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Caviedes y su mundo limeño

Antonio Lorente Medina





En 1937 Lohmann Villena publicaba el acta matrimonial y el testamento de don Juan del Valle y Caviedes1 y once años después adelantaba su semblanza biográfica, apoyado en diversos documentos del Archivo General de la Nación, que atestiguaban las actividades del poeta «en el campo de la minería durante el sexto decenio de la decimaséptima centuria»2. Comenzaba así un lento proceso de desmitificación del personaje novelesco en que lo había convertido la crítica decimonónica, felizmente concluido a estas alturas.

¿Qué pudo ocurrir para que del «mito» de poeta mordaz, que indudablemente se mantenía en la tradición popular limeña3, Caviedes pasara a transformarse en el depositario de la «peruanidad marginal»? No lo sabemos con certeza, pero en verdad ya la breve noticia del Mercurio Peruano (1791), en que se anunciaba un estudio sobre su vida4, contenía un fuerte sentimiento patriótico que se insertaba en un deliberado proyecto, por parte de la Sociedad Académica de Amantes de Lima, de rescatar las grandezas de su «pasado nacional», e iniciaba una proyección romántica de la obra en la vida del autor, que sería la causa de su desviación legendaria. Quizá, por eso, tuvo fortuna y repercusión a lo largo del siglo XIX. Así, no es de extrañar que en 1852 el escritor y polígrafo argentino Juan María Gutiérrez publicara en El Comercio de Lima5 un artículo sobre la obra poética de Juan del Valle Caviedes, en el que se añadían nuevos «matices» a su vida novelesca. Tras una afirmación previa, en la que se reconocía paladinamente «no saber nada de la vida del vate peruano», Gutiérrez pergeñaba paradójicamente una biografía en la que se afirmaba gratuitamente que:

«[...] fue dado a los placeres, a la holganza truhanesca, al mismo tiempo que fervoroso devoto, como sucedía en los antiguos tiempos de España, en que las manchas se lavaban con agua bendita, y las conciencias se tranquilizaban con la distraída absolución de un fraile. Sin embargo, y a pesar de las liviandades de la pluma de Caviedes, le tenemos por un hombre honrado y le haríamos nuestro amigo si viviese».



Como podemos ver por este fragmento, el crítico argentino proyecta sentimentalmente dos facetas diferentes de la obra poética de nuestro autor sobre su vida e inventa, en un rasgo típicamente romántico, un personaje truhan-devoto, desestimando las posibles aportaciones documentales existentes en los archivos peruanos y españoles.

Dos décadas después (1873) Ricardo Palma incrementaba dicha semblanza biográfica en su «Prólogo muy preciso», redactado para la edición de las poesías de Caviedes que había preparado Manuel Odriozola6. Siguiendo las mismas pautas pseudo-históricas con que compuso sus Tradiciones peruanas7 -recurso literario evidente en las mismas- Palma informaba al lector de la enorme suerte que tuvo de que cayera en sus manos un manuscrito de versos del «poeta de la Ribera», en cuyo interior se encontraba una primera página con noticias biográficas de éste. Con esta argucia literaria Palma esbozaba los siguientes datos del satírico andaluz:

«Más felices que nuestro ilustrado amigo D. Juan María Gutiérrez, que en 1852 publicó en el «Comercio» de Lima un juicio sobre el poeta y sus obras, hallamos en la primera página del manuscrito una ligera noticia biográfica de Caviedes.

Según ésta, Caviedes fue hijo de un acaudalado comerciante español y hasta la edad de veinte años, lo mantuvo su padre a su lado, empleándolo en ocupaciones mercantiles. A esa edad enviólo a España, pero a los tres años de residencia en la Metrópoli regresó el joven a Lima, obligándolo a ello el fallecimiento del autor de sus días.

A los veinticuatro años de edad se encontró Caviedes poseedor de una fortuna y echóse a triunfar y darse vida de calavera, con gran detrimento de la herencia y no poco de la salud. Hasta entonces no se le había ocurrido nunca escribir verso, y fue en 1681 cuando vino a darse cuenta de que en su cerebro ardía el fuego de la inspiración.

Convaleciendo de una gravísima enfermedad, fruto de sus excesos, resolvió reformar su conducta. Casóse y con los restos de su fortuna puso lo que en esos tiempos se llamaba un cajón de Ribera8, especie de arca de Noé donde se vendían al menudeo mil baratijas.

Pocos años después quedó viudo y el poeta de la Ribera, apodo con que era generalmente conocido, por consolar sus penas, se dio al abuso de las bebidas alcohólicas que remataron con él en 1692, antes de concluir los cuarenta años como él mismo lo presentía en una de sus composiciones».



La breve noticia del Mercurio Peruano, de la que podría desprenderse el «limeñismo» de Juan del Valle Caviedes, se transforma, por obra y gracia de Ricardo Palma (que, como es bien sabido, persigue la exaltación de la burguesía limeña, a la que pertenece) en una completa sarta de despropósitos, en lo referente a la veracidad de los datos aportados (el título mismo del prólogo es una ironía más de Palma), tanto más chocante si consideramos su intensa labor erudita y biblioteconómica como Director de la maltrecha Biblioteca Nacional, tras el saqueo del ejército chileno. El prestigio de Palma se dejó sentir en numerosos estudiosos peruanos y extranjeros, que repitieron muchos de los detalles biográficos por él inventados (y repetidos en su edición de Flor de Academias y Diente del Parnaso). Así Menéndez Pelayo, en su Antología de poetas hispanoamericanos (1894), Ventura García Calderón9, o Luis Alberto Sánchez, en Los poetas de la Colonia (1921)10 o en la edición de las poesías de Caviedes que llevó a cabo en 192511.

Desde entonces y hasta muy avanzado el siglo XX se mantuvo esta visión estereotipada del poeta12, hasta el punto de que sirvió de motivo literario al escritor estadounidense residente en España, Frank Yerbi, quien lo incluyó en su novela histórica The Golden Hawk (1950)13. Valle Caviedes aparece aquí como un personaje de cierto relieve en la vida limeña, en una escena tabernaria, del que se destacan un cuerpo encanijado, una cara llena de cicatrices producidas por los efectos de una enfermedad venérea, y un poder de seducción sobre la chusma que frecuenta la taberna, por sus invectivas contra los médicos de su época y por el lirismo de su poesía amorosa. De ahí la trascendencia de los documentos encontrados por Lohmann Villena en 1937, con los que hemos iniciado este capítulo. Tanto el acta matrimonial, de 1671, como su testamento, dictado en 1683, desbaratan la visión nacionalista del siglo anterior e indican con precisión su lugar de nacimiento, el nombre de sus padres y el de sus feudos en Lima.

Lamentablemente, la crítica posterior abandonó la vía archivística iniciada por el historiador peruano para el desvelamiento de los restantes momentos de su biografía -fecha de nacimiento, motivos posibles de su viaje a América, fecha del mismo, actividades en tierra americana, año de su muerte, etc.- y se limitó a exponer algunas soluciones, basadas en conjeturas, que adelantaron muy poco sobre el estudio biográfico publicado en 194814. Por ejemplo, se sugirieron sin ningún apoyo documental diversas fechas de nacimiento que oscilaban entre 1630 y 165515. E igualmente ocurrió con su llegada a América, con su imaginaria enfermedad mental al final de sus días e incluso con la fecha de su muerte.

Habría que esperar cuarenta y dos años (hasta 1990) para delinear con certeza momentos medulares de su vida. En este año aparecen los estudios coincidentes de Lorente Medina y de Lohmann Villena, que publican (sobre todo el segundo) numerosos documentos que permiten reconstruir con fidelidad la peripecia vital de Don Juan del Valle y Caviedes, especialmente en el Perú, desde la séptima década del siglo XVII. El primer artículo surgió como consecuencia de un Curso Monográfico sobre Poesía hispanoamericana colonial impartido en 1987, durante el cual Lorente obtuvo la partida de bautismo del poeta, las velaciones matrimoniales de sus padres y el acta de defunción de su padre16, e ignorante del hallazgo de García-Abrines, las dio a conocer al año siguiente17. El segundo trabajo responde a un proyecto que, de forma intermitente, ha ocupado la vida del historiador peruano Lohmann Villena. Su estudio introductorio a la Obra completa18 de Caviedes orienta definitivamente la vida del poeta jienense y la sitúa en unas coordenadas que posibilitan su comprensión. Sobre esta base sustentamos la siguiente biografía.




Datos de su vida

Antes de comenzar, quizá convenga confesar que desconocemos todos los momentos de su vida -salvo su fecha de bautismo- anteriores al año 1669.

Y, desde luego, sigue siendo un misterio cuándo llegó Caviedes a Lima, qué parientes le acompañaban y en qué actividades se ocupó hasta el primer documento notarial, relacionado con sus quehaceres mineros, en los que se muestra ya como un experto. Sólo disponemos de la información que él mismo nos proporciona en el romance autobiográfico titulado Carta que escribió el autor a la monja de México, habiéndole esta enviado a pedir algunos de sus versos; siendo ella en esto y en todo el mayor ingenio de estos siglos, en el que afirma que:


De España pasé al Perú
tan pequeño que la infancia
no sabiendo de mis musas
ignoraba mi desgracia.


(vv. 69-72)19                


¿Pero es cierto lo que dice, o hay mucho de formalismo retórico en ello? ¿Llegó a América con la familia de don Tomás Berjón de Caviedes en 1653, o unos años después, directamente a Lima, como piensa Reedy20, cuando don Tomás ocupaba el cargo de Fiscal de la Audiencia (1656-1657)? ¿Por qué salió de España de tan tierna edad en busca de fortuna21? Sólo sabemos con seguridad que nació en abril de 164522 y que en fecha indeterminada pasó al Perú -¿con su madre?- para dedicarse, al parecer, al arduo oficio de minero, en su etapa de formación23: «Heme criado entre peñas / de minas, para mí avaras», afirma en el citado romance. Si el aprendizaje del oficio coincidió con la estancia de Berjón de Caviedes en Huancavelica (1660-1664), tuvo que sufrir con especial intensidad el pleito que se interpuso contra su tío24, a quien se le encontró culpable del desfalco de las minas reales, se le obligó a pagar 90.000 pesos de multa y se le inhabilitó de todos sus cargos oficiales (aunque luego fuera sobreseído el caso, hasta casi el final de su vida). El impacto que esta experiencia debió de causar en su ánimo juvenil tuvo que ser necesariamente grande, y muy posiblemente de ella sacara la cargada enseñanza que le sirvió para encontrar, con su sola razón, «la inclinación del saber» en el libro de la vida, como afirma en sus propios versos.

Sea como fuere, su vida cobra consistencia a partir del documento de 1669 (19-X-1669), por el que venimos a saber que D. Felipe Gutiérrez de Toledo y D. Gabriel Enríquez de Villalobos (limeño) le confieren manco-munadamente un poder para representarlos jurídicamente, registrar minas, contratar mano de obra y administrar posibles propiedades, y se comprometen a abonarle quinientos pesos anuales, sí obtenían beneficios de la actividad de Caviedes. Por aquel tiempo ya había localizado filones argentíferos en el cerro de Colquipocro (provincia de Pasco) y había suscrito un convenio de explotación con el capitán Andrés de Prado y Velasco, comerciante afincado en Lima, por carecer él de recursos económicos para llevarla a cabo.

Como podemos ver, ya era entonces Caviedes un joven experimentado en cuestiones mineras, con pericia y prestigio suficientes como para actuar de intermediario en negocios ajenos y obtener emolumentos a cambio de sus conocimientos técnicos. O como para recibir el apoyo financiero de un socio que le permitiera laborear la mina que había localizado en Colquipocro. En relación con ella, los cateos preliminares debieron ser muy satisfactorios cuando su copartícipe decidió formalizar la compañía (30 de mayo de 1670) y aportó 1.500 pesos para la puesta en marcha de la empresa. Lamentablemente la compañía se disolvió un año después (1671), aunque ambos socios retuvieron sus derechos.

Este mismo año (15 de marzo de 1671) Caviedes contrajo matrimonio con Doña Beatriz de Godoy Ponce de León, criolla de familia con cierta alcurnia. Su matrimonio le sirvió sin duda para consolidar su posición social en la sociedad virreinal de la segunda mitad del siglo XVII. Con ello no hizo Caviedes sino seguir la pauta general de los inmigrantes peninsulares jóvenes, que, después de varios años de servicio y preparación, se unían -a través del matrimonio- con las familias mineras, terratenientes y mercantiles establecidas en el virreinato25. De su acta matrimonial se desprenden las claras conexiones que Caviedes mantenía con la provincia de Huarochirí26, donde su suegro. D. Antonio de Godoy Ponce de León, ostentaba el cargo de Teniente General y desarrollaba una actividad comercial, relacionada con intereses mineros muy próximos -si no coincidentes- a los de él. Es muy probable que incluso su vinculación familiar se originara como consecuencia de una vinculación profesional previa. Y, desde luego, a partir de su matrimonio Caviedes estrechó su relación con su suegro, debido a sus intereses comunes en la explotación de yacimientos mineros. En 1675 Caviedes le subrogó el laboreo de las minas y la planta industrial aneja en Huarochirí y asumió el pasivo de la empresa. El 14 de abril de 1675 D. Antonio de Godoy Ponce de León traspasó a su yerno, mediante documento notarial en el que se subraya que ambos son «mineros y azogueros», la mitad del complejo industrial que poseía de su asiento en Huarochirí (la otra mitad era de Caviedes), junto con el trapiche Nuestra Señora de la Concepción y las demasías de dos minas, con su mano de obra, el mineral, el mercurio necesario y las herramientas que se utilizaban. Caviedes pagó por ello 4000 pesos (que era el equivalente al pasivo de la empresa)27. Y unos años después (1680-1682), cuando se le concedió a su suegro la recaudación de diezmos del partido de Chincha, Caviedes salió por fiador para hacer frente a una considerable cantidad de dinero (3900 y 4100 pesos respectivamente para los anos de 1681 y 1682). Las buenas relaciones familiares no se enturbiaron con el tiempo ni con las dificultades económicas que ambos padecieron28, como muestra el hecho de que Caviedes figure en el testamento de D. Antonio como albacea (3 de mayo de 1694) y haga frente -junto con su suegra- a los gastos del sepelio.

Su matrimonio supuso, pues, la consolidación social del poeta en el seno de la sociedad limeña. Pero Caviedes no era un desprotegido dentro de ella. Dos parientes suyos, D. Tomás Berjón de Caviedes y D. Juan González de Santiago, fueron oidores de la Audiencia de Lima y «figuras de primera magnitud en las esferas gubernativas del Virreinato»29. El primero, D. Tomás, supo aprovecharse del conflicto entre el arzobispo Liñán y Verdugo y el virrey Conde de Castellar. Utilizó su ascendencia sobre el virrey para obtener ventajas económicas para su familia, a pesar de que pendía sobre su cabeza la resolución del pleito antiguo que terminó por destruir su carrera profesional y su vida. Y el segundo, D. Juan, hombre de mentalidad ilustrada que poseía una considerable biblioteca, abandonó su brillante carrera judicial (oidor de Charcas en 1674, fiscal de Lima en 1678, oidor de Lima en 1687) para ordenarse sacerdote y concluyó sus días como obispo de El Cuzco (1707).

Estos datos y otros que podríamos aportar30 destruyen por completo los posibles rescoldos que sobre su marginalidad defiende todavía alguna crítica inadvertida. Es verdad que la fortuna no le fue propicia; pero ello se debió en gran medida a las calamidades que asolaron y empobrecieron el virreinato en las últimas décadas del siglo XVII, que se cebaron también en su precaria economía. Entre la década de los setenta y la de los noventa la economía virreinal sufrió tal cúmulo de adversidades que pasó de una situación de abundancia y despilfarro -expresada en diversas festividades como las dedicadas a la canonización de Santa Rosa (1669-1670), a la Casa de los Amparados (1670), o a la entrada del virrey Conde de Castellar (1674)31- a una situación de penuria y postración económicas sin precedentes. Los movimientos sísmicos de 1678, 1681, 1688, 1690, 1694 y sobre todo de 1687 (enero, febrero, abril y los terribles del 20 de octubre), con sus tremendas secuelas económicas (destrucción de numerosísimas viviendas, sensible detrimento del patrimonio predial, destrozos casi irreversibles en el sistema de riego y empobrecimiento de los suelos), produjeron incontables carencias en gran parte de la población y acarrearon el colapso de la producción cerealística de la costa peruana32. Perú, antes despensa del virreinato, se convirtió en importador del trigo chileno, lo que provocó los efectos siguientes: a) el precio de la fanega de trigo se disparó de 4 a 30 pesos; b) la reducción del número de cosechas provocó el aumento del consumo rural; c) se incrementó la producción del maíz en detrimento de la del trigo; d) numerosa mano de obra, procedente del campo, pasó a engrosar la población de Lima para ocuparse en la restauración de la ciudad; y e) el hambre se extendió por toda la población limeña. Y lo que es peor, el terrible terremoto del 20 de octubre de 1687 dejó en el ánimo de los peruanos la impresión de que la tierra se había vuelto estéril.

En estos mismos años las epidemias del cordellate (1673), viruela (1680 y 1686) y sarampión (1692-1694) asolaron Quito, Lima, Huamanga, Cuzco y Potosí. Y, en conjunción de males, las incursiones piráticas (1680-1687) -hasta entonces poco frecuentes en la costa del Pacífico- de Shalp, Davis y Trens mantuvieron en permanente zozobra las poblaciones del litoral, muchas de las cuales fueron saqueadas33. El pánico se adueñó del virreinato y el comercio limeño se resintió de ello y dejó de asistirá la feria de Portobelo (1685). Se temió, incluso, por la seguridad de ciudades como Lima y Trujillo, que fueron amuralladas34.

Todas estas causas de consuno motivaron un drástico descenso de la Hacienda Pública: las partidas del remanente enviado a la metrópoli disminuyeron alrededor de 8.000 pesos entre 1681 y 1697; las remesas de pesos ensayados, con un promedio anual de 73.813 pesos entre 1669 y 1681, desaparecieron a partir de este año35; y los gastos militares, derivados de la defensa del virreinato, aumentaron los egresos en un 60%. La población limeña colaboró con sucesivos donativos extraordinarios para equilibrar el déficit de las arcas fiscales y se empobreció más aún. La situación llegó a ser tan calamitosa que una Cédula real de Carlos II exoneró a Lima y lugares circunvecinos de la exacción de tributos, derechos y contribuciones durante seis años. En dicha cédula se condonaban también los atrasos por concepto de alcabala y almojarifazgo36.

La imaginación popular interpretó tal cúmulo de desgracias como un castigo divino por los numerosos «pecados públicos», y creyó encontrar indicios premonitorios del «azote de la mano de Dios» en algunos fenómenos atmosféricos o celestiales. La horrísona tormenta del 3 de julio de 1680 y la aparición del gran cometa a finales de año y enero de 1681, por citar dos ejemplos, se convirtieron en los heraldos de las desgracias que se abatieron a lo largo de esta década y de la siguiente37. El mismo virrey, Duque de la Palata, para «aplacar la indignación divina», ordenó en 1688 la morigeración de la moda femenina -que juzgaba lasciva-. Y, desde luego, el gran terremoto del 20 de octubre de 1687 llenó de pavor el virreinato y propició actitudes religiosas preexistentes que intimaban al arrepentimiento general de la población38. De su impacto en la imaginación colectiva dan fe los numerosos testimonios conocidos de Mugaburu, Peralta Barnuevo, el virrey Duque de la Palata, y demás testigos presenciales de la tragedia39. Y Caviedes se hace eco, en el Romance en que se procura pintar, y no se consigue, la violencia de dos terremotos con que el poder de Dios asoló esta ciudad de Lima, Emporio de las Indias accidentales y la más rica del mundo, del ambiente atribulado y moralizador que se respiraba en esos días:



Huyamos de las pasiones
de nuestro apetito injustas,
no de paredes, que aquestas
cayendo nos atribulan.


Dios por quien es nos perdone,
nos ampare y nos acuda,
y su temor y amor santo
en nuestras almas infunda.


(vv. 193-200)                


Es en este contexto de postración y decadencia en el que hay que situar la «mucha pobressa» de Caviedes para valorarla en su exacta dimensión. Las esperanzas que había depositado en el trapiche Nuestra Señora de la Concepción -junto con el beneficio del trapiche Nuestra Señora de Copacabana, que su mujer había llevado en dote al matrimonio- se derrumbaron con el terremoto de 1678. Con todo, su situación no debía ser tan precaria cuando salió por fiador de su suegro en el asunto de los diezmos de Chincha (1681-1682). Es cierto que el 12 de marzo de 1681 su mujer comparecía ante el alcalde de Lima, don Melchor Malo de Molina, en demanda de la autorización judicial pertinente para transferir el trapiche de Tincomayo, con arreglo al poder dispensado por Caviedes, al presbítero Bartolomé Ruiz de Alberca por la cantidad de 1000 pesos. Pero sus propios alegatos muestran que el matrimonio poseía otras minas en esta región y que pretendía explotarlas con el producto del traspaso40. Y tres meses después (27 de julio de 1681) el Rector del Seminario de Santo Toribio otorgaba poder a Caviedes para exigir al Maestre de Campo Tomás de Valdés, ex-corregidor de Huarochirí, el 3% del plantel de los sínodos de los curas de la provincia, con la posibilidad de recurrir a la vía judicial si lo consideraba necesario. Así es que cuando Caviedes testó el 26 de marzo de 1683, aquejado de «una penosa enfermedad» (¿las tercianas a que se refiere el romance Habiendo enfermado el autor de unas tercianas, le ordenó un médico llamado Llanos...?), podía considerarse «pobre de solegnidad». Pero ello se debía, entre otras cosas, a que sólo había recibido doscientos pesos de los mil estipulados por la venta del trapiche41. De hecho, Caviedes denunció ante la justicia el impago de la deuda contraída por la hermana del presbítero y obtuvo un mandamiento de ejecución y embargo preventivo sobre los bienes de la morosa. Finalmente, este pleito le resultó muy beneficioso: además de un rédito anual de 150 pesos, que mantuvo desde enero de 1685 hasta mayo de 1690, Ruiz de Alberca se comprometió (18 de diciembre de 1684) a pagarle 200 pesos al contado y 84 pesos por los atrasos, que canceló López de Fernangil sobre el impuesto de una chacra que, previamente, le había traspasado Ruiz de Alberca.

Recuperado de su enfermedad y asentado desde no sabemos cuándo en Lima, ¿se dedicó con mayor fortuna «a las actividades comerciales», como afirma Lohmann Villena? Un rosario de préstamos, en los que Caviedes es depositario, deudor, acreedor o intermediario, jalona su actividad entre 1686 y 169442. Todos ellos evidencian que Caviedes era persona influyente y de crédito en Lima, y matizan las palabras de Lohmann de que estaba «desengañado de las ilusiones cifradas en el laboreo de las minas» (pág. 54). Antes al contrario, la mayoría de los préstamos o depósitos que obtuvo hay que relacionarlos con su actividad minera o, cuando menos, con transacciones comerciales derivadas de la minería, como parecen reflejar las sucesivas referencias a la partida de la Armada a Tierra Firme y los nombres de personajes con los que trata, con indudables intereses mineros. De ahí que su empadronamiento de 1692, como contribuyente del pago de alcabala por un cajoncillo en el Portal, haya que interpretarse, no como propietario de un «cajón de baratijas», como se ha hecho hasta ahora, sino como propietario de un «caxón de metales», tal y como figura en su testamento de 1683. Y buena prueba de ello es que en cuanto que surgió un nuevo socio capitalista, el general Juan Bautista de la Rigada, Caviedes reanudó sus labores mineras con renovado interés.

Por la semblanza que de él nos ha trazado Lohmann Villena43, sabemos que Juan Bautista de la Rigada llegó a Lima el 1 de abril de 1689, tras su nombramiento como Cabo Principal y Sargento General de Batalla, el 28 de febrero de 1688, para aunar en su persona las fuerzas militares del virreinato contra las persistentes hostilidades de los piratas sobre el litoral peruano. Su nombramiento llevó aparejado el de Teniente General del Virrey y Gobernador del Callao, con una asignación anual de 8.000 pesos. Militar experimentado, se granjeó inmediatamente después de su llegada a Lima la amistad del virrey, Conde de la Monclova. Concilio sus obligaciones militares (bastante escasas en la década de los noventa) con numerosas operaciones financieras, empresariales, mercantiles y mineras44, fruto de las cuales debió de conocer a Caviedes y trabar amistad con él, puesto que el 3 de septiembre de 1694 Rigada y Caviedes suscribieron un contrato privado ante dos testigos, por el que se comprometían a crear una empresa común para el despojo de las minas de Colquipocro, que Caviedes había descubierto veinticinco años antes45. Rigada aportaba el dinero necesario para ejecutar la explotación, sin otro derecho que la cesión de su socio del 50% de las dos minas («descubridora» y «la salteada») y el consentimiento del paso de un agente de su confianza que explotase las cuatro vetas que legalmente le correspondían. Y el 15 de diciembre elevaron a escritura pública las condiciones del contrato.

La fortuna parecía sonreír definitivamente a Caviedes. Pero el capitán Prado y Velasco, antiguo copropietario de la mina, que debía seguir de cerca los pasos de su ex-socio, exigió con razón su cuota correspondiente, en calidad de copropietario con derechos. El 10 de febrero de 1695 Caviedes y Prado y Velasco llegaron a un acuerdo amistoso. Unos días después (28 de febrero) Rigada, cautelosamente, nombraba apoderado que representara sus derechos al tesorero Esteban de Palazuelos. Tras una considerable actividad burocrática en la que diversos personajes alegaron derechos de pertenencia, el corregidor de Huarochirí, General Francisco Álvarez Gato, emitió un decreto el 6 de agosto de 1695, por el que reconocía como cateadores participantes a los capitanes Prado y Velasco, Caviedes, Juan Guerrero y a otros, para que todos, mancomunadamente, pudieran laborear la mina Santo Cristo de Zalamea, cuyas pertenencias se litigaban. Y finalmente el acta notarial del 21 de noviembre, expedida a instancia de Juan de Tena Cabezas, especificaba que Caviedes, Prado y Velasco y él serían los explotadores de la mina y distribuirían a partes iguales sus utilidades.

Los comienzos de las prospecciones no pudieron ser más halagüeños. En consecuencia, Rigada confirió el 20 de junio de 1697 un poder (con iguales atribuciones) a Caviedes y al capitán Gregorio de Ibarra, para que cobrasen y cautelasen en su nombre sus intereses en las minas de Huarochirí, explotadas mancomunadamente, y cuanto se derivara de la explotación (obreros, terrenos destinados a la construcción de una planta de molienda y edificaciones existentes en dicho paraje). Lamentablemente la vida de Caviedes estaba tocando a su fin. Unos meses después la explotación fue abandonada, sin que sepamos las razones de su abandono, aunque muy posiblemente se debiera a la enfermedad y muerte del poeta. Al menos, eso es lo que parece desprenderse del documento «labrado» el 23 de septiembre de 1698 por el capitán Cristóbal Lorenzo Berrocal, en el que le proponía al general Rigada que aportara 2000 pesos para la explotación de otra mina, diez quintales de mercurio, otros diez de pólvora fina y el «equipo subsistente en San Lorenzo de Quinti». Las diversas estipulaciones precautorias establecidas en el documento, en razón de «lo incierto de la vida» (junto con la anterior mención al «equipo subsistente»), parecen estar ligadas a la inesperada muerte de Caviedes.

Desconocemos el último año de su vida. Sólo sabemos que debió morir con posterioridad al 3 de mayo de 1698 -fecha en que redactó su último testamento- y antes del 3 de junio, día en que sus hijos supervivientes acudieron al notario en calidad de herederos, junto con su suegra y sus albaceas: Úrsula Flores, mujer de José Alarcón, y el capitán Gregorio de Ibarra. Sus herederos recibieron de manos de Úrsula Flores 158 pesos, de los 550 que tenía en depósito, y dieron por válida la detracción de los 391 pesos y seis reales restantes, derivada de la enfermedad de Caviedes y de los gastos por su funeral y lutos, encargados por Doña María de Guerra Falcón, su suegra y tutora de sus hijos menores.





 
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