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Alemán y Cervantes


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El Quijote, en asunto y estilo, se opone nítidamente a la novela picaresca. La comparación pormenorizada con el Guzmán de Alfarache, modelo del tipo, servirá para demostrarlo. Siendo ambas novelas muy de su época -quiebra de valores antiguos, estructuración de nuevos valores-, la picaresca se queda en los límites del siglo XVII, mientras el Quijote se adelanta como tipo de la novela moderna.

Es sintomático que, dentro de la abundante producción novelística del siglo XVII, las obras de mayor éxito fueran el Guzmán y el Quijote26. Esto supone una atención de los lectores contemporáneos -no importan los motivos sobre los cuales detuvieron su interés- decididamente confirmativa.

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Este éxito, junto con circunstancias difíciles de puntualizar en el estado actual de los estudios correspondientes, debe contarse como estímulo inicial de las continuaciones apócrifas, aparecidas a poco tiempo de las respectivas primeras partes. Las Segundas partes auténticas, en la necesidad de justificar la primera y condenar la continuación falsa, afirman no sólo la realidad de dos hombres distintos -Alemán y Cervantes-, sino también la de dos modalidades narrativas divergentes: la novela picaresca y la novela moderna.

Alemán es hombre característico del siglo XVII, como no lo es menos Cervantes, pero, mientras en el primero, todas o casi todas las experiencias vitales y literarias se traducen en el rencor del moralista amargado -con un perfil que recuerda con insistencia al de fray Antonio de Guevara, hasta en no excusado matiz medieval-, Cervantes resuelve modernamente, en no interrumpida conducta literaria, sus complejas experiencias vitales.

En Madrid, y en 1599, había aparecido la Primera parte de Guzmán de Alfarache. Atalaya de la vida humana. Esta novela es prototipo de la picaresca: afirmación no sólo de la critica actual -«novela picaresca es esencialmente la realizada por Mateo Alemán», dice Américo Castro27-, sino también -y es más importante- de los contemporáneos.

En la aprobación de la edición princeps se llama al libro Primera parte del Pícaro Guzmán de Alfarache, con un designativo genérico que no aparece en el título original, pero que figura ya en las dos ediciones de Barcelona de 1599. El mismo Alemán recuerda este bautismo en su Segunda parte: «Habiéndolo intitulado Atalaya de la vida humana, dieron en llamarle Pícaro y no se conoce ya por   —61→   otro nombre» (1. º, 4). Necesaria ejemplificación a este principio moral: «Haga nombre del mal nombre, quien desea que se le caiga presto, porque con cuanta mayor violencia lo pretendiere desechar, tanto más arraiga y se fortalece, de tal manera, que se queda hasta la quinta generación». Tal fue la confirmación genérica en los lectores, que el autor de la Pícara Justina, 1605, otra «Atalaya de la vida humana»28, que imita reiteradamente a Alemán, hace casar a Guzmán con su protagonista, «moza alegre y de la tierra». No sólo fue el tema literario, sino también el nivel comparativo impuesto a la vida real: Cervantes recuerda que Carriazo «salió tan bien con el asunto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso de Alfarache»29.

La obra de Alemán es la forma narrativa de desarrollo menos complejo, lineal por decirlo así, que aparece en la novelística de su tiempo. Género narrativo sin sorpresas para el lector, semejante en esto a la esencia de la novela de caballerías, la variedad anterior de enfoques equivalentes.

Desde las dedicatorias del Guzmán se afirma la fama del pícaro, se recuerda su estado al momento de comenzar la novela, todo, sin dejar al lector la novedad de un destino que habría de completarse al concluir con las aventuras posibles dentro de los límites -forma cerrada y variación interna- que el género impuso.

En la última de las dedicatorias -«Declaración para el entendimiento de este libro»- se confirma la sincronía vital del protagonista: «Él mismo escribe su vida desde galeras, donde queda forzado al remo, por delitos que cometió». También, y es importante para la técnica de la novela, se indica la trayectoria esencial de la vida del protagonista, desde lo más reciente («Habiendo sido   —62→   ladrón famosísimo, como largamente lo verás en la segunda parte»), asunto de lo no publicado, hasta el resumen completo de los hechos de la Primera parte: «Va dividido este libro en tres. En el primero se trata la salida que hizo Guzmán de Alfarache de casa de su madre y poca consideración de los mozos en las obras que intentan, y cómo, teniendo claros ojos, no quieren ver, precipitados de sus falsos gustos. En el segundo la vida de pícaro que tuvo, y resabios malos que cobró con las malas compañías y ocioso tiempo que tuvo. En el tercero las calamidades y pobreza en que vino, y desatinos que hizo por no quererse reducir ni dejarse gobernar de quien podía y deseaba honrarlo».

Desarrollo en tres momentos, que se corresponden en lo fundamental con los tres momentos de los libros edificantes. El Padre Malón de Chaide, en La conversión de la Magdalena, los señala así: «El primero, es de pecadora; el segundo, de penitente; el tercero, de gracia y amistad de Dios», a los cuales, Malón de Chaide antepone un cuarto, «que es el primer estado del alma antes del pecado».

En Alemán, la misma progresión ascendente hacia la realidad [...]30 pícaro. Guzmán de Alfarache es el desarrollo cronológico de una vida genérica, desde el nacimiento hasta la madurez; en cada estado se consignan las condiciones en que se cumple la conducta, a veces resuelta, pero siempre delimitada, del pícaro31. Los «mozos», «teniendo ojos claros, no quieren ver»: afirmación de no querer ver, de reconocimiento en pecado. La segunda etapa, ya casi de plenitud, corresponde a la «vida de pícaro que tuvo», «florida picardía» como la llama más adelante (II. º, 2): «malas compañías» y «ocioso tiempo» son las causas que, en Guzmán, confluyen con la mala herencia. De ahí la importancia, para toda la picaresca, de la caracterización de los progenitores del pícaro, resultando en él una acomodación de su mala índole con la maldad de las malas compañías32.   —63→   En tercer término, «calamidades» y «pobreza», no causa de arrepentimiento, sino afirmación en la misma vida: «no quererse reducir ni dejarse gobernar». De esta manera, la individualidad del protagonista, tema renovado de la novela moderna, adquiere en la picaresca forma de caricatura a un hondo problema de época.

En el resumen del asunto de la Primera parte se anuncia el de la Segunda, configurada sobre posibilidades de variación -«ladrón famosísimo»- de las mismas aventuras, cerrando algunas sin resolver en la primera. En la dedicatoria al lector, de la Segunda parte, se recuerda «la obligación que tuvo de volverlo (a Guzmán) a Génova, para vengar la injuria, de que dejó amenazados a sus deudos, en el último capítulo de la primera parte, libro primero».

En la misma dedicatoria se señala la forma básica de elaboración del género: reiteración dentro de un asunto de base inmutable. Dato que debe relacionarse con unas palabras «Al discreto lector», de la Primera parte, en donde se define el problema estilístico de la novela: «Mucho te digo que deseo decirte, y mucho dejé de escribir, que te escribo». Además, la indicación de las posibilidades interpretativas del lector, no en las aventuras, sino en las moralidades: «En el discurso podrás moralizar según se te ofreciere: larga margen te queda», pero también: «Lo que hallares no grave ni compuesto, eso es el ser de un pícaro el sujeto deste libro». La moralidad -moralina diría Azorín, reiterando a Nietzsche- debe ajustarse, con todas las inconsecuencias posibles, al tono de las aventuras.

La novela picaresca es forma medievalmente concluida en las aventuras -lo que más interesa al lector-, abierta en la moralidad -lo que interesa más al propósito de su autor-. Este doble comportamiento es característico en Alemán, que, el mismo año de   —64→   la publicación de la segunda parte del Guzmán, dio a la imprenta, en Sevilla, un San Antonio de Padua, «por voto que le hizo de componer su vida y milagros», según recuerda el alférez Luis de Valdés en su Elogio a esa Segunda parte. En esta vida de San Antonio no faltan los elementos satíricos, a veces casi de novela picaresca, pero no en la narración, si no en los comentarios: dualidad expresiva digna de amplio desarrollo como comprensión de Alemán y de su época.

En cuanto a la visión humana que determina el tono del Guzmán, tanto en la Primera como en la Segunda parte, se puede sintetizar con el final del capítulo 4 del libro II. º de la primera parte: «Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra, que hallándola descuidada, se deja colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente, no apartándose della hasta que con su ponzoña la mata»33. Antes de este párrafo, Alemán recuerda: «Es cuento largo de tratar desto». Cuento ejemplificado con las figuras del repertorio contemporáneo de moralidades y sátiras: «escribano testarudo», «sastre», «albañir», «herrero», etc., todas las categorías sociales que culminan en el pícaro, «Atalaya de la vida humana» en doble sentido: espectáculo y espectador.

La Primera parte del Guzmán termina con una «novela» -así la llama Alemán - de tipo italiana, La de Dorindo y Clorina, correlativa de la «historia» -así la llama Alemán- morisca, La de Ozmín y Daraja, que ocupa el capítulo 8 del libro I. º. La función de estas narraciones dentro del desarrollo total de la novela ha sido injustamente apreciada por la crítica. Gili y Gaya las considera con acierto: «El vacío de ideal trata de compensarse con largas digresiones moralizadoras o con un par de novelitas de amor [...] bellas prisioneras de estas páginas tétricas, cuyos suaves encantos escapan   —65→   a la turbia mirada del pícaro»34. Novelitas de amor, pero no alejadas de la tónica de la picaresca, esto es lo que importa destacar.

La historia de Ozmín y Daraja es narrada por un clérigo mozo «con el objeto de olvidar algo de lo pasado y entretener el camino con algún alivio» (I, I. º, 7). Estos hechos que quieren olvidarse están señalados en el epígrafe del capítulo: «Como, creyendo ser ladrón Guzmán de Alfarache, fue preso y, habiéndolo conocido, lo soltaron». Un error de la justicia con respecto a Guzmán, todavía no pícaro, pero que adelanta las justas sanciones posteriores. Los protagonistas de la historia morisca35 son dos figuras delimitadas, si no limitadísimas, tanto como el pícaro: Ozmín, «mancebo rico, galán, discreto y, sobre todo, valiente y animoso y cada una destas partes dispuesta a recibir un Muy y le era bien debido»; Daraja, «de la más perfecta y peregrina hermosura», que «siendo en el grado que tengo referido, la ponía en mucho mayor su discreción, gravedad y gracia». Estos amantes ejemplares son separados por la guerra y el sitio de Granada, pero el hecho que complica y demora la solución feliz, en casi invencible concatenación de sucesos adversos, nace de la murmuración, «como hija natural del odio y de la envidia»: es decir, una maldad humana, natural en la caracterización de personajes de la picaresca. Además, dentro del mismo capítulo en que desarrolla esta historia, ocurre un hecho que Guzmán comenta: «Aun este trago me quedaba por pasar». Tónica de dos planos: la murmuración para templar la fidelidad de los amantes, el desengaño para templar la conciencia del pícaro. Variación temática sobre unidad fundamental.

La novela de Dorido y Clorina (I, III. º, 10) se inserta luego de un comentario sobre los españoles: «Guzmanillo, este soldado se parece a ti y a tu tierra, donde todo se lleva con fieros y poca vergüenza»36. Dorido y Clorina son también personajes recortados:   —66→   él, «tenía buen parecer, era virtuoso, hábil, diestro y de gran valor por su persona», ella, «en extremo hermosa y honesta»; ambos, «iguales en estado y más en voluntad, pues si uno amaba, el otro ardía». El obstáculo a estos amores es Oracio, encendido en «ira infernal»; los amantes no pueden resolver satisfactoriamente su trayectoria vital, pero se cumple la justa venganza sobre Oracio -venganza en estilo español-, comentada en el soneto que cierra la Primera parte. Sus dos versos finales dicen:


Fue parte, juez, testigo y su sentencia
según mi culpa, aun es poco castigo.



Castigo inferior a la culpa, tema muy del barroco, para equilibrar la declaración anterior del pícaro: «Yo di mil gracias a Dios, que no me hizo enamorado; pero si no jugué los dados, hice otros peores baratos, como verás en la segunda parte de mi vida». Anuncio de la Segunda parte, que terminará con justo castigo a su vida, Segunda parte en donde se reducen las digresiones morales y no se incluye ninguna novela amorosa, a la vez que se intensifica el tono de las aventuras delictuosas, según una necesidad característica del narrador, no sólo en sus propios sucesos, sino también en los de otros pícaros que lo acompañan: Sayavedra, su segunda mujer, etc.

En 1602 apareció en Valencia una Segunda parte del Guzmán a nombre de Mateo Luján de Sayavedra (supuesto Juan Martí, abogado valenciano, acaso profesor de la Universidad). Sayavedra continúa la novela desde el punto en que la había dejado Alemán: Guzmán en Roma, dentro de un momento activo, pero inmediatamente lo hace viajar a Nápoles (capítulo 2), ciudad al parecer por él más conocida. En el libro II. º ocurre el retorno a España y aventuras en diversas ciudades españolas. En el III. º, continuación de las aventuras hasta que, en Valencia, Guzmán es apresado como ladrón vulgar y condenado a galeras por diez años. De esta forma   —67→   cumple Sayavedra el ciclo indicado por el mismo Alemán: el pícaro narra sus aventuras desde las galeras, en las que se encuentra por delitos mayores a los contados en la primera parte.

En la estructura general de la novela, Sayavedra sigue la de tres libros, según el precedente de la primera parte: en Alemán de 8, 10 y 10 capítulos, respectivamente; en Sayavedra de 8, 11 y 11: un desarrollo casi equivalente, pero abreviado de contenido, sin condensar el interés en torno al protagonista. En cuanto a las digresiones morales, continúan tan abundantes como en la obra imitada, aunque con otro tono.

Al conocer esta Segunda parte, Alemán se apresuró a concluir la suya, reelaborando algunos pasajes, «pues por haber sido pródigo comunicando mis papeles y pensamientos, me los cogieron a el vuelo» (Dedicatoria al lector).

Arnoldo Crivelli supone que Alemán «procede (en la dedicatoria) con cautela porque o no sabe quién es este Luxán de Sayavedra y le tema; o sabe quién es, y le teme más aún»37. Creo más aceptable la segunda interpretación, que explicaría el doble tono de defensa adoptado por Alemán: el correspondiente a las dedicatorias y el que se desarrolla en la novela. Interesa esta dualidad, porque la redacción de las dedicatorias corresponde normalmente a un momento posterior a la novela. Además, las aventuras en que aparece el pícaro Sayavedra deben haber sido incluidas en el asunto total después de conocer Alemán la continuación apócrifa; esta inclusión prolonga la novela y determina -junto con la prisa de composición recordada por el mismo Alemán- una serie de repeticiones notables.

Los lectores conocen primero las dedicatorias, y la crítica debe atenerse a este orden.

En la primera dedicatoria, a don Juan de Mendoza, Alemán se refiere a la obra de Sayavedra como «embrión» que lo obligó a «perder los trabajos padecidos en lo que tenía compuesto», «mas a   —68→   tomar otros mayores y de nuevo para satisfacer a mi promesa». Estos cuidados deben aludir a la tendencia, agudísima, a subrayar la realidad picaresca del protagonista, intensificando lo logrado en la Primera parte, nivel que Sayavedra pocas veces alcanza.

Más adelante llama a Sayavedra «autor tan docto», «aunque desconocido en el nombre». En la dedicatoria al lector continúan los elogios a Sayavedra: «Mucha erudición, florido ingenio, profunda ciencia, grande donaire, curso en las letras humanas y divinas» y «ser sus discursos de calidad que le quedo invidioso y holgara fueran míos», en sintomática serie que confirma el autoelogio con que Alemán se contrapone: «En cualquier manera que haya sido, me puso en obligación, pues arguye que haber tomado tan exceso y excusado trabajo de seguir mis obras nació de haberlas estimado por buenas. En lo mismo le pago siguiéndolo»38. Con la complementación siguiente: «Sólo nos diferenciamos en haber él hecho segunda de mi primera y yo en imitar su segunda». Y el reto final: «Y lo haré a la tercera, si quiere de mano hacer el envite, que se lo habré de querer por fuerza, confiado que allá me darán lugar entre muchos».

Alemán vuelve a referirse a esta Tercera parte al final de la novela. Reconocía, ya en la dedicatoria: «Que, como el campo es ancho, con la golosina del sujeto, a quien también ayudaría la codicia, saldrán mañana más partes que conejos de soto ni se hicieron glosas a la bella malmaridada en tiempo de Castillejo». No sólo el favor del público, sino la calidad del asunto, que podía favorecer en la picaresca las mismas interminables series que había motivado la novela de caballerías.

Lo genérico de cada aventura picaresca se había multiplicado. En el Lazarillo son únicamente los aspectos de la sociedad que criticaban los discípulos españoles de Erasmo: el pordiosero que explota   —69→   los sentimientos religiosos de la gente inculta, el clérigo rural, mezquino y sin cultura, el escudero, caricatura de verdadera nobleza, el fraile de la Merced, «pariente» en el sentido de la época de las «mujercillas» del barrio, el buldero, el alguacil. En general, la falsa religión y la falsa justicia. En Guzmán son todas las categorías de la sociedad -altas y bajas- las que figuran el contorno del protagonista, en realidad nacional y humana completa. En la dedicatoria Alemán se refiere a este sentido último de su novela: «Descubrir como atalaya toda suerte de vicios y hacer atriaca de venenos varios», obra de «un hombre perfeto, castigado de trabajos y miserias, después de haber bajado a la más ínfima de todas, puesto en galera por curullero della». Final, aun con la prometida esperanza de liberación, inconcebible en el Lazarillo.

A lo expresado en las dedicatorias, con las observaciones que el lector contemporáneo comprendería sin dudas, deben agregarse los capítulos de la narración en que aparece el personaje Sayavedra.

Guzmán encuentra un desconocido, que «puso su persona en peligro, por guardar la mía» (I. º, 8). Poco antes había recordado significativamente un tema de la Primera parte: «La necesidad enseña claros los más oscuros y desiertos caminos. Es de suyo atrevida y mentirosa, como antes dijimos en la Primera parte». Posteriormente se aclara la personalidad del desconocido: «Díjome ser andaluz, de Sevilla, mi natural, caballero principal, Sayavedra, una de las casas más ilustres, antigua y calificada della». Y continúa, preludiando la historia posterior: «¡Quién sospechara de tales prendas, tales embelecos! Todo fue mentira: era valenciano y no digo su nombre, por justas causas»39. En el mismo capítulo se narra el hurto que Sayavedra y sus amigos realizaron de los baúles de Guzmán, hurto que ya se había comentado en referencias que apuntan directamente al hurto de las ideas de Alemán por el falso continuador de la novela: «Mas no fuera posible juzgar alguno de su retórico   —70→   hablar en castellano, de un mozo de su gracia y bien tratado, que fuera ladroncillo, cicatero y bajamanero. Que todo era como la compostura prestada del pavón, para sólo engañar, teniendo entrada en mi casa y aposento, a fin de hurtar lo que pudiese».

Más adelante Guzmán reencuentra a Sayavedra (II. º, 1), que sale de Siena en cumplimiento de destierro por su robo. «No me bastó el ánimo -comenta Guzmán-, en conociéndolo, a dejar de compadecerme dél y saludarlo, poniendo los ojos no en el mal que me hizo, sino en el daño de que alguna vez me libró, conociendo por de más precio el bien que allí entonces dél recibí que pudo importar lo que me llevó»40. Aunque este reencuentro con Sayavedra termine en forma característica para la conducta del pícaro, hay en el perdón una primera inconsecuencia. En la Primera parte, luego de la comida en la venta donde le sirven la tortilla hecha con huevos empollados, exclama Guzmán: «Yo juro a tal que, si vivo, ella me lo pague de manera que se acuerde de los huevos y del muchacho» (I. º, 4): juramento siempre cumplido en su actuación posterior, a pesar de las reflexiones que, en el mismo capítulo, siguen al doctrinamiento de uno de los clérigos, larga declamación -para Guzmán- de retórica de púlpito, que el pícaro comenta en especie de guiño al lector, «Toda... del cielo, finísima Escritura», y que nunca acata».

Sayavedra es perdonado -la inconsecuencia- y se convierte en compañero del pícaro, figura complementaria que densifica ciertas aventuras. De ahí la necesaria narración autobiográfica con que sintetiza su vida pasada (II. º, 4). En esta autobiografía se incluye la vida del hermano mayor: «Llamábase Juan Martí. Hizo del Juan, Luján y del Martí, Mateo; y, volviéndolo por pasiva, llamose Mateo Luján. Desta manera desbarró por el mundo y el mundo me dicen que le dio el pago tan bien como a mí». Guzmán   —71→   había perdonado a Sayavedra, el pícaro, su igual, pero a «su hermano mayor, el señor Juan Martí o Mateo Luján, como más quisiere que sea su buen gracia, que ya tenía edad cuando su padre le faltó, para saber mal y bien, y quedó con buena casa y puesto, rico y honrado, ¿cuál diablo de tentación le vino en dejar su negocio y empacharse con tal facilidad en lo que no era suyo, querer quitar capas?». Otra vez, como en las dedicatorias, se recuerda la cultura del rival: «Era buen gramático: estudiara leyes, que a más de cuento y fácil fuera hacerse letrado». En esta forma Guzmán distingue no sólo su persona del autor de la Segunda parte, sino también la realidad de la vida del pícaro, en gran parte hecha por las circunstancias.

Durante el naufragio sufrido por la nave en que Guzmán y Sayavedra regresan a España (II. º, 9), enloquece Sayavedra. «Cuando confesaban los otros los pecados a voces, también las daba él, diciendo: ¡Yo soy la sombra de Guzmán de Alfarache! ¡Su sombra soy, que voy por el mundo! Con que me hacía reír y le temí muchas veces. Mas, aunque algo decía, ya lo veían estar loco y lo dejaban para tal. Pero no las llevaba conmigo todas, porque iba repitiendo mi vida, lo que della yo le había contado, componiendo de allí mil romerías». El loco se arroja al mar, y Guzmán, en el tono de su conducta básica, comenta: «Signifiqué sentirlo; mas sabe Dios la verdad». Todavía arriesga otro comentario: «Otro día, cuando amaneció, levanteme luego por la mañana y todo el casi se me pasó recibiendo pésames, cual si fuera mi hermano, pariente o deudo que me hiciera mucha falta, o como si, cuando a la mar se arrojó, se hubiera llevado consigo los baúles». Se cumple así, inesperadamente en el desarrollo de la novela -es la única sorpresa notable-, premeditadamente en la concepción total, la antes excusada venganza. Por eso, en el momento de la muerte de Sayavedra, reaparece el recuerdo de los baúles perdidos.

No puede saberse qué temas debió rehacer Alemán para alejarse de lo copiado por Sayavedra, aunque de una comparación detenida   —72→   entre ambas novelas no es difícil ver qué aventuras se eluden en Alemán. Dejando de lado este problema, la continuación de Alemán, con respecto a la Primera parte, representa una condensación general de la realidad del pícaro. Se cumple así, vital y literariamente, una de las observaciones características de Alemán, muy dentro del tono propio del barroco: «Son tan parecidos el engaño y la mentira, que no sé quien sepa o pueda diferenciarlos. Porque, aunque diferentes en el nombre, son de una identidad, conformes en el hecho, supuesto que no hay mentira sin engaño ni engaño sin mentira» (II, I. º, 3). Engaño total en la concepción del pícaro, pero no mentira para su conciencia limitada.

Dentro del sistema novelístico de Alemán es posible que la proyectada Tercera parte no fuese ya una narración en pícaro, sino en arrepentido, que podría incorporar las moralidades como realidad intrínseca de la narración. Hubiera sido el digno ciclo español de una de las formas más características del arte barroco.

La Primera parte del Quijote confluye en forma opuesta a la del Guzmán.

El capítulo 52 narra la llegada de don Quijote, encantado, a su aldea. Terminación de un grupo de aventuras, pero, al mismo tiempo, necesario reposo de tregua. Este final compendía varios temas. Primero, complicación consciente de los personajes en la dimensión fantasística de la solución, en capítulos en donde se conjugan una serie de motivos reales y fantásticos que determinan momentos muy complejos, en dimensión que no alcanzan las aventuras mágicas de la Segunda parte, en las cuales se ve demasiado la tramoya41. El otro tema es el de un vencimiento que aparenta no ser tal. Para esta solución Cervantes no tuvo necesidad de llegar a la crueldad de la última aventura de la Segunda parte, que impone el necesario final de muerte para el protagonista.

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Se predice una tercera salida, sin asegurarla, al contrario de lo afirmado por Alemán. «Ellas (Ama y Sobrina) quedaron confusas, y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna mejoría, y así fue como ellas se lo imaginaron». Predicción contrariada en la referencia a Cide Hamete: «Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en esta tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellos, a lo menos, por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron».

El Quijote se cierra con una serie de epitafios burlescos, en liquidación completa de los personajes, frente a la cual sorprende la declaración posterior: «Que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote». Clemencín reconocía que estos epitafios «hubieran... estado mejor al final de la segunda (parte)», agregando: «Aquí parecen impertinentes, y sólo prueban el ningún plan que tenía Cervantes al escribir el Quijote». Al contrario, este final cerrado es otra manifestación más de la estructuración sorpresiva, moderna, de la novela cervantina, inusitada en cualquier otro de los sistemas narrativos contemporáneos.

El éxito de la Primera parte del Quijote, comentado en la Segunda (capítulo 3), fue rápido, aunque no alcanzó al de la primera parte del Guzmán. La aparición de una Segunda parte apócrifa debe relacionarse con este éxito: si la novela no hubiese tenido favorable acogida, la continuación apócrifa hubiese resultado ociosa. Impreso en Tarragona, en 1614, apareció el Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la Villa de Tordesillas.

Dejando de lado el enigma de su autor, todavía no resuelto, interesa a este estudio la actitud general de Avellaneda.

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Un sugerente trabajo de Stephen Gilman considera a esta novela como versión barroca del Quijote de Cervantes42. Este estudio debe desarrollarse sobre dos observaciones. Primera, el continuador de Cervantes -que debe ser considerado a partir de Cervantes- ha emprendido su obra teniendo como motor característico un declarado odio humano y literario hacia el autor de la primera parte43. Segunda, el resultado literario, reconocido justamente por Gilman: «En manos de Avellaneda las acciones de don Quijote se han convertido en un estilo, y no en una expresión vital del propio don Quijote». Avellaneda ha convertido al personaje de Cervantes, moderno por sus complejidades, en un personaje monolineal, tanto como los héroes de caballerías. Esta limitación se expresa en un ser patológico, digno de casa de orates y, por tanto, del final que el propio Avellaneda le atribuye (ya que, dentro de su propia tónica, no se contradice).

En el plan narrativo, Avellaneda estaba en mejores condiciones que Sayavedra con respecto a Alemán: don Quijote, en el final cervantino, queda en su casa, Sancho en la suya, no se confirman temas de la «tercera salida», sino sólo la presencia de don Quijote en justas celebradas en Zaragoza. Era muy fácil rehacer el hilo narrativo, enhebrando las distintas aventuras a narrar; para ello Avellaneda, como Cervantes, recurre a la invención de un sabio árabe, «Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero». La distribución en capítulos tampoco presentaba mayor problema: Cervantes había dividido la primera parte en cuatro libros, Avellaneda continúa con el quinto, sexto y séptimo; la primera parte estaba compuesta por 52 capítulos, Avellaneda divide   —75→   la suya en 36, por lo general menos extensos que los de Cervantes. En cuanto a la inclusión de «novelas», Avellaneda lo hace con mayor amplitud que Cervantes -Cuento del rico desesperado (15 y 16) y Cuento de los felices amantes (17, 18, 19 y 20)-, sin que esta inclusión sea orgánica, como lo es El curioso impertinente en Cervantes.

Al final de la novela, Avellaneda desfigura completamente el destino de los personajes, en especial de don Quijote, a quien termina llamando «Caballero de los Trabajos», con generalización propia de su concepción de la novela.

En 1615 apareció la Segunda parte de Cervantes. La reacción de Cervantes contra Avellaneda, como la de Alemán contra Sayavedra, se cumple en dos momentos: en los prólogos y en la trama de la novela.

La dedicatoria al conde de Lemos, dentro de la mesura cervantina, sólo se exalta en la referencia directa al Quijote apócrifo. Cervantes ha escrito su obra «para quitar el amago y la náusea que ha causado otro don Quijote, que con nombre de segunda parte se ha disfrazado y corrido por el orbe».

El prólogo al lector intenta un tono de superación sobre su rival, pero la realidad de la Segunda parte falsa se interpone entre su propósito y la expresión. Desde un primer momento -«¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prólogo creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas, y nació en Tarragona!»- en que afirma el desconocimiento de la continuación apócrifa, como vuelve a anotarse en el desarrollo de la novela, hasta la defensa personal del primero de los ataques directos de Avellaneda: «Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y manco», «He sentido también que me llame envidioso», para terminar: «Si por ventura llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado; que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre   —76→   en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama». Generalización ejemplar de su propio caso, pero sin dejar de contestar a una alusión del prólogo de Avellaneda: «Quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte».

Cervantes, al revés de lo que ocurre con Alemán, parece desconoció la verdadera persona de su continuador. La misiva impresión se desprende de las referencias en el desarrollo de la novela.

El prólogo prosigue con dos cuentos, «buen donaire y gracia», el del Loco de Sevilla y el del Loco de Córdoba, claramente dirigidos a Avellaneda, y concluye con la referencia cervantina a las propias obras. De su Segunda parte afirma: «En ella te doy a don Quijote dilatado, y, finalmente, muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados, y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas; que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hacen que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo».

Concepción de la novela opuesta a la de Alemán, que deseaba la continuación para poder intervenir a su vez en nuevas prolongaciones; Cervantes sabía, en cambio, que su género narrativo rehuye toda desmesurada prolongación sin sorpresas, de ahí la insistencia final en un don Quijote muerto y sepultado.

Los prólogos de Cervantes, al contrario de las dedicatorias de Alemán, dan la impresión de que el autor dijo en ellos todo cuanto creyó conveniente. En Alemán mucho aparece callado, o por adivinar, en alusiones sin duda claras para sus contemporáneos, pero poco explícitas.

En cuanto al desarrollo del Quijote, Cervantes reacciona contra Avellaneda en doble sentido. Uno, en la concepción del personaje, que acentúa su individualidad característica, subrayando el tono de la primera parte. Otro, en la modificación de una aventura, la supuesta ida de don Quijote a Zaragoza, detalle sin importancia.   —77→   La primera reacción indica que el desprecio de Cervantes hacia su rival no le había impedido la lectura meditada de su obra.

El Quijote de Avellaneda es un orate que, muchas veces, arrebatado de «accidentes de la fantasía», juega a ser caballero; el de Cervantes es un hombre de carne y hueso que va instaurando progresivamente la clara realidad de su espíritu, e, inclusive, sabe señalar la alta eficacia de su misión. El Quijote apócrifo había limitado el asunto y las acciones de los personajes en una recreación de los mismos, que tiene por base la parodia, sin nostalgia, de los personajes cervantinos, no de su conducta; en Cervantes, en cambio, se instaura como núcleo del asunto la conducta de esos personajes, dentro de la temática de los valores humanos y culturales nuevos, que empezaban a vivirse y a defenderse.

Deslindadas su concepción y la de Avellaneda, Cervantes comenta las excelencias de su Primera parte, partiendo de la aristotélica diferencia entre el poeta y el historiador: «El poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar cosa alguna». Esta diferenciación, tópico corriente de época, le sirve para contestar a una observación de Sansón Carrasco, sin duda el eco de críticas contemporáneas: «Dicen algunos que han leído la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote» (II, 3). Observación comentada a dos planos (intereses propios de cada uno) por don Quijote y Sancho.

También sobre esta base se considera la inclusión de El curioso impertinente, se hace la referencia a la claridad temático-expresiva de la primera parte -«no hay cosa que dificultar en ella»- y el comentario de otros hechos menudos. De entre estos comentarios se debe destacar la referencia a la figura del «bobo» en la comedia contemporánea, porque ayuda a comprender la concepción de don Quijote. Se dice que el bobo, como figura, es «la más discreta» «porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es   —78→   simple». Es, en esencia, la justificación de la más difícil de las figuras literarias dentro del concepto moderno de Cervantes. Don Quijote, a pesar de que su impulso primario radica en la locura, no es un loco en el sentido corriente del término, según lo interpretó Avellaneda, sino un «ingenioso», locura intelectual en esencia, en el tercer sentido en que lo explica el tipologista de la época, doctor Juan Huarte: «Los que alcanzan -sin arte ni estudio- cosas tan delicadas, tan verdaderas y prodigiosas, que jamás se vieron, ni oyeron, ni escribieron, ni para siempre vinieron en consideración de los hombres. Llámala Platón: "Ingenio superior. acompañado de demencia". Con ésta hablan los poetas»44.

Aunque sea natural la insistencia en la locura para apoyar el tono satírico de la novela, como es natural la cordura que precede a la muerte del caballero, don Quijote se eleva sobre esta primaria realidad en complejos desarrollos anímicos.

El capítulo 4 prolonga hasta el comportamiento actual de los personajes varios temas de la Primera parte, sobrepasando el hiato introducido por el falso Quijote, y es Sancho quien, con agudeza explicativa que antes no le era común -otra novedad de la Segunda parte, que hace más compleja la ya definida individualidad de Sancho-, comenta estos hechos.

En el capítulo 59 aparece el tema del Quijote apócrifo dentro de la narración. Es importante el lugar de este capítulo dentro del desarrollo de la novela. Páginas antes, en el 57, se cierra el primer paréntesis de las aventuras en casa de los duques, aventuras fraguadas, pero en las cuales don Quijote siente la plena valoración de sus caballerías -«Aquel fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que el había leído se trataban los tales caballeros en los pasado s siglos» (II, 31). Al mismo tiempo, Sancho, sobre todo después de la pérdida de la Ínsula, va adquiriendo una dimensión heroica paralela a la de su amo. El capítulo   —79→   58 reanuda, como en torbellino, las aventuras reales -«menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras». Es el momento apropiado para recordar el falso Quijote.

Don Quijote se encoleriza al oír, a unos lectores desconocidos, que Avellaneda «pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso», uno de los yerros más torpes de la continuación falsa45. Don Quijote, con el libro en la mano, «halla tres cosas dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo46; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos; y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia»47. Estas observaciones, de poca importancia, no tienen otra razón de ser que quitarle valor a la continuación falsa, como leída sólo superficialmente. De ahí que más adelante se insista en «que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos».

En cuanto al plan, se suspende el proyectado viaje a Zaragoza, «tal era el deseo que tenía de sacar mentiroso a aquel nuevo historiador que tanto decían que le vituperaba», con la insistencia en el «decían», no conocimiento directo, que reaparece en el prólogo.

El vencimiento de don Quijote por el Caballero de la Blanca Luna inicia el fin. Los intentos de vida pastoril -tema importantísimo en la estructura total del Quijote-, «la cerdosa aventura», la nueva invención de los duques, y lo restante de la novela   —80→   no son sino prolongada demora de la conclusión: la muerte, previa vuelta a la cordura, el testamento y la actitud de los demás personajes, sin olvidar otra referencia al autor del falso Quijote: «De mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe; porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos» (II, 74).

Referencia terminante que señala la muerte de don Quijote en todos sus alcances: «Yace tendido largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo, tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia llegaron, así en estos reinos como en los extraños reinos».

Este análisis, con su ejemplificación forzosamente detallista, evidencia en qué medida Cervantes se aleja del desarrollo abierto propio de las novelas picarescas -que por cierto es también el de las novelas de caballerías-. Este alejamiento se advierte sobre todo en la oposición de Cervantes al tipo uniforme de los protagonistas de los relatos picarescos y de los relatos caballerescos. Así, afirmando de continuo la realidad individual de sus personajes, se adelanta como creador de la novela moderna, al mismo tiempo que muestra la calidad humana de su espíritu, tan libre de laberínticas posiciones barrocas.



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ArribaIV

La técnica del Quijote


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Para comprender la técnica de un escritor es imprescindible considerar la actitud de goce que su creación comporta. Este goce es, en primer término, una posición del escritor frente al idioma, dócil o no a las necesidades expresivas de su obra.

El placer más intenso es el de autores como Góngora, sensibles a todos los aspectos de la palabra: fonéticos, significativos y sugeridores. Otros escritores atienden preferentemente a la proliferación semántica; Quevedo y Unamuno son los ejemplos más destacados en español, con sus estilos que, o multiplican, o encauzan el pensamiento total.

Dentro de estos tipos básicos se pueden señalar las variedades expresivas más características, que, en última instancia, determinan la clasificación de las escuelas literarias.

Cervantes no pertenece privativamente a ningún tipo. Para él la palabra -el instrumento de su arte- es siempre el medio, no un fin. Concepción propia del novelista nato, excusable en los líricos, excusable también dentro del sistema teatral del siglo XVII español.

En el prólogo de La Galatea, ya señaló Cervantes la amplitud renovadora con que debe encararse el idioma para despojarlo de su antigua estrechez. En el Quijote vuelve sobre la idea de que «todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche y no fueron a buscar las extranjeras para declarar la alteza   —84→   de sus conceptos» (II, 16), idea ampliamente defendida por la mejor tradición idiomática del siglo XVI. Esta ilustración del lenguaje se basa, para Cervantes, en la «discreción», «gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso» (II, 19). Otra actitud característica de nuestro novelista es la insistencia contra toda afectación, tanto en la lengua hablada como en la escrita (II, 43).

Este sentido de lo discreto y la consiguiente repulsa de lo afectado debe relacionarse con el «buen juicio», propuesto por Juan de Valdés, y el «particular juicio», de que habla fray Luis de León. Ambas cualidades se apoyan en la base selectiva que Cervantes tuvo como módulo de su novela: el autor, «pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración; teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir» (II, 44).

La andadura total del Quijote representa una selección crítica de las formas más diversas de la prosa anterior, confirmada en la concepción general del libro. De entre esta multiplicación formal, propia de la novela, hay una realidad básica, resuelta en la actitud satírica del autor. Su andadura corresponde a un tema o hecho narrativo que comienza en enunciación abreviada, y se desarrolla luego en una serie de párrafos de oraciones concatenadas, amplias y de tiempo lento (no de base oratoria como el párrafo del siglo XIX), con abundantes subordinaciones, fórmulas aclaratorias, incisos y reiteraciones. Iniciado el tema, éste se prefigura o figura en variaciones, unas veces (las menos) conceptuales; gran parte, pintorescas, no básicas para el desarrollo narrativo esencial, sino mostradoras de un goce espiritual auténtico.

No es el detallismo sintáctico de una Pardo Bazán o de un Pereda, ni la estructura sintáctica repetida de Azorín, sino el desarrollo propio de las representaciones mentales y fantásticas, con reducción satírica final, que dan el tono de todo el Quijote.

Este goce narrativo, en algunas de las Novelas Ejemplares, ya se presenta acomodado a cada desarrollo novelístico, aunque   —85→   no siempre se eviten las oraciones jadeantes; en las dos partes del Quijote, el procedimiento alcanza su mayor eficacia, y se pierde algo en Persiles, de desarrollo formal más complejo.

Cuando Cervantes comenzó a escribir novelas, había probado ya sus condiciones literarias en constante y afanosa producción poética y en loable producción teatral. Conocía, pues, las técnicas de (los funciones literarias: la lírica y el teatro. De la primera conserva una disposición, manifestada no sólo en los poemas incluídos en las novelas (lo mejor de su lírica), sino también en la actitud poética con que se presentan personajes y lugares novelísticos. De la afición teatral le quedan algunos recursos formales: particular acomodación de los personajes; acciones detenidas, magníficas en el Quijote; agrupaciones plásticas de estilo escénico, en Persiles particularmente. También puede ser influencia de la práctica teatral escénica, que los escritores del siglo XVII nunca excusaban, la continua referencia a la voz de los personajes, variaciones de tono e intensidad, con anotación pormenorizada de matices.

En todas las obras que intentó Cervantes -logradas o no logradas- importa mucho la originalidad inventiva, tantas veces destacada por el mismo. Sólo con citar los textos más conocidos, puede señalarse esta condición. La referencia general del Viaje del Parnaso, cuando el poeta pregunta a Apolo:


    ¿Consentirás tú, a dicha, participe
del licor suavísimo un poeta
que al hacer de sus versos sude y hipe?


(capítulo 2)                


Inscribe el consciente autoelogio:


   Yo soy aquel que en la invención excede
a muchos, y, al que falta en esta parte,
es fuerza que su fama falta quede.


(capítulo 4)                


Es posible, aunque se trate de detalles de la creación literaria difíciles de aclarar, que esa facilidad cervantina consistiera en   —86→   una larga elaboración mental de los temas de sus obras, aun antes de escribirlas. El caso ofrecería semejanza con la actitud del trágico francés Jean Racine: «Cuando concretaba las escenas, decía: "Mi tragedia está hecha", y se desentendía de lo demás»48. La crítica ha olvidado esta modalidad expresiva: en el teatro o en la novela la realidad primera no puede ser el estilo en sí. Magníficos los versos de Racine, admirable la prosa de Cervantes, pero lo fundamental de sus creaciones no reside en esas excelencias: Racine hizo teatro, Cervantes, novela. Si el lenguaje logra las cimas poéticas, se ha dado por añadidura.

Esta suposición sobre el trabajo de Cervantes puede ser abonada con algunos testimonios autobiográficos.

En carta al conde de Lemos, del 19 de abril de 1616, cuatro días antes de su muerte, le recuerda: «Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Semanas del Jardín y del Famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas el fin de La Galatea, de quien se está aficionado vuesa excelencia como puede»49.

Interesa la forma con que se refiere a esas obras de las que no se conserva ningún testimonio material -«me quedan en el alma»-, como alusión a temas elaborados, pero sólo mentalmente50. Interesa también el testimonio sobre la continuación de La Galatea, a treintaiún años de su aparición, luego de publicado el Quijote. Posible continuación-reelaboración de la novela pastoril en meditada consecuencia, porque veía en ella una modalidad moderna,   —87→   aun reconociendo que ni siquiera él mismo había logrado alcanzarla. Así se explica que en su lecho de muerte le tentase todavía retomar los temas de su novela juvenil.

Otro dato: la tesis de Menéndez Pidal sobre la elaboración de los primeros capítulos del Quijote a base del anónimo Entremés de los Romances51. El entremés, parodia de temas tradicionales, sería el estímulo determinante que puso en movimiento la idea ya latente en el novelista. Idea prontamente reajustada, inclusive en la corrección de detalles no esenciales, pues la figura del protagonista se nos muestra íntegra -dentro de las posibilidades de la novela- en su aparición inicial. Cervantes, y éste es el rasgo más importante de su concepción, en los capítulos posteriores «corrige el tipo quijotesco», según recuerda Menéndez Pidal, pero no lo altera.

Suponiendo esta forma de elaboración, se comprende mejor el goce de Cervantes al desenvolver el asunto. Libre de los problemas que supone la presentación individual de cada personaje, Cervantes puede embarcarlos (y embarcarse él mismo) en los hechos más complejos, presabiendo la reacción de esos personajes, mostrándolos en un demorado transcurrir de la novela que no altera la concepción básica, al contrario de lo que ocurre con los novelistas españoles del siglo XIX, inclusive el gran Pérez Galdós.

Bien conocía Cervantes esta facilidad y, al mismo tiempo, proclividad facilitadora de su genio. De ello hay referencias en su novela póstuma, aquella en donde más repetidamente criticó sus propios procedimientos. Uno: «Parece que el autor desta historia sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta todo en una definición de celos, ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en esta traducción, que lo es, se quita por prolija, y por cosa en muchas partes referida y ventilada, y se viene a la verdad del caso» (I. º, 1). Si se lee «corrección»   —88→   en lugar de «traducción», se comprende el acierto selectivo de Cervantes novelista, ajustando su estilo a la realidad del asunto, aun con el sacrificio de materiales muy caros a su espíritu.

Esta impresión se confirma con el comienzo del capítulo 2 del mismo libro de Persiles, el titulado «Donde se cuenta cómo el navío se volcó...»: «Parece que el volcar de la nave volcó, o por mejor decir, turbó el juicio del autor de esta historia, porque a este segundo capítulo le dio cuatro o cinco principios, casi como dudando qué fin en él tomaría. En fin: se resolvió diciendo»... Se advierte así el problema del escritor que ha acendrado largamente sus temas: lo difícil es acertar con la forma que le permita dar comienzo a la manifestación concreta del mismo.

Volviendo a la andadura narrativa general, cualquiera de los discursos del Quijote permite señalar, en abultamiento característico, los aspectos de la sintaxis cervantina, y la consecuente reducción satírica. Los discursos más conocidos son los de tono retórico sobre temas renacentistas típicos: el de La Edad de Oro (I, 11), el de Las Armas y las Letras (I, 38) y el desarrollo encadenado de los Consejos a Sancho (II, 42 y 43).

El novelista comenta siempre, satíricamente, estos desarrollos retóricos, no sólo por ser don Quijote quien los pronuncia (detalle de la conducta literaria de Cervantes con respecto al personaje), sino para resolver, irónicamente, su propia complacencia elocutiva.

El capítulo 1 de la Segunda parte contiene un discurso, menos conocido, que podría ser llamado de Defensa e Ilustración de las Caballerías porque resume un tema varias veces propuesto en el desarrollo de la novela, particularmente I, 13 y II, 17:

Yo, señor Barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus   —89→   espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes.

Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo, y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía, y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme: ¿Quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula? ¿Quién más discreto que Palmerín de Inglaterra? ¿Quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco? ¿Quién más galán que Lisuarte de Grecia? ¿Quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís? ¿Quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandián?


Como todos los que aparecen en el Quijote, este discurso ocupa un lugar especial dentro del desarrollo de la novela. Figura en el comienzo de la Segunda parte, cuando el autor retoma personajes y temas; conviene no olvidar también la reacción definitoria frente al Quijote apócrifo. El discurso señala así la esencialidad de don Quijote, que, de este modo, sin contradicción, pero sobre una base irónica inexcusable, se eleva hasta lo heroico.

  —90→  

En lo formal, interesa de igual modo ese desarrollo en términos de discurso porque, a pesar del énfasis oratorio, la exposición verbal rehuye el desarrollo retórico propio de la lengua hablada, para intensificar simplemente la fuerza comunicativa del estilo, que se encuentra en todo el desarrollo del Quijote.

Recorramos el pasaje citado. El desarrollo pormenoriza el tema; cualquier detalle basta para mostrarlo. Un sustantivo, «caballeros», sujeto de dos verbos con igual valor significativo, «tomaron» y «echaron», más gráfica la segunda expresión, al concretar el signo del esfuerzo y agregar el matiz de burla; el complemento directo se integra en una serie con unidades melódicas de duración creciente: «la defensa de los reinos», «el amparo de las doncellas», «el socorro de los huérfanos y pupilos», hasta culminar en: «el castigo de los soberbios y el premio de los humildes». En lo que sigue se puntualiza el tema de las dos edades: «agora» es la circunstancialización necesaria, que se reproduce más adelante reforzada con la conjunción adversativa. Se ejemplifica luego partiendo de una referencia narrativa a la primera persona: «deste bosque», «allí»; el lugar de la aventura señalado en toda la rigurosidad propia de los tiempos heroicos. El «agora» subrayado insiste en el enfrentamiento de los dos términos que se comparan: «pereza», «ociosidad», «vicio», «arrogancia», «teórica de las armas», todo igual a «agota»; «diligencia», «trabajo», «virtud», «valentía», «práctica de las armas», todo igual al tiempo de los «andantes caballeros». Este segundo tema, el que interesa destacar, se completa en la serie de interrogaciones retóricas -en el mejor sentido de la palabra- con que se continúa el discurso.

La estructura amplia multiplica el concepto básico en variedad de planos. El tema de las caballerías aparece centrado en el de las dos edades de la historia: revisión purificadora del mundo, -no importa que se instaure la edad de oro en el pasado o en el futuro- que caracteriza toda la actividad cultural del Renacimiento.

Dentro de esta misma tónica, son ejemplos típicos aquellos en los cuales el personaje -y consecuentemente el narrador- se   —91→   deja llevar por la facilidad inventiva, acumulando los efectos satíricos, nunca los meramente sonoros, porque en Cervantes, hasta el procedimiento al parecer más externo tiene su sentido. El primer ventero que recibe a don Quijote, «un poco socarrón», y con «algunos barruntos de la falta de juicio» de su huésped, copia la modalidad comunicativa de don Quijote, hilvanando razones como éstas:

Él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversos partes del mundo, buscando sus aventuras sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos.


(I, 3)                


Este abultamiento hiperbólico es frecuente en los personajes, hasta en los más alejados del módulo satírico. Además, apuntan aquí dos rasgos muy abundantes en el humor cervantino: la serie de nombres propios, claramente jocosos para los lectores contemporáneos52, y la abundancia de proposiciones modales que enriquecen pintorescamente la idea central. En ninguno de los dos casos se trata de series en que cada término excluye al anterior; todos se suman en multiplicación concreta.

Este proceso dinámico, abierto en perspectivas, adquiere su mayor eficacia cuando se manifiesta en varias oraciones breves unidas en vista a un sentido total:

Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano; autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos, y muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y desta manera cumplirá   —92→   con sus precisas obligaciones; pero el andante caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intrincados laberintos; acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano.


(II, 17)                


Esta técnica narrativa no es nueva en la literatura española, ya que pueden citarse ejemplos semejantes desde las anécdotas cotidianas del Arcipreste de Talavera hasta los novelistas italianizantes del siglo XVI. Pero lo que interesa -como siempre que Cervantes aprovecha un procedimiento tradicional- es el nuevo enfoque. Base satírica, lo más alejada posible de sus modelos cercanos, y al mismo tiempo, con un entusiasmo elocutivo finamente controlado.

Con la misma tónica analiza Cervantes las reacciones de los personajes. Por ejemplo, un momento de euforia quijotesca: don Quijote ha vencido al Caballero de los Espejos y prosigue su camino con la conciencia del héroe reconocido:

Con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada vitoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo: daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los inumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o manera cómo desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor aventura que alcanzó, o pudo alcanzar, el más venturoso caballero andante de los pasados siglos.


(II, 16)                


El comienzo del pasaje es característico de la fidelidad con que Cervantes parece acompañar los movimientos de ánimo de sus personajes. Lo indica la serie de sustantivos que precisan la circunstancia modal, en gradación ascendente: «alegría», es decir la exaltación de ánimo manifestada en signos exteriores; «contento»,   —93→   la satisfacción por la propia alegría; «ufanidad», la arrogancia que nace de tal alegría. Esta gradación se desarrolla en las oraciones que siguen a los dos puntos, apresurando el ritmo del párrafo. Luego de hinchar el tono sintáctico con este énfasis -muy de acuerdo con la euforia del personaje-, comienza una gradación en sentido descendente, descenso también exhaustivo.

La novela moderna, con una obra de la categoría de la de Cervantes, impuso este estar el autor sobre sus creaturas, tendiéndole celadas o jugando con ellas, para mostrarlas en su máximo grado de humanidad. Recurso renovado en nuestros días por Pirandello, o por Kafka, o por Joyce, cada uno con procedimientos distintos.

En la descripción de hombres y lugares, de cosas y bestias, aparece una rica matización, siempre vigilada. Alerta de los sentidos nobles, Cervantes se adelanta a sus contemporáneos en la comunicación de luces y colores, olores y sonidos.

La llegada de Caballero y Escudero a las bodas de Camacho puede ejemplificar estas cualidades cervantinas:

Era anochecido; pero antes que llegasen les pareció a todos que estaba delante del pueblo un cielo lleno de innumerables y resplandecientes estrellas. Oyeron asimismo confusos y suaves sonidos de diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada que a mano habían puesto a la entrada del pueblo estaban todos llenos de luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces no soplaba sino manso, que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles. Los músicos eran los regocijadores de la boda, que en diversas cuadrillas por aquel agradable sitio andaban, unos bailando, y otros cantando, y otros tocando la diversidad de los referidos instrumentos. En efecto, no parecía sino que por todo aquel prado andaba corriendo la alegría y saltando el contento.


(II, 19)                


Característica visión moderna, en lejos y cercas, comienza señalando una visión de apariencias, consignada en nota poética:   —94→   «Delante del pueblo un cielo lleno de innumerables y resplandecientes estrellas». También en lejanía se anota la impresión auditiva, pero, inmediatamente, aparece la riqueza diferenciadora, los sentidos sabios, de que gusta hacer alarde Cervantes. Con la cercanía se da la nueva visión, pero no se rectifica la impresión antecedente. La descripción total termina con las sensaciones suscitadas en los personajes.

Es un tipo de visión hecha desde el personaje, o los personajes, sin que el lugar constituya el primer plano, como ocurre con el realismo y el naturalismo del siglo XIX. Es el lugar que necesitan los personajes, finamente sentido, pero no abrumado de detalles.

En el capítulo siguiente, «Donde se cuentan las bodas de Camacho el rico con el suceso de Basilio el pobre», la descripción sensualísima de las viandas a cocer se ofrece desde la visión de Sancho, «goloso», como lo define su amo.

De esta manera -y los ejemplos abundan a través de la novela- Cervantes desarrolla todos los temas, dando realidad a una observación apuntada en el Persiles: «La historia, la poesía y la pintura, simbolizan entre sí y se parecen tanto, que cuando escribes historia, pintas, y cuando pintas, compones. No siempre va en un mismo peso la historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros, y la poesía tal vez se realza cantando cosas humildes».

Doble referencia de Cervantes: una, la de la «composición», base de su arte selectivo; otra, la no limitación temática en el arte. Estos procedimientos se intensifican cuando el motivo corresponde a momentos de variación en los personajes, ya por reacciones psicológicas, ya por simples movimientos:

Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a él de las niñas de sus ojos. Finalmente,   —95→   sin hablarse palabra, se pusieron a caballo y se apartaron del famoso río, don Quijote, sepultado en los pensamientos de sus amores, y Sancho, en los de su acrecentamiento, que por entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque maguer era tonto, bien le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más, eran disparates.


(II, 30)                


La individualidad de los personajes principales se cumple haciéndolos actuar en diversas circunstancias, hasta completar la realidad física y psicológica de cada uno.

Los personajes completivos se presentan con rasgos seleccionados e imprescindibles. La figura del Caballero del Verde Gabán, por sus características estáticas, se presta para ejemplificar el procedimiento. Aparece en un momento de exaltación quijotesca, como necesaria inclusión de la vida diaria, hermosa y loable:

Los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta, asimismo de morado y verde; traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde; tan tersas y bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si fueran de oro puro.


(II, 16)                


Más adelante se añaden algunos rasgos físicos:

La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas.


(II, 16)                


Posteriormente se autodefine:

Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca.


(II, 16)                


  —96→  

Para completar la situación dentro del marco de su casa:

Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea.


(II, 18)                


De esta matizada y progresiva mostración, perdura la primera realidad: el Caballero del Verde Gabán. En esa seguridad del atavío, siempre definitorio de prendas espirituales, vio ya don Quijote, y con él los lectores, íntegro, al personaje.

Estos detalles de la técnica del Quijote, tan sumariamente indicados, permiten, sin embargo, observar su valor funcional con respecto al asunto de la novela, ya que el Quijote se logra en progresión consciente, basada en firme propósito estético, de la única técnica adecuada al asunto.

Cervantes publicó la Primera parte del Quijote en 1605, a los cincuenta y ocho años de su vida. Vida riquísima de experiencias: viaje a Italia, lucha en Lepanto, cautiverio en Argel, caminos y ventas de España; estudiante, soldado, cautivo, proveedor de la Armada Real, en todos esos años fue madurando lentamente el asunto de su novela. Su desarrollo sintetiza en manera particular los temas más notables del pensamiento de la época, incorporados por Cervantes -alerta a todas las realidades del espíritu- no como vana retórica, sino como conflicto definitorio de sus problemas humanos. Además, ese asunto de complejidad moderna se estructura en un estilo técnicamente fundamentado, hasta en sus aparentes contradicciones.

Cervantes fue el primero en tener conciencia de su novedad creadora, consecuencia natural en un escritor que resolvía sus problemas artísticos en meditada composición, no librándolos al azar de las primeras intuiciones.

Clásico sí, en el equilibrio de los diversos aspectos de la creación literaria, pero moderno por la realidad de su pensamiento y por la estructura de su novela mayor: en todos los aspectos el   —97→   Quijote muestra una realidad narrativa diferente a lo anterior, y al mismo tiempo un aprovechamiento activo de las formas más valiosas de esta tradición.

El Quijote constituyó la novela moderna con una seguridad tan notable, que el desarrollo posterior de la función -Balzac, Dickens, Flaubert, Dostoievsky, Tolstoy, Galdós, Proust, Kafka, Joyce, Huxley- no ha hecho sino ampliarla en aspectos parciales, sin crear una nueva forma superativa.

Es el mejor reconocimiento a la perduración estética de Cervantes.







 
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