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«Ces doux frémissement de la terreur»1. La adaptación de un género extranjero en los albores del Romanticismo español

Miriam López Santos


Universidad de León



Es sabido que cuando las batallas ideológicas pierden la razón más inmediata que las motivara o cambian el contexto concreto que las hizo surgir y desarrollarse, aquellas otras manifestaciones combativas a las que dieron lugar acaban también por perder lo que en su momento las hacía prestigiosas y, por lo mismo, empiezan a ser desvinculadas de los elementos que les confirieron carta de naturaleza. Otro tanto podemos afirmar en nuestro caso; alejada del contexto que facilitó su nacimiento, la novela gótica quedó relegada al cajón de la subliteratura y pasó a ser acusada de trivial y absurda por sus detractores.

A pesar de todo, la reivindicación de un género hasta no ha muchos años negado por la historia, que fuera semilla de gran parte de la literatura que se gestó en los años posteriores a su nacimiento (Romanticismo2) y cuya influencia se puede rastrear incluso en manifestaciones literarias actuales, bien merece la atención que comienza a serle prestada en los últimos tiempos3.

La novela gótica inglesa (1764-1820) u «original gothic» (Punter 1996), que ha pasado a la historia de la literatura como un movimiento «inglés en su origen, inglés en sus materiales e inglés por readopción» (Coleridge), basó su éxito en una férrea estructura formulaica4, que parecía reducir, en principio, su campo de aplicación y condicionar, en demasía, su desarrollo. Sin embargo, como género de masas que fue y, avalado por este enorme éxito5, se diseminó, tal y como era esperable, en otras latitudes y, aunque se adaptó a modo de importación y no de verdadera vivencia, fue adquiriendo, en su proceso de trasferencia genérica, características propias, alejadas de los preceptos básicos de la fórmula y vinculadas a las particularidades de los países receptores.

En Francia rozó el satanismo más exacerbado y en Alemania adelantó la rebeldía romántica, y ¿España, por qué, una vez más y van muchas, había de ser diferente?

Resulta hasta cierto punto lógico que la crítica considere que la escasa novela gótica que se cultivó en España, a caballo entre dos siglos tan confusos y problemáticos como fueron el XVIII y el XIX, se reduzca casi en exclusiva a traducciones o «malas» adaptaciones de un estilo extranjero6. Sin embargo, no parece concebible que un género tan fructífero, en términos de consumo, fuese olvidado por los escritores nacionales. De igual modo que resulta del todo ilógico que las tendencias llegadas de Europa no encontrasen escritores que se vieran impulsados a la aventura de su creación. Reginald Brown (1953: 9) se negaba a creer que los novelistas españoles «no hubieran intentado probar fortuna en este género literario que a sus contemporáneos de otros países de Europa gratificaba tanta fama y provecho». Su incredulidad esconde una realidad plausible, pero ocultada intencionalmente sin que se comprenda aún la razón última; nuestros escritores cultivaron la ficción gótica y con éxito, desde la aceptación de estructuras aunque también, y es lo que trataré de demostrar en estas páginas, desde la originalidad de motivos y a lo largo de diferentes períodos de la historia de nuestras letras. Pero comencemos por el principio y repasemos algunas ideas clave.

Son varios los errores de base que se esconden tras este capítulo “olvidado” de las letras españolas. La novela gótica, como afirmé en un comienzo, apareció en Inglaterra y es producto indiscutible de esta nación y de sus peculiaridades históricas, sociales y culturales. Su éxito se fundamentó en aquella rígida estructura formulaica que se repetía una y otra vez en cientos de novelas; estructura que sería también la que posibilitara su configuración como subgénero literario.

La novela gótica, en su proceso de trasferencia genérica a otras literaturas hubo de acoplarse a las mismas, manteniendo gran parte de la estructura origen, aquella que la configuró como subgénero autónomo y diferenciado, y sacrificando determinadas propiedades definitorias en función de la distancia cultural y social que la separaba del país receptor, que según fuera de pronunciada provocaría un mayor o menor distanciamiento. Los nuevos aspectos que forman parte del entramado estructural confirmarán la adquisición de nuevos elementos que enriquecen el género en su trasferencia a nuestra literatura. Son aspectos que la fórmula en origen no vislumbraba pero que dentro de nuestras fronteras se añaden a esta, la enriquecen, haciéndola única y original dentro de la repetición. Todo subgénero histórico sufre una evolución intrínseca a partir del momento en el que se deslinda de las circunstancias espacio temporales que lo vieron nacer y acaba por enriquecerse con los nuevos motivos que aporta el país que lo adopta como propio.

Esta explicación se fundamenta en la propia esencia del concepto de subgénero literario. No debemos olvidar que a pesar de que nazcan a la sombra de unas condiciones culturales o literarias que determinan su fórmula, «Los subgéneros no son entes de razón, sino seres históricos que varían al pasar de un país a otro» (Amorós 1979: 176). Esta es la riqueza de los géneros y la evolución de la novela gótica puede entenderse mejor gracias a la puntualización de Rodríguez Pequeño (1995: 40) al respecto: «unos géneros decaen, algunos desaparecen, los hay que se transforman y otros se revalorizan [...] estos cambios contribuyen a perfeccionar el gusto y, en consecuencia, de lo que se llama el «canon asequible» [...] el cambio en el gusto más el canon literario provoca el cambio genérico». La amplitud del género emerge como una galería de espejos; cada tipo narrativo crea sus propias convenciones literarias, mundos novelescos que se alimentan de un contexto socio-cultural. Lo gótico como subgénero literario hereda estas propiedades y no puede mantenerse al margen de las mismas; responde a mecanismos intrínsecos y opera en la historia de la estética de esta manera específica.

La novela gótica deberá ser considerada entonces como un subgénero sometido a una estructura formulaica estable, pero al mismo tiempo, evolutivo, híbrido y sobre todo universal, fruto de la transformación e incorporación a otras formas literarias (Botting 1996: 14)7 y de la adaptación a otras realidades socioculturales, en cuyas convenciones inciden factores literarios, como la noción de obra de arte, culturales del país al que se adapta, como la religión, y políticos, como el nacionalismo o la censura gubernativa e inquisitorial.

Las difíciles y complejas circunstancias, en estos tres ámbitos, que existían en la España del Antiguo Régimen (finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX)8 no impidieron su adaptación, como ha defendido la crítica, sino que, por el contrario, contribuyeron, en el proceso de trasferencia, a enriquecer la fórmula de la novela gótica. Es decir, la conciencia de atraso en la adaptación de las ideas europeas, herederas de una férrea censura inquisitorial y gubernamental, de teóricos y preceptistas condiciona la adaptación de la novela gótica en nuestro país, pero no en el sentido que se juzga, negándole toda capacidad de subsistencia, más bien en la asimilación de su fórmula básica y en la inclusión de nuevos elementos que le son propios, lo que permite hablar de la particularidad hispánica, frente a la forma original, sin arriesgar el juicio de que tanto España como Europa constituyen dos entidades homogéneas y enfrentadas.

Las peculiaridades de este género, fruto de este proceso de trasferencia, se definieron, tras una primera fase de asimilación de la nueva estética burkeana de lo sublime, a finales del siglo XVIII, con novelas como El Valdemaro, La Leandra o El Rodrigo9, en una fase de traducción, especialmente intensa y sorprendentemente productiva, aunque tardía si se compara con el resto de Europa, que abarcó un amplio período de treinta años, aproximadamente, desde el cambio de siglo hasta el fin del reinado de Fernando VII.

El análisis de las mismas demuestra dos realidades hasta este momento negadas o pasadas por alto. Aunque, tal y como era esperable a tenor de esta etapa previa, predominaron las traducciones de la vertiente racionalista (que busca el miedo escondido tras los pliegues de las veracidad histórica), también existieron clásicos de la novela gótica más irracional (horror físico y metafísico)10 que conocieron varias ediciones y no solo El Monje de Lewis, con aquella adaptación de 1822, sino otros autores malditos como fuera el caso de Ireland y su novela La abadesa, editada en reiteradas ocasiones. El rastreo a través de bibliotecas y de catálogos demuestra además que el número de obras traducidas que se conocieron en aquel período fue, digámoslo así, bastante abundante si se tienen en cuenta los datos generales de novelas publicadas y de un número amplio de autores, ingleses, franceses e incluso alemanes. Ann Radcliffe11, verdadera baluarte del género en nuestro país y responsable del llamado gótico racional, pero también sus seguidores, en Inglaterra, especialmente mujeres, Sophia Lee (The Recess, or A tale of Other Times, 1785: El subterráneo o las dos hermanas Matilde y Leonor, 1795, 1817, 1818 y 1819), Elisabeth Helme (Louise or The Cottage on the Moor, 1787: Luisa o la cabaña en el valle: 1797, 1803, 1810, 1819, 1823, 1827, 1831, 1842), Harriet Lee (The Canterbury Tales, «The German's Tales», 1797-1805:El asesinato: 1835), Regina Maria Roche (Children of the Abbey, 1798: Los niños de la abadía o también titulada Oscar y Amanda o los descendientes de la Abadía: 1808, 1818, 1828, 1832, 1837, 1959 1868, 1872, 1880, 1882 y 1889), Clara Reeve (The Campion of Virtue, A Gothic Story, 1777: El campeón de la virtud o El Barón Inglés: 1854), pero también hombres, como Harley (The Castle of Mowbray. An English Romance, 1788: El castillo misterioso o el huérfano heredero. Novela histórica inglesa: 1830, 1850), y en Francia, Pigault-Maubaillarcq (La Famille Wieland, 1809: La familia de Vieland o los prodigios: 1818, 1826, 1830, 1839), Regnault-Warin (La Caverne de Strozzi, 1798: La caverna de Strozzi: 1826, 1830 y Le Cimetière de la Madelaine, 1800: El Cementerio de la Magdalena: 1811, 1817, 1829, 1856 y 1878), P. Cuisin (. Galerie funèbre de prodiges…, 1820 y Les fantômes nocturnes, ou les terreurs des ocupables, 1821: La poderosa Themis o Los remordimientos de los malvados, 1830 y Galería Fúnebre, 1831) o Mme Guenard (Hélène et Robert, ou les Deux Perès, 1802: Elena y Roberto, o los dos padres: Novela francesa: 1818 y 1840 y Les Capucins, ou le Secret du Cabinet noir, 1801: Los Capuchinos o el secreto del gabinete oscuro: 1837, 1884). Sin olvidar tampoco los responsables del impulso «irracional», los mencionados Lewis (The Monk, 1796: El fraile o historia del padre Ambrosio y de la bella Antonia 1821, 1869, 1970) e Ireland (The Abbess, 1799: La Abadesa o las intrigas inquisitoriales: 1836, 1837, 1838, 1848 y 1854), pero también Horsley (Ethelwina; or, The House of Fitz-Auburne, 1799: Etelvina o Historia de la baronesa de Castle Acre: 1806, 1842, 1843), o el alemán Zschokke (Abällino, der grosse Bandit, 1794: Abelino, o El gran bandido: 1800,1802).

El estudio de las mismas revela que estas no pueden considerarse como meras traducciones. Sufrieron un profundo proceso de adaptación que se manifiesta en las páginas iniciales, a través de prólogos, advertencias o introducciones, en los que sus nuevos autores justifican y prestigian su obra, adaptándola a los preceptos teóricos de moralidad y verosimilitud y a las exigencias del decoro y la cultura12. La novela renace así y es leída desde una nueva perspectiva, pero mantiene intacta, por otro lado, la sensación constante de terror, que no era sino aquella que el público demandaba, aunque adaptada esta a nuestra realidad, diferente a la de su país de origen.

Los prólogos parecían estar escritos más bien para los censores que para el público, aunque un lector inteligente siempre podía vislumbrar, más allá de la novela pura moral y de costumbres, una corriente nueva a la que respondía el cómputo global de la novela, distanciado de los presupuestos que se defienden a ultranza en estos prólogos, pero en consonancia con los mismos, no lo olvidemos. Esta aparente ambigüedad se debe a que los prólogos presentan intencionalmente dos niveles de lectura, opuestos pero necesarios al género, porque de la unión de ambos nacerá nuestra novela gótica, provista de nuevas propiedades: una más utilitaria y moralista y, otra, la conseguida con la lectura, apenas intuida en esta advertencia inicial, que se rastrea más fácilmente a través de una revisión concienciada del relato. Es decir, estos textos disponen, por una parte, de un nivel palmario y visible, destinado a los censores y necesario para pasar el filtro y, oculto tras este primero, aquel que tiene en el público general al destinatario último, un segundo nivel que se recrea en la esencia de la fórmula, en las particularidades del origen que siguen latentes para regocijo de los lectores; sin el primero el texto sería imposible, sin el segundo, la esencia de la novela gótica se difuminaría. En función de estos dos niveles se estudiar y comprender la riqueza de los prólogos y, por extensión, la de las propias novelas góticas españolas.

El nivel externo descubre el prólogo como «advertencia», como llamada de atención y como modelo ejemplarizante de conducta. Se convierte en una declaración de intenciones al gusto de la época, de sus preceptos teóricos, con el propósito último de superar la censura y aclimatarse a los principios requeridos por esta. Sin la presencia de un prólogo de estas características, estas novelas no habrían podido llegar al público, porque se interpretarían como una blasfemia, contrarias a toda verosimilitud y profundamente enfrentadas al sentir hispano. Añadidos a las mismas, sin embargo, asumen el papel de guías, pues dirigen la lectura hasta tal punto que el relato es leído desde una perspectiva nueva, diferente a lo que pretendían sus creadores. El texto renace a los ojos del lector y adquiere nuevas lecturas, impensables en su origen, pero que, sin duda, enriquecen el género.

Previo a la defensa de la novela como instrumento apropiado de moralidad, los autores tratan de enaltecer un género en parte denostado por la preceptiva. Es comprensible; la dignificación que necesitaba el género novelesco y los problemas que se asociaban ya de por sí a este movimiento, que no resultaban desconocidos para los traductores, obligaban a una defensa implacable, sin tregua, desde su inicio hasta las palabras finales. Era este apenas el primer paso para convencer a los censores pero, al propio tiempo, un guiño al público y a sus nuevas necesidades literarias, que no eran sino las de los propios autores: un deseo de búsqueda de nuevas formas, de nuevos lenguajes, aptos para amoldarse a las exigencias propias de la expresión estética innovadora que trata de reaccionar, en la medida que le sea posible, frente una tradición establecida e intentar superarla.

En estrecha relación con la necesidad de verter estas obras al mercado español se encuentra su declarada intención moralizante. La defensa general de la novela como género y de la ficción gótica, como subgénero especialmente problemático, nace de su necesaria voluntad moralizante que se muestra en los prólogos de las novelas como el principal precepto estructurador. La problemática moral había invadido completamente el campo novelesco y todos los temas se materializaban, por muy alejados que parecieran en un principio, en función de esta demostración. Pues, a pesar de que existían otras motivaciones, como el convencimiento personal o el insertarse dentro de una tradición ya establecida y sabedora de su éxito, eran secundarias y estos autores intentaban en realidad, con la máscara de la moralidad, sortear las muchas dificultades de la censura; aunque, especialistas como Joaquín Marco (1966: 36) no consideran esta posibilidad, ¿qué mejor manera dar salida a aquellas novelas que justificando y enalteciendo sus principios morales, fueran o no estos evidenciables? La inclusión de estas indicaciones por parte de los traductores es mayor en los prólogos, aunque se dejarán notar de manera evidente en ciertos pasajes de las obras, por lo que parecen responder entonces más a una fórmula dedicada a tranquilizar a la censura y quizás a cierto sector del público que a una reducción objetiva de pasajes no aconsejables. Los autores esperaban que las lecciones morales de sus textos, basadas en la realidad verificable, pasaran por buenos ejemplos edificables para sus lectores, especialmente los más jóvenes.

En el fondo late la idea ilustrada bien conocida de que los escritores creían en el poder de los libros para inspirar a los lectores a que hicieran actos virtuosos. El objetivo de controlar las pasiones era un tema común en la literatura y la manera de lograr el dominio sobre el sentimiento se lleva a cabo mediante el ejercicio consciente de la fe, pero también de la razón. Bajo el yugo de la censura, los traductores plantean los peligros que puede acarrear en la juventud un dibujo desmesurado de las pasiones, una creencia infundada en seres sobrenaturales, un exceso de sublimidad en los comportamientos de los personajes.

Un análisis más detallado y en consonancia con aquella doble lectura, sin embargo, descubre impulsos diferentes. El moralismo que pretenden infundir es fuente constante de ambigüedad y conduce a interpretaciones diversas y hasta contradictorias. Frente a los preceptistas, que piensan en la moral en términos de buenas costumbres, para elogiar la virtud y despreciar el vicio, en estos autores encontramos una moralidad sujeta a matices, y obviamente derivada de los esfuerzos titánicos para convertir, en un texto moral y educador, las subversivas y azuzadoras de conciencias, las blasfemas e incorrectas novelas góticas.

Esta particular condena del vicio es el pretexto ideal para las novelas más perversas que ahondan en temas conflictivos y tremendamente difíciles de sostener sin aquel cambio de visión. Con el aval de este procedimiento queda abierto el camino para justificar la actuación de ciertos representantes del clero nada ejemplarizante, al mismo tiempo que abre una pequeña posibilidad al mantenimiento de determinados episodios sobrenaturales. Serán motivos de condena tajante y voraz pero se emplean como pretextos para obtener lecciones morales y aleccionar a los lectores para que no incurran en vicios semejantes que no son sino la consecuencia de abandonar el camino fijado por la moral cristiana.

Los autores esperaban producir en los lectores actos virtuosos, pero sobre todo, aspiraban a remover viejas emociones y provocar sensaciones desconocidas. Saben que la novela no puede perder su carácter de obra de entretenimiento que envuelva al lector, que debe despertar un interés en este, de lo contrario, la obra no resultaría factible. Y en efecto, «aunque las razones de carácter moral primaban, lo cierto es que las de tono artístico y estético también tuvieron su peso» (Álvarez Barrientos 1994: 100), pues como todos sabemos «a los hombres siempre les ha resultado difícil renunciar al placer».

De este modo, aún filtrada por la moralidad y la verosimilitud, la novela sigue conservando su esencia: el placer del terror, su característica primordial, lo que identifica al género y lo individualiza. El conflicto no deja de estar presente aunque la finalidad sea diferente a los textos en origen y aparezca motivado por la censura y la teoría literaria. Con o sin lección moral, respetando o quebrando el principio de verosimilitud, el texto consigue el objetivo que se plantearon los primeros góticos, la experimentación con el terror, el juego, la complicidad con el público. Su verdadera pretensión, hacia la que preparan el segundo nivel de lectura del texto, aquella escondida bajo la lección edificante, era deleitar al lector con los nuevos placeres que ofrecía la literatura, mostrarle una atmósfera de terror y, aún respetando la verosimilitud, en la medida que era posible y la pretensión documental y costumbrista fruto de su exigido vínculo con la novela histórica, adentrarse en el campo de lo esotérico, de la maldad humana, en el que la oscuridad se convertía en la tónica dominante. El fin entonces no es sino sacudir los resortes anímicos del lector, provocar en él respuestas estéticas, psicológicas y emocionales, más allá de dichas lecciones que no hacen sino esconder las exigencias impuestas por el régimen, ahondando en nuestros propios miedos y angustias, en nuestros deseos ocultos más febriles y en nuestros temores más atávicos.

En definitiva, la etapa de las traducciones determinará las características de nuestra novela gótica: el mal del hombre y del mundo permanece pero se justifica desde una actitud moralizante como prevención y comportamiento no imitable; lo sobrenatural se diluye en justificaciones de todo tipo o simplemente se evita; la novela se aproxima a la realidad y, en su búsqueda de la verosimilitud abandona parte de su carácter legendario y se envuelve en los modos de vida y las costumbres hispanas, mas sin perder de vista en ningún momento el miedo como hilo conductor del relato y como sentimiento evocador de emociones en el público lector.






ArribaBibliografía

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