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ArribaAbajoLa admiración en el Quijote y el enigma del paje soldado (DQ II, 24)

Jaime Fernández S. J.



Sophia University, Tokyo

Don Quixote's fleeting encounter with the soldier-page after his dream vision in the Cave of Montesinos seems slightly enigmatic. Contrary to what could be called the rule of either astonishment (admiración) or laughter in Don Quixote, the page is neither surprised by the knight nor does he laugh at him. The young character's traits, and Don Quixote's attitude toward him, suggest that he is an anomalous character, not novelesque but real. The page thus appears to be a memory, reflection, or image of the author in his youth. The young man's indifference to Don Quixote is only logical, because he doesn't yet have the author's, or the character's, treasury of lived experience.


El sintagma narrativo del paje, el «mancebito» a quien don Quijote encuentra casualmente tras su aventura onírica en la cueva de Montesinos, apenas ha sido tratado por la crítica cervantina. Falta de atención que quizás obedezca, en parte a su brevedad, y en parte a su ubicación estructural. Porque, sin lugar a dudas, los episodios que le preceden -caballero del Verde Gabán, bodas de Camacho, cueva de Montesinos- y los que le siguen -retablo de maese Pedro, alcaldes rebuznadores y barco encantado-, son, en el discurso narrativo de la novela, elevaciones de gran densidad semántica que acaban por empequeñecerlo y casi ocultarlo. Y esto hasta el punto de haberse llegado a afirmar que todo el capítulo 24, donde se halla inserto el fugaz encuentro, no pasa de ser un cajón de sastre (catchall) que sirve al autor para exponer una serie de ideas de varia naturaleza79.

Ciertamente el capítulo da la impresión de ser una especie de puente estructural en el fluir central de la novela. Y así, resulta lógico que en él se recojan las indicaciones de Cide Hamete sobre el carácter «apócrifo» de la aventura de la cueva, los comentarios disparatados del primo acerca de los datos conseguidos para su Ovidio español   —97→   gracias a la narración de don Quijote, y que, igualmente, se ofrezcan como en esbozo el paso fugaz del hombre de las lanzas, la consideración crítica sobre el ermitaño ausente, y la aparición del paje.

Prescindiendo del comentario de Cide Hamete y de las observaciones del primo, la presencia precipitada y fugaz de los tres nuevos personajes que aquí aparecen -el ermitaño, el hombre de las lanzas y el paje-, ha sido notada ya en estudios de varia naturaleza. Y en ellos, se les califica de personajes muy secundarios, cuya función se limita a ser una muestra de la humanidad de su tiempo80, o, todo lo más, a servir de objetos de comparación con don Quijote para así arrojar una luz favorable sobre la personalidad y misión del Caballero.

Sin embargo, no creo que pueda concedérsele la misma importancia a estos tres personajes. Porque el ermitaño está ausente, y el hombre de las lanzas queda reducido a sólo su voz, siendo su única función la de narrar la ridícula «prehistoria» del conflicto entre los dos pueblos del rebuzno, cuyas consecuencias van a sufrir más tarde don Quijote y Sancho. Y esta doble lejanía -ausencia física, por un lado, y presencia de sólo la voz, por otro- impide a los personajes entrar en un contacto real y concreto con don Quijote. El paje, sin embargo, habla con el caballero, y éste le da una serie de consejos, le invita a montar a la grupa de Rocinante, invitación privilegiada y única en todas sus aventuras, le invita igualmente a cenar en la venta y, antes de despedirse de él para siempre, le da una docena de reales para ayudarle en su camino hasta la guarnición de Cartagena.

Pero no es sólo esta relativa importancia del personaje lo que me movió a estudiar el sentido de la unidad narrativa en que aparece. Porque hay un dato más, un dato que hace de este joven personaje un ser ajeno al mundo de don Quijote, hasta el punto de pensarse que no pertenece al discurso narrativo. La actitud del paje es desconcertante y, por más que se haya dicho que es una figura fugaz entre otras con quien don Quijote acierta a encontrarse en sus aventuras81, constituye, en mi opinión, un caso singular y un enigma. Y lo es por la sencilla razón de que no muestra la menor reacción ante la figura de don Quijote, es decir, ni se admira de él ni tampoco lo toma a broma.

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Para captar el verdadero sentido de esa actitud singular, de esa intrigante neutralidad o indiferencia del joven personaje ante el caballero andante, me ha parecido necesario realizar un breve y sencillo estudio del tema de la admiración en la novela.

La admiración en el Quijote constituye un mundo de extraordinaria amplitud y riqueza. Un recuento de las instancias en que aparece el concepto lexicalizado, en su triple forma sustantiva, verbal y adjetivada (admiración, admirar, admirable), arroja un número ligeramente superior al de doscientos. Cifra considerable a la que debe sumarse la de los otros términos, igualmente lexicalizados, de su extenso campo semántico (espanto y espantar, estraño, estrañeza, peregrino, fuera del uso, suspender, quedar en suspenso, pasmo, raro, rareza, maravilla, maravillar, assombrar, assombro, absorto, absortar, atónito, confusión, quedar confuso). Así el número total sobrepasa con mucho el de seiscientos82.

Toda actividad literaria implica una forma múltiple de comunicación entre el autor que crea un universo ficticio y el lector que accede a ese universo y lo interpreta83. Decir que Cervantes escribe su gran novela para el lector es una verdad de perogrullo, pero de gran importancia si se piensa en el tema que tratamos. Cervantes escribe, como indica en el primer sintagma de su obra, para el lector «desocupado», es decir, libre y desembarazado, con el ocio o margen psicológico necesario para poder penetrar en el mundo inédito y fascinante del cual le quiere hacer partícipe. El fin que con su obra persigue no es tan sólo derribar la popularidad y acogida de los libros de caballerías, sino más bien, como magistralmente ha demostrado Avalle-Arce en su estudio del prólogo, presentar la figura y vida de ese «hijo» de su mente, quien, no obstante ser «avellanado y seco», se ha constituido en figura ejemplar, «en luz y espejo de la caballería andante por ser el más casto enamorado y el más valiente caballero»84.

Ya desde ese mismo prólogo, Cervantes no puede ocultar el orgullo y la satisfacción que siente ante esa admirable criatura de   —99→   «pensamientos varios», fruto de su ingenio. Su novela no es así la mera narración de unos acontecimientos, sino de una figura humana concreta. Y es precisamente esa figura, ese ser humano viviendo y haciéndose, lo que quiere presentar a los ojos del lector85. Puede que el lector de su historia, como dice al final del prólogo, sea melancólico, risueño, simple, discreto, grave o prudente, pero en cualquier caso nuestro autor espera poder despertar en él una actitud positiva de risa o alegría, estima, admiración o alabanza86.

Apelando a la admiración, Cervantes no hace más que seguir las retóricas y poéticas de la época, concretamente la Philosophia antigua poetica de Alonso López Pinciano, quien pone como tercera condición de la fábula la admiración y la verosimilitud87. Pero va más allá. Porque ya no se trata de que con su obra intente admirar al lector, personaje exterior al universo narrado, sino que hace de la admiración uno de los dinamismos internos de dicho universo y principio que agiliza el fluir del hilo narrativo. Así se han considerado justamente las palabras del canónigo (I, 47) como el principio de estética narrativa del mismo Cervantes: Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo tiempo la admiración y la alegría juntas. Nótese: «admiración y alegría juntas». Don Quijote va a ser precisamente objeto de admiración y motivo de placer estético, no sólo para el lector, sino también para los otros personajes de ficción que pueblan los caminos de sus aventuras. Don Quijote es una figura «fuera del uso de las demás», y todo personaje que entre en contacto con él, sea lector o personaje de ficción, habrá de sentir una profunda admiración y sorpresa ante su extraño género de locura; o, en su lugar, podrá pasar un rato agradable, sintiéndose aliviado de la acedia del vivir.

La admiración va a llenar así el discurrir novelesco. El mismo don Quijote se admira de sí mismo, del género de vida que ha emprendido, en los tres discursos retóricos de su primera salida,   —100→   narrándose a sí mismo, siendo a la vez lo narrado y el acto de narrar88.

El autor, admirado de su hallazgo, busca ansiosamente, confuso y deseoso, la continuación de las aventuras de su personaje, hasta el feliz encuentro con el cartapacio de Cide Hamete en el Alcaná de Toledo que encierra la continuación de la gallarda historia del igualmente gallardo caballero.

El autor hace patente su admiración a lo largo del texto. Con frecuencia se le escapa la frase admirativa «¡Válame, Dios!...», fascinado por la actitud o el ingenio de su personaje, como cuando su enfrentamiento con el vizcaíno o cuando procede a la enumeración de provincias y caballeros en la aventura de los rebaños. En otra ocasión no puede remediar la enumeración de los exquisitos y contradictorios rasgos de su historia, gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada. Podrían citarse muchos textos más, pero el que mejor resume esa admiración, y a la vez entrañable estima del autor por su personaje, se encuentra en el breve sintagma con que le denomina en el mismo final de la novela. Porque, si en el primer capítulo, al comienzo de la narración, el personaje era tan sólo un hidalgo de los de..., no mereciendo más que una denominación seca e indeterminada, al final de sus aventuras, en las últimas líneas de la narración, le llama mi verdadero don Quijote, expresión de intenso significado que no se agota ni mucho menos por la referencia al falso personaje de Avellaneda.

A lo largo de sus aventuras multitud de personajes quedan admirados o suspensos ante la figura, las palabras y las acciones del caballero andante: el ventero y los huéspedes de la primera venta cuando la vela de armas (I, 3), el bueno de su vecino Pedro Alonso (I, 5), sus amigos y familiares (I, 7), los frailes benitos (I, 8), el caballero Vivaldo y sus compañeros (I, 13), la ventera y Maritornes (I, 16), su escudero Sancho en incontables ocasiones, los guardas de los galeotes (I, 22), Cardenio (I, 23), el canónigo y sus criados (I, 46, 49), el cabrero (I, 52), el caballero del Verde Gabán junto con su esposa doña Cristina y su hijo don Lorenzo (II, 16-18), los estudiantes y clérigos en el camino hacia las bodas de Camacho (II, 19), los aldeanos de la aventura del rebuzno (II, 27), los molineros (II, 29), los duques (II, 44), etc., etc. Y se admiran de su raro género de locura, de sus razones elegantes, cuerdas o disparatadas, por parecerles otro hombre de los que comúnmente se usan, por su sorprendente   —101→   ardimiento, por su figura, talle y armas, por su mezcla de verdades y mentiras, por su innegable ingenio.

Tal admiración no es un concepto unívoco o simple, sino que adopta incontables matices sémicos, según los personajes que la experimentan. En algún caso es intensa, como sucede en el episodio del caballero del Verde Gabán, quien muestra un innegable respeto por el anacrónico andante y un verdadero deseo de saber sobre él, admirándose hasta el mismo momento de la despedida, aunque no acabe de comprenderle. En otras ocasiones, como es el caso de los duques o de Sansón Carrasco, el sentimiento admirativo es ambiguo, carece de respeto e implica la seguridad gratuita de un conocimiento o información total sobre el personaje. La lectura que dichos personajes han hecho de la Primera Parte de las aventuras de don Quijote les ha proporcionado una imagen fija de la que ya no serán capaces de zafarse. Sansón Carrasco, dice el texto, creyó todo lo que dél [de Sancho Panza] había leído, y confirmólo por uno de los más solenes mentecatos de nuestros siglos; y dijo entre sí que tales dos locos como amo y mozo no se habrían visto en el mundo (II, 7). En cuanto a los duques, momentos antes de encontrarse por primera vez con don Quijote, los dos, por haber leído la primera parte de esta historia y haber entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo gusto de conocerle le atendían [esperaban], con prosupuesto de seguirle el humor (II, 30). Pero tal deseo de conocerle sólo implica un querer verle directamente. Cierto que se admiran del caballero, y no una sola vez. Poco antes de salir Sancho para la ínsula cae en manos de los nobles personajes el pliego de los consejos que el caballero le ha dado para su gobierno. Y escribe el autor: Los duques se admiraron de nuevo de la locura y del ingenio de don Quijote, para añadir seguidamente, y así llevando adelante sus burlas... (II, 44). La admiración de los duques es superficial, de tan poca consistencia que desaparece como un hilo de agua en el inmenso desierto de su actitud burlesca, y para entenderla correctamente es preciso contemplarla a la luz del breve episodio de la fingida Arcadia (II, 58), cuyas pastoras y pastores acogen al caballero con admiración verdadera y entrañable. Hay por otra parte personajes como el cura y el barbero quienes, al parecer, son los que más le conocen y, por lo mismo, manifiestan una renovada admiración por su amigo: y, aunque ya sabían la locura de don Quijote y el género de ella, siempre que la oían se admiraban de nuevo (I, 26). Pero también son ellos los que muestran una absoluta falta de respeto e incluso de piedad en algún momento de la narración, como cuando al final de la Primera Parte el cura y el canónigo revientan de risa y azuzan al cabrero y a don Quijote enzarzados en una bochornosa pelea, como si de dos perros se tratase.

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Así Cervantes no descarta, junto a la admiración, la postura de la risa, aunque ésta constituye igualmente un concepto de semas muy complejos. Porque puede haber una risa sana, nacida del humor y fuente de alegría, que tiene que ver mucho con la admiración; y puede haber una risa que significa sólo desprecio. Ésta sería, en el fondo, la actitud de los duques o la de Sansón Carrasco. La risa que se traduce en desprecio indica, sin lugar a dudas, el juicio precipitado y superficial sobre el personaje, o bien la falta absoluta de entendimiento o comprensión del mismo.

Sea como fuere, todas estas posturas son posibles y Cervantes las prevé también en el lector de su novela. Precisamente fue él quien subrayó en el prólogo de la Primera Parte la libertad de todo lector en el juicio sobre su historia, es decir, en el juicio sobre su personaje. Postura subrayada más adelante en la Segunda Parte, cuando Sancho ha partido hacia la ínsula y el narrador se dispone a narrar lo que le sucedió a don Quijote aquella primera noche de la larga secuencia que componen los burlescos asedios de la desenvuelta doncella Altisidora: Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al buen Sancho, [...] y en tanto atiende a saber lo que le pasó a su amo aquella noche; que si con ello no rieres, por lo menos desplegarás los labios con risa de jimia, porque los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiración, o con risa (II, 44).

«Con admiración o con risa» no es un disyunción absoluta, por la que un término excluya al otro. No quiere decir que si un lector se ríe ya no tiene derecho a la admiración o viceversa. Tanto la admiración como la risa, insisto, tienen en el Quijote una extraordinaria polisemia, compleja hasta la irritación para el crítico lector, por entrañar ambos conceptos semas muy diversos y compartir entre sí más de un sema en común. La risa, para Cervantes, puede ser un concepto plenamente positivo, un indicio de la alegría interior del sujeto, motivada por el placer, el gusto y la sintonía ante determinadas realidades. Yo he dado en Don Quijote pasatiempo / al pecho melancólico y mohíno (Viaje al Parnaso). Por ello, tiene buen cuidado de señalar, con innegable ironía, una forma inferior y degradada de la risa, la «risa de jimia», que no he visto explicada en ningún estudio de nuestra gran novela. Se trata, en mi opinión, de la risa que no es genuina, de la risa falta de naturalidad o espontaneidad, risa propia del que no ha comprendido el sentido de lo leído o contemplado. La «risa de jimia» viene a ser una mueca estereotipada, que se reduce tan sólo a imitar o reflejar mimética y mecánicamente, como en un espejo, el aspecto más superficial e inmediato del texto, el nivel del significante, que en la secuencia de episodios de Altisidora vendría a ser lo puramente esperpéntico, por   —103→   otra parte, tan abundante en toda la novela89. Tal tipo de risa tiene lugar cuando el ser humano deja, en cierto sentido de serlo, y se abandona a su parte puramente animal, es decir, cuando de su alegría desaparecen el entendimiento y la discreción90.

En resumen, puede concluirse en primer lugar que, para Cervantes, tanto la admiración como la risa son actitudes positivas y deseables, por constituir una forma de participación del lector en el universo de la novela; segundo, que los grados y tipos de admiración y risa pueden revestir múltiples matices, quizás tantos como lectores o personajes de ficción; tercero, que existe cierta diferencia entre ambos términos, ya que la admiración requiere del lector, o del personaje de ficción, una actitud más reflexiva y de mayor discernimiento que la risa91; y, finalmente, cuarto, que nuestro autor   —104→   espera del lector, o de los personajes de su novela, cierta reacción ante don Quijote.

Volvamos ahora al encuentro de don Quijote con el paje soldado. Varios capítulos antes, cuando don Quijote se encuentra con el Caballero del Verde Gabán (II, 16), el texto deja, en forma lexicalizada y abundantemente, constancia de la admiración que en Don Diego de Miranda despierta el caballero andante. Y expresamente se señala como Don Diego se admira de la apostura y rostro de don Quijote, de la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y su compostura. El mismo don Quijote advierte al punto el suspenso en que ha quedado el otro caballero y le dice: Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y fuera de las que comúnmente se usan no me maravillaría yo de que le hubiese maravillado. Pero no se trata sólo de Don Diego. Cuando poco después, en compañía de don Quijote y Sancho, llega a su casa, la esposa, Doña Cristina, y el hijo, don Lorenzo quedarán también suspensos repetidas veces. Admiración que volverá a subrayarse, una vez más, poco antes de la despedida de don Quijote y Sancho (II, 18): De nuevo se admiraron padre e hijo de la entremetidas razones de don Quijote, ya discretas y ya disparatadas.92

Sin embargo, con esto no está todo dicho. El autor parece estar interesado en que el lector se fije en la impresión que su personaje causa en los otros seres humanos con quienes se encuentra. Por ello, sólo muy pocas líneas después, cuando don Quijote y Sancho se encuentran con los labradores y los estudiantes que iban de camino, Cervantes anota expresamente con indudable intención: Y así estudiantes como labradores cayeron en la misma admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los otros hombres (II, 19).

Ante tal acumulación de instancias en que se anota y se subraya este dato de la admiración, el crítico lector queda intrigado ante la actitud del paje. Porque, como ya indicamos, el paje no muestra en absoluto admiración por Don Quijote93, ni el menor deseo de saber quién fuese, ni, por el contrario, se le opone, o le critica, o se ríe de   —105→   su extraña figura, ni siquiera con «risa de jimia». Actitud de indiferencia a la que también parece adherirse el autor, puesto que ahora no adopta, a diferencia de otros momentos de la narración, una postura 'omnisciente' revelando datos de la conciencia de este personaje. Es interesante observar que don Quijote no se presenta como caballero andante, ni le habla en momento alguno de sus caballerías. Por su parte, el joven se limita a contestar a las preguntas del caballero, explicando su problema en un tono neutro y desinteresado, sin que en sus palabras se adivine la más mínima extrañeza por lo desusado de don Quijote, hasta el punto de poder afirmarse que lo ignora, a no ser por una única palabra de respeto, «señor», con que inicia una de sus dos respuestas. Y nada más. La ausencia de reacción en el paje implica una excepción tan singular y escandalosa a lo que podría denominarse «regla de la admiración», que el mismo Cervantes para paliarla, se ve obligado al final de este encuentro a echar mano de la técnica de narrador omnisciente y del estilo indirecto para dejar constancia de la interna admiración de Sancho: y a esta sazón dicen que dijo Sancho entre sí: ¡Válate Dios por señor! ¿Y es posible que hombre que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos?

Desde el mismo momento en que aparece el personaje en el campo de visión de don Quijote, el autor es plenamente consciente de esta anomalía, anomalía que mantendrá implacable durante todo el largo tiempo que el paje va a permanecer en las páginas de la novela. Porque el paje, no ha de olvidarse, asiste al relato del hombre de las lanzas y, en primera fila, a toda la representación del retablo de maese Pedro contemplando el final desastrado que le imprime don Quijote. Y esa presencia está señalada conscientemente por el autor. Pero es una presencia casi muda, pues apenas dice ni comenta nada. Y, aunque en una ocasión, el narrador registra su sorpresa ante las facultades adivinatorias del mono del titiritero, tal rasgo carece de relevancia, ya que el sintagma que la expresa, atónito el paje, no es más que un elemento en una de esas enumeraciones de que tanto gusta Cervantes. Si algún sentido tiene, es el de recordar al lector que el paje está presente.

La descripción del paje, considerada en su conjunto, no ofrece especiales problemas. Es un joven que ha decidido abandonar el servicio a gente advenediza en la Corte, y ha optado por enlistarse como soldado para servir al Rey en la guerra. No obstante, una lectura más detenida revela toda una serie de rasgos extraños, que hacen del personaje un pequeño enigma.

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El autor comienza por describir minuciosamente la indumentaria del paje. Pero tal descripción está hecha a través de los ojos de don Quijote, como se desprende de las preguntas que luego le formula, concretada en esas sus dudas respecto a lo que ve, que quedan expresadas por el sintagma «al parecer», repetido tres veces. Tal repetición, como se ha notado, lejos de ser descuido o torpeza del autor, es enteramente deliberada y responde al juego expresivo de la obra94. Juego expresivo que en este primer momento del encuentro con el personaje puede que tenga más de un rasgo semántico de humor95. Sea como fuere, el lector advierte que la figura del paje ha atraído poderosamente la atención del caballero. Tanto que se cambian las tornas, apareciendo así don Quijote como el que desease saber quién fuese ese joven tan distinto a los demás personajes de sus aventuras.

El joven, así lo ven el autor y don Quijote, es alegre de rostro, y al parecer, ágil de su persona. Dos rasgos físicos positivos y, a primera vista, llenos de vida, aunque separados por ese «al parecer», totalmente intencionado, que proyecta una sombra anómala en la luminosidad del incipiente retrato. Si a ello se añade la primera observación de que el paje iba caminando no con mucha priesa, la contraposición entre ambos rasgos y la anomalía del joven personaje se hace aún más intensa. Lo cual puede apreciarse por comparación con el paso de otros personajes con los que don Quijote se ha encontrado anteriormente. Porque, si el paje camina con cierta lentitud, el hombre de las lanzas no, y otro tanto se puede decir del caballero del Verde Gabán y de los estudiantes y labradores, a quienes Don Quijote hubo de rogar detuviesen el paso, porque caminaban más sus pollinas que su caballo (II, 19). El paje va a pie. Y, aunque es lógico que don Quijote, Sancho y el primo, todos ellos caballeros, le den alcance, el autor ha querido dejar constancia de esta diferencia, de esta ausencia de prisa en el paso del joven.

Así pues, si es cierto que el caminar tan «a la ligera», es decir, con tan poca ropa, y la alusión al envoltorio, pueden resultar datos teñidos   —107→   de humor, el caminar «no con mucha priesa», apunta a una realidad muy diferente y grave. Una realidad cuya clave está en la letra de una de las seguidillas que va cantando y que, curiosamente, es la única que registra el texto: A la guerra me lleva / mi necesidad. / Si tuviera dineros, / no fuera, en verdad. Aquí no existe nada cómico, ni nada de lo que algún autor ha pensado como esencia del episodio, calificándolo de canto al valor de la juventud, despreocupada y ardorosa, y al valor de la autonomía y libertad humanas96. La alegría o, mejor, la luminosidad de esas facciones jóvenes y el ritmo rezumante de vida de toda seguidilla97 aparecen ensombrecidas por el descarnado realismo de la letra.

Al paje le lleva, le arrastra la necesidad98. Una necesidad que, en el conjunto de la novela, supone una inquietante anomalía, al revestir características que la distinguen de otras instancias en que aparece. Porque es distinta de la «necesidad» a la que Sancho apela como razón para salir de nuevo con don Quijote, ya que no es sólo la pobreza lo que le mueve a servir de escudero99; e, igualmente, es diferente a la necesidad lúdica de Dulcinea, sentida e imaginada por don Quijote en su visión onírica de la cueva de Montesinos; y, con mayor razón, nada tiene que ver con la necesidad que dice experimentar la menesterosa princesa Micomicona. Aquí no hay elementos novelescos o de ficción. La necesidad del paje es expresión de una   —108→   realidad despiadada, que le arrastra a un destino que, indudablemente, ni quiere ahora ni quiso nunca: la guerra.

Las respuestas del paje son secas. Se limita a contestar a lo que le preguntan don Quijote y el primo. No le importa decir qué lleva en el envoltorio, ni tampoco revelar su situación desventurada. Pero no va más allá, no proporciona datos afectivos, que indiquen rabia o frustración. La rabia del paje ante el trato abusivo de los pelones y catarriberas de la Corte sólo se manifiesta en el nombre que da a los que fueran sus señores. Y el autor, repetimos, no adopta una postura «omnisciente» para proporcionar al lector indicios del interior del joven personaje100.

Que el paje no haya reconocido a don Quijote resulta extraño. Podría pensarse que no hay razón alguna para que tuviera que reconocerlo, pues otros personajes de la Segunda Parte no tienen noticia de su existencia. Sin embargo, cuando Sansón Carrasco visita por primera vez a don Quijote y comenta la extraordinaria popularidad y acogida de la Primera Parte de sus aventuras, dice expresamente. Y los que más se han dado a su letura son los pajes. No hay antecámara de señor donde no se halle un «Don Quijote»: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquéllos le piden (II, 3). Así, este paje es diferente a los demás pajes. Y si alguna vez la novela cayó en sus manos, no llegó a abrirla, y menos a leerla. Nuestro paje constituye una innegable excepción. Aspecto éste que queda subrayado por la comparación con otro paje que aparecerá poco después, el de los duques, enviado con cartas y ropa a la aldea de Sancho. Sus rasgos de alegría, humor, familiaridad y optimismo ensombrecen por comparación, aun más, la figura del paje soldado. Puede observarse que si el joven paje es «alegre de rostro» ni una sola vez se sonríe.

Por su parte, don Quijote sí se interesa por el joven. Comienza por un deseo de satisfacer la curiosidad acerca de su escasa indumentaria y del destino que lleva. La curiosidad poco a poco, y en forma sutil, va transformándose en cierta admiración y verdadero afecto, como puede apreciarse en el tratamiento con que a él se dirige: «vuesa merced», «señor galán», «amigo», «hijo»101. Sobre todo, esta última palabra, «hijo», tiene un valor semántico intrigante,   —109→   porque, con excepción de Sancho, es el único personaje de toda la Segunda Parte que recibe del caballero tan afectuoso trato102. Puede que don Quijote (¿o Cervantes?) previese o sintiese como suyo el incierto futuro del joven. Así, «hijo» indica cierta sintonía, cierto afecto, incluso ternura; en una palabra, profunda admiración, por cuanto el caballero ha podido alejarse del mundo fantástico de su yo caballeresco, y fijar su mirada (ad-mirare, 'mirar a') buscando su yo en ese joven paje. Lejos de ser un apelativo transitorio, es invocativo verdadero y lleno de sentido cuando se piensa que el caballero le ofrece poco después las ancas de su caballo. Don Quijote consideró al paje digno de cabalgar con él, como en un deseo de hacerle participar de su ideal o, si se prefiere, de su género de vida, puesto que ya lo consideraba partícipe de sus desgracias.

Pero el paje, aun siendo objeto de ese excepcional tratamiento, no sintoniza con el caballero, ni revela nada de lo que pasa en su interior. El paje ha dejado atrás un pasado lleno de dureza, en que ha sido víctima de gente miserable, y tiene por delante un futuro transido de incertidumbre. Y en esto precisamente se halla la clave para explicar la progresiva sintonía de don Quijote con el joven. Porque si el pasado ha estado para nuestro caballero cuajado de desventuras, el futuro, tras el encantamiento de Dulcinea y su desoladora visión de la cueva de Montesinos, se le ofrece lleno de sombríos interrogantes, aunque ello sea sólo en un nivel subconsciente103, que le desazonan hasta el punto de buscar una respuesta imposible en el simio adivino de maese Pedro y en la inerte cabeza encantada de don Antonio Moreno.

El mismo don Quijote se da cuenta de que el personaje no es igual a los otros. Y no sólo por comprender que ha sido verdadera y realmente golpeado por la vida, sino por haber entrevisto que pertenece a otro universo, a otro mundo ajeno al de sus caballerías, donde nada tienen que ver encantadores, princesas menesterosas o ínsulas imposibles. Por ello, si comienza a animarle con esas palabras de tenga a felice ventura haber salido de la Corte, y muy pronto se lanza, movido por la inercia de sus ideas fijas al tema de las armas y las letras104, en el que se hubiera explayado tan a sus anchas de haber   —110→   estado presentes las figuras novelescas de la venta de la Primera Parte, o su atrevida sobrina, igualmente novelesca por tomarse tan a pecho lo de las caballerías, también muy pronto abandona el tema y cambia totalmente de tono.

Don Quijote le presenta un futuro muy negro con trazos de una ironía descarnada. En primer lugar le aconseja que aparte la imaginación de sucesos adversos, porque ha captado la fundamental preocupación del paje, la incertidumbre ante su futuro. Es precisamente esta obsesión por el porvenir lo que no le ha dejado tiempo para pasar los ojos por las páginas de la gran novela, marcándole como personaje totalmente ajeno al mundo de la ficción. Desde su desventura presente piensa que toda ventura le está vedada. En su breve alocución don Quijote le anima y le dice que lo peor que le puede pasar es morir: todo es morir , y acabóse la obra. Y añade que si no muere, y si es valiente y obedece a sus superiores, tendrá mucha honra, aunque también pueda quedarse estropeado o cojo, y esclavo de la hambre. Con lo cual le está diciendo, que es muy posible que acabe en una situación miserable, necesitada e indefensa, peor incluso que en la que ahora se encuentra.

Don Quijote adopta aquí una postura de un realismo abrumador, una postura totalmente ajena a la que ha mantenido y seguirá manteniendo en el discurrir de la novela. Da la impresión de que el subconsciente deja de serlo y le aflora a los labios. Don Quijote ya no es más don Quijote, sino su autor que habla a través de él. Su estilo y su tono no son los acostumbrados. Su estilo, siente el lector, es el del Prólogo de esta Segunda Parte, es decir, un estilo que no es exactamente el de la novela; y su tono no es el del personaje, inserto en un mundo de ficción.

En este episodio don Quijote no tiene que transformar ninguna realidad. O, más exactamente, no puede. Porque la abrumadora realidad del paje y de su problema no es ni puede ser objeto de fantasías, ni es novelesca en sentido alguno. En el paje no existen los falsos oropeles de Vicente de la Rosa, ni el heroísmo del cautivo, vuelto a España con la bella Zoraida y capaz de contar una historia de luchas por su fe y por la libertad en medio de penalidades innumerables. Ni tampoco existe la posibilidad futura de una vida regalada e hipócrita como la que ahora lleva el ermitaño, antes soldado. El paje sólo tiene el horizonte de la oscura posibilidad y la   —111→   incertidumbre, un horizonte al que le empuja una opción que pudiera parecer libre, pero que deja de serlo en gran medida, al estar lastrada por su necesidad extrema. Pobreza y preocupación, incertidumbre ante el futuro que expresa natural e inevitablemente ante el simio de maese Pedro: Si yo tuviera dineros, preguntara al señor mono qué me ha de suceder en la peregrinación que llevo. El autor lo sabe, porque lo ha vivido, y hace que don Quijote lo entienda. El autor no permitirá que don Quijote le dé esos reales para aliviar su ansiedad, ahorrándole, por otro lado, la burla de que va a ser objeto el caballero cuando le responda ambigua y burlonamente el simio. Pero, sobre todo, no permitirá al paje tomar parte en ese «teatro» burdo de la adivinanza, de la ficción, porque el paje pertenece al mundo de la realidad ineludible. Y cuando don Quijote le habla, en esa breve arenga, nada de discursos. Don Quijote habla por la boca de su herida, de la desilusión que le ha venido deshaciendo el alma lentamente desde el comienzo de su Tercera Salida, al caer en la cuenta de que Dulcinea está encantada. El autor fundido con su personaje105 aconseja, o más bien avisa al joven de lo que sin duda le va a suceder, y que es lo que a él mismo ya le ha sucedido. El ideal ha de descender de sus alturas, despojarse de sus ropajes y ponerse al nivel de la realidad más cruel y mostrenca. El episodio del paje aparece así como un paréntesis en la novela. Es un desahogo del autor ante su propia imagen joven a la que habla desde la imagen del ideal y del fracaso, del heroísmo y de la burla, la imagen de su estrafalario don Quijote por él entrañablemente creado y sentido. Que sea el autor quien habla, que Cervantes esté aquí recordando a través de este joven personaje su imagen de paje primero en Italia y soldado más tarde, se puede notar en el ambiente semántico de todo el pasaje, y de forma muy notable en ese comentario que hace don Quijote a la mezquindad de los amos del paje: ¡Notable espilorcheria!, añadiendo «como dice el italiano», caso único en toda la novela e índice claro del recuerdo de sus años jóvenes.

Por todo ello, el paje no habla sino para dar explicaciones secas, desnudas de cualquier emoción, porque es sólo una imagen fugaz del pasado, un recuerdo del autor, una imagen que aún no puede   —112→   entender la cantidad de experiencias y de vida que encierra la persona del caballero manchego. Su «silencio» es tal que ni siquiera tiene una palabra o un gesto de gratitud para ese hombre que le ofreció lo que a nadie había ofrecido: las ancas de su caballo.

Y todo esto no es sólo aplicable a la primera etapa del encuentro en el camino hacia la venta, sino al último momento del mismo, después de finalizada la representación del retablo de maese Pedro. Pasada la momentánea alucinación de don Quijote y el asalto a los títeres del retablo, todo vuelve a la normalidad. Don Quijote paga los desperfectos ocasionados a maese Pedro e invita a cenar a todos los de la venta. Incluso hace gala de un excelente sentido del humor, cuando ante las quejas de maese Pedro que pide dos reales por el trabajo de rescatar a su mono huido, le dice a Sancho: Dáselos, Sancho, no para tomar el mono, sino la mona (II, 26). Sentido del humor y sentido de la realidad que le rodea, porque don Quijote se ha dado cuenta de que el titerero es un pícaro. Ese dinero está de alguna manera justificado, ya que tiene la función de cubrir la realidad dolorosa y la vergüenza de aquel momento de alucinación. Y en este punto debiera haberse acabado todo. Pero el autor no ha podido olvidar a un personaje que en silencio, sin el menor comentario, con la breve indicación de sólo un movimiento instintivo ante el destrozo del retablo -acobardóse el paje-, ha contemplado la escena. Por eso, hace que a la mañana siguiente vaya hasta don Quijote para despedirse de él. Don Quijote no le dará más consejos ni le dirá que vaya en pos de él en busca de aventuras, que se haga también caballero andante, como le sugirió al joven don Lorenzo. Don Quijote se limitará a darle una docena de reales para ayuda de su camino. Porque el paje soldado no es novelesco, porque su vida está por hacerse, y ni el autor ni don Quijote tienen derecho a detener su curso, ya que su figura es real, tan real como el autor, que fue paje y después soldado.

El autor, fiel a su postura, nada más dice. Quizás pensó que no tenía relevancia, o quizás sentido, registrar en el universo de su novela las palabras o la gratitud del joven personaje, que aún pertenecía a otro mundo tan distinto. Pero sí quiso dejar constancia de la comprensión y el respeto que su caminar «no sin mucha priesa», su necesidad y la cierta y angustiosa incertidumbre de su futuro le habían merecido.