- I - |
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Yo aprendí en el hogar en qué se funda |
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la dicha más perfecta, |
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y para hacerla mía |
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quise yo ser como mi padre era |
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y busqué una mujer como mi madre |
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entre las hijitas de mi hidalga tierra. |
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Y fui como mi padre, y fue mi esposa |
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viviente imagen de la madre muerta. |
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¡Un milagro de Dios, que ver me hizo |
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otra mujer como la santa aquella! |
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Compartían mis únicos amores |
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la amante compañera, |
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la patria idolatrada, |
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la casa solariega, |
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con la heredada historia, |
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con la heredada hacienda. |
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¡Qué buena era la esposa |
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y qué feraz mi tierra! |
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¡Qué alegre era mi casa |
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y qué sana mi hacienda, |
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y con qué solidez estaba unida |
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la tradición de la honradez a ellas! |
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Una sencilla labradora, humilde, |
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hija de oscura castellana aldea; |
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una mujer trabajadora, honrada, |
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cristiana, amable, cariñosa y seria, |
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trocó mi casa en adorable idilio |
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que no pudo soñar ningún poeta. |
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¡Oh, cómo se suaviza |
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el penoso trajín de las faenas |
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cuando hay amor en casa |
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y con él mucho pan se amasa en ella |
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para los pobres que a su sombra viven, |
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para los pobres que por ella bregan! |
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¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo, |
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y cuánto por la casa se interesan, |
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y cómo ellos la cuidan, |
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y cómo Dios la aumenta! |
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Todo lo pudo la mujer cristiana, |
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logrólo todo la mujer discreta. |
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La vida en la alquería |
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giraba en torno de ella |
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pacífica y amable, |
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monótona y serena... |
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¡Y cómo la alegría y el trabajo |
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donde está la virtud se compenetran! |
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Lavando en el regato cristalino |
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cantaban las mozuelas, |
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y cantaba en los valles el vaquero, |
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y cantaban los mozos en las tierras, |
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y el aguador camino de la fuente, |
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y el cabrerillo en la pelada cuesta... |
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¡Y yo también cantaba, |
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que ella y el campo hiciéronme poeta! |
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Cantaba el equilibrio |
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de aquel alma serena |
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como los anchos cielos, |
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como los campos de mi amada tierra; |
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y cantaban también aquellos campos, |
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los de las pardas onduladas cuestas, |
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los de los mares de enceradas mieses, |
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los de las mudas perspectivas serias, |
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los de las castas soledades hondas, |
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los de las grises lontananzas muertas... |
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El alma se empapaba |
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en la solemne clásica grandeza |
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que llenaba los ámbitos abiertos |
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del cielo y de la tierra. |
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¡Qué plácido el ambiente, |
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qué tranquilo el paisaje, qué serena |
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la atmósfera azulada se extendía |
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por sobre el haz de la llanura inmensa! |
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La brisa de la tarde |
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meneaba, amorosa, la alameda, |
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los zarzales floridos del cercado, |
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los guindos de la vega, |
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las mieses de la hoja, |
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la copa verde de la encina vieja... |
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¡Monorrítmica música del llano, |
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qué grato tu sonar, qué dulce era! |
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La gaita del pastor en la colina |
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lloraba las tonadas de la tierra, |
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cargadas de dulzuras, |
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cargadas de monótonas tristezas, |
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y dentro del sentido |
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caían las cadencias, |
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como doradas gotas |
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de dulce miel que del panal fluyeran. |
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La vida era solemne; |
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puro y sereno el pensamiento era; |
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sosegado el sentir, como las brisas; |
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mudo y fuerte el amor, mansas las penas, |
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austeros los placeres, |
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raigadas las creencias, |
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sabroso el pan, reparador el sueño, |
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fácil el bien y pura la conciencia. |
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¡Qué deseos el alma |
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tenía de ser buena, |
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y cómo se llenaba de ternura |
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cuando Dios le decía que lo era! |
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- II - |
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Pero bien se conoce |
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que ya no vive ella; |
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el corazón, la vida de la casa |
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que alegraba el trajín de las tareas, |
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la mano bienhechora |
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que con las sales de enseñanzas buenas |
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amasó tanto pan para los pobres |
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que regaban, sudando, nuestra hacienda. |
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¡La vida en la alquería |
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se tiñó para siempre de tristeza! |
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Ya no alegran los mozos la besana |
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con las dulces tonadas de la tierra |
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que al paso perezoso de las yuntas |
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ajustaban sus lánguidas cadencias. |
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Mudos de casa salen, |
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mudos pasan el día en sus faenas, |
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tristes y mudos vuelven |
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y sin decirse una palabra cenan; |
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que está el aire de casa |
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cargado de tristeza, |
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y palabras y ruidos importunan |
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la rumia sosegada de las penas. |
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Y rezamos, reunidos, el Rosario, |
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sin decimos por quién..., pero es por ella. |
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Que aunque ya no su voz a orar nos llama, |
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su recuerdo querido nos congrega, |
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y nos pone el Rosario entre los dedos |
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y las santas plegarias en la lengua. |
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¡Qué días y qué noches! |
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¡Con cuánta lentitud las horas ruedan |
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por encima del alma que está sola |
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llorando en las tinieblas! |
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Las sales de mis lágrimas amargan |
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el pan que me alimenta; |
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me cansa el movimiento, |
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me pesan las faenas, |
|
la casa me entristece |
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y he perdido el cariño de la hacienda. |
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¡Qué me importan los bienes |
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si he perdido mi dulce compañera! |
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¡Qué compasión me tienen mis criados |
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que ayer me vieron con el alma llena |
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de alegrías sin fin que rebosaban |
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y suyas también eran! |
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Hasta el hosco pastor de mis ganados, |
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que ha medido la hondura de mi pena, |
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si llego a su majada |
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bajo los ojos y ni hablar quisiera; |
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y dice al despedirme: «Ánimo, amo; |
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«haiga» mucho valor y «haiga paciencia...» |
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Y le tiembla la voz cuando lo dice, |
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y se enjuga una lágrima sincera, |
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que en la manga de la áspera zamarra |
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temblando se le queda... |
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¡Me ahogan estas cosas, |
|
me matan de dolor estas escenas! |
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¡Qué me anime, pretende, y él no sabe |
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que de su choza en la techumbre negra |
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le he visto yo escondida |
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la dulce gaita aquella |
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que cargaba el sentido de dulzura |
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y llenaba los aires de cadencias...! |
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¿Por qué ya no la toca? |
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¿Por qué los campos su tañer no alegra? |
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Y el atrevido vaquerillo sano |
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que amaba a una mozuela |
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de aquellas que trajinan en la casa, |
|
¿por qué no ha vuelto a verla? |
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¿Por qué no cantan en los tranquilos valles? |
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¿Por qué no silba con la misma fuerza? |
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¿Por qué no quiere restallar la honda? |
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¿Por qué está muda la habladora lengua, |
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que el amo le contaba sus sentires |
|
cuando el amo le daba su licencia? |
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«¡El ama era una santa!...», |
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me dicen todos cuando me hablan de ella |
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«¡Santa, santa!», me ha dicho |
|
el viejo señor cura de la aldea, |
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aquel que le pedía |
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las limosnas secretas |
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que de tantos hogares ahuyentaban |
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las hambres y los filos y las penas. |
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¡Por eso los mendigos |
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que llegan a mi puerta |
|
llorando se descubren |
|
y un Padrenuestro por el «ama» rezan! |
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El velo del dolor me ha oscurecido |
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la luz de la belleza. |
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Ya no saben hundirse mis pupilas |
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en la visión serena |
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de los espacios hondos, |
|
puros y azules, de extensión inmensa. |
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Ya no sé traducir la poesía, |
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ni del alma en la médula me entra |
|
la intensa melodía del silencio, |
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que en la llanura quieta |
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parece que descansa, |
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parece que se acuesta. |
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Será puro el ambiente, como antes, |
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y la atmósfera azul será serena, |
|
y la brisa amorosa |
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moverá con sus alas la alameda, |
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los zarzales floridos, |
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los guindos de la vega, |
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las mieses de la hoja, |
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la copa verde de la encina vieja... |
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|
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Y mugirán los tristes becerrillos, |
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lamentando el destete, en la pradera; |
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y la de alegres recentales dulces |
|
tropa gentil escalará la cuesta |
|
balando plañideros |
|
al pie de las dulcísimas ovejas; |
|
y cantará en el monte la abubilla, |
|
y en los aires la alondra mañanera |
|
seguirá derritiéndose en gorjeos, |
|
musical filigrana de su lengua... |
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Y la vida solemne de los mundos |
|
seguirá su carrera |
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monótona, inmutable, |
|
magnífica, serena... |
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Mas ¿qué me importa todo, |
|
si el vivir de los mundos no me alegra, |
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ni el ambiente me baña en bienestares, |
|
ni las brisas a música me suenan, |
|
ni el cantar de los pájaros del monte |
|
estimula mi lengua, |
|
ni me mueve a ambición la perspectiva |
|
de la abundante próxima cosecha, |
|
ni el vigor de mis bueyes me envanece, |
|
ni el paso del caballo me recrea, |
|
ni me embriaga el olor de las majadas, |
|
ni con vértigos dulces me deleitan |
|
el perfume del heno que madura |
|
y el perfume del trigo que se encera? |
|
|
|
Resbala sobre mí sin agitarme |
|
la dulce poesía en que se impregnan |
|
la llanura sin fin, toda quietudes, |
|
y el magnífico cielo, todo estrellas, |
|
y ya mover no pueden |
|
mi alma de poeta, |
|
ni las de mayo auroras nacarinas |
|
con húmedos vapores en las vegas, |
|
con cánticos de alondra y con efluvios |
|
de rociadas frescas, |
|
ni estos de otoño atardeceres dulces |
|
de manso resbalar, pura tristeza |
|
de la luz que se muere |
|
y el paisaje borroso que se queja... |
|
ni las noches románticas de julio, |
|
magníficas, espléndidas, |
|
cargadas de silencios rumorosos |
|
y de sanos perfumes de las eras; |
|
noches para el amor, para la rumia |
|
de las grandes ideas, |
|
que a la cumbre al llegar de las alturas |
|
se hermanan y se besan... |
|
|
|
¡Cómo tendré yo el alma, |
|
que resbala sobre ella |
|
la dulce poesía de mis campos |
|
como el agua resbala por la piedra! |
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|
|
Vuestra paz era imagen de mi vida, |
|
¡oh campos de mi tierra! |
|
Pero la vida se me puso triste |
|
y su imagen de ahora ya no es esa: |
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en mi casa, es el frío de mi alcoba, |
|
es el llanto vertido en sus tinieblas; |
|
en el campo, es el árido camino |
|
del barbecho sin fin que amarillea. |
|
|
|
Pero yo ya sé hablar como mi madre |
|
y digo como ella, |
|
cuando la vida se le puso triste: |
|
«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!» |
|
¿Por qué estás triste, mujer? |
|
¿Pues no te sé yo querer |
|
con un amor singular |
|
de aquellos que hacen llorar |
|
de doloroso placer? |
|
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|
Crees que mi amor es menor |
|
porque tan hondo se encierra, |
|
y es que ignoras que el amor |
|
de los hijos de esta tierra |
|
no sabe ser hablador. |
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|
¿No está tu gozo cumplido |
|
viendo desde esta colina |
|
un pueblo a tus pies tendido, |
|
un sol que ante ti declina |
|
y un hombre a tu amor rendido? |
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|
|
¿Te place la patria mía? |
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No en sus hondas soledades |
|
busques con vana porfía |
|
la estrepitosa alegría |
|
de las doradas ciudades. |
|
|
|
El campo que está a tus pies |
|
siempre es tan mudo, tan serio, |
|
tan grave, como hoy lo ves. |
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No es mi patria un cementerio, |
|
pero un templo sí lo es, |
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Busca en ella soledades, |
|
serenas melancolías, |
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profundas tranquilidades, |
|
perennes monotonías |
|
y castizas realidades. |
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|
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Si tú gozarlas supieras, |
|
ahora mismo depusieras |
|
tu adusto ceño sombrío. |
|
¿Qué de mi patria quisieras |
|
para alegrarte, bien mío? |
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|
¿Quieres que vaya a buscar |
|
cuarzos blancos al repecho, |
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colorines al linar, |
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nidos de alondra al barbecho |
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y endrinas al espinar? |
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|
Para que tú te regales, |
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no dejaré una con vida |
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veloz liebre en los eriales, |
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ni esquiva perdiz hundida |
|
del cerro en los matorrales, |
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ni conejillo bravío |
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dormido bajo el carrasco, |
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ni mirlo a orillas del río, |
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ni sisón en el peñasco, |
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ni alondras en el baldío. |
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¿Quieres que hiera en su vuelo |
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a ese milano que el cielo |
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raya con círculos anchos, |
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y de sus garras los ganchos |
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venga a clavar en el suelo, |
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y, atrás, la cabeza echada, |
|
las plumas te enseñe y rice |
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de la pechuga alterada, |
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y ante tus pies agonice, |
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con la pupila espantada? |
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Si buscas flores sencillas, |
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hay en el valle violetas, |
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y gamarzas amarillas, |
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y estrelladas tijeretas, |
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y olorosas campanillas. |
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Si quieres, rosa temprana, |
|
ver los sudores y afanes |
|
que cuesta el pan de mañana, |
|
ven y verás mis gañanes |
|
trajinando en la besana. |
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|
|
O vamos a mis sembrados |
|
y allí verás emulados |
|
de tus labios los carmines, |
|
que parecen amasados |
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con pétalos de alvergines. |
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Verás mecerse, aireadas, |
|
del mar de la mies las olas, |
|
aquí y allá salpicadas |
|
de encendidas amapolas |
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y de jaritas moradas. |
|
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Y mientras gozas del vago |
|
rumor de aquel ancho lago |
|
de móviles verdes tules, |
|
yo una corona te hago |
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de clavelillos azules; |
|
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y con ella, nueva Ceres, |
|
reina serás, si tú quieres, |
|
de mis campos y labores, |
|
que reina de mis amores |
|
ya hace tiempo que lo eres. |
|
|
|
¿Sientes ganas de llorar? |
|
También las sé yo sufrir |
|
cuando me pongo a pensar |
|
que Dios te puede llevar |
|
y hacerme sin ti vivir. |
|
|
|
Más... ¡vamos al prado un rato, |
|
que en él hay sombra de encinas, |
|
murmullos de viento grato |
|
y agua fresca de regato |
|
rebosante de pamplinas! |
|
|
|
¿Quieres que de esa ladera |
|
te baje un haz de tomillo, |
|
o que salte a esa pradera |
|
y te traiga un manojillo |
|
de oliente hierba triguera? |
|
|
|
¿Lloras? Pues si es de ternura, |
|
deja ese llanto correr, |
|
que es un riego de dulzura, |
|
hijo de la fresca hondura |
|
del manantial del placer. |
|
|
|
Mas si lloras desconsuelos |
|
y torturas de los celos, |
|
¡vive Dios, que lloras mal! |
|
Testigos me son los cielos |
|
de que mi amor es leal. |
|
|
|
Y si piensas que es menor |
|
porque tan hondo se encierra, |
|
recuerda que el hondo amor |
|
de los hijos de esta tierra |
|
no sabe ser hablador. |
|
|
|
Alégrate, pues, mujer, |
|
porque te sé yo querer |
|
con querer tan singular, |
|
que a veces me hace llorar |
|
de doloroso placer... |
- I - |
|
Estuve en la ciudad. Vi la materia |
|
brillar resplandeciente, |
|
correr arrolladora, |
|
sonar dulce y rugiente |
|
y en la vida imperar como señora. |
|
Reina del mundo, la ciudad entera |
|
su esclava fiel, su adoradora era. |
|
Los sabios peroraban |
|
del aula en la trinchera, |
|
en defensa del ídolo que amaban; |
|
los coros de los hijos del Parnaso |
|
coplas sublimes en su honor cantaban, |
|
obstruían el paso |
|
en plazas y jardines y museos |
|
las estatuas alzadas a la diosa, |
|
soberanos trofeos |
|
que falange de artistas victoriosa |
|
le rindió generosa |
|
del ingenio de artísticos torneos; |
|
y la gran muchedumbre |
|
de libres ciudadanos de rodillas, |
|
en hábito de eterna servidumbre |
|
que no le pagan sus eternos amos, |
|
entonaban su canto de costumbre: |
|
«¡Te adoramos, oh diosa, te adoramos!» |
|
|
|
Estuve en la ciudad y vi los sabios. |
|
Fui dispuesto a escucharles de rodillas, |
|
sin que allí mis palabras de hombre rudo |
|
salieran de la cárcel de mis labios, |
|
que en ellos hizo la ignorancia un nudo. |
|
En su alas la fama vocinglera |
|
llevó dos o tres nombres |
|
al oscuro rincón de mi morada |
|
que augusto templo del silencio era, |
|
y una noble ambición que hay en los hombres |
|
me hizo salir de mi rincón querido, |
|
y a oír la voz que del saber es puerta |
|
fui con el alma abierta |
|
puesta debajo del abierto oído. |
|
A entender los misterios fui dispuesto |
|
de la vida y del mundo, |
|
la fuerte base del obrar modesto, |
|
la clave oscura del saber profundo, |
|
la oculta vía del vivir sin brillo, |
|
la esencia arcana del amor honesto, |
|
la regla simple del pensar sencillo... |
|
iba a aprender, sin tortuosos modos, |
|
la fórmula del bien, los soberanos |
|
conceptos graves del amor de hermanos |
|
que nacimos de Dios, padre de todos; |
|
y rasgadas las brumas que embarazan |
|
la alta visión con su tupido velo, |
|
iba a saber el punto en que se enlazan |
|
la senda de la vida y la del cielo. |
|
Y así como la abeja, |
|
libado el polen, de la flor se aleja |
|
y toma a elaborar el néctar puro |
|
de su colmena en el recinto oscuro, |
|
yo, conduciendo de placer henchido |
|
mi carga de saber, carga de oro, |
|
de los sabios tomada en el tesoro, |
|
a las dulzuras del rincón querido |
|
contento volvería |
|
a labrar con el polen adquirido |
|
miel de sabiduría... |
|
¡Oh fama vocinglera! |
|
¡Cuán fácil es el viento que te guía, |
|
y tu sonora voz, cuán embustera! |
|
La gran sabiduría nunca ha sido |
|
música del oído, |
|
torrente de palabras que allí cae |
|
donde un hueco encontró, como el sonido, |
|
que el viento que lo lleva se lo trae. |
|
Ni es orgullo que ciega, |
|
ni es encono que grita, |
|
ni estéril voz que apasionada niega, |
|
ni desprecio del bien que al mal invita. |
|
Ni tampoco almacén abarrotado |
|
de innúmeras ideas |
|
que pueril vanidad ha amontonado |
|
para que tú, ¡oh adulador!, las veas, |
|
y tú, Fama veloz, vueles y cantes, |
|
y tú, varón sencillo, oigas y creas, |
|
y os asombréis vosotros, ¡oh ignorantes! |
|
No, no; sabiduría, |
|
en la noche del mundo tan sombría, |
|
es estrella que alumbra, |
|
brazo amigo que guía, |
|
no relámpago breve que deslumbra |
|
ni mano malhechora que extravía. |
|
¡Oh tú, Fama embustera! |
|
No alborotes las plácidas mansiones |
|
donde quiere la vida ser sincera: |
|
¡tienes otras regiones |
|
donde suenan mejor tus huecos sones! |
|
No vuelvas a mi casa: está cerrada |
|
y en ella encarcelada |
|
tu enemiga mortal, la Verdad ruda, |
|
que no sale a la calle |
|
porque nadie la quiere ver desnuda. |
|
Y vosotros, ¡oh sabios!, cuyos nombres |
|
no saldrán de la cárcel de mis labios, |
|
una noble ambición que hay en los hombres |
|
me trajo a vuestro pies... ¡Adiós, oh sabios! |
|
|
|
Estuve en la ciudad y vi la vida. |
|
Es ligera y hermosa, |
|
del modo que es hermosa y es ligera |
|
la ingrávida, la leve mariposa |
|
que nace, vive y muere en primavera. |
|
Y así como el insecto primoroso, |
|
visitador inquieto de las flores, |
|
más parece nutrirse de colores |
|
que de polen sabroso, |
|
la vida ciudadana |
|
de la flor del placer fiel cortesana, |
|
no se acercaba a ella |
|
con aguijón de abeja laboriosa, |
|
sino con frágil ala lujuriosa, |
|
de mariposa bella. |
|
¡Qué de prisa las horas sin regreso |
|
rodaban por encima de los seres! |
|
¡Qué nervioso el avance del progreso; |
|
qué fuertes los placeres; |
|
las fiestas, qué brillantes; |
|
qué hermosas las mujeres |
|
y los hombres, qué cultos, qué elegantes! |
|
Lo que sabe el varón adusto y grave |
|
que en el pobre lugar pasa por sabio, |
|
cualquiera allí lo sabe; |
|
por eso es elocuente todo labio, |
|
porque los abre del saber la llave. |
|
Conocen allí todos |
|
los secretos del Arte y de la Ciencia; |
|
saben de varios modos |
|
faltar a la verdad con elocuencia; |
|
saben negar, audaces; |
|
saben reír, satíricos feroces; |
|
saben gustar, voraces, |
|
las mieles de las mieles de los goces, |
|
y saben ser flexibles, distinguidos, |
|
hablar con gran finura |
|
y obrar con gran descoco... |
|
¡Saben vivir unidos |
|
amándose muy poco! |
|
¡El saber, el saber! Ése era el lema, |
|
la aspiración suprema |
|
de la vida veloz que se vivía. |
|
¡Se estudiaba el amor como un problema! |
|
Y yo también quería |
|
ser un sabio de aquellos que admiraba, |
|
mas no lo quiso la fortuna mía. |
|
Ufano contemplaba |
|
montón de ideas mi cerebro hecho; |
|
pero, ¡ay!, se me olvidaba |
|
en qué lado del pecho |
|
mi corazón encadenado estaba. |
|
Sensible corazón que ahora palpitas |
|
al fuego del amor que ya te quema: |
|
¿para qué pude yo necesitarte |
|
donde el cerebro fabricaba el Arte |
|
y estudiaba el amor como un problema? |
|
Yo pasaba los días presurosos, |
|
entre sabios famosos, |
|
y las noches pasaba entre poetas. |
|
¡Qué días tan ruidosos! |
|
Y las noches, ¡qué estériles, qué inquietas! |
|
Y después de vivir la fácil vida |
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que una noble ambición, humana y santa, |
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me pintó de grandezas toda henchida, |
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ni ella me dio sabiduría tanta |
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como a cualquiera le infundió Natura, |
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ni a cantar aprendí con más dulzura |
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que la que puso Dios en mi garganta. |
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- II - |
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Pero ya estoy aquí, campos queridos, |
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cuyos encantos olvidé por otros |
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amasados con miel y con veneno. |
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¡Pequé contra vosotros! |
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¡Recibidme otra vez en vuestro seno! |
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Yo te conozco, solitario monte; |
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te cantaré de nuevo, patria mía; |
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beber quiero tu luz, ancho horizonte; |
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gozar quiero tu paz, ¡oh mi alquería! |
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Mis hijos inocentes |
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beben el agua de tus puras fuentes, |
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nutren su cuerpo con el pan sabroso |
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que produce tu suelo generoso, |
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tuesta sus puras frentes |
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la lumbre pura de tu sol caída, |
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y me los hinchan de salud y vida |
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los céfiros sedantes y serenos |
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que vienen de tus grandes encinares, |
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que vienen de tus mieses y tus henos, |
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que vienen de tus ricos tomillares... |
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Aquí no vive la materia inerte |
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esa vida que presta el artificio, |
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estéril disimulo de la muerte. |
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Viven aquí las cosas |
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porque en su entraña cada cual encierra |
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la del vivir intimación divina |
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que a ti te ha dado jugos, fértil tierra, |
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y a ti te ha dado savia, vieja encina. |
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Yo admiro la hermosura, |
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la soberana esplendidez grandiosa |
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que augusta ostenta sobre sí Natura; |
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pero ella es criatura, |
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no puede ser mi diosa; |
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y aunque canto postrado de rodillas, |
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delante de sus grandes maravillas, |
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que son del mundo hechizo, |
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yo sólo adoro en ella |
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la mano soberana que la hizo... |
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¿Y quién no besará la mano aquella |
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que ha sabido crear cosa tan bella? |
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Hombres de mi alquería, |
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custodios fieles de la hacienda mía: |
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los que vais encorvados |
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detrás de los arados |
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desgarrando los senos de mis tierras; |
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los que del hierro de la paz armados |
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abatís la esperanza de mis sierras; |
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los que andáis sin hogar, solos y errantes |
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guardando mis ganados noche y día; |
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los de mis montes fieles vigilantes; |
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los de mi casa honrada compañía; |
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los que colmáis de frutos diferentes |
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mi casa, mis laneros, |
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mis templados establos, mis graneros |
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y mis anchos pajares bienolientes... |
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Mayorales, gañanes y renteros, |
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cabreros y pastores, |
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colonos y yegüeros, |
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guardas y aperadores, |
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montaraces, zagales y vaqueros... |
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¡todos los hijos del trabajo rudo |
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que regáis con sudor la hacienda mía..., |
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salid a recibirme! ¡Yo os saludo |
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y os bendigo en la paz de la alquería! |
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Vengo a anudar el hilo |
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roto en mal hora del vivir tranquilo; |
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a humillar, cual vosotros, la cabeza |
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al yugo del trabajo cotidiano, |
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fuente de la riqueza, |
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padre providencial de la pobreza, |
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sal del vivir humano. |
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Que rueden por la mía, |
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como ruedan también por vuestras frentes, |
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las de honrado sudor gotas ardientes |
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que cuesta el pan del día, |
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y que sepan mis hijos inocentes, |
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cuando puedan mirar hacia el pasado, |
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que el pan sabroso que los ha nutrido |
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era pan amasado |
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con gotas de sudor por mí vertido. |
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Desciendan por mi frente |
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del sudor del trabajo los raudales |
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y bañen mi pupila distraída, |
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que esos son los cristales |
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a través de los cuales |
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debemos todos contemplar la vida. |
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¡Hijos humildes del trabajo honrado!, |
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yo la vuestra contemplo |
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como el más alto ejemplo |
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del vivir generoso y resignado; |
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y vuelvo a vuestro lado, |
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porque todo lo bueno que he aprendido |
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vuestro grave vivir me lo ha enseñado. |
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Yo traigo, en cambio, el corazón henchido |
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de anhelos puros, de doctrinas buenas |
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y de costumbres santas, |
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y vengo hasta vosotros decidido |
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a derramar el bien a manos llenas, |
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porque el Dios que me dio riquezas tantas |
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diome con ellas el mayor tesoro |
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que recibí de su divina mano: |
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¡un corazón de oro |
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que de todos los hombres me hace hermano! |
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Y tú, vida serena |
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de la blanca alquería, |
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de artificios vacía |
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y de vigores naturales llena... |
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Tú, soledad amena, |
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del encinar cargado de reposo, |
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donde flota un ambiente religioso |
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que de dulzor, ¡oh alma!, te enajena, |
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y un bienestar sabroso |
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que a ti, mortal escoria, te encadena |
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al placer de un vivir tan deleitoso... |
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Tú, feliz compañía |
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de la fe, del amor y del trabajo, |
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las tres que el alma mía |
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virtudes altas a la vida trajo... |
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Tú, silencio elocuente |
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que en el del campo bienhechor asilo |
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hablas grave y severo, |
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sabio maestro del pensar prudente, |
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padre fecundo del amor tranquilo, |
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fiel confidente del sentir austero... |
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Y tú también, jugosa poesía, |
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de este rico soñar del alma mía, |
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de este vivir en el hogar templado, |
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de este cantar en la alameda oscura, |
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de este dormir en el regazo amado |
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de la conciencia pura |
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que arrulla el sueño del varón honrado: |
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¡dejadme respirar esta frescura |
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de vuestro ambiente que a vivir convida, |
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que yo quiero vivir y ésta es la vida! |
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Y vosotros, los anchos horizontes, |
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los blancos caseríos, |
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los valles y los montes, |
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las fuentes y los ríos, |
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los áridos y grises labrantíos..., |
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la sombra de la encina, |
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la música del aire dulce y queda, |
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y el cantar de la honrada golondrina |
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y el ruidoso hojear de la arboleda... |
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El agua de la poza cristalina, |
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las guindas de mi huerto delicioso, |
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sus ricos toronjiles y albahacas, |
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el pan de mis pastores, tan sabroso, |
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la leche vadeante de mis vacas..., |
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¡regalazme con goces repetidos, |
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que os esperan, abiertos, mis sentidos! |
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Yo daré cuanto tengo, |
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que a derramar entre vosotros vengo |
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pedazos de mi ser a manos llenas: |
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para ti, mi sudor, hacienda mía; |
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para ti, mis cantares, Patria hermosa; |
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para vosotros, sangre de mis venas, |
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hijos amantes y adorable esposa; |
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para los hombres cuyas rudas manos |
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colman mi casa de riquezas tantas, |
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pan abundante con doctrinas santas |
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y el nombre sabrosísimo de hermano; |
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para el mal que a la lucha me provoca, |
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los de luchar inacabables modos; |
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para el Dios de la Cruz, mi fe de roca, |
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y el amor de mi alma, para todos. |
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¡Bendita, ¡oh Patria!, seas, que me has dado |
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uno en tu seno bienhechor asilo |
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para morirme en el vivir honrado |
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que es el secreto de morir tranquilo! |