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ArribaAbajo«Un millón de avemarías»: El rosario en Don Quijote

Roberto Véguez



Middlebury College

As an instrument of religious devotion, the rosary acquired renewed importance through its papally decreed association with the battle of Lepanto. The victory over the Turks on that occasion was perceived by Cervantes as the most important event of all times. And yet in Don Quijote, Cervantes presents the rosary bathed in satire, which in one instance went beyond the limits of endurance of the Portuguese Inquisition. In this article I study the seven appearances of the rosary in Don Quijote by placing each in its textual context. I then widen the focus by considering recent critical approaches within Bakhtinian and anthropological parameters. I conclude that the treatment of the rosary in Don Quijote may offer us a clue to the conflict between the new religiosity then being imposed by post-Tridentine Catholicism, and the popular manifestations of devotion prevalent at the time.


El 7 de octubre de 1571 tuvo lugar en un golfo de las costas de Grecia «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros», según la descripción de Miguel de Cervantes, combatiente en la derrota que la Santa Liga infligió a la flota otomana ese día. Para Cervantes, ese hecho histórico sería motivo de orgullo durante toda su vida, como se aprecia en las palabras citadas, escritas por él para el prólogo a la segunda parte de su Don Quijote, publicada un año antes de su muerte en 1616, casi medio siglo después de la batalla de Lepanto (II, Prólogo; 617)57. De 1569 a 1575 Cervantes participó en las campañas militares que España emprendió en el Mediterráneo y que tenían como base principalmente la bota italiana y Sicilia. Como participante de la batalla de Lepanto, Cervantes tenía que saber que el Papa reinante, el dominico Pío V, había puesto a todos los miembros de la armada española bajo la advocación de   —88→   la Virgen del Rosario, y que la victoria se le había atribuido a esa devoción. Pío V confirma de esta manera, una vez más, la preponderancia del rosario en el devocionario católico, y de paso -y aquí se encuentra el sesgo político de la decisión- la importancia de la orden religiosa que se había atribuido su invención, la Orden de Predicadores, a la que el Pontífice pertenecía58. A pesar de la estrecha relación establecida por la Santa Sede entre esta devoción mariana y la batalla que constituye un momento tan significativo en la vida del autor de Don Quijote59, el rosario siempre se presenta   —89→   en el libro envuelto en irreverente sátira. Nos proponemos en estas páginas considerar brevemente todos los casos en que aparece la palabra en la obra, para establecer la función que ejerce dentro de la misma a partir de una religiosidad implícita o patente en muchos otros aspectos. Es decir, estudiaremos la manera en que esa «agresión al rosario» (Molho, «Algunas observaciones» 14) problematiza el tema religioso en el libro.

A finales del siglo XV un dominico bretón, Alan de la Roche, que en castellano es conocido como Alano de Rupe, y a quien sus hermanos en religión consideraban no del todo bien de la cabeza, «homo adeo rabiatus et furiosus», (Wilkins 40) atribuyó la invención del rosario como instrumento de religiosidad católica al español Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, cuyos miembros son comúnmente conocidos por el nombre de su fundador: dominicos. Según de Rupe, Santo Domingo recibió las cuentas directamente de la Virgen María para ser usadas como arma de combate durante la campaña contra la herejía albigense, a principios del siglo XIII60. En su resumen de la historia del rosario para una publicación autorizada por la Iglesia, la New Catholic Encyclopedia, W. A. Hinnebusch revela el origen literario de esta versión de los hechos: «Those who have favored [de la Roche's version of events] have not succeeded in mustering convincing proofs to support it. All their evidence directly linking Dominic to the Rosary, when traced back, ends with Alan de la Roche» (668). Aunque los cartujos también han reivindicado la invención del rosario61, el éxito de los dominicos en afianzar la reputación de su   —90→   fundador como iniciador de la devoción parece estribar en otra de las creaciones de de Rupe, la de las Cofradías del Rosario. En 1470, cinco años antes de su muerte, de Rupe «took a practical step and reorganized a Marian guild in Douai, making it into what was subsequently to be known as the confraternity of the rosary» (Wilkins 41). Los dominicos obtuvieron la sanción del Papa desde muy temprano, y ese apoyo continúa hasta la edad contemporánea62. En la segunda mitad del siglo XVI, o sea, ya en vida de Cervantes, el rosario era una forma establecida de devoción popular. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, sobre quien Cervantes compuso un poema en ocasión de su beatificación, escribió su Vida por orden de sus confesores dominicos y en ella nos dice que de niña -nació en 1515- «procuraba soledad para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el Rosario, de que mi madre era muy devota y ansí nos hacía serlo» (17).

Dado este contexto de una devoción popular ya bien arraigada, llama la atención que las menciones del rosario en Don Quijote no sean nada devotas. Su elección como objeto de sátira destaca todavía más, cuando se tiene en cuenta la limitada presencia de la liturgia católica en el libro (Molho, «El sagaz perturbador» 21). Sobre esto escribe Martín de Riquer: «De don Quijote y de Sancho sabemos lo que hacen casi todos los días y casi todas las horas del día... Lo único que Cervantes no dice jamás es que cumplan con los deberes religiosos de todo cristiano y católico. Nunca rezan y, lo que es más notable, nunca van a misa, siendo así que durante la acción de la novela transcurren varios domingos y otras fiestas de guardar. Don Quijote en misa llegaría a parecernos algo anormal y sorprendente. (Los héroes de los libros de caballerías suelen oír misa, confesarse y comulgar. Precisamente la escena del caballero andante oyendo misa en una ermita es un tópico viejísimo y corriente en este género.) Ellos se debe, sin duda alguna, al respeto religioso de Cervantes» (Riquer lx).

Si seguimos este razonamiento hasta su lógica consecuencia y tomamos la no mención de los deberes religiosos como indicativa   —91→   del respeto de Cervantes hacia los mismos, entonces la comparativa frecuencia de la mención del rosario indicaría una actitud irrespetuosa hacia éste. Esta interpretación debe considerarse estudiando la palabra en su contexto, que es lo que sugiere Fernández: «en el caso concreto del 'rosario' de Don Quijote, su sentido se desprende del cotejo con otros momentos de la novela en que también aparece». Se detiene este autor en solamente tres instancias de la mención del rosario, aquellas en que está directamente ligado con don Quijote en cuanto personaje. Aquí consideramos todas en las que se lee la palabra en el libro de Cervantes, estudiadas en su contexto, y por la misma razón que aduce Fernández, esto es, para reducir «considerablemente el margen de error interpretativo» (150). Existen otros estudios sobre temas religiosos en Don Quijote que basan su argumentación en listas de palabras o frases entresacadas del libro (García Elorrio, Rueda Contreras) y también de otros textos cervantinos (Baneza Román).

El acercamiento que proponemos al problema planteado ya ha sido bosquejado por algunos críticos. Molho, en un estudio sobre la religión en Cervantes (como enfatiza él, para diferenciarlo de la religión de Cervantes, que considera «del todo inasequible», «Algunas observaciones» 11), comienza con una reflexión sobre el trato que se da en la novela a dos sacerdotes: el cura Pero Pérez, cuando se viste de doncella, y el capellán de los Duques, que recibe una «severísima invectiva» (12; también Véguez). Para el crítico, hay aquí ejemplos de «un discurso no exento de irreverencias que, por banales que fueran entonces entre católicos» [«bromas de sacristía o de seminario», como las caracteriza Riquer, Don Quijote, lx], no dejan de ofrecer, en el detalle de la escritura, un carácter marcadamente agresivo, o por lo menos más agresivo de lo que solía leerse en los escritos de la época» (12-13). Dos ejemplos más de Don Quijote trae Molho a colación como apoyo a su tesis: los del rosario de don Quijote durante la penitencia de la Sierra Morena, y el rosario del mago Montesinos en el episodio de la cueva homónima. Para Molho, «semejantes irreverencias, que no son tan nimias como alguna vez se ha querido suponer, no se censuran porque van envueltas en parodias de caballería andante o romancero carolingio, que son objetos inocentes, de modo que la agresión cómica se desvía hacia una meta que no es propiamente la suya, a   —92→   saber el rosario. De modo que la agresión al rosario se encubre ahora bajo la burla de los Amadises y del romancero» («Algunas observaciones» 14). Pero esta «agresión cómica» no se limita a los dos casos citados aquí por Molho. El rosario, «la práctica de la piedad cristiana más importante y extendida después del sacrificio de la Misa» («Rosario»), es mencionado en Don Quijote en siete ocasiones, cuatro en la primera parte y tres en la segunda. Todas ellas, a nuestro juicio, satirizan al rosario como instrumento de religiosidad hueca y mecánica63.

Las dos primeras menciones de la palabra «rosario» en el texto son las que más atención han atraído de la crítica, porque la referencia al mismo era al parecer sarcástica a tal punto que, ya para la segunda edición de Juan de la Cuesta, alguien había corregido una de ellas, precaución al parecer necesaria pues esta misma parte del texto fue una de las que después la Inquisición portuguesa se sintió en la necesidad de suprimir. El párrafo en cuestión está en el capítulo 26 de la primera parte, cuando don Quijote se encuentra en Sierra Morena, preparándose para hacer penitencia a imitación de Amadís de Gaula. Éste, bajo el nombre de Beltenebros, se había retirado a la Peña Pobre a vivir como un ermitaño a causa de un mal entendido con su amada, Oriana. Don Quijote invoca a su modelo:

-Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero ¿qué haré de rosario, que no le tengo?

En esto le vino al pensamiento cómo lo haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías.


(I, 26; 291-92)                


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Ocho años después de la muerte de Cervantes, en 1624, la Inquisición portuguesa ordenó eliminar del texto citado lo siguiente: «rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando»64. Esta al parecer inocua frase obviamente contiene algo que despertó el celo de los inquisidores. Ese «algo» es la camisa de don Quijote.

Al final del capítulo inmediatamente anterior, el 25, don Quijote quiere dar muestras a Sancho de que está verdaderamente loco: «Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales y luego sin más ni más dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante» (I, 25: 289-90). Covarrubias define el pañal como «el cabo de la camisa que cuelga fuera de las calzas» (302). Al quitarse las calzas, las faldas de la camisa son pues la parte de esa indumentaria que está en contacto directo con las «cosas» que Sancho prefiere no volver a ver. De esta manera, da Cervantes a los lectores contemporáneos de su libro el contexto que les permite llegar a la interpretación que luego encontraron los inquisidores portugueses. John J. Allen, el encargado de este capítulo en la edición de Rico, nos recuerda en la nota que corresponde a este episodio que «cortar las faldas se veía como infamante, por recuerdo vivo del romance de Doña Lambra» (I, 26; 291, nota 10). Este romance, según Diego Catalán (en su edición de la obra de Menéndez Pidal) «fue uno de los romances más repetidos en el Siglo de Oro» (127) y cita como evidencia varias obras de la época, incluso el mismo Quijote: «Cuando llega el paje del Duque a llevar a Teresa Panza la carta de Sancho la encuentra vestida con una saya parda y 'parecía, según era de corta, que se la avían cortado por vergonçoso lugar'» (129). En el episodio de Sierra Morena, Cervantes no cita directamente el romance, pero hace una clara referencia al mismo y el uso que hace de él en la visita del paje a Teresa nos indica que estaba al tanto de cómo sería interpretada la alusión. En efecto, el rosario que se hizo don Quijote fue confeccionado con partes de su indumentaria que normalmente tendría funciones muy otras que las devotas.

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De mayor interés para los propósitos de estas reflexiones, es la enmienda a la segunda edición de 1605 de Juan de la Cuesta. En ella, desde «encomendarse a Dios» y hasta «un millón de avemarías», fue sustituido por: «y así lo haré yo. Y sirviéronle de rosario unas agallas grandes de un alcornoque, que ensartó, de que hizo un diez» (I, 26; 291-92, nota 12). Hay divergencia de opinión entre los editores sobre la autoría de la corrección. Martín de Riquer dice en una nota a este párrafo: «Nada justifica la opinión de que fuera el propio Cervantes quien enmendara aquellas palabras por poder parecerle irreverentes» (274, notas 2 y 3). Riquer se opone así a la interpretación de estudiosos como Marcel Bataillon quien, en su Erasmo y España, juzga que la corrección se debe a que Cervantes originalmente se había «dejado llevar de la vena satírica», pero cambió de opinión para la segunda edición y elaboró «una manera más decente de improvisar un rosario» (II, 412). Sea quien fuera el autor de la corrección, es evidente que alguien, inmediatamente después de publicada la primera edición, encontró algo en este párrafo que necesitaba cambiarse. Puede que ese «algo» haya sido la mención de «un millón de avemarías» que, dado su contexto, cargaba un significado menos inocente que el de una sencilla hipérbole. El cambio a la segunda edición no elimina completamente la sátira, como veremos más adelante, sino que la hace un poco menos descarnada. Lo esencial es que sigue habiendo una referencia poco reverente hacia un instrumento religioso de gran importancia para el catolicismo post-tridentino por un autor orgulloso de su participación como soldado en Lepanto, conocedor de la relación del rosario con la devoción a la Virgen bajo cuya advocación navegaba la flota65. No está de más concluir con una   —95→   observación: si de imitar a Amadís se trata, o le falla la memoria a don Quijote o le sobra intención a Cervantes, porque durante la penitencia de la Peña Pobre, Amadís (o Beltenebros) no usa un rosario; esto es un agregado cervantino que hace más clara la intención.

Como para confirmar esta lectura, la siguiente vez que aparece el rosario es en boca de Maritornes. Su nombre mismo es sugestivo de lascivia, como indica Randolph Pope en las «Notas complementarias» a este capítulo de la edición de Rico (II, 316). La criada de la venta de Palomeque es uno de los pocos personajes de la primera parte que se describe con lujo de detalles: «moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana» (I, 26; 167-68). Los sucesos de este capítulo y del siguiente muestran que el carácter de Maritornes corresponde a la socarrona descripción de su apariencia física. Ella había dado su palabra al arriero de que se «refocilaría» con él y tiene que cumplirla, porque «cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque presumía de muy hidalga» (I, 26; 170-71). Cuando el escándalo que provoca esa visita en el cuarto donde se encuentra convaleciente don Quijote despierta al ventero, nos da éste una confirmación de lo que ya intuíamos gracias a las descripciones y los hechos narrados hasta ese momento: «¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son éstas tus cosas» (I, 26; 175). En el siguiente capítulo reaparece Maritornes después del manteo de Sancho, y el narrador aprovecha la ocasión para ponderar su compasividad informando a los lectores de la filiación religiosa de la criada: «se dice della que, aunque estaba en aquel trato, tenía sus sombras y lejos de cristiana» (I, 26; 185). Se perfila así un personaje a quien se satiriza utilizando para ello elementos sociales («muy hidalga») y religiosos («sombras y lejos de cristiana»).

La próxima vez que aparece la asturiana es en el capítulo 27, cuando para sacar a don Quijote de la Sierra Morena, el cura se   —96→   viste de doncella y el barbero de escudero. Hay prolija descripción, de gran comicidad pero arriesgada por lo atrevida, de cómo el cura se va poniendo sus atuendos femeninos. Evidentemente las cosas no pueden quedar así, y dos párrafos más adelante, cuando ya están barbero y cura montados y en camino, se da éste cuenta de lo que hace y cambia de parecer: «le vino al cura un pensamiento: que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente que un sacerdote se pusiese así». Trueca con su compañero los disfraces, y va ahora de escudero porque «así se profanaba menos su dignidad». Estamos en un momento de la obra donde el autor juega a producir efectos cómicos basándose para ello en la contravención de un tabú religioso -la sacralidad de la persona de un sacerdote. Entre el párrafo en que el cura se viste de doncella y el párrafo en que intercambia ese vestido con el del barbero vuelve a aparecer «la buena de Maritornes» prometiendo «rezar un rosario, aunque pecadora, por que Dios les diese buen suceso en tan arduo y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido» (I, 27; 300). La criada, que «prueba» su hidalguía al cumplir la palabra que ha dado de tener relaciones sexuales con el arriero de Arévalo, muestra ahora su devoción religiosa por medio del uso del rosario. Esta mención del rosario, la única en toda la obra que no está directamente relacionada con don Quijote, tiene el mismo contexto irreverente que el que ya hemos visto en Sierra Morena, y se pone en boca de un personaje para quien la definición de cristiana tenía que distar mucho de la que le atribuiría la ortodoxia al uso.

El rosario vuelve a estar relacionado con don Quijote en el capítulo 30. En el 29, don Quijote, Sancho y el grupo reunido en Sierra Morena se dirigen a reconquistar el reino de Micomicón. El cura, al decirle a don Quijote las razones por las cuales se encuentra tan lejos de la aldea de ambos, no pierde la ocasión de criticar a quienquiera que haya sido el que liberó a un grupo de galeotes y, socarrón y ocurrente, enfatiza que los galeotes son delincuentes de todo tipo, para dar más relieve a la locura de don Quijote. Éste, sin embargo, no cede, y en su defensa compara a los delincuentes con una sarta de rosario, y para dar más peso a la referencia religiosa, la contextualiza: «Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás   —97→   allá se avenga» (I, 30; 345). Juega aquí Cervantes con varios niveles de significación: el uso que hace de la palabra «rosario» parece ser del primer nivel metafórico, o sea, el rosario como cadena o sarta («rosario-objeto», como define Muñoz Iglesias; véase la nota 7); pero tras esto hay una sátira implícita en la función del rosario como medio para pensar sobre los hechos de las vidas de Cristo y María. El rosario se vuelve ahora una cadena de significantes que sirve para recordar delitos comunes; cada una de sus cuentas son equiparadas a delincuentes cuyos antecedentes penales fueron descritos detalladamente en el capítulo 22. En cuanto a «religión», la palabra puede referirse tanto a la católica como a la de caballería, considerada como orden o institución religiosa. La construcción de la ambigüedad cervantina en esta respuesta que da don Quijote comienza mucho antes, sin embargo, pues descansa en un detalle aportado en el episodio de los galeotes. La oración individual que más se repite en un rosario es el Ave María, la cual es sometida por los galeotes a tratamiento similar al de Maritornes ya considerado. Cuando don Quijote exige a los galeotes que vayan al Toboso a ponerse a disposición de Dulcinea, éstos proponen: «mudar ese servicio y montazgo... en alguna cantidad de avemarías y credos, que nosotros diremos por la intención de vuesa merced» (I, 22; 246). Gaos sugiere que con este lenguaje «el valor de las oraciones es puesto en cuestión» y cita el comentario irónico de Clemencín: «no es dudable la eficacia de oraciones emanadas de bocas tan puras y manos tan inocentes» (148). Don Quijote rechaza la oferta de los galeotes y acaba apaleado, pero significativamente, cuando vuelve a recordar a los condenados, los asocia en su discurso al rosario.

En esta primera parte de la novela, pues, el rosario se presenta de manera poco respetuosa cada una de las veces que se lo menciona, incluso en la corrección que se hace en el episodio de Sierra Morena. En los diez años que median entre la publicación de la primera y la segunda parte, la vida religiosa de Cervantes, a juzgar por la evidencia documental, podría haberse orientado de acuerdo con las reglas de congregaciones o cofradías religiosas a las que se unió. La primera de éstas fue la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar, a la que se incorporó el 17 de abril de 1609; esta congregación reunía a los notables de la época,   —98→   desde el rey a intelectuales y escritores como Lope de Vega, Quevedo, Espinel, Salas Barbadillo, etc. (Riquer, Don Quijote xxii). Las obligaciones de los congregantes eran muchas y severas, según Canavaggio: «llevar un escapulario, ayuno y abstinencia los días prescritos, continencia absoluta, asistencia cotidiana a los oficios, ejercicios espirituales, visita de hospitales, sencillez de la vida y de costumbres». El biógrafo francés afirma que «Cervantes pasa por haber seguido ese programa al pie de la letra» (200). Unas páginas más adelante, el autor matiza un poco este aserto cuando sugiere que Cervantes pudo haber tenido motivos más materiales para unirse a la Congregación, ya que ésta «era también una academia en la que se cortejaba a las Musas con la bendición del Señor», y como ya para este momento la fama de Cervantes comenzaba a extenderse, este acto de adhesión podría interpretarse como «el gesto de un profesional que trata de estar presente donde es necesario». Es más, muy pronto las estrictas reglas de la Congregación comenzarían a relajarse porque en febrero de 1615, el monasterio trinitario en que estaba localizada pide a los congregantes que regresen a las austeras costumbres originales y la mayoría de los miembros opta por trasladar la sede (Canavaggio 205-06).

Otro fue el caso con la siguiente orden religiosa en la que Cervantes participa. Esta afiliación parece haber sido motivada por razones personales y familiares; el 27 de junio de 1610, su esposa Catalina profesa en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, de la que ya era novicia. Tres años después, en julio de 1613, en su ciudad natal de Alcalá de Henares, donde se encontraba visitando a su hermana Luisa, monja desde hacía casi medio siglo (Canavaggio 203-05), Cervantes toma el hábito de la misma Venerable Orden Tercera; veinte días antes de morir, el 22 de abril de 1616, hace profesión en ella. Es posible que esto sea un indicio de que Cervantes sentía ya acercarse el momento en que «no se ha de burlar el hombre con el alma», como dijo su héroe más conocido (II, 73; 1218).

Seguía en esto Cervantes las tendencias de la época, de acuerdo a los estudios de Nalle, que revelan la popularidad, a partir de Trento, de los entierros en los conventos y monasterios de las órdenes mendicantes, sobre todo la franciscana, con los cadáveres revestidos en los hábitos de las órdenes (194-95). En la provincia de   —99→   Cuenca que Nalle estudia, en solamente los diez años transcurridos entre 1575 y 1585 se produjo un notable aumento, del 20 al 40 por ciento, en el número de entierros en monasterios en vez de iglesias parroquiales. Cabría preguntarse si este tipo de religiosidad de la última década de la vida de Cervantes también implica un cambio en la manera de referirse al rosario en la segunda parte de Don Quijote, cuya composición corría paralela a estos hechos. En esta parte la palabra se usa en menos ocasiones, en los capítulos 23, 46 y 71, pero, aunque menos cruda que en la primera, la actitud hacia el rosario es sustancialmente la misma66. Otro dato de importancia a considerar: cada una de las veces que el rosario aparece, lo hace en una sección de esta segunda parte que corresponde con una de las etapas de escritura de la misma, según Anderson y Pontón (clxxxiii): «Es indudable que la Segunda parte presenta tres grandes secciones narrativas (capítulos 1-29, primeras aventuras de los protagonistas; capítulos 30-58, estancia en el mundo palaciego de los duques, con las aventuras de la ínsula; capítulos 59-74, conclusión de la obra, marcada por la presencia del apócrifo)».

Pues bien, a pesar de las distintas etapas de composición, del ingreso en organizaciones piadosas y en órdenes religiosas, y de la presunta conciencia de la proximidad de la muerte, el rosario sigue   —100→   siendo motivo de sátira. La primera mención que de él se hace en la Segunda parte ocurre en el episodio de la cueva de Montesinos. La figura de Montesinos, según Percas de Ponseti, tiene en sí algo de religioso (491 y ss.). Para la autora, es significativo que la beca de raso que viste Montesinos sea de color verde, que en Cervantes indica, en su opinión, «sutil decepción, autodecepción o engaño» (494). Ya puestos sobre aviso en este particular, es posible dar una interpretación más profunda a la descripción que Montesinos da de sí mismo a don Quijote como «alcaide y guarda mayor perpetua» del «transparente alcázar». En vez de las armas que habrían de esperarse en un caballero que guarda un castillo, lleva Montesinos «un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz» (II, 23; 819). El tamaño del rosario hace exclamar a Michel Moner: «Et quel rosaire! On ne saurait, en tout cas, signifier plus clairement la 'clericalisation' du paladin» (107). Aquí la exageración del tamaño de las cuentas produce un detalle grotesco, cómico, y esto a su vez nos ofrece un indicio de cómo valorar la enmienda hecha al trozo eliminado en el capítulo 26 de la primera parte. Como se recordará, en la segunda edición de Juan de la Cuesta, los dieces estaban hechos de «unas agallas grandes de un alcornoque» (29). Dicha enmienda, a la luz de los dieces de Montesinos, no resulta tal, o al menos no deja de ser irrespetuosa, como ya indicamos (aunque no por las razones que aduce Moner). Podría alegarse en el caso de Montesinos que la sustitución del rosario por el arma del caballero consiste en realidad en cambiar un tipo de instrumento bélico por otro, ya que el rosario, como hemos visto antes, fue considerado en sus orígenes míticos como un arma en la lucha contra la herejía albigense67. Esta versión de «huevos de avestruces» es parte de la función paródica del rosario, que consideraremos más delante.

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El rosario, no ya como sustituto de un arma, sino junto a una de ellas, equiparados ambos paródicamente en su función puramente decorativa y cosmética, aparece en el capítulo 46 como preparación al episodio de los gatos. El palacio de los duques es un lugar cargado de posibilidades paródicas porque así lo han decretado sus dueños. Todo el espacio contextual ha sido transformado en un parque de diversiones para uso de los duques, y quienes únicamente no se percatan de ello son don Quijote y Sancho, los proveedores de la diversión. En el episodio preparatorio al que nos ocupa, don Quijote se encuentra en su cuarto lamentando la partida de Sancho a su ínsula, porque se le han corrido varios puntos de una media. Aprovecha la ocasión Cide Hamete para hacer una reflexión sobre la vanidad de los que quieren aparentar lo que no pueden sostener por sus propios medios: «¡Miserable de aquel, digo, que tiene la honra espantadiza y piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herrezuelo y la hambre de su estómago!» (II, 44; 985). Desde el jardín, Altisidora canta a don Quijote y le declara su amor y éste, engreído, se cree toda la patraña: «¡Que tengo de ser tan desdichado andante que no ha de haber doncella que me mire que de mí no se enamore!» (II, 44; 990)

En ese estado de ánimo lo encontramos a la mañana siguiente, y como tiene que ir a hacer la corte a los duques, que lo esperan, se preocupa de su indumentaria. Se calza unas botas de camino que le había dejado Sancho, se pone asimismo en la cabeza «una montera de terciopelo verde» y con este color se confirma el uso que Percas le asigna como significante de «decepción, autodecepción o engaño», pues la función de las botas de camino no es otra que ocultar «la desgracia de las medias», que son también verdes, lo cual es particularmente enfatizado por el narrador: «Afligióse en estremo el buen señor, y diera él por tener allí un adarme de seda verde una onza de plata (digo seda verde porque las medias eran verdes)» (II, 46; 984). Como toque final a su atuendo cuelga «el tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada» y «asió un gran rosario que consigo contino traía». Este rosario no se ha visto antes en todo lo que va de la novela. Aparece aquí como un aditamento más en la indumentaria de don Quijote, parte de la farsa que el hidalgo cree que prepara para los duques, sin darse cuenta   —102→   de que ya se encuentra dentro de una, no como sujeto, sino como objeto. El rosario queda como un instrumento decorativo y, de nuevo, se pone énfasis en el gran tamaño del mismo, lo cual sería innecesario si su función fuera simplemente para devoción. Así vestido, don Quijote se dirige a los duques moviéndose «con gran prosopopeya y contoneo». Toda la escena tiene un carácter farsesco y de duplicidad por ambas partes, y su componente más importante es la religiosidad que supuestamente nos quiere comunicar el rosario. Aquí resulta un instrumento de adorno, de vanidad, no de devoción ni de defensa de la fe.

Este mismo rosario que vemos en el palacio de los duques como parte de la indumentaria de don Quijote será, hacia finales del libro, nuevamente instrumento de engaño, pero esta vez sin la participación consciente de don Quijote. Sancho es el que engaña y la ocasión se da cuando se encuentran ambos camino de su aldea y don Quijote apremia a su escudero a que se dé los tres mil trescientos azotes necesarios para el desencanto de Dulcinea, aunque tenga que pagar por cada uno de ellos. Sancho accede inmediatamente, y don Quijote le previene: «no te des tan recio que te falte la vida antes de llegar al número deseado. Y porque no pierdas por carta de más ni de menos, yo estaré desde aparte contando por este mi rosario los azotes que te dieres. Favorézcate el cielo conforme tu buena intención merece» (II, 71; 1200-01). El rosario se convierte ahora en un instrumento de comercio, de contabilidad, que don Quijote utiliza para llevar la cuenta de los azotes que se da Sancho, y éste, a su vez, aprovecha para llevar la cuenta del dinero que va ganando. Con esta última mención, ya casi al final de la obra, se proyecta el rosario como símbolo hacia una moderna interpretación del encuentro entre el mismo y la preocupación por el dinero que caracteriza la segunda parte.

Hemos notado en este breve repaso que las tres etapas en que parece haber sido escrita la segunda parte del libro revelan poco cambio en cuanto a la aproximación al rosario bien cuando se las compara entre sí, bien cuando se las considera como un todo en comparación con la primera parte. Cercano ya a la muerte y miembro de dos congregaciones religiosas, Cervantes sigue tratando al rosario al menos con ironía, si bien Molho, como hemos visto, considera que la actitud es agresiva en las dos menciones del   —103→   rosario que tiene en cuenta, una en la primera parte, la de Sierra Morena, y otra en la segunda, la de la cueva de Montesinos.

Si de «agresión» al rosario se trata, cabe especular sobre la aparente contradicción entre ésta y el tratamiento de otros aspectos de la religión en la novela, que con gran detalle ha analizado Muñoz Iglesias, entre otros. Una posible pauta nos la ofrece el acercamiento a partir de las teorías de Bajtín, cuya presencia en el Quijote de Cervantes y de Avellaneda ha estudiado James Iffland extensamente en un reciente libro. Para el caso de Sierra Morena en particular, Iffland, en un artículo publicado anteriormente a su libro, nos ofrece el contexto necesario para interpretar el rosario penitencial a la luz de las ideas del crítico ruso. El artículo analiza dos episodios contiguos de la primera parte, el del cuerpo muerto y el de los batanes, como integrantes de un sistema semiótico bajtiniano aplicado al discurso místico de San Juan de la Cruz. Iffland estudia la manera en que Cervantes hace una parodia carnavalesca a partir del hecho histórico del robo y traslado del cuerpo del Santo desde Úbeda, lugar de su fallecimiento, a Segovia («Mysticism» 250). En una nota, su autor sugiere que el episodio de Sierra Morena es una continuación de esta carnavalización de la mística (254, n. 32); en Sierra Morena, don Quijote quiere recrear la penitencia de Amadís en la Peña Pobre, nombre éste que recuerda el de Peñuela, el monasterio en esta misma sierra al que los superiores de su orden enviaron a San Juan de la Cruz, y donde contrajo las fiebres pestilentes que ocasionaron su traslado y muerte en la cercana Úbeda68. Se establecen de esta manera múltiples niveles de significación, que culminan con la parodia de Cervantes, no solamente del Amadís en cuanto a texto, sino de hechos históricos ocurridos en vida del autor, es decir, la penitencia de San Juan en 1591.

El rosario se insertaría en este sistema semiótico. El caso más obvio es el de Sierra Morena, donde está hecho de tiras de la camisa sacadas de las regiones inferiores del cuerpo, las dedicadas a lo   —104→   material, pero todos los que siguen, tanto de la primera parte como de la segunda, se adscriben al mismo sistema. Cuando el cura y el barbero se dirigen a esa misma Sierra Morena a rescatar a don Quijote, el buen suceso de su empresa va avalado por las oraciones en el rosario de «la buena de Maritornes», cuya salida en busca del arriero (I, 16) Gaos considera parodia de la noche oscura del alma de los místicos (156-57). A la salida de Sierra Morena, el recién «rescatado» don Quijote compara a los delincuentes condenados a galeras, que proceden de las «regiones inferiores» de la sociedad, con cuentas del rosario. Otro elemento bajtiniano lo constituye la exageración en el tamaño de las cosas -como la barriga de Sancho, el rosario de Sierra Morena (a partir de la enmienda en la segunda edición de Cuesta) y los de Montesinos y de don Quijote- que para el sabio ruso es característica de la alegría carnavalesca. En la interpretación de Iffland, los rosarios grotescamente grandes serían instancias de un «carnavalismo armado» (De fiestas 527) como los gigantes y cabezudos de los carnavales españoles, que han existido desde hace cuatrocientos años y que para el antropólogo Brandes «suggest a collective, vicarious rebellion against authority and control» (78). Este enfoque parece estar de acuerdo con las conclusiones de Iffland: «Queda muchísimo trabajo por hacer sobre el tema, pero es evidente que un sector social disidente que empleaba el lenguaje carnavalesco para abrir brechas en la hegemonía aristocrática era justamente la incipiente burguesía o clase media. ... Salvando obvias diferencias nacionales, los tres grandes creadores del Renacimiento más estrechamente vinculados con la cultura carnavalesca -Rabelais, Cervantes, Shakespeare- pertenecían, justamente, a ese sector medio insurgente» (De fiestas 581).

Por otra parte, estudios llevados a cabo en la provincia de Cuenca por Sara T. Nalle para su libro God in La Mancha, que ya hemos utilizado aquí, han revelado otras posibles raíces de la conflictiva religiosidad implicada en el tratamiento del rosario. Sus investigaciones en los archivos conquenses llevan a Nalle a la conclusión que la nueva religiosidad decretada en Trento fue superpuesta a una ya existente, que no desapareció del todo (210). Tales serían, por ejemplo, las creencias en la astrología, la magia, las ciencias ocultas, que eran compartidas por todas las clases sociales, del rey abajo (209). La Iglesia estaba interesada en que el   —105→   pueblo cristiano aprendiera los fundamentos de la religión, como los mandamientos y las oraciones como el Padre Nuestro y el Ave María, contenidas en el rosario, que eran absolutamente necesarios a la grey católica para cumplir con los decretos que obligaban a la confesión y comunión anual. La repetición puede parecer como una práctica hueca y mecánica, pero era un instrumento de aprendizaje y memorización de dichas oraciones, y el rosario las combinaba casi todas. «Constant repetition of the Lord's Prayer, the Creed, the Hail Mary, and the Salve Regina strengthened a Christian's bonds to his God, even if one did not pause to consider the meaning of each word and phrase as Ignatius Loyola urged» (Nalle 105).

Podemos, pues, concluir que el rosario en Don Quixote es un objeto de parodia carnavalesca pero matizada, símbolo de una sociedad en transición cuya vida religiosa todavía no había asimilado completamente la reforma tridentina. La interpretación del propio Bajtín del carnaval señala una relación cuanto menos ambigua hacia lo mofado durante estas fiestas: «Es preciso señalar... que la parodia carnavalesca está muy alejada de la parodia moderna puramente negativa y formal; en efecto, al negar, aquélla resucita y renueva a la vez. La negación pura y llana es casi siempre ajena a la cultura popular» (16). Don Quijote es una obra popular, como ha dicho Francisco Rico -«la primera novela 'dicha en lenguaje doméstico'», y por tanto refleja la ambigüedad y riqueza significativa características de su fuente popular. Bajtín nos hace conscientes de la multiplicidad de voces, de la polifonía que encontramos en Don Quijote, y de la ambivalencia que esto conlleva hacia múltiples valores -políticos, religiosos, etc.- lo cual es, de hecho, no ya solamente una actitud carnavalesca, sino un verdadero reflejo del carnaval español propiamente, como ha demostrado Gilmore en su reciente estudio: «I do not dispute that Spanish carnival was a ritual of resistance; it certainly was that. Rather, I want to point out that this quintessentially popular festival has always been thematically and morally multivocal: it is an ideological hybrid, not monody but polyphony; its tone is subversive and conservative at the same time. In Spanish carnival, as in most theatrical verbalizations, vox populi pronounces not a monotone rejection of elite values... but a much more powerful ambivalence   —106→   toward these things» (157).

Partiendo de esta premisa, no encontramos reñido el profundo conocimiento de la religión que Muñoz y otros han visto en Don Quijote, con la presentación más bien crítica de una devoción popular ya existente desde antes de Trento. Ambas aparentemente contradictorias actitudes, y muchas más, son posibles, y de hecho existen, en la cultura popular y el triunfo Don Quijote reside precisamente en reflejarlas.


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