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Chejov y nuestras tres hermanas

Carlos Franz





Hace poco, en una entrevista, me pedían que hiciera un ranking de las capitales culturales del mundo. Aunque desconfío de los rankings -esas muletas del pensamiento débil contemporáneo-, algo pasó que me descuidé, y como vivo en Londres y soy humano, me dio por pensar que esta es la capital cultural del mundo. Berlín es un proyecto, Paris, un gran souvenir, Madrid... (no, hablemos en serio), Nueva York es aun, siempre será, demasiado nuevo. En cambio Londres, me decía, está en la tradición y en la vanguardia de la cultura hegemónica contemporánea, la anglosajona. Y con eso le basta. Si hasta los norteamericanos, superpoderosos y todo, vienen a ella como los romanos iban a Grecia: a visitar la cuna de sus dioses. Cualquier día, en el centro de Londres, es posible oír diez lenguas distintas en unos pocos pasos. Chinos asando patos en Soho, hindúes moliendo curry en Bricklane, árabes de shilaba y Rolls Royce por Edgware Road, todos conviviendo en la gran metrópoli de 15 millones de habitantes. ¡Y sin atropellarse! (Cortesía que ya se la quisieran ciudades españolas o iberoamericanas bastante menos intensas). Sí, con seguridad, Londres es la capital cultural del mundo, concluí, ingenuamente... Pero de inmediato me corrigió la duda: ¿qué le pasa a sus habitantes que, aunque vengan de un lugar remoto, como Chile, no parecen darse cuenta de que están en la capital del mundo, sino que simplemente viven sus vidas pequeñas, sin sentirse el centro de nada, ni siquiera de ellos mismos?

Una respuesta podría encontrarse en la obra Tres hermanas, de Chejov, magistralmente protagonizada en el rol de Masha, por Kristin Scott Thomas (la misma de Cuatro bodas y un funeral, entre tantos filmes) que en estos días se exhibe a tablero vuelto en el hermoso Playhouse Theatre, junto al Támesis. Las tres hermanas son jóvenes, bellas, y practican el vicio más peligroso de la juventud: tener un solo sueño. Sueñan con irse de la provincia perdida en la estepa rusa donde se sienten enterradas. Irse a la gran capital, a Moscú, para vivir una «verdadera vida», plena, libre, la vida que no podría vivirse en esa ciudad al margen del mundo, sino sólo en el centro del mismo. Vivir, como sueña Masha, en una ciudad «donde tener cultura no sea como tener un sexto dedo». Hábilmente, Chejov no hizo a su ignota ciudad demasiado pequeña, ni carente de atractivos, entre ellos un regimiento con oficiales solteros y enamorados. Tampoco hizo a las hermanas ignorantes o destituidas, en cuyo caso la emigración habría sido quizá obligatoria. Las hermanas quieren irse simplemente porque están afectadas de ese mal tan contemporáneo, y aun más agudo en la globalización: creer que la vida real está en otra parte.

La obra dirigida con discreción y distancia por Michael Blakemore, me recordó inevitablemente a Chile, a Santiago, a nuestra capital de provincia perdida en la estepa sudamericana. También allí tenemos nuestras «Tres hermanas», nuestro complejo de provincianos, nuestra melancolía periférica de colonizados, siempre especulando que el mundo real está en alguna metrópoli a miles de leguas de allí. Tedio expresado en estos tics imbéciles, como el de hacer rankings sobre capitales culturales del mundo. Estimulados por el espejismo de la globalización en sus pantallas, ahora ya no son tres hermanas, sino millones, los que en Chile, o en cualquier otro sitio de la inmensa periferia, creen que estarían mejor «en Moscú» (en Nueva York, en Paris, en Londres). Nunca como ahora han sido tantas y tan nuestras esas tres hermanas, que suspiran por otro mundo sin saber qué es peor: ¿vivir en una ilusión, o perderla?

Uno de los personajes de la obra, Vershinin, enamorado de la triste Masha, trata de consolarla contándole una historia: cierto importante Ministro cayó preso y cuando estaba en la cárcel lo único que podía ver por su ventana eran los pájaros en el cielo, bellísimos, que nunca había tenido tiempo de mirar mientras estaba en su oficina. Sin embargo, una vez liberado, el Ministro nunca volvió a ver a los pájaros. «Del mismo modo», concluye Vershinin, «tú tampoco te darás cuenta de Moscú, cuando vivas allá».





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