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Cine para el Imperio: pautas de exhibición en el Marruecos español (1939-1956)


Alberto Elena





Desde sus comienzos el régimen franquista desplegó, como es bien sabido, una intensa actividad propagandística en el exterior, centrando básicamente sus esfuerzos en Latinoamérica y el norte de África. Al mismo tiempo, un peculiar subgénero cinematográfico que cabría describir como cine colonial floreció en las pantallas españolas desde la finalización de la guerra civil. A falta de un estudio detallado sobre éste, la cuestión de si el cine fue o no una de las múltiples armas de propaganda utilizadas por el Régimen en sus renovadas ambiciones imperiales sigue sin duda abierta. Examinando el caso del Marruecos español -así como el de Tánger, muy interesante en virtud de su peculiar estatuto- a través básicamente de la prensa local, en esta comunicación se ensaya una primera aproximación al problema para determinar si el franquismo utilizó efectivamente el cine como un instrumento de propaganda en el Protectorado y cuáles fueron en cualquier caso las pautas de exhibición en las salas de la región.

Contra lo que podría pensarse, la historia que aquí nos concierne no comienza con Harka (1941), el execrable western rifeño de Carlos Arévalo destinado a ensalzar las hazañas de Sidi Abdesalam Valcázar (el personaje interpretado por Alfredo Mayo). Al margen de que sea legítimo subordinar el supuesto discurso africanista del film a la pura vertiente militarista del mismo1, lo cierto es que Harka no fue la primera muestra de la confluencia de los intereses españoles en el Protectorado con el cine. Esta ha de buscarse, en realidad, muy pocos días después del final de la guerra. El 4 de abril de 1939 el diario España de Tánger, sin duda el más importante de todo el norte de África y con una apreciable difusión peninsular, incluía toda una página de publicidad de Cifesa anunciando el inminente estreno de La canción de Aixa (1939) de Florián Rey. Rodada en Alemania durante la guerra civil, la película vio así la luz una vez terminada la contienda y Cifesa no dudó en capitalizar ideológicamente su producción presentándola como el «primer homenaje de España al folklore de su Protectorado Marroquí, henchido de emoción y poesía»2. Pero la auténtica ofensiva propagandística llegaría en el mes de junio, a raíz de la presentación en Larache -ante las máximas autoridades del Protectorado- de Romancero marroquí, la película de Enrique Domínguez Rodiño y Carlos Velo basada, al parecer, en una idea del Alto Comisario de España en Marruecos, Teniente Coronel Beigbeder3. De acuerdo con el anónimo articulista de España, el objetivo de Romancero marroquí era «presentar un documento insuperable de Marruecos, y traducir en una serie de interesantes escenas el sobresalto de amor a España que sintió Marruecos al estallar el glorioso Movimiento Nacional, que llevó a millones de sus hombres a dejarlo todo para ir en busca del Caudillo, del Mansur, el invicto, para luchar a su lado hasta la muerte y hasta la victoria». Tras asegurar que el film había gustado tanto a Franco como a Serrano Suñer, España anuncia la próxima presentación de Romancero marroquí en la Península y la preparación de un versión alemana para su estreno «con todos los honores en la capital del Reich»4. Un mes después el diario vuelve a prestar atención destacada a la película con ocasión de su «sensacional estreno» en toda España, describiéndola la publicidad como «la película del glorioso Movimiento Nacional, el poema épico de Marruecos»5.

Excepcional por la atención prestada al pueblo marroquí, al que el film quiere dignificar siquiera por su compromiso con la causa franquista, Romancero marroquí acaso fue también un exponente aislado de la vocación propagandística del cine español en su vertiente africanista. La pregunta se impone, pues, con fuerza: esta temprana campaña publicitaria e ideológica montada en torno a los estrenos de La canción de Aixa y Romancero marroquí, ¿tuvo una auténtica continuidad en ulteriores ocasiones? ¿Se dio, en última instancia, un verdadero uso del cine como instrumento de propaganda en el Protectorado español a la manera en la que lo venían haciendo otras potencias coloniales europeas? La respuesta es compleja, pero forzosamente ha de comenzar atendiendo a la propia acción cultural del Régimen en el norte de África.

Aunque durante mucho tiempo se ha tendido acríticamente a mantener lo contrario, el régimen franquista tuvo desde un primer momento una definida política cultural de corte internacional, por más que ésta fuera ciertamente peculiar6. Antes incluso de terminar la guerra civil se había buscado denodadamente una cierta legitimación internacional en el plano cultural. Así, en enero de 1937 se creó la Delegación para Prensa y Propaganda con el objetivo de «dar a conocer, tanto en el extranjero como en toda España, el carácter del Movimiento nacional, sus obras y posibilidades y cuantas noticias exactas sirvan para oponerse a la calumniosa campaña que se hace por elementos "rojos" en el campo internacional»7. A comienzos del año siguiente, con el primer gobierno de Franco, la Delegación pasó a depender del Ministerio del Interior bajo la directa supervisión de Serrano Suñer y estricto control falangista (equilibrando de este modo el papel preponderante de los círculos católicos en el Ministerio de Instrucción Nacional): el Departamento Nacional de Cinematografía, creado el 1 de abril, vendría a inscribirse naturalmente en este marco. Durante la guerra el gobierno estrecharía los vínculos culturales con Italia y Alemania, promoviendo el intercambio de estudiantes y profesores o participando en muestras como la XXI Exposición de Arte de Venecia (junio de 1938), creándose asimismo el Instituto de España y reconstituyéndose la Junta de Relaciones Culturales (inicialmente fundada en 1926 y activa hasta el estallido de la contienda) para coordinar las relaciones culturales con el extranjero8. Por lo que se refiere al Protectorado de Marruecos, el gobierno franquista dictó algunas medidas de carácter educativo durante la guerra pero no sería hasta después de ésta cuando -a modo de recompensa por los servicios prestados y alimentando un renovado espíritu imperial- le prestara una auténtica atención. España no se contentó con desplegar una intensa acción cultural en sus territorios norteafricanos, sino que creó lectorados en Orán, Argel, Mostaganem y El Cairo, enviando asimismo maestros a Rabat, Fes, Uxda, Casablanca, Meknés, Safi, Mogador y Sidi Bel Abbés para difundir la ideología del nuevo Régimen y contrarrestar en la medida de lo posible el influjo negativo de los exiliados republicanos en la zona. Por lo demás, las tropas españolas ocuparon Tánger en junio de 1940 con la esperanza de que el curso de la Segunda Guerra Mundial pudiera refrendar esta política de hechos consumados y reconocer finalmente los derechos históricos de España en el norte de África. El desenlace de la contienda no correspondió en absoluto a esta voluntad expansionista, mas no por ello España dejó de seguir alimentando sus sueños imperiales en el estrecho ámbito del Protectorado marroquí.

El recurso a la noción de Imperio por los falangistas españoles, superponiéndolo a las ideas de Menéndez Pelayo y al concepto de Hispanidad manejado por Maeztu y otros ideólogos, entroncaba perfectamente con los discursos de los fascismos italiano y alemán9, pero además vendría a adquirir una nueva dimensión en la peculiar coyuntura internacional de la segunda postguerra mundial. En diciembre de 1946 la resolución 39/I de las Naciones Unidas condenó al régimen franquista y marcó el cierre de embajadas y legaciones diplomáticas extranjeras en España. A partir de ese momento la intensificación de la política internacional tuvo dos claras áreas de actuación: Latinoamérica, en virtud de los tradicionales vínculos históricos, culturales y lingüísticos, y el mundo árabe, considerado como un segundo bloque geo-político emparentado con la trayectoria imperial de España. Lo que se buscaba no era tanto estrechar los lazos culturales como recabar allí donde fuera posible los apoyos necesarios para lograr la derogación de la resolución de la O.N.U. y, eventualmente, acceder a ésta como miembro de pleno derecho, lo que sin duda redundaría en la consolidación del régimen de Franco. De este modo, los soberanos de Jordania, Arabia Saudí, Libia, Líbano, Túnez, Irak y Marruecos visitarían Madrid durante la década de los cincuenta, en tanto que Martín Artajo viajó a Oriente Medio en 1952. Paralelamente se firmaron convenios y Tratados de Amistad con Jordania, Irak, Siria y Yemen, en buena medida retóricos y vacíos de un auténtico contenido, pero que reforzaron la idea de la hermandad hispano-árabe que tan buenos efectos daría a la postre. En efecto, en noviembre de 1950 la ONU revocaría la Resolución 3911 con el voto a favor de todos los estados árabes, sin duda gracias a la intensa acción cultural española en el mundo árabe y a la visceral política anti-israelí del régimen de Franco10. Tras ingresar progresivamente en la OMS (1951), la FAO (1951), la OIT (1951) y la UNESCO (1952), España será finalmente admitida en la ONU (1955), siempre con los mismos apoyos básicos, aunque cada vez más respaldada por unos Estados Unidos en busca de aliados occidentales en su particular cruzada de la Guerra Fría.

En tan conflictivo contexto internacional la acción de España en Marruecos puede ser tildada de cualquier cosa menos de desapasionada. Naturalmente no ha por qué tomar en serio las declaraciones de sus ideólogos cuando afirmaban: «El fin del Protectorado es devolver a Marruecos su personalidad histórica. El Protectorado no es utilidad, es sacrificio; su sentido es puramente espiritual»11. Antes bien, parece legítimo reconocer en la acción española en Marruecos móviles diferentes y bastante más prosaicos. Como ha apuntado Víctor Morales Lezcano, «si el "Nuevo Estado" cuidó, con algún esmero y cierta largueza financiera, sus enclaves coloniales en el noroeste de África -el Protectorado marroquí en particular-, no fue debido a las fuertes presiones de los colonos españoles establecidos en África, ni a los voluminosos intereses metropolitanos en juego (que los hubo), sino para contentar, eminentemente, al aparato militar, al "ejército de la victoria" de poderosas raíces africanistas, y para encontrar una salida al Régimen de su aislamiento internacional, a través de las presiones que, a su favor, hicieran los "amigos" árabes e iberoamericanos en los centros decisorios de las instituciones mundiales de postguerra»12. Pero, sea como fuere, las dimensiones de la acción cultural española en el Protectorado no han de ser subestimadas ni, menos aún, ignoradas13. En el marco de ésta, concebida de forma paternalista como una actuación «que esté al alcance de las gentes, en cuya mentalidad hay que empezar por esculpir, como el artista cincela en un bloque de mármol una bella forma a golpes de cincel, la idea de una vida mejor»14, el cine estaba potencialmente llamado a desempeñar un papel de primera magnitud al igual que lo había hecho secundando los intereses coloniales británicos, franceses o italianos. Sin embargo, tal suposición requiere una investigación detallada antes de poder darse por buena. Las conclusiones del presente trabajo -ciertamente provisionales hasta que un estudio más completo pueda llevarse a cabo- apuntan precisamente en una dirección contraria.

No faltaron, como es lógico, manifestaciones a favor del papel central de la cinematografía en la política cultural española y la propaganda imperial. Así, por ejemplo, un anuario publicado en 1943 afirmaba: «El cinema es hoy el medio más eficaz de difusión y de propaganda. Nuestro futuro Imperio exige, por tanto, esa colaboración de la pantalla nacional»15. Con ese propósito se creó, por ejemplo, la Sección de Cinematografía de la Oficina de Información Diplomática (Ministerio de Asuntos Exteriores)16 y, ya dentro del contexto propiamente dicho del Protectorado de Marruecos, hay constancia a través de la prensa local de ocasionales proyecciones en centros escolares y culturales, así como de sesiones extraordinarias organizadas por las delegaciones de Educación y Cultura o Educación y Descanso17. Sin embargo, en aquellos casos en los que disponemos de información detallada al respecto, no puede sino sorprender el carácter un tanto errático de la programación. Así, el diario Marruecos de Tetuán informaba en junio de 1943 de la organización por Educación y Descanso de una sesión especial de cine con la proyección de la «grandiosa película» Quién me quiere a mí (José Luis Sáenz de Heredia, 1936), dentro de la campaña de presentación de «las mejores películas de la Cinematografía Nacional a precios reducidos», aunque -eso sí- sólo para aquéllos que pudieran exhibir su carnet sindical18. En otras ocasiones, como pueda ser la de la proyección especial para niños de Don Quijote de la Mancha (Rafael Gil, 1948) con ocasión de la Feria del Libro Hispano Marroquí de 194819, los títulos presentados son más recientes y enjundiosos, mas no parece reconocerse en ningún caso una línea ideológica coherente ni, menos aún, una política colonial definida en el ámbito cinematográfico. Aun a riesgo de aventurar una hipótesis sobre la base de datos todavía insuficientes, las proyecciones extraordinarias promovidas por los distintos organismos oficiales en el Protectorado parecen caracterizarse por una dimensión estrictamente coyuntural y no responder a diseño coherente alguno.

En apoyo de esta hipótesis podría aducirse el rotundo silencio que sobre una eventual política cinematográfica colonial guardan las obras programáticas destinadas a glosar la acción cultural en el Protectorado. Así, en ningún lugar de las 1.100 páginas de la clásica Historia de la acción cultural de España en Marruecos (1912-1956), de Fernando Valderrama, se hace mención alguna del papel del cine en la misma, hecho que se repite invariablemente en otras obras de características similares20. El empuje inicial evidenciado por la campaña publicitaria desplegada en torno a Romancero marroquí al término de la guerra pareció difuminarse con el tiempo para dar paso a una incierta política de proyecciones esporádicas con una finalidad vagamente educativa, pero en las que la dimensión de entretenimiento se iba progresivamente imponiendo. Ello no quiere decir, por supuesto, que el mundillo cinematográfico del Protectorado estuviera libre de implicaciones ideológicas y propagandísticas allí donde la ocasión lo permitiera, sino tan sólo que éstas fueron menos fruto de un diseño coherente que de otros factores incidentales. La vena nacionalista y patriotera encuentra con frecuencia sus ecos en la prensa local, como por ejemplo cuando el diario Marruecos proclama en 1943 que «el cine argentino se nutre con argumentos españoles»21 o en 1951 el Diario de África publica una crítica ditirámbica de Alba de América (Juan de Orduña, 1951) a raíz de su estreno en Tetuán22, por no citar más que dos casos de índole diversa. Idénticas motivaciones subyacen a una curiosa sección fija del suplemento del Diario de África para los lectores hispanoparlantes del Protectorado francés, titulada «Películas españolas que deberíamos ver... pero que no veremos». La expresión hace referencia a aquellos títulos de prestigio de la cinematografía nacional que son vistos en el Marruecos español, pero no llegan en cambio a las pantallas de Casablanca o Rabat. Una de ellas es, obviamente, Alba de América, a la que secundan en dicha sección títulos como La Señora de Fátima (Rafael Gil, 1951) o Lola la piconera (Luis Lucia, 1951), ciertamente representativos de la cinematografía española del momento, pero muy alejados de lo que a priori cabría esperar de una política cinematográfica colonial.


La corona negra

Entrada ya la década de los cincuenta, el fracaso en la búsqueda de una política coherente en el plano de la propaganda cinematográfica, si es que alguna vez la hubo, parece evidente para los propios testigos del Protectorado. Así, el semanario tetuaní Aquí Marruecos se lamenta a finales de 1954 del grave daño ocasionado por la insuficiencia de películas españolas en las carteleras, habida cuenta del «alto valor propagandístico del cine»23. En el número siguiente de esa misma publicación Serafín García Vázquez, encargado de la sección cinematográfica, retoma la reflexión desde un ángulo diferente, lamentándose de cómo «Marruecos es algo que está por hacer cinematográficamente», descalificando explícitamente films como La corona negra (Luis Saslavsky, 1950) o fábulas emparentadas con la imaginería de Las mil y una noches, incapaces en su opinión de plasmar el espíritu del Marruecos auténtico, antiguo y eterno, en su secular hermandad con España...24. En las postrimerías del Protectorado en Marruecos los vientos cinematográficos que soplaban en el mismo parecía, pues, muy alejados de la línea presagiada por Romancero marroquí o incluso Harka.

La prensa local constituye nuevamente un inmejorable indicador en este sentido. Aunque esporádicamente se aprecian algunos sorprendentes destellos de rigurosa cinefilia, como es el caso de la exaltación de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) y el cine japonés por parte del crítico de Aquí Marruecos25, lo más frecuente son increíbles salutaciones a los triunfales estrenos de películas como La derrota de Fu Manchú26 o frívolas descalificaciones de cineastas de la talla de Orson Welles27. El público, por su parte, tampoco parecía demasiado proclive a exquisiteces, como evidencia su respuesta a raíz del estreno de Pueblerina (Emilio Fernández, 1948) en Tetuán: «Nunca han tenido sus películas el calor del público; le han dispensado en toda ocasión una fría acogida: pero lo acontecido con Pueblerina fue excesivo: los espectadores se reían ya por todo, hasta por lo más inexplicable. Fue, realmente, un poco amargo, para con la obra de un hombre que no sabe ya dónde colocar tantos honores y premios como ha recibido»28. Pero esas mismas páginas de la prensa del Protectorado nos habla igualmente de los verdaderos gustos y preferencias del público. Así, por ejemplo, el semanario Aquí Marruecos (que cuenta con la más extensa sección de cine y teatro de entre todas las publicaciones locales) recoge -desde su aparición a finales de 1954 hasta las vísperas mismas de la independencia de Marruecos- numerosas notas sobre estrellas norteamericanas (Audrey Hepburn, Esther Williams, Ava Gardner, Marlon Brando...) o europeas (Brigitte Bardot, Michèle Morgan...), si bien son Marilyn Monroe, por un lado, y la rivalidad entre Sofía Loren y Gina Lollobrigida las que reiteradamente concitan la atención de la revista. Lo mismo sucede con el ya mencionado suplemento del Diario de África para la zona francesa, donde el lamento por «las películas españolas que no veremos...» viene arropado por numerosas fotos de actrices en bañador, reportajes sobre Bob Hope o Martine Carol y un pintoresco consultorio en el que los lectores podían preguntar indistintamente por la dirección de Sara Montiel o la edad de Gary Cooper29. Si hubiéramos de juzgar sobre la base de este superficial -pero sin duda significativo- testimonio ofrecido por el culto del star system en la prensa local, cabría sin duda concluir que el gusto de los espectadores de Tetuán, como los de Tánger o Casablanca, estaba más que razonablemente americanizado.

El análisis de la programación de las salas cinematográficas del Protectorado puede sin duda suministrar un importante elemento de juicio adicional acerca de las preferencias del público y, siquiera de forma tentativa, también sobre las pautas de exhibición de aquellas. Convendría, para empezar, abordar una sucinta caracterización del mundo de la exhibición cinematográfica en el Protectorado. Aunque las fuentes difieren ligeramente y el número de salas fluctuó ciertamente con el tiempo, éste puede estimarse en unas veinticinco, rondando en conjunto las 20.000 localidades (excluido Tánger)30. Dichas salas de exhibición -con alguna frecuencia en manos de influyentes familias judías, al menos en Alcazarquivir, Larache y Tánger- variaban notablemente en su aforo, que fluctuaba entre las más de 2.000 localidades del Monumental Cinema y el Salón Nacional de Melilla a los pocos centenares de algunas salas en campamentos militares como Dar Dríus. Habida cuenta de que la población del Protectorado superaba el millón de habitantes (si bien es cierto que sólo una cuarta parte de la misma tenía carácter urbano31), o por comparación con las 4.000 salas existentes a la sazón en la Península32, no cabe duda de que nos encontramos ante un fenómeno de reducidas dimensiones desde el punto de vista cuantitativo. Sin embargo, una vez hecha esta precisión, es justo apuntar cómo dentro de sus modestas proporciones -y a tenor de lo reflejado en la prensa local- el mundo de la exhibición del Protectorado marroquí no carecía en modo alguno de vitalidad y sin duda generaba pingües beneficios a los empresarios.


Jalisco canta en Sevilla

¿Qué películas se exhibían en estas salas durante el período que nos ocupa? A falta de una tabulación exacta y tan completa como fuera posible, el análisis de las carteleras de los cines del Protectorado revela un abrumador predominio de las producciones norteamericanas. Valga como muestra el anuncio del Teatro Cervantes de Ceuta de las películas programadas para su estreno a lo largo de 1948, aparecido el día de Año Nuevo en el Diario de África: de los 35 títulos, 29 son norteamericanos, 3 españoles, 2 mexicanos y uno británico33. La proporción no tiene por qué reflejar de manera fidedigna la realidad (en particular, el número de películas españolas exhibidas era ciertamente mayor, sobre todo en los primeros años, y también se estrenaban films de otras nacionalidades), pero sin duda habla a las claras de la hegemonía alcanzada por el cine norteamericano antes ya de concluir la década de los cuarenta. Una primera estimación -realizada a partir de la cartelera de Tetuán entre 1948 y 1951- arrojaría un balance de más de un 50 % de películas norteamericanas. De este modo, las cifras superarían incluso a las de Tánger, por más que en la época fuera ya frecuente denunciar la creciente americanización de los gustos del público de la Ciudad Internacional34: mis propias estimaciones, realizadas en base a las carteleras ofrecidas por La Dépêche Marocaine en esos años, situarían al cine norteamericano en torno al 40-50 % de los films estrenados, hecho que sin duda se explica por la mayor presencia de películas francesas en las pantallas. Tanto en el caso del Protectorado español como en el de Tánger, ciudad fuertemente españolizada a la sazón (la comunidad española era, con creces, la más numerosa de entre todas las colonias extranjeras), son muy raras las ocasiones en las que la prensa anuncia estrenos de películas egipcias habladas -y cantadas- en árabe, por más que sin duda existieran circuitos apropiados para las mismas: la reconstrucción de este mercado paralelo presenta, no obstante, dificultades aparentemente insalvables35.

La evidente hegemonía norteamericana en el mercado de la exhibición cinematográfica del Protectorado español no debería, sin embargo, sorprender. En realidad, tal fenómeno se corresponde cabalmente con la situación general del sector en todo el país y se enmarca en la conocida ofensiva europea de la industria de Hollywood en la postguerra36. En busca de una mayor rentabilidad para sus producciones, difícilmente amortizables ya sólo en el mercado interior, los Estados Unidos aprovecharon la favorable coyuntura del final de la Segunda Guerra Mundial para abolir las barreras proteccionistas de numerosos países europeos. La Europa del Plan Marshall se vio entonces inundada por producciones norteamericanas gracias no sólo al creciente poder de las majors en el extranjero, sino también a la generalizada convicción de que el cine de Hollywood era perfectamente compatible con las ideologías conservadoras del momento y podía incluso servir para frenar un eventual avance del comunismo en Europa occidental: la utilización del cine norteamericano y sus estrellas por parte de la Democracia Cristiana en la crucial campaña electoral italiana de 1948 es más que ilustrativa en este sentido37. Como muy gráficamente lo planteara Guback, el razonamiento era muy sencillo: «Si usted acepta nuestros dólares, puede al mismo tiempo aceptar nuestras películas»38.

En España la situación no era muy distinta. Como han apuntado ya algunos autores39, la creciente hegemonía militar norteamericana a partir de 1942 se saldó en un apreciable incremento del número de películas norteamericanas estrenadas en España (siempre en detrimento de las producciones alemanas), incluyendo la presentación en el mismo año 1945 de algunos títulos apologéticos del ejército victorioso. La importación de películas norteamericanas se relanzaría a partir de 1952, coincidiendo con el restablecimiento de relaciones diplomáticas plenas entre ambos países: el hecho de que el primer embajador norteamericano en España, Stanton Griffis, fuera un alto ejecutivo de la Paramount no fue sin duda ajeno a ello. De nada valieron las resistencias a ultranza, como la famosa oposición de los sectores falangistas al estreno de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) en 1950 alegando que se trataba de un injustificado derroche de divisas: Hollywood también había llegado a España y lo había hecho para quedarse40.

El sector de la exhibición en el Protectorado de Marruecos no hizo, pues, sino acusar esta creciente hegemonía cinematográfica norteamericana que afectaba a todas las pantallas españolas. De este modo, no cabe reconocer en el mismo pautas diferentes a las del resto del país, lo que unido a la escasa predisposición a servirse del cine como instrumento de propaganda colonial sobre el terreno ha de condicionar sin duda la percepción habitual que sobre el tema sugiere la conocida serie de películas de tema africano realizadas en la postguerra. Para empezar, estos títulos comparten con sus homólogos franceses o alemanes la característica de estar básicamente dirigidos a un público metropolitano y operar como coartada ideológica de las renovadas ambiciones imperiales españolas41. Esta «efímera apoteosis de un colonialismo en decadencia»42 que fue el subgénero africanista inaugurado por Harka tenía por evidente destinatario al propio público español, nunca a los súbditos marroquíes de ese imperio trasnochado que a toda costa se intentaba mantener en pie. El hecho no era nuevo, como acaba de apuntarse43, mas ello no es óbice para que presente algunas interesantes implicaciones. En particular, España no ensayó jamás -como sí hicieran Gran Bretaña, Bélgica o Francia- la producción de un cine específicamente concebido para sus espectadores africanos y menos aún la formación de una cantera local de cineastas. Mientras que la Colonial Office británica apadrinó diversas tentativas en ese sentido e incluso respaldó la creación de una escuela de cine en Accra en 1949, las autoridades coloniales belgas promovieron -por mediación de sus misioneros en África Central- una curiosa experiencia de cine educativo de ficción orientado al público africano, y Francia se empleó a fondo tras la Segunda Guerra Mundial para hacer posible el desarrollo de una producción autóctona en Marruecos para competir con la pujante cinematografía egipcia44, el gobierno español pareció desinteresarse por completo por esta vertiente de la obra civilizadora. De este modo, el cine colonial español de corte africanista prefirió erigirse en una desbordante exaltación del espíritu militar en paralelo a una no menos intensa campaña de auto-afirmación del destino imperial de la nación. Y así como en las películas los súbditos marroquíes estaban únicamente llamados a figurar como comparsas en aras de un cierto exotismo, en la realidad las autoridades españolas parecieron pensar -a la luz de los resultados de este estudio- que ni siquiera valía la pena diseñar una política cinematográfica para ellos.





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