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ArribaAbajo El vocabulario erótico cervantino: algunas «calas al aire» en el entremés de El viejo celoso

José Ramón Fernández de Cano y Martín



Universidad Complutense de Madrid

Critics of Cervantes' work have been unanimous in poing out the rather shocking eroticism of El viejo celoso. Nevertheless, though much has been written about Cervantes' uninhibited portrayal of highly obscene material in this work, scholars have not yet analyzed his masterful use of a colloquial vocabulary rich in double meanings. I shall demonstrate that for the seventeenth century audience, the play's language was at least as scandalous as the behavior presented on stage.


A don José Antonio Cerezo Aranda,
bibliómano festivo.


I

En su compleja especificidad, el texto dramático no pasa de ser un manual de instrucciones para su posterior y eventual puesta en escena190. Desde esta perspectiva rigurosamente teórica -y, en lo que a mi saber se alcanza, muy poco acertada-, la cópula fugaz que, entre bastidores, sostienen doña Lorenza y su emboscado galán puede considerarse como uno de los episodios más audaces entre los urdidos por un dramaturgo barroco, a pesar de que el decoro cervantino vela para que el rocambolesco «adulterio» no entre por los ojos del escandalizado espectador. Hace ya muchos años que Fitzmaurice-Kelly recordaba el estupor que el   —106→   entremés de El viejo celoso había causado al casto y severo Franz Grillparzer, quien «consideraba la obrita como la más desvergonzada que registran los anales del teatro»191. Con el paso del tiempo, la heterogénea crítica cervantina ha ido moderando el talante mojigato de algunas de sus más sonadas aseveraciones, sin dejar por ello de mostrarse unánime a la hora de señalar la sorprendente carga erótica que palpita, entre burlas y veras, en la procaz iniciación de la casada intacta192. No niego que, durante su representación, este curioso lance pueda parecer algo subido de tono; pero me temo que la desesperación del necio Cañizares, la falsa indignación de Cristinica, el exultante gozo de doña Lorenza y la cómica precocidad del sigiloso galán configuran un cuadro de tal vigor dramático, que el espectador, seducido ante el embrujo de la escena, olvida otros pasajes menos llamativos, pero -sin duda- mucho más obscenos. Quiero, por ello, invitar a este selecto auditorio a hacer un nuevo recorrido (algo informal, y muy apresurado) por la regocijante prosa del entremés de El viejo celoso, olvidando -en la medida de lo posible- cualquier imagen visual derivada de su puesta en escena193, y reparando sólo en la frescura de ciertos vocablos maliciosos que Cervantes pone en boca de sus estrafalarios personajes. Me amparo, desde luego, en la lección que el propio don Miguel brinda a su público en la esclarecedora «Adjunta al Parnaso» de 1614, un año antes de que viera la luz la primera impresión de las Ocho comedias y ocho entremeses; allí, Cervantes anuncia su intención de publicar estas piezas teatrales «para que se vea de espacio lo que pasa apriesa,   —107→   y se disimula o no se entiende cuando las representan»194. Debo añadir, antes de clausurar esta ya fastidiosa captatio benevolentiae, que plumas mucho más autorizadas que la mía ya advirtieron la revoltosa ambigüedad de algunos términos engastados como gemas en los diálogos de El viejo celoso195. Sin embargo, y frente a la profusión de anotaciones que iluminan otros vocablos de significado patente, es lamentable la parquedad de datos ofrecidos a la hora de aclarar algunos puntos obscuros de innegable dimensión erótica196.




II

Más allá de esa anecdótica refriega que tanta curiosidad ha despertado, la mayor parte de las alusiones eróticas que Cervantes enhebra en el tejido sutil de El viejo celoso giran en torno a dos núcleos temáticos íntimamente relacionados y, a la vez, bien diferenciados entre sí. Me refiero, claro está, a la impotencia del viejo setentón y a la mal disimulada incontinencia de las mujeres que le rodean.

Es preciso anotar, antes que nada, que con la redacción de este atrevido juguete teatral Cervantes queda incluido en la más   —108→   pura tradición erótica del Barroco: el esfuerzo estéril que pone en ridículo al varón en el intento de satisfacer la concupiscencia de una fogosa hembra, es un lugar común en cualquier obra picante del Siglo de Oro. No hay, pues, ninguna originalidad en la elección del tema -los celos irrisorios, o «la inútil precaución», según Beaumarchais-, ni en su desarrollo argumental, ni en el motivo folclórico del tapiz cómplice -harto rastreado y bien documentado en obras de mayor alcance-197, ni tan siquiera en la utilización de unos términos equívocos que, aunque hoy en día podrían pasar inadvertidos ante un lector poco avisado, eran moneda de uso corriente en el universo del discurso erótico del siglo XVII. De ahí que no me parezca exagerado considerar esta jugosa obrita como un perfecto paradigma -entre otros muchos, desde luego- del espíritu creador barroco, porque la calidad de la pieza no procede de la novedad de los materiales empleados en su elaboración, sino que es el resultado de una asombrosa combinación de todos ellos.

En El viejo celoso, el cócktail explosivo que Cervantes ha preparado queda constreñido en un único y forzoso cauce de expresión: el diálogo198. Aun así -o tal vez gracias a ello-, el autor no halla impedimento alguno a la hora de informar con todo detalle sobre la incapacidad sexual de Cañizares. Cierto es que el género impone sus condiciones, y que Cervantes no puede pintar con vivos colores los cómicos efectos que ha obrado la edad en la potencia viril del viejo «esposo»; pero, ¿acaso es necesaria descripción alguna, cuando la propia doña Lorenza reconoce -apenas comenzado el entremés- que se encuentra «en medio de la abundancia, con hambre»?199 ¿Acaso no está todo dicho cuando afirma: «soy primeriza, estoy temerosa» (145); o cuando, casi a renglón seguido, Cristinica añade, apuntando con sorna hacia su joven tía: «soy niña y muchacha, / nunca en tal me vi» (145)? Con inigualable maestría, Cervantes juega gradualmente con la información que transmite, porque si el estar con hambre induce a pensar que son muy escasos los bienes del matrimonio que doña Lorenza disfruta, el ser primeriza, niña y muchacha, y el no haberse visto nunca en tal confirman no sólo que el viejo ya no satisface,   —109→   por razones obvias, el apetito sexual de su joven compañera, sino también que ya desde la noche de bodas carecía de las facultades precisas para hacerlo. La diferencia, por sutil, no deja de ser decisiva, sobre todo en la encrucijada de calificar la conducta sexual -¿delito?, ¿pecado?, ¿simple desvergüenza?- de la malmaridada. Sin entrar en farragosas disquisiciones jurídico-canónicas, presumo que los más sesudos doctores in utroque del siglo XVII no osarían tildar de adúltera a doña Lorenza, habida cuenta de los numerosos indicios que, a lo largo de toda la obra, parecen demostrar la nulidad del desigual enlace200.

Tradicionalmente, pues, se ha venido haciendo una lectura muy poco rigurosa del entremés de El viejo celoso, lo que en cierto modo explica que el escándalo de los lectores tardíos no se corresponda con la indiferencia de los coétaneos de Cervantes. Para un receptor -y ahora da lo mismo que sea lector, oyente o espectador- del siglo XVII, doña Lorenza es una simple pecadora (una de tantas) arrastrada al mal por el torrente incontenible de la carne; su juventud e inexperiencia son elementos atenuantes de su culpa; y, además, ella no es la única responsable del engaño con que humilla a Cañizares. La controvertida escena parece, desde esta perspectiva, bastante menos indecorosa que las severas interpretaciones que se han hecho de ella.

Cabe objetar, quizá, que las expresiones primeriza y nunca en tal me vi no aluden a una perfecta conservación del virgo de doña Lorenza, sino a que la infeliz muchacha nunca se ha visto en el trance de inscribir a su «esposo» en la Cofradía del Cuerno. Pero, una vez más, la exacta comprensión del vocabulario erótico cervantino viene a confirmar que la coyunda carnal entre la quinceañera y el septuagenario nunca se ha visto consumada. La lenguaraz Cristina -mujer de rompe y rasga, a pesar de su corta edad201- asegura que su tío «toda la noche anda   —110→   como trasgo por toda la casa» (147), sutilísima apreciación que difumina la corporeidad de Cañizares para reducirle, durante la noche, a una mera presencia evanescente. Y, no contenta con ello, insiste en otro lugar: «A fe, señora tía, que tiene poco ánimo, y que, si yo fuera de su edad, que no me espantaran hombres armados» (151). In absentia, y por contraposición, el viejo celoso queda públicamente desarmado, id est, despojado de sus atributos viriles.

Por si todo esto fuera poco, Cervantes va a poner en boca del propio Cañizares la involuntaria confesión de su impotencia. La conversación entre el menguado viejo y su compadre da lugar a una escena antológica, pieza escogida entre los escritos del Príncipe de los Ingenios. (No hay que olvidar que, cuando redacta los entremeses, este manco curtido y socarrón anda mucho más cerca de la vejez de ambos compadres que de la adolescencia de doña Lorenza.) El cebo erótico de todo el pasaje viene, de nuevo, servido gradualmente, dosificado con mesura de menos a más. Comienza el viejo por reconocer que se casó con una muchacha «pensando tener en ella compañía y regalo, y persona que se hallase en mi cabecera, y me cerrase los ojos al tiempo de mi muerte» (149). Admira el peregrino concepto que, acerca del matrimonio, tiene Cañizares, quien se ha vestido de novio pensando antes en morir que en engendrar vida. Pero, al margen de los rasgos pertinentes que definen el tipo entremesil del viejo esposo, esta sincera confesión entre compadres esconde una habilidosa maniobra cervantina que trae a colación el espinoso asunto de la impotencia senil. Obsérvese que, por omisión, el problema de la relación sexual entre los «cónyuges» viene a la mente del receptor antes que cualquier otro contenido del citado mensaje.

Planteado, pues, el tema que va a ser dominante a lo largo de toda la escena, el proceso constructivo de este magistral diálogo consiste, básicamente, en aportar nuevos significados que aclaren, maticen y, a la postre, ridiculicen -recuérdese el carácter lúdicro del género- la impotencia de Cañizares. Para ello, Cervantes va a recurrir a un reducido elenco de procedimientos retóricos que, a pesar de su probada eficacia, son muy poco originales -insisto en la escasísima novedad de los materiales empleados-. La discutida sentencia con que San Pablo anima al matrimonio a los corintios (melius est nubere quam uri202) había sido   —111→   absorbida por el surtido y permeable Refranero castellano. No puede extrañar que Cervantes, el mayor prestidigitador peremiológico de nuestras Letras, ponga en boca del Compadre ese «mejor es casarse que abrasarse» (149), a lo que Cañizares, aterrado, replica: «¡Qué no había qué abrasar en mí, señor compadre, que con la menor llamarada quedara hecho ceniza!» (149).

El uso intencionado de pensamientos célebres (cultos o populares) viene dando la mano a la socorrida metáfora, porque es notorio que, detrás de esa violenta llamarada que tanto espanta al viejo, crepita el juvenil ardor de la fogosa doña Lorenza. Progresa así, in crescendo, la línea erótica que constituye el eje central de la escena; y tras una virtuosa perífrasis cuya doble intención no se le escapa ni a la más párvula ursulina -«no pasará mucho tiempo en que no caya Lorencica en lo que le falta» (150203)-, atruena el virulento juego de palabras que ha causado no poco sonrojo a más de un crítico pudibundo204:

«COMP.  Y con razón se puede tener ese temor; porque las mujeres querrían gozar enteros los frutos del matrimonio.

CAÑ.  La mía los goza doblados.

COMP.  Ahí está el daño, señor compadre»


(150).                


La intrépida dilogía de doblados («duplicados», quiere decir Cañizares; «fláccidos», interpreta correctamente el compadre) sirve para que, con machacona insistencia, el viejo siga dando pruebas de su manifiesta incapacidad. El proceso de degradación del personaje adquiere un claro sesgo de caricatura205, muy alejado ya de la complejidad psicológica que enriquece a otros célebres cornudos cervantinos (v. gr., el Anselmo de «El curioso impertinente»). Antes de despedir al Compadre, Cañizares tendrá una nueva ocasión de repetir que su «esposa» continúa   —112→   tan inmaculada como cuando nació: «Es más simple Lorencica que una paloma, y hasta agora no entiende nada desas filaterías» (150).

Cañizares se basta consigo mismo para ridiculizarse progresivamente en cada una de sus hilarantes intervenciones; pero la pluma burlona de Cervantes apura la reflexión final del Compadre para lanzar una última y ruidosa andanada. Con su acostumbrada pericia, Miguel vuelve a exprimir el Refranero hasta caer en la cuenta de que Cañizares «es de aquellos que traen la soga arrastrando» (151). Resulta paradójico que, en medio de tantas alusiones, haya pasado inadvertida esta definición tan plástica y certera de la grave dolencia que afecta al viejo. Quiero pensar que la imagen metafórica -chusca y vulgar, por muy cervantina que sea- de la soga arrastrando no necesita aclaración alguna, porque cualquier lector actual que haya pasado la pubertad tiene conciencia clara del referente real al que el Compadre, burlonamente, alude. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando estas realidades «prohibidas» aparecen cubiertas por ropajes ya pasados de moda? ¿Se descifran en notas los significados ocultos de las expresiones procaces ya caídas en desuso? Conviene, para averiguarlo, practicar otra cala en el compacto texto de El viejo celoso:

«ORT.  Si vuestra merced hubiere menester algún pegadillo para la madre, téngolos milagrosos, y si para mal de muelas, sé unas palabras que quitan el dolor como con la mano.

CAÑ.  Abrevie, señora Ortigosa; que doña Lorenza, ni tiene madre, ni dolor de muelas; que todas las tiene sanas y enteras, que en su vida se ha sacado muela alguna.

ORT.  Ella se las sacará, placiendo al cielo, porque le dará muchos años de vida; y la vejez es la total destruición de la dentadura»


(155).                


Aparentemente, este pasaje parece haberse preservado de la contaminación erótica que afecta a todo el entremés; sin embargo, es uno de los más obscenos. Lo que ocurre es que ningún castellano-hablante de este siglo identifica la expresión sacarse una muela con lo que los latinos llamaban futuere; en cambio, en el lenguaje coloquial de un español del Siglo de Oro, sacarse una muela era un eufemismo tan manido como inteligible:

CORNELIO:  Ha, ha. ¿No hay en casa alguna dueña que quiera hacer contigo de la duenda?

VIGAMON:  Si eso tuviera, medio mal; mas no hay sino una viejezuela, trasparente como lanterna, que gobierna la casa.


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CORNELIO:  ¿Es tan sin dientes que no se la pueda sacar un par de muelas?206


Pues bien: en ninguna de las ediciones que he tenido ocasión de manejar se anota que, al reconocer el perfecto estado de la dentadura de su «esposa», Cañizares vuelve a proclamar, involuntariamente, la virginidad de doña Lorenza.

«Estoy con hambre», «soy primeriza», «nunca en tal me vi», «los goza doblados», «trae la soga arrastrando...». Se diría que Cervantes se regodea en la impotencia del viejo celoso, agotando todas las fórmulas posibles para referirse al mal sin mencionar su nombre. Pero, a pesar del derroche exhibido, todavía se guarda Miguel una pareja de metáforas207 que van a convertir a Cañizares, por mor de su incapacidad, en un títere grotesco en manos de las tres astutas mujeres. Repárese en esta nueva cala:

«LOR.  Siete puertas hay antes que se llegue a mi aposento, fuera de la puerta de la calle, y todas se cierran con llave; y las llaves no me ha sido posible averiguar dónde las esconde de noche.

CRIST.  Tía, la llave de loba creo que se la pone entre las faldas de la camisa.

LOR.  No lo creas, sobrina; que yo duermo con él, y jamás le he visto ni sentido que tenga llave alguna»


(146-47).                


Si se me tolera el burdo donaire, diré que, en lo que a la virginidad de la quinceañera se refiere, la clave está en la llave. La identificación entre este objeto valioso y lo que doña Lorenza no encuentra por las noches era un tropo harto común en la   —114→   época de Cervantes208. Sin embargo, lo pasan por alto sus editores modernos, a pesar de que Cirot supo descifrarlo hace más de sesenta años209. Su interpretación es, desde luego, demasiado sencilla. Doña Lorenza, además, insiste en otro pasaje: «Encomiendo yo al diablo sus maestrías y sus llaves» (152): de ahí que omitirla no habría sido nada grave si no fuera porque, animada por el prodigioso soplo cervantino, la malhadada llave engendra otra metáfora complementaria que enriquece sustanciosamente la escena de la iniciación de la infeliz muchacha.

En efecto, el hecho de que doña Lorenza y su atrevido galán hagan las bellaquerías detrás de la puerta se explica porque, merced a una brillante asociación de ideas, esa privilegiada puerta se ha convertido en metáfora inequívoca -y, sobre las tablas, visible- de aquella dulce entrada que Cañizares no acierta a franquear con su deteriorada llave. Sabido esto, el entremés se puebla de significados dispares, y su lectura se hace cada vez más sugestiva y amena. Ahora es mucho más fácil que brote la carcajada cuando, ocultos ya doña Lorenza y el mozo, la malévola Cristina exclama: «Tío, ¿no ve cómo se ha cerrado de golpe? Y creo que va a buscar una tranca para asegurar la puerta» (156-57). O cuando el viejo ridículo clama: «No la despedazaré yo a ella, sino a la puerta que la encubre»; y doña Lorenza, franca -y «franqueada»-, responde: «No hay para qué, vela aquí abierta» (158).




III

Se habrá notado que Cervantes alude a las más escondidas realidades sin necesidad de utilizar ningún término explícitamente erótico. A modo de recapitulación, valga decir que cualquier expresión amoroso-sexual camuflada en el entremés de El viejo celoso puede encuadrarse en uno de estos dos apartados210:

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1. Palabras que, teniendo un significado común «decente», poseen a la vez un sentido connotativo sexual tácitamente compartido por la comunidad lingüística (v. gr., «llave», «hombres armados», «sacar muelas», etc.).

2. Palabras o expresiones que, sin poseer esta connotación sexual tácita, adquieren, dentro del contexto específico en que son utilizadas, un significado sexual añadido (v. gr., «doblados», «soga», «filaterías», etc.).

Palabras doctas o jocosas, cultas o vulgares, castas o lascivas; palabras más o menos rotundas, más o menos ambiguas, más o menos procaces. Palabras eróticas en el sentir de la colectividad, o palabras «erotizadas» por el ingenio zumbón de Miguel de Cervantes; palabras -sean como fueren- encargadas de arrastrar una voluminosa carga erótica de la que, como punta de iceberg, sólo destaca una pequeña parte: la vertiginosa cópula propiciada por la astuta Ortigosa. Claro que, después de haber reparado en la eficacia de estos términos eróticos cuidadosamente seleccionados, parece evidente que la espectacularidad del coito oculto ha obrado, ante los ojos del lector moderno, el mismo efecto opaco que el guadamecí tupido; y que la crítica actual, tal vez no menos distraída que el necio y trasnochado Cañizares, se ha dejado embaucar por la tramoya de este escandaloso lance, sin reparar en la luminosa pirotecnia que refulge en los alegres diálogos cervantinos.