al Criador; que la buena poesía es la piedra de toque del buen gusto de una nación o siglo; que, despreciando las producciones ridículas de equivoquistas, truhanes y bufones, las poesías heroicas y satíricas son las obras tal vez más útiles a la república literaria, pues sirven para perpetuar la memoria de los héroes y corregir las costumbres de nuestros contemporáneos, no harían caso de ti.

«La física moderna es un juego de títeres. He visto esas que llaman máquinas de física experimental: juego de títeres, vuelvo a decir, agua que sube, fuego que baja, hilos, alambres, cartones, puro juguete de niños». Si le instas que a lo que él llama juego de títeres deben todas las naciones los adelantamientos en la vida civil, y aun de la vida física, pues estarían algunas provincias debajo del agua sin el uso de los diques y máquinas construidas por buenos principios de la tal ciencia; si les dices que no hay arte mecánica que no necesite de dicha física para subsistir y adelantar; si les dices, en fin, que en todo el universo culto se hace mucho caso de esta ciencia y de sus profesores, te llamará hereje.

Pobre de ti si le hablas de matemáticas. «Embuste y pasatiempo -dirá él muy grave-. Aquí tuvimos a don Diego de Torres, repetirá con mucha solemnidad y orgullo, y nunca estimamos su facultad, aunque mucho su persona por las sales y conceptos de sus obras». Si le dices: yo no sé nada de don Diego de Torres, sobre si fue o no gran matemático, pero las matemáticas son y han sido siempre tenidas por un conjunto de conocimientos que forman la única ciencia que así puede llamarse entre los hombres. Decir si ha de llover por marzo, ha de hacer frío por diciembre, si han de morir algunas personas en este año y nacer otras en el que viene, decir que tal planeta tiene tal influjo, que el comer melones ha de dar tercianas, que el nacer en tal día, a tal hora, significa tal o tal serie de acontecimientos, es, sin duda, un despreciable delirio; y si ustedes han llamado a esto matemática, y si creen que la matemática no es otra cosa diversa, no lo digan donde lo oigan gentes. La física, la navegación, la construcción de los navíos, la fortificación de las plazas, la arquitectura civil, los acampamentos de los ejércitos, la fundición, manejo y suceso de la artillería, la formación de los caminos, el adelantamiento de todas las artes mecánicas, y otras partes más sublimes, son ramos de esta facultad, y vean ustedes si estos ramos son útiles en la vida humana.

«La medicina que basta -dirá el mismo- es lo extractado de Galeno e Hipócrates. Aforismos racionales, ayudados de buenos silogismos, bastan para constituir un buen médico». Si le dices que, sin despreciar el mérito de aquellos dos sabios, los modernos han adelantado en esta facultad por el mayor conocimiento de la anatomía y botánica, que no tuvieron en tanto grado los antiguos, a más de muchos medicamentos, como la quina y mercurio, que no se usó hasta ahora poco, también se reirá de ti.

Así de las demás facultades. Pues ¿cómo hemos de vivir con estas gentes?, preguntará cualquiera. Muy fácilmente, responde Nuño. Dejémoslos gritar continuamente sobre la famosa cuestión que propone un satírico moderno, utrum chimera, bombilians in vacuo possit comedere secundas intentiones. Trabajemos nosotros a las ciencias positivas, para que no nos llamen bárbaros los extranjeros; haga nuestra juventud los progresos que pueda; procure dar obras al público sobre materias útiles, deje morir a los viejos como han vivido, y cuando los que ahora son mozos lleguen a edad madura, podrán enseñar públicamente lo que ahora aprenden ocultos. Dentro de veinte años se ha de haber mudado todo el sistema científico de España insensiblemente, sin estrépito, y entonces verán las academias extranjeras si tienen motivo para tratarnos con desprecio. Si nuestros sabios tardan algún tiempo en igualarse con los suyos, tendrán la excusa de decirles: -Señores, cuando éramos jóvenes, tuvimos unos maestros que nos decían: «Hijos míos, vamos a enseñaros todo cuanto hay que saber en el mundo; cuidado no toméis otras lecciones, porque de ellas no aprenderéis sino cosas frívolas, inútiles, despreciables y tal vez dañosas». Nosotros no teníamos gana de gastar el tiempo sino en lo que nos pudiese dar conocimientos útiles y seguros, con que nos aplicamos a lo que oíamos. Pero a poco fuimos oyendo otras voces y leyendo otros libros, que, si nos espantaron al principio, después nos gustaron. Los empezamos a leer con aplicación, y como vimos que en ellos se contenían mil verdades en nada opuestas a la religión ni a la patria, pero sí a la desidia y preocupación, fuimos dando varios usos a unos y a otros cartapacios y libros escolásticos, hasta que no quedó uno. De esto ya ha pasado algún tiempo, y en él nos hemos igualado con ustedes, aunque nos llevaban siglo y cerca de medio de delantera. Cuéntese por nada lo dicho, y pongamos la fecha desde hoy, suponiendo que la península se hundió a mediados del siglo XVII y ha vuelto a salir de la mar a últimos del de XVIII.




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Carta LXXIX

Del mismo al mismo


Dicen los jóvenes: esta pesadez de los viejos es insufrible. Dicen los viejos: este desenfreno de los jóvenes es inaguantable. Unos y otros tienen razón, dice Nuño; la demasiada prudencia de los ancianos hace imposibles las cosas más fáciles, y el sobrado ardor de los mozos finge fáciles las cosas imposibles. En este caso no debe interesarse el prudente, añade Nuño, ni por uno ni por otro bando; sino dejar a los unos con su cólera y a los otros con su flema; tomar el medio justo y burlarse de ambos extremos.




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Carta LXXX

Del mismo al mismo


Pocos días ha presencié una exquisita chanza que dieron a Nuño varios amigos suyos extranjeros; pero no de aquéllos que para desdoro de su respectiva patria andan vagando el mundo, llenos de los vicios de todos los países que han corrido por Europa, y traen todo el conjunto de todo lo malo a este rincón de ella, sino de los que procuran imitar y estimar lo bueno de todas partes y que, por tanto, deben ser muy bien admitidos en cualquiera. De éstos trata Nuño algunos de los que residen en Madrid, y los quiere como paisanos suyos, pues tales le parecen todos los hombres de bien del mundo, siendo para con ellos un verdadero cosmopolita, o sea ciudadano universal. Zumbábanle, pues, sobre la facilidad con que los españoles de cualquiera condición y clase toma el tratamiento de don. Como el asunto es digno de crítica, y los concurrentes eran personas de talento y buen humor, se les ofreció una infinidad de ideas y de expresiones a cual más chistosas, sin el empeño enfático de las disputas de escuela, sino con el donaire de las conversaciones de corte.

Un caballero flamenco, que se halla en Madrid siguiendo no sé qué pleito, dimanado de cierta conexión de su familia con otra de este país y tronco de aquélla, le decía lo absurdo que le parecía este abuso, y lo amplificaba, añadía y repetía: -Don es el amo de una casa; don, cada uno de sus hijos; don, el dómine que enseña gramática al mayor; don, el que enseña a leer al chico; don, el mayordomo; don, el ayuda de cámara; doña, el ama de llaves; doña, la lavandera. Amigo, vamos claros: son más dones los de cualquiera casa que los del Espíritu Santo.

Un oficial reformado francés, ayudante de campo del marqués de Lede, hombre sumamente amable que ha llegado a formar un excelente medio entre la gravedad española y la ligereza francesa, tomó la mano y dijo mil cosas chistosas sobre el mismo abuso.

A éste siguió un italiano, de familia muy ilustre, que había venido viajando por su gusto, y se detenía en España, aficionado de la lengua castellana, haciendo una colección de los autores españoles, criticando con tanto rigor a los malos como aplaudiendo con desinterés a los buenos.

A todo callaba Nuño, y su silencio aun me daba más curiosidad que la crítica de los otros; pero él no les interrumpió mientras tuvieron que decir y aun repetir lo dicho; ni aun mudaba de semblante. Al contrario, parecía aprobar con su dictamen el de sus amigos: con la cabeza, que movía de arriba abajo, con las cejas que arqueaba, con los hombros que encogía algunas veces; y con la alternativa de poner de cuando en cuando ya el muslo derecho sobre la rodilla izquierda, ya el muslo izquierdo sobre la rodilla derecha, significaba, a mi ver, que no tenía cosa que decir en contra; hasta que, cansados ya de hablar todos los concurrentes, les dijo poco más o menos:

-No hay duda que es extravagante el número de los que usurpan el tratamiento de don; abuso general en estos años, introducido en el siglo pasado, y prohibido expresamente en los anteriores. Don significa señor, como que es derivado de la voz latina Dominus. Sin pasar a los godos, y sin fijar la vista en más objetos que en los posteriores a la invasión de los moros, vemos que solamente los soberanos, y aun no todos, ponían don antes de su nombre. Los duques y grandes señores lo tomaron después con condescendencia de los reyes. Después quedó en todos aquellos en quienes parecía bien, a saber, en todo señor de vasallos. Siguiose esta práctica con tanto rigor, que un hijo segundo del mayor señor, no siéndolo él mismo, no se ponía tal distintivo. Ni los empleos honoríficos de la Iglesia, toga y ejército daban semejante adorno, aun cuando recaían en las personas de la más ilustre cuna. Se firmaban con todos sus títulos, por grandes que fueran; se les escribía con todos sus apellidos, aunque fuesen los primeros de la monarquía, como Cerdas, Guzmanes, Pimenteles, sin poner el don; pero no se olvidaba al caballero particular más pobre, como tuviese efectivamente algún señorío, por pequeño que fuese. En cuántos monumentos, y no muy antiguos, leemos inscripciones de este o semejante tenor: Aquí yace Juan Fernández de Córdoba, Pimentel, Hurtado de Mendoza y Pacheco, comendador de Mayorga en la Orden de Alcántara, maestre de campo del tercio viejo de Salamanca; nació, etc., etc. Aquí yace el licenciado Diego de Girón y Velasco, del Consejo de S. M. en el Supremo de Castilla, Embajador que fue en la Corte del Santo Padre, etc., etc.

Pero ninguno de éstos ponía el don, aunque les sobrasen tantos títulos sobre que recaer. Después pareció conveniente tolerar que la personas condecoradas con empleos de consideración en el Estado se llamasen así. Y esto, que pareció justo, demostró cuánto más lo era el rigor antiguo, pues en pocos años ya se propagó la donimanía (perdonen ustedes la voz nueva), de modo que en nuestro siglo todo el que no lleva librea se llama don Fulano; cosa que no consiguieron in illo tempore ni Hernán Cortés, ni Sancho Dávila, ni Antonio de Leiva, ni Simón Abril, ni Luis Vives, ni Francisco Sánchez, ni los otros varones insignes en armas y letras. Más es, que la multitud del don lo ha hecho despreciable entre la gente de primorosa educación. Llamarle a uno don Juan, don Pedro, don Diego a secas, es tratarle de criado; es preciso llamarle señor don, que quiere decir dos veces don. Si el señor don llega también a multiplicarse en el siglo que viene como el don en el nuestro, ya no bastará el señor don para llamar a un hombre de forma sin agraviarle, y será preciso decir don señor don; y temiéndose igual inconveniente en lo futuro, irá creciendo el número de los dones y señores en el de los siglos, de modo que dentro de algunos se pondrán las gentes en el pie de no llamarse las unas a las otras, por el tiempo que se ha de perder miserablemente en repetir el señor don tantas y tan inútiles veces. Las gentes de corte, que sin duda son las que menos tiempo tienen que perder, ya han conocido este daño y para ponerle competente remedio, si tratan a uno con alguna familiaridad, le llaman por el apellido a secas; y si no se hallan todavía en este pie, le añaden el señor de su apellido sin el nombre de bautismo. Pero aun de aquí nace otro embarazo: si nos hallamos en una sala muchos hermanos, o primos, o parientes del mismo apellido, ¿cómo nos han de distinguir, sino por las letras del abecedario, como los matemáticos distinguen las partes de sus figuras, o por números, como los ingleses sus regimientos de infantería?

A esto añadió Nuño otras mil reflexiones chistosas, y acabó levantándose con los demás para dar un paseo, diciendo: -Señores, ¿qué le hemos de hacer? Esto prueba lo que mucho tiempo se ha demostrado, a saber, que los hombres corrompen todo lo bueno. Yo lo confieso en este particular, y digo lisa y llanamente que hay tantos dones superfluos en España como marqueses en Francia, barones en Alemania y príncipes en Italia; esto es, que en todas partes hay hombres que toman posesión de lo que no es suyo, y lo ostentan con más pompa que aquellos a quienes toca legítimamente; y si en francés hay un adagio que dice, aludiendo a esto mismo, Baron allemand, marquis français et prince d'Italie, mauvaise compagnie, así también ha pasado a proverbio castellano el dicho de Quevedo:


Don Turuleque me llaman,
pero pienso que es adrede,
porque no sienta muy bien
el don con el Turuleque.




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Carta LXXXI

Del mismo al mismo


No es fácil saber cómo ha de portarse un hombre para hacerse un mediano lugar en el mundo. Si uno aparenta talento o instrucción, se adquiere el odio de las gentes, porque le tienen por soberbio, osado y capaz de cosas grandes. Si, al contrario, uno es humilde y comedido, le desprecian por inútil y necio. Si ven que uno es algo cauto, prudente y detenido, le tienen por vengativo y traidor. Si es uno sincero, humano y fácil de reconciliarse con el que le ha agraviado, le llaman cobarde y pusilánime; si procura elevarse, ambicioso; si se contenta con la medianía, desidioso; si sigue la corriente del mundo, adquiere nota de adulador; si se opone a los delirios de los hombres, sienta plaza de extravagante. Estas consideraciones, pesadas con madurez y confirmadas con tantos ejemplos como abundan, le dan al hombre gana de retirarse a lo más desierto de nuestra África, huir de sus semejantes y escoger la morada de los desiertos o montes entre fieras y brutos.




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Carta LXXXII

Del mismo al mismo


Yo me guardaré de creer que haya habido siglo en que los hombres hayan sido cuerdos. Las extravagancias humanas son tan antiguas como ridículas, y cada era ha tenido su locura favorita. Pero así como el que entra en un hospital de locos se admira del que ve en cada jaula hasta que pasa a otra en que halla otro loco más frenético, así el siglo que ahora vemos merece la primacía hasta que venga otro que lo supere. El inmediato será, sin duda, el superior, pero aprovechemos los pocos años que quedan de éste para divertirnos, por si no llegamos a entrar en el siguiente; y vamos claros: son muy exquisitos sus delirios, singularmente el de haber llegado a dar por falsos unos cuantos axiomas o proposiciones que se tenían por principios sentados e indubitables.

-Yo tengo -díjome Nuño- dos amigos que, a fuerza de estudiar las costumbres actuales y blasfemar de las antiguas, y a fuerza de querer sacar la quinta esencia del modernismo, han llegado a perder la cabeza, como puede acontecer a los que se empeñen mucho en el hallazgo de la piedra filosofal; pero lo más singular de su desgracia es la manía que han tomado, a saber: examinarse el uno al otro sobre ciertas máximas que tienen por indubitables. Para esto le hace hacer ciertas protestaciones de su manía, que todas estriban sobre las máximas comunes de nuestros infatuados hombres de moda. Visitándolos muchas veces, por si puedo contribuir a su restablecimiento, he llegado a aprender de memoria varios de sus artículos, a más de que he encargado al criado que les asiste de que apunte todo lo que oiga gracioso en este particular, y todas las mañanas me presente la lista. Óyelo por preguntas y respuestas, según suelen repetirlas.

P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un excelente soldado sin haber visto más fuego que el de una chimenea; y que sólo baste llevar la vuelta de la manga muy estrecha, hablar mal de cuantos generales no dan buena mesa, decir que desde Felipe II acá no han hecho nada nuestros ejércitos, asegurar que de veinte años de edad se pueden mandar cien mil hombres, mejor que con cuarenta años de experiencia, quince funciones generales, cuatro heridas y conocimiento del arte?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que se pueda ser un pasmoso sabio sin haber leído dos minutos al día, sin tener un libro, sin haber tenido maestros, sin ser bastante humilde para preguntar, y sin tener más talento que para bailar un minuet?

R. Tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen patriota baste hablar mal de la patria, hacer burla de nuestros abuelos, y escuchar con resignación a nuestros peluqueros, maestros de baile, operistas, cocineros, y sátiras despreciables contra la nación; hacer como que habéis olvidado vuestra lengua paterna, hablar ridículamente mal varios trozos de las extranjeras, y hacer ascos de todo lo que pasa y ha pasado desde los principios por acá?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para juzgar de un libro no se necesita verlo, y basta verlo por el forro o algo del índice y prólogo?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para mantener el cuerpo físico humano son indispensables cuatro horas de mesa con variedad de platos exquisitos y mal sanos, café que debilita los nervios, licores que privan la cabeza, y después un juego que arruina los bolsillos, contrayendo deudas vergonzosas para pagar?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para ser ciudadano útil baste dormir doce horas, gastar tres en el teatro, seis en la mesa y tres en el juego?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para ser buen padre de familia baste no ver meses enteros a vuestra mujer, sino a las ajenas, arruinar vuestros mayorazgos, entregar vuestros hijos a un maestro alquilado, o a vuestros lacayos, cocheros y mozos de mulas?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para ser grande hombre baste negaros al trato civil, arquear las cejas, tener grandes equipajes, grandes casas y grandes vicios?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que para contribuir de vuestra parte al adelantamiento de las ciencias, baste perseguir a los que las cultivan o con desprecio a los que se dedican a cultivarlas; y mirar a un filósofo, a un poeta, a un matemático, a un orador, como a un papagayo, a un mico, a un enano y a un bufón?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que todo hombre taciturno, especulativo y modesto en proferir su dictamen, merece desprecio y mofa, y hasta golpes y palos si los aguantara, y que, al contrario, para ser digno de atención es menester hablar como una cotorra, dar vueltas como mariposa y hacer más gestos que un mico?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que la suma y final bienaventuranza del hombre consiste en tener un tiro de caballos frisones muy gordos, o de potros cordobeses muy finos, o de mulas manchegas muy altas?

R. Sí tengo.

P. ¿Tenéis por cierto que si el siglo que viene abre los ojos sobre las ridiculeces del actual, será vuestro nombre y el de vuestros semejantes el objeto de la risa y mofa, y tal vez de odio y execración?; y no obstante esto, ¿vienes a prometer vivir en una extravagancia?

R. Sí tengo y prometo.

Y luego suele callar el preguntante, y el otro le hace otras tantas preguntas, añadió Nuño. Lo sensible es que no hagan todo un catecismo completo análogo a este especie de símbolo de sus extravagancias. Muy curioso estoy de saber qué mandamientos pondrían, qué obras de misericordia, qué pecados, qué virtudes opuestas a ellos, qué oraciones. Los que han profesado esta religión, venerado sus misterios, asistido a sus ritos y procurado propagar su doctrina, suelen pasar alegremente los años agradables de su vida. El alto concepto en que se tienen a sí mismos; el sumo desprecio con que tratan a los otros; la admiración que les atrae el mundo femenino; su parte extravagante; y, en fin, la ninguna reflexión seria que pueda detener un punto su continuo movimiento, les da sin duda una juventud muy gustosa. Pero cuando van llegando a la edad madura, y ven que van a caer en el mayor desaire, creo que se han de hallar en muy triste situación. Se desvanece todo aquel torbellino de superficialidades, y se hallan en otra esfera. Los hombres serios, formales e importantes no los admiten, porque nunca los han tratado; las mujeres los desconocen, porque los ven despojados de todas las prendas que los hacían apreciables en el estrado, y se me figura cada uno de ellos como el murciélago, que ni es ratón ni pájaro.

¿En qué clase, pues, de estado se han de colocar uno de éstos cuando llega a la edad menos ligera y deliciosa? ¡Cuán amargos instantes tendrá cuando se vea en la imposibilidad de ser ni hombre ni niño! Le darán envidia los hombres que van entrando en la edad que él ha pasado, y le extrañarán los hombres que van entrando con las canas que ya le asoman. Si hubiese contraído la naturaleza, al tiempo de producirle, alguna obligación de mantenerle siempre en la edad florida, moriría sin haber usado de su razón, embobado en los aparentes placeres y felicidades. Si conociendo lo corto de la juventud, hubiese mirado las cosas sólidas, se hallaría a cierto tiempo colocado en alguna clase de la república, más o menos feliz a la verdad, pero siempre con algún establecimiento; cuando en el caso del petimetre, éste no tiene que esperar más que mortificaciones y desaires desde el día que se le arrugó la cara, se le pobló la barba, se le embasteció el cuerpo y se le ahuecó la voz; esto es, desde el día que pudiera haber empezado a ser algo en el mundo.




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Carta LXXXIII

Del mismo al mismo


Si yo creyese en los delirios de la astrología judiciaria, no emplearía la vida en cosa alguna con tanto gusto y curiosidad como indagar el signo que preside el nacimiento de los hombres literatos en España. En todas partes es, sin duda, desgracia, y muy grande, la de nacer con un grado más de talento que el común de los mortales; pero en esa península, dice Nuño, es uno de los mayores infortunios que puede contraer el hombre al nacer. A la verdad, prosigue mi amigo, si yo fuese casado y mi mujer se hallase próxima a dar sucesión a mi casa, la diría con frecuencia: desea con mucha vehemencia tener un hijo tonto; verás qué vejez tan descansada y honorífica nos da. Heredará a todos sus tíos y abuelos, y tendrá robusta salud. Hará boda ventajosa y una fortuna brillante. Será reverenciado en el pueblo y favorecido de los poderosos; y moriremos llenos de conveniencias. Pero si el hijo que ahora tienes en tus entrañas saliese con talento, ¿cuánta pesadumbre ha de prepararnos? Me estremezco al pensarlo, y me guardaré muy bien de decírtelo por miedo de hacerte malparir de susto. Sea cual sea el fruto de nuestro matrimonio, yo te aseguro, a fe de buen padre de familia, que no le he de enseñar a leer ni a escribir, ni ha de tratar con más gente que el lacayo de casa.

Dejemos la chanza de Nuño y volvamos, Ben-Beley, a lo dicho. Apenas ha producido esta península hombre superior a los otros, cuando han llovido miserias sobre él hasta ahogarle. Prescindo de aquéllos que por su soberbia se atraen la justa indignación del gobierno, pues éstos en todas partes están expuestos a lo mismo. Hablo sólo de las desgracias que han experimentado en España los sabios inocentes de cosas que los hagan merecedores de tal castigo, y que sólo se le han adquirido en fuerza de la constelación que acabo de referirte, y forma el objeto de mi presente especulación.

Cuando veo que Miguel de Cervantes ha sido tan desconocido después de muerto como fue infeliz cuando vivía, pues hasta ahora poco no se ha sabido dónde nació, y que este ingenio, autor de una de las pocas obras originales que hay en el mundo, pasó su vida parte en el hospital, parte en la cárcel, y parte en las filas de una compañía como soldado raso, digo que Nuño tiene razón en no querer que sus hijos aprendan a leer.

Cuando veo que don Francisco de Quevedo, uno de los mayores talentos que Dios ha criado, habiendo nacido con buen patrimonio y comodidades, se vio reducido a una cárcel en que se le acangrenaban las llagas que le hacían los grillos, me da gana de quemar cuanto libro veo.

Cuando veo que Luis de León, no obstante su carácter en la religión y en la universidad, estuvo muchos años en la mayor miseria de una cárcel algo más temible para los cristianos que el mismo patíbulo, me estremezco.

Es tan cierto este daño, tan seguras sus consecuencias y tan espantoso su aspecto, que el español que publica sus obras hoy las escribe con increíble cuidado, y tiembla cuando llega el caso de imprimirlas. Aunque le conste la bondad de su intención, la sinceridad de sus expresiones, la justificación del magistrado, la benevolencia del público, siempre teme los influjos de la estrella; así como el que navega cuando truena, aunque el navío sea de buena calidad, el mar poco peligroso, su tripulación robusta y su piloto muy práctico, siempre se teme que caiga un rayo y le abrase los palos o las jarcias, o tal vez se comunique a la pólvora en la Santa Bárbara.

De aquí nace que muchos hombres, cuyas composiciones serían útiles a ellos mismos y honoríficas a la patria, las ocultan; y los extranjeros, al ver las obras que salen a luz en España, tienen a los españoles en un concepto que no se merecen. Pero aunque el juicio es fatuo, no es temerario, pues quedan escondidas las obras que merecían aplausos. Yo trato poca gente; pero aun entre mis conocidos me atrevo a asegurar que se pudieran sacar manuscritos muy apreciables sobre toda especie de erudición, que naturalmente yacen como si fuese en el polvo del sepulcro, cuando apenas han salido de la cuna. Y de otros puedo afirmar también que, por un pliego que han publicado, han guardado noventa y nueve.




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Carta LXXXIV

Ben-Beley a Gazel


No enseñes a tus amigos la carta que te escribí contra esa cosa que llaman fama póstuma. Aunque ésta sea una de las mayores locuras del hombre, es preciso dejarla reinar como otras muchas. Pretender reducir el género humano a sólo lo que es moralmente bueno, es pretender que todos los hombres sean filósofos, y esto es imposible. Después de escribirte meses ha sobre este asunto, he considerado que el tal deseo es una de las pocas cosas que pueden consolar a un hombre de mérito desgraciado. Puede serle muy fuerte alivio el pensar que las generaciones futuras le harán la justicia que le niegan sus coetáneos, y soy de parecer que se han de dar cuantos gustos y consuelos pueda apetecer, aunque sean pueriles, como sean inocentes, al infeliz y cuitado animal llamado hombre.




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Carta LXXXV

Gazel a Ben-Beley, respuesta de la anterior


Bien me guardaré de enseñar tu carta a algunas gentes. Me hace mucha fuerza la reflexión de que la esperanza de la fama póstuma es la única que puede mantener en pie a muchos que padecen la persecución de su siglo y apelan a los venideros; y que, por consiguiente, debe darse este consuelo y cualquiera otro decente, aunque sea pueril, al hombre que vive en medio de tanto infortunio. Pero mi amigo Nuño dice que ya es demasiado el número de gentes que en España siguen el sistema de la indiferencia sobre esta especie de fama. O sea carácter del siglo o espíritu verdadero de filosofía; o sea consecuencia de la religión, que mira como vanas, transitorias y frívolas las glorias del mundo, lo cierto es que en la realidad es excesivo el número de los que miran el último día de su vida como el último de su existencia en este mundo.

Para confirmarme en ello, me contó la vida que hacen muchos, incapaces de adquirir tal fama póstuma. No sólo habló de la vida deliciosa de la corte y grandes ciudades, que son un lugar común de la crítica, sino de las villas y aldeas. El primer ejemplo que saca es el del huésped que tuve y tanto estimé en mi primer viaje por la península. A éste siguen otros varios muy parecidos a él, y suele concluir diciendo: -Son muchos millares de hombres los que se levantan muy tarde, toman chocolate muy caliente, agua muy fría, se visten, salen a la plaza, ajustan un par de pollos, oyen misa, vuelven a la plaza, dan cuatro paseos, se informan en qué estado se hallan los chismes y hablillas del lugar, vuelven a casa, comen muy despacio, duermen la siesta, se levantan, dan un paseo al campo, vuelven a casa, se refrescan, van a la tertulia, juegan a la malilla, vuelta a casa, rezan el rosario, cenan y se meten en la cama.




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Carta LXXXVI

Ben-Beley a Gazel


Pregunta a tu amigo Nuño su dictamen sobre un héroe famoso en su país por el auxilio que los españoles han creído deberle en la larga serie de batallas que tuvieron sus abuelos con los nuestros por la posesión de esa península. En sus historias veo que, estando el rey don Ramiro con un puñado de vasallos suyos rodeado de un ejército innumerable de moros, y siendo su pérdida inevitable, se le apareció el tal héroe, llamado Santiago, y le dijo que al amanecer del día siguiente, sin cuidar del número de sus soldados ni el de sus enemigos, se arrojase sobre ellos, confiado en la protección que él le traía del cielo. Añaden los historiadores que así lo hizo Don Ramiro, y ganó una batalla tan gloriosa como hubiera sido temeraria si se hubiese graduado la esperanza por las fuerzas. Los que han escrito los anales de España refieren esto mismo. Dime qué hay en ello.




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Carta LXXXVII

Gazel a Ben-Beley, respuesta de la anterior


He cumplido con tu encargo. He comunicado a Nuño tu reparo sobre el punto de su historia que menos nos puede gustar, si es verdadera, y más nos haga reír si es falsa; y aún he añadido algunas reflexiones de mi propia imaginación. Si el cielo, le he dicho yo, si el cielo quería levantar tu patria del yugo africano, ¿había menester las fuerzas humanas, la presencia efectiva de Santiago, y mucho menos la de su caballo blanco, para derrotar el ejército moro? El que ha hecho todo de la nada, con solas palabras y con sólo su querer, ¿necesitó acaso una cosa tan material como la espada? ¿Creéis que los que están gozando del eterno bien bajen a dar cuchilladas y estocadas a los hombres de este mundo? ¿No te parece idea más ajustada a lo que creemos de la esencia divina el pensar: Dios dijo «huyan los moros», y los moros huyeron?

Esta conversación entre un moro africano y un cristiano español es odiosa; pero entre dos hombres racionales de cualquier país o religión, puede muy bien tratarse sin entibiar la amistad.

A esto me suele responder Nuño con la dulzura natural que le acompaña y la imparcialidad que hacen tan apreciables sus controversias:

-De padres a hijos nos ha venido la noticia de que Santiago se apareció a Don Ramiro en la memorable batalla de Clavijo, y que su presencia dio a los cristianos la victoria sobre los moros. Aunque esta época de nuestra historia no sea artículo de fe, ni demostración de geometría, y que por tanto pueda cualquiera negarlo sin merecer el nombre de impío ni el de irracional, parece no obstante que tradición tan antigua se ha consagrado en España por la piedad de nuestro carácter español, que nos lleva a atribuir al cielo las ventajas que han ganado nuestros brazos, siempre que éstas nos parecen extraordinarias; lo cual contradice la vanidad y orgullo que nos atribuyen los extraños. Esta humildad misma ha causado los mayores triunfos que ha tenido nación alguna del orbe. Los dos mayores hombres que ha producido esta península experimentaron en lances de la mayor entidad la importancia de esta piedad en el vulgo de España: Cortés en América y Cisneros en África vieron a sus soldados obrar portentos de un valor verdaderamente más que humano, porque sus ejércitos vieron o creyeron ver la misma aparición. No hay disciplina militar, ni armas, ni ardides, ni método que infunda al soldado fuerzas tan invencibles y de efecto tan conocido como la idea de que los acompaña un esfuerzo sobrenatural y que los guía un caudillo bajado del cielo; de cuya verdad quedamos tan persuadidas las generaciones inmediatas, que duró muchos tiempos en los ejércitos españoles la costumbre de invocar a Santiago al tiempo del ataque. La disciplina más capaz de hacer superior un ejército sobre otro, se puede copiar fácilmente por cualquiera; la mayor destreza en el manejo de las armas y la más científica construcción de ellas, pueden imitarse; el mayor número de auxiliares aliados y mercenarios, se pueden lograr con dinero; con el mismo método se logran las espías y se corrompen los confidentes. En fin, ninguna nación guerrera puede tener la menor ventaja en una campaña, que no se le igualen los enemigos en la siguiente. Pero la creencia de que baja un campeón celeste a auxiliar a una tropa, la llena de un vigor inimitable. Mira, Gazel, los que pretenden disuadir al pueblo de muchas cosas que cree buenamente, y de cuya creencia resultan efectos útiles al estado, no se hacen cargo de lo que sucedería si el vulgo se metiese a filósofo y quisiese indagar la razón de cada establecimiento. El pensarlo me estremece, y es uno de los motivos que me irritan contra la secta hoy reinante, que quiere revocar en duda cuanto hasta ahora se ha tenido por más evidente que una demostración de geometría. De los abusos pasaron a los usos, y de lo accidental a lo esencial. No sólo niegan y desprecian aquellos artículos que pueden absolutamente negarse sin faltar a la religión, sino que pretenden ridiculizar hasta los cimientos de la misma religión. La tradición y revelación son, en dictamen de éstos, unas meras máquinas que el Gobierno pone en uso según parece conveniente. Conceden que un ser soberano inexplicable nos ha producido, pero niegan que su cuidado trascienda del mero hecho de criarnos. Dicen que, muertos, estaremos donde y como estábamos antes de nacer, y otras mil cosas dimanadas de éstas. Pero yo les digo: aunque supongamos por un minuto que todo lo que decís fuese cierto, ¿os parece conveniente publicarlo y que todos lo sepan? La libertad que pretendéis gozar no sólo vosotros mismos, sino esparcir por todo el orbe, ¿no sería el modo más corto de hundir al mundo en un caos moral espantoso, en que se aniquilasen todo el gobierno, economía y sociedad? Figuraos que todos los hombres, persuadidos por vuestros discursos, no esperan ni temen estado alguno futuro después de esta vida: ¿en qué creéis que la emplearán? En todo género de delitos, por atroces y perjudiciales que sean.

Aun cuando vuestro sistema arbitrario y vacío de todo fundamento de razón o de autoridad fuese evidente con todo el rigor geométrico, debiera guardarse oculto entre pocos individuos de cada república. Éste debiera ser un secreto de estado, guardado misteriosamente entre muy pocos, con la condición de severo castigo a quien lo violase.

A la verdad, amigo Ben-Beley, esta última razón de Nuño me parece sin réplica. O lo que los libertinos se han esmerado en predicar y extender es verdadero, o es falso. Si es falso, como yo lo creo, son reprensibles por querer contradecir a la creencia de tantos siglos y pueblos. Y si es verdadero, este descubrimiento es al mismo tiempo más importante que el de la piedra filosofal y más peligroso que el de la magia negra; y por consiguiente no debe llegar a oídos del vulgo.




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Carta LXXXVIII

Ben-Beley a Gazel


Veo y apruebo lo que me dices sobre los varios trámites por donde pasan las naciones desde su formación hasta su ruina total. Si cabe algún remedio para evitar la encadenación de cosas que han de suceder a los hombres y a sus comunidades, no creo que lo haya para prevenir los daños de la época del lujo. Éste tiene demasiado atractivo para dar lugar a otra cualquiera persuasión; y así, los que nacen en semejantes eras se cansan en balde si pretenden contrarrestar la fuerza de tan furioso torrente. Un pueblo acostumbrado a delicadas mesas, blandos lechos, ropas finas, modales afeminados, conversaciones amorosas, pasatiempos frívolos, estudios dirigidos a refinar las delicias y lo restante del lujo, no es capaz de oír la voz de los que quieran demostrarle lo próximo de su ruina. Ha de precipitarse en ella como el río en el mar. Ni las leyes suntuarias, ni las ideas militares, ni los trabajos públicos, ni las guerras, ni las conquistas, ni el ejemplo de un soberano parco, austero y sobrio, bastan a resarcir el daño que se introdujo insensiblemente.

Reiráse semejante nación del magistrado que, queriendo resucitar las antiguas leyes y austeridad de costumbres, castigue a los que las quebranten; del filósofo que declame contra la relajación; del general que hable alguna vez de guerras; del poeta que canta los héroes de la patria. Nada de esto se entiende ni se oye; lo que se escucha con respeto y se ejecuta con general esmero, es cuanto puede completar la ruina universal. La invención de un sorbete, de un peinado, de un vestido y de un baile, es tenido por prueba matemática de los progresos del entendimiento humano. Una composición nueva de una música deliciosa, de una poesía afeminada, de un drama amoroso, se cuentan entre las invenciones más útiles del siglo. A esto reduce la nación todo el esfuerzo del entendimiento humano; a un nuevo muelle de coche, toda la matemática; a una fuente extraña y un teatro agradable, toda la física; a más olores fragantes, toda la química; a modos de hacernos más capaces de disfrutar los placeres, toda la medicina; y a romper los vínculos de parentesco, matrimonio, lealtad, amistad y amor de la patria, toda la moral y filosofía.

Buen recibimiento tendría el que se llegase a un joven de dieciocho años, diciéndole: «Amigo, ya estás en edad de empezar a ser útil a tu patria; quítate esos vestidos, ponte uno de lana del país; deja esos manjares deliciosos y conténtate con un poco de pan, vino, hierbas, vaca y carnero; no pases siquiera por teatros y tertulias; vete al campo, salta, corre, tira la barra, monta a caballo, pasa el río a nado, mata un jabalí o un oso, cásate con una mujer honrada, robusta y trabajadora».

Poco mejor le iría al que llegase a la mujer y le dijese: «¿Tienes ya quince años? Pues ya no debes pensar en ser niña: tocador, gabinete, coche, mesas, cortejos, máscaras, teatros, nuditos, encaje, cintas, parches, blondas, aguas de olor, batas, desabillés, al fuego desde hoy. ¿Quién se ha de casar contigo, si te empleas en estos pasatiempos? ¿Qué marido ha de tener la que no cría sus hijos a sus pechos, la que no sabe hacerle las camisas, cuidarle en una enfermedad, gobernar la casa y seguirle si es menester a la guerra?».

El pobre que fuese con estos sermones recibiría en pago mucha mofa y burla. Esta especie de discursos, aunque muy ciertos y verdaderos en un siglo, apenas se entienden en otro. Sucede al pie de la letra a quien los profiere como sucedería al que resucitase hoy en París hablando galo, o en Madrid hablando el lenguaje de la antigua Numancia; y si al estilo añadía el traje y ademanes competentes, todos los desocupados, que son la mayor parte de los habitantes de las cortes, irían a verle por curiosidad, como quien va a oír a un pájaro o un monstruo venido de lejanas tierras.

Si como me hallo en África, apartado de la corte del emperador, separado del bullicio, y en una edad ya decrépita, me viese en cualquiera corte de las principales de Europa, con pocos años, algunas introducciones y mediana fortuna, aunque me hallase con este conocimiento filosófico, no creas que yo me pusiese a declamar contra este desarreglo ni a ponderar sus consecuencias. Me parecería tan infructuosa empresa como la de querer detener el flujo y reflujo del mar o el oriente y ocaso de los astros.




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Carta LXXXIX

Nuño a Gazel


Las cartas familiares que no tratan sino de la salud y negocios domésticos de amigos y conocidos son las composiciones más frías e insulsas del mundo. Debieran venderse impresas y tener los blancos necesarios para la firma y la fecha, con distinción de cartas de padres a hijos, de hijos a padres, de amos a criados, de criados a amos, de los que viven en la corte a los que viven en la aldea, de los que viven en la aldea a los que viven en la corte. Con este surtido, que pudiera venderse en cualquiera librería a precio hecho, se quitaría uno el trabajo de escribir una resma de papel llena de insulseces todos los años y de leer otras tantas de la misma calidad, dedicando el tiempo a cosas más útiles.

Si son de esta especie las contenidas en el paquete que te remito y que me han enviado desde Cádiz para ti, no puedo menos de compadecerte. Pero creo que entre ellas habrá muchas del viejo Ben-Beley, en las cuales no puede menos de hallarse cosas más dignas de tu lectura.

Te remitiré en breve un extracto de cierta obra de un amigo mío que está haciendo un paralelo entre el sistema de las ciencias en varios siglos y países. Es increíble que, habiéndose adelantado tan poco en lo esencial, haya sido tanta la variedad de los dictámenes en diferentes épocas.

Hay nación en Europa (y no es la española) que pocos siglos ha prohibió la imprenta, después todos los teatros, luego toda la filosofía opuesta al peripateticismo, y sucesivamente el uso de la quina; y luego ha dado en el extremo opuesto. Quiso la misma hacer salir de la cáscara, en su propio país frío y húmedo, los pájaros traídos dentro de sus huevos desde su clima natural que es caliente y seco. Otros de sus sabios se empeñaron en sostener que los animales pueden procrearse sin ser producidos del semen. Otros apuraron el sistema de la atracción neutoniana, hasta atribuir a dicha atracción la formación de los fetos dentro de las madres. Otros dijeron que los montes se habían formado de la mar. Esta libertad ha trascendido de la física a la moral. Han defendido algunos que lo de tuyo y mío eran delitos formales; que en la igualdad natural de los hombres es vicioso el establecimiento de las jerarquías entre ellos; que el estado natural del hombre es la soledad, como la de la fiera en el monte. Los que no ahondamos tanto en las especulaciones, no podemos determinarnos a dejar las ciudades de Europa y pasar a vivir con los hotentotes, patagones, araucos, iroqueses, apalaches y otros tales pueblos, que parece más conforme a la naturaleza, según el sistema de estos filósofos, o lo que sean.




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Carta XC

Gazel a Nuño


En la última carta de Ben-Beley que me acabas de remitir, según tu escrupulosa costumbre de no abrir las que vienen selladas, me hallo con noticias que me llaman con toda prontitud a la corte de mi patria. Mi familia acaba de renovar con otra ciertas disensiones antiguas, en las que debo tomar partido, muy contra mi genio, naturalmente opuesto a todo lo que es facción, bando y parcialidad. Un tío que pudiera manejar aquellos negocios está lejos de la corte, empleado en un gobierno sobre las fronteras de los bárbaros, y no es costumbre entre nosotros dejar las ocupaciones del carácter público por las del interés particular. Ben-Beley, sobre ser muy anciano, se ha apartado totalmente de las cosas del mundo, aunque yo me veo indispensablemente precisado a acudir a ellos. En este puerto se halla un navío holandés, cuyo capitán se obliga a llevarme hasta Ceuta, y de allí me será muy fácil y barato el tránsito hasta la corte. Es natural que toquemos en Málaga; dirígeme a aquella ciudad las cartas que me escribas, y encarga a algún amigo que tengas en ella que las remita al de Cádiz, en caso que en todo el mes que empieza hoy no me vea. Te aseguro que el pensamiento solo de que voy a la corte a pretender con los poderosos me desanima increíblemente.

Te escribiré desde Málaga y Ceuta, y a mi llegada. Siento dejar tan pronto tu tierra y tu trato. Ambos habían empezado a inspirarme ciertas ideas nuevas para mí hasta ahora, de las cuales me había privado mi nacimiento y educación, influyéndome otras que ya me parecen absurdas, desde que medito sobre el objeto de las conversaciones que tantas veces hemos tenido. Grande debe de ser la fuerza de la verdad, cuando basta a contrastar dos tan grandes esfuerzos. ¡Dichoso amanezca el día feliz cuyas divinas luces acaben de disipar las pocas tinieblas que aún oscurecen lo oculto de mi corazón! No me ha parecido jamás tan hermoso el sol después de una borrasca, ni el mar tranquilo después de una furiosa agitación, ni el soplo blando del céfiro después del horroroso son del norte, como me pareciera el estado de mi corazón cuando llegué a gozar la quietud que me prometiste y empecé a experimentar en tus discursos. La privación sola de tan grande bien me hace intolerable la distancia de las costas de África a la de Europa. Trataré en mi tierra con tedio los negocios que me llaman, dejando en la tuya el único que merece mi cuidado, y al punto volveré a concluirlo, no sólo a costa de tan corto viaje, pero aunque fuese preciso el de la nave española La Victoria, que fue la primera que dio la vuelta al globo.

Hago ánimo de tocar estas especies a Ben-Beley. ¿Qué me aconsejas? Tengo cierto recelo de ofender su rigor, y cierto impulso interior a iluminarle, si aún está ciego, o a que su corazón, si ya ha recibido esta luz, la comunique al mío, y unidas ambas, formen mayor claridad. Sobre esto espero tu respuesta, aun más que sobre los negocios de pretensión, corte y fortuna.


 
 
FIN DE LAS CARTAS MARRUECAS
 
 





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Nota

El manuscrito contenía otro tanto como lo impreso, pero parte tan considerable quedará siempre inédita, por ser tan mala la letra que no es posible entenderla. Esto me ha sido tanto más sensible, cuanto me movió a mayor curiosidad el índice de las cartas, así impresas como inéditas, hasta el número de ciento y cincuenta. Algunos fragmentos de las últimas que tienen la letra algo más inteligible, aunque a costa de mucho trabajo, me aumentan el dolor de no poder publicar la obra completa. Los incluiría de buena gana aquí con los asuntos de las restantes, deseando ser tenido por editor exacto y escrupuloso, tanto por hacer este obsequio al público, cuanto por no faltar a la fidelidad respecto de mi difunto amigo; pero son tan inconexos los unos con los otros y tan cortos los trozos legibles, que en nada quedaría satisfecho el deseo del lector. Y así, nos contentaremos uno y otro con decir que, así por los fragmentos como por los títulos, se infiere que la mayor parte se reducía a cartas de Gazel a Nuño, dándole noticia de su llegada a la capital de Marruecos, su viaje a encontrar a Ben-Beley, las conversaciones de los dos sobre las cosas de Europa, relaciones de Gazel y reflexiones de Ben-Beley, regreso de Gazel a la corte, su introducción en ella, lances que en ella le acaecen, cartas de Nuño sobre ellos, consejos del mismo a Gazel, muerte de Ben-Beley.

Asuntos todos que prometían ocasión de ostentar Gazel su ingenuidad y su imparcialidad Nuño, y muchas noticias del venerable anciano Ben-Beley. Pero tal es el mundo y tal los hombres, que pocas veces vemos sus obras completas.




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Protesta literaria del editor de las Cartas Marruecas

Oh tempora! Oh mores! -exclamarán con mucho juicio algunos al ver tantas páginas de tantos renglones cada una-. ¡Obra tan voluminosa!, ¡pensamientos morales!, ¡observaciones críticas!, ¡reflexiones pausadas! ¿Y esto en nuestros días? ¡A nuestra vista!, ¡a nuestras barbas! ¿Cómo te atreves, malvado editor, o autor, o lo que seas, a darnos un libro tan pesado, tan grueso, y sobre todo tan fastidioso? ¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra benignidad? Ni tu edad, que aún no es madura, ni la nuestra, que aún es tierna, ni la del mundo, que nunca ha sido más niño, te pueden apartar de tan pesado trabajo. Pesado para ti, que has de concluirlo, para nosotros, que lo hemos de leer, y para la prensa, que ahora habrá de gemir. ¿No te espanta la suerte de tanto libro en folio, que yace entre el polvo de las librerías, ni te estimula la fortuna de tanto libro pequeño, que se reimprime millares de veces, sin bastar su número a tanto tocador y chimenea que toma por desaire el verse sin ellos? Satirilla mordaz y superficial, aunque sea contra nosotros mismos, suplemento o segunda parte de ella, versos amorosos y otras producciones de igual ligereza, pasen en buena hora de mano en mano, su estilo de boca en boca, y sus ideas de cabeza en cabeza; pasen, vuelvo a decir, una y mil veces enhorabuena: nos agrada nuestra figura vista en este espejo, aunque el cristal no sea lisonjero; nos gusta el ver nuestros retratos pasar a la posteridad, aunque el pincel no nos adule. Pero cosas serias, como patriotismo, vasallaje, crítica de la vanidad, progresos de la filosofía, ventajas o inconvenientes del lujo, y otros artículos semejantes, no, en nuestros días; ni tú debes escribirlas ni nosotros leerlas. Por poco que permitiésemos semejantes ridiculeces, por poco estímulo que te diésemos, te pondrías en breve a trabajar sobre cosas totalmente graves. El estilo jocoso en ti es artificio; tu naturaleza es tétrica y adusta. Conocemos tu verdadero rostro y te arrancaremos la máscara con que has querido ocultarla. No falta entre nosotros quien te conozca. De este conocimiento inferimos que desde la oscuridad de tu estudio no has querido subir de un vuelo a lo lucido de la literatura, sino que has primero rastreado, después elevado un poco más las alas, y ahora no sabemos hasta dónde te quieres remontar. Alguno de los nuestros sabe que preparas al público, con estos papelillos, para cosas mayores. Tememos que, manifestándote favor, imprimas luego algún día Los elementos del patriotismo, ¡pesadísima obra! Quieres reducir a sistema las obligaciones de cada individuo del estado, de su clase, y las de cada clase al conjunto. Si tal hicieras, esparcirías una densísima nube sobre todo lo brillante de nuestras conversaciones e ideas; lograrías apartarnos de la sociedad frívola, del pasatiempo libre y de la vida ligera, señalando a cada uno la parte que le tocaría de tan gran fábrica, y haciendo odiosos los que no se esmerasen en su trabajo. No, Vázquez, no lograrías este fin, si como eficaz medio para él esperas congraciarte con nosotros. Vamos a cortar la raíz del árbol que puede dar tan malos frutos. Has de saber que nos vamos a juntar todos en plena asamblea, y prohibir a nosotros mismos, a nuestros hijos, mujeres y criados, tan odiosa lectura; y aun si así logras que alguno te lea, también lograremos darte otras pesadumbres. Nos dividiremos en varias tropas; cada una te atacará por distinta parte: unos dirán que eres malísimo cristiano en suponer que un moro como Ben-Beley dé tan buenos consejos a su discípulo; otros gritarán que eres más bárbaro que todos los africanos en decir que nuestro siglo no es tan feliz como decimos nosotros, como si no bastara que nosotros lo dijéramos; y así los otros asuntos de tus cartas africanas, escritas en el centro de Castilla la Vieja, provincia seca y desabrida que no produce sino buen trigo y leales vasallos.

Esto soñé la otra noche que me decían con ceño adusto, voz áspera, gesto declamatorio y furor exaltado unos amigos, al ver estas cartas. Soñé también que me volvieron las espaldas con aire majestuoso, y me echaron una mirada capaz de aterrar al mismo Hércules.

Cuál quedaría yo en este lance, es materia dignísima de la consideración caritativa de mi piadoso, benévolo y amigo lector, a más de que soy pusilánime, encogido y pobre de espíritu. Despertéme del sueño con aquel susto y ardor que experimenta el que acaba de soñar que ha caído de una torre, o que le ha cogido un toro, o que le llevan al patíbulo. Y medio soñando y medio despierto, extendiendo los brazos por detener a mis furibundos censores y moverles a piedad, hincándome de rodillas y juntando las manos (postura de ablandar deidades, aunque sea Jove con su rayo, Neptuno con su tridente, Marte con su espada, Vulcano con su martillo, Plutón con sus furias, et sic de ceteris), les dije, dudando si era sueño o realidad: sombras, visiones, fantasmas, protesto que desde hoy día de la fecha no escribiré cosa que valga un alfiler; así como así, no vale mucho más lo que he escrito hasta hoy; con que sosegaos y sosegadme, que me dejáis cual dice Ovidio que quedó en cierta ocasión aun menos tremenda que ésta:


Haud aliter stupui quam qui, Jovis ignibus ictus
vivit, et est vitae nescius ipse suae

Ya veis cuán pronta es mi enmienda, pues ya empiezo uno de los infinitos rumbos de la ligereza, cual es la pedantería de estas citas, traídas de lejos, arrastradas por los cabellos y afectadas sin oportunidad.

Rompo los cuadernillos del manuscrito que tanto os enfadan; quemo el original de estas cartas, y prometo, en fin, no dedicarme en adelante sino a cosas más dignas de vuestro concepto.






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