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Cervantes irreductible

Diario de Barcelona, 15-XI-1946



Comencemos por imaginarnos a Cervantes: Cervantes en un momento dado y en un lugar dado. ¿Y cuál ese momento y cuál ese lugar? Sin duda, Cervantes en la declinación de la vida ya desengañado de muchas cosas que constituyeron su ilusión; Cervantes meditativo, abstraído, como fuera del mundo, como ajeno al tiempo y como ajeno al espacio. ¿Y dónde? ¿En Madrid? ¿En Sevilla? ¿En Esquivias? Cervantes ha pintado con singular complacencia, con vivo gusto, un patio Sevillano: en ese patio Cervantes ha dispuesto una minuta, la minuta de un almuerzo. Hemos de enumerar los manjares: unas tajadas de bacalao frito. (Entre paréntesis diremos que en Sevilla el bacalao debía ser exquisito y debía estar magistralmente frito. Agustín de Rojas nos dice en su «Viaje entretenido» que en Sevilla compró una tajada de bacalao «que lo había muy bueno»). Continuamos con queso de Flandes, con aceitunas, con camarones y con cangrejos con «alcaparrones ahogados en pimientos» y con blanco pan. Nos olvidábamos de las naranjas. Cervantes nos dice que este patio era limpísimo; estaba pavimentado con baldosines rojos; tan aljofifado que parecía de brillante, «verter carmín de lo más fino». Y no será temeridad hacer que Cervantes, en estos momentos de su vida, esté en tal patio, ahora momentáneamente desalojado por sus moradores; Cervantes, con calma, reposadamente, estará almorzando con este yantar que hemos dicho y que el propio Cervantes ha ideado. ¿Y no será su gesto un poco triste? ¿Y no veremos en este su reposo como una suave desgana de la vida? El «Quijote» ha sido ya publicado. No se nos diga que en estos días, publicado ya el «Quijote», Cervantes no puede estar en Sevilla: Cervantes estará donde lo imaginemos. La obra ha comenzado ya a caminar por el mundo; cualesquiera que hayan sido sus comienzos, el rumbo va a ser otro. ¿Han sido sus comienzos los de una obra de burla? ¿Ha sido el humor festivo lo que se admira en el «Quijote»? Lo mismo nos da: igual nos da que haya sido una interpretación que otra. No podía, desde luego, verse en el «Quijote» lo trascendental que ahora vemos. Pero el debate, el gran debate, ha comenzado: Y eso es lo importante. En él la mesa del mundo, queda sobre el tapete, para la discusión, un libro: el «Quijote». Vamos pues, a discutir. Estaremos discutiendo en tanto discurran los siglos.

¿Aliento o desesperanza? ¿Idealidad o realidad? ¿Don Quijote o Sancho? ¿Sentido oculto o manifiesto? ¿Secreto o no secreto? El debate puede continuar. Unos dicen una cosa y otros dicen otra. La obra es tan resistente que lo soporta todo. En tanto que la discusión es más apasionada, vemos, idealmente, a Cervantes en su patio, un patio con baldosines de carmín, que con gesto tranquilo, cansado, va comiendo de este yantar imaginado por él; no le interrumpamos; seamos nosotros sin su participación, quienes debatamos. Argumentos para la decadencia podemos hallarlos; los hallan, en el «Quijote», quienes ven en el «Quijote» un libro sintomático de decadencia: la decadencia de España en el siglo XVII. Argumentos para al aliento los encuentran en el «Quijote» quienes consideran que el «Quijote» añade idealidad a la denostación de los libros de la idealidad: precisamente los libros de caballerías que el autor se propone aniquilar. Y si el «Quijote» es una obra de arte, de supremo arte -no lo puede eso dudar nadie- ¿es que el arte, sea el que sea, no afina la sensibilidad? ¿Es que la obra de arte, tenga la tendencia que tenga, no nos hace mejores con la visión, la sensación de la belleza? ¡Qué nos importan las aventuras de Ulises! Ulises podrá conocer durante diez años unas u otras gentes; lo que nos importa, lo que nos entra en el alma, es la belleza, profunda, melancólica a veces, de ese divagar, sin tino, por el inmenso piélago. El debate, tratándose del «Quijote» sobre la decadencia o el esplendor, se resuelve, en suma, en lo bello que lo sintetiza todo. ¿Decadencia? ¿Vitalidad? En este momento lo abandonamos todo. Ni importa una cosa ni otra. No habéis reducido a un terreno más íntimo, y a él vamos con gusto. Cervantes es reducido en el terreno de la decadencia y el de la vitalidad, y pasa a otro en que va a ser irreductible. Y ese otro es el de los momentos: los momentos que forman, con su brevedad, con su fugacidad, la trama consistente de la vida. En estos momentos que nos pinta Cervantes en el «Quijote» reside el mayor encanto de la obra; esos momentos los podemos elegir nosotros para nuestro consuelo, para nuestro aliento, para nuestra confortación. Y todo eso en la ocasión que lo deseemos. El «Quijote» está lleno de esos momentos ideales. Por ejemplo: en el palacio de los duques, don Quijote se ha retirado a su aposento; en ese aposento hay una cama, y debe de haber un escritorio o mesa, puesto que, como es de noche, un candelero con dos velas alumbra la estancia. El cuarto da a un jardín que se ve por la ventana. Le ha ocurrido en esta estancia a D. Quijote la aventura del gateamiento: ese gateamiento significa que un gato, entre otros gatos, ha mordido con furia la cara del caballero. Cinco días ha estado en cama D. Quijote de resultas de las heridas. Los duques, imaginadores de la burla, están «pesarosos». ¿Qué va a hacer D. Quijote en cuanto se encuentre sano? ¿Alegará un pretexto y se despedirá, fríamente, de los duques? ¿O bien lo perdonará todo y continuará tan amable como siempre? Momento decisivo: momento que nos invita a la meditación. Como nos invita también otro momento: va transcurriendo la noche; durante el día se ha practicado en el monte la caza; han cazado los duques y D. Quijote. Ahora se presenta una temerosa aventura. «¿Esperará vuestra merced, señor D. Quijote, lo que se anuncia?» -pregunta el duque. Y responde el caballero: «¡Pues no! Aquí esperaré intrépido y fuerte». En una situación angustiosa ¿qué es lo que haremos nosotros? ¿No nos invitará también este momento a la reflexión? ¿No nos alentará? ¿No nos infundirá esperanzas y fortaleza? ¡Y cuántos otros momentos pudiéramos citar en el «Quijote»! Situado Cervantes en este terreno, es verdaderamente irreductible. Independientemente de la acción, Cervantes ha creado en su obra unos momentos en que la vitalidad es profunda. No dicen nada esos momentos y lo dicen todo. Y cuando leemos el «Quijote» ¿para qué queremos pensar en si encierra la obra un germen de decadencia o un fermento de fuerza? Nos refugiamos en el último de los terrenos en el cual Cervantes llega a lo irreductible.

(Y hay otra cosa: en oposición al mundo, rápido, vertiginoso, de Lope de Vega, el «Quijote» nos da terapéuticamente, una sensación de reposo).

Azorín





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