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ArribaAbajo- II -

Cervantes y don Quijote en una parábola de Borges



Las vastas geografías de Ariosto

-Esa Angélica -respondió don Quijote-, señor cura, fue una doncella destraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentose con un pajecillo barbilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron de ser cosas demasiadamente honestas, la dejó donde dijo:

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Y cómo del Catay recibió el cetro,
quizá otro cantará con mejor plectro.


(D. Q., II, 1.º)                


Este juicio terminante y no muy halagüeño sobre la heroína del Orlando Furioso en boca de don Quijote pone de relieve su desconfianza por la famosa y huidiza protagonista de Ariosto. Su recuerdo viene a cuento porque en su animada charla con el cura y el barbero -de la que fueron testigos su sobrina y el ama, en la que se descubre que el caballero manchego no había sanado de sus obsesiones y delirios- sugiere un arbitrio para ayudar al monarca a vencer el peligro que significaba la potente y amenazadora armada turca. Más que proveer o movilizar sus reinos, don Quijote pensaba en otra solución muy distinta, que, a ruego de sus interlocutores, declara: convocar a los caballeros andantes de España porque hasta quizá solo uno de ellos bastase para derrotar al enemigo. Cuando desea nombrar ejemplos de esa resplandeciente caballería, al final de su lista incluye los nombres de Rodamonte, el rey Sobrino, Reinaldos, Roldán y Rugero, que es lo mismo que decir que evoca al fantástico y maravilloso mundo del Orlando Furioso.

A pedido del cura, don Quijote describe los rostros de Reinaldos de Montalbán y de Roldán. La burlesca requisitoria del cura recibe su respuesta y cuando, a continuación, pretende el sacerdote casi justificar la inclinación de Angélica por Medoro, más blando que el áspero Roldán, sobreviene la respuesta de don Quijote más arriba citada. Creación boiardesca, extraña   —45→   heroína del Furioso, universalmente reconocida como extraordinariamente bella, Angélica no era menos astuta, aduladora y caprichosa. Sin embargo, centra el mundo fabuloso de Ariosto. A pesar de que la mayor parte del tiempo desaparece de la escena, su imagen, su presencia virtual, causa de la original locura del héroe, permanece en nuestra fantasía hasta que Orlando recupera su salud, hasta que Reinaldos cesa en sus aventuras.

No obstante la ironía, el juicio de don Quijote sobre Angélica se ajusta más a la realidad ariostesca que a las brevísimas descripciones de los dos paladines, Orlando y Reinaldos. Extraídos de la leyenda, no son ya héroes graves y severos de la canción de gesta; estos caballeros enamorados se vuelven más débiles, más humanos, más próximos a nosotros. Han descendido de un mundo legendario intangible y celestial al mundo siempre cambiante de la realidad, a la tumultuosa condición humana. Su espíritu caballeresco, sin embargo, sigue signándolos. Aun considerando que el juicio de don Quijote sobre los dos paladines puede resultar, por su inopinada locura, erróneo, no es menos cierto que es la figura de Reinaldos de Montalbán la menos favorecida. A pesar de su juicio peyorativo, en la leyenda y en el Furioso es un personaje siempre menos cegado por la pasión y más cumplidor de sus deberes caballerescos; su espíritu resulta más fuerte que el de Orlando y, hacia el final del poema, encarna el tipo de la sabiduría triunfante.

No exagera Borges cuando afirma que «un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías   —46→   de Ariosto», donde el enamorado caballero deja testimonio inmortal de su viaje por la India, la Media y la Tartaria (O. F., I, 5, 3). «Harto de su tierra de España» no implica fastidio, cansancio, sino más bien saciedad, por muy conocida. La tierra o los lugares que le eran familiares al viejo soldado abarcaban gran parte de la Península pero eran lugares reconocibles por cualquier viajero. Esta geografía española era evidente, constatable en cualquier momento por cualquiera. Cuando Cervantes quiso alejarse de la realidad cotidiana, recordó el mundo de fantasía de los libros que lo sorprendieron y le agradaron en su juventud y aún releía de vez en cuando. Pero, en tanto que escritor, volcó ese mundo de maravillas, cada vez que lo creyó conveniente, en su propia obra y obtuvo la ansiada variedad, placer y arte.

Fantasías sin límites o con límites tan exageradamente amplios que solo sirven para pensar en un mundo ilimitado:


Tra l'Indo e'l Tago e'l Nilo e la Danoia,
tra quanto é'n mezzo Antartico e Calisto.


(O. F., III, 17, 5-6)                


Cuatro grandes ríos, cuyos solos nombres recordaban su importancia y evocaban lejanía y misterio, historia y fantasía. Además marcaban los cuatro puntos cardinales, lo que es casi decir un sistema de referencias fundamental. Pero si al lector le pudiera parecer insuficiente, puede decirlo de otra manera, con un lenguaje científico y a la vez mitológico, entre los dos   —47→   polos. Vasta y total geografía.

El mundo ariostesco sobrepasa la tierra y por arte de magia llega a la luna. Allí Astolfo pudo admirar otros valles, otras montañas, otras ciudades, casas y selvas; hasta que llega al valle en el que se hallaban admirablemente recogidas todas las cosas que por nuestra culpa se pierden, o por causa del tiempo, o por los reveses de la fortuna:


ció che si perde qui, lá si raguna.


(O. F., XXXIV, 73, 8)                


Allí han ido a parar no solo cosas tangibles sino también reputaciones, ruegos y votos. Lágrimas y suspiros de amantes, el ocio sine dignitate de los jugadores y los ignorantes, los deseos vanos,


ció che in somma qua giú perdesti mai,
là su salendo ritrovar potrai.


(O. F., XXXIV, 75, 7-8)

Vio muchas cosas, tantas que sería difícil enumerarlas todas. Todo lo que de nosotros procede allí se encuentra reunido, a excepción de la locura, que permanece en la Tierra. El paladín halló un montón de aquello que nunca se nos ocurre pedir a Dios, el juicio.

El poeta ejerce libremente su capacidad de maravillar y maravillarse. La cronología nos advierte que Galileo no había escrutado aún el satélite con su telescopio; pero es que tampoco Ariosto pretendió dar a los lectores una lección científica. Sobre la base de conocimientos   —48→   elementales y muchas veces errados, más que de astronomía se trata de fantasía. Su mundo selenita sorprende por la imaginación del poeta, no por su ciencia. En estos versos se nota una suave corriente elegíaca que circula soterradamente a través de la representación superficialmente ligera y alegre. Tras el ímpetu del canto, la inspiración melancólica. Ante la variedad del mundo, el poeta se consuela refugiándose míticamente en la luna, con todo lo que se pierde en la tierra. Ironía maravillosamente ligera y al mismo tiempo profunda. El episodio de la luna es una excelente muestra del humorismo ariostesco: crear un mundo, casi cándidamente, para consolarse de su prosaica y amarga experiencia de los hombres y de las cosas. Se trata de un scherzo en el que ocupa un lugar principal el alegre espectáculo de un valle, donde toda la imaginación del poeta le hace pensar que allí se halla todo lo que se pierde en la tierra. Tras la enumeración, queda la sensación de un chisporroteo de palabras, de burlas, de agudezas, de bromas, de figuraciones burlescas que, sin embargo, esconden un pensamiento serio y profundo. He aquí el mundo que sintetiza Borges cuando alude a «aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños». Ariosto con su obra dio muerte al medioevo y a la caballería, pero dio nacimiento al espíritu y la novela moderna.

Se trata de un tiempo muy especial. En ese valle lunar tan particular, el tiempo parece haberse detenido y, en ese sentido, es mítico. Sin embargo, su caudal nos asombra, toda vez que se trata de la cosa más preciosa. Lo que nos engaña es que el tiempo es incorporal   —49→   y no parece tocar nuestros sentidos, parece así un don gratuito al que se le atribuye escaso o ningún valor. Pero el sentido común, la reflexión primera, nos está diciendo que se trata de un medio indefinido análogo al espacio, en el que se aparecen los acontecimientos con su propia duración. En la expresión borgeana es tiempo malgastado porque se trata de sueños y, por lo tanto, sin medida en cuanto a la duración, fantásticamente corpóreos, realmente intangibles. El tiempo mensurable deja aquí lugar a un tiempo existencial, poéticamente vivido. Su particularidad subjetiva, su afectiva tonalidad están teñidas por el sueño que lo penetra. Los sueños parecen imponderables, pero sería arriesgado afirmar que son intemporales, no sometidos a las vicisitudes de la duración y el cambio. Tiempo malgastado, derrochado inútilmente; pero graciosamente empleado en esta fantástica narración.

También mucho de sueño y fantasía tiene el robo de Reinaldos de Montalbán -el paladín tan cantado en un cielo épico francés- de relevante papel en los poemas de Boiardo, Ariosto y Tasso y protagonista de tanto romance español y libro de caballerías. Precisamente, en un libro de este tipo, Espejo de caballerías, se menciona el hecho del fantástico robo. Don Diego Clemencín, en sus comentarios, se creyó en la obligación de aclarar a los lectores del Quijote que «entre los mahometanos no hay ídolos, antes al contrario, está prohibida toda clase de imágenes, como lo estaba a los hebreos por ley de Moisés: y los pocos Califas que acuñaron moneda con sus bustos, están reputados por heterodoxos entre los musulmanes...», y sigue la larga   —50→   cuan severa explicación. Olvidaba, obsesionado por la ciencia, el efecto cómico del hecho legendario, tan a mano de cualquier lector de aquellos tiempos o, simplemente, escuchante atento, del popular romance.

Fue Ariosto, mejor, dos de sus versos los que, tras el largo intervalo de diez años, sirvieron a Cervantes para reforzar la continuidad entre la primera y segunda parte. La primera parte del Quijote termina con verso del Orlando Furioso, que dice así: «Forsi altro canterá con miglior plectio». Así, en incorrecta cita, ya que debió «forse altri canterá con miglior plettro» (O. F., XXX, 16, 8). En el capítulo I de la segunda parte -lo vemos en la cita con que comienza este trabajo- agrega el verso anterior, pero, ahora, ambos traducidos al castellano; aunque se equivoca otra vez al decir Catay y no India. Tanto Ariosto como Cervantes bien sabían el alcance que daban a la palabra plectro. No se trataba del adminículo para tocar las cuerdas, tampoco del verso sino, más bien, del estilo, de la virtud poética.

Creemos oportuno aclarar que si bien Cervantes leyó con entusiasmo el Orlando Furioso, no es menos cierto que no fue un imitador y menos un plagiario. Obsesionados por el escepticismo que respecto de la caballería se respira a menudo tanto en Ariosto como en Cervantes y por el paralelismo, más ilusorio que real, entre la furia del uno y la locura del otro protagonista, muchos eruditos del siglo XIX y de principios del XX han exagerado las influencias del ferrarés sobre el alcalaíno. Como ya un crítico de estos tiempos ha puesto en claro las diferencias entre las locuras de Orlando   —51→   y de don Quijote, no insistiremos4. Sí nos parece inteligente e inspirada la invocación del Furioso que, a propósito de Cervantes, hace Borges. Estoy seguro además de que el escritor argentino suscribiría, sin duda alguna, la opinión de nuestro amigo Chevalier cuando dice:

Il s'agit une fois de plus pour Cervantès de ne pas imposer de barrières rigides à l'imagination du lecteur, de ce lecteur dont il a reconnu le libre arbitre dans le prologue à la première partie du roman. Le flou qui entoure les personnages une imprécision deliberée, la présentation hypothétique des faits, l'hésitation dans le choix des termes concourent également á ce but5.





La Mancha, una geografía prosaica y maravillosa

Clemencín, en su Comentario, se refiere al Toboso diciendo que

... es villa antigua de la Mancha, de la Orden de Santiago, situada entre las de Miguel Esteban y Mota del Cuervo. En una relación que sus vecinos dieron el año de 1577 de orden del Rey D. Felipe II, dijeron que el   —52→   nombre le venía de las muchas tobas o piedras ligeras y como esponjosas que se encuentran en su territorio. Su principal industria era entonces, y aún continúa siéndolo, la de hacer tinajas, y de esto se hará mérito oportunamente en el Quijote.


He aquí una descripción fidedigna y veraz que incluye hasta la industria típica y madre de la aldea en la extensa y casi monótona meseta. De una aldea tan aldea como muchas otras en la Mancha pero que, por arte de encantamiento artístico, se constituye en lugar distinguido por la presencia en sus límites de la dama más inventada que real como es Dulcinea.

Frente a la casa de don Diego de Miranda, don Quijote observa

... la bodega en el patio, la cueva en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que por ser del Toboso le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea. Y suspirando y sin mirar lo que decía, ni delante de quien estaba, dijo:


-¡Oh dulces prendas por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!

¡Oh, tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura!


(D. Q., II, 18)                


Estos versos son los primeros del precioso décimo soneto de Garcilaso. Desde los comentarios de Herrera, vale decir, desde el mismo siglo XVI era cosa sabida que el poeta imitó con el soneto aquel verso   —53→   con que Virgilio hizo exclamar a la abandonada Dido, próxima a la muerte y en presencia de las armas y prendas de Eneas: «Dulces exuviae, dum fata, Deusque sinebant». A partir de las tinajas toboseñas, que cumplían la humilde y práctica función de contener el vino, el aceite u otros líquidos necesarios en la vida doméstica, nos elevamos a los versos garcilasianos, tópico vulgar por aquellos tiempos, pero no por ello despojados de su exquisita belleza, para terminar de ascender a los cielos maronitas. Sin perder el humor, y hasta jugando con la contraposición de Dulcinea, dulce y amargura.

«En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel», dice prosaica y rítmicamente Jorge Luis Borges. Y no se equivoca.

¡Qué lector del Quijote no recuerda el momento -inscripto en el capítulo II- cuando el protagonista, jinete en Rocinante, dispuesto a buscar aventuras, deja al caballo elegir el rumbo, imaginando también cómo se contaría el hecho en tiempos venideros! La fantasía le dicta aquellas palabras solemnes e hinchadas, paródicas e intencionadas: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas...». No cabe duda, Cervantes quiso ridiculizar las altisonantes y pomposas descripciones tan abundantes en los libros de caballerías, aunque más de alguna   —54→   vez algunos lectores desprevenidos hayan querido ver en esta descripción un buen ejemplo de la elocuencia cervantina. ¿Y por dónde caminaba?: «por el antiguo y conocido Campo de Montiel».

Podemos situarlo precisamente. Montiel es un pueblo de la provincia de Ciudad Real, a la vera del río Jabalón, en la Mancha. Cabeza del Campo del mismo nombre, privilegio que ya a fines del siglo XVI le disputaba Villanueva de los Infantes. El Campo tenía una superficie de más de cuarenta leguas e incluía, a más de los dos nombrados, otros pueblos y términos: Membrilla, Solana, Ruidera, Villahermosa, Fuenllana, Torre de Juan Abad, Puebla del Príncipe, etc. El camino era monótono, caminaba despacio, el sol apretaba más y más... pero el jinete imaginaba la dichosa edad en la que habrían de conocerse sus hazañas, dignas del bronce y del mármol, o invocaba a la princesa Dulcinea, señora de su cautivo corazón. La realidad prosaica del Campo de Montiel quedaba sublimada por sus ensueños de famoso caballero y enamorado fervoroso. Al anochecer, cuando el cansancio y el hambre minaban la resistencia del caballero y su caballo, divisa la venta en donde habrá de armarse caballero, en original y fantástica ceremonia.

Quede en claro que perderíamos lastimosamente el tiempo si intentásemos hacer coincidir ajustadamente la geografía manchega del Quijote con la verdad cartográfica. Dejemos a los eruditos, dicho sea con todo respeto, en sus intentos de encajar la fantasía en un mapa. El Toboso, Campo de Montiel, Puerto Lápice, Sierra Morena, la misma Mancha y hasta   —55→   el pueblo de cuyo nombre no quiso acordarse6, más que puntos concretos de una geografía precisa son nombres coincidentes con una especial geografía cervantina, escenario en que se mueve don Quijote. Una vez escrito, editado y universalizado el libro, la Mancha deja de ser la meseta de Castilla la Nueva que abarca Ciudad Real y, con límites un tanto imprecisos, parte de las provincias de Toledo, Madrid, Guadalajara, Cuenca y Albacete, para convertirse en una región evocada cuando no imaginada para escenario principalísimo de las aventuras de don Quijote. La ondulada llanura vitivinícola y de pan llevar, con ventas y molinos se aleja del mapa de España olvida los repartos entre las Órdenes Militares, renace como una nueva región reconocida en el universal mundo de la literatura. Se trata de una geografía literaria y maravillosa.

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Con las ansias de la muerte

«¡Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y finalmente el regocijo de las musas!». No se equivocaba el estudiante Pardal, que por azar encontró Cervantes cuando muy enfermo volvía de Esquivias a Madrid. No se equivocaba en el elogio subido como tampoco cuando, enterado por el mismo escritor de su mal, lo desahució con algún comedimiento. Quien había empezado el prólogo del Persiles -que a él nos estamos refiriendo- con cierto gracejo al llamar a su inolvidable Esquivias «famoso lugar», «por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos», termina reflexivo y melancólico diciendo: «Tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y lo que se convenía. ¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!». Angustia y esperanza. Mientras -él no lo sabía, la ciencia médica de aquellos tiempos tampoco, nosotros lo barruntamos- la diabetes se agravaba y lo llevaba al coma fatal. Con entereza y viendo muy próximo el final, se redacta el testamento -que lamentablemente no se conserva- y el capellán de las Trinitarias, don Francisco Martínez, hijo del escribano que vive en la misma casa y es amigo de Cervantes, le administra la extremaunción. Vivirá, sin embargo, cuatro días más. El 19 de abril, aprovechando una relativa mejoría, con esfuerzo y entereza escribe al Conde de Lemos sus últimas palabras, la dedicatoria del tan anunciado y   —57→   prometido Persiles. Digno colofón de una vida azarosa y ejemplar. Esta carta dedicatoria es el final de su papel en el teatro del mundo, protagónico, pleno. Pero él es escritor, artista y sabio. No nos puede extrañar que comience evocando unas antiguas y popularísimas coplas: «Puesto ya el pie en el estribo, / Con las ansias de la muerte, / Gran señor; ésta te escribo». Para proseguir: «Ayer me dieron la extremaunción y hoy te escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir...». Tras unas alabanzas al Conde de Lemos, vuelve a su triste y trágica realidad: «Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos». Este es el último documento redactado y firmado por Cervantes: con fe cristiana, con sentido estoicismo, obedece esperanzado la voluntad del cielo, que se cumple el 22 de abril de 1616. En la edición póstuma del Persiles se conserva un mediocre epitafio, de Francisco de Urbina, que, con todo, resulta el más rescatable de los escasos testimonios póstumos en su honor:


Caminante, el peregrino
Cervantes aquí se encierra;
su cuerpo cubre la tierra,
no su nombre, que es divino.
En fin, hizo su camino;
pero su fama no es muerta,
ni sus obras, prenda cierta
de que pudo a la partida,
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desde ésta a la eterna vida,
ir la cara descubierta7.


Su muerte, aunque digna, no deja de ser la muerte de un hidalgo pobre, que ha necesitado de la ayuda de los poderosos para vivir en sus últimos años. Sus postreros días los enfrenta con la entereza de quien bien sabe -lo había dicho antes, por boca de Sancho- que

... todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y mañana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle; porque la muerte es sorda, y cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de priesa y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras, según es pública voz y fama, y según nos lo dicen por esos púlpitos.


(D. Q., II, 7)                


Cuando llegamos al capítulo LXXIV de la Segunda Parte, el último, su título («De cómo don Quijote cayó malo; y del testamento que hizo, y su muerte») ya nos anuncia el fin del héroe. Unas calenturas lo consumen en el lecho. Sus amigos, sin embargo, advierten que   —59→   se está muriendo de melancolía. El médico, por su parte, con su diagnóstico lo sentencia: «y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro... Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos la acababan». Frente a la tristeza y lloros de su sobrina, el ama y el escudero, la actitud firme y resignada del héroe. Su «ánimo sosegado» es fruto de una actitud profundamente cristiana que, como caballero andante o hidalgo rural, siente y demuestra. Por eso, sin aspavientos, sin palabras de elaborada retórica, sobria y sencillamente, pide «que le dejaran solo, porque quería dormir un poco».

He aquí el milagro: después de dormir de un tirón más de seis horas se despierta cuerdo. Y así, al despertar, entre otras razones, se le oye decir:

Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentado en cabeza propia, las abomino.


Su monomanía, su locura, ha terminado. El autor no se dejó tentar por tantos antecedentes novelescos de caballerías para terminar el libro con una gran batalla, una impresionante justa o un fantástico episodio. Así, mediante el sueño, vuelve cuerdo al protagonista y puede cerrar el libro.

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Cervantes, sin duda, pudo haber inventado un episodio singular, pero recurrió en buena hora a algo más convincente y más misterioso: al oscuro proceso del sueño. ¿Qué nos pasa al dormir, de qué mundo desconocido regresamos al despertar?8

En su profundo sueño, don Quijote ¿soñó? Cervantes no dice que sí, pero tampoco que no. Si el sueño es una expresión importante del inconsciente individual y tan real como cualquier otro fenómeno atinente al individuo, podemos pensar que don Quijote soñó y que su sueño influyó en su radical cambio de loco a cuerdo. Es sabido que los soñantes tienden a ignorar y hasta negar el mensaje de sus sueños, porque la conciencia se resiste al inconsciente y desconocido. Si son cuatro los tipos funcionales por medio de los cuales la conciencia se orienta hacia la experiencia, no es arriesgado afirmar que la percepción sensorial le dice a don Quijote que el mundo de las caballerías existe como mundo fantástico; el pensamiento, lo que en realidad es este mundo fantástico frente al cotidiano; el sentimiento   —61→   nos informa de si es agradable o no y, por fin, la intuición relaciona el mundo imaginario de donde viene con el empírico al cual vuelve.

¡Pobre don Alonso Quijano! Al recobrar su salud mental puede observar que la vida del hombre, la auténtica, es un complejo de oposiciones inexorables: día y noche, fantasía y realidad, nacimiento y muerte, felicidad y desgracia, bueno y malo, locura y cordura, alegría y tristeza... Pero este conflicto vital e interior lo resuelve con resignación cristiana. Don Alonso Quijano es un hombre de fe como, en el mundo de la imaginación, don Quijote fue un caballero andante cristiano. Su cura animae se la da la Iglesia; ahí está el licenciado que, a su pedido, lo confesó y le dio la extremaunción. El médico ya lo había sentenciado: había que atender «a la salud del alma, porque la del cuerpo corría peligro».

Está bien que ahora, ante esta aventura de lucidez, ante esta aventura final que es más tremenda que las otras, se muestre como siempre valiente. Antes se enfrentó con gigantes o con los que creía gigantes y no tuvo miedo; ahora sabe que toda su vida ha sido un engaño y no siente miedo. Cervantes, al escribir estas líneas, pudo pensar que también él estaba cerca de la muerte y que más le hubiera valido escribir libros de devoción y no de arbitraria ficción. Don Quijote se despide de sus fantásticas lecturas y viene a ser una proyección de Cervantes que se despide de su novela, también fantástica9.


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Palabras que tienen su correlato en estas otras de la «Parábola»: «Para los dos, para el soñador y el soñado, toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII».




Ad aras

Lo que en la época cervantina era «mundo cotidiano y común», con el correr del tiempo se transformó en poético, inasible para la historia de fechas, lugares, hechos y personajes, que se alejarán en alas de la poesía. Para eso está el mito. Los mitos se remontan a los primitivos narradores, y sus sueños, a los hombres movidos por el furor de sus fantasías. Después, quizá mucho después, se los llamó poetas. Así la historia de los dioses, posiblemente arcaicas tradiciones o leyendas exageradas de reyes y adalides, se convierten en mitos. Algo parecido ocurre con el sueño. Su contenido es simbólico y, por lo tanto, tiene más de un significado. Los símbolos van más allá de lo que abarcamos con la mente consciente; y por lo tanto, se refieren a algo que es inconsciente o, al menos, no del todo consciente. Pero más que el fino y engorroso análisis psicológico, aquí nos será útil la intuición poética. «Porque en el principio de la literatura está el mito y asimismo en el fin». Ad aras.



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Texto de la parábola de Borges

Parábola de Cervantes y de Quijote


Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán.

En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban el Toboso o Montiel.

Vencido por la realidad, por España, Don Quijote murió en su aldea natal hacia 1614. Poco tiempo le sobrevivió Miguel de Cervantes.

Para los dos, para el soñador y el soñado, toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII.

No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.

Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin10.

Clínica Devoto, enero de 1955.







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ArribaAbajo- III -

Borges y Cervantes, Don Quijote y Alonso Quijano


En el prólogo de El oro de los tigres, se lee, entre otras cosas interesantes, que «para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie ha alcanzado hasta hoy esa alta vigilia». Termina el breve cuan sustancioso prólogo con estas palabras:

En cuanto a las influencias que se advertirán en este volumen... En primer término, los escritores que prefiero -he nombrado ya a Robert Browning-; luego, los que he leído y repito; luego, los que nunca he leído pero que están en mí. Un idioma es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario   —66→   repertorio de símbolos11.


Bien se sabe la permanente admiración de Borges por Cervantes: desde que en la niñez leyó el Quijote hasta su muerte. Su cervantismo no se fundaba en la curiosidad por saber si su lengua se adecuaba a ciertos cánones filológicos, consuetudinarios o científicos. Le atraía más la lengua viva y auténtica del escritor que se había propuesto contar cosas y que lo hizo con maestría. Era un poeta que supo hallar el misterio poético en las cosas simples, en los sentimientos pero sin sensiblerías, en las virtudes pero sin moralina, en el ingenio agudo pero sin ostentación. Borges, por ejemplo, no se preocupó nunca por averiguar si don Quijote respondía a tal o cual modelo vivo. Le bastaba con la obra, rico testimonio de singular hondura. Después de leer el verso y la prosa borgeanos alusivos a Cervantes, se concluye que lo consideró entre los poetas de «alta vigilia». Cualquier lector del escritor argentino puede observar su admiración ante la obra de Cervantes -en especial el Quijote- por la poesía que sugiere y de ella mana, que produce una conmovedora emoción estética y afectiva. Su cervantismo es fundamentalmente admiración por la obra del alcalaíno, que es belleza y emoción de las cosas; por su prosa, basada en imágenes extraídas de sutiles relaciones descubiertas por la imaginación; y por el lenguaje, a la vez sugestivo y musical.

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En El oro de los tigres, como en tantos otros volúmenes, uno de los escritores siempre presentes es Cervantes. Porque es uno de los que prefiere, uno de los que ha leído y repite y, por fin, uno de los que están en él. El castellano, antes que una suma de autores o un catálogo de libros, «es una tradición, un modo de sentir la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos». Así lo dijo en 1972. Muchos años antes, con emoción exhortativa y convincente, en 1927, afirmaba lo mismo, de otra manera: «Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa»12. El poema que nos sirve de punto de partida dice así:




Sueña Alonso Quijano


El hombre se despierta de un incierto
Sueño de alfanjes y de campo llano
se toca la barba con la mano
se pregunta si está herido o muerto.
¿No lo perseguirán los hechiceros
que han jurado su mal ba o la luna?
Nada. Apenas el frío. Apenas una
Dolencia de sus años postrimeros.
El hidalgo fue un sueño de Cervantes
Y don Quijote un sueño del hidalgo.
El doble sueño los confunde y algo
Está pasando que pasó mucho antes.
Quijano duerme y sueña. Una batalla:
Los mares de Lepanto y la metralla.


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Quizá convenga recordar que este poema vuelve a ser incluido por Borges, tres años después de El oro de los tigres, en otro libro que, con el título de La rosa profunda, publica en 1975. No creemos que se trate de un olvido o una simple reiteración. Por el contrario, nos parece que se trata más bien de una preferencia por el tema que desea destacar. Creo también que, como él lo dice en el prólogo de este segundo libro,

... la misión del poeta será restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar13.


Tal es su afecto por Cervantes, por el Quijote, por «el doble sueño», que le place decirlo poéticamente y reiterarlo. Es uno de los pensamientos obsesivos de toda una vida de lector y escritor, expresado y repetido en numerosas ocasiones, que ha hallado el verso conveniente que nos informa de un hecho conmovedor y preciso y que nos toca con su invisible mano o profundo destello. Se trata de la palabra poética reveladora que el poeta, consciente del hecho, ama y reitera.

El fin está cercano, o por la tristeza ocasionada por la derrota sufrida en manos del Caballero de la Blanca Luna o por singular disposición del cielo. Enfermo don   —69→   Quijote gravemente. El diagnóstico fue tomado serenamente por el protagonista y llorosamente por los circunstantes. De todos modos, este ir terminando el camino de la vida parecía natural. Menos natural y hasta asombroso pareció el despertar sano o, lo que es lo mismo, cuerdo tras su sueño de muchas horas. La confesión que le hace a la sobrina es, más que cuerda, sabia:

-Las misericordias -respondió don Quijote-, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte14.


Es el protagonista que se reconoce cuerdo tras sus locuras, que culpa a sus abundantes lecturas de libros   —70→   de caballerías de su lamentable condición pasada, el que, por fin y bondad de Dios, ha recobrado su juicio respecto de la tenebrosa ignorancia. Quisiera pagar sus pecados con nuevas lecturas pero ahora de libros píos y edificantes. En el momento final quiere obrar juiciosamente para hacer olvidar su pasado de mentecato. El momento de la muerte es cosa seria. Es el nuevo amanecer de don Alonso Quijano el Bueno, la resurrección, si se quiere, de aquel personaje del primer capítulo de la primera parte, que aparece para enloquecer muy luego y de quien el autor dice, socarronamente, no saber muy bien su nombre: ¿Quijada, Quesada o Quejana?

El caballero, en la primera parte, muere fiel a su locura, sin renunciar a su vida aventurera. Del preciso momento de su muerte nada sabemos, simplemente nos encontramos con unos epitafios y elogios de los académicos de Argamasilla. Recordemos que en el famoso escrutinio de la librería, Cervantes, a través del cura y con indisimulada sorna, refiriéndose a Tirante el Blanco -al que llama «el mejor libro del mundo» afirma: «Aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte...» (I, 6)15. El autor cuidó mucho que don Quijote no le imitara para así morir en su ley. Mientras que en la segunda parte, don Quijote muere en su cama,   —71→   llama al cura y al escribano, es decir, recibe los sacramentos y testa; y vitupera «todas las historias profanas del andante caballería». Dice «profanas». Lo profano no merece la reverencia debida a las cosas sagradas, es sinónimo de libertino y hasta de deshonesto e ignorante, sin autoridad en una materia dada.

En otra ocasión, Borges recuerda un romance de Quevedo «en el cual se menciona al Quijote»16; «documento de la triste incomprensión del Quijote en su propio siglo» acota Raimundo Lida. Pues bien, este romance, «Testamento de don Quijote», termina así:


En esto la Extremaunción
asomó ya por la puerta;
pero él, que vio al sacerdote
con sobrepelliz y vela,
dijo que era el sabio propio
del encanto de Niquea;
y levantó el buen hidalgo
por hablarle la cabeza.
Mas, viendo que ya le faltan
juicio, vida, vista y lengua,
el escribano se fue
y el cura se salió afuera17.


  —72→  

El hidalgo o Cervantes no fueron consecuentes. De haberlo sido, don Quijote bien pudo terminar sus días como lo imaginó Quevedo en su «Testamento»: loco. En este sentido coinciden Quevedo con Cervantes en la primera parte. De ahí el acierto, la idea genial de Cervantes al término de la segunda: el loco recupera el juicio, además se arrepiente y quiere enmendarse. Un final bello y patético, que implica un sorpresivo vuelco en la corriente narrativa que venía desarrollándose a través de todo el libro. Por eso Borges expresa que:

Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que don Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. Almafuerte ha reprochado a Cervantes la lucidez agónica de su héroe. A ello podemos contestar que la forma de la novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y también que este regreso a la cordura es más patético que morir loco. Es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote se nos adelanta despertando él también y volviendo como nosotros a la mera y prosaica realidad18.


  —73→  

Don Quijote ha sido vencido. Acepta resignado cumplir con su promesa de no salir a la aventura por un año y hasta piensa seriamente en hacerse pastor. No obstante, la tristeza, o la melancolía como quiere el texto, lo embarga y muere. Advirtamos que primero muere don Quijote y luego Alonso Quijano el Bueno. En efecto, si leemos con atención el libro, veremos que en el último capítulo don Quijote deja su lugar a don Alonso: «Yo tengo juicio ya, libre y claro», antes solo «sombras caliginosas de la ignorancia» en lenguaje cervantino; «el sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura» en lengua borgeana.

En su poema, Borges evoca el momento preciso de ese inesperado y patético despertar. No se trata de despertar de un sueño de más de seis horas como nos informa el texto, sino también del fin de un sueño artístico que ha abarcado prácticamente todo el libro y del amanecer de otro personaje, Alonso Quijano, que lo hace para morir casi de inmediato. El personaje despierta de un sueño muy especial, que el poeta llama «incierto», porque es inseguro, no verdadero, tan extraordinario que se acerca a lo desconocido. Este sueño cae en el campo de lo maravilloso y de lo fantástico; por eso, quizá, en vez de decir espada o sable, se dice alfanje, vocablo que nos aleja hacia el mundo oriental tan afín a la fantasía y a la fábula. Sin embargo y de inmediato evoca el «campo llano», la recia meseta castellana, la Mancha que se nutre de trigales, viñas y olivares. El héroe adormilado reacciona como cualquier mortal tocándose la barba, preguntándose por su estado. Los hechiceros de su larga y anterior historia   —74→   ya no lo persiguen ni le hacen daño. Está solo en su conciencia, ha tomado al mundo de lo consciente, ha despertado de un largo sueño que lo alejó de la realidad de «hidalgo de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». Y ha despertado enfermo, enfermo de melancolía. Para la psiquiatría, se trata de un estado de depresión propio de la psicosis maníaco-depresiva, caracterizado por postración, abatimiento y pesimismo. Etimológicamente es la negra bilis de los griegos. Para don Alonso Quijano, es más bien esa tristeza un tanto inexplicable, vaga, profunda, producida por ese brusco despertar al mundo de la razón; pero que ha calado tan hondo que lo llevará a la muerte.

Este patetismo con que Cervantes trata los últimos, el último capítulo del Quijote, se da, en general, más en la segunda que en la primera parte. Borges prefiere la segunda parte; esto no es novedad ya que varios cervantistas ya lo habían manifestado y muchos lectores de todos los tiempos lo hemos pensado. Con Borges podemos decir:

En esa parte, Cervantes prescinde de esos burdos percances físicos y todo lo que ocurre es distinto. Es sentimental, es psicológico, ya no hay tantos golpes, ya no hay tantas tundas ni dudas, ya no hay cosas que eran terribles, graciosas y, al mismo tiempo, novedosas, como la aventura de los molinos. Podríamos decir también, que cuando Cervantes empezó a escribir Don Quijote, él lo conocía muy poco a Alonso Quijano. Quizá eso suceda con todo el libro. Si uno empieza a escribir un libro, uno va compenetrándose con   —75→   los personajes; en este caso con el personaje Alonso Quijano o don Quijote19.


El escritor argentino subraya los diez años que separan la segunda de la primera parte del libro, tanto que llega a afirmar que Cervantes en el Quijote de 1605 vio las posibilidades cómicas, en cambio, en el de 1615 vio las posibilidades patéticas. Este padecimiento moral expresado en gustos y actitudes emocionantes surca con mayor o menor profundidad todo el libro, de modo especial el de 1615 y, de alguna manera, culmina en el último capítulo. «Es indudable que en estas líneas, Cervantes sintió la muerte de don Quijote como algo propio, como algo muy triste». Ningún lector podrá desmentir esta aseveración. Hay dos vertientes a tener en cuenta: la compenetración del autor con los personajes, fundamentalmente con don Quijote y Sancho, en particular con el protagonista, y la emoción creciente, por momentos patética, que muestra el libro. La muerte de don Quijote es narrada con palabras puntuales y hasta secas: «el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió». Borges observa el procedimiento: falta la gran frase literaria, de gran retórica digna del héroe que termina sus días; y, de inmediato, evoca las palabras de Shakespeare a la muerte de Hamlet. La emoción   —76→   de Cervantes por la muerte del héroe no supera la del amigo. Por eso el final no tolera la posibilidad retórica. Cervantes primero y el lector después quedan simplemente desolados.

La batalla y la metralla de Lepanto fueron un vivo recuerdo desde que el joven veinticuatreno intervino audazmente en esa señalada ocasión. Su recuerdo y su orgullo no eran vanos ni vacía exageración. No miente ni imagina hechizos de libros de caballerías Cervantes cuando, molesto por la aparición del Quijote apócrifo y por las ofensas de su autor, reacciona reflexivamente diciendo que Lepanto es «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros». Desde su particular punto de vista de hombre y soldado que vivió heroicamente la experiencia, era inimaginable una lid tan grandiosa, ardua y sangrienta como esa, con toda la carga emotiva que conlleva en aquel preciso momento una victoria sobre el Islam, presidido en la ocasión por los turcos otomanos.

Esa experiencia y esa emoción destilan, por ejemplo, sus palabras de alabanza al soldado cuando en el «Discurso de las armas y las letras» dice así:

Y si este parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventajas el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas, no le queda al soldado más espacio del que concede dos pies de tabla del espolón; y, con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no   —77→   distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno, y, con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a hacer blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario...


(D. Q., I, 38)                


Si nos remitimos a los documentos sobre Lepanto hallaremos también dos navíos trabados en fiera lucha que simbolizan dos adversarios, dos civilizaciones, a través de sus comandantes: Uluch Ali y don Juan de Austria. Islámicos y cristianos, frente a frente, dos poderosísimas flotas, luchando por la supremacía en el Mediterráneo y en el mundo cultural conocido de la época. La batalla empieza en torno a las galeras de los dos jefes supremos, que se hallaban reunidos por el espolón, formando una sola platea de lucha encarnizada, que muy pronto se generaliza a otras muchas naves. El golfo de Corinto, el estrecho de Lepanto, la bahía de Patras se han incendiado en lo que al principio pareció una mañana tranquila de aquel domingo 7 de octubre de 1571. El calor de la lucha refleja el ardor de muchos miles de hombres que, con la artillería primero y los arcabuces luego, terminan en la lucha cuerpo a cuerpo. La metralla de las primeras horas fue paulatinamente cediendo el lugar a las picas, espadas, alfanjes, lanzas y cuchillos. El coraje de los aliados, en su mayoría españoles, la fe en Dios fomentada por los jefes y bendecida por el mismo Papa Pío V, y el poder persuasivo y arrollador de don Juan de Austria logran convertir a esos soldados en nuevos héroes que   —78→   pelean «en el santo nombre de Dios». Y entre estos héroes hay que señalar al arcabucero Miguel de Cervantes, que, aunque enfermo de cuartanas, ocupa audazmente su lugar en el esquife de la Marquesa, hasta que en el asalto definitivo a la galera capitana enemiga dos arcabuzazos en el pecho y otro en el brazo izquierdo lo detienen. Un ambiente fantástico de leyendas caballerescas. Quijotescas aureolas figuran en las cabezas de héroes temerarios y atrayentes hasta el carisma como don Juan de Austria y Miguel de Cervantes... armadas colosales, mares de sangre, muertos y heridos por doquier... ardua victoria, milagro del Auxilium Christianorum, la nueva deprecación de la letanía lauretana... orgullo de un hombre que fue soldado, cautivo y escritor, a lo grande.

«El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don Quijote un sueño del hidalgo», sí, pero también este último sueño reconoce al mismo artífice, al inmortal escritor. Alonso Quijano en el último capítulo y don Quijote a través de casi todo el extenso libro ahora se nos muere, ante el dolor de los circunstantes, del escritor y de nosotros los lectores. Pero se trata de un personaje de una larga historia, no más. No es un hombre de carne y hueso, «sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido inmortal»20. Lo que sucede es que a esta altura de la historia, don Quijote ya no es un a ficción, no para el escritor ni para los lectores. El primero, no es extraño, se ha apasionado por el excepcional personaje, y los lectores también. Uno y otros   —79→   lo sentimos tan cerca, tan realmente hombre que nos parece lo más natural del mundo su mortalidad, debe morir.

Don Quijote no pensó en la larga fábula o ficción, que, de algún modo, debía terminar. No lo pudieron persuadir sus extrañas y hasta fantasmagóricas aventuras, tampoco los azotes, ni las desventuras, ni los «desabrimientos» que incluye el médico en su breve y terminante diagnóstico -hoy diríamos «sinsabores» sin más. Entonces, Cervantes, tras la derrota ante el Caballero de los Espejos, en las playas barcelonesas, lo vuelve a su aldea manchega y a su casa, e imagina un milagro verosímil, si lo hay, para los lectores y las creencias populares de aquel tiempo, recobrar el juicio para luego morir:

... y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo; porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo21.


Pero más original aún se mostró Cervantes, quien, narrador sagaz, imagina aquel largo sueño en que cae   —80→   el caballero enfermo, don Quijote, para despertar convertido en Alonso Quijano el Bueno. De loco a cuerdo, sueño mediante: de don Quijote, mentecato o poco más o menos, a Alonso Quijano, prudente hidalgo. El sueño misterioso e inexplicable ha hecho el señalado milagro.

De acuerdo: «El hidalgo fue un sueño de Cervantes / Y don Quijote un sueño del hidalgo. / El doble sueño los confunde y algo...». Quizá la explicación profunda y obvia la haya dado un docto amigo mío, que concluye un trabajo iluminador sobre un recurso cervantino, afirmando que «el principal personaje de la novela no tiene que serlo el protagonista, sino que puede serlo el narrador, como lo es aquí»22. Me atrevo a afirmar que Borges estaría de acuerdo. Cervantes, don Quijote, Alonso Quijano el Bueno: sueño y literatura. Ab ore ad aurem.

  —81→  


ArribaAbajo- IV -

Un apasionado divulgador del Quijote: Alberto Gerchunoff


Alberto Gerchunoff se inscribe en el mundo del periodismo. A la base del periodismo, conviene recordarlo, está la noticia; y la noticia es conocimiento que se transmite, es comunicación. Es actualidad, mejor, suceso de actualidad que se transmite a un amplio público. Por eso el diccionario resume el concepto de noticia así: «cualquier suceso o novedad que se comunica». Pero el periodismo es, además de información, crónica, relato histórico, etc. Una cosa es el cazador de noticias, otra su intérprete, el intelectual que las desentraña. En ambos casos podemos hablar de periodista, pero, solo en el segundo, podemos hablar de escritor. El periodismo no puede quedarse en el anuncio de hechos extraordinarios o de   —82→   interés para el lector medio, acude también a hombres de conocimientos especializados para explicar la noticia. El periodismo influye así grandemente en la sociedad. La noticia y la opinión que suscita son de paralela importancia y de evidente influencia social. De hecho, en los periódicos hallamos periodistas en el sentido limitado de la palabra, verdaderos técnicos del periodismo esquemático, y escritores, que cumplen una función totalizadora en el medio de comunicación.

Se afirma y no sin motivos que, entre otras, las razones en las que se apoya el periodismo son las de informar, interpretar, orientar y entretener. Gerchunoff fue un periodista consciente y sus atributos de tal están a la vista en su obra. El tema le preocupó a su yerno y albacea, Manuel Kantor, quien llegó a afirmar:

Tenía la absoluta certeza de que, por el contrario, el periodismo le había hecho realizar una gran obra literaria, y que el haberla desparramado durante su existencia por América, impedía ver su real dimensión, hasta que no se la ubicara y ordenara23.


Como vemos este recopilador y admirador del autor incluye la labor periodística de su suegro como patrimonio importante y de peso en la obra literaria propiamente dicha; y, para avalar su opinión, cita al   —83→   propio Gerchunoff, quien en una conferencia dictada en la Universidad de Chile dijo:

Es falso que el periodismo anule al escritor. Al contrario, generalmente se comienza por ser periodista y se termina en escritor. El periodismo nos sirve de prueba, de disciplina y de yunque en que se aprende a pensar claro y a escribir con orden, además de que el periodismo significa vida, sacrificio, lucha.

Hechas estas aclaraciones preliminares e importantes, podemos abordar el tema que nos preocupa en la obra de Gerchunoff: la presencia e influencia del Quijote y su tarea de divulgador de este mundo poético. Empezaremos por La jofaina maravillosa, donde en el prólogo, que simplemente titula «De lo que estas páginas tratan», nos advierte, entre otras cosas, que

... tal vez al recorrer estas páginas tímidas, quieras conocer las historias del caballero triste, de sus tristes amores y de sus bravos hechos. Entonces tocarás la felicidad. Sólo te pido que no olvides que soy el mediador de tu buena fortuna24.


El libro comprende una primera parte titulada «Nuestro señor Don Quijote» y una segunda, «Perfiles cervantinos», además de un epílogo y acotaciones. Nos detendremos en «Nuestro señor Don Quijote», que es   —84→   una conferencia, se nos aclara, leída el 23 de abril de 1913. La inclusión de una conferencia en un libro no debe extrañar el lector de Gerchunoff. Ante este tipo de procedimiento, el citado señor Kantor, en su «Obra y anecdotario...», dice terminantemente: «Los índices de sus libros demuestran que varios fueron hechos con sus ensayos publicados en revistas y diarios o preparados como conferencias». Hasta aquí no tenemos objeción que hacer, pero parece que el compilador tuviese dudas sobre la calidad de estos libros y se siente en la necesidad de justificarlos: «Por otra parte, la nobleza de creación en su estilo periodístico destruye todo prejuicio sobre una diferencia entre su trabajo diario y el de sus libros».

Nos entera el autor que su primera lectura del Quijote se sitúa en su incipiente adolescencia, recién llegado a Buenos Aires, cuando «un asturiano enjuto y parlero» se lo hace conocer. El niño-obrero se ve desde entonces solicitado por la permanente presencia del héroe que acaba de descubrir.

Raídas las tapas, grasientas las páginas, borradas las estampas, tenía todas las noches delante de mis ojos ávidos al caballero de la Triste Figura, cabalgando en el flaco rocín por tierras de la Mancha (...) Y cuando llegué al pasaje en el que el valeroso caballero salvaba al niño aullante tras un árbol, bajo el látigo de su amo feroz, lleneme de gratitud sin fin hacia su alma resplandeciente, enloquecida de misericordia y desequilibrada por la misma virtud que la hacía heroica.


(pp. 17-18)                


  —85→  

Ya en las aulas de la escuela secundaria, el libro seguía unido al joven alumno. No era ya el tomo raído del principio, ahora era un tomo pequeño, fácil de ocultar en el bolsillo si era necesario. Más que las ciencias eran las letras y en especial Don Quijote lo que llamaba su atención. El misterio de una caballería ya extinguida, lo extravagante, lo bello y lo heroico.

La relectura del libro alteró sus primitivos puntos de vista. Lo cómico se iba escabullendo; la relectura reflexiva en edad reflexiva se «agravaba en noble tristeza». La obra maestra crece a la par que los individuos. Se transforma con ella y, de alguna manera, termina siendo reflejo de nuestra dolorosa existencia. Si el libro llegó a ser universal es porque encierra el símbolo de nuestros anhelos. «Nos alecciona así a vivir heroicamente y despierta en lo grosero y en lo íntimo los ímpetus grandes, los absurdos admirables, gracias a los cuales pueden andar por las calles y mirar con desprecio genial, los que tienen el espíritu al ras del suelo» (p. 25).

Gerchunoff llega a afirmar que don Quijote es consciente de su mal pero no se preocupa por curarlo porque es bello. Y su afirmación encuentra una buena base en la famosa respuesta que el héroe da a la duquesa que lo interroga sobre si Dulcinea es una mujer imaginaria:

-En eso hay mucho que decir -respondió don Quijote-. Dios sabe si hay dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que   —86→   la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo...25


Por esto el autor sostiene que la verdadera psicología de don Quijote es la del sonámbulo. Recordemos que Gerchunoff no fue universitario ni sabía griego ni latín, sin embargo fue un destacado escritor. Llegó a manejar estupendamente una lengua aprendida, de niño, en las colonias de inmigrantes judíos de Moisés Ville (Santa Fe) y Rajil (Entre Ríos) y que, adolescente y joven, limó decididamente en Buenos Aires. Psicología del sonámbulo (somnus-ambulare: el que se pasea durante el sueño), pero no el sueño del individuo dormido de ojos abiertos y extraviados que realiza una serie de actos automáticos sorprendentes. Creemos que es más que eso. El autor habla de «sonambulismo grandioso». Se refiere, nos parece, a quien se deja llevar o por la idea o por el sueño obsesionante o por alguna influencia externa que lo hechiza, sin mayor reflexión o crítica de sí mismo.

A este escritor, apasionado devoto de Don Quijote, no le pidamos mesura u objetividad cuando trata el momento histórico. Cervantes podía «transparentar en forma verídica la síntesis de la época» (p. 37); pero la época es tenebrosa. «Felipe II recubre lo militar de su espíritu con lo monjil, y lo religioso tiene mengua en lo marcial» (p. 38); «la corte es una escribanía   —87→   inmensa, en que el pensamiento se disimula en padrenuestros, y no pudiendo realizarse el propósito del reinado, éste se concreta en las piedras macizas del Escorial» (p. 39). Los ejemplos de su apasionamiento pueden multiplicarse pero bástenos con lo dicho y con el atrevimiento de suponer así al tío de la mujer de Cervantes en Esquivias: «sacerdote infaltable en las familias rurales de rango, que mezcla a los latines de la misa letras de usura y arriendos de ginovés, no le arma discordia por informal». Ningún dato biográfico cierto avala la aseveración de que el tío de la mujer terminara con la plácida vida conyugal de Cervantes... Después de la execración contra la España «filipesca» y sus demonios, la exaltación: «la lanza y la espada de Don Quijote eternizarán más allá del océano, más allá de los siglos, a la España creadora, a la España genésica de las epopeyas, cuyas estrofas son mundos descubiertos y continentes conquistados» (p. 43).

Entusiasmado con el libro y su autor le cuesta poco llegar al ditirambo. Pongamos un solo ejemplo:

Y pudo reflejar tanta riqueza genial, tantas historias de almas y de épocas en el libro cardinal, precisamente porque no era literato. Era algo distinto. Era escritor, es decir garra creadora pura, vitalidad misma, calor humano que vibraba en la punta de su pluma, como un grito inmenso a flor de labios... (p. 44).


La alabanza no es exagerada, lo que llama la atención es su arrebatado entusiasmo.

  —88→  

Si de arrebatos hablamos, si de entusiasmos buscamos ejemplos, recalemos en el final de esta conferencia que como capítulo inicial introduce en La jofaina maravillosa:

¡Benditos sean aquellos molinos que descubrió su lanza! Sus largas aspas envuelven nuestras almas en vientos de honda poesía. Sobre los llanos desolados de la existencia, sus siluetas, divinizadas de romántica luna, se recortan en panoramas imaginarios... Acójase a su sombra el garrido mocetón que busca aventuras para probar el temple de su espada y de su ánimo; embístalos, desbriando hacia su imagen quimérica el rocinante de sus sueños inspirados... y así, vencedor en el amor y en la muerte, prodigioso de absurdos magníficos, su fama será el rescate de las amarguras, cuando en los venideros tiempos lo glorifique Cide Hamete Benengeli...


¿Poesía del periodista-escritor? ¿Cuántas veces se ha dicho que el Quijote es un juego, una ilusión? Que tras su apariencia cómica hallamos un venero de reflexiones filosóficas que nos asombran. Que tras aparentes frivolidades se esconde una médula no siempre fácil de aprehender. No sabemos si Gerchunoff había leído a Amiel, pero seguramente hubiese entendido aquella frase de su Diario: «Nos alimentamos más de ilusiones que de cosas». Etimológicamente, ilusión es sinónimo de ironía y de engaño; pero, a diferencia de la quimera, supone cosas existentes, y se refiere a la manera en que se nos muestran; nuestra mente se deja engañar. El autor vio la ilusión o, mejor, notó el caudal   —89→   de ilusiones presentes en el Quijote y se divirtió con ellas, reflexionó sobre ellas, trató de seguir el juego de Cervantes, de adivinarlo, admirándolo siempre.

El grueso del libro se desarrolla con el nombre de «Perfiles cervantinos». Se trata de una serie de notas más o menos breves, en las que toca un tema relacionado con el Quijote o con alguna otra obra del alcalaíno. Su devoción por Cervantes lo lleva en varias ocasiones a la exageración, por ejemplo, cuando refiriéndose a La Galatea afirma que

... todas las novelas pastoriles murieron; apagose el acento melodioso de las Dianas y de las Floris y sólo vive y perdura el eco de la voz argentina de la pastora que creó don Miguel de Cervantes: quiso hacer una estatua de mármol y como nada podía hacer sin animarlo de fuerza viva, su Galatea ha cobrado el movimiento de las mujeres reales: es una estatua inmortal que en las noches de luna vaga todavía entre las frondas húmedas de rocío.


(pp. 79-80)                


Otras veces nos topamos con mayores atrevimientos. Así, en su afán de simplificar, halla un antagonismo entre figuras famosas, y enfrenta a San Francisco de Asís con San Ignacio de Loyola; y, sin más ni más, vierte toda su ira en el jesuita fundador:

-Hermano Francisco, -le hace decir a Ignacio en un diálogo imaginario- pierdes tu tímida elocuencia en objetos sin provecho. ¿Para qué convencer a los peces? Los peces no pecan y no tienen con qué rescatar sus pecados. No dejan herencia, no son donatarios   —90→   de heredades en beneficio de iglesias y de monasterios. Vete a la ciudad. Endereza a la viuda rica hacia la senda devota; reprocha al poderoso sus faltas y perdónale y así contarás con su poder...


(pp. 125-126)                


Francisco es un héroe. Ignacio un impío, autor de libros «descarnados y feos, en que el alma tirita como un mendigo en la lluvia» (p. 128). No obstante, la lección del capítulo apunta a la misericordia y la justicia, virtudes de las cuales don Quijote es un ejemplo paradigmático.

Cuando aborda el Persiles lo halla de la misma estirpe que el Quijote, donde el lector puede hallar la glorificación del sufrimiento y unos amantes generosos. En fin, un libro de amor, cortesía y galantería y su personal interpretación de que si no llegó a ser popular «es porque es antes que un libro de aventuras un libro de intimidad» (p. 146).

Al final del epílogo asistimos, nada más ni nada menos, que a la canonización de Cervantes: «Numen de las Naciones múltiples, se ha erigido un altar en cada casa. Recémosle así: bendito sea, porque supo decir cosas bellas, ya que sólo las cosas bellas viven y perduran en el tiempo sin fin».

No hay duda de que Alberto Gerchunoff es hiperbólico en sus comentarios. Tampoco de que el autor del Quijote y el Quijote mismo son sus ídolos, simplemente porque los admira con pasión. En las palabras finales del libro quizá encontremos la clave de su hipérbole y apasionamiento. Su «agenda», su «librito» no se funda ni en la erudición ni en la sabiduría. Es más bien el resultado de la admiración y el amor que   —91→   profesa al héroe, don Quijote. Por eso el libro puede ser sólo un «cuadernillo» de quien, de a ratos, en ocios hurtados a jornadas fatigantes, hace anotaciones marginales.

En el curso del libro, hallamos otra explicación esclarecedora. Cuando identifica a don Quijote con Cervantes -«verdadero y único modelo de su héroe», la vida y las aventuras del cual son el desdoblamiento de las del autor- y pondera la vida arcádica, tan cervantina y quijotesca, sorpresivamente interrumpe sus reflexiones para, en una especial exhortación, dirigirse al lector que identifica con un joven: «Muchacho que estás meditando en el empleo de tus veinte años: no temas el rigor del camino, no te espante la dificultad del trabajo penoso ni te arredre el peligro de la empresa singular» y, a continuación, lo arenga a conocer las delicias de la Arcadia y a usufructuar de la libertad, singularmente definida en el Quijote.

No quiere ser ni quiere pasar por un cervantista, pero su mucho amor por el héroe creado por Cervantes y por Cervantes mismo lo hace su admirador. Su libro es «librito», «agenda», por humildad más que por fervor. El lector «ilustre o plebeyo» al que se dirigía en el prólogo («De lo que en estas páginas se trata») se ha convertido en la juventud veinteañera a la que conviene aconsejar o simplemente mostrar «el milagro de la poesía, que otorga tesoros a los que saben amontonarlos»; y para hacer accesible ese prodigio pone en manos del joven lector «un libro en el cual subsista, quizá, mortecino y suave, el aroma de los libros que compuso el grave y avellanado hidalgo».

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No es exagerado afirmar que Cervantes en general y el Quijote en particular constituyeron en la vida de Alberto Gerchunoff una verdadera obsesión. Su cuento juvenil «Las bodas de Camacho», incluido en su libro también de juventud, Los gauchos judíos, publicado con ocasión del Centenario, en mayo de 1910, marca un hito inicial y, por el otro extremo, la muerte lo sorprende, en 1950, cuando escribía Retorno a Don Quijote. Perfeccionó su lengua leyendo el Quijote, lo llevaba siempre consigo como un breviario, y murió tras concluir el último capítulo del Retorno, «Del amor libertado, del amor caballeresco y del amor retórico». Cuando Manuel Kantor quiere resumir los amores del periodista-escritor los enumera así: Don Quijote, Entre Ríos, La Argentina, los judíos. Jovencito, salía de la fábrica donde trabajaba y se plegó a una manifestación pública; luego, una noche en la comisaría. Evoca el hecho así: «De esta guisa, fresco lector de Don Quijote, me bauticé en el servicio de lo quimérico. Peleé por todas las independencias inconcebibles. El Quijote lo acompañó en su batalladora y extensa labor de periodista. Conviene no olvidar que desde 1904 se desempeñó en quince diarios y en La Nación trabajó cuarenta y dos años.

En Retorno a Don Quijote -libro póstumo- se lee: «llamo antiquijotesco a lo que se opone a la posibilidad de empuje, a la aspiración al ennoblecimiento de la vida que realza a la persona humana en su desenvolvimiento social»26. En otras palabras, lo quijotesco   —93→   desborda ya los límites de un libro y adquiere las dimensiones de una categoría universal. El praedicamentum quijotesco exalta cualidades individuales y sociales para llevarlas a un nivel de excelencia. Es también un concepto de vasto alcance bajo el cual se ordenan ideas y hechos. Usando de ese alcance en el campo de la excelencia y de esa enorme amplitud en el campo ideal y fáctico, Gerchunoff ha escrito algunos breves ensayos que se reúnen en un libro. Resulta casi extravagante que incluya en el libro un capítulo titulado «Monsieur deVoltaire y el Quijotismo», pero, a su modo, justifica tal título contándonos la historia de la valiente conducta de Voltaire frente al caso del comerciante de Tolosa, ejecutado por decisión del Parlamento, fundada en falsos testimonios. Así, el polígrafo francés que «no estimaba excesivamente a Don Miguel de Cervantes Saavedra, por ignorar su idioma... se quijotizó hasta afrontar con valerosa tenacidad a los follones y malandrines que torturaron, condenaron y mataron a un hombre inocente...». Hechos de valentía notables lo llevan, con explicaciones mínimas, a señalar rasgos quijotescos en Víctor Hugo, Zola y Anatole France.

En otro capítulo nos habla de un juez francés de la segunda mitad del siglo XIX, quien llegó a tropezar con graves obstáculos porque sus sentencias se fundaban más que en la erudición abogadil en la justicia simple y concreta de un hombre prudente. Estaba influido por el Quijote, su libro de cabecera. Y nos sorprende aún más cuando leemos que el juez inspirado lo era por «el espíritu de Don Quijote, que por ser un hálito de piedad, de consoladora misericordia, de callado   —94→   e indefectible coraje, es una de las tantas manifestaciones del Espíritu Santo».

«Mi maestro, mi amigo grande, mi hermano altísimo, mi amparador y mi animador bienamado», dice agradecido de Roberto Payró, en el capítulo que titula «Un Quijote argentino», dedicado a exaltar la acción del escritor, cuando desde Bruselas denunciaba, a través de La Nación, la ocupación alemana. En palabras de Gerchunoff, «cumplió con su misión quijotil de escritor y publicista, de huésped de una ciudad asolada por una nube de vándalos». Y, a continuación, nos descubre algo muy interesante: era Payró quien insistentemente lo instaba a leer y releer el Quijote.

Más adelante, en otro de los ensayos, nos habla de la caballería y de la novela de caballerías. Desde nuestra perspectiva de casi fines de siglo, la lección no resulta valiosa ni actualizada. Sin embargo, cuando luego habla de los «nuevos» caballeros andantes, la lección es permanente:

Esos emigrados peninsulares, hidalgos desguarnecidos de doblones, residuo de las guerras españolas en Italia y en Flandes, prófugos de presidios, caminadores sin oficio, porcarizos y comerciantes, soldados sin ocupación y sin paga, engendraron pueblos y colocaron en la América toda, en el hemisferio colombino, hitos de naciones.


Y, a continuación, el quid de la lección:

... el quijotismo, el impulso hacia lo personalmente fuerte, tomó posible el descubrimiento y el sometimiento   —95→   de América, la implantación del idioma y de la religión de la metrópoli por un puñado de buscadores de oro, de buscadores de maravillas.


Cuando en «Don Juan Montalvo y el quijotismo» se preocupa de los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, pese a la admiración que le produce, llega a la conclusión de que el ecuatoriano «incurrió en la equivocación de escribir más lindamente, más cervantinamente que Cervantes». A pesar de sus méritos se halla en la prosa de Montalvo un «tufo arcaizante y su dejo arqueológico». Esto, claro está, bien lejos de la obra original y creadora de Cervantes, que introdujo en la lengua el neologismo, vocablos foráneos «y mezcló al léxico culto las voces que su oído de músico callejero captaba...». De «oración que merecería ser famosa» designa Borges a esta expresión en el prólogo del libro. En fin, en el quijotesco Montalvo fue más valiosa su vida que el remedo de la novela de Cervantes.

En el mismo año en que se publica Retorno a Don Quijote, aparece, editado por la Universidad de Buenos Aires, el valioso ensayo titulado Cervantes y América, de Emilio Carilla, quien casi al pasar dice:

En lugar aparte, en el camino que conduce de la glosa a la crítica erudita, La jofaina maravillosa, de Alberto Gerchunoff, «Agenda cervantina» construida en una prosa límpida, abre emocionalmente el gran mundo del poeta español a lectores incipientes27.


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El tiempo ha pasado pero este juicio sigue teniendo valor. Queda por decir que en Retorno a Don Quijote hallamos también un valor didáctico permanente, un llamado a la conciencia y los sentimientos del lector para mostrarle el gran mundo de Don Quijote, pero ahora exaltado a través de hombres inquietos y sobresalientes, movidos por un mismo espíritu esencial: el espíritu quijotesco.

Gerchunoff ha sido perseverante: es decir, con constancia y firmeza, desde su tierna juventud y hasta su muerte, admiró al Quijote y a Cervantes a su manera y a su manera lo ha mostrado. Ha querido invitar a sus lectores hasta con obstinación a participar del mundo maravilloso de las letras que cuaja en el gran libro. Parafraseando a Lulio -y no es irreverencia- diremos que su perseverancia se ha cifrado en la bienaventuranza y la tribulación del amigo que, fuerte, paciente y esperanzado, amó, honró y sirvió al libro, protagonista y autor admirados28.