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Castigo divino [Capítulo 1]

Sergio Ramírez






Una algarabía de perros en la noche

Siendo aproximadamente las nueve de la noche del 18 de julio de 1932, Rosalío Usulutlán, de cuarenta y dos años de edad, divorciado, de oficio periodista y en tal calidad empleado como redactor principal del diario «El Cronista», deja su asiento de luneta en el Teatro González al concluir la exhibición de estreno de la película de la Metro Goldwyn Mayer «Castigo divino», protagonizada en los roles estelares por Charles Laughton y Maureen O'Sullivan.

Avanza entre el público hacia la puerta del foyer y cuando pasa debajo de la cortina de felpa roja que el polvo acumulado hace aún más pesada, siente que le tocan de manera juguetona el hombro; al volverse, se encuentra con su amigo Cosme Manzo, de cincuenta años de edad, soltero y comerciante en abarrotes, quien le sonríe con toda su dentura en la que relumbran, bajo el espeso bigote de guías engominadas, las chapas de oro macizo.

Manzo, llevándolo ahora abrazado, le abre paso con su sombrero de ancha badana roja y lo invita a dirigirse hacia la Casa Prío, situada a una cuadra de distancia del Teatro González, y también frente a la Plaza Jerez, a fin de tomar juntos una cerveza Xolotlán, la primera cerveza de fabricación nacional, que acaba de ser puesta a la venta y de la cual Manzo es distribuidor exclusivo para la ciudad; así como es distribuidor exclusivo de la Emulsión de Scott. El periodista, calándose su propio sombrero, acepta complacido la invitación.

Ya en el establecimiento, que recibe a esas horas su clientela habitual después de la función de cine, se encaminan hacia una mesa ubicada en un rincón cercano al mostrador, donde son atendidos personalmente por el propietario, el joven de veintinueve años Agustín Prío, cariñosamente apodado por sus parroquianos «El Capitán». Esa mesa, sumamente temida, es el principal mentidero de León y se la conoce como «la mesa maldita» : allí sesiona regularmente la cofradía de la cual forman parte los dos recién llegados y que preside el Doctor Atanasio Salmerón, médico y cirujano, ausente esa noche pero a quien ya tendremos oportunidad de conocer ampliamente más tarde.

En la mesa maldita se examinan y certifican en cuanto a su autenticidad toda clase de historias de carácter escabroso, vr. y gr. adulterios, noviazgos burlados, abortos forzosos, preñeces arregladas a punta de pistola y amancebamientos clandestinos; se lleva cuenta puntual de los hijos nacidos de dañado ayuntamiento, de las viudas que abren sus puertas al filo de la medianoche y de las hazañas de sacristía de los curas barraganes; así como se registran de manera meticulosa otros escándalos en que también se ven envueltas las familias más importantes de la ciudad, entre ellos despojos de herederos, estafas, deudas remisas, falsificaciones, estelionatos y quiebras fraudulentas.

El Capitán Prío saca las cervezas Xolotlán del refrigerador marca Kelvinator que funciona con quemadores de kerosene, y entrecerrando los ojos debido a la molestia del humo del cigarrillo que pende de sus labios, las destapa junto al mostrador con gesto enérgico, utilizando el abridor que lleva permanentemente consigo prendido a su llavero. Y, como si buscara compensar la desventaja de su exigua estatura, se empina al caminar cuando trae las botellas a la mesa.

Se sienta, acomodando holgadamente los pies en el travesaño de la silleta, y comienza por felicitar a Rosalío Usulutlán debido a sus gacetillas de «El Cronista» de esa tarde, las cuales tocan temas de candente actualidad.

La primera de esas gacetillas ocupa el espacio principal de la primera página del periódico de cuatro hojas tamaño standard y se refiere a los debates en curso en el seno de la Junta Municipal sobre la firma de un nuevo contrato con la Compañía Aguadora Metropolitana, que suministra el agua potable a la ciudad. Los dueños de la compañía están presionando el cambio de contratos movidos por el solo objeto de elevar las tarifas domiciliares, las cuales se volverían de esta manera prohibitivas para muchos bolsillos, privando a los hogares más pobres del vital líquido. Rosalío apoya con extremado ardor al bando de munícipes encabezado por el Alcalde, Doctor Onesífero Rizo, renuente a autorizar semejante aumento por caprichoso y extemporáneo, amén de ser leonino; y fustiga a los otros representantes edilicios, cuya inexplicable vacilación se torna repugnante a los intereses de la comuna.

Las otras dos gacetillas ocupan también la primera página. Una tiene que ver con la proliferación de zancudos anofeles en esta época de intensas lluvias, pues el invierno se ha presentado excepcionalmente copioso; y se denuncia la incuria de las autoridades sanitarias, culpables de la alegre reproducción de los nocivos insectos, los cuales se sienten a sus anchas en las charcas putrefactas y corrientes de aguas sucias provenientes de cocinas y lavaderos que desembocan sin ningún estorbo en las calles, aun en las más transitadas, a tal grado que de ser pollos los coleópteros, no faltarían los huevos; y de ser vacas, no habría escasez de leche. Semejante anomalía representa un grave peligro para los ciudadanos, pues a la picadura de los zancudos se debe la epidemia de fiebre perniciosa, grado agudo de la enfermedad palúdica, que ha cobrado ya varias víctimas fatales, especialmente entre niños y adolescentes.

La última de las gacetillas se refiere a la excesiva cantidad de perros vagabundos deambulando libremente por las vías públicas y otros parajes concurridos, tales como mercados, atrios y plazas; importunan en puertas de boticas y mercerías a la clientela, así como a los pasajeros de trenes en los mismos andenes de la estación del Ferrocarril del Pacífico, y constituyen molestia especial para aurigas y automovilistas. Los polvos amarillos de Bayer importados por la Droguería Argüello han probado ser ineficaces, pese a lo cual los vecinos persisten en regarlos en los dinteles de las puertas y aceras, vanamente esperanzados en ahuyentar a los molestos animales y haciendo más bien un flaco servicio al ornato público.

Y por si fuera poco, se han presentado ya casos comprobados de rabia, debido a la mordedura de los susodichos canes. Se pide por lo tanto al Jefe de Policía, Capitán Edward Wayne USMC, que autorice, tal como ya los superiores de la Marina de Guerra de los Estados Unidos lo han hecho loablemente en el pasado, la adquisición de venenos en las boticas por parte de ciudadanos responsables; siendo la estricnina la más eficaz para estos fines entre los alcaloides letales.

Cuando el reloj del Sagrario da las diez de la noche, los amigos se despiden y el periodista Rosalío Usulutlán toma el rumbo de la Calle Real para dirigirse hacia su domicilio en la Calle la Españolita del Barrio del Laborío. Vestido de blanco y en mangas de camisa, pues considera el saco una prenda más enojosa que práctica, el cuello cerrado por un botón de cobre, silba por lo bajo mientras camina por la acera desierta y piensa otra vez en la película «Castigo divino».

«Debe prohibirse película a todas luces inconveniente» es el título de la gacetilla que va a escribir mañana con el objeto de prevenir a los lectores de los riesgos que entraña el argumento de la cinta, ya que con sólo concurrir al cine, personas sin escrúpulos pueden aleccionarse en el arte de la preparación de tósigos mortales; el joven aristocrático interpretado magistralmente por Charles Laughton se vale de refinados ardides para envenenar una tras otra a las más bellas jóvenes de la alta sociedad de Bostón, mientras registra en un diario secreto, que más tarde cae en manos de la policía, la lista de sus inocentes víctimas. Pero es ya tarde, el cianuro ha hecho su mortal trabajo y el ejemplo está dado en la pantalla. Y expresará también su repugnancia por el desenlace; el asesino Charles Laughton, antes de morir ejecutado en la silla eléctrica, se niega a recibir el auxilio espiritual del capellán del penal, riéndose por el contrario del sacerdote con carcajada siniestra.

Los relámpagos iluminan el cielo cargado de nubes negras en la lejanía. A lo largo de la Calle Real, las bujías brillan bajo los sombreretes de latón en lo alto de los rieles, sin que su luz macilenta alcance a dispersar las sombras en la extensa cuadra de portones, zaguanes y balcones cerrados, que se extiende desde la Casa Prío hasta la Iglesia de San Francisco: alumbrado público deficiente, que no pone a los ciudadanos honrados a salvo de los maleantes en las principales arterias de la ciudad. ¿A dónde va a parar, señores Munícipes, el dinero de los contribuyentes?

Sus reflexiones son interrumpidas por una algarabía de perros. El alboroto ocurre en la Calle Real, pero los ladridos también resuenan detrás de las puertas y zaguanes, como si todos los animales se hubieran despertado al mismo tiempo dentro de las casas cerradas, presas de un mismo temor. Unos pasos más adelante encuentra a un perro tendido sobre la acera, que vomita y se debate entre convulsiones; y más allá descubre otro que se pega al dintel de una puerta, arrastrándose penosamente, con las patas traseras tiesas.

Cuando se acerca a la esquina de la Iglesia de San Francisco, alcanza a distinguir frente al consultorio del Doctor Juan de Dios Darbishire dos siluetas que riñen. Se arrima a la pared de la casa del Doctor Francisco Juárez Ayón, que hace esquina con el consultorio frente al atrio de la iglesia, y reconoce en uno de los contendientes al propio Doctor Darbishire, a quien una hora antes había visto salir de la función de cine. La capa negra de ribetes rojos revoloteando a sus espaldas, agrede bastón en mano a un hombre de gruesa contextura, mientras jadeante lo llena de injurias. Dada la proverbial urbanidad y afabilidad de trato del viejo galeno, Rosalío Usulutlán se sorprende de oír por primera vez semejantes expresiones de su boca.

El gordo, que con ademanes juguetones trata de arrebatarle el bastón al anciano, resbala accidentalmente y cae de rodillas; al ponerse en cuatro pies queriendo incorporarse, el Doctor Darbishire aprovecha la ocasión y le descarga sobre la espalda contundentes bastonazos que le arrancan quejas verdaderas. Es entonces cuando el periodista asegura haber escuchado venir desde las sombras una risa de burla; y al volverse lleno de sorpresa, advierte junto a uno de los cipreses del atrio de la iglesia a un hombre vestido de luto riguroso, que, apoyándose con ambas manos en el pomo de su bastón, vigila la escena de la golpiza con gestos inquietos y divertidos.

El Doctor Darbishire desvía por un momento su bastón, señalando, airado, a un perro que trabajosamente intenta subir las gradas en busca de la puerta del consultorio; momento que el gordo aprovecha para zafarse y correr a gatas con asombrosa agilidad, pese a su corpulencia; recoge del suelo su canotier y se incorpora emprendiendo la huida en dirección a un coche de caballos que con las riendas sueltas se ha ido alejando calle abajo.

El gordo logra dar alcance al carruaje, y sofrenando los caballos sube apresuradamente; y ya en el pescante, hace desde lejos señales al hombre de luto, quien tras abandonar sin ninguna prisa su puesto de observación, camina con paso reposado hacia el coche. Al pasar delante del Doctor Darbishire, lo saluda con el bastón que blande con toda soltura.

El ya dicho Doctor Juan de Dios Darbishire, mayor de sesenta y tres años de edad, viudo de sus segundas nupcias y médico de profesión, manifiesta ante el Juez Primero del Distrito del Crimen, el 19 de octubre de 1933, que no vio pasar a la persona indicada ni reparó en su saludo, pues se hallaba inclinado sobre el perro de su propiedad, de nombre Esculapio, al cual envolvía en su capa para introducirlo al consultorio y practicarle allí diligencias urgentes que neutralizaran la acción del veneno ingerido; diligencias que fracasaron, pues el perro falleció de todas maneras.

Por su parte, el testigo Rosalío Usulutlán, de edad, profesión y demás generales antes descritas, en su declaración judicial del 17 de octubre de 1933, en la que relata de manera pormenorizada los hechos de esa noche, a preguntas del Juez, afirma: que según su leal saber y entender, el hombre de contextura robusta que recibió los bastonazos en la calle es el Doctor Octavio Oviedo y Reyes, oriundo de esta ciudad de León, entonces pasante de derecho y ahora abogado y notario; a quien conoce y con quien tiene trato social. Y siempre a preguntas del Juez, manifiesta: que la persona que vigilaba el incidente desde el atrio de la iglesia; y después saludó al pasar al Doctor Darbishire, es el Doctor Oliverio Castañeda Palacios, natural de Guatemala, entonces también pasante de derecho y ahora abogado y notario, y a quien igualmente conoce y ha tratado.

Y para dar mayor seguridad a sus afirmaciones, sostiene el testigo que todos estos incidentes tuvo la oportunidad de relatárselos esa misma noche al Bachiller Alí Vanegas, quien se encontraba estudiando a puertas abiertas en su pieza de la Calle Real, una cuadra más abajo, contiguo a la casa donde vivió Rubén Darío y donde tienen encadenado ahora al poeta loco Alfonso Cortés; y que al Bachiller Vanegas se le puede preguntar si es cierto que él le manifestó esa noche, como en verdad se lo manifestó, que los envenenadores de perros eran los susodichos Oviedo y Castañeda.

El Bachiller Alí Vanegas, presente en el recinto del Juzgado en su calidad de secretario del Juez, sin hacer ningún comentario por encontrarse inhibido de intervenir, se limita a escribir la declaración en los pliegos de papel de oficio que después, debidamente cosidos con hilo, se agregarán al expediente; pero cuando le toca, a su turno, ser interrogado en calidad de testigo, el día 18 de octubre de 1933, habrá de confirmar en todas sus partes el dicho de Rosalío Usulutlán.

Apremiado por el Juez para que abunde en su información sobre la identidad del hombre de luto que vigilaba la escena de los bastonazos desde el atrio de la iglesia, el testigo Rosalío Usulutlán se afirma en su convencimiento de que se trataba, sin ningún género de dudas, de Oliverio Castañeda; pues aunque ciertamente reinaba la oscuridad y la luz de las bujías del alumbrado público era insuficiente, pudo comprobar sus facciones a la claridad de uno de los relámpagos que se sucedían de continuo esa noche en que amenazaba lluvia. Y que por su porte y catadura le resultaron de igual manera inconfundibles cuando lo vio alejarse por la Calle Real y saludar de paso al Doctor Darbishire, utilizando para ello el bastón pomo de conchanácar que lleva siempre consigo.





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