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Cinco variaciones del tema de las nubes

Mariano Baquero Goyanes



Las notas que siguen vendrían a ser lo que en lenguaje musical se llama «variaciones sobre un tema». Cómo un mismo motivo literario, expresado por diferentes escritores, se adapta al especial tono y talante de cada uno de ellos, constituye un asunto casi tradicional en cuestiones de crítica literaria. El que ese motivo se repita con alguna frecuencia en escritores no muy separados cronológicamente, parece permitir no sólo una caracterización de éstos, sino también del motivo en sí; situable entonces dentro de unas expresivas coordenadas estilístico-temporales.






- I -

El texto que va a servirnos de punto de partida no es el más antiguo, pero sí el más famoso y más bello de cuantos pudiéramos recordar acerca del tema que ahora nos interesa. Se trata de aquella muy leída estampa de Castilla (1912) de Azorín, que lleva como título Las nubes, y en la cual su autor consiguió una de sus obras maestras en esa especie literaria, que tan brillantemente cultivó, de la recreación literaria de temas, de situaciones y de personajes de la literatura clásica española. En Las nubes, como es bien sabido, se nos presenta a los desventurados amantes de La Celestina, unidos aquí en feliz matrimonio, y con una hija, Alisa. La historia se repetirá, pues en tanto Calisto contempla absorto el paso de las nubes, desde una galería, un halcón penetra en el jardín donde lee Alisa, y tras él, persiguiéndole, un agitado mancebo. Tiene lugar el encuentro (repetición del vivido años atrás por Calisto y Melibea), mientras las «nubes redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul, en la lejanía».

El ver en las nubes «la imagen del Tiempo» -como Azorín dice- no es una idea original suya, por más que en esas páginas funcione como poético soporte de toda la exquisita recreación literaria. El propio Azorín nos ofrece la «fuente» en que se inspiró para su identificación del motivo de las nubes con el del paso del tiempo:

«Siglos después de este día en que Calixto está con la mano en la mejilla, un gran poeta -Campoamor- habrá de dedicar a las nubes un canto en uno de sus poemas titulado Colón. Las nubes -dice el poeta- nos ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia, ¿qué es sino un juego de nubes? Diríase que las nubes son "ideas que el viento ha condensado"; ellas se nos representan como un "traslado del insondable porvenir". "Vivir -escribe el poeta- es ver pasar". Sí; vivir es ver pasar; ver pasar allá en lo alto, las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo en un retorno perdurable, eterno; ver volver todo -angustias, alegrías, esperanza-, como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables».



Cualquier lector de Azorín sabe sobradamente que el escritor allega aquí el motivo de las nubes al de la repetición de gestos, de actitudes, de símbolos: el dolorido sentir de Garcilaso tal y como se repite, siglo tras siglo, en Una ciudad y un balcón; el sonar de Una flauta en la noche; o el cotidiano aparecer y desaparecer de Una lucecita roja; todo ello en este mismo libro, Castilla. Hay que leer esas cuatro estampas de la obra como otras tantas «variaciones» sobre el tema del Tiempo. Azorín con innegable arte literario, supo expresar tal motivo con fórmulas tan variadas como bellas, coincidentes todas en lo esencial. Las cuatro «variaciones» incluidas dentro de un mismo libro, suponen la adecuada imagen literaria de una reiterada obsesión azoriniana. ¿Qué puede haber que mejor exprese el misterio vital de lo siempre repetido y siempre distinto, que ese manejar por cuatro veces tal motivo, a través de cuatro perspectivas del mismo? En una de ellas -Una ciudad y un balcón- se sirvió Azorín de un melancólico gesto humano; en otra -Una flauta en la noche- de un símbolo sonoro; sustituido en Una lucecita roja por otro visual. De una u otra forma, Azorín se esfuerza por comunicarnos (con referencias literarias, ópticas, musicales, muy bellas siempre) lo que para él suponía, como vivencia emocional, el paso del tiempo.

El haber utilizado el viejo símbolo de las nubes para expresar tal emoción, queda suficientemente explicado con la elogiosa alusión a Campoamor. Bien es verdad que, en tal elección, las nubes se presentaban insertas en una muy añeja tradición literaria, y su hallazgo como símbolo de la emoción temporal, requería menos esfuerzo imaginativo que el perceptible en los otros artículos de Castilla. Recuérdese que ya en la literatura medieval se convirtió en un tópico el aludir a lo fluyente, fungible, licuable, como símbolo del rápido correr de los años, del pasar de la existencia humana. J. Manrique y F. Villon coinciden en sus famosas Coplas y en la Balada de las damas de antaño, al comparar las vidas con los ríos que van a dar en la mar que es el morir, y al preguntar por las nieves de antaño, tan inexistentes ya como Berta la de los grandes pies o Juana la lorenesa.

Se comprende que Gastón Bachelard haya podido construir esas tan personales poéticas suyas, sobre los cuatro elementos. El agua que fluye en los ríos, se solidifica en la nieve, o se adensa en la tenue corporeidad de las nubes, es, desde los tiempos de la vieja filosofía griega, símbolo del transcurrir heraclitano.

Por eso a Azorín no le importan tanto los variados contornos y colores que las nubes puedan adoptar en su fluir por el cielo (si bien tales matices aparecen bellamente descritos), como esa condición suya de figuras fluyentes. Nada, pues, de nubes inmóviles: «Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente». Lo de menos es el ritmo de la marcha, siempre que ésta se dé. A la mar del morir van todos los ríos, tanto el que baja vertiginosamente por la montaña, como el que va remansándose por la llanura en tan suaves meandros, que se diría quieto. Lo esencial es el movimiento, puesto que su presencia es la que nos transmite la emoción temporal.

Las configuraciones que las nubes puedan ir adoptando en su vivaz o perezoso resbalar, no le interesan a Azorín; habida cuenta de la opacidad que las mismas añadirían (como ornamentación superpuesta) al quemante motivo del tiempo. Para que éste no perdiese su eficacia emocional y estética, convenía depurarlo de cuanto pudiera empañar tal efecto. «Las nubes son una imagen del Tiempo», dice rotundamente Azorín. Y esa condición es precisamente la que las despoja casi por completo de sus cambiantes valores plásticos. Si no han desaparecido del todo es porque Azorín pudo sentirlos como acordes reforzadores del tema dominante, como tenue melodía de fondo que en ningún caso debería superponerse a la línea principal.




- II -

Ese que acabamos de llamar «tema dominante» en Azorín procedía del canto XII del poema Colón (1854) de Campoamor. Su título es justamente Las nubes, y tras él, y antes de ofrecernos el poeta las cuarenta y siete octavas que integran el canto, nos adelanta un breve resumen argumental, en prosa, del mismo. Su sentido parece quedar recogido en las dos primeras estrofas:




I

   Vivir es ver pasar. Ya iba alboreando
del diez y ocho de septiembre el día,
cuando estaban las gentes contemplando
las mil nubes y mil que el sol teñía.
Tantas nubes, tan varias, revolando,
el juego de la vida parecía.
Y bien pensado al fin, ¿qué es en la esencia
más que un juego de nubes la existencia?


II

   Las nubes con su forma transitoria,
cual ideas que el viento ha condensado,
son, breve imagen de la humana gloria,
del insondable porvenir traslado.
Haciendo aplicaciones a la historia
leían en las nubes lo pasado,
como si fuesen sus flotantes velos
alfabetos movibles de los cielos.



Éstos fueron justamente los versos que impresionaron a Azorín, y los que citó en su artículo, al recordar el poema campoamorino. En ellos se inspiró para su personal recreación del tema de Calisto y Melibea, allegado al de las nubes por virtud de una sutil pero profunda modificación azoriniana, introducida en la idea campoamorina: el considerar que vivir es ver pasar, en el sentido de ver volver.

La glosa de Azorín arranca de Campoamor, para orientarse en un sentido distinto del que ofrecía la motivación de las nubes en el canto XII de Colón. La dimensión supuestamente épica del mismo, o, por lo menos, su condicionamiento narrativo, hacen que al poeta le interesen las nubes por lo que tienen de «imagen de la humana gloria». Tal consideración es la que le lleva a incidir en un tema que, aun modificado o disfrazado, no es otro que el tradicional del Ubi sunt.

Si a Azorín le interesaba el pasar de las nubes por lo que tenían de repetición, las cambiantes disposiciones que las mismas adoptan en el poema campoamorino permiten que sus contempladores vayan identificándolas con otros tantos famosos personajes de la Historia. Ocurre así que el pasar de las nubes contemplado por Colón y por sus navegantes, se convierte en uno de esos desfiles que son característicos de las composiciones centradas en el tema del Ubi sunt, como las famosas Coplas de Jorge Manrique. La reducción de nombres que en esta obra se da, es, como bien ha estudiado Pedro Salinas, un rasgo genial del poeta, que le permite ganar en intensidad lo que pudiera perderse en erudita extensión; a diferencia de otros funerarios desfiles como los de Gonzalo Martínez de Medina, Fray Migir, etc.

El que Campoamor nos ofrece es bastante nutrido: las nubes que los navegantes contemplan van siendo identificadas con la Cava, los amantes de Teruel, Abelardo y Eloísa, Nabucodonosor, Don Álvaro de Luna, Torquemada, Pedro el Cruel, María Coronel, Semíramis, Pítágoras, los «emperadores griegos» -Paleólogos, Commenos-, los reyes merovingios, Platón, Enrique IV, Macías, Demócrito, Heráclito, Saladino, Juana de Arco, Luis XI, Marco Bruto, César, Mahoma... A las figuraciones humanas adoptadas por las nubes se añade, en la estrofa VIII, la de una ciudad que, al deshacerse en el aire, incorpora a la serie poética del Ubi sunt un elemento más, enlazable con los tan frecuentes en esa dilatada zona de nuestra poesía, en que los ejemplos de Troya o de Itálica han funcionado como otros tantos signos de desengaño:


   Aplauso general. Y de repente
viendo unas nubes a la diestra mano,
dijo Martín Pinzón: «¡Cuán propiamente
imita una ciudad el aire vano!
Ya sus cimientos removió el ambiente...
Ya se va hundiendo...». «Cual se hundió Herculano»,
dijo Escobedo y añadió en seguida:
«¡Castillos en el aire: he aquí la vida!».



Campoamor no esquiva, pues, los tópicos; por el contrario, los engarza y acumula a lo largo de sus estrofas, e intenta matizarlos con una técnica que, en definitiva, podría de nuevo definirse como la de las «variaciones»; el «siempre lo mismo» del amor, encarnado en los amantes de Teruel o en Abelardo y Eloísa; la inanidad, la fugacidad del poder, simbolizada por el aparatoso desfile de monarcas de otros tiempos. Alguna vez la «variación» repite ciertos temas tratados por el poeta en otras obras. Así, el citado desfile de famosas parejas de amantes (recuerdo o eco de los medievales «infiernos de los enamorados») tendría su correspondencia en algunas de las populares «Doloras» del poeta: en la titulada ¿Qué es amor? se ofrecen distintas y aun dispares respuestas a tal pregunta, dadas por varias célebres amantes: María Estuardo, Francesca, Lucrecia, Eloísa, Cleopatra, la Cava, Elena, Artemisa, Mesalina, Semíramis, Safo, Ninon, etc. El ya apuntado motivo de la nube-ciudad que se deshace y trae al recuerdo el caso de Herculano podría, asimismo, conectarse con algún pasaje de la «Dolora» LXXIII, La Ciencia nueva de Vico, con el recuerdo de Egipto, Grecia, Cartago y Roma como otras tantas desaparecidas civilizaciones, y con el leitmotiv: «La muerte, y vuelta a empezar».

También la «Dolora» LXIV, La metempsícosis, sobre las pitagóricas transformaciones de la flor que se hace alazán, pájaro, mujer, sabio, dictador, para llegar a una melancólica consecuencia -«¡Ay!, que el variar de destino / sólo es variar de dolor»-, se relaciona con la estrofa XXI de Las nubes:


   Y de las nubes traduciendo el juego,
maestre Juan siguió: «La nube aquella
es Pitágoras» (Risas). «Ved, os ruego,
ved bien la metempsícosis en ella.
El caos... una flor... un bruto... luego
la imagen de Pitágoras descuella...
De Pitágoras luego otra flor nace...
¡Ya se ha deshecho! ¿Y qué no se deshace?».



El incesante cambiar de las nubes en sus contornos justifica la alusión pitagórica. Menos justificable era el aludir a Demócrito y a Heráclito, y si Campoamor lo hace es porque tales personajes siempre le atrajeron por lo más externo y popularizado de sus actitudes:




XXXVII

   «¡Demócrito y Heráclito!», al Oriente
gritó Rodrigo Sánchez señalando:
«Mirad bien con qué aspecto diferente
uno riendo va y otro llorando».
Viendo pasar a entrambos lentamente,
quedose maestre Alonso murmurando:
«Los polos del humano sentimiento:
¡lágrimas necias! y ¡bestial contento!».



En la «Dolora» LXVI, La comedia del saber, desarrolló ampliamente Campoamor esa idea, dada por el convencional enfrentamiento de los dos filósofos clásicos, sometido aquí al enfoque escéptico y perspectivista que tan habitual fue en el poeta.

Todos estos ejemplos nos hacen ver que el canto XII de Colón carece, por supuesto, de la compacidad emocional y estética que posee, en cambio, el texto de Azorín. Campoamor da entrada en las estrofas de su canto a un amplio y matizado repertorio de tópicos muy de su gusto, sobre el amor, el poder, la necedad humana; que, en ocasiones, no tienen demasiado que ver con el simbolismo plástico de las nubes. Es, sobre todo, el incesante pasar de éstas lo que permite al poeta identificar tal trasiego con el de civilizaciones, personajes, afectos y creencias. De las nubes atrae, pues, a Campoamor su indetenible movilidad, como lo revelan claramente los versos finales de la estrofa XLI:


¡Y las nubes conforme navegaban,
pasaban y pasaban y pasaban!...



El pasar de las nubes supone una textura episódica, muy en la línea épica en que Campoamor deseaba situar su poema. Se diría, incluso, que la estructura de ese canto XII equivale, en versión miniaturizada, a lo que fueron para Juan de Mena las ruedas de su Laberinto con la yuxtaposición de variados personajes y episodios.

Aunque para Campoamor el solo pasar de las nubes defina lo que es la existencia, su gusto por lo anecdótico, por lo arguméntala lo narrativo, le lleva a ejemplificar esa lírica meditación con todo el fastuoso aparato o galería de retratos que componen las estrofas. De esta forma Campoamor trata de convertir en animado espectáculo, lo que de otra forma tratado hubiera requerido más ahondamiento poético y una más concentrada expresión. Con la mezcla de tonos, con la combinación de patetismo y de humor, con ciertos toques perspectivistas por virtud de los cuales la interpretación del cambiante caleidoscopio que son las nubes, queda referida al distinto talante y sensibilidad de sus contempladores; con todo ello, Campoamor pretende conseguir una estampa brillante y efectista, en la que símbolos, tonos y tópicos recubren, pero no esconden, un viejo motivo, el del Ubi sunt; refractado aquí en aspectos tan cambiantes como las mismas nubes que le sirven de motivación y de soporte.




- III -

Se diría que con Campoamor el tema de las nubes quedó configurado como sustancialmente poético. De hecho, aunque tal vez Armando Palacio Valdés no conociera o no recordase el poema Colón, al publicar en 1871 sus Semblanzas literarias -que, en forma de artículos, habían aparecido antes en la Revista Europea- recoge una, dedicada al crítico Manuel de la Revilla, en la que tiene ocasión de ocuparse del viejo motivo poético. Lo hace desde una perspectiva humorística, satírica, a propósito de la concepción que Revilla tenía del arte docente, y que a él le parece inaceptable:

«Fue una verdadera revelación para los que yacíamos sumidos en los groseros errores de la antigüedad. Crear una belleza sólo por crearla me pareció entonces cosa indigna de un hombre serio. La Naturaleza empezó a hablarme con un lenguaje distinto del que antes usara [...]. Antes, al ver amontonarse por el azul del cielo ejércitos de nubes obscuras y medrosas anunciando tempestad, me quedaba mirando para ellas como un tonto, sin pensar en nada. A tuerza de mirar, llegaba a ver las más raras y monstruosas escenas que nadie puede imaginarse; unas veces era una araña inmensa que iba tejiendo su tela por el espacio; otras veces era un navío que marchaba con rapidez vertiginosa sacudido por la borrasca; otras era un brazo colosal que sostenía una espada no menos disforme, cuya punta enrojecida se estaba templando en el sol, quizá para atravesar después la tierra; otras era la lucha tremenda de un demonio de grandes cuernos con un ángel; el ángel caía al fin vencido, y presa del dolor, sacudía sus monstruosas alas contra la frente de unas montañas lejanas. Todo esto era sencillamente un absurdo, porque en aquellas nubes no había arañas, ni navíos, ni ángeles, ni mucho menos demonios. Allí no había más que una serie de cumulus que a fuerza de hincharse concluían por reunirse y cubrir la tierra, formando después verdaderos y genuinos cumulo-stratus. Cualquiera comprende que era una insensatez confundir un cumulo-stratus con un navío o una araña. Hoy, gracias al señor Revilla, no se me ocurren tales disparates, porque veo las cosas desde un punto de vista docente».



A Palacio Valdés no le interesaba ya la movilidad de las nubes como emblema del fugaz pasar de la existencia humana, como imagen del Tiempo. Sus consideraciones nada tienen que ver con las que Azorín entretejía en la renovada historia de Calisto y Melibea. Y aunque otro tanto pudiera decirse con referencia al poema de Campoamor, el hecho de que éste se entregase tan insistentemente al juego poético de identificar los cambiantes perfiles de las nubes con famosos personajes o ciudades, sí guarda ya cierta relación con el artículo de Palacio Valdés. La oposición que el novelista asturiano quiere marcar entre una concepción del arte docente -caricaturizado, por supuesto, en esas líneas- y otra que todo parece fiarlo a la poética y fantaseadora imaginación, queda ejemplificada por el enfrentamiento de esas dos dispares perspectivas ante un mismo fenómeno de la naturaleza: unas nubes que, al desplazarse, cambian de tonos y de formas.

Lo significativo del texto reside en que Palacio Valdés, a la hora de oponer algo que él consideraba verdaderamente poético, al pretendido arte docente, traiga a colación un motivo, el de las nubes, que, efectivamente, podía relacionarse con lo más exaltadamente imaginativo, según se esfuerza el autor en hacernos ver a través de esas ingenuas observaciones sobre las nubes que se transforman en arañas, navíos, brazos, ángeles...

Es la fantasía del contemplador sensible la que Palacio Valdés quiere destacar, oponiéndola a la visión estrictamente científica del que no ve más que nubes donde un sedicente poeta es capaz de percibir otros mundos. El que Palacio Valdés se sirva de un enfoque humorístico no invalida el hecho de que, para su sensibilidad, el cambiante desfilar de las nubes suponía un tema esencialmente poético, algo que oponer rotundamente a un punto de vista dominado por el más riguroso prosaísmo. Podía ser efectista saltar desde lo desmesuradamente imaginativo, al dato y al lenguaje propios del meteorólogo.

Por eso, en la búsqueda del chiste, las nubes se le ofrecían a Palacio Valdés como decantado specimen poético, del que era posible extraer con un burlesco quiebro -casi un caer de las nubes a la tierra- el satírico efecto perseguido.




- IV -

No muchos años después de que Palacio Valdés manejara burlescamente el motivo de las nubes, Benito Pérez Galdós, en su «Episodio Nacional» Bailén (1873), nos ofrece una nueva «variación» del mismo, obtenida ahora mediante la utilización de una perspectiva casi calificable de quijotesca.

El tema se encuentra en el capítulo VII del citado «Episodio», cuando Gabriel Araceli camina por la Mancha en compañía de Andrés Marijuán y de Santorcaz. Para éste, el paisaje ahora recorrido le trae al recuerdo el de Austerlitz. A su vez, Gabriel a la vista de las nubes, se entrega a una serie de fantásticas meditaciones:

«Yo, en tanto, acordándome de Don Quijote, contemplaba el cielo, en cuyo sombrío fondo las pardas y desgarradas nubes, tan pronto negras como radiantes de luz, dibujaban mil figuras de colosal tamaño, con esa expresión que, sin dejar de ser cercana a la caricatura, tiene no sé qué sello de solemne y pavorosa grandeza. Fuera por efecto de lo que acababa de oír, fuera simplemente que mi fantasía se hallase por sí dispuesta a la alucinación, que siempre produce un bello espectáculo en la solitaria y muda noche, lo cierto es que vi en aquellas irregulares manchas del cielo veloces escuadrones que corrían de Norte a Sur, y en su revuelta masa, las cabezas de los caballos y sus poderosos pechos, pasando unos delante de otros, ya negros, ya blancos, como disputándose el mayor avance en la carrera. Las recortaduras, varias hasta lo infinito, de las nubes hacían visajes de distintas formas: vi colosales sombreros o morriones con plumas, penachos, bandas, picos, testuces, colas, crines, garzotas; aquí y allí se alzaban manos con sables y fusiles, banderas con águilas, picas, lanzas, que corrían sin cesar; y, al fin, en medio de toda esta barahúnda, se me figuró que aquellas mil formas se deshacían y que las nubes se conglomeraban para formar un inmenso sombrero apuntado de dos candiles, bajo el cual los difuminados resplandores de la luna como que bosquejaban una cara redonda y hundida entre altas solapas, desde las cuales se extendía un largo brazo negro, señalando con insistente fijeza el horizonte.

Yo contemplaba esto, preguntándome si la terrible imagen estaba realmente ante mis ojos o dentro de ellos, cuando Santorcaz exclamó de improviso:

-Miradle, miradle, allí. ¿Le veis? ¡Estúpidos! ¡Y queréis luchar con este rayo de la guerra, con este enviado de Dios que viene a transformar a los pueblos!

-Sí, allí le veo -exclamó Marijuán, riendo a carcajadas-. Es Don Quijote de la Mancha, que viene en su caballo, y tras él Sancho Panza en su burro. Déjele venir, que ahora le aguarda la gran paliza.

Las nubes se movieron y todo se tornó en caricatura».



La relación de este pasaje con el poético de Campoamor parece bastante clara, sin que ello signifique dependencia o imitación alguna. Tan sólo quiero decir que la movilidad y cambios en el diseño y color de unas nubes provocan en los personajes galdosianos unas reacciones no demasiado distantes de las de los marineros de Colón. Éstos iban identificando las volanderas nubes con algunos famosos personajes del pasado. Gabriel y Santorcaz (el hecho de que no se trate de una alucinación individual sino compartida, es muy significativo) creen ver en el desplazarse de las sombrías nubes la imagen de los ejércitos de Napoleón y de éste mismo.

Todo acabará «en caricatura», desde la burlesca perspectiva de Marijuán; para quien los poderosos invasores franceses quedan trocados en las populares figuras de Don Quijote y Sancho, rumbo a un nuevo descalabro.

En estas líneas Galdós nos ofrece un temprano ejemplo de esa temática, tantas veces manejada a lo largo de su dilatada obra, que se caracteriza por las alucinaciones, visiones, sueños. Las nubes son sólo el pretexto, el estímulo, para que la agitada imaginación de Gabriel capte una apretada estampa bélica, caótica, movida, hecha con rápidos pero enérgicos trazos. Las nubes asumen, incluso, los rasgos más típicos del físico e indumentaria de Napoleón, su gesto dominador, presente en la extensión del «largo brazo negro».

La movilidad de las nubes, su cambiante diseño, justifican, dentro del simbólico entramado de la escena, el que Marijuán pueda reducir todo el aterrorizante aspecto bélico que han creído ver Gabriel y Santorcaz, a la imagen cómica -«riendo a carcajadas»- del hidalgo manchego y de Sancho Panza. La «gran paliza» de la batalla de Bailén queda así prefigurada en el deshacerse de las nubes.

Aquí ya no hay ninguna melancólica connotación temporal, al estilo de las de Campoamor y de Azorín. Falta también el pretendido tono poético que, para Palacio Valdés, era connatural al motivo de las cambiantes nubes. Queda, eso sí, y destacado muy enfáticamente, el tema de la alucinación, de la imaginación exaltada. Con su presencia, la escena descrita por Galdós debería cargarse -en la intención del autor- de un tono entre misterioso y simbólico. Las nubes son ahora, más que nunca, una visión, una premonición, casi una pesadilla. Un mal sueño que concluye con la vuelta a la realidad -de la mano, significativamente, de D. Quijote y Sancho-, y con el gesto burlonamente caricaturesco.

El tema poético de las nubes al insertarse en una textura novelesca se pone al servicio de ésta, y funciona como un pretendido resonador emocional. Con él, su manipulador quisiera introducir ciertos símbolos, sin despegarse demasiado de la realidad. Dentro de esa reiterada pretensión galdosiana, las nubes parecen pasar justamente por la frontera en la que se tocan esos dos mundos: el de la visión real y el del alucinado visionarismo.




- V -

Y así llegamos a la última de estas «variaciones» literarias sobre las nubes. Se encuentra en la obra de Eugenio d'Ors, Oceanografía del tedio (1921), y constituye por sí sola uno de los breves capítulos del libro, el XI, titulado precisamente Una nube:

«Dos consuelos. En la tierra, la vegetación regada. Y en el cielo, una nube.

Adelanta ligera, graciosa -cisne en un lago-. Como el cisne, se alarga o se repliega. ¿Veis? Ha extendido un ala. ¿Veis? Se ha vuelto todo él una bola.

Suavísimo, resbala. Pequeñas, fragmentarias asociaciones de imágenes. Corredora de Éfeso. Madona Ansidei. La Gitanilla de Cervantes. Mozart. La glosa ideal es el Glosario ideal. La glosa soñada -seguramente no escrita aún.

Resbala la nube con tanta gracia, que a Autor le parece que, con sólo el paso de la nube, ya se le apaga la sed».



Para ese Autor que, por prescripción médica, tendido en una chaiselongue, en un jardín, se ha prohibido pensar, el paso de la nube por el cielo constituye un grato espectáculo, ante el que le resulta imposible frenar la imaginación. Y si ésta, en principio, apenas se esfuerza en superar el tópico (¿qué otra cosa es el comparar el resbalar de la nube por el cielo, con el de un cisne por un lago?), después, solicitada por los recuerdos, por las asociaciones, por la condición sabia y humanista de quien la posee, no puede por menos de ir suscitando personalísimas imágenes. Tan personales que se salen ya del estricto quicio óptico para incidir en lo musical y en lo literario: Mozart, la glosa ideal que d'Ors hubiera querido escribir. Todo ello provocado por la ligera nube, ante la cual no es tanto su cambiante plástica la que determina en el contemplador el vivaz sucederse de imágenes, como, más bien, sus misteriosas resonancias tonales, el libre juego de las asociaciones, independiente ya de toda alusión visual, y suscitado por una imaginación muy despierta: la de un contemplador muy cultivado artísticamente y con una sensibilidad tan aguzada como para derivar a la sinestesia, y obtener una sensación de sed apagada con la estricta captación visual del paso de la nube.

Oceanografía del tedio es una de las creaciones dorsianas más interesantes, y que muy bien pudiera interpretarse hoy como elegante e irónico anticipo de ciertas modalidades del nouveau roman, en las que ha desaparecido la acción y han prevalecido los objetos. Algo de esto se da en esas muy artificiosas, muy trabajadas páginas de Eugenio d'Ors, de tan compleja determinación literaria.

La alusión al sistema dorsiano de las glosas nos explica, en cierto modo, el proceso de reducción operado por el escritor frente al tradicional tema de las nubes y de las cambiantes imágenes que su pasar provoca. Si la glosa es, tantas veces, conceptuosa condensación, el capítulo que ahora comentamos, supone también algo así como la destilada quintaesencia meditativa, lírica e intelectual de cuanto pudiera decirse sobre el viejo motivo de las nubes.

Eugenio d'Ors poda, recorta, resume, Y así, tenemos una nube tan sólo, cuyo resbalar da pie a una serie de asociaciones que no necesitan de explicación, por intuitivas y personales.

La breve escena está tocada de un encanto musical, con un algo de levísimo ballet aéreo, de minúsculo escenario en el que (también) las distancias se han acortado, y todo queda tan al alcance del Autor, que el alto pasar de una nube equivale a un consuelo semejante al de la tierra recién regada. Ese contraponer d'Ors cielo y tierra en las primeras líneas del texto supone más que una auténtica fusión, una sensual confusión.

Aquí sí que han desaparecido esas diversas connotaciones que registrábamos en los otros ejemplos utilizados, pues fuera de lo aladamente poético, nada queda ya de melancolía temporal, de patético visionarismo, de fáciles efectos humorísticos.

Las cambiantes nubes campoamorinas o galdosianas se han trocado en esta única pero no menos cambiante nube dorsiana. Tan cambiante, que unas veces es delicada solicitación sensual, y otras interior música o pensamiento. Una nube que se hace cisne, agua para la sed del contemplador, o pura creación mental de éste, como si, pese a su levedad, fuera capaz de afectar a todo su ser: ojos, oídos, tacto, intelecto.

El máximo acierto de Eugenio d'Ors reside probablemente en la entonación. Gracias a ella le fue posible al autor obtener una nueva y graciosa «variación» de un tema que, en 1921, apenas era otra cosa que un bello pero muy gastado tópico literario.





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