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Cervantes

Manuel José Quintana




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Este opúsculo, escrito para la edición del Don Quijote hecha en la imprenta Real en 1797, y publicado antes que los señores Pellicer y Navarrete diesen a luz sus trabajos sobre Cervantes, era una noticia demasiado sucinta, que por el tono de declamación y por la inconsiderada ligereza de sus censuras daba a entender bien claro los pocos años que entonces tenía su autor. Ahora sale ampliada, rectificada y casi refundida del todo. En los hechos principales, demás de los que dan de sí los escritos de Cervantes y de otros autores coetáneos, se han tenido presentes sus biógrafos principales, Mayans, Ríos, Pellicer y Navarrete. El último, sobre todo, nada deja que desear en esmero y diligencia, en prolijidad de investigaciones y en copia de erudición. Así, en la parte histórica la noticia presente no es más que un resumen de lo que han escrito los autores citados, especialmente los dos últimos; en lo demás hay la diversidad indispensable y necesaria entre quienes se ocupan de un misino objeto, pero con diferente gusto y diferentes principios.




ArribaAbajoMiguel de Cervantes

Nada de nuevo, al parecer, hay ya que decir sobre Cervantes: los acontecimientos de su vida han sido averiguados con la más exquisita diligencia por sus diferentes biógrafos; una muchedumbre de críticos y humanistas respetables y juiciosos ha examinado y ponderado sus escritos, al paso que su celebridad y sus aplausos corren de labio en labio por el mundo, sin límites ni diferencia alguna ni en clases ni en naciones. Superfluo, por tanto, podría parecer el trabajo que aquí se emprende. El público le dará en su estimación el lugar que le corresponda, si es que mereciese alguno; pero de todos modos, quien ha dedicado muchos estudios de su vida a bosquejar vidas de españoles célebres no podía menos de pagar este tributo al autor del Don Quijote.

Miguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá de Henares, y fue bautizado en la parroquia de Santa María la Mayor en 9 de octubre de 1547. Su familia era noble y distinguida, pero pobre. Sus padres, Rodrigo de Cervantes y doña Leonor de Cortinas, le dedicaron desde niño a las letras, probablemente con la intención de que siguiese en ellas alguna carrera útil. La teología o la jurisprudencia le hubieran proporcionado una subsistencia segura, una vida menos agitada y menesteroso, tal vez su elevación y los honores. Pero Cervantes, embebido desde luego en los encantos de la poesía y de las bellas letras, se dejó llevar tras ellas, y siguió el impulso del ingenio y de la gloria, cuyas voces para la juventud generosa son más imperiosas siempre que las del interés o la ambición.

No se sabe con certeza quiénes fueron sus primeros maestros, mas no cabe duda que tomó en su juventud lecciones del profesor Juan López de Hoyos, que enseñaba a la sazón con mucho crédito las humanidades en Madrid. El mismo Hoyos le llama «su muy caro y amado discípulo», en la relación de las exequias hechas por el ayuntamiento de Madrid a la desgraciada Isabel de Valois. Cervantes compuso una elegía y otros diferentes versos a la muerte de aquella princesa, que su maestro incluyó en su escrito, y eran las primicias del talento de su alumno. Pero estas primicias, no más felices que las demás poesías compuestas en el resto de su vida, estaban muy distantes de anunciar lo que su ingenio había de ser después.

Inmediatos a esta primera aparición suya, en el mundo literario, fueron su salida de España y su viaje a Roma (1569). Las causas verdaderas de esta expatriación se ignoran, y cuanto sus biógrafos han dicho en esta parte no es otra cosa que conjeturas, más o menos probables si se quiere, pero que no pueden entrar en la serie de las noticias históricas que se tienen de nuestro escritor. Si la desgracia te echó de su país, la desgracia le persiguió también fuera de él. Al principio fue camarero de monseñor Acuaviva, que por aquellos días estuvo en España de legado de la Santa Sede; más cansado de una condición tan impropia sin duda de su índole generosa, se alistó a muy poco tiempo en uno de los tercios españoles que militaban en Italia. Preparábase entonces el armamento de la liga formada entre España, Roma y Venecia contra Selim II; y como el tercio en que servía Cervantes fue destinado a la escuadra combinada, él se embarcó también en ella, y logró así la ocasión de hallarse en la memorable batalla de Lepanto.

Las acciones de un simple soldado en estas grandes jornadas, si no son extraordinariamente favorecidas de la fortuna, se pierden y confunden entre la muchedumbre de las de los demás que combaten. A no ser por las Novelas y el Don Quijote, nadie supiera ahora que hubo en la batalla de Lepanto un Miguel de Cervantes, que enfermo y postrado por unas calenturas, y aconsejado de su capitán que no entrara en la acción, se hizo sordo a estas sugestiones, pidió el puesto de mayor peligro, y allí peleó todo el tiempo que duró la batalla con la más heroica bizarría. Dos arcabuzazos en el pecho, y uno en la mano izquierda, que se la dejó estropeada y manca para siempre, fueron testimonios perpetuos de su arrojo, y él se honró toda su vida con el más noble entusiasmo de haberlas recibido en aquella grande ocasión.

La reputación y el mérito adquiridos en ella y en las campañas siguientes, el aprecio distinguido con que le miraban sus jefes, y las recomendaciones tan honoríficas como eficaces que debió a don Juan de Austria y al duque de Sesa cuando pensó en volver a su patria, le daban derecho a esperar alguna recompensa que corrigiese el rigor con que al principio le había tratado la fortuna. Pero estas esperanzas fueron destruidas con otro golpe más cruel; porque volviendo a España después de seis años de ausencia, en la galera llamada Sol, con su hermano Rodrigo que había servido en las mismas campañas, y con otros caballeros y militares distinguidos, una escuadra de galeotas argelinas mandada por Arnaute-Mamí los encontró en su camino (26 de setiembre de 1575): la galera fue al instante embestida y apresada a pesar de la vigorosa defensa que hizo, y nuestro escritor con sus compañeros llevado cautivo a Argel.

Cupo a Cervantes por amo uno de los arraeces de la escuadra apresadora, comandante de la galeota que más se había señalado en el combate. Llamábase Dali-Mamí, y era un renegado griego, inhumano y cruel con sus esclavos, como casi todos aquellos bárbaros; pero todavía más codicioso que inhumano. Éste, viendo las cartas de recomendación que Cervantes traía consigo, se dio a entender que era un caballero poderoso y principal, y se prometió un rescate a medida de su codicia. Cargóle pues de hierros para tenerle sujeto, y añadió a las prisiones el mal trato y toda clase de incomodidades para avivarle el deseo de rescatarse.

La imaginación de Cervantes, tan fecunda después en inventar trazas ingeniosas para divertir a los demás, se empezó a ejercitar y a desplegar entonces en provecho suyo y para verse libre. Su primer designio fue el de escaparse por tierra con otros cautivos a Orán, y con efecto lo puso en ejecución. Pero un moro que les servía de guía los abandonó a la primera jornada, y tuvieron que volverse tristemente a la ciudad, donde recibieron de sus amos irritados el áspero tratamiento a que se habían hecho acreedores con su fuga. Sus males se redoblaron, y con ellos se redobló el anhelo de sacudir su intolerable esclavitud. Los padres de Cervantes, a la sazón noticiosos de la desgracia de sus hijos, y ansiosos de remediarla, les habían enviado la corta cantidad de dinero que pudieron juntar vendiendo la mayor parte de la poca hacienda que tenían; pero este socorro no bastaba para el rescate de los dos hermanos, ni tampoco al del sólo Miguel, por el gran precio en que su amo le ponía. Tuvo pues que concertarse primero la libertad de Rodrigo, el cual partió para España (agosto de 1577) instruido por su hermano de todo lo que tenía que practicar para concurrir al proyecto, que ya tenía ideado, de procurarse la libertad a sí mismo y a otros cautivos amigos suyos, cómplices en aquella conspiración.

Cuando Cervantes creyó que podrían estar ya puestas en ejecución las medidas que tenía encargadas, se huyó de la casa de su amo, y fue a esconderse en una cueva de un jardín a las orillas del mar. El jardín era de un alcaide llamado Arán, y el jardinero un cautivo, que, de acuerdo con Cervantes, tenía abierta y preparada la cueva. Allí, con otros quince compañeros, estuvo esperando a que volviese por ellos, según se lo tenía prometido, un mallorquín llamado Viana, rescatado poco antes. Entre tanto el cautivo jardinero servía de atalaya, un renegado llamado el Dorador les surtía de víveres, y Cervantes, alma y autor de la empresa, los animaba y cuidaba de todos. Viana fue hombre de honor y cumplió su palabra: de vuelta a su patria equipó una embarcación, y se arrimó a la costa de Argel en busca de sus amigos. Mas quiso su mala suerte que al tiempo de saltar en tierra, unos moros que casualmente acertaron a pasar por allí le reconocieron; y viendo Viana que alarmaban la tierra, tuvo que hacerse a lo largo y aguardar mejor ocasión. Presentóse ésta con efecto, pero con mayor desgracia todavía, porque no solo fue descubierto por los moros, sino sorprendido también y hecho cautivo.

Los infelices soterrados, que habían visto su llegada y su repentina desaparición, alentados por Cervantes, que les aseguraba su retorno, se entregaban otra vez a la esperanza, cuando fueron vendidos por el que les servía de vivandero. Este pérfido descubrió a Azán, rey entonces o bajá de Argel, el secreto de la cueva, y se ofreció descaradamente a servir de guía a los soldados que se enviaron a reconocerla. Cervantes, sin perderse de ánimo por un golpe tan inesperado, se echó a voces a sí mismo toda la culpa de aquel hecho para salvar a sus compañeros, y lo repitió con igual entereza delante del rey Azán, a quien inmediatamente fue llevado. Y en este generoso propósito se mantuvo en todo aquel conflicto con tal ánimo y destreza, que ni él ni los otros cómplices suyos recibieron castigo alguno. Sólo el pobre jardinero, restituido al alcaide cuyo era, no pudo recibir el beneficio de estos generosos esfuerzos: su cruel amo le mandó ahorcar al instante, pagando así el infeliz la ocasión que había dado al proyecto con la abertura de la cueva.

También fue Cervantes restituido entonces a Dali-Mamí, el cual por avaricia o por respeto no hizo demostración alguna de severidad con su esclavo fugitivo. Mas él, lejos de desmayar por el mal éxito de sus primeras tentativas, concertó sucesivamente otras que también se desgraciaron. Probó segunda vez si le sería fácil huirse por tierra, y no siéndole la suerte más favorable que la primera, volvió a sus pensamientos, a sus proyectos de mar, que eran al parecer menos aventurados. Con efecto, ya en una ocasión, ayudado de dos mercaderes valencianos que residían en Argel y de un renegado granadino que, arrepentido de su apostasía, quería volver al seno de la Iglesia, tuvo dispuesto un bajel para escaparse, y avisados con el mismo objeto sesenta cautivos, la flor de los cristianos de Argel, según él mismo, decía. Pero como el proyecto llegase a traspirar entre los moros, los mercaderes, temiendo que, cogido Cervantes, le fuese arrancada la verdad a fuerza de tormentos, le ofrecieron rescatarle prontamente, y proporcionarle su salida de Argel en unos buques que iban a dar la vela en aquellos días. Él se negó a tal propuesta, teniendo a mengua salir solo del peligro y dejar en él a sus compañeros. Aseguróles pues con la noble franqueza y autoridad que sobre ellos tenía, que no tuviesen temor ninguno, y dijo que él se encargaba de todo. Tranquilos ellos, él se escondió en casa de un amigo, y dio lugar a que las primeras pesquisas de los moros y su primera irritación calmasen algún tanto. Mas viéndose buscado después y pregonado con pena de la vida al que le ocultase, dejó el asilo donde se escondía, y se presentó voluntariamente al rey Azán (setiembre u octubre de 1579).

Allí, atadas las manos a las espaldas y con un cordel en el cuello, amenazado por instantes de ser ahorcado, sostuvo con igual serenidad que discreción las amenazas y preguntas de aquel tigre, ansioso de descubrir cómplices de la fuga, para tener esclavos que apropiarse o víctimas que sacrificar. Él se dio a sí solo la invención y la culpa del proyecto, según lo tenía de costumbre, señaló como sabedores a cuatro caballeros que ya habían salido libres de Argel, y aseguró que nada sabían aún los otros que debían acompañarle. Sus contestaciones claras y precisas desconcertaron las pesquisas del Bajá y vencieron su malignidad: de manera que Azán, parte por no poder averiguar nada, y parte también por interesarse un privado suyo a favor del cautivo, se contentó con encerrarle en la cárcel de los moros, situada en su misma casa, y allí lo tuvo cinco meses custodiado con el mayor rigor y aherrojado con grillos y cadenas.

No se sabe ciertamente a qué atribuir esta templanza en un hombre como Azán, de quien el mismo Cervantes decía que «era natural condición suya ser homicida del género humano». El no darle muerte, como por los motivos más leves lo hacía con tantos otros, pudiera atribuirse a avaricia; pero no castigarle, no maltratarle, «ni aun decirle mala palabra,» según él mismo también lo asegura, fue una gracia o fortuna particular, en que por honor a la humanidad sería de desear que entrase por algo la estimación debida al carácter y virtudes de Cervantes. De cualquiera modo que esto fuese, él en aquel tiempo le compró de Dali-Mamí en quinientos escudos de oro, y por precaución o por codicia quiso hacer suyo aquel cautivo. Y como Cervantes, acrecentando su audacia y su energía con los mismos reveses de la fortuna, idease, por último, alborotar los esclavos, darles libertad a todos, y alzarse con Argel, Azán, a quien llegó la noticia de este pensamiento arrojado y temerario, le hizo custodiar con más cuidado y solía decir «que como él tuviese bien guardado al estropeado español, tenía seguros sus cautivos, su reino y sus bajeles».

Tantos y tan heroicos esfuerzos debían ser todos inútiles para el objeto a que se encaminaban, y Cervantes estaba ya en peligro de ser llevado a Constantinopla, adonde el Bajá se disponía a partir, cumplido el tiempo de su gobierno en Argel. Por fortuna llegaron a aquella sazón de España los religiosos trinitarios encargados de la redención de los cautivos de Castilla. Llevaban éstos en su poder trescientos ducados para el rescate de Cervantes, que su madre, ya viuda, y su hermana doña Andrea, ansiosas de su libertad, le enviaban; pero Azán pidió al principio mil escudos de oro por su cautivo, que después bajó irrevocablemente a quinientos; y no bastando la cantidad dada por la familia, Cervantes estaba ya embarcado en los navíos del Bajá dispuestos para hacerse inmediatamente a la vela. Moviéronse a piedad los religiosos redentores, y aplicándole diferentes limosnas de la redención y buscando algún dinero prestado, consiguieron completar la suma que Azán pedía, con lo cual pudo el concierto ajustarse al fin; y Cervantes salió ya libre de los navíos en 26 de setiembre de 1580, día mismo en que aquel virey tomó su rumbo para Constantinopla.

Pero si con aquel sacrificio de su familia y con la caridad de los padres el redimido esclavo pudo considerar su persona franqueada de las amargas penalidades de la servidumbre, no así su reputación, expuesta entonces a los tiros más alevosos de la malignidad de la envidia. Había entre los cautivos de Argel un doctor Blanco de Paz, fraile dominico en otro tiempo, después clérigo seglar, y últimamente esclavo, pero compañero, incómodo, hombre alevoso y sin fe, embustero, descarado, de una arrogancia insufrible y de una perversidad sin igual. Éste había sido el que descubrió vilmente por dinero al rey Azán el último proyecto de fuga de Cervantes, poniéndole a él y a sus compañeros en tan manifiesto peligro de la vida. Y siendo natural condición en los malvados aborrecer a quien una vez ofendieron, él se dio por esto mismo a ser detractor de Cervantes, a amenazarle, a perseguirle y a suscitarle toda clase de molestias y desabrimientos. Fingióse comisario del Santo Oficio, para aprovechar así más fácilmente las armas traidoras de la pesquisa misteriosa y de la alevosía hipócrita; y ya había empezado a tomar informaciones y a corromper testigos, gloriándose de que le había de quitar por este medio la buena acogida que cuando volviese de su cautiverio podía esperar del rey de España. Cervantes conocía su país, y debía temer con razón hallarse precedido en él de una disfamación personal que no sólo le cortase los pasos en su carrera, sino que comprometiese también su sosiego en el resto de sus días. Fuele pues necesario sacudir aquel áspid venenoso que a su salida de África se le enredaba en los pies, y hubo de recurrir al triste arbitrio de una información judicial para acreditar en España no sólo sus servicios y sus trabajos, sino hasta sus calidades personales1. Los más principales y virtuosos cristianos de Argel depusieron amplia y honoríficamente en su favor; y él, asegurado con aquel irrecusable testimonio, regresó en fin a su patria a últimos del mismo año.

Pudo su familia regocijarse con su vuelta después de tanto de ausencia y de infortunios; pero empobrecida con los mismos sacrificios que había hecho para rescatarle, ni podía proporcionarle medios seguros de subsistencia ni abrigar esperanzas de verle progresar. Así es que, no teniendo otro camino para proporcionarse alguna ventaja que la carrera de las armas, quiso continuar sus servicios en la guerra, y se alistó de soldado en las tropas empleadas a la sazón en la empresa de Portugal. Servía también en ellas su hermano Rodrigo, y juntos se hallaron en las expediciones marítimas que se hicieron entonces para reducir las Terceras y contener las demasías de los ingleses y franceses por aquellos mares, teniendo así Cervantes la satisfacción y el honor de militar a las órdenes y contribuir a las glorias del célebre marqués de Santa Cruz.

Pero tres campañas añadidas a las antiguas, y que nada sirvieron ni a su fama ni a su fortuna, acabaron de desengañarle de lo poco que podía aprovechar por aquel camino. Veíase ya entrado en la edad madura, perdidos los años de su juventud, perdidas sus fatigas, perdidos sus servicios, sin estado, sin nombre, y no quedándole por tantos sacrificios más que su espada y su pundonor. Empezaba ya tal vez a fermentar en su cabeza, y le incitaba poderosamente a escribir, aquel conjunto de sucesos extraordinarios, de caracteres y costumbres interesantes, y de cuadros y pinturas grandes y apacibles, que sus continuos viajes por tan diversos países habían acumulado en su fantasía. Quizá también la composición de la Galatea, en que por entonces se ocupaba, le manifestó la necesidad de abandonar el bullicio y agitación de las armas si había de seguir el instinto de su talento y cultivar sosegadamente las letras. De cualquiera modo que esto fuese, él dejó de una vez la carrera militar, y en 1584 publicó aquella novela pastoral, con la que se granjeó inmediatamente un nombre distinguido en el mundo literario.

Eran entonces del gusto popular las pastorales, que la Diana de Montemayor había hecho de moda. Esta obra, además de tener para sus contemporáneos el interés de la verdad, rebozada con la máscara pastoril, presentaba también el mérito de una invención agradable, escrita con buena prosa y adornada con algunos versos felices. Sus defectos son muchos. Cervantes en el famoso escrutinio notó algunos y omitió otros; pero el episodio del moro Abindarráez podía compensar muchas faltas. Gil Polo, uno de sus continuadores, fue quien más se acercó a su reputación. Sin embargo de ser su invención más pobre, y menos natural su estilo, la Diana enamorada, compuesta por un poeta más hábil, salió adornada de mejores versos, y esto bastó para que se la tuviese por igual o superior a su modelo: con efecto, ni en Montemayor ni en ningún otro poeta de entonces se podía encontrar un idilio tan bello como la Canción de Nerea.

La Galatea, escrita con más fuerza de imaginación y con un estilo más valiente y pintoresco, fue recibida con bastante aplauso, pero no pudo alcanzar a la celebridad de las otras pastorales. Cervantes no conocía todavía el verdadero carácter de su talento, y aquel mundo ideal y ficticio, sin fundamento ninguno en la realidad ni en la naturaleza, no convenía a su pincel. Así es que sus pastores dejan frecuentemente de ser sencillos y tiernos, por hacerse ingeniosos, pedantes y disputadores. La acción principal se olvida con el tropel de episodios, brillantes a la verdad, pero que ninguna conexión ni armonía tienen con ella; y los versos, en fin, siendo tantos y generalmente tan malos, acaban de amortiguar el gusto que podía producir su lectura con la ingeniosidad que se encuentra en muchos pasajes y con la brillantez general de los colores. El mismo la juzga con una severidad bien laudable en su escrutinio, y no hay para qué apelar de una sentencia tan imparcial y tan justa2.

Poco después de publicada la Galatea se casó Cervantes con doña Catalina de Palacios Salazar, una señora de Esquivias a quien por aquel tiempo galanteaba3. Estrechada con el nuevo estado su situación ya miserable, fuele forzoso buscar nuevos medios para subsistir, y creyó encontrarlos en su talento poético, dedicándose al teatro. La necesidad pues le obligó a hacer comedias, recurso incierto y precario para los autores, y nada ventajoso a los progresos del arte, en que el talento, envilecido, en vez de dar la ley, la recibe del capricho y de la ignorancia ajena, y convertidas en mercaderías las producciones del ingenio humano, se trabajan a destajo y se venden con menosprecio. De esta ocupación a que entonces se entregó Cervantes resultaron veinte o treinta comedias4, que si han de juzgarse por El trato de Argel o La Numancia, dadas a luz en nuestros días, bien merecían todas el olvido en que desde luego quedaron sepultadas. Acaso de tan severo fallo pudiera salvarse La Confusa, comedia de capa y espada de que Cervantes hace mención en diferentes escritos con una predilección particular y como representada con mucho aplauso. Y en efecto, si en la invención, caracteres, costumbres y diálogo de aquel drama había ya algún anuncio de lo que el autor había de ser después en el Quijote y en las Novelas, su pérdida debe ser sensible a cuantos se interesan en la historia de las letras españolas.

No debieron ser muy grandes los provechos que Cervantes se proporcionaba con esta poco noble ocupación, cuando a los cuatro años de empezarla se le ve seguir otros rumbos de subsistencia y de fortuna. Errante y vagando por diferentes partes de España, buscaba y no hallaba una colocación que sus talentos, sus virtudes y sus servicios tenían tan merecida. Ocupóse muchos años en comisiones temporales, como la de ayudar a los proveedores de las armadas en Sevilla, la de recaudar atrasos de la real Hacienda en el reino de Granada, y en otros encargos de igual naturaleza, que, si bien remediaban la necesidad presente, no le dejaban recursos para lo futuro. Por los años de 1590 solicitó que se proveyese en él alguno de los empleos vacantes en Indias, y el despacho que tuvo su demanda fue que buscase por acá en que se le hiciese merced. No la buscó, o no la halló, o no se la quisieron hacer, puesto que se le ve volver a la faena precaria de sus ejecuciones, y con tan poca fortuna, que tuvo la desgracia de ser reconvenido por ellas, y aún encarcelado en Sevilla. Poco después fue puesto en libertad bajo fianzas, para que viniese a rendir sus cuentas en la corte y satisfacer el pequeño alcance que contra él resultaba. A estas poco gratas noticias que han dado de sí las investigaciones hechas últimamente sobre esta época de su vida, añade la tradición que no mucho tiempo después fue también preso en un lugar de la Mancha, de resultas de una comisión cuyo objeto no ha podido averiguarse todavía.

Maltratado así de los hombres, y contrariado por la fortuna, había entrado Cervantes en la jurisdicción de la vejez sin que se hubiese desenvuelto en su ingenio aquella fuerza colosal que le iba a dar la primacía entre los escritores españoles; mas ni los años ni los contratiempos, ni la naturaleza de sus ocupaciones, igualmente triviales que enfadosas, pedían apocar aquel ánimo, ya otro tiempo tan generoso y libre en las mazmorras de Argel. Detenido en las prisiones de Argamasilla, donde la misma tradición señala el punto de su último desaire, concibe la idea de su Don Quijote, y la realiza con la portentosa facilidad que su mismo contexto manifiesta. La obra se publicó en 1605, cuando Cervantes contaba cincuenta y ocho años de edad: así un vuelo de fantasía tan alto y extraordinario es dado en una época de la vida en que apenas hay escritor, por vigoroso que sea, que no sienta desmayar sus bríos; y el libro más ingenioso y festivo que ha producido el entendimiento humano se escribe en una cárcel, «donde, como su autor dice, toda incomodidad tiene su asiento, y todo triste ruido hace su habitación.»

Estaba entonces entregada la mayor parte de los hombres a una clase de lectura extravagante, que viciaba la educación, corrompía las ideas de la moral, estragaba las costumbres, y usurpaba con las invenciones más monstruosas la atención debida sólo a la belleza. Inundaban los libros caballerescos a España, y sus despropósitos eran la admiración de los idiotas, el entretenimiento de los ociosos, y tal vez distracción indigna de los discretos. «Yo acabaré con esta peste», dijo entre sí Cervantes, y su imaginación grande y festiva le presentó el héroe que había de anonadar a tantos y tan acreditados paladines. No eran bastantes ya contra ellos ni una invectiva seca, ni un juicio aislado como los que se habían hecho hasta entonces: débiles reparos contra un contagio tan grande, y que, incorporados la mayor parte en obras que el pueblo no leía, de nada servían al pueblo. ¿Qué aprovecha que un crítico escriba para otros críticos lo que ellos acaso se pensarán sin él? Por esto las declamaciones de Luis Vives, Alejo Venegas y otros sabios contra los libros caballerescos eran superfluas, cuando el vulgo, embebecido con ellos, ni las leía ni las podía entender. Es preciso para desarraigar un vicio general que el remedio también lo sea.

Y aún se necesitaba más entonces. Puesto que las gentes se agradaban tanto de la lectura que se intentaba destruir, el fin no se alcanzaba si no se sustituía otra que fuese igualmente grata, y si no «se suplía la pérdida de tantos libros con uno que venciese a los demás en novedad y en placer; que, rico con todos los adornos de la imaginación, se apoyase en los principios del gusto y de la verdad, y en donde la invención y la filosofía, acordes, agradasen y suspendiesen a toda clase de personas en todos los estados de la vida.

Tal fue el Don Quijote, donde no se sabe qué admirar más, si la fuerza de fantasía que pudo concebirle, o el talento divino que brilla en su ejecución. Cuando en la conversación llega a mentarse este libro, todos a porfía se extienden en su elogio, y el raudal de sus alabanzas jamás se disminuye, como si saliera de una fuente inagotable. El uno ensalza la novedad y felicidad del pensamiento, el otro la verdad y belleza de los caracteres y costumbres; éste la variedad de los episodios, aquel la abundancia y delicadeza de las alusiones y de los chistes; quién admira más el infinito artificio y gracia de los diálogos, quién la inestimable hermosura del estilo y la propiedad de su lenguaje.

Todas estas dotes, que esparcidas hubieran hecho la gloria de muchos escritores, se encontraron reunidas en un hombre sólo y derramadas con profusión en un libro. Y no deja de entrar a la parte de la maravilla la consideración de la época. Pues aunque el siglo XVI sea por tantos respetos acreedor a nuestra admiración y gratitud, ni el carácter que entonces tenía la ilustración, ni la calidad y mérito de los autores que a la sazón sobresalían entre nosotros, ni, en fin, el tono general de nuestras letras, ni aún de nuestros gustos y usos, podían prometer una producción tan original y tan grande, y al mismo tiempo tan graciosa. Ella a nada se parece, ni sufre cotejo alguno con nada de lo que entonces se escribía; y cuando se compara el Quijote con la época en que salió a luz, y a Cervantes con los hombres que le rodeaban, la obra parece un portento, y Cervantes un coloso.

Empéñense en buen hora los que se precian de críticos en analizar las bellezas de esta fábula y examinar cómo el escritor supo hacer de su héroe el más ridículo y al mismo tiempo el más discreto y virtuoso de los hombres, sin que tan diversos aspectos se dañen unos a otros; cómo en Sancho empleó todas las formas de la simplicidad; qué de recursos se supo abrir en estas variedades imperceptibles, sin ofender a la unidad de los caracteres; cómo supo enlazar a su fábula los lances que parecían más lejanos de ella, y hacerlos servir todos para realzar la locura del personaje principal; de dónde aprendió a variar las situaciones, a contrastar las escenas, a ser siempre original y nuevo, sin desmentirse ni decaer nunca, sin fastidiar jamás. Todo esto pertenece al genio, que se lo encuentra por sí solo, sin estudio, sin regla y sin ejemplares.

Así aparece tanto más vano, por no decir importuno, el empeño de los hombres doctos que se han puesto a desentrañar las bellezas de este libro, ajustándole a reglas y a modelos que, no teniendo con él ni semejanza ni analogía alguna, de ningún modo pueden comparársele. Si su autor pudiera levantarse del sepulcro, y viera a los unos apurar su ingenio, a otros su erudición, a otros su cavilosa metafísica, y a todos sudar para hacer del Quijote una obra a su modo, quizá les dijera con compasión y con risa: «En balde os afanáis si con esa disposición doctrinera pensáis gustar de mi libro ni hacer entender lo que vale. ¿Qué hay en Homero de común conmigo, ni en Aquiles con Don Quijote, ni qué tienen que hacer aquí Macrobio y Apuleyo, Aristóteles y Longino? Todo ese aparato de erudición y principios podrá servir a vuestra ostentación; mas para explicar mi obra es del todo insignificante y superfluo. La naturaleza me presentó a Don Quijote, mi imaginación se apoderó de él, y un feliz instinto hizo lo demás. Así, cuando habláis de imitaciones épicas, de intenciones metafísicas y sutiles, de artificio y pulimento, me asombro de ver que haya en mi libro tantas cosas en que no pensé, y que sea menester tanto trabajo para descifrar y dar precio a lo que a mí no me costó ninguno.»

Cervantes tendría razón: la gracia no se explica ni el genio se compara, ni caen uno y otro bajo la jurisdicción estrecha de reglas convenidas y de ejemplares anteriores. El elegante académico que analizó el Quijote, al frente de la bella edición española hizo prueba en su discurso de erudición acendrada, de gusto exquisito, de penetración y de filosofía; pero su obra, estimable a tantas luces, flaqueó desgraciadamente por la base, y descontenta por el tono. La mayor parte de las reglas y ejemplos de que el crítico se vale son superfluos, y aún contrarios a veces a lo mismo que se propone; y su gravedad, su método, su aliño y su compostura desdicen de la gracia y abandono inimitable del libro que así diseca. Engañóle el ejemplo de Addison, y creyó que podía hacerse con el Quijote lo que aquel sabio inglés había hecho con el Paraíso perdido5. Pero la diversidad es inmensa, para no ser vanos sus esfuerzos; y una página de Sterne, que en su humor y en su espíritu tenía tanta analogía con Cervantes, nos enseñaría su secreto harto mejor que las laboriosas vigilias de sus doctos comentadores.

Al tratar Voltaire en sus Misceláneas de que el espíritu humano no hace otra cosa que reproducirse, y que las obras que más admiramos son imitaciones de otras más antiguas, dice que el tipo de Don Quijote fue el Orlando del Ariosto6. Es preciso sin duda admirar a este escritor como uno de los mayores pintores que ha tenido la poesía. Pero ¿cuál es la relación que puede haber entre dos locos de manía tan diferente? ¿Entre un cuadro todo quimeras y otro todo verdad? Entro un libro de caballerías y una sátira de semejantes libros? ¿Entre la libertad que se permite el italiano y el tino y sabiduría con que camina el español?

Y aunque se concediese que en algunos pasajes la manera del uno es semejante a la del otro, ¿cuántos requisitos más acompañan al Quijote que no pudieran tomarse de Ariosto ni de otro escritor ninguno? ¿Se halla por ventura en aquel poeta el tono de sensibilidad dulce y afectuoso que tan frecuentemente se halla en el libro de Cervantes? ¿Quién le enseñó el arte dificilísimo del diálogo en que nuestro escritor no ha encontrado hasta ahora quien le venza, y a duras penas encontrará quien le iguale? ¿De dónde en fin, pudo aprender el encanto continuo de aquella dicción maravillosa, tan apacible y tan pura, tan en armonía siempre con el objeto que pinta; candorosa, natural y fluida en las narraciones, ingeniosa y festiva en las burlas y donaires, animada y verdadera en los razonamientos; soberbia, rica y ambiciosa en las descripciones?

No: el Quijote no tuvo modelo, y carece hasta ahora de imitadores7: es una obra que presenta todos los caracteres de la originalidad y del genio, un poema divino a cuya ejecución presidieron las gracias y las musas. Su publicación fue un rayo que deshizo en un momento las ilusiones de la caballería; y el tropel de libros que atacó, tan universalmente derramados y tan gratamente acogidos, desapareció de tal modo que ya sólo en el Quijote dura la memoria de que fueron: triunfo admirable y singular, digno del mérito de la obra, y gloria en que autor ninguno puede competir con Cervantes8

Así, contra el destino y condición de las sátiras, cuya vida, por la naturaleza misma de su objeto y de sus medios, es por lo común tan corta9

, se reservó al Quijote el privilegio extraordinario de ir adquiriendo nueva vida y lustre nuevo al cabo de dos siglos que los libros de caballería y sus ilusiones extravagantes están sepultados en olvido. El interés vivo o inmenso que anima todas las partes de esta fábula no se limita a una sola época ni tampoco a un solo país. Desde que su autor la dio a luz, las prensas no se cansan de estamparla ni los ojos de leerla. Todas las naciones cultas la han hecho suya: los nombres de Don Quijote y Sancho son conocidos en las regiones más apartadas, y mentados en los ángulos más remotos de la tierra; y estos dos personajes humildes, nacidos en la fantasía de Cervantes, vencen en celebridad a los héroes más ilustres de la fábula y de la historia.

No es posible ciertamente hablar de esta obra singular sin una especie de entusiasmo, o si se quiere, de intolerancia, que se rebela contra toda idea de critica y de examen. Por eso causa tanta extrañeza, y no sé si diga ira, la gravedad impertinente conque algunos desdeñan este libro, tachándole de frívolo y de insípido a boca llena. Llamar la atención de estos hombres a su mérito y hermosura sería tiempo perdido. ¡Frívolo un libro que corrigió a su siglo! ¡Insípida una lectura que por su portentosa invención, su discreción ingeniosa, y sus sales inimitables y nativas se ha hecho universal en el mundo! Que señalen pues una donde el agrado, efecto inseparable y eterno de las buenas obras de invención, sea tan completo y suba a un grado tan alto. Extravagante censura a la verdad, y cuyos autores, tan ingratos como inconsecuentes, se hacen más dignos de compasión que de respuesta: sus labios jamás se abrieron a la risa ni su corazón a las gracias.

Todavía es más infeliz el anhelo de los que, poseídos de la rabia gramatical o de la manía de singularizarse, pretenden hacerse valer buscando y señalando lunares en lo que admiran los demás. ¿Y qué es lo que consiguen, al fin, con sus miserables reparos y con sus quisquillas pueriles? Los pasajes notados como defectuosos hacen con su donaire salir la risa a los labios de los oyentes; el descuido, aunque le haya, se cubre con la magia del talento; la gracia triunfa, y la crítica, desairada y corrida, se ve reducida al silencio.

Pues qué, ¿no tiene defectos el Quijote? Tiénelos sin duda, y con ser tan fáciles de conocer, todavía eran más fáciles de enmendar. El autor al parecer no quiso hacerlo, y estoy por decir que hizo bien, pues con ellos campea más el singular ingenio que recibió de la naturaleza. Táchense en buen hora como superfluas las dos novelas del Curioso impertinente y del Capitán cautivo; pero ¿quién es el que se atreve a arrancar estas preciosas narraciones de la fábula en donde sobran? Hay en ella sin duda descuidos de lenguaje, repeticiones, inadvertencias de narración, anacronismos; mas ¿qué otra cosa prueban sino la facilidad y abandono con que la obra se escribía? Escapábase como riendo y jugando de la pluma de Cervantes aquel raudal inagotable de gracias y de bellezas, sin que le costasen el menor esfuerzo ni le obligasen a la más leve fatiga. Así los defectos del Quijote, partiendo, como parten, del exceso mismo de su fuerza, en vez de consolar a la flaqueza humana, no sirven a otra cosa que a confundirla y a desesperarla10.

Las cuatro ediciones que se hicieron de esta obra en el mismo año (1605) en que se dio a luz, prueban de una manera nada equivoca la grande aceptación que tuvo desde luego. Parecía pues excusado, como han dicho muy bien sus dos últimos biógrafos, que Cervantes escribiese el Buscapié con el fin de excitar la curiosidad del público hacia su libro, porque ninguna necesidad tenía de ello; mas la tradición conservada hasta nuestros días, y el testimonio de una persona veraz, que aseguraba haber visto y leído este opúsculo11, desvanecían al parecer toda duda sobre su existencia. Pellicer, sin embargo, ha combatido después esta opinión con razones harto poderosas, y la existencia del Buscapié, tal como se le ha pintado hasta aquí, es ahora muy dudosa, y mucho más que Cervantes le escribiese. La cuestión en el estado que hoy día tiene está reducida a conjeturas más o menos probables, y por lo mismo es ociosa mientras no se descubra algún ejemplar de aquel opúsculo. El hallazgo sería sin duda precioso, pues en la suposición de ser obra del mismo Cervantes para indicar la intención segunda y misteriosa de su libro, el Buscapié sería el más excelente comentario del Quijote, y enseñaría el verdadero rumbo para explicar sus alusiones secretas, las cuales, si es que las hubo, en sentir de muchos están todavía por descubrir.12

Al tiempo en que se publicó la primera parte del Don Quijote vivía Cervantes con su familia en Valladolid, donde la corte se hallaba, y como la suerte quisiese hacerle pagar con un desaire la palma literaria que acababa de conseguir, aguardó a aquella ocasión para uno de los más amargos desabrimientos que pudieran sucederle. En un encuentro que hubo junto a su casa entre dos caballeros la noche del 27 de junio de aquel año ( 1605 ), fue herido mortalmente uno de ellos, llamado don Gaspar de Ezpeleta, natural de Navarra, joven y dado, según la costumbre de entonces, a rondas y a galanteos. Dio voces, pidió socorro, y cayendo y levantando, con la espada desnuda en una mano y el broquel en la otra se acogió al portal de la casa de Cervantes. Acudió éste a los gritos del herido, y entre él y otro morador de la casa le subieron a la habitación de doña Luisa de Montoya, viuda del cronista Esteban de Garibay, que también allí vivía. Murió Ezpeleta en la mañana del 29, y de resultas de las diligencias judiciales practicadas para la averiguación de aquel funesto lance, Cervantes, su hija doña Isabel de Saavedra, su hermana doña Andrea, y la hija de ésta, doña Constanza de Ovando, fueron puestas en la cárcel, sin que valiesen al escritor sus canas y sus respetos, ni a ellas su sexo y su calidad. Sospechóse de pronto que la pendencia había sido originada por competencia de galanteo dirigido a la hija o a la sobrina de nuestro escritor, lo cual dio motivo a aquel rigoroso procedimiento, que por fortuna duró pocos días, porque, desvanecidas las sospechas con las declaraciones de los interesados, o calmadas con las diligencias que se hicieron en su favor, se les dejó primeramente salir de la prisión bajo fianzas, y poco después se les alzó la carcelería, terminándose así la causa sin resulta ninguna de consecuencia13.

Luego que la corte se restituyó de Valladolid a Madrid, se vino también Cervantes a esta villa, donde estableció su residencia por el resto de sus días. Allí vivió pobremente a la verdad, pero apartado de negocios y de afanes, entregado todo a las letras, y procurando conservar con sus estudios y sus tareas el distinguido nombre que había sabido adquirir entre los escritores de su nación. A esta época de su vida, que se puede llamar exclusivamente literaria, pertenece la ejecución de la mayor parte de sus obras, el favor que encontró en algunos grandes, sus disgustos y rencillas con los poetas de su tiempo, y también sus devociones, pues en estos últimos años es cuando se le ve alistarse en las cofradías religiosas más acreditadas de Madrid. De estos diferentes objetos lo verdaderamente interesante son las producciones; pero es fuerza decir algo de los demás, siquiera por no pasar absolutamente en silencio unos hechos que los demás biógrafos refieren, y que, aunque sean de menos importancia, no dejan de tenerla en todo caso por pertenecer a Cervantes.

La reputación del Don Quijote, que al principio fue toda popular, pasó al cabo de algún tiempo del vulgo a los hombres de letras y a los doctos, entre los cuales empezó a hacer el mismo ruido que entre la gente común. También empezó a hacerse cabida en el gran mundo; y de aquí procedió sin duda la acogida y aprecio que debió su autor al virtuoso arzobispo de Toledo don Bernardo Sandoval, y al conde de Lemos, nombre entonces tan justamente querido y tan sonoramente cantado por las musas españolas. Esta celebridad hizo levantarse a la envidia, que inspiró todo su veneno a los poetas, confundidos con la superioridad de Cervantes: él, desgraciado y oscuro, manteniéndose acaso de la compasión ajena, no tenía otra riqueza ni otro bien que la gloria de su libro; los poetas, encarnizados, se conjuraron a arrebatársela.

Sería ciertamente tan injusto como opuesto a la verdad confundir a los dos Argensolas con esta villana caterva. Puestos entonces en el grado más alto de reputación literaria, y en el lugar más preferente de aprecio y confianza con el conde de Lemos, no podían recelar que Cervantes les hiciese sombra, y no es de creer que fuesen movidos por el mismo espíritu que los otro, malsines envidiosos. No sabemos cuál era la conexión que tenía con ellos ni las obligaciones que recíprocamente los unían, aunque si se considera el carácter reservado y desabrido que aquellos dos aragoneses presentan en sus escritos, y se compara con el genio expansivo y simpático de Cervantes, debían conformarse muy poco. Él, con mengua de su buen gusto y de su juicio, les había dado unos elogios tan desmedidos en la Galatea y en la primera parte del Quijote14, que tenía derecho a esperar le cumpliesen las promesas que le hicieron cuando, nombrado el Conde virey de Nápoles, se los llevó a Italia consigo. Estas promesas, ya fuesen hechas por mero cumplimiento, ya se olvidasen después entre la muchedumbre de ocupaciones y la novedad de los objetos que distrajeron a los dos hermanos, es cierto que no tuvieron efecto ninguno, y que dieron lugar al resentimiento de nuestro escritor. Él le consignó delicadamente en el Viaje al Parnaso, y sin dejar de bajar respetuosamente la cabeza ni de aplaudir al mérito poético que en ellos se reconocía, hizo manifiesta al mundo la queja de su amistad y no volvió jamás a hacer mención de ellos en sus escritos.

Y como si el autor del Viaje no hubiese distinguido de un modo claro y preciso las dos consideraciones de amigos y de poetas, el impertinente Villegas, en una composición monstruosa15; se atrevió a zaherirle de mal poeta y a llamarle quijotista bajo el pretexto de vengar al menor de los dos hermanos, maestro suyo y a quien Cervantes ciertamente no había hecho más agravio que el de elogiarle con demasía. Es de creer que el insulto violento de Villegas no llegó a su noticia, pues las Eróticas no se imprimieron hasta dos años después de su fallecimiento. En caso de haber llegado, Cervantes, después de aplaudir el talento de versificar y la facilidad en componer en su joven y petulante detractor, pudiera enviarle a la escuela a aprender el tino, la decencia y el buen gusto que ni su maestro Argensola ni los modelos antiguos que él afectaba seguir le habían enseñado.

Más graves fueron las consecuencias de su supuesta rivalidad con Lope de Vega. No podía, con efecto, haberla entre dos escritores de genio, gusto y talentos tan diferentes; y sea que Cervantes conociese su propia fuerza, o sea que la ignorase, no es posible que presumiese medirse con un hombre que entonces era el ídolo del vulgo y el numen de la poesía española. Como autor del Don Quijote, Cervantes se había puesto a una inmensa distancia de Lope y de los demás escritores de entonces, para poder sufrir comparación con él ni con otro alguno; pero como escritor de versos y de comedias, la comparación, mucho más fácil, no era nada ventajosa. Reconocía él esta superioridad de buena fe, y las alabanzas que estuvo dando toda su vida a aquel fecundo poeta salen del corazón y no tienen nada de equívocas ni forzadas. Pero sucedióle, cuando habló de sus comedias en el Don Quijote, lo que a tantos otros acontece cuando intentan hablar razón entre gentes acaloradas. La crítica urbana, justa y moderada que allí hizo se tuvo a desacato por los apasionados de Lope, o más bien por los que idolatraban sus defectos porque a la sombra de ellos justificaban sus propias extravagancias. Alzaron pues el grito, y lanzaron sobre Cervantes todos los tiros que les suministró su rabia para vengar a su Apolo dramático de aquel atrevido sacrilegio.

Uno de ellos, más furioso o más simple, disfrazándose con el nombre de un licenciado Avellaneda, tuvo osadía para querer igualarle, y se puso a hacerla continuación de una obra cuyo mérito sin duda estaba muy lejos de comprender. ¡Ignorante! Escribir un Quijote, y decir que lo hacía para mejorarle y porque su primer autor no tenía talento para proseguirle. ¿No sabía el insensato que la crítica más ardua es la del ejemplo, y que su desempeño está sólo al alcance de un hombre superior?

Tachaba de humilde el escrito de Cervantes, y el infame se burlaba de él porque era viejo, manco y pobre; como si Lope, Villegas, los Argensolas y todos los poetas de entonces juntos pudiesen contrapesar el mérito literario de un sólo capítulo del Quijote, y como si la pobreza y manquedad de Cervantes, poniendo en descubierto la ingratitud de su siglo, no añadieran lustre a la veneración que se le debe. Pero estos insultos, que no merecen la atención de la posteridad, estarían ya sepultados en olvido si no fuera tan eminente el escritor contra quien se asestaron. Ellos prueban, por otra parte, lo que se ha dicho más de una vez, y es que un crítico necio es por lo común hombre malo16. ¡Qué dignidad, al contrario, y qué decoro en la defensa de Cervantes! Para confundir y resolver en polvo a su adversario no tuvo más que presentarse y publicar la Segunda parte del Quijote, superior todavía en corrección y en gusto a la primera. Contentóse con burlarse, en algunas partes de ella, de la poca gracia de su antagonista, advirtiéndole festivamente que el hacer un libro costaba más trabajo que lo que se pensaba. Si todos los autores se defendieran del modo que Cervantes, la caterva de insolentes detractores no se atrevería a ladrar tanto, y las guerras literarias serían menos escandalosas.

El primer fruto de la ociosidad filosófica a que Cervantes se entregó en la última época de su vida fueron las Novelas, publicadas en 1612 y dedicadas al conde de Lemos. Habíanse escrito en diferentes tiempos, según que los sucesos, los caracteres y las costumbres que en ellas pintase habían presentado a sus ojos y a su fantasía. Algunas de ellas habían precedido al Quijote, y las dos, que como en muestra incluyó en la primera parte, debieron preparar el camino para la ventajosa acogida que tuvieron las demás. A la verdad Cervantes no pudo después ni adelantarse, ni aun igualarse a sí propio; y el Curioso impertinente y el Capitán cautivo, cada una en su género, están al frente de sus novelas y quizá de todas las del mundo. Entro las que dio a luz después campean con una indisputable superioridad las que versan sobre imitación de las condiciones comunes y costumbres ridículas de la sociedad, y se dirigen a su corrección. Rinconete y Cortadillo, el Coloquio de los perros y demás de esta clase son pinturas superiores y exquisitas, donde luce con toda su gracia y maestría el pincel que dio vida al paladín de la Mancha. En las otras, que pueden llamarse cuadros de mera curiosidad y fantasía, podrá desearse a veces más calor en los afectos, más variedad y determinación en los caracteres; pero no más verdad, no más invención, no una disposición más atinada, no, en fin, más interés de narración ni más elegancia y propiedad de estilo. Dos siglos han pasado ya por esta colección preciosa, y todavía conserva su aceptación primera, aunque las ideas, las costumbres y la fisonomía exterior de los hombres sean enteramente diversas de las que allí se pintan. Él dijo al frente de ellas que era el primero «que novelaba en lengua castellana»; pudiera decir también el último, pues sus numerosos imitadores no han hecho en sus novelas, ya olvidadas, más que demostrar la excelencia de su modelo y la inmensa distancia a que están de él17.

El Viaje al Parnaso, publicado en 1614, es composición muy diferente. El estilo y la idea primera están tomados de un opúsculo italiano escrito en el siglo XVI por César Caporali; pero lo que en el original es un viaje particular, sin otros sucesos que los que comúnmente acontecen a los viajeros que van a reconocer y presentarse en un sitio que no han visto, es en la imitación una expedición guerrera, con lo cual se agrandan las proporciones y formas del cuadro, y la acción toma más aparato, vivacidad e interés. Quería Cervantes en esta obra hacerse justicia a sí mismo, ya que su siglo no se la hacía, y suponiendo el Parnaso asaltado de los malos poetas, fingió que Mercurio venía a España a solicitar el socorro de los buenos, y que le tomaba a él mismo por consejero para elegirlos. Cervantes, como es de presumir, marcha con ellos y se halla en la expedición. Bien se deja ver cuánto prestaba para la sátira y el elogio esta invención ingeniosa, que ya se ha hecho demasiado común. Pero la obra tiene dos defectos, por desgracia harto esenciales: el primero es la poca cordura que el autor guarda en las alabanzas; y la exageración vaga de la que tributa a los buenos y ya conocidos escritores no tiene comparación sino con el exceso de las que prodiga a poetas oscuros o enteramente desconocidos: extremos uno y otro de que debía guardarse en un libro de crítica literaria. Añádese a este mal otro mayor, que es el de estar el Viaje escrito en verso, y perder de este modo Cervantes todas sus ventajas. La adjunta al Parnaso, diálogo en prosa que le sirve de apéndice, se lee con más gusto que todo lo demás, y manifiesta el verdadero modo de haber desempeñado el pensamiento con aprobación y agrado universal. Pero Cervantes, a pesar de la protesta desengañada que hace al principio18

, quiso en esta obra volver por su mérito poético y manifestar que él sabía y podía hacer versos como otro cualquiera. Compúsola en tercetos, que, como versificación, servirían en su desempeño a probar mejor lo que intentaba. Pero aun cuando sus fatigados esfuerzos no sean del todo infructuosos y produzcan a las veces algunos versos y períodos felices, la obra en general se resiente de la incapacidad natural de Cervantes para versificar. Sucedióle esto mismo en todas sus demás poesías; y un escritor tan ingenioso y tan rico, tan admirablemente poeta en prosa, si es permitido hablar así, cuyo estilo suspende por su gala, por su armonía y por los colores que su imaginación sabe dará cuanto pinta, encadenado con las trabas de la medida y de la rima se arrastra con pena, tropieza a cada paso, cae no pocas veces, y nada acierta a decir con felicidad y desahogo. Huía la poesía de sus versos desgraciados, sin que pudiera conciliarla con ellos ni la ciega afición de Cervantes ni su continuo ejercicio en componer: semejante a aquellos árboles que, frondosos y bellos con la libertad de las selvas, trasladados al recinto de los jardines pierden su lozanía y se marchitan.

Como su principal objeto en el Viaje al Parnaso fue la vindicación de sí mismo, quiso en uno de sus episodios dar idea de su situación desgraciada. Llegados los poetas al Parnaso, Apolo los recibe en un jardín, y señala a cada uno el sitio que le corresponde. Los asientos se ocupan, y no queda ninguno a Cervantes. En vano para lograrlo refiere todas sus obras, manifiesta todos sus méritos y se apoya en la primacía de su talento para inventar: Apolo le aconseja que doble la capa y se siente sobre ella; más tan miserable estaba, que no la tenía, y tuvo que quedarse en pie a pesar de todos sus merecimientos. Estas ingeniosas quejas de Cervantes no hacen a la verdad honor ninguno a su siglo: él, desairado e indigente entre los demás poetas que gozaban de crédito y de riquezas, es una contradicción que verdaderamente escandaliza.

Sus protectores fueron pocos y tibios en favorecerle. Ignórase que recibiese nada del personaje a quien dedicó la Galatea. El duque de Béjar, cuya protección buscó para la primera parte del Quijote, después de admitir dificultosamente este obsequio, alzó la mano en los favores que le dispensaba, instigado, según se dice, de un religioso cuya autoridad era grande en su casa. Añádese que Cervantes retrató al vivo el carácter de este impertinente en el eclesiástico con quien altercó Don Quijote. El religioso pues y Cervantes eran incompatibles: venció el primero; y el Duque, olvidando al escritor, se llenó de ignominia a los ojos de la posteridad, irritada de la preferencia.

Los que más favorecieron a Cervantes fueron el conde de Lemos y el arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandoval, que miraron por su subsistencia y le señalaron pensión para vivir. ¡Con qué efusión de corazón eternizó él estos favores19! Pero llegaron cuando ya era viejo, y por otra parte no le sacaron de pobre. El Conde, de cuya pasión vehemente a las letras podía esperarse más, estaba ausente; y tal vez, participando de la injusticia del tiempo, apreció más los versos de los Argensolas que las invenciones de Cervantes.

Quizá también a esta desgracia continua de su vida contribuyó en alguna manera la índole particular de su talento. A pesar de tantas investigaciones y de cuanto acerca de él se ha averiguado, es muy de recelar que aún no conozcamos bien la fisonomía moral de este personaje tan célebre. El que nos pintase con candor cuál era su trato íntimo con su familia y con sus amigos, su porte y conducta particular con los hombres de letras, su modo de rendir respetos a los grandes; en fin, su ademán, su aire y su conversación en el mundo, éste nos daría mejor que nadie la razón de sus reveses y de su poco valimiento. Considérese que a la intrepidez y desahogo de soldado, a la superioridad que da al hombre la experiencia de los grandes trabajos y de los grandes peligros, al conocimiento, en suma, de la propia fuerza, se unía en Cervantes la propensión a observar las flaquezas, ridiculeces y extravagancias de los hombres, y el talento de pintarlas con tan viva propiedad y tan chistoso donaire. No era fácil, por cierto, a quien con semejantes cualidades poseía una arma tan ocasionada irse siempre a la mano y dejar de usarla en momentos de mal humor o en momentos de imprudencia. Somos los hombres arrastrados sin querer a lo que nuestro natural nos inclina; y el que ya casi luchando con las bascas de la muerte se pone con tanta gracia en el fragmento que va al frente de Persiles a pintar la montura, arreos y balona del estudiante pardal que le saluda en el camino de Esquivias a Madrid, y nos hace reír tan a costa de aquel pobre entusiasta, nos manifiesta bien claro lo que sería en sus mejores tiempos, cuando el vigor de los años y la confianza propia de ellos le diesen bríos para todo. Dígase, sin menoscabo de las eminentes virtudes y respetable carácter de Cervantes: la habilidad de remedar y zaherir es tan peligrosa a los que la tienen como odiosa a los que la experimentan. Nosotros le admiramos por ella, pero sus contemporáneos podrían muy bien resentirse de sus burlas y alejarse de su alcance: en esta suposición tan verosímil la indiferencia y desvío que usaron con él son menos extraños, y el desamparo de aquel grande escritor acaso menos injusto.

Al culto y penetrante Ríos no era fácil se ocultase la disonancia en que iban a estar con su elegante y esmerado retrato de Cervantes el sayal franciscano de la orden Tercera y los ejercicios de cofrade. Dejólos pues en silencio, y con tanta mayor razón, cuanto pudo también creerlos poco esenciales a la idea que se propuso dar de aquel insigne escritor. No así los dos posteriores biógrafos, que han insistido en estos pormenores, el uno por curiosear, y el otro por condescendencia. Los hechos son ciertos, y Cervantes fue sin duda alguna individuo de la congregación religiosa del oratorio de la calle del Olivar y también de la orden Tercera de San Francisco. Reducidos como estamos a probabilidades en casi todas las cosas personales de Cervantes, no se puede asignar la verdadera causa de esta inclinación ascética, que no deja de ser notable en el autor del Don Quijote. Si en esto no hizo más que seguir la corriente de su siglo, muy dado a semejantes prácticas, sin que por ello hubiese más virtudes, no había para qué hacer más caso de esta circunstancia indiferente, que del ferreruelo con que se cubría y de la balona con que se adornaba. Respetemos sus motivos si con alistarse en las congregaciones religiosas quiso de buena fe dar aquel alimento a su piedad, avivada con la edad y con las desgracias. Si allí, en fin, buscó por política o por precaución un asilo indispensable y necesario en el tiempo y país en que vivía, es preciso encogerse de hombros y tenerle compasión.

Sea de esto lo que fuere, lo que no admite duda es que estas atenciones minuciosas ni apocaron su fantasía, ni le hicieron mudar de rumbo, ni alteraron su juicio, que se conservó entero e independiente aún respecto de cosas que, teniendo más relación con sus nuevas obligaciones, parecía que debían inspirarle mayor cuidado y reserva. Nunca habló de ellas con más desahogo que entonces. Arropado ya con el sayal de la orden Tercera, publicaba en el Viaje del Parnaso que había entrado vestido de romero en Madrid, porque era granjería la apariencia de la santidad20. No son de místico ni de devoto las libertades que se permitía en sus entremeses, publicados siete meses antes de morir, y mucho menos las escenas en la comedia de Pedro de Urdemalas, dada a luz también entonces, en que se mofa y zahiere con un atrevimiento que espanta las socaliñas de los embaidores con motivo del purgatorio21. En medio tal vez de una función solemne de cofradía se le ocurrió el misterioso episodio de Altisidora en el Quijote; y saliendo por ventura de alguna conferencia mística, marcaba en el Persiles con el sello del desprecio la vocación interesada de los menesterosos a la vida solitaria, y la ociosidad libre y vagabunda de los peregrinos de profesión22

. ¿Qué nos hace pues a nosotros que Cervantes fuese o no congregante del oratorio de la calle del Olivar ni tercero franciscano? Sus escritos ciertamente no lo son: la lozanía de su ingenio no recibe menoscabo alguno por ello, y la amenidad de su imaginación ni se seca ni se marchita. El mismo mundo ideal de bellezas, de amores y de lances caballerescos le ocupa cuando viejo y cofrade que cuando mozo y mundano; y la pluma que supo trazar con tanto halago y primor las figuras hermosas de Lucinda, de Zoraida y Dorotea, conserva toda su bizarría y su viveza para retratar con igual vivacidad a la desenvuelta y alegre Preciosa, a la interesante Leocadia, a la arrojada y débil Ruperta y a la amable endemoniada Isabela Castrucho.

Si alguna cosa pudo dar indicios de la decadencia de su espíritu en aquella edad avanzada, fue la publicación de algunas comedias y entremeses suyos en setiembre del año de 1615. Él las dio a luz como en desquite del desaire que los comediantes le hacían en no pedírselas para representarlas; mas realmente no consiguió otra cosa que poner de manifiesto la mucha razón que tenían para proceder con aquella reserva. Ellas no valían la pena de imprimirse, ni tampoco merecen ser conocidas. Nada prueba mejor el desacierto con que están hechas que el empeño de un crítico español en persuadir que se habían escrito así de propósito para zaherir y ridiculizar las disparatadas comedias de aquel tiempo23

. Mas Cervantes, cuando se ponía a componer sátiras de esta naturaleza, sabía darles el carácter correspondiente para que nadie se equivocase en lo que verdaderamente eran; y así, la idea de su moderno editor es una paradoja insostenible. Nuestro autor, aunque poseía una gran parte de las calidades necesarias para ejercitarse con felicidad en un género que podía llamarse el suyo, nunca acertó a hacer comedias, y es porque el rumbo y el objeto que llevaban las que se componían en su tiempo eran muy ajenos del talento que él tenía. Los autores que las escribieron antes de Lope eran, por lo común, poco poetas, y se contentaban con hacer imitaciones frías y prosaicas de la antigüedad. Lope las hizo líricas y novelescas, más bien que morales, porque además de contentar así el gusto y bizarría de la nación, le llevaban por este camino su ingenio, su fantasía y sus demás medios poéticos. Siguiéronle en él y enriquecieron mucho este género Calderón, Moreto y demás poetas dramáticos. Cervantes no podía llevar el mismo rumbo con igual fortuna, porque su ingenio tenía otro carácter. Más observador, más natural, más simple, debían repugnarle todas aquellas aventuras extraordinarias y mal digeridas de que se componían ordinariamente las comedias de su tiempo. Poco diestro en versificar, no podía tampoco darles las galas que los otros, y por consiguiente, las pensaba mal y las ejecutaba peor. Hubiérase propuesto en ellas remedar y corregir las extravagancias y vicios de la vida humana; escribiéralas en prosa, y no en verso, como lo hizo en algunos entremeses que tanta verdad, gracia y donaire tienen, y quizá, y sin quizá, fuera tan buen autor de comedias como excelente novelador.

Pero esta caída, si tal puede llamarse, causada más bien por la flaqueza de Cervantes en parecer poeta, que por su decadencia real, fue altamente compensada con la Segunda parte del Don Quijote, que publicó a fines del mismo año. Con esta producción, uno de los más bellos frutos del ingenio humano, y la más sobresaliente de nuestra literatura, el autor, excediéndose a sí propio, acabó de echar el sello a su reputación y terminó su carrera.

De las demás obras que trabajaba al fin de su vida, sólo dejó concluidos Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que se imprimieron después de su muerte. Habíase propuesto por modelo en ellos la novela griega de Theágenes y Cariclea, y estaba tan contento de su trabajo, que dijo sin rebozo al conde de Lemos que aquel libro sería el mejor de los de entretenimiento. Extraña preferencia, y mucho más extraña haciéndose al frente de la continuación del Don Quijote. Pero los escritores, como los padres, suelen tener más ternura por sus últimos hijos sin más motivo que ser los últimos. Él había dicho al frente de sus novelas que este libro se «atrevía a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no salía con las manos en la cabeza». Pudiera muy bien sucederle este desaire si Cervantes se empeñara en seguir desde el principio hasta el fin aquel encadenamiento de aventuras maravillosas e increíbles que no tienen fundamento alguno ni en la verdad, ni en la verosimilitud, ni en los sentimientos generales de la naturaleza humana, ni en la idea que se tenía de las gentes que allí se pintan24.

Pero por fortuna se cansó muy pronto de soñar, y echó los ojos a las costumbres ordinarias de la vida y a las condiciones comunes, que observaba tan bien y remedaba mejor, y tomó el pincel maestro con que daba vida y gracia a los objetos más triviales. Con él están pintados el maldiciente Clodio, los cautivos fingidos, la taimada peregrina, el baile villanesco en la Sagra de Toledo, el muletero manchego y la moza talaverana, trozos que nada dejan que desear, pues están ejecutados en la más delicada manera de Cervantes, y son la misma verdad, la gracia misma. Alguna otra aventura noble, como los amores del portugués Sousa Coutiño, el lance del polaco Benedre en Lisboa, y particularmente el episodio de Ruperta, presentan una novedad y un interés como si estuvieran imaginados en su mejor tiempo. Una dicción perfecta, la firmeza y la elegancia de estilo, y el despejo y la gallardía de la narración, concurren también por su parte a dar valor a la obra, y a sostenerla sin necesidad de ponerla en comparación con la de Heliodoro; porque en tal caso vence el autor griego sin duda en fuerza de invención, en el acierto del plan, en interés, en igualdad y en nobleza. Nuestro escritor, que había dado en las novelas y en la continuación del Quijote tan altas pruebas de capacidad para graduar y disponer perfectamente una fábula, parece que la desatiende del todo en el Persiles, donde puede decirse que no hay plan, no hay composición, no hay unidad de argumentos. Rómpenla desgraciadamente tantos episodios importunos y desiguales, y rómpenla todavía más la discordancia de los dos tonos tan diversos que reinan alternativamente en la obra, y se quitan recíprocamente el efecto que deben producir. Nada importa que Cervantes sea tan superior en el uno; esto cabalmente no era lo que había anunciado ni lo que promete el vestíbulo magnífico y sorprendente que da entrada a su cuento. Falto también el libro de una intención moral que le dé peso, carece de la importancia que necesitan estas invenciones para hacerse lugar entre los hombres de juicio. Añádese, en fin, la repugnancia que causa ver a Cervantes autorizar en su obra las visiones de la astrología judiciaria, la fuerza de los hechizos, y otras supersticiones groseras de igual clase, que desdicen de la fuerza y superioridad de razón con que se escribió el Quijote. Por estas causas el Persiles ha quedado en la clase de los libros de mero entretenimiento, y son pocos los que, dotados de verdadero buen gusto, suelen repetir su lectura.

Mas hay en él un monumento que le da un realce infinito, y es la dedicatoria, donde se muestra en toda su luz la bella alma de Cervantes. Atacada de una mortal hidropesía, su vida se iba acabando al paso que él finalizaba aquella novela, y ésta estaba ya concluida el día 18 de abril de 1616, que fue cuando le olearon. Entonces, desahuciado de los médicos y esperando a la muerte, en la orilla del sepulcro, cuando los demás hombres, entregados a la incertidumbre, al terror o a la indiferencia, lo olvidan todo o lo aborrecen todo, Cervantes tenía viva en su memoria la gratitud que debía a su bienhechor el conde de Lemos, y con mano mal segura escribió aquella carta singular y elocuente: obsequio el más noble y puro que la beneficencia de un grande ha recibido jamás de las letras.

Murió el día 23 del mismo mes de abril, a los sesenta y ocho años de su edad. Sus funerales fueron oscuros y pobres, como lo había sido su vida. Mandóse enterrar en la iglesia de las monjas trinitarias, y hoy día, confundida su tumba con las otras, no puede distinguirse el sitio donde se debiera escribir:

AQUÍ YACE MIGUEL DE CERVANTES.

Pero la indiferencia de su siglo, que pudo envolverle en esta triste oscuridad, no podía del mismo modo sepultarle en el olvido, y la posteridad, mucho más justa, ha sabido desquitarle con ilimitada profusión de aquellos indignos desaires. Nosotros vemos ahora, con igual satisfacción que maravilla, reunidas en él las prendas más honoríficas de la especie humana, así como en el conjunto de los acontecimientos de su vida contemplamos un espectáculo el más propio para excitar la curiosidad y para ocupar la observación. Los infortunios de su juventud son llevados a colmo por su cautiverio en Argel. Allí, puesto en franquía por su misma desventura de toda traba y respeto social, y considerándose, a despecho de sus cadenas, libre y dueño de sí mismo, se pone en guerra abierta con los bárbaros que le oprimen, y no cesa un momento de conspirar denodadamente para dar libertad no sólo a sí propio, sino también a sus amigos y compañeros. Al paso que los proyectos atrevidos de evasión se repiten por él con más arrojo, los peligros se amontonan sobre su cabeza, y los sacrificios que su misma actividad le prescribe se hacen cada vez mayores. Y ni su audacia se abate, ni su generosidad se cansa, aunque la flaqueza y perfidia de sus cómplices le venda, aunque la ferocidad de los piratas mortalmente le amenace, aunque una desgracia fatal rompa y desbarate todos sus designios. Cinco años pasan así luchando sin cesar con su mala suerte, conservando en medio de tantos afanes y cuidados serenidad bastante para hacer oír la dulce voz de las musas en aquella inculta región, distrayendo y consolando con ella a sus compañeros de servidumbre, y siendo un modelo de amistad y cortesanía con ellos, como de ardiente entusiasmo para con su patria. Vuelve, en fin, a España, y su alma, echada otra vez en el molde estrecho de la sociedad antigua, y comprimida por las leyes, por las costumbres y por la etiqueta, parece que pierde aquel resorte de actividad y osadía que tan señalado le hizo en el África. Pero lo que fue allá entre los bárbaros por su arrojo, lo será aquí entre los españoles por su talento. Él se alzará entre los demás como un gigante, y dará a la lengua y literatura castellana su más estimable joya. El Estado desatenderá sus servicios, los hombres de letras no sólo desconocerán su preeminencia, más ni aún querrán tratarle como a igual; la pobreza y estrechez le hostigarán toda su vida, y en medio de una vejez menesterosa la muerte le asaltará con una enfermedad larga y mortal desde su principio. Mas el temple enérgico de su alma no se desmentirá en estas pruebas, y Cervantes será siempre Cervantes. El mundo ideal creado por su imaginación brillante y risueña le consolará de los amargos desabrimientos del mundo real en que vive; el genio de la gracia y del donaire le cubrirá con sus alas hasta en los últimos momentos, y dándole a beber el presentimiento delicioso de su inmortalidad, le hará más rico y feliz que jamás lo fueron sus ingratos y altaneros contemporáneos.

Hubo sin duda entonces, y las memorias del tiempo nos lo dicen, vanos pedantes, doctores desdeñosos, que le calificaban de ingenio lego, para denotar la grande diferencia que había de ellos a él; considerándole así como un romancista vulgar, propio a lo más para entretener ociosos y hacer reír en un libro. Esto en el mundo literario; porque en el mundo civil, sin que documento ninguno del tiempo nos lo diga, necesariamente era peor. ¡Qué de veces, presentándose en las casas de los próceres del mundo o de los opulentos publicanos, se le haría esperar largo tiempo en la antesala y se le recibiría como un importuno! ¡Cuántos no serían los que le negaban su lado en la plaza, los que esquivaban su saludo en la calle! Y si preguntamos ahora por estos hombres nulos y soberbios, si vamos a saber cuándo existieron, o si existieron por ventura alguna vez, no hallaremos más que el profundo olvido en que yacen, y del que no se levantarán jamás, como si nacidos no fueran; mientras que aquel soldado pobre y desvalido, aquel escritor desairado, vive y vivirá en la memoria y admiración de las gentes con una gloria resplandeciente y sin fin. Para conocer sus facciones se multiplican las estampas, las medallas, las estatuas; para ilustrar su vida las investigaciones, los discursos, los elogios; las ediciones del Quijote se suceden a las ediciones, y la magnificencia de las nuevas eclipsa el lujo brillante de las antiguas. El libro presenta cada día nuevas fuentes de agrado y de placer, y cada día los hombres más reconocidos y justos añaden nuevas palmas y coronas a su incomparable autor. Rara, honorífica porfía, y al mismo tiempo lección sublime, donde debemos aprender que si el tiempo presente le disfrutan la fortuna y el poder, la posteridad es toda para el ingenio y para la virtud.






ArribaAbajoApéndices


ArribaAbajo- I -

Sobre si hubo o no alguna hostilidad entre Lope de Vega y Cervantes


Yo aplaudo, como es debido, la noble intención y el prolijo esmero con que el último biógrafo de Cervantes ha procurado poner a salvo las relaciones de aprecio y buena armonía entre Lope de Vega y el autor de Don Quijote. Los testimonios recíprocos de estimación y aún de aplauso que uno y otro se han dado en sus obras manifiestan de un modo indudable que los dos se respetaban y se honraban en público, según correspondía a su reputación y a su carácter. Mas esto no basta para probar tan convincentemente como se piensa que jamás hubo entre ellos ni disgusto ni hostilidad ninguna. En el mayor cariño suele haber un enfado, en la mayor estimación una quiebra; el hombre más bondadoso tiene alguna vez malicia. El inocente y pacífico Lafontaine hizo epigramas contra Despreaux; Pope compuso versos contra Adisson, de quien habla en sus obras con tanta estimación, y también contra el Lord Bolingbroke, a quien dedicó su admirable Ensayo del hombre. Sin salir de España ni de la época y personas de que tratamos, Lope hizo versos contra Góngora y tuvo sus reyertas con Quevedo, y no por eso dejaron unos y otros de darse grandes alabanzas en sus obras públicas. ¿Qué extraño pues será que entre Lope y Cervantes hubiese algún pique momentáneo, en que las chispas de su amor propio irritado se manifestasen en versos picantes y satíricos, los cuales, destinados a no ver la luz pública, no podían comprometer los respetos que uno a otro se debían?

Para el honor de los dos fuera mucho mejor que no hubiesen salido, de la oscuridad y olvido en que yacían estas miserias de la flaqueza humana. Pero una vez que no han podido esconderse a la impertinente curiosidad de los que se deleitan en semejantes telarañas; una vez que han sido con tanta imprudencia sacadas a la plaza del mundo, fuerza es hablar de ellas, aunque no sea más que para contribuir en cuanto uno pueda a que las cosas queden en su debida claridad. Se duda si el soneto de los finales cortados contra Lope es de Cervantes o de Góngora. Como esta composicioncilla no tiene nada que pueda desdorar a quien la escribiese, ningún inconveniente hay en ponerla aquí también, como se basa en otras partes:

SONETO


   Hermano Lope, bórrame el sone-
Con versos de Ariosto y Garcila-
Y la Biblia no tomes en la ma-
Pues nunca de la Biblia dices le-
    También me borrarás la Diagonte-
Y un librillo que llaman del Arcá-
Con todo el comediaje y epita-
Y por ser mora, quemarás a Angé-
    Sabe Dios mi intención con san Isi-
Más puesto se me va por lo devo-
Bórrame en su lugar el peregri-
    Y en cuatro lenguas no me escribas co-
Pues supuesto que escribes boberí-
Te vendrán a entender cuatro nacio-
    Ni acabes de escribir la Jerusa-
Bástale a la cuitada su traba-

Que este soneto no es de Góngora lo percibe cualquiera que lo considera sin prevención y tiene algún conocimiento de estilos. Compárense con él todos los sonetos satíricos que nos quedan del poeta cordobés, y no se hallará ninguno que poco ni mucho se le parezca. La mordacidad grosera, el desenfreno licencioso, la arrogancia y los hipérboles a que Góngora se abandona, nada tienen que ver con la llaneza y claridad de estilo, con la socarronería maliciosa, y aún con la circunspección que lucen en el soneto que se acaba de copiar, reducido a una sátira literaria, injusta si se quiere, pero que no sale de los límites de tal. Góngora además no escribió versos ningunos con los finales cortados, ni soneto con estrambote, y sería extraño por cierto que sólo una vez los usase, y esa contra Lope, que tampoco los usó nunca. Por estas razones es para mí de toda evidencia que el soneto controvertido no es de Góngora. Asegurar que sea de Cervantes ya es otra cosa; porque la prueba por el estilo, si es suficiente a veces para negar, para afirmar no tiene la misma fuerza. Mas si he de decir lo que siento, aquel hermano Lope con que empieza el soneto, la voz comediaje, usada para calificar la indigesta mole de sus comedias, el verso tan feliz Sabe Dios mi intención con san Isi-; y por último, el final pidiendo que no acabe de escribir La Jerusalén por compasión de la cuitada, que hartos trabajos tiene, me parece que no podían caerse de otra pluma que de la de Cervantes, o a lo menos de quien quisiese imitar bien su manera. Pero el manuscrito de la Biblioteca Real donde se halla este soneto, se le atribuye a Góngora. También atribuye a Lope la indecente contestación que se le sigue, y nadie se lo cree. Esta misma contestación, dirigida contra Cervantes, le supone autor del soneto contra Lope, y siendo, como es, un testimonio coetáneo, forma una prueba casi positiva de hecho, que, unida a las demás razones de probabilidad antes manifestadas, dejan poco o nada que replicar.


Nunca voló la pluma humilde mía
Por la región satírica, bajeza
Que a infames premios y desgracias guía


(Cap. 4.),                


dice Cervantes de sí mismo en el Viaje al Parnaso, y esto se alega en contrario como decisivo para alejar la presunción de que el soneto es suyo. Pero esta región de que habló aquí fue sin duda la de los libelos y diatrivas personales, y no la de la sátira en general; porque en esta se espació a su placer cuanto quiso. ¿Por ventura el Viaje al Parnaso no es en gran parte una sátira? ¿No lo es el Don Quijote? ¿No lo son muchas de las novelas? Los sonetos Voto a Dios y Vimos en julio, ¿qué son sino unas sátiras picantes, la una de un baladrón andaluz, la otra, más atrevida todavía, contra el armamento popular de los sevillanos con motivo de la invasión de los ingleses en Cádiz, y contra la sorna del duque de Medina en ir a echarlos de allí? Por último, ¿es otra cosa que una sátira contra El mayorazgo dudoso y Las mocedades de Bernardo del Carpio, comedias una y otra de Lope de Vega, este pasaje con que termina su comedia de Pedro de Urdemalas?


Y verán que no acaba en casamiento,
Cosa común y vista cien mil veces;
Ni que parió la dama esta jornada,
Y en otra tiene el niño ya sus barbas,
Y es valiente y feroz, y mata y hiende,
Y venga de sus padres cierta injuria,
Y al fin viene a ser rey de un cierto reino
Que no hay cosmografía que le muestre.
De estas impertinencias y otras tales
Ofreció la comedia libre y suelta, etc.

De este modo el terceto alegado nada prueba, y Cervantes pudo, sin perjuicio de la protesta que en él hace, escribir su soneto satírico contra Lope.

Quizá hubiera sido mejor no haber insistido tanto en esta bagatela; pero al fin en ella interviene el nombre de Cervantes, y por otra parte no deja de presentar, aunque pequeño, su interés literario y aún moral.




ArribaAbajo- II -

Sobre las alabanzas que daba Cervantes a los autores coetáneos suyos


Da vergüenza ver al mayor escritor de su tiempo alabar como un pordiosero; y muchos al considerar lo desmedido y poco atinado de los elogios que prodiga en su Viaje al Parnaso, no queriendo sospechar su buen juicio, han llegado a presumir si serían una especie de compensación en desquite de las malicias que en conversación privada se permitía sobre los mismos autores.

De Lope dice que a su verso o prosa ninguno aventaja, ni aún llega; de Villamediana, que es el más famoso de cuantos entre griegos y latinos han conseguido el laurel poético; de Cristóbal de Mesa, que es un propio trasunto de Apolo; de Góngora, que no se sabe haya su igual en el orbe, y más adelante, hablando del Polifemo, una de las obras más viciosas de este poeta, dice:


    De llano no le deis, dadle de corte,
Estancias polifemas, al poeta
Que no os tuviese por su guía y norte.
    Inimitables sois, y a la discreta
Gala que descubrís en lo escondido
Toda elegancia debe estar sujeta.

Aprovechado quedaría por cierto el que tornase por guía las octavas del Polifemo. Compadezcamos a Cervantes si escribía estas cosas de buena fe, y compadezcámosle más si las decía sin sentirlas. No se sabe qué pensar de esta manía de alabar sin término ni concierto, que en sus últimos días llegó a ser una verdadera enfermedad. Quiera le ve al fin del Persiles igualar tan grave y solemnemente a Francisco de Zárate con Torcuato Taso, y el poema de la Invención de la Cruz con el de la Jerusalén libertada, no puede menos de encogerse de hombros, y dudar si el autor de este despropósito se burla o delira. Est modus in rebus.




ArribaAbajo- III -

Sobre los versos de Cervantes


Se dice en el texto que los esfuerzos de Cervantes para versificar no son del todo infructuosos ea el Viaje al Parnaso. He aquí para ejemplo dos pasajes diversos en tono, y que por la facilidad y el agrado que presentan no parecen hechos por él. Habla en el primero de la poesía:


    Puede pintar en la mitad del día
La noche, y en la noche más oscura
El alba bella que las perlas cría.
    El curso de los ríos apresura
Y los detiene, el pecho a furia incita
Y le reduce luego a más blandura.
    Por mitad del rigor se precipita
De las lucientes armas contrapuestas,
Y da vitorias, y vitorias quita.
    Verás cómo le prestan las florestas
Sus sombras, y sus cantos los pastores,
El mal sus lutos, y el placer sus fiestas;
    Perlas el sur, Sabea sus olores,
El oro Tibar, Hibla su dulzura,
Galas Milán, y Lusitania amores.


(Cap. 7.)                



    Silvando recio y descargando el aire,
Otro libro llegó de rimas solas,
Hechas al parecer como al desgaire.
    Violas Apolo, y dijo cuando violas:
«Dios perdone a su autor, y a mi me guarde
De algunas rimas sueltas españolas.»


(Cap. 4.)                


Otros tercetos, y no pocos, se encuentran aquí y allá de igual temple y de igual gusto; pero buenos como por acaso, casi siempre aislados, y que no manifiestan raudal ni vena alguna en la pluma que los escribe. La canción de Grisóstomo en el Don Quijote, donde fray bastante imaginación y calor, alguna otra composición corta en la Galatea y el famoso soneto Voto a Dios, no serían tampoco muestras infelices de talento poético si fueran solas y no tuvieran tantas otras compañeras que por cualquiera parte que se las mire son enteramente insufribles. Aún ellas mismas no están enteramente exentas de esta torpeza de ejecución, de esta idea de pobreza y de fatiga que dan de sí generalmente las poesía de Cervantes. Parece que él se pintaba a sí mismo en aquel terceto cuyo último verso es tan pintoresco y feliz:


    ¿Consentirás tú, a dicha, partícipe
Del licor sumarísimo un poeta,
Qué al hacer de sus versos sude y hipe?

Es preciso confesar, sin embargo, para no ser del todo injustos, que así como a su vida vagabunda y a sus desgracias debemos las excelentes obras que nos dejó, así también a sus malos versos debemos su bellísima prosa, pues a no haberse ejercitado tanto en hacerlos, no es fácil que ella hubiera salido tan galana, tan bizarra y tan armoniosa. Puédesela aplicar con propiedad el disjecti membra poetæ de Horacio, y si Cervantes no hubiese publicado ningunos de los versos que compuso, estaríamos creyendo ahora por su prosa que nadie podía escribirlos mejores.




ArribaAbajo- IV -

Sobre un pasaje de la comedia de Pedro de Urdemalas, relativo al purgatorio


Pedro se presenta a una viuda simple, avarienta y devota, y la dice que una alma del purgatorio en forma y traje de ermitaño viene a presentarse a ella de parte de los parientes suyos muertos, a pedirla lo que necesitan para salir de allí.


Las almas del purgatorio
Entraron en consistorio,
E ordenaron las prudentes
Que les fuese a sus parientes
Su insufre mal notorio.
Hicieron que una tomase,
De gran prudencia y consejo,
Cuerpo de un honrado viejo,
Y así al mundo se mostrase.
Y una larga relación
De lo que tiene que hacer
Para que puedan tener
O ya alivio o ya perdón.
Y ya está cerca de aquí...
En oyendo que en su lista
Hay alguno en purgatorio
Que en duras penas se atrista,
No hay talego al escritorio
Ni cofre que se resista.

Viene después Pedro disfrazado de ermitaño, y suponiendo que es el alma comisionada para recaudar las cantidades que necesitan las almas parientas de la viuda, la dice que su marido pide sesenta ducados, su hijo cuarenta y seis, su hija cincuenta y dos, sus sobrinos diez doblones, su tío catorce ducados en plata, de cuño nuevo. Al llegar aquí la viuda le pregunta:

¿Visteis allí por ventura,
Señor, a mi hermana Sancha?
PEDRO.
Vila en una sepultura
Cubierta con una plancha
De bronce, que es cosa dura.
Y al pasarle por encima
Dijo: «Si es que te lastima
El dolor que aquí te llora,
Tú, que vas al mundo ahora,
A mi hermana y a mi prima
Dirás que en su voluntad
Está el salir de estas nieblas
A la inmensa claridad;
Que es luz de aquestas tinieblas
La encendida caridad.
Que apenas sabrá mi hermana
Mi pena, cuando esté llana
A darme treinta florines,
Por poner ella sus fines
En ser cuerda, y no de lana.»
Infinitos otros vi
Tus parientes y criados
Que se encomiendan a ti
Cuáles hay de dos ducados,
Cuáles de maravedí.
Que en entregando los numos
En estas groseras manos,
Con gozos altos y sumos
Sus fuegos más inhumanos
Verás convertir en humos.
¡Que será ver a deshora
Que por la región del aire
Va un alma zapateadora
Bailando con gran donaire,
De esclava hecha señora!

No plegue a Dios que pretendamos por esto poner la menor duda en la ortodoxia de Cervantes; pero la burla es harto fuerte, y prueba sin disputa que el espíritu del escritor conservaba siempre su jovialidad y su independencia.



ArribaAbajo- V -

Sobre las obras que Cervantes dejó por concluir


Las semanas del jardín, El famoso Bernardo y la segunda parte de la Galatea eran las obras de que se ocupaba Cervantes al mismo tiempo que del Persiles, y que pensaba ir publicando después del Don Quijote. El Persiles tuvo la suerte de ser terminado antes de la muerte del escritor; pero es probable que la Galatea estuviese ya muy adelantada, según las indicaciones que de ello hace en el prólogo de la continuación del Quijote y en la dedicatoria del Persiles. En tal caso es de sentir que su viuda y testamentarios no publicasen lo que quedó de ella, aunque imperfecto, como igualmente de las otras composiciones, si de ellas resultaban fragmentos considerables. Los pensamientos, rasguños y bosquejos de un gran pintor son siempre de un valor inestimable para los inteligentes, que encuentran frecuentemente más motivos de estudio y de admiración en ellos que en los cuadros más concluidos. Así sucedería con los trozos, aunque informes, que tuviese Cervantes en sus cartapacios. En ellos aprenderíamos lenguaje, estilo, conveniencia, verdad; y también nos enseñaran gracia, si la gracia pudiera enseñarse. Sirva de ejemplo el fragmento que, sin saberse por qué, se ha puesto como un prólogo al frente del Persiles. Él es un pasaje aislado, sin relación ninguna directa ni indirecta con la obra que acompaña, y sin embargo, nos causa tanto placer por su vivacidad y su donaire. ¡Cuántos otros igualmente interesantes, o acaso más, habría en los borradores de la Galatea y de Las semanas del jardín! El modo que tenía Cervantes de enlazar y agrupar los lances y los episodios en sus fábulas, nos lo da a entender bastantemente, y nos hace sentir su pérdida con más veras que la de otros documentos y noticias que de él se buscan y no se encuentran. Todo pereció, quizá por no haber parecido objeto útil de especulación ni a sus herederos ni al librero que se encargó del Persiles. Nueva prueba, añadida a otras muchas que pudieran amontonarse, de que ni los íntimos amigos de Cervantes ni sus contemporáneos supieron estimarle en todo lo que él valía.




ArribaAbajo- VI -

Sobre si es bastante conocido el carácter particular de Cervantes


Cada uno de sus biógrafos le ha pintado a su modo, y aunque todos convengan en los acontecimientos principales, el Cervantes de Mayans es diverso algún tanto del de Ríos, del de Pellicer, y el de Pellicer del de Navarrete: a la manera que en los retratos que de él se han grabado, aunque las facciones y el conjunto de la faz lleven el mismo camino, ni el de Carmona se parece enteramente al de Selma, ni el de Selma al de Almeller. La causa de esta variedad consiste, a mi ver, en la falta de documentos o relaciones coetáneas que, dándonos cuenta de sus hechos y dichos particulares en la vida común, nos le pintasen al vivo. Pero el autor del Quijote, pobre, oscuro y poco apreciado, no podía tener esta clase de coronistas. ¿Por qué conocemos algo mejor al Cervantes de Argel que al de Sevilla y al de Madrid? Porque una feliz combinación de noticias ha ilustrado mejor la época de su cautiverio que otra ninguna de su vida. Los documentos de oficio no pueden suplir este vacío de que hablamos. Ellos fijan de un modo cierto y seguro los pasos de la vida civil y pública del escritor, mas no pintan su alma ni dan a conocer su carácter. Una carta a un amigo o a una dama, una ocurrencia que se le escapase en cualquiera lance imprevisto, su modo de tratar habitualmente con su familia, con sus amigos, con sus compañeros de letras y con los superiores en dignidad, como ya se ha insinuado en el texto, harían más en esta parte y nos le manifestarían más bien que las partidas de su bautismo, entierro y casamiento, y su correspondencia de oficio con la contaduría mayor. Aún ignoramos, y es muy posible que lo ignoremos para siempre, si era festivo y burlón en su trato como Rabelais y Sterne, o serio y melancólico como Ariosto y como Molière; cuál fue la ocasión inmediata que le dio la idea de Don Quijote; cuánto tiempo tardó realmente en componerle, y cómo le componía; cuál fue la imprudencia que, según el mismo confiesa, le cortó su buena suerte25

y otras particularidades de esta naturaleza, que dicen más relación con su persona, y por lo mismo son más curiosas que las noticias de las gallinas que llevó en dote su mujer, y de las casas en que vivió.




Arriba- VII -

Sobre el Viaje al Parnaso de César Caporali


Esta obra se compone de solos dos capítulos, está escrita en tercetos, como la de Cervantes, y en el mismo estilo cómico-burlesco, levantado a veces con descripciones poéticas, y animado otras con la sal de la sátira y del epigrama. El poeta toma la resolución de ir a Grecia a presentarse en la corte de Apolo, ya que, según dice, no podía hacer fortuna en las de Italia,


    Per colpa del destin cattivo,
Poiche, signor, gramatici moderni
Hanno dal declinar tollo il dativo.

Con este intento compra una mula vieja que sirvió de bagaje a un trompeta griego en la expedición de Carlos VIII, se embarca en Ostia con ella, y por Nápoles, Sicilia y el Archipiélago va a desembarcar a Corinto y se dirige al Parnaso. El Capricho le sube a su cima, y la Licencia poética le muestra el palacio de las musas, construido alegóricamente de proposiciones, silogismos, pensamientos, exámetros, octavas, tercetos y canciones, a la manera que el navío de Mercurio en el Viaje español. El poeta es regalado en la cocina por el Berná y otros poetas de orden inferior; y mientras que su demanda de ser admitido en la corte era examinada por el consistorio de los autores de primer orden, he aquí que el Pegaso siente a la mula, y creyéndola yegua, va a acariciarla; ella le recibe a coces: el poeta sale con un palo a sosegarlos, y corriendo tras ellos, se sale del monte y no sabe cuándo volverá a entrar.


    E volendo la zuffa lor partire,
Correva anch'io, ma ben m'accorsi al fine
Che el correr va più lento che il fuggire.
    Anzi del caso mio quaci indovine
Fin le pianelle mie m'abandonaro,
Dicendo che temeban delle spine.
    Tal che in pedane dietro à quel somaro
E à la mula io corsi, e corro ancora,
Ne più di ripigliarla c'è riparo.
    Ma sceso son del monte e son fuora
Del dominio d'Apollo.

Por esta idea sumaria del poema italiano se ve cuán diferente es del español. Caporali versificaba mucho mejor que Cervantes, pero tiene que cederle, y con grandes ventajas, en invención y fantasía. El uno se propuso sólo escribir un juguete festivo y agradable; el otro nos da un verdadero poema épico burlesco, que en fábulas, máquina, episodios, caracteres, diálogo, chistes y animación no sufre comparación ninguna con su modelo.

Sin embargo de los defectos notados en el texto, el Viaje al Parnaso de Cervantes será siempre apreciable para los hombres de letras, los cuales, vencida la dificultad de leerle una vez, vuelven después a leerle con utilidad y con gusto. Su invención tiene originalidad y travesura, sus ocurrencias son satíricas y picantes, y las curiosas noticias que el autor da allí de sí mismo es inútil buscarlas en otra parte. Por esto sería de desear que se reimprimiese con más esmero que hasta aquí, limpiándole de las muchas y groseras erratas de que hierve, aún en la edición de Sancha, y que algún curioso le ilustrase con notas oportunas, dando noticias de los escritores que en él se mencionan, y explicando las alusiones que contiene.







 
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