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Ceremonia de trastos viejos

Sergio Ramírez





A lo largo del año, pero principalmente en estos largos días de verano, se apilan por cuadras, en desordenada abundancia, camas, colchones, sofás, sillones, lámparas, gabinetes de cocina, aparatos de televisión, estantes, trastos de todo tipo, calidades y cualidades, que son sacados a la calle y arrumbados sobre las aceras, no por demolición imprevista de edificios viejos, o por consecuencia de un incendio: están allí, expulsados del recinto doméstico por renovaciones de mobiliarios y redecoraciones, puestos a media calle por la presión de la prédica publicitaria que incita a la adquisición de nueva comodidad, sea necesaria o superflua. Y una vez al aire libre, cualquiera puede llevárselos; están puestos precisamente, a disposición de quien los quiera.

Ésta es una ceremonia recién instalada como costumbre en Berlín, que se cumple con una orden de rotación establecida por barrios y calles a través de ordenanzas municipales, organizada si se quiere, hasta con disciplina prusiana: porque los pequeños carteles fijados a las entradas de los edificios de apartamentos y en los que se anuncian las fechas de la ceremonia, provienen que no cualquier tipo de «mueble viejo» puede sacarse a la calle en los días previstos; solo entra en el juego aquello que aún pueda prestar alguna utilidad.

En las aceras ocupadas por este cúmulo de objetos, se puede presenciar cómo la ceremonia adquiere una animación multitudinaria y que no deja de ser una atracción: estudiantes universitarios, parejas de jóvenes, recorren con paciencia y dedicación estos «basureros» (un verbo recién acuñado en el alemán berlinés llama a esta operación «basurear») y con un poco de suerte, en dos o tres visitas a distintas calles, pueden llegar a amoblar sus apartamentos sin haber invertido más que tiempo en la «basureada»; muebles tal vez fuera de moda en cuando a los estilos tan fugazmente cambiantes, pero en perfecto estado. Los otros clientes más caracterizados de este mercado libre en la vía pública, son los «Gastarbeiter», los trabajadores importados de Grecia, Yugoeslavia, Turquía, esos dispensadores de mano de obra errante que habitan los populosos barrios de Wedding, Neukölln, Kreuzberg, quienes se confunden con los estudiantes berlineses en esta algarabía de rescatar lo que se necesita. (Aquí se prueba cómo funciona el reinado de la abundancia y cuáles son sus mecanismos y los recursos de que se vale una sociedad de consumo para asegurar la multiplicación de sus actos de creación de necesidades ficticias aunque sea en uno de sus niveles más prosaicos, dicho sea de paso).

Uno puede ver a una mujer de edad tomar apuradamente posesión de un sofá intacto y sentarse en él, en señal de dominio mientras puede acarrearlo; llega una pareja en un Volkswagen y carga sus objetos seleccionados en la capota; puede darse el caso de ligeras disputas, pero manejadas con circunspección; otro, examina profesionalmente lo que va a llevarse y puede darse el lujo de escoger entre dos artículos el mejor.

Por supuesto que en una ciudad como Berlín, donde en los parques de los alrededores se elevan verdaderas colinas levantadas con puros escombros, muebles y adornos deshechos en los bombardeos de la segunda guerra mundial, y en cuya superficie todavía afloran pedazos de ladrillos, piezas de bronce o vidrio, la ceremonia tiene su especial relevancia; y, además, porque la situación especial de la ciudad contribuye a determinarla: aquí se dificulta otro tipo de reacomodo de objetos en desuso que no sea el de esta suerte de generosidad comunal obligada; no hay casas de campo vecinas y los parientes pobres de extramuros, viven lejos.

Al atardecer, solo quedará lo que ya nadie está interesado en llevarse y tal vez algún visitante rezagado haga una última inspección; lo que sobra será recogido al día siguiente por el camión de la basura. La acera quedará entonces limpia hasta la siguiente temporada, cuando el reclamo de la propaganda haya envejecido otra vez las cosas.

Berlín, agosto de 1974.





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