Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
ArribaAbajo

Castellanas

José María Gabriel y Galán.



     [Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Obras completas, 6ª edición, Madrid, Aguilar, 1973, pp. 35-128 (1ª ed. 1941) y cotejada con la edición de Obras completas, Badajoz, Universitas, 1996, pp. 9-79).]



ArribaAbajo

El ama

- I -

                        ArribaAbajoYo aprendí en el hogar en qué se funda
la dicha más perfecta,
y para hacerla mía
quise yo ser como mi padre era
y busqué una mujer como mi madre
entre las hijitas de mi hidalga tierra.
Y fui como mi padre, y fue mi esposa
viviente imagen de la madre muerta.
¡Un milagro de Dios, que ver me hizo
otra mujer como la santa aquella!
 
   Compartían mis únicos amores
la amante compañera,
la patria idolatrada,
la casa solariega,
con la heredada historia,
con la heredada hacienda.
¡Qué buena era la esposa
y qué feraz mi tierra!
¡Qué alegre era mi casa
y qué sana mi hacienda,
y con qué solidez estaba unida
la tradición de la honradez a ellas!
 
   Una sencilla labradora, humilde,
hija de oscura castellana aldea;
una mujer trabajadora, honrada,
cristiana, amable, cariñosa y seria,
trocó mi casa en adorable idilio
que no pudo soñar ningún poeta.
 
   ¡Oh, cómo se suaviza
el penoso trajín de las faenas
cuando hay amor en casa
y con él mucho pan se amasa en ella
para los pobres que a su sombra viven,
para los pobres que por ella bregan!
¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo,
y cuánto por la casa se interesan,
y cómo ellos la cuidan,
y cómo Dios la aumenta!
 
   Todo lo pudo la mujer cristiana,
logrólo todo la mujer discreta.
 
   La vida en la alquería
giraba en torno de ella
pacífica y amable,
monótona y serena...
 
   ¡Y cómo la alegría y el trabajo
donde está la virtud se compenetran!
 
   Lavando en el regato cristalino
cantaban las mozuelas,
y cantaba en los valles el vaquero,
y cantaban los mozos en las tierras,
y el aguador camino de la fuente,
y el cabrerillo en la pelada cuesta...
¡Y yo también cantaba,
que ella y el campo hiciéronme poeta!
 
   Cantaba el equilibrio
de aquel alma serena
como los anchos cielos,
como los campos de mi amada tierra;
y cantaban también aquellos campos,
los de las pardas onduladas cuestas,
los de los mares de enceradas mieses,
los de las mudas perspectivas serias,
los de las castas soledades hondas,
los de las grises lontananzas muertas...
 
   El alma se empapaba
en la solemne clásica grandeza
que llenaba los ámbitos abiertos
del cielo y de la tierra.
 
   ¡Qué plácido el ambiente,
qué tranquilo el paisaje, qué serena
la atmósfera azulada se extendía
por sobre el haz de la llanura inmensa!
 
   La brisa de la tarde
meneaba, amorosa, la alameda,
los zarzales floridos del cercado,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja...
 
   ¡Monorrítmica música del llano,
qué grato tu sonar, qué dulce era!
 
   La gaita del pastor en la colina
lloraba las tonadas de la tierra,
cargadas de dulzuras,
cargadas de monótonas tristezas,
y dentro del sentido
caían las cadencias,
como doradas gotas
de dulce miel que del panal fluyeran.
 
   La vida era solemne;
puro y sereno el pensamiento era;
sosegado el sentir, como las brisas;
mudo y fuerte el amor, mansas las penas,
austeros los placeres,
raigadas las creencias,
sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia.
 
   ¡Qué deseos el alma
tenía de ser buena,
y cómo se llenaba de ternura
cuando Dios le decía que lo era!
 

- II -

   Pero bien se conoce
que ya no vive ella;
el corazón, la vida de la casa
que alegraba el trajín de las tareas,
la mano bienhechora
que con las sales de enseñanzas buenas
amasó tanto pan para los pobres
que regaban, sudando, nuestra hacienda.
 
   ¡La vida en la alquería
se tiñó para siempre de tristeza!
 
   Ya no alegran los mozos la besana
con las dulces tonadas de la tierra
que al paso perezoso de las yuntas
ajustaban sus lánguidas cadencias.
 
   Mudos de casa salen,
mudos pasan el día en sus faenas,
tristes y mudos vuelven
y sin decirse una palabra cenan;
que está el aire de casa
cargado de tristeza,
y palabras y ruidos importunan
la rumia sosegada de las penas.
 
   Y rezamos, reunidos, el Rosario,
sin decimos por quién..., pero es por ella.
Que aunque ya no su voz a orar nos llama,
su recuerdo querido nos congrega,
y nos pone el Rosario entre los dedos
y las santas plegarias en la lengua.
 
   ¡Qué días y qué noches!
¡Con cuánta lentitud las horas ruedan
por encima del alma que está sola
llorando en las tinieblas!
 
   Las sales de mis lágrimas amargan
el pan que me alimenta;
me cansa el movimiento,
me pesan las faenas,
la casa me entristece
y he perdido el cariño de la hacienda.
 
   ¡Qué me importan los bienes
si he perdido mi dulce compañera!
 
   ¡Qué compasión me tienen mis criados
que ayer me vieron con el alma llena
de alegrías sin fin que rebosaban
y suyas también eran!
 
   Hasta el hosco pastor de mis ganados,
que ha medido la hondura de mi pena,
si llego a su majada
bajo los ojos y ni hablar quisiera;
y dice al despedirme: «Ánimo, amo;
«haiga» mucho valor y «haiga paciencia...»
Y le tiembla la voz cuando lo dice,
y se enjuga una lágrima sincera,
que en la manga de la áspera zamarra
temblando se le queda...
 
   ¡Me ahogan estas cosas,
me matan de dolor estas escenas!
 
   ¡Qué me anime, pretende, y él no sabe
que de su choza en la techumbre negra
le he visto yo escondida
la dulce gaita aquella
que cargaba el sentido de dulzura
y llenaba los aires de cadencias...!
 
   ¿Por qué ya no la toca?
¿Por qué los campos su tañer no alegra?
 
   Y el atrevido vaquerillo sano
que amaba a una mozuela
de aquellas que trajinan en la casa,
¿por qué no ha vuelto a verla?
 
   ¿Por qué no cantan en los tranquilos valles?
¿Por qué no silba con la misma fuerza?
¿Por qué no quiere restallar la honda?
¿Por qué está muda la habladora lengua,
que el amo le contaba sus sentires
cuando el amo le daba su licencia?
 
   «¡El ama era una santa!...»,
me dicen todos cuando me hablan de ella
«¡Santa, santa!», me ha dicho
el viejo señor cura de la aldea,
aquel que le pedía
las limosnas secretas
que de tantos hogares ahuyentaban
las hambres y los filos y las penas.
 
   ¡Por eso los mendigos
que llegan a mi puerta
llorando se descubren
y un Padrenuestro por el «ama» rezan!
 
   El velo del dolor me ha oscurecido
la luz de la belleza.
 
   Ya no saben hundirse mis pupilas
en la visión serena
de los espacios hondos,
puros y azules, de extensión inmensa.
 
   Ya no sé traducir la poesía,
ni del alma en la médula me entra
la intensa melodía del silencio,
que en la llanura quieta
parece que descansa,
parece que se acuesta.
 
   Será puro el ambiente, como antes,
y la atmósfera azul será serena,
y la brisa amorosa
moverá con sus alas la alameda,
los zarzales floridos,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja...
 
   Y mugirán los tristes becerrillos,
lamentando el destete, en la pradera;
y la de alegres recentales dulces
tropa gentil escalará la cuesta
balando plañideros
al pie de las dulcísimas ovejas;
y cantará en el monte la abubilla,
y en los aires la alondra mañanera
seguirá derritiéndose en gorjeos,
musical filigrana de su lengua...
 
   Y la vida solemne de los mundos
seguirá su carrera
monótona, inmutable,
magnífica, serena...
 
   Mas ¿qué me importa todo,
si el vivir de los mundos no me alegra,
ni el ambiente me baña en bienestares,
ni las brisas a música me suenan,
ni el cantar de los pájaros del monte
estimula mi lengua,
ni me mueve a ambición la perspectiva
de la abundante próxima cosecha,
ni el vigor de mis bueyes me envanece,
ni el paso del caballo me recrea,
ni me embriaga el olor de las majadas,
ni con vértigos dulces me deleitan
el perfume del heno que madura
y el perfume del trigo que se encera?
 
   Resbala sobre mí sin agitarme
la dulce poesía en que se impregnan
la llanura sin fin, toda quietudes,
y el magnífico cielo, todo estrellas,
y ya mover no pueden
mi alma de poeta,
ni las de mayo auroras nacarinas
con húmedos vapores en las vegas,
con cánticos de alondra y con efluvios
de rociadas frescas,
ni estos de otoño atardeceres dulces
de manso resbalar, pura tristeza
de la luz que se muere
y el paisaje borroso que se queja...
ni las noches románticas de julio,
magníficas, espléndidas,
cargadas de silencios rumorosos
y de sanos perfumes de las eras;
noches para el amor, para la rumia
de las grandes ideas,
que a la cumbre al llegar de las alturas
se hermanan y se besan...
 
   ¡Cómo tendré yo el alma,
que resbala sobre ella
la dulce poesía de mis campos
como el agua resbala por la piedra!
 
   Vuestra paz era imagen de mi vida,
¡oh campos de mi tierra!
Pero la vida se me puso triste
y su imagen de ahora ya no es esa:
en mi casa, es el frío de mi alcoba,
es el llanto vertido en sus tinieblas;
en el campo, es el árido camino
del barbecho sin fin que amarillea.
 
   Pero yo ya sé hablar como mi madre
y digo como ella,
cuando la vida se le puso triste:
«¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»



ArribaAbajo

Castellana

                   ArribaAbajo¿Por qué estás triste, mujer?
¿Pues no te sé yo querer
con un amor singular
de aquellos que hacen llorar
de doloroso placer?
 
   Crees que mi amor es menor
porque tan hondo se encierra,
y es que ignoras que el amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.
 
   ¿No está tu gozo cumplido
viendo desde esta colina
un pueblo a tus pies tendido,
un sol que ante ti declina
y un hombre a tu amor rendido?
 
   ¿Te place la patria mía?
No en sus hondas soledades
busques con vana porfía
la estrepitosa alegría
de las doradas ciudades.
 
   El campo que está a tus pies
siempre es tan mudo, tan serio,
tan grave, como hoy lo ves.
No es mi patria un cementerio,
pero un templo sí lo es,
 
   Busca en ella soledades,
serenas melancolías,
profundas tranquilidades,
perennes monotonías
y castizas realidades.
 
   Si tú gozarlas supieras,
ahora mismo depusieras
tu adusto ceño sombrío.
¿Qué de mi patria quisieras
para alegrarte, bien mío?
 
   ¿Quieres que vaya a buscar
cuarzos blancos al repecho,
colorines al linar,
nidos de alondra al barbecho
y endrinas al espinar?
 
   Para que tú te regales,
no dejaré una con vida
veloz liebre en los eriales,
ni esquiva perdiz hundida
del cerro en los matorrales,
 
   ni conejillo bravío
dormido bajo el carrasco,
ni mirlo a orillas del río,
ni sisón en el peñasco,
ni alondras en el baldío.
 
   ¿Quieres que hiera en su vuelo
a ese milano que el cielo
raya con círculos anchos,
y de sus garras los ganchos
venga a clavar en el suelo,
 
   y, atrás, la cabeza echada,
las plumas te enseñe y rice
de la pechuga alterada,
y ante tus pies agonice,
con la pupila espantada?
 
   Si buscas flores sencillas,
hay en el valle violetas,
y gamarzas amarillas,
y estrelladas tijeretas,
y olorosas campanillas.
 
   Si quieres, rosa temprana,
ver los sudores y afanes
que cuesta el pan de mañana,
ven y verás mis gañanes
trajinando en la besana.
 
   O vamos a mis sembrados
y allí verás emulados
de tus labios los carmines,
que parecen amasados
con pétalos de alvergines.
 
   Verás mecerse, aireadas,
del mar de la mies las olas,
aquí y allá salpicadas
de encendidas amapolas
y de jaritas moradas.
 
   Y mientras gozas del vago
rumor de aquel ancho lago
de móviles verdes tules,
yo una corona te hago
de clavelillos azules;
 
   y con ella, nueva Ceres,
reina serás, si tú quieres,
de mis campos y labores,
que reina de mis amores
ya hace tiempo que lo eres.
 
   ¿Sientes ganas de llorar?
También las sé yo sufrir
cuando me pongo a pensar
que Dios te puede llevar
y hacerme sin ti vivir.
 
   Más... ¡vamos al prado un rato,
que en él hay sombra de encinas,
murmullos de viento grato
y agua fresca de regato
rebosante de pamplinas!
 
   ¿Quieres que de esa ladera
te baje un haz de tomillo,
o que salte a esa pradera
y te traiga un manojillo
de oliente hierba triguera?
 
   ¿Lloras? Pues si es de ternura,
deja ese llanto correr,
que es un riego de dulzura,
hijo de la fresca hondura
del manantial del placer.
 
   Mas si lloras desconsuelos
y torturas de los celos,
¡vive Dios, que lloras mal!
Testigos me son los cielos
de que mi amor es leal.
 
   Y si piensas que es menor
porque tan hondo se encierra,
recuerda que el hondo amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.
 
   Alégrate, pues, mujer,
porque te sé yo querer
con querer tan singular,
que a veces me hace llorar
de doloroso placer...


ArribaAbajo

Lo inagotable

                   ArribaAbajoDe rodillas delante de la fosa
donde se pudre el mocetón garrido,
la pobre vieja sin moverse pasa
  la tarde del domingo.
 
   Una tarde otoñal, helada y muda,
de cielo muy azul, campiña yerta,
y un sol amarillento que se muere
  de frío y de tristeza.
 
   Una vela amarilla que no alumbra,
se quema, como el alma de la anciana,
cuyos ojos decrépitos no lloran
  porque no tienen lágrimas.
 
   Todas se las tragó la avara tierra
de la tumba del hijo malogrado,
a cuyos pies la hierba está escaldada
  con las sales del llanto.
 
   Vagaba por los ámbitos vacíos
del humilde y herboso cementerio,
el aroma de muerte que despide
  la tierra de los muertos.
 
   Volaban sobre el templo los cernícalos
y rasaban el viejo campanario
los bandos de veloces aviones
  que pasaban chillando.
 
   Y de la plaza del lugar venían
sones de tamboril y castañuelas,
notas de gaita que al hablar de amores
  infundían tristeza.
 
   ¡Cómo bailaba la muchacha alegre
para quien fue belleza vigorosa
lo que era ya bajo viscosa hierba
  montón de carne rota!
 
   Montón de carne rota que una madre
tuvo un día pegado a sus entrañas,
y espejado en las niñas de sus ojos
  y en el centro del alma.
 
   Y ya está allí, deshecho en las tinieblas,
el fuerte hastial de la feliz casita,
el que ganaba el mendruguito blando
  que la anciana comía.
 
   Una alondra del páramo vecino
se posó en la pared del campo santo
para beber el rayo agonizante
  del frío sol dorado,
 
   y cantó una canción opaca y fría
que ni siquiera le agitó el pechuelo
que cien mañanas pareció romperse
  modulando gorjeos.
 
   ¡Sorda elegía que inspiró Natura
junto a la tumba donde el mozo estaba,
que tantas veces, cual la alondra aquella,
  le cantó la alborada!
 
   Se hundieron en sus grietas los cernícalos,
y en los huecos del viejo campanario,
poco a poco los raudos aviones
  se metieron chillando.
 
   Cayó el silencio sobre el pueblo humilde,
murió la tarde y se marchó la alondra,
y la vida le dijo a la ancianita
  que estaba ya muy sola.
 
   ¡Era preciso abandonar al hijo!
Besó la tumba y apagó la vela,
que derramó sobre la hierba húmeda
  dos lágrimas de cera.
 
   ¡Y dieron todavía otras dos lágrimas
aquellos ojos que estrujó el dolor!
Ni ignoradas ni estériles las dieron:
  ¡las vimos Dios y yo!


ArribaAbajo

Cuentas del tío Mariano

                   ArribaAbajoAraba el tío Mariano
la húmeda tierra gredosa,
y entre la bruma lluviosa
del horizonte lejano,
 
   con cierta noble ansiedad
que a la amargura se junta,
miraba, al volver la yunta,
las torres de la ciudad.
 
   Allí los amos estaban
de aquel pedazo de llano,
ya convertido en pantano
por lluvias que no amainaban.
 
   Y no pensaba el rentero
que el amo estaba al abrigo
del bofetón del hostigo
y el frío del aguacero.
 
   Aspiraciones más parcas
tentaban al viejo charro
mientras hundía en el barro
sus bien calzadas abarcas.
 
   Era un día de febrero
revuelto, lluvioso y frío;
cada camino era un río
y un charco cada sendero.
 
   Bajaban por las quebradas
turbios regatos zumbando,
que iban el hoyo inundando
de hoscas aguas coloradas.
 
   Y era el barbecho un fangal,
y el prado un estanque era,
y una charca la ribera,
los valles un chapatal.
 
   Arrebataba el solano
las gotas del aguacero,
que eran las puntas de acero
de su látigo inhumano.
 
   Iracundos los zagales
bregaban con los corderos
y los cabritos zagueros
hundidos en los fangales.
 
   Y el pobre tío Mariano,
con la anguarina calada,
bajo un brazo la aguijada
y en la mancera una mano,
 
   arando estaba en tal día
por no perder una huebra,
donde diz que el viento quiebra
cosa que él solo diría,
 
   pues en aquella desnuda
tierra llana sin abrigo
le flagelaba el hostigo
la cara con saña cruda.
 
   Y así malamente araba
y echaba el hombre sus cuentas,
las cuentas de aquellas rentas
que por las tierras pagaba.
 
   Bien hechadas las tenía,
pero con mal resultado,
y así, terco y porfiado,
las iba haciendo aquel día;
 
   «Las rastras ya no las miento;
hogaño, si pinta el año,
no será ningún extraño
que me arrimase a las ciento.
 
   Se ha derramao en sazón;
la desará fue mu guapa,
y si sigue asín, no escapa
de haber buena granición.»
 
   (Este cálculo lo hacía
con las leves omisiones
de langosta, inundaciones,
de pedriscos y sequía...)
 
   «¡Ahora, tanto pa calzar,
tanto en vestir y en comer...
(Y no hablaba de beber,
porque era hablar... de la mar.)
 
   «Tanto pa contribuciones,
tanto pa renta y simiente...»
Y así fue del remanente
practicando sustracciones.
 
   Y de las ciento supuestas
sustrajo el tío Mariano
tantas fanegas de grano,
que al pasar de ciento éstas,
 
   puso cara de ansiedad,
dijo con pena, mirando
y el cuerpo zarandeando,
las torres de la ciudad:
 
   «Si hogaño fuese hallá un día
y el amo bajar siquiera
seis fanegas..., ¡cualisquiera,
cualisquiera me tosía!...»
 
   ¡Señor del tío Mariano!:
si acude a ti, sé piadoso,
que harás un hogar dichoso
con seis fanegas de grano.


ArribaAbajo

Regreso

- I -

                   ArribaAbajoEstuve en la ciudad. Vi la materia
brillar resplandeciente,
correr arrolladora,
sonar dulce y rugiente
y en la vida imperar como señora.
Reina del mundo, la ciudad entera
su esclava fiel, su adoradora era.
Los sabios peroraban
del aula en la trinchera,
en defensa del ídolo que amaban;
los coros de los hijos del Parnaso
coplas sublimes en su honor cantaban,
obstruían el paso
en plazas y jardines y museos
las estatuas alzadas a la diosa,
soberanos trofeos
que falange de artistas victoriosa
le rindió generosa
del ingenio de artísticos torneos;
y la gran muchedumbre
de libres ciudadanos de rodillas,
en hábito de eterna servidumbre
que no le pagan sus eternos amos,
entonaban su canto de costumbre:
«¡Te adoramos, oh diosa, te adoramos!»
 
   Estuve en la ciudad y vi los sabios.
Fui dispuesto a escucharles de rodillas,
sin que allí mis palabras de hombre rudo
salieran de la cárcel de mis labios,
que en ellos hizo la ignorancia un nudo.
En su alas la fama vocinglera
llevó dos o tres nombres
al oscuro rincón de mi morada
que augusto templo del silencio era,
y una noble ambición que hay en los hombres
me hizo salir de mi rincón querido,
y a oír la voz que del saber es puerta
fui con el alma abierta
puesta debajo del abierto oído.
A entender los misterios fui dispuesto
de la vida y del mundo,
la fuerte base del obrar modesto,
la clave oscura del saber profundo,
la oculta vía del vivir sin brillo,
la esencia arcana del amor honesto,
la regla simple del pensar sencillo...
iba a aprender, sin tortuosos modos,
la fórmula del bien, los soberanos
conceptos graves del amor de hermanos
que nacimos de Dios, padre de todos;
y rasgadas las brumas que embarazan
la alta visión con su tupido velo,
iba a saber el punto en que se enlazan
la senda de la vida y la del cielo.
Y así como la abeja,
libado el polen, de la flor se aleja
y toma a elaborar el néctar puro
de su colmena en el recinto oscuro,
yo, conduciendo de placer henchido
mi carga de saber, carga de oro,
de los sabios tomada en el tesoro,
a las dulzuras del rincón querido
contento volvería
a labrar con el polen adquirido
miel de sabiduría...
¡Oh fama vocinglera!
¡Cuán fácil es el viento que te guía,
y tu sonora voz, cuán embustera!
La gran sabiduría nunca ha sido
música del oído,
torrente de palabras que allí cae
donde un hueco encontró, como el sonido,
que el viento que lo lleva se lo trae.
Ni es orgullo que ciega,
ni es encono que grita,
ni estéril voz que apasionada niega,
ni desprecio del bien que al mal invita.
Ni tampoco almacén abarrotado
de innúmeras ideas
que pueril vanidad ha amontonado
para que tú, ¡oh adulador!, las veas,
y tú, Fama veloz, vueles y cantes,
y tú, varón sencillo, oigas y creas,
y os asombréis vosotros, ¡oh ignorantes!
No, no; sabiduría,
en la noche del mundo tan sombría,
es estrella que alumbra,
brazo amigo que guía,
no relámpago breve que deslumbra
ni mano malhechora que extravía.
¡Oh tú, Fama embustera!
No alborotes las plácidas mansiones
donde quiere la vida ser sincera:
¡tienes otras regiones
donde suenan mejor tus huecos sones!
No vuelvas a mi casa: está cerrada
y en ella encarcelada
tu enemiga mortal, la Verdad ruda,
que no sale a la calle
porque nadie la quiere ver desnuda.
Y vosotros, ¡oh sabios!, cuyos nombres
no saldrán de la cárcel de mis labios,
una noble ambición que hay en los hombres
me trajo a vuestro pies... ¡Adiós, oh sabios!
 
   Estuve en la ciudad y vi la vida.
Es ligera y hermosa,
del modo que es hermosa y es ligera
la ingrávida, la leve mariposa
que nace, vive y muere en primavera.
Y así como el insecto primoroso,
visitador inquieto de las flores,
más parece nutrirse de colores
que de polen sabroso,
la vida ciudadana
de la flor del placer fiel cortesana,
no se acercaba a ella
con aguijón de abeja laboriosa,
sino con frágil ala lujuriosa,
de mariposa bella.
¡Qué de prisa las horas sin regreso
rodaban por encima de los seres!
¡Qué nervioso el avance del progreso;
qué fuertes los placeres;
las fiestas, qué brillantes;
qué hermosas las mujeres
y los hombres, qué cultos, qué elegantes!
Lo que sabe el varón adusto y grave
que en el pobre lugar pasa por sabio,
cualquiera allí lo sabe;
por eso es elocuente todo labio,
porque los abre del saber la llave.
Conocen allí todos
los secretos del Arte y de la Ciencia;
saben de varios modos
faltar a la verdad con elocuencia;
saben negar, audaces;
saben reír, satíricos feroces;
saben gustar, voraces,
las mieles de las mieles de los goces,
y saben ser flexibles, distinguidos,
hablar con gran finura
y obrar con gran descoco...
¡Saben vivir unidos
amándose muy poco!
¡El saber, el saber! Ése era el lema,
la aspiración suprema
de la vida veloz que se vivía.
¡Se estudiaba el amor como un problema!
Y yo también quería
ser un sabio de aquellos que admiraba,
mas no lo quiso la fortuna mía.
Ufano contemplaba
montón de ideas mi cerebro hecho;
pero, ¡ay!, se me olvidaba
en qué lado del pecho
mi corazón encadenado estaba.
Sensible corazón que ahora palpitas
al fuego del amor que ya te quema:
¿para qué pude yo necesitarte
donde el cerebro fabricaba el Arte
y estudiaba el amor como un problema?
Yo pasaba los días presurosos,
entre sabios famosos,
y las noches pasaba entre poetas.
¡Qué días tan ruidosos!
Y las noches, ¡qué estériles, qué inquietas!
Y después de vivir la fácil vida
que una noble ambición, humana y santa,
me pintó de grandezas toda henchida,
ni ella me dio sabiduría tanta
como a cualquiera le infundió Natura,
ni a cantar aprendí con más dulzura
que la que puso Dios en mi garganta.
 

- II -

   Pero ya estoy aquí, campos queridos,
cuyos encantos olvidé por otros
amasados con miel y con veneno.
¡Pequé contra vosotros!
¡Recibidme otra vez en vuestro seno!
Yo te conozco, solitario monte;
te cantaré de nuevo, patria mía;
beber quiero tu luz, ancho horizonte;
gozar quiero tu paz, ¡oh mi alquería!
Mis hijos inocentes
beben el agua de tus puras fuentes,
nutren su cuerpo con el pan sabroso
que produce tu suelo generoso,
tuesta sus puras frentes
la lumbre pura de tu sol caída,
y me los hinchan de salud y vida
los céfiros sedantes y serenos
que vienen de tus grandes encinares,
que vienen de tus mieses y tus henos,
que vienen de tus ricos tomillares...
Aquí no vive la materia inerte
esa vida que presta el artificio,
estéril disimulo de la muerte.
Viven aquí las cosas
porque en su entraña cada cual encierra
la del vivir intimación divina
que a ti te ha dado jugos, fértil tierra,
y a ti te ha dado savia, vieja encina.
Yo admiro la hermosura,
la soberana esplendidez grandiosa
que augusta ostenta sobre sí Natura;
pero ella es criatura,
no puede ser mi diosa;
y aunque canto postrado de rodillas,
delante de sus grandes maravillas,
que son del mundo hechizo,
yo sólo adoro en ella
la mano soberana que la hizo...
¿Y quién no besará la mano aquella
que ha sabido crear cosa tan bella?
 
   Hombres de mi alquería,
custodios fieles de la hacienda mía:
los que vais encorvados
detrás de los arados
desgarrando los senos de mis tierras;
los que del hierro de la paz armados
abatís la esperanza de mis sierras;
los que andáis sin hogar, solos y errantes
guardando mis ganados noche y día;
los de mis montes fieles vigilantes;
los de mi casa honrada compañía;
los que colmáis de frutos diferentes
mi casa, mis laneros,
mis templados establos, mis graneros
y mis anchos pajares bienolientes...
Mayorales, gañanes y renteros,
cabreros y pastores,
colonos y yegüeros,
guardas y aperadores,
montaraces, zagales y vaqueros...
¡todos los hijos del trabajo rudo
que regáis con sudor la hacienda mía...,
salid a recibirme! ¡Yo os saludo
y os bendigo en la paz de la alquería!
Vengo a anudar el hilo
roto en mal hora del vivir tranquilo;
a humillar, cual vosotros, la cabeza
al yugo del trabajo cotidiano,
fuente de la riqueza,
padre providencial de la pobreza,
sal del vivir humano.
Que rueden por la mía,
como ruedan también por vuestras frentes,
las de honrado sudor gotas ardientes
que cuesta el pan del día,
y que sepan mis hijos inocentes,
cuando puedan mirar hacia el pasado,
que el pan sabroso que los ha nutrido
era pan amasado
con gotas de sudor por mí vertido.
Desciendan por mi frente
del sudor del trabajo los raudales
y bañen mi pupila distraída,
que esos son los cristales
a través de los cuales
debemos todos contemplar la vida.
¡Hijos humildes del trabajo honrado!,
yo la vuestra contemplo
como el más alto ejemplo
del vivir generoso y resignado;
y vuelvo a vuestro lado,
porque todo lo bueno que he aprendido
vuestro grave vivir me lo ha enseñado.
Yo traigo, en cambio, el corazón henchido
de anhelos puros, de doctrinas buenas
y de costumbres santas,
y vengo hasta vosotros decidido
a derramar el bien a manos llenas,
porque el Dios que me dio riquezas tantas
diome con ellas el mayor tesoro
que recibí de su divina mano:
¡un corazón de oro
que de todos los hombres me hace hermano!
 
   Y tú, vida serena
de la blanca alquería,
de artificios vacía
y de vigores naturales llena...
Tú, soledad amena,
del encinar cargado de reposo,
donde flota un ambiente religioso
que de dulzor, ¡oh alma!, te enajena,
y un bienestar sabroso
que a ti, mortal escoria, te encadena
al placer de un vivir tan deleitoso...
Tú, feliz compañía
de la fe, del amor y del trabajo,
las tres que el alma mía
virtudes altas a la vida trajo...
 
   Tú, silencio elocuente
que en el del campo bienhechor asilo
hablas grave y severo,
sabio maestro del pensar prudente,
padre fecundo del amor tranquilo,
fiel confidente del sentir austero...
Y tú también, jugosa poesía,
de este rico soñar del alma mía,
de este vivir en el hogar templado,
de este cantar en la alameda oscura,
de este dormir en el regazo amado
de la conciencia pura
que arrulla el sueño del varón honrado:
¡dejadme respirar esta frescura
de vuestro ambiente que a vivir convida,
que yo quiero vivir y ésta es la vida!
 
   Y vosotros, los anchos horizontes,
los blancos caseríos,
los valles y los montes,
las fuentes y los ríos,
los áridos y grises labrantíos...,
la sombra de la encina,
la música del aire dulce y queda,
y el cantar de la honrada golondrina
y el ruidoso hojear de la arboleda...
El agua de la poza cristalina,
las guindas de mi huerto delicioso,
sus ricos toronjiles y albahacas,
el pan de mis pastores, tan sabroso,
la leche vadeante de mis vacas...,
¡regalazme con goces repetidos,
que os esperan, abiertos, mis sentidos!
   Yo daré cuanto tengo,
que a derramar entre vosotros vengo
pedazos de mi ser a manos llenas:
para ti, mi sudor, hacienda mía;
para ti, mis cantares, Patria hermosa;
para vosotros, sangre de mis venas,
hijos amantes y adorable esposa;
para los hombres cuyas rudas manos
colman mi casa de riquezas tantas,
pan abundante con doctrinas santas
y el nombre sabrosísimo de hermano;
para el mal que a la lucha me provoca,
los de luchar inacabables modos;
para el Dios de la Cruz, mi fe de roca,
y el amor de mi alma, para todos.
¡Bendita, ¡oh Patria!, seas, que me has dado
uno en tu seno bienhechor asilo
para morirme en el vivir honrado
que es el secreto de morir tranquilo!



ArribaAbajo

Ganadero

                   ArribaAbajoTiene un viejo caballote,
de gigantesca armadura,
buen correr, mala andadura,
largo pienso y alto trote.
 
   Tiene dos perros de presa
de ancha boca bien dentada,
por si una res empicada
se desmanda en la dehesa.
 
   Tiene dos galgos zancudos
de ojos vivos como chispas,
flacas cinturas de avispas
y curvos dorsos huesudos:
 
   dos destructores crueles
de las liebres y los panes,
pues corren como huracanes
y comen... como lebreles.
 
   Tiene... nada a lo moderno:
perdiz en ancho jaulón,
escopeta de pistón
y polvorines de cuerno.
 
   Y tiene tan larga capa,
tan ancha capa de paño,
que al caballote castaño
nalgas y cuello le tapa.
 
   Gran pensador de negocios,
ladino en compras y ventas,
serio y honrado en sus cuentas,
grave y zumbón en sus ocios,
 
   vividor como una oruga,
su vida de siempre es esta:
con las gallinas se acuesta,
con las alondras madruga.
 
   Clavado en la dura silla
de su viejo caballote,
se va a Extremadura al trote
y al trote toma a Castilla;
 
   y toma allá montaneras,
y arrienda aquí espigaderos,
y busca allá invernaderos,
y goza aquí primaveras,
 
   y viene y va con ganado,
y vende, y vuelve a arrendar,
y paga y vuelve a criar...
y siempre está atareado.
 
   Y entre tantos trajinares,
aun puede al año unos días
lucirse en las romerías
de los rayanos lugares;
 
   porque el intrépido charro
juega tan bien a la calva,
que no hay en tierra de Alba
quien no respete su marro.
 
   Ni hay labrador ni vaquero
que de tan brava manera
coja una manta torera
y eche a rodar un utrero.
 
   Nadie como él ha lucido
yeguas en las «cuatropeas»,
y mantas en las capeas,
y marros en el ejido,
 
   rumbos, en las romerías,
maña en los retajaderos,
fuerzas en los herraderos,
y enas tientas, valentías.
 
   Pocas habrá tan certeras
cual sus sagaces miradas
para arrendar otoñadas
y calcular montaneras,
 
   pesar un novillo «a ojo»,
vender oportunamente,
saber observar prudente,
saber mirar de reojo...
 
   Mas, ¡ay, que todo declina!
Ya no baila, ni capea,
ya no lucha ni pulsea,
ya va viejo, ya se arruina...
 
   Ya con su grave figura
y su aspecto, antes bizarro,
sombras de aquel cuerpo charro
que fue broncínea escultura...
 
   ¡Y no hay que hacerse ilusiones,
porque al charro más valiente,
se le arruga la frente...
se le arrugan los calzones!...




ArribaAbajo

Puesta de sol

                   ArribaAbajoPor un cielo mudo y frío,
sin nubes y sin color,
bajaba un sol moribundo,
muerta sombra de aquel sol
que las viejas primaveras
templaba fecundador.
Eran las tierras de ocaso
desiertos que Dios creó
para que el hombre se acuerde
del Paraíso de Dios
y muera con la nostalgia
del que es infinito amor;
y donde el cielo se unía,
sin nubes y sin color,
con una llanura muerta
que el ruido nunca habitó,
con lentitudes dolientes
organizaba aquel sol.
Y no tuvo en su caída
ni pueblo que la sintió,
ni pájaro que cantara
la vespertina canción,
ni selva que se moviera,
ni hombre que alzara su voz,
ni torre que se pintara
con el dorado arrebol,
ni sedalino celaje
que embebiera en su vellón
la púrpura derretida
del último resplandor.
Entre desiertos desnudos
la muerte le sorprendió,
y al que muere en el desierto
no le ve nunca el amor,
ni nadie le presta oídos,
ni nadie le dice adiós.
 
   Así murió aquella tarde
solo y quejándose el sol:
¡Así se mueren los hombres
que han vivido sin amor!


ArribaAbajo

Mi montaraza

- I -

                   ArribaAbajoNo hay bajo el cielo divino
del campo salamanquino,
moza como Ana María,
ni más alegre alquería
que Carrascal del Camino.
 
   En Carrascal nació ella,
y si antes no fuese bella
su natal tierra bendita,
fuéralo porque la habita
la rosa de monte aquella.
 
   No nace en tierra cristiana
flor silvestre más lozana
ni hormiga más vividora,
ni moza más castellana,
ni mujer más labradora.
 
   Hermosa sin los amaños
de enfermizas vanidades,
tiene unos ojos castaños
con un mirar sin engaños
que infunde tranquilidades.
 
   Sencilla para pensar,
prudente para sentir,
recatada para amar,
discreta para callar,
y honesta para decir;
 
   robusta como una encina
casera cual golondrina
que en casa canta la paz,
algo arisca y montesina
como paloma torcaz;
 
   agria como una manzana,
roja como una cereza,
fresca como una fontana,
vierte efluvios de alma sana
y olor de Naturaleza.
 
   ¿Qué extraño que los favores
implore yo del Destino,
si estoy enfermo de amores
por la reina de las flores
de Carrascal del Camino?
 

- II -

   ¿Me quieres, Ana María?
Yo me he soñado que sí;
mas dudo que guarde impía
la ingrata fortuna mía
tesoro tal para mí;
 
   pues de esos montes no lejos,
hay otros montes ceñudos
con montaraces ya viejos
que tienen hijos talludos
atentos a sus consejos.
 
   Y sé que a esas alquerías
van también ricos señores
a celebrar cacerías,
a dirigir sus labores
y a ver sus ganaderías;
 
   y a mí me causa terror
que en ese rincón de paz
den contigo, rica flor,
el hijo de un montaraz
o el hijo de un gran señor.
 
   Felicidad que soñé,
esposa que presentí,
mujer que luego busqué
y ángel que al cabo encontré
deben de ser para mí.
 
   Dile al hijo del señor
de la vecina alquería
que dice tu servidor
que no nació Ana María
para caprichos de amor;
 
   que en las ciudades doradas
encontrará lindas flores
más suyas por delicadas...
¡Estas rosas coloradas
no son para los señores!
 
   Pero si en ello porfía,
por ladrón de mi destino...,
¡lo mato si pisa un día
la raya de la alquería
de Carrascal del Camino!
 
   Y el hijo del montaraz
de Castropardo el mayor,
el que oye mucho mejor
la voz de un viejo sagaz
que el grito de un noble amor,
 
   si busca montaracías
que den en prados y montes
excusas y regalías,
llenos están de alquerías
esos anchos horizontes;
 
   pues solo el amante fino
que ante el encanto se rinde
de tu mirar peregrino
merece pisar la linde
de Carrascal del Camino.
 
   ¿Me quieres, Ana María?
¿Me esperarás en la raya
de tu divina alquería,
cuando a la casa yo vaya
que pretendo llamar mía?
 
   ¡Qué buen esposo me hicieras!
¡Qué hogar tan feliz tuvieras,
si de ese monte feraz
tú la montaraza fueras
y fuera yo el montaraz!
 
   Sé por guardas y pastores
que riges ya a maravilla
la casa de tus mayores,
donde, por buena y sencilla,
te adoran tus servidores;
 
   y yo me tengo jurado
ser un amo tan honrado
y un montaraz tan cabal
como el mejor que ha pisado
los montes de Carrascal.
 
   ¿No sabes, Ana María
que yo he tenido parientes
en una montaracía
y sé lo que son sirvientes
y sé lo que es la alquería?
 
   Hogaño he mercado en Alba
una yegua de Peñalba
de rutilante mirar,
tres años, negra, cuatralba,
rica sangre y buen andar;
 
   un precioso bruto fiero
con nobleza de cordero,
blondas crines y ancha nalga,
músculos curvos de acero
y enjutos remos de galga.
 
   Y en este animal brioso,
que nunca al trajín se rinde
de su marchar vigoroso,
vigilaré cuidadoso
tus montes de linde a linde;
 
   y ni en los montes vecinos
han de quedar clandestinos
y atreviduelos pastores,
ni furtivos cazadores,
ni leñadores dañinos.
 
   Y corrigiendo criados,
y amparando desgraciados,
será nuestra casa un día
vivienda de hombres honrados,
colonia de la alegría.
 
   ¿Quién más dichoso ha de ser
que el hombre que va a tener
bellos campos que cuidar,
sabroso pan que comer
y esposa a quien adorar?
 
   Deudos que enfermo me halláis,
amigos que me estimáis,
hombres que me conocéis,
todos los que me queréis,
todos los que me envidiáis,
 
   ¡pedid en justa porfía
que me conceda el Destino
la mano de Ana María
y aquella montaracía
de Carrascal del Camino!

Arriba