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Cervantes en Italia


Ángel Mazzei





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Un mundo nuevo, de poéticas resonancias totalmente distinto al entrevisto desde el mirador de su pequeña vida juvenil despertaba para Cervantes en su viaje a Italia. El recuerdo de los bellos días de claro gozo, lo siguió como un torrente de luz, hasta confundirse en las resonancias del Persiles, tan hondamente humano y rico de verdadera poesía. Era Italia la tierra del renovado lirismo, si el amor denso, profundo, había hallado definitivos acentos en Dante y en Petrarca, si la novela pastoril había recobrado en ella, toda la claridad, libre aún del amaneramiento de las falsas Arcadias, un rumor de hazañas caballerescas llegaba en el haz de los vientos marineros.

Cervantes podía captarlo en cada cosa y a cada instante; como el andariego y muy juicioso Tomás Rodaja, llevaba en sus faltriqueras «un libro de Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento». Aquél debía auxiliarlo en su visita a la Ciudad de las Ciudades, puntualmente loada en el periplo casi homérico de Persiles, el Garcilaso debió darle, en su transparente desnudez de   -220-   agua, un enlace feliz del mundo de Horacio y el de Virgilio. Acaso desde entonces, se proyecta y expande, vigoroso su eterno culto virgiliano.

Garcilaso era el introductor sagaz, la primicia que había de trazar insospechadas rutas. El viaje de Cervantes, noble aventura regida por un espíritu disciplinado, debía ser fructífero; coincidía con una época de intensa espiritualización en Italia, acaso como lo sostiene la insigne tirsista Blanca de los Ríos Lampérez, debía favorecerle el acicate de huir de las desdichadas consecuencias de un lance, para la plena gustación de la vida libre de Italia.

En todas partes surgía un aire diáfano de reminiscencias platónicas. Venía en los versos ilustres que leía en idioma original, en la eterna primavera lírico-épica del poema del caballero cristiano Ludovico Ariosto.

El estudiante detenía su asombro y su vital ansia de aprenderlo todo, ante la multiforme existencia de Italia. La luz de los cielos azules diáfanos y las músicas voces del mar adyacente entraban por las abiertas ventanas de la hostería. Ignoramos qué guía humano-encarnación del novelesco don Diego de Valdivia, supo pintarle «la belleza de la ciudad de Nápoles, la holgura de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía».

Pero, carece de importancia ello frente al hecho real, estaba allí, podía sentir plenamente, la dulzura y la belleza nada recónditas de la vida fluyente. Estaba en la bellísima ciudad de Génova saboreando, como en una sana reminiscencia anacreóntica, «la suavidad del treviano, el valor del montefrascón, la ninerca de Asperino, la generosidad de los griegos Candía y Soma, la grandeza de las cinco viñas, la dulzura y la apacibilidad de la señora de Garnacha, la rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del romanesco».

Las ventanas de la posada recogían sin embargo, presencias no menos deliciosas que la de tan completo y autorizado catálogo de vinos; los rubios cabellos de las genovesas y la gentileza y gallarda disposición de los hombres, también interesaban al viajero.

Luego, reposado y sereno, como olvidado de su propia grandeza, surgía el armonioso paisaje de la ciudad que en aquellas   -221-   peñas parecía tener las casas «engastadas como diamantes en oro». Su itinerario gozoso comprendía todos los panoramas, se detenía en Luca, ciudad pequeña, en la que como en ninguna parte de Italia eran bien vistos y agasajados los españoles, acaso dicen en Persiles, con evidente agudeza, porque permanecían en ella escasísimo tiempo; contentábale Florencia por su agradable asiento, suntuosos edificios, frescos ríos, apacibles calles, admiraba a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo y así como por las uñas del león llegaba al conocimiento de su grandeza y ferocidad, así sacaba la de Roma por «sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, por su famoso y santo río que siempre llena sus márgenes de agua, y la beatífica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ella tuvieran sepultura, por sus puentes que parece que se están mirando unos a otros, y por sus calles, que con sólo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo, la Vía Apia, la Flamina, la Julia».

«Veía a Nápoles, la mejor ciudad de Europa y aún de todo el mundo, a su parecer, veía a Venecia, ciudad de las calles de agua como Méjico, se detenía ante Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia». Estaba en el centro de la antigua cultura, en el justo goce de la tradición greco-latina, por ello, ningún encuentro tan feliz para él, como el de Roma, con sus iglesias, agobiadas de recuerdos, sus fuentes musicales, sus árboles verdes.

Acaso, por ello, vibrará en el Persiles, en un soneto de digna factura, un eco lejano de la ciudad mística. Eran sus momentos de diáfana felicidad, lo esperaban luego los episodios de su vida fatigada. Pero aquella luz mediterránea, de tan brillante casi sonora, no debía olvidársele jamás. Demasiado honda, casi rosada, cerraba los días más venturosos de su existencia. Un hombre claro, sencillo, de mirada profunda, de barba castaña en la que destacaba su pincelada de luz alguna irisación diamantina, a quien pesaba ya la vida; quiso revivir en su obra disputada encarnizadamente a la muerte, sus horas de adolescencia. Era su postrer aventura romántica.

Pudo terminarla poco antes, en plena conformidad con sus   -222-   bellos días de juventud. Todos los sueños estaban cumplidos en una gloria que ignoraba. Y aunque sólo entrevista su grandeza, desconocida la magnitud de su trascendencia, don Miguel Cervantes y Saavedra podía descansar en paz, en un país de cipreses y de olivos, de jornadas serenas como los apacibles cielos de Italia.





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