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En el auto de Lope, la «Loa» la recita «la figura del Tiempo, con el mismo vestido que ha de salir al auto», lenguaje que remeda Cervantes, por lo que me cerciora que es al auto de Lope al que alude. Seis de los diez personajes del auto de Lope, dos superimpuestos, aparecen en este episodio. C = Cervantes; L = Lope de Vega.

C: El demonio, que dice hacer «los primeros papeles» luego moharracho, con «cascabeles» y «vejigas...hinchadas», vestido de «bojiganga» obra como la Locura.

L: La Locura, vestida de botarga, moharracho = El Diablo, vestido de fuego, cuernos en la cabeza y gran rabo.

C: La Muerte «con rostro humano».

L: La Muerte, vestida de esqueleto con guadaña en la mano.

C: El ángel, «con unas grandes y pintadas alas».

L: El Ángel de la Guarda, con grandes y pintadas alas.

C: El emperador «con una corona, al parecer de oro, en la cabeza».

L: El Hombre vestido de emperador, con manto, corona y cetro.

C: «El dios que llaman Cupido...sin venda en los ojos pero con su arco, carcaj y saetas».

L: «El Dios que llaman Cupido...sin venda en los ojos», «con su arco, carcaj y saetas».

C: La Reina.

L: El Pecado, vestido de reina, coronada, mascarilla negra, que encubra media cara [personaje doble].

Se encuentra un detallado análisis, que no incluye el paralelo aquí trazado, en Percas, Cervantes the Writer 20-24.

 

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La mala opinión de Cervantes sobre los titereros, o titiriteros, la pone en boca del «perro sabio» de uno de ellos: «esta gente es vagamunda, inútil y sin provecho». «Muestran retablos», «ganan de comer holgando», y sacan caudal «de otra parte...que la de sus oficios» («El coloquio de los perros», en Obras 4: 258v). Otros escritores comparten tal opinión. Cristóbal de Fonseca llama a los titereros «sacadineros»; Suárez de Figueroa los llama «ministros de particular entretenimiento... cuyos títeres se pelean y vencen unos a otros, industrias todas, antes ganzúas generales para las bolsas», según nos informa Rodríguez Marín (5: 222 n. 1).

 

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Informa Inamoto que esta obrita se encuentra en la sevillana Biblioteca Capitular y Colombina como anónimo en ms. 82-3-40 (sign. ant. AA-141-Q). Es «el primer entremés escrito en verso y encabeza la serie de entremeses que parodian los romances del ciclo carolingio». Se reimprimió después varias veces pero las reimpresiones no difieren de la impresa en 1605. Yo no lo he podido consultar. Utilizo la impresión de Valladolid de 1609, recopilada por Bernardo Grassa, cuyo título reza: «Entremés primero de Melisendra». A esta edición corresponde la paginación del 1 al 8 porque la del texto impreso está errada, aunque el orden es correcto. Además de este entremés, tengo una fotocopia del manuscrito en limpio, al parecer autógrafo y con censuras de 1622 -de dudosa autenticidad según Paz y Melia, informa Inamoto (693 n. 13)- que compruebo ser idéntico al impreso en 1609 excepto por la omisión de la «Loa muy graciosa» que encabeza el impreso. Agradezco noticia del artículo de Inamoto a José Montero Reguera (carta de julio de 2000) y su ubicación a José María Casasayas (comunicación telefónica en julio de 2000).

Sobre el texto de este entremés, véase el estudio de Cuenca, llegado después de la redacción de este artículo.

 

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«Creed a las obras, y no a las palabras» (San Juan 10.38).

 

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Forcione recoge estos otros términos religiosos: «retablo», «misterios», «reliquias», «dos credos» (148 n. 33). Añadamos a este lenguaje litúrgico el uso laico de «chirimías» (II, 26; 244).

 

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Dice el Ángel: «¿Cómo trae de oro el rostro / Cuando hay tan poco dinero? / Más ya lo entiendo, que como / Siempre el retablo de duelos, / Aunque encima está dorado, / Es madera por de dentro» (599).

 

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Citado por Murillo, quien añade que Sansueña es el nombre francés de Sajonia, Sansoigne, y que se transfirió a España donde significó una región, o una ciudad de la morería peninsular (2: 240 n. 4).

 

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«Casa real y alcázar de los reyes moros de Zaragoza» (Covarrubias, bajo «aljafería»).

 

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En «El romance visto por Cervantes», Eisenberg trata la impropiedad de considerar los romances como historia, igual que sucedía con los libros de caballerías, y su abuso en el siglo XVI (68-72). Pone, como opinión y comentario cervantinos al respecto de impropiedad y abuso, el episodio del retablo de maese Pedro (74-78), cuya falta de fundamento histórico se anuncia al principio, ya que se basa, no sólo en romances «que andan en boca de las gentes», sino en «corónicas francesas», mentirosas crónicas entiéndase. El decir que Zaragoza se llamaba Sansueña es uno de sus varios gazapos, según el aludido crítico. Por mi parte, he observado que Cervantes recurre en numerosas ocasiones al romancero, como parte de la caracterización de personajes, o con intención metafóricoautobiográfica tal el caso de Belerma en la cueva de Montesinos. De esto he tratado en varias ocasiones, las dos últimas en «¿Quién era Belerma?» y en «Unas palabras más sobre Belerma».

 

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Anota Murillo, que es la leyenda cantada de un romance seudocarolingio en pliegos sueltos de la primera mitad del siglo XVI, titulado, «Romance de don Gaiferos que trata de cómo sacó a su esposa que estaba en tierra de moros» luego recogido en el «Cancionero de romances» s. a. (2: 240 n. 3).