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Castillo de luces [Prólogo a «Mulata de tal» de Miguel Ángel Asturias]

Sergio Ramírez





Puede resultar redundante decir que Mulata de tal es una novela verbal, desde luego que toda obra literaria es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de producir, como demostró Manet en la cumbre de la pintura impresionista, un mundo que siendo el mismo parezca otro y siempre el mismo, con los trazos o con las palabras. Es lo que el arte verdadero siempre persigue.

Por esas razones es que de la segunda lectura de esta novela, treinta años después, y toda una vida de libros de por medio, lo que me queda otra vez como seducción es toda su pirotecnia verbal, ese chisporroteo inagotable de pólvora de todos los colores, del azul luciferino al rojo de llamaradas díscolas que va alumbrando con incandescencias sonoras el relato, giraldas rosicler y surtidores granate, una reventazón entre repiques de misa mayor, cuando repican duro, castillo de luces que arde, castillo de pólvora que se quema, como en las fiestas de los santos patronos de los pueblos de Centroamérica.

El atributo principal de Mulata de tal es, por tanto, su tentación cumplida de desplegar un universo verbal. Un territorio descrito por las palabras, y construido en base a palabras, pretende ser la realidad, como en los cuadros de Manet, pero no la realidad tan solo, sino un resplandor irisado suyo, un espejismo encarnado en reflejos, una ilusión manifiesta, una simulación de esplendores, un tinglado de representaciones armado por el viento -sombras suele vestir-, hasta desencadenarse en una construcción paralela donde las palabras son piedras, vigas, argamasa ilusoria pero sustancial. Se trata, entonces, de una realidad exaltada. Nada de eso se consigue en la literatura sino con las palabras, que en Mulata de tal revientan en esplendores de pólvora viva.

Llamativo, dicho sea de paso, que siendo esta una de las últimas novelas de Asturias, ya lejos de su ciclo pedagógico de la Trilogía del Banano, sea tan aventurada, y desbocada, una novela montada a pelo, escrita sin respiros, ni tientos, y con gozosa pasión juvenil, cuando alguien esperaría una obra de lo que se da en llamar la madurez reflexiva del escritor. Pero para contento del lector, Mulata de tal empieza con la entrada de Celestino Yumí a la iglesia de San Martín Chile Verde, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos; y entra a la iglesia con la bragueta abierta, enseñando la mercancía, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos.

Este afán de perseguir un universo verbal distinto del verdadero, aparece como una herencia del surrealismo francés que Asturias conoció de primera mano durante su primera temporada en Francia en la década de los veinte, y que tanto marcó su obra desde el principio, cuando a través de las enseñanzas del profesor Raynaud fue a encontrarse en La Sorbona con los secretos del mundo maya que, paradójicamente, había dejado atrás en Guatemala. Y fue, curiosamente, un doble descubrimiento, el de la herencia de su propio mundo tradicional, y el del surrealismo, entonces en la vanguardia de los experimentos estéticos europeos.

En Mulata de tal, publicada en Buenos Aires por la Editorial Losada en 1963, ya en la etapa final de su carrera como narrador, Asturias arrastra aún esa doble cauda, como el alquimista que envejece recordando sus primeras cábalas y sus primeros asombros. Vuelve a sus instrumentos primeros de Leyendas de Guatemala, escrito en París, aparecido en Madrid en 1930 y celebrada por Paul Valéry a la hora de su traducción al francés; y quién duda que a partir de entonces la visión europea de Centroamérica, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien años de soledad casi cuarenta años después.

En Mulata de tal Asturias se sirve todavía del surrealismo como un instrumento, una piedra de afilar, un buril, y regresa al mismo tiempo a los mitos ancestrales del mundo maya-quiché. Este es un repositorio que, en ambos sentidos, difícilmente se agota a lo largo de su carrera de escritor, como queda patente a mitad del camino en Hombres de maíz, su novela publicada en 1949. Es la pequeña caja de miniaturas de doble compartimento adonde siempre puede ir por algo más, como Celestino Yumí, su personaje de Mulata de tal, para extraer cada vez una nueva riqueza.

Lejos de convertirse en una abstracción, el lenguaje en Asturias busca transformar las cosas concretas que va tocando; no sólo las evocaciones de la tradición indígena, y todo el acervo de mitos sagrados, historias y leyendas de que se hace dueño, sino lo que está en sus recuerdos visuales del país que recorrió en sus años de estudiante ávido de descubrimientos, paisajes, montes, cabildos, plazas, portales, cantinas, iglesias, y procura hacerlas brillar con deslumbres distintos. Y la lengua es entonces el fuego que prende la mecha y despierta la algarabía de retumbos y estallidos que va haciendo arder la pólvora por toda la plaza, como en las cargas cerradas que ponen los mayordomos de las fiestas patronales rumbosas que de verdad se respetan. Y es a través de esa ambición por el lenguaje que el mundo rural despierta en las páginas de Mulata de tal.

Porque esta es una novela del mundo rural, y no indígena, o indigenista, como mal podía pensarse. La Guatemala que entra en sus páginas es arcaica, como lo es el mundo indígena; pero es arcaica en su globalidad, y eso incluye lo ladino. De esa separación, o contradicción, entre nuestra idea de modernidad y las imágenes del mundo rural, un mundo anterior que todavía existe aunque pretendemos que ya ha sido enterrado, es que surge esa fascinación mágica que sólo puede ser atraída con imágenes, que a su vez dependen del lenguaje. Y sólo el lenguaje llevado hasta el fondo de la magia deja a un escritor de aquellos años a salvo de la indigencia del indigenismo, o del vernaculismo, o el regionalismo, que se erigieron entonces como barreras de la mediocridad provinciana y que aún muestran sus escombros.

Y también, por razones culturales, entramos en las páginas de una novela ladina, escrita por un ladino, y creo que no hay otro escritor que sea mejor expresión de la cultura ladina que Asturias. Igual que en Hombres de maíz, su visión del mundo indígena en Mulata de tal es la del ladino letrado, lo que le permite, en primer término, explorar, recrear, y si se quiere reconstruir el mundo indígena desde el lenguaje. Reinventarlo, igual que una vez quiso interpretarlo en términos académicos, en su tesis de grado El problema social del indio, con que recibió en 1923 su título de abogado y notario en la Universidad de San Carlos.

Los ladinos y los indígenas están arraigados en el territorio rural que comparten, y no pueden excluirse en términos culturales, como no podría hacerlo, por supuesto, ni con unos ni con otros, el propio Asturias, enfrentado a la compleja sustancia narrativa de su país, fruto él mismo de esa dualidad que asume con toda pasión, y sin la cual no tendría razón de ser. El mundo rural es un mundo derrotado, pero vivo, con todos sus rasgos del pasado que van acumulándose hasta dejarle encima una pátina de antigüedad, una costra de lodo, una capa de polvo.

Es por eso que prefiero ubicar Mulata de tal en ese mundo rural, no propiamente indígena, donde la fábula despierta con todo su poder, encandilada por el lenguaje. Al fin y al cabo, en términos de la literatura, y sus consecuencias, este es el territorio cultural donde se encuentran los textos sagrados indígenas, la lengua colonial, las tradiciones verbales, las leyendas, los cuentos de camino, los bailetes callejeros, los romances memorizados, las oraciones nocturnas y los conjuros, el bullicio sonoro de las plazas y los mercados que también es verbal, junto a la vasta realidad de desamparo, atraso y miserias seculares, opresión y rebeliones, que son, todo ellos, los soportes del mundo narrativo de Asturias en su dimensión mestiza.

Quizás ninguna otra novela de Asturias se entrega con tanta pasión al hecho de inventar como Mulata de tal. En términos de imaginación, es una novela sin respiro, la de un mago callejero que bajo el sol crudo de la plaza en feria va sacando sorpresas del sombrero, una tras otra, sin amago ni pausas. El lector, al final de la experiencia, queda exhausto de invenciones, magias y sorpresas, como ante las visiones de una linterna mágica que cambia sus escenarios a una velocidad tal que amenaza destrastarlos.

He enlistado mis criterios de seducción, pero no todos. Si por algo me seduce más Mulata de tal, ya dije, es por el lenguaje; pero no menos me seduce el que sea una novela picaresca, contada como un cuento de camino, como las historias que se oyen de boca de los peones deslenguados a la luz de la lumbre en las haciendas, o en las tardes de ocio en las barberías de los pueblos centroamericanos, en boca de los léperos irreverentes.

Celestino Yumí, un pobre desventurado, no será sino una víctima de las burlas perversas del diablo Tazol, un diablo de pura envoltura sin sustancia -el tazol, o la tuza que envuelve la mazorca del maíz sirve, antes que nada, para encender los fogones, y una llamarada de tazol es siempre efímera, y risible-. Tazol obliga a Celestino a entrar con la bragueta abierta a la iglesia en media misa, lo obliga luego a entregarle en cuerpo y alma a su mujer Catalina Zabala, pobre víctima de las calumnias del diablo lenguaraz que la afama de adúltera, para luego devolvérsela convertida en pastorcita de barro de los que adornan los Nacimientos, metida dentro de la caja secreta de donde él va sacando las riquezas prometidas, y no resucitará sino en forma de enana de circo, cuando se resuelve al fin a sacarla también de la caja.

Tazol, juguetón con las almas, le había entregado por nueva mujer a la mulata de tal, que nunca llegará a tener nombre propio, tetona culona y desgreñada, un portento de carnes que no es sino el diablo mismo, un endriago que a la hora de la cópula no le da a Celestino sino la espalda y lo obliga al pecado contra natura, la peor mancilla de todos los sueños de sus glorias carnales de pobre desgraciado; y por fin lo pierde Tazol en las riquezas sin fin para después quitárselas, y convertirlo, a su vez, en enano, a petición vengativa de su esposa Catalina, hasta que los volverá brujos a los dos, servidores suyos, en Tierrapaulita, que es tierra de aquelarres, el pueblo de las más pícaras brujerías al que se llega por un camino desaforado, camino de léperos, al fin y al cabo.

El lector corre parejas con el novelista por un territorio encantado, e inventado, y en esa carrera desbocada uno va viendo que ocurre de todo, como debe ocurrir siempre en las novelas, y va viendo que lo que ocurre estalla en alboradas de pólvora, y que es divertido y es risible, la mejor moraleja de las novelas desde los tiempos de Cervantes y de Henry Fielding. Y ese es el mejor embrujo y la mejor magia de Mulata de tal, una novela de demonios burladores, brujos concupiscentes, compadres envidiosos, mulatas encandiladas, curas malandrines y sacristanes redomados, urdida en palabras que chisporrotean sollamando los cielos tal si el mundo fuera a acabarse en encantamientos.

Mulata de tal es el cierre de un ciclo, el regreso al origen. En la carta que Paul Valéry escribe en 1931 a Francis de Miomandre, el traductor de Leyendas de Guatemala, le dice: «Qué mezcla esta mezcla de naturaleza tórrida, de botánica confusa, de magia indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los frailes, el Hombre-Adormidera, el Mercader de joyas sin precio, las bandas de pericos dominicales, los maestros magos que van a las aldeas a enseñar la fabricación de los tejidos y el valor del Cero, componen el más delirante de los sueños!».

Es el mismo sueño delirante que surge, otra vez, en las páginas de Mulata de tal.

Managua, mayo de 1999





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