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Reflejo de estas tensiones es, entre otros casos, la acusación extrema de unos cristianos contra un médico morisco en el sentido de que éste usaba venenos para matar a los cristianos viejos, según recogen las Actas de las Cortes de Castilla (13-IX-1607). (Mercedes García-Arenal, Los moriscos [Madrid: 1975], pp. 220-221).

 

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Luis García Ballester (Los moriscos y la medicina... pp. 71 y ss., 101, 120-21, 136, 143, 159-60, passim) ha puesto de manifiesto que en este siglo chocaron frontalmente la concepción que del demonio tenía la Inquisición (basada en una ortodoxia cristiano-escolástica) y la que era propia de los curanderos moriscos vinculada al componente aleatorio y misterioso de la enfermedad ante la cual recurren a un rico arsenal creencial, en el que cabe destacar el dinamismo vitalista según el cual hay un «demonio» detrás de cada acción. Véase también Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo, pp. 98 y ss, 103. Sobre las vinculaciones entre la astrología y los diagnósticos de las enfermedades, véase Luis García Ballester, Los moriscos y la medicina..., pp. 92 y ss. y el artículo de Ana Labarta «Ecos de la tradición mágica del 'Picatrix' en textos moriscos», en Juan Vernet (ed.), Textos y estudios sobre astronomía española en el siglo XIII, (Barcelona: 1981), pp. 101-9.

 

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El caso de las comadronas. Para las relaciones de la mujer y la magia véase Julio Caro Baroja, Vidas mágicas e Inquisición, I, pp. 187-93, y Luis S. Granjel, Aspectos médicos de la literatura antisupersticiosa española de los siglos XVI y XVII, pp. 30-31.

 

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A este respecto y como observación relevante al caso de Cervantes, la investigación sí ha establecido una diferencia entre un tipo de brujería/hechicería propia del Norte (en España sirve de ejemplo el País Vasco) en el que son frecuentes los vuelos, las metamorfosis, el rito colectivo en los sabbats, aquelarres, etc.) y un tipo de hechicería de tipo meridional, de carácter más individual y centrado en cuestiones relacionadas con el amor, la salud, la búsqueda de tesoros, etc. Por lo que toca a la hechicería judía, ésta está vinculada con la morisca y la cristiana. Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo, pp. 113, 135 y ss., 148; Ana Labarta, «Supersticiones moriscas» Awraq, 5-6 (1982), pp. 161-190; Ricardo García Cárcel «Brujería y hechicería: marginación y exclusión funcionales» en Les problèmes de l'exclusion en Espagne (XVIe.-XVIIe. siècles). Idéologie et discours. Colloque International (Sorbonne, 13, 14, et 15 mai 1982), (Paris: La Sorbonne, 1983), ed. Agustin Redondo, pp. 95-103; Julio Caro Baroja, Los moriscos de Granada, [1957] (Madrid: Istmo, 1976), p. 127. Julio Caro Baroja, Vidas mágicas e Inquisición, I, pp. 52-4, establece una jerarquía dentro de las minorías tradicionalmente unidas a la magia: 1) judíos, 2) moros, 3) gitanos.

 

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¿Por qué no se especifica la etnia u origen de la hechicera de Rutilio? ¿Por ser un relato secundario que es narrado a los personajes principales, a diferencia de los otros dos casos? ¿Por una búsqueda, consciente o no, de la simetría como principio estructurador de la novela? Este silencio puede resultar elocuente y sirve para evaluar la precisa adscripción de Cenotia y Julia.

 

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Menéndez Pelayo, p. 266. La vinculación de los moros y los moriscos con las artes mágicas constituye un lugar común y forma parte de la caracterización del tipo literario del morisco. Miguel Herrero García, Ideas de los españoles del s. XVII [1927] (Madrid: Gredos, 1966), pp. 584-7; Julio Caro Baroja, Vidas mágicas e inquisición (I, pp. 49-52). El tópico lo trata Cervantes, por ejemplo, en El licenciado Vidriera donde aparece fugazmente una hechicera morisca, personaje que carece de desarrollo narrativo y que sólo subraya la fama de hechiceros de los moriscos (Novelas ejemplares, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce [Madrid: Castalia, 1982], II, 116). Es interesante observar que frente a las vaguedades del Persiles la postura cervantina en El licenciado Vidriera es muy clara: el hechizo es simplemente veneno.

 

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Aunque hay graves problemas para fechar con precisión la redacción del Persiles, Avalle-Arce propone, en su edición, que los libros I-II pudieron escribirse entre 1599 y 1605, mientras la segunda parte (libros III-IV) entre 1612-1616. Parece claro que la expulsión ya había acontecido cuando Cervantes escribe III, 11, capítulo que incluye una profecía ex eventu. Este texto no presenta la expulsión como realizada precisamente a causa de su carácter fictiaciamente profético (véase, como contraste, Rafael Osuna, «La expulsión de los moriscos en el Persiles», NRFH, 19 (1970), pp. 388-93).

 

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Antonio de Torquemada en su Jardín de Flores Curiosas (ed. de Giovanni Allegra [Madrid: Castalia, 1982], pp. 305-21) distingue entre encantadores y hechiceros primero, y más adelante menciona a los brujos. En los tres parece haber pacto con el demonio, expreso o no, y una relación de inclusión que se resume en que todas las brujas son hechiceras, aunque éstas ocupan el peldaño más bajo y son ignorantes (lo que concuerda con la distinción de Cenotia). Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la lengua castellana o española [1611], ed. de Martín de Riquer [Barcelona: Alta Fulla, 1987]) prestigia la palabra «mago», que se asocia con sabio en los Evangelios, y aunque tiene otro significado menos santo («se llaman magos los que por arte mágica, ayudados del demonio, permitiéndolo Dios, hazen algunas cosas que parecen exceder a la ordinario (sic) de la naturaleza») remite a un escalón superior al ocupado por brujas y hechiceras, que suelen ser mujeres. En la literatura antisupersticiosa se unen a menudo, como sinónimos, magos y hechiceros (Luis S. Granjel, passim). Agustín González de Amezúa distingue entre hechicera y bruja utilizando las siguientes parejas opuestas: busca engañar y el interés/placer del demonio; honrada por el vulgo/perseguida; supersticiones naturales/diabólicas; hace el mal o el bien/sólo el mal; uso de ungüentos y oraciones/magia negra. Resulta significativo que a pesar de la amplia documentación y gran riqueza de datos que maneja Amezúa no haga referencia a moriscos y judíos. Señala, además, que «uno de los más típicos caracteres de la hechicería castellana (...) [es] la mezcolanza extraña y lastimosa que sus adeptas hacían de la religión y cosas devotas con lo supersticioso» (p. 631, n. 281). Miguel de Cervantes, El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros, ed. de Agustín González de Amezúa (Madrid: Bailly, 1912), véase especialmente el capítulo VI: «Fuentes del episodio de las Camachas», así como la nota 253 del Coloquio. Otro ejemplo de la complejidad del asunto se encuentra en la Pícara Justina: «siempre yo entendí de ella que era bruja, y no me engañaba, porque ella hacía unos ungüentos y unos ensalmos que no era posible ser otra cosa» (cito por Miguel Herrero García, p. 587). Amezúa indica que las brujas son poco abundantes en los procesos en España, no así las hechiceras (Cervantes, creador de la novela corta, II, pp. 462 y ss.). Véase también José María de Pereda, «Las brujas», en Tipos y paisajes [1871] (Madrid: Jaime Ratés Martín, 1920), pp. 147-99.

 

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No debe olvidarse que toda la narración está en boca de Rutilio y si hay incongruencias éstas cargan en su espalda o en la de sus interlocutores, que admiten que el Norte está lleno «destas maléficas hechiceras» (p. 92).

 

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Cenotia quiere incluirse en la «magia natural», que no está condenada por no quedar vinculada al poder demoníaco: «La primera es [la nigromancia] natural; que se puede obrar con cosas que naturalmente tienen virtud y propiedad de hacer y obrar aquello que se pretende, así por virtud de hierbas y plantas y piedras y otras cosas, como por constelaciones e influencias celestiales; y ésta es lícita y se puede muy bien usar y sin escrúpulo ninguno por las personas que alcanzaren y supieren los secretos que a otros son encubiertos» (Antonio de Torquemada, Jardín de Flores Curiosas, p. 286). Véase Luis S. Granjel, Aspectos médicos de la literatura antisupersticiosa (...), pp. 9-10.