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Catalina

William Makepeace Thackeray



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Capítulo primero

En donde se presentan al lector los personajes principales de esta narración.

     Cuando el siglo XVII, de famosa recordación en la historia -después de controversias políticas innumerables, de ejecuciones de reyes, de reformas, de republicanismo, de restauraciones, de rerrestauraciones, de comediografía brillante, de no menos brillante oratoria sagrada, de oliverismo, cromwelismo, estuardismo y aun orangismo-, se hundía en la profundidad de los tiempos para dar paso al valeroso siglo XVIII; cuando el señor Isaac Newton era uno de los tutores de la «Trinidad», y el señor José Addison comisario de la Corte de apelación: cuando el brillante genio que presidía los destinos de la nación francesa había jugado sus mejores cartas y sus adversarios comenzaban a arrastrar con sus respectivos triunfos; cuando en España había dos reyes, de continuo ocupados en huir el uno del otro; cuando había una reina en Inglaterra, la bellaquería de cuyos ministros jamás fue igualada ni siquiera por los de ahora; cuando madama Masham, todavía no habíale roto la ternilla de la nariz a madama Marlboroug; cuando se cortaba las orejas a los que osaban escribir soflamas políticas, en verdad harto inocentes; cuando comenzaban a estar de moda las enormes y complicadas pelucas empolvadas, que hacían parecer el rostro de Luis el Grande, al mostrarse con ella entre las cortinas del lecho, más viejo, más enjuto y más lúgubre cada día... o sea allá por el año 1705, en el glorioso reinado de la reina Ana, llamaban la atención ciertos caracteres y ocurrían aventuras que desde entonces han continuado siendo de la predilección del público, gozando del general aplauso; y una vez que han sido en parte descritas en el calendario Newgatiano, teniendo, como tienen, en su abono el ser agradablemente villanas, deliciosamente repugnantes, al propio tiempo que enormemente entretenidas y patéticas, pueden también con todo derecho reclamar nuestra atención en este sitio.

     Y aun cuando pueda argüirse, con sobrada razón, que caracteres agradablemente villanos y deliciosamente repugnantes han sido ya analizados, copiosa y hábilmente, por algunos eminentes autores del día; aun cuando pueda asegurarse, de una parte, que solamente necios petulantes pueden atreverse a escribir sobre asuntos de antemano tratados por hombres de verdadera y merecida eminencia; habiendo de considerar, por otra parte, que tales asuntos han sido descritos con tal prolijidad, que nada puede ya añadírseles; reconociendo, amén de lo expuesto, que el público ha oído decir tanto a propósito de pícaros, ladrones, degolladores, que empieza a sentir indiferencia por ellos; a pesar de lo dicho, nos proponemos desflorar algunas páginas más del viejo calendario de la famosa prisión de Newgate, tan conocida de nuestros lectores, para estremecerlos con unas cuantas escenas de depravación, asesinatos y demás tormentos corporales..., como más no se puede pedir.

     En el año de 1705, bien sea porque la reina de Inglaterra se sintiera alarmada ante la posibilidad de que un príncipe francés ocupase el trono de España, bien porque experimentara cierta especial predilección por el emperador de Alemania, ya porque se viera obligada a intervenir en la contienda de Guillermo de Orange, el cual nos hizo pagar y luchar por sus provincias holandesas, o quizá porque el infortunado Luis XIV la temiera de verdad; fuera por la razón que fuese, el caso es que la guerra no llevaba trazas de acabar, y que, por consiguiente, había tanta exhibición de preparación militar, con su inevitable acompañamiento de cuartelismo, reclutamiento, desfiles, ejercicios de tiro, jura de banderas, redobles de tambor y gasto de pólvora, como, en la mente de todos está, en los momentos del año 1801, cuando el ambicioso Corso amenazaba nuestras costas.

     En tal momento, pues, unos cuantos reclutadores del regimiento de Cutt, y su capitán, hallábanse en Warwickshire; teniendo en tal localidad su campamento, el capitán y su subalterno, el cabo, habían de viajar por las comarcas vecinas a la busca y captura de héroes con los que poder llenar las filas del regimiento de Cutt, corriendo, de paso, alguna que otra aventura que pudiera proporcionar solaz a su aburrida vida aldeana. Nuestro capitán Plume y el sargento Kite estaban atareadísimos con el reclutamiento de los héroes de Farquhar. Ambos erraban de Warwick a Stratford, y de aquí a Birmingham, tratando de convencer a los campesinos de que cambiaran el arado por la lanza y expidiendo de tiempo en tiempo pequeños destacamentos de reclutas que fueran a engrosar las unidades Marlborough y a servir de carne de cañón en Ramillies y Malplaquet.

     De los dos personajes, que están a punto de desempeñar un papel verdaderamente importante en nuestra narración, acaso sólo uno era nativo de Albión; y decimos «acaso» porque el individuo en cuestión no estaba muy seguro de ello él mismo, y porque, además, le era en absoluto indiferente cuál fuese el sitio de su nacimiento; pero hablando inglés, y habiendo pasado gran parte de su vida al servicio de Inglaterra, podía aducir más que suficientes títulos para poder atribuirse el majestuoso título de británico. Llamábase Pedro Brock, de otra manera el cabo Brock, y pertenecía al regimiento de dragones de lord Cutt; frisaba en los cincuenta y siete, de una altura no menor de seis pies, de 180 libras de peso, con un tórax que hubiera envidiado el célebre Leitch y un brazo como pierna de bailarina de ópera, un estómago tan elástico que podía contener cualquier cantidad de alimento, por grande o pequeña que fuera; magnífica predisposición para las bebidas espirituosas; una apreciable habilidad para cantar canciones y coplas tabernarias, de gusto no muy refinado; era, al propio tiempo, aficionado a los chistes, que hacía frecuentemente, en profusión y bastante malos; cuando se hallaba de buen temple, se contentaba con ser ordinario, alborotador y jovial; cuando estaba de mal talante, era pendenciero, blasfemador, promovía escándalos y se andaba a las manos por un quítame allá esas pajas, como es lo habitual en individuos de su porte y educación.

     Míster Brock no era ni más ni menos que un «hijo de la guerra». Dos regimientos podían disputarse el honor de haberle dado a luz, militarmente; pues su madre, que había seguido los campamentos en calidad de cantinera, había actuado en un regimiento realista, después de lo cual hubo de estar al servicio de los Parlamentarios, yendo, por fin, a morir en Escocia durante el mando de Monk; de suerte tal, que míster Brock apareció por primera vez en desempeño de pública función en veces de pifanista en el regimiento de Co1dstreamers, durante la marcha de Escocia a Londres. Desde tal momento, Brock permaneció siempre en las filas del ejército, llegando a veces a obtener algún ascenso, pues solía hablar de sus órdenes en la batalla de Boyne, aun cuando es de presumir fuera de los derrotados, a juzgar por lo de soslayo que solía tocar este acontecimiento en sus conversaciones.

     Resulta, en verdad, que el año anterior al que en los comienzos de esta narración se desarrolla, había pertenecido al destacamento de Mordaunt, encargado de las misiones peligrosas en Schellenberg, por cuyo servicio se le prometió un ascenso, lo cual no llegó a efectuarse -estando, por el contrario, a punto de ser fusilado- por haber incurrido en faltas de insubordinación y embriaguez apenas terminada la batalla; sin embargo de esto, habiendo logrado rehabilitarse después, por su gran muestra de valor en Blenheim, se consideró oportuno por sus superiores enviarle a Inglaterra para fines de reclutamiento, apartándole de este modo de su regimiento, donde la fama de su valor hacía más perjudicial aún el ejemplo de su vida disoluta.

     El jefe de míster Brock era un delgado jovenzuelo de veintiséis años, también con algo de historia digna de mención. Era bávaro de nacimiento, aunque de madre inglesa y disfrutaba el título de conde juntamente con sus otros doce hermanos, once de los cuales no tenían en absoluto dinero, siendo uno o dos sacerdotes, otro fraile, seis o siete militares, y el mayor y heredero, morando en la gran casa de sus mayores con limitados recursos, y empleando sus ocios en cazar osos, domar caballos, estafar a los arrendatarios; viviendo con sordidez todo el año, para derrochar durante un mes en la capital, como suelen hacer muchos otros nobles.

     Nuestro joven personaje, el conde Gustavo Adolfo Maximiliano von Galgenstein, había estado al servicio de los franceses, primero como paje de un noble, después como guardia de corps de su majestad; luego, teniente y capitán al servicio de Baviera, y cuando, después de la batalla de Blenheim, dos regimientos de alemanes llegaron en auxilio de los que habían vencido, Gustavo Adolfo Maximiliano se hallaba entre ellos; a pesar de todo esto, cuando comienza nuestra historia, hace ya más de un año que disfruta de paga inglesa.

     Concretándonos a los hechos que han de constituir nuestra narración, empezaremos por decir que en una tarde del otoño de 1705, cuando esta historia comienza a desarrollarse, hallábanse en un pequeño mesón del pueblecillo de Warwickshire el comandante Gustavo Adolfo y su cabo y amigo míster Brock; ambos estaban sentados junto a una mesa redonda, cerca de la chimenea de la cocina, mientras un rapaz, que hacía las veces de pinche en el establecimiento, paseaba de la brida, por delante de la puerta del mismo, un par de caballos negros, relucientes, de larga cola, panzudos, de redondas ancas y de arqueados cuellos, propiedad de los dos caballeros, que reposaban en la cocina del hostal. Hallábanse éstos muy a gusto bebiendo vino del país. Si el lector creyera, a pesar del diseño que hemos hecho de nuestros dos personajes y sus vidas -por ceguera o por creencia en la perfectibilidad del género humano-, que el sol de aquel otoño brillaba sobre otros dos personajes, cualesquiera que fuesen, más bellacos que el conde Gustavo Adolfo de Galgenstein y que el cabo Peter Brock, se equivoca de medio a medio y su conocimiento de la naturaleza humana no vale un maravedí. De no haber sido dos verdaderos canallas, ¿a santo de qué contar su historia? ¿Qué le importarían al público? ¿Quién se atrevería a mezclar la virtud insulsa con el enojoso sentimentalismo y la estúpida inocencia en una novela, toda vez que lo único que interesa al lector es solamente el vicio... el agradable vicio?

     Como decíamos, el rapaz del parador llevaba de la brida los dos flamantes percherones paseándolos arriba y abajo sobre la mullida hierba, aun cuando muy bien, para satisfacción de los animales, podría haberlos conducido al establo para que se regalaran con algo a que tenían derecho después del ejercicio al cual se les sometía en el aire fresco de la tarde, y ya que sus respectivos dueños no habían experimentado las molestias de una larga ni penosa cabalgata... y reposaban; pero el rapaz cumplía las instrucciones que se le habían dado, las cuales ordenábanle pasear los caballos en aquella forma, hasta que no se le mandara algo en contra; por otra parte, los curiosos del lugar disfrutaban tanto con la contemplación de los hermosos animales, de sus elegantes monturas y relucientes arneses, que hubiera sido una verdadera lástima privarlos del inocente placer de semejante espectáculo.

     El caballo del conde estaba cubierto con una magnífica manta roja, preciosamente bordada con estambre amarillo, en uno de cuyos cuatro extremos lucía una enorme corona condal y sus iniciales; por bajo de ella asomaban unos estribos de plata, profusamente cincelados, y por encima de ella lucían, en sus bolsas de piel de oso, dos admirables pistolas de culata plateada; igualmente de plata era el bocado del caballo, el cual llevaba la cabeza engalanada con varios y vistosos lazos. De la montura del de el cabo baste decir que eran de bronce todos sus metales, tan pulidos, aunque no tan vistosos, como los que adornaban el cuadrúpedo que montaba el capitán. Los chicuelos, que habían estado jugando hasta entonces en el césped, cesaron, y se pusieron a charlar con el rapaz que conducía los caballos; inmediatamente después acudieron las comadres del lugar, y tras de ellas, vagando, ya solas, ya por parejas, las mozas, que gustan de los soldados como las moscas de la miel; también, a su vez, empezaron a llegar los mozos, y sucedió que el párroco, en su acostumbrado paseo vespertino con la señora Dobbs -su esposa- y sus cuatro chiquillos, acabó por unirse al rebaño de sus feligreses. El pequeño palafrenero púsose a explicar a tal auditorio cómo los animales pertenecían a los caballeros que estaban reposando en el mesón, uno de ellos, el joven, de dorados cabellos, y el otro, el más viejo, de grises melenas, ambos con rojos jubones y altas botas, alarmando a la casa y pidiendo de todo lo mejor que hubiera. Después de lo cual se extendió en consideraciones con algunos de sus camaradas acerca de los méritos de los caballos, mientras el párroco, que era hombre de letras, explicaba a los lugareños cómo uno de los viajeros era conde o debía de serlo, a juzgar por la manta de su caballo; declaró que los estribos eran de plata de ley, y hubo que contener la impetuosidad de su hijo Guillermo Nassau Dobbs, que pretendía montar uno de los animales y habíase empeñado en disparar una de las pistolas. A tiempo que desenvolvíase esta discusión familiar, los dos personajes, en cuyo honor tantas cábalas se hacían, aparecieron en la puerta del mesón, y el más viejo y corpulento dirigió una sonrisa a su compañero, hecho lo cual, avanzó perezosamente sobre el césped y diose a contemplar con benévola satisfacción a aquel puñado de aldeanos, que parecían embobados ante él y los cuadrúpedos.

     Cuando míster Brock vio la faja y la casaca del párroco, descubriose respetuosamente y, saludando, le dijo:

     -Supongo que vuestra reverencia no querrá castigar al rapaz contrariándole; me parece haberle oído decir que quisiera dar un paseo a caballo, y... ya sea en el mío, ya en el de mi señor y jefe... es lo mismo; no tema, señor: los caballos no están cansados; sólo hemos andado hoy setenta millas... y una vez... el príncipe Eugenio anduvo en ese como unas cincuenta y dos leguas -ciento cincuenta millas mal contadas-, de sol a sol.

     -¡Dios santo! ¿En qué caballo? -preguntó solemnemente el párroco.

     -En éste, señor; en el mío; en este negro percherón del cabo Brock del regimiento de Cutts, que se llama Guillermo de Nassau. El príncipe me le regaló después de la batalla de Blenheim, donde una bala de cañón se me llevó las piernas cuando me precipitaba sobre un regimiento de tudescos que le habían hecho prisionero.

     -Sus propias piernas, señor. ¡Dios santo, esto es asombroso!

     -No mis piernas; quise decir... las de mi caballo; por eso el príncipe me dio aquel día a «Guillermo de Nassau».

     El doctor no halló respuesta que dar a esto, y se limitó a mirar a la señora Dobbs, quien, a su vez, como todos sus otros hijos, miró al mayor de ellos, el cual, con un gesto de admiración, dijo:

     -¿Verdad que es estupendo?

     El cabo pasó por alto la réplica, y añadió, como siguiendo su narración y señalando al otro caballo:

     -Ese otro, señor, es de su excelencia el capitán conde Maximiliano Gustavo Adolfo de Galgenstein, capitán de caballería y del Santo Imperio Romano -y al decir esto se descubrió con gran respeto, en lo cual imitáronle todos los asistentes, incluso el párroco-. Nosotros le llamamos «Jorge de Dinamarca», en honor del esposo de Su Majestad; también procede de Blenheim; aquel día le montaba el mariscal Tallard... y sabido es cómo le hizo prisionero el conde.

     -Jorge de Dinamarca, mariscal Tallard, Guillermo de Nassau -prorrumpió el párroco- ¡Qué coincidencia, hay que ver! Lo que menos se imagina, señor, es que en este momento tiene delante otros dos seres que llevan esos nombres venerables. Venid, hijos míos. Mirad, señor: estos pequeños han sido bautizados con los nombres de nuestro último soberano y el del esposo de nuestra actual reina.

     -Muy buenos nombres por cierto, señor, y muy bien llevados por estos pequeños caballeros; y en honor de ellos me permito proponer, con el permiso de vuestra esposa, que Guillermo de Nassau monte «Jorge de Dinamarca» y Jorge de Dinamarca cabalgue sobre «Guillermo de Nassau».

     Con un estruendoso hurra fue acogida esta alocución del cabo por todos los presentes. Los dos pequeños fueron aupados solemnemente en las monturas; después, llevado uno de la brida por el cabo y el otro por el zagal del mesón, caminaron durante un buen rato sobre el césped, arriba y abajo, delante del hostal.

     Inútil sería decir la enorme popularidad que tal maniobra le granjeó al simpático cabo Brock, aun, cuando para la veracidad de nuestra narración no puede por menos de negarse que la designación de semejantes nombres para los caballos habría sido ocurrencia de escasos minutos antes, cuando, sentado frente a la ventana del hostal, se había dado perfecta cuenta de cuanto ocurría al exterior, del magnífico reclamo que para sus propósitos suponía el lento paseo de los caballos ante los lugareños embobados y de la imprescindible conveniencia de adornarlos con un nombre sonoro y una historia maravillosa.

     Además del rapaz, entonces en funciones de palafrenero, y de los dueños del parador, había en éste otra persona muy linda, risueña, vanidosilla y picaruela, que hacía de sirvienta; frisaba en los diez y seis, y atendía ahora a los dos caballeros en el recibimiento, mientras la patrona se ocupaba en la cocina en prepararles una cena suculenta. La tal jovencita había sido educada en la pobre escuela del lugar, habiendo dado motivo a que, tanto el maestro como el párroco Dobbs, la señalaran como la más desaplicada y perversa de la aldea; tras haber recibido una escasa instrucción -tan escasa, que no había aprendido a leer y escribir-, entró de aprendiza en casa de su parienta la señora Score, la dueña del «Mesón de la Trompeta». Tenía entonces nueve años. Si la señorita Cat, o Catalina Hall, era una descarada y una sucia traviesa, su tía la señora Score era una verdadera arpía; de suerte que, durante los siete años de su aprendizaje, la moza estuvo por completo a merced de su dueña. Aun siendo enormemente tacaña, celosa y violenta, como quiera que la muchacha parecía incorregible en su pereza y extravagancia, cualidades en cuyo cultivo parecía alentarla el patrón, la señora Score acabó por transigir con todos sus defectos y caprichos, antes que pensar en despedirla del mesón... Porque el hecho es que Catalina era de una belleza extraordinaria, y desde hacía un par de años, en que la fama de su hermosura comenzó a extenderse por los alrededores, los dineros del cajón aumentaban que era un encanto.

     Tal era el atractivo de la chiquilla, que cuando los labriegos, en un descanso en el mesón, de camino para el mercado, discutían sobre si debían marchar en seguida o trasegar otra jarra de vino, bastábale a Catalina aparecer con ella en la mano para que en el acto optaran por beberla; así como también cuando había algún viajero que tenía la intención de seguir cabalgando para poder ir a dormir a Coventry o a Birmingham, era suficiente que Catalina le preguntase si encendía la lumbre en su cuarto, para que, «incontinenti», se quedase... a pesar de haber jurado y perjurado antes a la señora Score que no pasaría aquella noche fuera de su casa ni aun por mil guineas. A más de esto, la muchacha tenía media docena de adoradores en el pueblo, los cuales, naturalmente, estaban obligados a gastarse los escasos cuartos que, poseían en el antro donde ella habitaba... ¡Oh mujer, adorable mujer! ¡Qué fuertes decisiones no podrás tú quebrantar con sólo tu dedo menique! ¡Qué violentas pasiones no podrás encender como pólvora con un solo guiño de tus ojos! ¡Qué de mentiras y frívolas necedades no nos harás escuchar embobados, como si fueran el mismo evangelio o sutiles agudezas!... Y, sobre todo, ¡qué horrible licor no serás capaz de hacernos tragar con sólo acercar a tus labios el vaso y hacer que aun nos parezca vino... el veneno!

     Porque, en verdad, el vino del parador era horrendo; pero Cat, que lo estaba sirviendo a los militares, se las compuso de manera que llegara a parecerles agradable... hasta el punto de apurar el contenido de otra jarra. El milagro se había realizado súbitamente con su aparición, pues sucedió que mientras el conde estaba renegando a grandes voces del vino, de la dueña, del vinatero y de todo bicho viviente, apareció la jovencita diciendo:

     -¿Llamaba su merced? Creí que el señor llamaba...

     Oído lo cual, Gustavo Adolfo enmudeció, se quedó mirándola fijamente, como deslumbrado por su presencia, y... por vía de réplica se bebió de un trago un vaso entero del detestable brebaje. La impresión de míster Brock no había sido tan fulminante como la de su capitán: era treinta años más viejo que éste, y en el transcurso de cincuenta años de vida militar había aprendido a mirar con el mismo atrevimiento y determinación de conquista al más terrible enemigo y a la más hermosa mujer.

     -Querida María -dijo Brock-. Su merced es un lord, tan condescendiente como un lord, por lo menos... Pues... permite que un hombre tan poca cosa como yo beba con él.

     Catalina hizo una breve cortesía, y repuso:

     -Yo no sé si os burlaréis de mí porque soy una pobre aldeana, como hacen siempre los soldados..., pero a su merced parece un lord, aunque, a la verdad, yo nunca vi a ninguno.

     -Entonces -dijo el capitán cobrando valor-, ¿cómo sabes que yo lo parezco, preciosa María?

     -Preciosa Catalina... si queréis... Es decir, Catalina.

     A lo cual Brock prorrumpió en grandes carcajadas, acompañadas de grandes juramentos, acabando por pedirle un beso.

     La preciosa Catalina, al oír esto, se alejó de mí! -yendo a ponerse, como en busca de protección, junto al capitán.

     -¡Habrase visto! ¡Un beso, pobre de mí! -yendo a ponerse, como en busca de protección, junto al capitán.

     Este parecía furioso, no sabemos si por el ultraje inferido a la inocencia o por la insolencia del cabo al adelantársele. El caso es que en un tono amenazador le dijo:

     -Mucho ojo, míster Brock, que no estoy dispuesto a tolerar tales atrevimientos; no olvidéis que estáis participando de mi jarra sólo por descendencia mía; tened cuidado, no sea que, en vez de daros a gustar más vino, os dé a gustar mi fusta...

     Diciendo esto, rodeó con su brazo la cintura de Catalina, como protegiéndola, mientras amenazaba con el puño las narices del cabo.

     Catalina, ante esta brava actitud del conde, hizo otra reverencia y dijo:

     -Gracias, milord.

     Pero la amenaza de Galgenstein no pareció producir el menor efecto en Brock; y no podía por menos de ser así, pues de haberse entablado un pugilato entre ambos, en diez minutos no más, el cabo habría hecho papilla al capitán; así es que aquél, pasando por alto la amenaza, replicó:

     -Está bien, mi noble capitán; no ha pasado nada malo; ya sé yo que es un honor para el pobre Pedro Brock estar con vos a la mesa; siento de verás lo que he hecho.

     -Creo que lo sientes de veras; tus razones tienes para ello, ¿eh? Pero, ¡bah!, no temas: bien sabes que si te hubiera dado, no te habría hecho daño.

     -¡Ah... desde luego, ya lo sé! -repuso Brock solemnemente, llevándose la mano al corazón.

     Y así hicieron las paces, bebiendo a las saludes respectivas. Catalina condescendió a tocar con sus labios el borde del vaso del capitán, el cual juraba que el vino se había convertido en néctar; y aun cuando la mozuela jamás hubiera oído hablar de tal licor, se sintió satisfecha con el cumplido, sonrió y le contempló embobada.

     La pobrecilla no había visto hasta entonces ningún hombre tan gallardo ni tan bien vestido como el conde, así es que por instintiva coquetería no supo disimular su satisfacción. Nada más chabacano que la forma en que el conde le decía sus cumplidos; acaso por eso le producían más efecto, hasta el punto de hacerle replicar a cada uno con frases como: «Por Dios, milord» o «Capitán, ¿cómo podéis decir esa lisonja? o también: «Su merced se burla de mí»; a pesar de las cuales, del arrebolamiento que de sus redondas y frescas mejillas se apoderaba, podía echarse de ver que las primeras operaciones del conde habían alcanzado un éxito completo en la pequeña belleza aldeana. Más no era esto bastante, y el conde creyó oportuno quitarse un guardapelo que llevaba pendiente del cuello, rogando a Catalina que lo aceptara, poniéndoselo él mismo para que lo llevase desde entonces y acariciándola en las mejillas mientras se lo ponía, a tiempo que la llamaba «su pequeño bouquet» y otra porción de lindezas que sabían a mieles a la lugareña y suavizaban muy mucho el camino por donde las cosas habrían de marchar. Cualquiera que hubiese observado la expresión de míster Brock durante la escena anterior, habríale visto convencido de la virtud irresistible de su jefe y señor.

     Siendo nuestra doncella persona asaz comunicativa y pizpireta, no tardó en poner a sus interlocutores al corriente no sólo de cuanto a sí misma se refería, sino también de lo que referíase a los que se hallaban al exterior y ella veía a través de la ventana.

     -Sí, milord; diez y seis años cumplidos, en marzo último..., aunque muchas otras del pueblo, a mi edad, parecen más mocosas. Ved a aquella pelirroja que va con Tomás Curtis, Polly Randall: tiene, por lo menos, diez y siete, a pesar de que sólo ha tenido ese novio todavía... Pues, como iba diciendo, yo me crié en el pueblo -mis padres, que murieron muy jóvenes, me dejaron hecha una pobre huérfana... (pero... ¡que me quede ciega si no he visto a Tomás besando a Polly!)-, al cuidado de mi tía, la señora Score, que ha sido una madre para mí..., mejor dicho, una madrastra... Bueno... pues ya he estado en la feria de Stratford, y he ido algunas veces a Warwick; ya me han salido dos pretendientes que quieren casarse conmigo, y después otros más; pero yo, lo he dicho siempre: o un caballero, o nada; no un desgraciado patán como Tom, aquel que está allí con un chaleco rojo -que fue uno de los pretendientes-, ni como aquel otro de más allá, que su mujer tiene un ojo negro de un puñetazo... el borracho de Sam Blacksmith, sino un caballero de veras... como...

     -¿Como quién, preciosa?...-dijo el capitán, dándose aires de importancia.

     -¿Y eso, señor, qué os figuráis?... Pues como nuestro caballero sir John, que se pasea en una carroza dorada, o, cuando menos, como el párroco doctor Dobbs, aquel de la sotana negra, que habla con aquella señora de rojo, la señora Dobbs.

     -¿Y todos aquellos son hijos suyos?

     -Sí, señor: los dos muchachos y las dos niñas; y ved qué raro es: llama a uno Guillermo Nassau y al otro Jorge Dinamarca.

     Y del párroco, Catalina saltó a contar la vida y milagros de muchos de los otros personajes que pululaban por el exterior, y de las que haremos gracia al lector por no ser necesarias para nuestra historia... Sucedió entonces el altercado entre el párroco y su hijo, por querer éste montar en uno de los caballos, altercado que Brock vio desde la ventana y que le hizo concebir como en un relámpago la idea de atribuir a los cuadrúpedos los dos famosos nombres, con lo cual, después de concebida, salió, como vimos, a la puerta del mesón.

     Míster Brock alcanzó un completo éxito diplomático, pues una vez que los hijos del párroco, después de haberse paseado a caballo, se retiraran con sus padres, otros chicuelos de más humilde rango en el lugar fueron montados también sobre «Guillermo de Nassau» y «Jorge de Dinamarca», mientras el cabo entretenía a los demás circunstantes, los ya maduros, con chistes e historietas divertidas... A tal punto derramando simpatía, que las mujeres, a pesar de su edad, de su nariz colorada y una cierta bizquedad de uno de sus ojos, decían que era una joya, al propio tiempo que no era menor su popularidad entre los hombres...

     -Vamos a ver, tú, Tomás Clodpole -dijo Brock a uno de aquellos lugareños, al que Catalina le habla indicado como uno de sus pretendientes, el que reía con más ganas todos sus chistes-; vamos a ver, ¿cuánto te pagan por semana?

     Míster Clodpole, cuyo verdadero nombre era Bullock, confesó que su salario eran tres chelines y medio.

     -¡Tres chelines y medio!... ¡Qué barbaridad! ¿Y para eso trabajas como los galeotes que yo he visto en Turquía y en América?... Y eso aquí, señores, en el país de Prester John; ¡y te levantas tiritando en las frías mañanas de invierno para cortar el hielo que necesitan los señores para sus bebidas!

     -¡Qué le voy a hacer!-repuso Bullock sin salir de su apoteosis, al ver la detallada información que acerca de él tenía el cabo, el cual prosiguió:

     O te dedicas a limpiar las pocilgas o a llevar el estiércol al prado... o haces de perro de pastor y cuidas del ganado, o te pasas los días guadañando los pastizales... y cuando el sol te hace casi saltar los ojos de las órbitas, te derrite las mantecas, y has dejado el alma en la tierra... vuelves a tu casa... ¿para qué?... ¡para tres indecentes chelines y medio por semana! Y di, ¿te dan pudin todos los días?

     -No; solamente los domingos.

     -¿Te pagan lo justo?

     -Ni mucho menos.

     -¿Te dan bastante cerveza?

     -¡Oh, nunca! Ni probarla.

     -Pues chócala, querido Clodpole; como me llamo Brock, que hoy vas a poder beber toda la que quieras. Aquí hay dinero, muchacho; en este bolso tengo treinta monedas de oro; ¿cómo te figuras que las he conseguido y cómo crees que tendré otras tantas cuando éstas se concluyan? Pues sirviendo a su majestad: ya ves si es fácil. ¡Viva su majestad! ¡Abajo el rey de Francia!

     Bullock, algunos hombres y dos o tres chiquillos dieron un hurra como para aplaudir esta breve soflama del cabo; pero fue de notar que la mayor parte de ellos comenzaron a retirarse por el foro, mientras las mujeres les cuchicheaban al oído y miraban desconfiadas al cabo.

     Como éste lo observara, dijo:

     -Ya veo lo que ocurre, señoras mías. Ya estáis asustadas y creéis que yo soy el señuelo que ha venido a robaros vuestros prometidos. Pues no hay tal. Peter Brock no es capaz de semejante fechoría. ¿Queréis que os diga una cosa? Pues que Jack Churchill en persona ha estrechado esta mano mía y ha bebido una jarra conmigo; y ¿le creéis capaz de estrechar la mano de un sinvergüenza? Lo que pasa es que Tomás Clodpole no sabe lo que es hartarse de cerveza, pues aquí estoy yo, que tengo el capricho de convidarle a él y a otros caballeros. ¿Es que mi compañía los deshonra acaso? Yo tengo dinero y gusto para gastarlo. ¿Qué mal hay en ello? ¿Por qué habría yo de cometer ninguna acción indigna... verdad, Tomás?

     No tuvo el cabo la ingenuidad de esperar una satisfactoria respuesta a su interrogación: así es que no extrañó el mutismo en que Bullock continuara; el caso es que, al final de la discusión, tanto él como otros dos o tres lugareños más estaban plenamente convencidos de las buenas intenciones de su reciente amigo, y le acompañaron adentro del mesón a regodearse con la ofrecida cerveza. Entre los invitados había uno que, a juzgar por su indumentaria, había venido al mundo para algo mejor que aquellos otros desharrapados que acompañaban a Brock. De todos ellos, acaso éste era el único que no prestaba gran crédito a las historias del cabo; pero al ver que Bullock aceptaba la invitación, dijo:

     -Bueno, Tomás; si tú vas, yo iré también.

     Llamábase el personaje en cuestión John Hayes, y era de profesión carpintero.

     -Yo sabía que vendrías -dijo Tomás-; tú irás siempre donde esté Catalina, sobre todo... pudiendo ir de gorra.

     -Nada de eso; tengo un chelín para gastar... y mi dinero es, por lo menos, tan bueno como el del cabo aquí presente.

     -Un chelín para guardarle en una media, querrás decir; ni aun por todo lo que te tiene chalado dentro del mesón, serías tú capaz de gastarte en el mostrador un penique; tú no habrías entrado si no fuera porque yo entro y el capitán convida.

     -Vaya, entren ya, señores; basta de disputas -dijo Brock-; si éste simpático mozo viene con nosotros, bien venido sea; lo que hace falta es que haya licor bastante, que por dinero no se ha de dejar. Amigo Tomás, venga tu brazo; míster Hayes, por lo que veo, eres un gallito... y ésos son los hombres que a nosotros nos agradan. Entrad, mis queridos agricultores, que míster Brock va a tener el honor de invitaros a todos.

     Y con éstos, míster Brock, acompañado de Hayes, Bullock, Blacksmith, Baker, Butcher y otros dos o tres, penetró en el mesón, mientras los caballos eran conducidos a la cuadra.

     Habrá visto el lector que sin anuncios de trompeta ni comienzos de nuevos capítulos nos las hemos arreglado lo mejor posible para presentarle a míster Hayes; y aunque a primera vista un simple aprendiz de ebanista no haya de parecer muy digno del conocimiento de los lectores, muchos de los cuales hubieran preferido conocer a algún degollador, salteador de caminos, o ratero, cuando menos, debemos advertir que las acciones y palabras de este personaje deben ser tenidas en consideración por el público, toda vez que en el transcurso de esta novela ha de reaparecer varias veces, en circunstancias muy extrañas y con muy dignas aptitudes. Las palabras del rústico Juvenal-Clodpole inducen a creer que Hayes era, al mismo tiempo, un cuidadoso guardador de su dinero y un apasionado adorador de Catalina, cosas ambas muy puestas en razón por cierto. El padre de Hayes era considerado como un hombre que poseía una modesta fortuna, y John, que estaba haciendo su aprendizaje en el lugar, no cesaba de hablar de sus aspiraciones de riqueza, de la próxima escritura que debía hacer para entrar en sociedad con su padre y de la magnífica casa y extensa propiedad rústica en que viviría como una reina su futura esposa. Así es que, para el barbero y el carnicero de la aldea, y aun para su propio maestro, era objeto de admiración, y no debemos negar que todas estas demostraciones de riqueza habían llegado a impresionar algo a Catalina, en quien había puesto sus ojos enamorados el joven aprendiz de ebanista. De haber sido de regular apariencia nada más, en vez de raquítico y pálido como era; si hubiera sido feo, pero al mismo tiempo espiritual, es probable que Catalina se hubiese sentido algo más inclinada hacia él. Pero era una pobre criatura enteca, que no se podía comparar con el bueno de Tomás Bullock, quien le llevaba, por lo menos, nueve pulgadas; por lo demás, era tan tímido, egoísta y tacaño, que había de experimentarse cierta vergüenza en aceptar sin recato sus declaraciones amorosas; de suerte que Catalina sólo podía corresponderle, procurando que nadie se enterase.

     Pero no siempre son prudentes los mortales; y el hecho era que Hayes, que sólo se preocupaba de sí mismo, había hecho cuestión de amor propio conseguir a Catalina y estaba enamorado de ella desesperadamente, con un anhelo y ansia voraz de poseerla, lo cual hace a veces que las pasiones por las mujeres conviertan en hombres sin razón ni mesura a los más fríos y razonables. Sus padres -cuya sobriedad había heredado- trataron en vano de apartarle de tal pasión, y habían hecho varias tentativas inútiles para casarle con mujeres que tenían dinero y buscaban maridos; pero Hayes seguía impertérrito, sin prestar la menor atención a sus atractivos, y emperrado en lograr el amor de Catalina, aun sin dejar de reconocer lo absurdo de su pretensión por una pobre sirvienta de hostal.



     -Yo soy un imbécil, ya lo sé -solía decir-; y sé que además ella no me quiere; pero si no me casara con ella, me moriría de pena..., y nos casaremos, pese a quien pese.

     En honor de Catalina debemos decir que ella había declarado más de una vez que únicamente el matrimonio podría llegar a unirlos, rechazando con las más enérgicas protestas de indignación los ofrecimientos de otra naturaleza que la había hecho.

     El pobre Tomás Bullock era otro de sus adoradores, y también le había ofrecido casarse con ella; pero tres chelines y medio por semana no eran muy del agrado de la muchacha, y Tomás había sido rechazado con sarcasmo. Cuando Hayes le hizo una proposición de casamiento en toda regla, Catalina no dijo en redondo que no; fue demasiado perspicaz: dijo que era todavía muy joven y que podía esperar, que aún no le quería lo bastante para casarse con él, dándole a entender que, si en pocos años no se presentaba ninguno mejor, tal vez consentiría en ello. Lo cual, como se ve, no era una de las perspectivas más risueñas para el pobre Hayes. Mientras tanto, ella se consideraba libre como el pájaro y se permitía cuantas inocentes expansiones puede permitirse una coqueta. Flirteaba con todos los solteros, viudos y aun casados, con una habilidad asombrosa para sus escasos años, aun cuando la edad no influye mucho en estas inclinaciones, pues sabido es que las mujeres son coquetas, por lo general, desde su más tierna infancia.

     La mocosa de tres años juega a marido y mujer con el rapaz de cinco primaveras; las chiquillas de nueve se hacen las interesantes con mozalbetes de doce, y a los diez y seis, una señorita, bajo favorables auspicios, ya bien que sea bonita entre vas hermanas mayores y feas, ya hija y heredera única, o una humilde sirvienta lugareña, como nuestra preciosa Catalina, está en la flor de su coquetería y es capaz de dejar al más plantado con dos palmos de narices, con un aplomo y un aire de sencillez infantil que no hay mujer madura que le mejore.

     Nuestra Catalina era, pues, una franca y verdadera coqueta, y John Hayes, un desgraciado. Éste había pasado lo mejor de su vida hasta entonces en un vendaval de pequeñas pasiones, de amargos celos y de ataques frustrados al corazón roqueño de Catalina, que no había logrado conmover con toda su tempestad amorosa... ¡Oh, crueles angustias de amor no correspondido, que lo mismo atormentan a los bellacos despreciables que a los más grandes héroes!, ¿qué hombre habrá que no las haya sentido? ¿Quién no se ha postrado de hinojos, adulado, suplicado, llorado, maldecido, y delirado en vano? ¿Quién no habrá pasado noches de claro en claro, teniendo por toda compañía los fantasmas de las perdidas esperanzas... las sombras de los fenecidos recuerdos, que salen de sus tumbas nocturnas, murmurando: «Ahora estamos muertas; pero hubo un día en que vivimos y os hicimos felices; ahora venimos a burlarnos de vosotros; desesperaos, enamorados; desesperaos y morid.»? ¡Oh, crueles angustias! ¡Oh, noches de pesadillas! Ahora un taimado espíritu demoníaco se introduce cautelosamente bajo vuestro gorro de dormir y murmura a vuestro oído aquellas palabras suaves y dulces, aromadas de esperanzas, que fueron proferidas en los atardeceres inolvidables... Allí, en el cajón de la cómoda, reposa la flor ya marchita que Amelia Guillermina llevara en su seno en un baile memorable... cadáver ahora de una muerta esperanza que entonces pareció habla de ser eterna realidad... ¡tan fuerte era, tan llena de alegría, tan brillante! Más allá, en el escritorio, en medio de una porción de cuentas sin pagar, está el ya mugriento pedazo de papel, sellado con el dedal, que acompañaba al par de mitones que ella misma había hecho -la pobre era hija de un carnicero, y hacía lo mejor que le era posible-, suplicando «te los pongas cuando te vistas con el traje nuevo, y pienses en la que»... se casó con otro tres semanas después, y ya no se preocupa por ti ni más ni menos que lo que se preocupa por el chico que hace los recados de la carnicería... Pero ¿a que multiplicar los ejemplos o a tratar de descubrir las angustias del pobre y apocado John Hayes? No hay error tan grande como el de creer que las intensas emociones del amor sólo puedan ser experimentadas por individuos virtuosos o exaltados... A veces se me ha ocurrido pensar, viendo al triste y pálido trapero que despierta los ecos de las calles con su voz gangosa, al pregonar la ropa vieja que comprar, que además de la carga de chaquetas y pantalones usados, bajo los que se tambalea, soporta otro enorme peso sentimental... y ¿quién sabe qué otras voces de desesperación resuenan en su triste pecho?

     Se le ve, por ejemplo, regatear con un mayordomo acerca de un viejo vestido, y se piensa que pone toda su alma en el regateo...; sin embargo, la tiene muy lejos de allí..., en una calle lejana, donde mora la ingrata de sus pensamientos, que le ha convertido el corazón en un infierno peripatético. Y mil ejemplos más; baste uno, el del carnicero del pasadizo de San Martín. Cualquiera que le viera diría que goza de una calma perfecta: parece haber pasado cientos de años imperturbable ante el mismo solomillo; tal vez, cuando las puertas y ventanas de los demás establecimientos están cerradas por completo y todo el mundo entregado al reposo, él sigue silencioso cortando, cortando siempre; entra uno en su casa, le compra la carne que desea y se marcha, y él sigue inmutable, atesorando las ganancias de los bueyes infinitos. Se piensa que, si alguna vez la pasión hubo de fracasar en conquistar algún corazón, había de ser al estrellarse contra el de este hombre... Pues yo lo dudo mucho... y daría cualquier cosa por conocer su verdadera historia... ¿Quién sabe qué furiosas llamas se desencadenan en el Etna de su pecho, bajo la superficie calmosa de su montaña de carne?¿Quién sería capaz de afirmar que semejante calma no es señal de desesperanza, o la desesperanza misma?

                                                                                                                       

     Si el lector no ha comprendido por qué Hayes accedió a beber de la cerveza ofrecida por el cabo, debe leer las siguientes observaciones, que son bastante explícitas, y si aun así no las comprende todavía, no le queda más que compadecer a su inteligencia misma. Es claro como la luz meridiana. Hayes no podía soportar que Bullock tuviera ocasión de ver y tal vez de hacer el amor a Catalina en ausencia suya; y aunque la mocita no sólo no ponía coto a sus coqueterías delante de él, sino, por el contrario, las aumentaba, experimentaba una triste satisfacción estando cerca de ella, a pesar de sentirse tan empequeñecido.

     En la presente ocasión, el pobre enamorado apuraba el cáliz del dolor hasta las heces, pues Catalina no se dignaba dedicarle ni una sola de sus miradas, ni una palabra, reservando sus más encantadoras sonrisas para el apuesto extranjero, propietario del caballo negro. Respecto al pobre Tomás Bullock, conviene consignar que su pasión nunca fue violenta, y que por lo tanto se daba entonces por satisfecho con poder suspirar y beber cerveza. Suspiró y bebió, volvió a suspirar y a beber, bebió de nuevo... y así sucesivamente, hasta trasegar una cantidad de licor que hubo de permitirle aceptar una guinea del cabo, de suerte que, al volverse otra vez razonable y sobrio, se encontró siendo soldado de la reina Ana.

     Imposible seríanos contar la agonía de Hayes cuando, sentado con los amigos del cabo en un extremo de la cocina, vio al capitán en el sitio de honor y pudo observar las sonrisas que la rubia doncella le dirigía, cuando ella, un tanto arrebolada, pasó cerca de él con la cena del capitán, y, mostrándole el guardapelo, le dijo: «Mira lo que me ha regalado su merced, John», cuando ella, al verle palidecer y enrojecer de ira y celos, soltó el trapo y clamó alegremente: «Voy, milord», con una voz vibrante de triunfo, que le dejó a Hayes el alma transida de dolor y a punto de que le faltara el aliento.

     Sin embargo, Tomás permanecía impávido ante tal coquetería; él y sus dos compañeros estaban ya casi sugestionados por el cabo: esperanza, gloria, cerveza cargada, príncipe Eugenio, ascensos, más cerveza fuerte, su bendita majestad, más cerveza todavía y otros asuntos por el estilo, ya báquicos, ya marciales, daban vueltas en sus aturdidos cerebros con velocidad vertiginosa.

     Si hubiera habido un par de hábiles reporteros en el «Mesón de la Trompeta» habrían podido anotar los variantes de una conversación de amor y guerra -siendo los dos temas discutidos por las dos distintas reuniones que ocupaban la cocina-, las cuales, como las particellas, eran cantadas al mismo tiempo, formaban un «duetto» en el que las armonías se acordaban perfectamente. De manera que, mientras el capitán murmuraba las más dulces insulseces al oído de Catalina, más allá el cabo, a grandes voces, narraba las más fieras batallas.

     CAPITÁN.- ¿Qué te parecería un precioso recamo de plata, linda Catalina? ¿No crees que una amazona escarlata, con magníficos encajes, te sentaría a maravilla? ¿Y un sombrero gris con una pluma azul, una buena jaca para que la montaras; y al pasar por delante de la compañía que todos los soldados presentaran armas, diciendo: «Aquí viene la señora del capitán...», no estaría de primera? ¿No te gustaría un palco en el teatro de Lincoln o bailar un minué con mi amigo el marqués?...

     CABO.- La bala le entró por el codo, y se la extrajeron al día siguiente, ¿a qué no adivinas por dónde?... Pues por el cogote.

     CAPITÁN.- Con el collar, un par de preciosas arracadas de diamantes y unos cuantos lunares, que tanto agracian la cara de las mujeres, estarías divina... y si además añadieras un poquito de carmín..., aunque, ¡por Baco!, mejillas como las tuyas no lo necesitan..., vamos... tengo la seguridad de que los pájaros vendrían a picotearte en ellas, tomándolas por fruta...

     CABO.- Pues... por encima de la muralla; detrás de mí subieron otros veintitrés camaradas... ¡Por el Papa, amigo Tomás, vaya un día! Tenías que haber visto las caras que pusieron los «musiús» cuando tuvieron delante aquellos veinticuatro demonios, armados con pistola y espada, dispuestos a pinchar y rajar, cayendo como un aluvión en el reducto... ¡Ah, sacre D...! ¡Toma! ¡Oh, mon Dieu! ¡Y duro con él! ¡Ventrebleu! al otro; y le hacíamos «ventrebleu», no te quepa duda..., porque «bleu», en francés, significa «abrir», y «ventre» quiere decir... pues...

     CAPITÁN.- Los corpiños, que ahora se llevan demasiado largos; y de las faldas de miriñaque no hay que hablar... Si las vieras... Aun no puedo tenerme de risa por una dama que vino a la fiesta de Warwick con una falda que parecía una tienda de campaña... tan enorme, que te juro hubieras podido sentarte a comer dentro de ella con toda comodidad.

     CABO.-...Y allí nos encontramos al duque de Marlborough, sentado con el mariscal Tallard, que trataba de ahogar su pena en vino de Johannisberg... buen vino, ¡voto a tal!..., mas no superior a la cerveza de Warwick... «¿Quién ha realizado esa acción?», dijo nuestro noble general; yo di dos pasos adelante. «¿Cuántas cabezas has cortado», insistió: «Diez y nueve, mi general... y algunos otros heridos...» Cuando él oyó esto...-¿por qué no bebes, Hayes?-, que me quede ahora mismo sin habla si no se le saltaron las lágrimas, y me dijo... «¡Bravo, mi noble camarada!... Perdonad, mariscal, si me alegro de oír hablar de la destrucción de vuestros compatriotas... Bravo, mi noble amigo... Toma... cien guineas para ti...» Y me las dió. Entonces el mariscal dijo: «El muchacho ha cumplido con su deber...» Y sacando una preciosa caja de rapé, de oro cincelado y diamantes, me regaló...

     BULLOCK.- ¡Por Cristo, la tabaquera de oro! Eso es suerte, cabo.

     CABO.- No... la caja no... Me dió a tomar «un polvo»... ¡Que me ahorquen si no lo hizo!... Hubierais visto la cara de Jack Churchill al ver tal prueba de generosidad.

     CAPITÁN.- Y acercándose a ella, le dijo: «¿Puedo tener el honor de bailar este minué con vos, señora?» La sala entera estaba muerta de risa ante la plancha de Jack, porque... como sabes... la pobre lady Susana tiene una pierna de palo... ¡ja, ja!... Habría resultado divertido un minué con una pata de madera... ¿Verdad, preciosa?

     CATALINA.- ¡Ja, ja, ja!... ¡Oh, capitán... qué tunante sois!...

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Este retazo de conversación es más que suficiente para comprender que cada uno de los dos bizarros militares conducía, hasta entonces, sus operaciones con una perfecta estrategia. De los cinco destacamentos atacados por el cabo, tres se le habían rendido ya. El primero de todos fue Bullock, que se entregó desde los primeros ataques, y que había ignominiosamente dejado caer sus brazos por debajo de la mesa, no habiendo podido resistir más de doce descargas de cerveza; otro, el hijo de míster Blacksmith y un labrador cuyo nombre no hemos llegado a saber; el mismo míster Butcher estaba a punto de ceder, y habría cedido, de no ser auxiliado a tiempo por la furiosa carga de un destacamento que marchaba en su socorro, y que se componía de sus dos hijos y de su mujer, la cual hizo irrupción en el parador como una furia del averno, la emprendió a golpes con él marido y empezó a soltar por aquella boca tal cantidad de sapos y culebras contra el cabo, que éste hubo de creer lo más prudente declararse en retirada.

     Entonces ella, cogiendo al marido por los pelos, le sacó a empellones del local..., con lo que el cabo se quedó estupefacto. Su estupefacción fue mayor aún al poder comprobar que su ataque contra John Hayes había fracasado más ruidosamente todavía: el tal Hayes parecía inalterable a la bebida... ya que no al amor; así es que, tomando con toda tranquilidad su sombrero, dio las buenas noches al cabo y se dispuso a partir, no sin antes dirigir una tierna mirada a Catalina, a la cual ella no hizo el menor caso, ya que ni aun le devolvió las buenas noches. Ella estaba entonces sentada a la mesa del capitán, jugando a las cartas con él, y aun cuando no pudiera comparárselo en el juego, él se las componía para perder todas las manos, seguro como estaba de que ganaba más que perdía.

     Es de creer que Hayes fué a informar a la señora Score de lo que pasaba en la cocina, pues al salir de ésta se detuvo un momento en el bar, siendo llamada en seguida adentro, encontrándose el conde, al pedir una copa de vino añejo y un vaso de agua con panal, que ambas cosas le eran servidas por la dueña en persona. La consecuencia de ello fue que durante la media hora que necesitó para beber paulatinamente su bebida, el conde de Galgenstein, cuyo humor había ido ennegreciéndose, no cesó de mirar nervioso hacia la puerta por donde acababa de marcharse Catalina..., la cual no volvió a presentarse. Al fin, enojado de mala manera, pidió que le mostraran su alcoba, y se encaminó hacia ella como Dios le dio a entender, porque, a decir verdad, no podía tenerse en perfecto equilibrio sobre sus piernas. Y fue la señora Score quien le condujo, corrió las cortinas y, mostrando con orgullo la blancura de las sábanas, dijo:

     -Esta es una habitación muy cómoda, aunque no la mejor de la casa, que es la que por derecho corresponde a vuestra merced; pero como tiene dos camas, el cabo se ha metido en ella con los tres reclutas borrachos, y la ha cerrado por dentro con dos vueltas de llave; pero ya verá su merced qué lecho más cómodo y bien aireado éste; con deciros que yo he dormido en él durante diez y ocho años.

     -Entonces, ¿qué? ¿Pensáis pasar esta noche sentada en él, a mis pies?... Pues no os arriendo la ganancia.

     -¡Cómo! ¿Sentada aquí? ¡No, por Dios! Me iré a dormir a la cama de Catalina, porque siempre que hay huéspedes dormimos juntas.

     Dicho lo cual, la señora Score hizo su buena reverencia y se retiró.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     A la mañana siguiente, bien tempranito, la activa patrona y su bulliciosa asistenta habían ya preparado el jamón, el tocino frito y la cerveza para el cabo y sus tres secuaces, y puesto un hermoso mantel blanco para el desayuno del capitán. El joven herrero no comió con mucho apetito: pero Bullock y su amigo no dieron muestras de desagrado, salvo las naturales después de una noche como la pasada. Fueron muy contentos a casa del señor Dobbs a que los inscribiera en el registro, pues el párroco era, además, el juez de paz, y después recogieron sus humildes hatillos y despidiéronse sin gran pena de los pocos amigos que tenían.

     Eran ya las once de la mañana, y el capitán aún no había bajado. Los demás estaban aburridos esperándole, y, mientras tanto, empezaron a gastar parte del dinero de la reina -ganado la noche antes con la venta de sus cuerpos-. También Catalina le esperaba impaciente, pues más de una vez había querido subir con el Pretexto de llevarle las botas o el agua caliente, y enseñarle el camino a Brock, que a veces se dignaba hacerle de barbero; mas en todas estas ocasiones hubo de impedirselo la señora de Score, no riñéndola, sino sonriente y muy afable.

     Al fin, con más suavidad que nunca, después de bajar de la habitación del capitán, le dijo:

     -Catalina: su merced el conde tiene mucho apetito, y dice que te agradecería mucho poder comerse un buen alón de pollo; anda, hijita, llégate en un momento a la granja de Brigg y trae uno. ¡Ah!, desplúmalo antes de traerlo. Anda... que hagamos un buen almuerzo a su merced.

     Catalina cogió su cesto y se fue por la puerta trasera del mesón, pasando por la cuadra; en ésta vio al muchacho del hostal, quien le informó de que la señora Score había inventado aquella trama para alejarla de la casa, pues él estaba arreglando los caballos para llevarlos a la puerta, porque el cabo le había dicho iban a partir en el acto para Strafford.

     El hecho es que el conde, en vez de pensar en desayunarse con un alón de pollo, se había levantado con mala boca y sentía horror por cualquiera cosa que de lejos oliese a comida o bebida... a no ser de cerveza ligera; ordenó, pues, que le sirviesen un vaso de ésta, y al mandar que trajeran los caballos, preguntó a la seriora Score, aunque con mucha finura, «por qué diablos había subido ella cada vez que llamaba, en vez de enviar a la muchacha»; a lo que la señora Score respondió que Catalina se había ido de paseo con su prometido y que no estaría visible en todo el día. Al oír esto, el capitán pidió inmediatamente los caballos y empezó a echar pestes del vino, de la cama, del mesón, de la patrona y de todo cuanto de cerca o de lejos tenía que ver con el hostal. Llegaron los caballos; toda la chiquillería del pueblo habíase reunido alrededor de ellos; aparecieron los reclutas con perifollos en los sombreros; vino el cabo Brock con aires de gran importancia, y dándole una palmada en la espalda al herrero, le hizo montar en su caballo; los chiquillos prorrumpieron en vítores. Por fin apareció el capitán; Brock le hizo un saludo militar irreprochable, que con pocas mafias y torpemente trataron de imitar los reclutas.

     -Yo andaré un rato con estos bravos camaradas, y nos uniremos a vuestra merced en Stratford, más tarde -dijo el cabo.

     -Bueno -repuso el capitán mientras montaba.

     La dueña hizo una de sus mejores reverencias. Los chiquillos dieron más vítores; elmuchacho, que había estado sosteniendo las bridas con una mano y aguantando el estribo con la otra, y que esperaba una buena propina de un noble caballero como aquél, sólo recibió una coz y una maldición cuando el conde, picando espuelas, gritó:

     -¡Largo todo el mundo!... ¡Así reventéis!

     Y salió al galope...

     John Hayes, que había estado toda la mañana rondando el mesón, sintió quitársele un enorme peso de encima, cuando vio que el capitán se alejaba galopando.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     ¡Oh, necia señora Score! ¡Oh, infeliz John Hayes! Si la Patrona hubiera permitido al capitán y a la muchacha seguir su camino y verse, aunque sólo fuera un minuto, delante de los reclutas, del cabo y de todo el mundo, es posible que no hubiese sucedido nada malo, y esta historia jamás habría sido escrita.

     Cuando el conde de Galgenstein llevaba galopando como cosa de media milla por la carretera de Stratford, más triste y deprimido que el propio Napoleón abandonando al galope el romántico pueblo de Waterlóo, divisó a lo lejos, hacia adelante, en la vuelta de la carretera, algo que le hizo parar el caballo en seco; enrojecieron sus mejillas con un ardiente hormigueo, mientras el corazón le latía con violencia dentro del pecho. Una joven venía contoneándose lentamente a lo largo de la senda, con un cesto en una mano y un puñado de flores silvestres en la otra. Dos o tres veces se detuvo para añadir alguna nueva al ramillete, temiendo el capitán que, al hacerlo, pudiera verle; mas dio la casualidad que siguió andando sin que se la ocurriera mirar hacia adelante. La infeliz venía cantando, como si ninguno hubiese de oírla; su voz subía alegremente hacia el límpido cielo, y el capitán, para que el ruido de los cascos no interrumpiera la canción, metió el caballo sobre el césped y le bajó la cabeza hacia el suelo, donde «Jorge de Dinamarca» empezó a regalarse con la rica ensalada que allí se le ofrecía. Entonces el capitán se ocultó sonriendo intencionadamente, sujetóse bien las altas botas y, al pasar ella, de un brinco se puso en el camino y, tocándola suavemente en el hombro, dijo:

     -Querida amiga, vuestro humilde servidor...

     Catalina profirió un grito; dio un salto atrás y se puso pálida; luego recobrose inmediatamente, y exclamó:

     -¡Oh, señor!... ¡Me habéis asustado!

     -Asustarte, encanto; antes quisiera morir que causarte miedo. Pero dime, preciosa, ¿tan terrible soy?

     -Oh, no, vuestra merced! No quise decir tal: sólo que no me imaginaba encontraros aquí, ni que hubierais de marchar tan pronto, pues pensé que había de prepararos un pollo para el almuerzo, como mi patrona me dijo que habíais dispuesto; y yo, en vez de ir a la granja de Brigg por el camino de Birminghan, vine a la de Bird, donde los pollos son mejores, milord...

     -¿Dijo la arpía que yo había pedido un Pollo para almorzar?... Lo que le dije fue que no podía probar bocado, tan borracho estaba... quiero decir: tan buena estaba la cena de anoche; lo que ella hizo, cuando le pedí un vaso de cerveza ligera y que me le trajeras tú, fue decirme que te habías ido a pasear con tu prometido... ¡la bruja!...

     -¿Qué?... ¡Con John Hayes!... ¿Habrá mujer más trapacera?

     -Tú, de paseo con tu prometido... y yo sin poder verte; esto era demasiado; yo no podía resistirlo y, loco de rabia, quise matarme, te lo juro.

     -¡Oh, señor!... ¡Por Dios... no os matéis! Os lo pido por...

     -¿Lo pides por tu bien?

     -Sí, por mi bien; si es que una infeliz muchacha como yo es capaz de convencer a un noble caballero...

     -Entonces, por ti, sólo por ti lo haré; me resignaré a vivir... Pero ¿para qué? ¡Qué horrible infierno la vida sin ti! Sin ti, yo soy un pobre desgraciado, bien lo sabes tú, adorable, hermosa y cruel Catalina.

     Por toda respuesta, Catalina exclamó:

     -¡Ah, Dios mío, vuestro caballo se escapa!

     Y así había sido, pues el caballo, una vez terminado su banquete, primero se detuvo y miró a su amo, como si no se resolviera; después, levantando la cola y estirando las patas, echó a correr carretera abajo...

     Catalina comenzó a perseguir con rapidez al caballo, y el capitán a ir detrás de ella; pero aquél corría que apretaba, y los habría llevado muy lejos en su seguimiento si no hubiera sido porque, desembocando por un recodo del camino, apareció el destacamento de infantería y artillería a las órdenes de míster Brock. Conviene advertir que, tan luego como habían perdido de vista el lugar, el cabo hizo descender al herrero del caballo, se acomodó él en la silla y, para mantener la disciplina de sus tropas, sacó una pistola, amenazando con saltarle la tapa de los sesos al primero que hiciera intención de escapar. Llegado que fue el caballo cerca del destacaniento, detúvose y se dejó coger por Tomás Bullock, que le sujetó hasta que su dueño y Catalina llegaron.

     Bullock se quedó de una pieza cuando vio a la pareja, mientras el cabo saludaba graciosamente a Catalina y decía que era una mañana espléndida para pasear.

     -Cierto que lo es -repuso ella con un gracioso mohín de desconsuelo-; pero no para correr. Lo que es yo... juro que apenas puedo tenerme en pie... Tan cansada estoy de haber corrido tras ese estúpido caballo...

     -¿Cómo te va, Cati? -dijo Tomás-. Ya ves, voy a ser soldado porque no has querido nada conmigo...

     E hizo un gesto de tristeza. Catalina dio la callada por respuesta, y de nuevo manifestó estar muriendo de cansancio. Una idea súbita, idea luminosa, hizo sonreir de satisfacción al capitán. Montó el caballo, que Tomás seguía sujetando, y dijo:

     -¿Tan cansada, Catalina?... ¡Y por culpa mía! Por Cristo, que no darás un paso más, no; volverás a caballo, y con guardia de honor. Otra vez al pueblo, señores... ¡De frente, marchen! Cabo, enseñad a estos camaradas a marchar de frente... Y ahora, querida, monta detrás de mí, a la grupa; irás tan cómoda como en una silla de manos; apoya tu lindo pie en la punta de mi bota... Así, arriba... ¡ah!

     -No es por ahí- gritó Tomás sin soltar la brida cuando empezó a moverse el caballo-. Tú no te irás con él, ¿verdad, Catalina?

     Catalina volvió la cabeza atrás; pero sin desprender su brazo del busto de su capitán. Éste, soltando un taco tremebundo, cruzó la cara de Tomás de un fustazo. El pobre infeliz, que aguantó el primer golpe impávido, sin soltar las riendas, no pudo por menos de soltarlas al recibir el segundo; y al verlos partir al galope, sentose en la cuneta de la carretera y empezó a llorar amargamente.

     -¡Marcha, mastuerzo!- le gritó el cabo apenas transcurrido un minuto.

     Y no tuvo más remedio que ponerse en marcha, llorando por ella... La próxima vez que la vio, no le cupo ninguna duda de que se había convertido en la amante del capitán y de que estaba más hermosa con el ancho sombrero gris de pluma azul y el rojo traje de amazona recamado con encaje de plata... Pero, en aquel momento, Tomás estaba montando en pelo un rocín de mala muerte, al que el cabo Brock hacía trotar en un ruedo, y hallábase tan ocupado en mirar adelante por entre las orejas del caballo, que no tuvo ni tiempo de gritar... Después de todo, era lo mejor que podía hacer, pues nada le convenía como callar.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 

     Antojándosenos éste un momento propicio para cerrar como con broche de oro el primer capítulo, debemos disculparnos ante el público por haberle puesto en contacto con caracteres tan indignos, como hay que reconocer que son los de todos ellos, excepción hecha de Bullock. Hasta ahora nos hemos atenido a la naturaleza y a la historia más bien que al gusto corriente y al estilo general de los autores. Algunas entretenidas novelas, la de «Ernesto Maltrevers», por ejemplo, comienza con una seducción; pero tiene en su descargo el ser realizada, en ambas partes, por individuos de muy sanas costumbres, y atesora tanta religión y filosofía el corazón del seductor, tan tierna inocencia hay en el alma de la seducida, que... ¡pobrecitos!, uno se siente interesado en sus veniales pecadillos, hasta el punto de que su inocente travesura resulta casi respetable, de bien descrita que está. Para que nosotros, en cambio, lleguemos a interesarnos por las bellaquerías de algunos personajes necesitamos verlas sin trampa ni cartón, y realizadas no por virtuosos filósofos, sino por verdaderos sinvergüenzas... Novelistas hay, muy distinguidos por cierto, que adoptan el sistema contrario, y despiertan el interés, obligando a los bellacos a realizar acciones meritorias. Nosotros hemos de protestar aquí solemnemente contra tales populares procedimientos. Que cada cual obre como lo que es; es decir, que en la novela los granujas se conduzcan como perfectos canallas, y las personas decentes, como caballeros; que no haya escamoteo ni prestidigitación con la virtud y el vicio, para que al final de tres volúmenes el lector, desconcertado, no sepa con quién se las entiende; no llegamos a alentar las generosas cualidades de los ladrones y a simpatizar con las villanías de nobles corazones. Por lo que a nosotros atañe sabemos perfectamente lo que le gusta al público, y hemos escogido criminales por personajes, tomando el asunto del calendario de Newgate, y prometiéndonos seguirle paso a paso. Por lo menos, entre los criminales no encontraremos cosa que pueda ser tomada por virtud. Y si, después de haber agotado tres o cuatro ediciones, el público inglés llega a sentirse asqueado, no solamente de nuestros bandidos, sino de los otros autores también, nosotros nos daremos por satisfechos. Solicitaremos del gobierno una pensión para seguir viviendo y consideraremos que hemos cumplido con nuestro deber.

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