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Cine y vanguardia en España (1975-1989)

Rafael Rodríguez Tranche





1. El tiempo (su estimación cuantitativa) como vector de análisis depara diversas posibilidades de lectura sobre los objetos fílmicos (sobre el texto artístico en general) y permite enfrentarlos en múltiples combinaciones, simetrías, contrastes. Tiempo que suele traducirse en períodos y fechas, necesariamente aleatorios (pues la Historia es, en esta dimensión temporal, sólo una forma de ordenar lo pasado), donde los límites procuran lo diferencial, lo sintomático en relación a la etapa anterior y a la posterior. En esta visión diacrónica resultan incómodas ciertas prácticas que discrepan de su contexto y se resisten a todo estudio meramente taxonómico, ya que tienden a desdibujar esos límites que una instancia superior (período, movimiento, escuela, modelo...) parece justificar.

Es en estos casos cuando se hace más patente (conviene repetirlo una vez más) la necesidad de confrontar las coordenadas históricas y sociales con el propio análisis textual, de extraer los rasgos intertextuales de cada film en relación con los modelos de representación vigentes (sólo estas operaciones pueden determinar la distancia, la ruptura que cada texto plantea). Una tarea ciertamente complicada si queremos establecer una mirada al otro lado del espejo del cine español a partir de 1975, puesto que en este espacio vago e impreciso (que contendría todo lo que de una u otra manera ha sido reacio al conjunto de la industria cinematográfica española) han quedado relegados trabajos de origen y resultados harto heterogéneos. Por ello no es posible abordar el estudio de estos films conjuntamente, sino como manifestaciones aisladas que guardan una controvertida relación con la producción comercial de este período.

Además en los escasos estudios sobre el tema hay cierta confusión terminológica: cine marginal, maldito, experimental, independiente, de autor, vanguardia cinematográfica, se han utilizado indistintamente para designar esas obras que, voluntaria o circunstancialmente, contestaban las tendencias hegemónicas del cine español de la época. Esta denominación obedecía, en cualquier caso, a factores externos: dificultades de financiación, producción, trabas administrativas, censura, boicoteo comercial y, en otros casos, pretensiones de autoría, gestos esteticistas o formalistas... Con estos factores quedaba asignado el papel que cada propuesta extraña al modelo de producción y consumo dominantes jugaba dentro del conjunto.

1975 es un fecha emblemática por muy diversos motivos, algunos de los cuales incidirán directamente en la forma de plantear y hacer cine en nuestro país. Partiendo de una perspectiva meramente histórica convendría diferenciar aquí entre planteamientos formales y actitudes críticas hacia la industria por un lado y la censura (política y/o comercial) que han impuesto la administración y los sectores de la distribución y la exhibición a determinados films por el otro. Aunque es difícil aplicar el término vanguardia (entendida como movimiento organizado de contestación estética y/o social) en este momento, puede hablarse a cambio de un cine al margen o, mejor dicho, marginado de las estructuras y canales de difusión comerciales. Pero son en definitiva los propios films, su funcionamiento interno, antes que la trayectoria de sus autores, un movimiento o un manifiesto, lo que ha señalado con sus propuestas las carencias y contradicciones del aparato cinematográfico español.

Films como Con mucho cariño (1977) de Gerardo García, Dos (1980) de Álvaro del Amo, Animación en la sala de espera (1981) de Carlos Rodríguez Sanz y Manuel Coronado, Después de... (1979-1981) de Cecilia y José Juan Bartolomé, Cada/ver/es (1982) de Ángel García del Val, Cuerpo a cuerpo (1982) de Paulino Viota, Los motivos de Berta (1983) de José Luis Guerín, Mientras haya luz (1987) de Felipe Vega, Ander eta Yul (1988) de Ana Díez, y las obras de José Val del Omar, Javier Aguirre (Anti-Cine), Adolfo Arrieta, Celestino Coronado, Iván Zulueta... Una lista que no es exhaustiva pero que nos indica claramente la variedad de escrituras que se han situado durante estos años en los márgenes de la industria. Rendir cuentas de todas estas obras arrojaría una luz definitiva sobre su papel en el espectro de la producción española. Sólo entonces podremos asignarles el carácter experimental, vanguardista o simplemente atípico y, por tanto, la capacidad de trasgresión, de ruptura en ese contexto, independientemente de sus avatares en el mercado.

Aquí únicamente nos detendremos a analizar (a riesgo de ser parciales pero sin renunciar al criterio expuesto) algunas de las propuestas más radicales (y dispares entre sí), con el propósito de que nuestras observaciones sean consideradas como un punto de partida en esa investigación global pendiente.

Films como Dos, donde el mecanismo narrativo desaparece sustituido por un ciclo de acciones y diálogos con variaciones y repeticiones que sitúan el sentido allí donde la palabra (incapaz de edificar la diégesis) desactiva la función convencional de la imagen. De barro (A carinho galaico), punto final de los hallazgos óptico/mecánicos sobre la maquinaria cinematográfica y de las investigaciones sobre la luz y el movimiento en la composición del plano, motivos centrales en la obra de Val del Omar. Una concepción «meca-mística» de la imagen que atraviesa los aspectos técnicos y formales del cinematógrafo. Cuerpo a cuerpo, un singular entrecruzamiento entre el género comedia y sus convenciones y la estructura narrativa. Aquí se quiebra el orden lineal de las secuencias para establecer una construcción en «mosaico» donde avanzan parejos las acciones presentes y los espacios/tiempos a(e)ludidos. Por último Párpados: otra vuelta de tuerca en el cine dentro de o para ser visto como cine. Un juego espectacular que propone esgrimir una historia donde sólo quedan planos, fragmentos de la memoria o de la mirada de los personajes que esbozan (no narran) un paisaje visual: un encierro en un espacio lleno de encuadres. Espacio representado por una galería de arte y un mirador donde observamos (tal vez devoramos escópicamente) la metamorfosis de un personaje que se desplaza hacia la identidad con otro personaje.

Como paso previo, resulta obligado enmarcar (aunque sea mínimamente) la lectura de estos films dentro de una serie de factores y manifestaciones, presentes en diferentes épocas del cine español, que pueden esclarecer su comparación intertextual.

2. Conocida es la peculiar efervescencia cultural y artística que vivió nuestro país durante los años veinte y treinta. Tal vez uno de sus aspectos más notables fue que no se limitó a un movimiento intelectual de proyección meramente elitista, sino que se convirtió en un «espíritu» que aglutinó a muchos artistas y pensadores para incidir en las más diversas esferas de lo cotidiano. El cine no estuvo ausente de estos esfuerzos. Personalidades tan dispares como Dalí, Gómez de la Serna, Lorca, Ernesto Giménez Caballero... tuvieron relación aunque tangencial con el medio. Otros, como Buñuel o Val del Omar, inician su carrera partiendo de este contexto. Fue éste un momento histórico excepcional del que pudo haber surgido un movimiento autóctono con premisas propias (como atestiguan algunos de los proyectos de la época), justo cuando en Europa las vanguardias históricas extendían sus postulados al campo del cine.

A partir de entonces diversos «hitos» han jalonado el tortuoso camino de las prácticas que permanecieron al margen del mercado cinematográfico. En los años cincuenta destaca la obra (insólita en nuestro cine) de José Val del Omar, al que podríamos considerar uno de los primeros artistas multimedia. Además, su obra tiene la rara virtud de conectar los hallazgos de las vanguardias de los años veinte (preocupación por la forma, los elementos «puros», el valor del plano...) con las propuestas del cine experimental de los sesenta (variación del formato, utilización de diversos soportes, distorsiones ópticas, expanded cinema). En sus films se rompe esa artificiosa barrera que separa lo documental de la ficción. El plano es considerado (a la manera eisensteiniana) como unidad compositiva, en la que se orquestan aquellos procedimientos que conducen a la «emoción» y deben «convulsionar» al espectador.

Durante los años sesenta mientras se produce el fenómeno del Nuevo Cine Español, aparecen las primeras manifestaciones de lo que se llamó «cine independiente». Pese a no constituir un grupo homogéneo, diversas experiencias plantean por vías diferentes una reconsideración del film en términos de estructura discursiva (Paulino Viota, Álvaro del Amo) o como un efecto del montaje (Adolfo Arrieta) para formular distintas rupturas de lo narrativo. Estos films, junto con otros de Ricardo Franco, Pere Portabella, Gonzalo Suárez o Emilio Martínez Lázaro (por citar sólo algunos nombres), tienen que ver más con el cine que se realiza fuera de nuestras fronteras, que con una postura crítica frente al cine comercial de aquí. Su producción se desarrolla prácticamente al margen de la industria (con una difusión muy limitada) y continuará hasta los primeros años de los setenta.

La modificación del contexto socio-político, en la década de los setenta, no traerá consigo un movimiento de ruptura en el plano formal. Con el nuevo marco legal no mejoran las condiciones de producción y difusión de las propuestas más radicales. Este lugar parece ocuparlo un cine documental de recuperación histórica (La vieja memoria, Canciones para después de una guerra, El desencanto, etc.) que se convierte en la conciencia crítica de la época, quizás por una necesidad de restablecer el sentido y la función del material documental en la práctica cinematográfica. Pretensión que en los años ochenta se enfrentará a trabas administrativas y censuras comerciales. Éste es el caso de Después de..., Animación en la sala de espera y Cada/ver/es.

El primero es un testimonio sobre algunos de los acontecimientos sociales y políticos más relevantes de la Transición, donde hay una voluntad por narrar los hechos, por situarse frente a ellos y ofrecer una interpretación de los mismos. De ahí que la voz en off se convierte en el vector que ordena y estructura el conjunto. Los otros dos títulos establecen sendos discursos límites sobre la locura y la muerte, respectivamente. «Marcas» irreductibles de lo real que se presentan aquí (gracias a pertinentes procedimientos discursivos) como inquietante fantasma del que, pese a su exclusión de los signos sociales, es posible hablar, establecer un punto de vista.

En estos últimos años una nueva generación de cineastas (José Luis Guerín, Felipe Vega) impulsan (frente al cine institucional de adaptaciones literarias) un cine (con guión original) que reformula lo narrativo y posee una singular concepción visual entroncando, en cuanto a la determinación de sus planteamientos, con el cine independiente.

3. Dos (1980) es un trabajo radicalmente opuesto al cine narrativo que impera durante este período. Se trata de un film vaciado de historia, de argumento y de principios narrativos que propone, a cambio, un «manual de relatos» donde se ensayan diversas posiciones de la relación dual. Una estructura regular, redonda, atraviesa todo el film «encerrando» cada faceta de esa relación en un espacio concreto. Así, el film se abre con una panorámica completa (circular) del espacio global (el interior de una casa) donde se entablarán todas las secuencias, para concluir con un movimiento inverso que nos devuelve al principio. Una planificación simétrica con posiciones y movimientos de cámara que se retoman y guiarán el seguimiento del texto. Un mecanismo regulado en el que se inscriben los personajes condenados a exponer sus ritos de aproximación, dependencia, dominación, alejamiento, deseo... Segmentación de la imagen, división en unidades estanco para que la palabra «circule», se ponga en movimiento.

«En Dos la palabra es literalmente el motor de cada escena. Apenas nada relevante presenciamos, la imagen pareciera constituirse en una casi perpetua inutilidad, en el testimonio meticuloso de una opacidad, una asfixia y un enclaustramiento...»1.

El encuadre neutraliza el espacio de cada secuencia (previamente ha sido mostrado en vacío) para centrarse en los actores. Las secuencias se suceden como variaciones seriales sin progresión. El tiempo parece suspendido. No hay referencias concretas, anécdota. Ni siquiera el marco espacial de la casa puede inducirnos a pensar en peripecias cotidianas. Sólo aparecen situaciones, modos de relación a los que los actores prestan su voz, sus posiciones en el espacio (que fuera de este juego son completamente neutras). No hay interpretación, sino un recitado (deliberadamente desafectado) que sitúa la palabra sin encubrirla con el gesto. No hay, por tanto, identificación posible, sino «reconocimiento» de las palabras y posiciones que adoptan los personajes.

El resultado parece frío, calculado, un ejercicio de geometría y combinatoria, pero resulta perturbador, inquietante: de todas las voces que nos han hablado en el film no veremos ni su proyecto, ni su destino. El film se cierra sobre sí.

4. Aunque iniciada en los años sesenta, De barro (A Carinho galaico) puede fecharse en 1982, pues es en ese año cuando Val del Omar termina sus últimas indicaciones sobre la banda sonora2. Ésta sería la tercera pieza de lo que él denominó «Tríptico Elemental de España» junto con Aguaespejo granadino (La gran Siguiriya) (1952-1955) y Fuego en Castilla (Tactilvisión del páramo del espanto) (1958-1959). Títulos que desvelan la idea central de su obra: desentrañar las raíces, las claves culturales, los elementos telúricos y vivenciales del «ser ibérico».

De barro es una recreación de los rasgos inmemoriales de la cultura gallega con una presencia destacada de lo religioso y lo mágico. Aquí intervienen el paisaje (tierra/mar), los elementos (el agua, el viento, el fuego), la imaginería cristiana, la arquitectura... Un repertorio que podría suscitar un recorrido folclórico, se convierte en una sinfonía de estímulos, emociones y movimientos armónicos. De barro se rige por un criterio general de dinamismo (sensorialmente perceptible) con diversas modulaciones (hay tres ritmos fundamentales a lo largo del film). Todo está en movimiento, en «agitada respuesta» (incluso los objetos estáticos son modelados por luces cambiantes y en ocasiones desplazados óptica o físicamente) a través de los movimientos de cámara, el movimiento en el interior del cuadro o la composición del encuadre. Se crean así cadencias visuales que invitan a leer la imagen en determinadas direcciones. En ausencia de argumento, la organización del film se sustenta en una metódica utilización del montaje, añadiendo a la dominante de dinamismo o tras líneas de confrontación entre planos. Para ello se parte del plano como unidad compositiva en la que intervienen: los movimientos de cámara (con uso frecuente del zoom no enfática, sino dramáticamente, o bien como subrayado de un conflicto visual), los desplazamientos de personajes, objetos, luces (creando efectos expresivos) y los elementos del encuadre (miradas, distorsiones ópticas en las que los rostros se deforman con resonancias expresionistas).

Todos estos procedimientos son considerados para ordenar el material utilizando criterios rítmicos (véase al respecto la cadena metafórica que se establece en torno a la condenación y la muerte en la parte central del film) y tonales, o sea, la longitud y el contenido del plano.

Por último, destacar la decisiva intervención del sonido (también tomando el plano como unidad) en su aplicación contrapuntística (un ejemplo: a la imagen de un incendio se contrapone el sonido de la lluvia). Un factor más para provocar esa sensación total que afecte a todos los sentidos y nos sumerja en un «puro temblor».

5. A primera vista, Cuerpo a cuerpo (1982) podría encasillarse en el género de la comedia y, por buscar una referencia cercana, dentro de eso que ha dado en llamar comedia «madrileña». El aire coloquial y cotidiano de las situaciones, junto con el trabajo de los actores, su naturalidad y desparpajo, potenciados por el uso del sonido directo, así lo harían creer. Sin embargo, sobre este leve toque de comedia en el que oscila el film, subyace (y aquí radica buena parte de su originalidad) una propuesta de lectura que sugiere otros registros. Propuesta que no afecta a la disposición interna (siempre sencilla y transparente) ni al sentido de las diferentes secuencias, sino al orden y estructuración de las mismas. De hecho no hay una trama lineal urdida con relaciones causales, tan sólo una serie de hilos narrativos de los que unos se irán entrelazando y otros quedarán sueltos. Son fragmentos de historias, situaciones donde la acción se concentra en el «movimiento» entre los personajes: encuentros, rupturas, reencuentros, reconciliaciones. Inmersos en estos ciclos los personajes expresan sus sentimientos, reflexionan, pero su experiencia, su saber, no es resolutivo, sino que les lleva a una deriva (el propio discurrir del film) en la que terminan desvelando su indefensión y sus carencias (en este aspecto el film hace tabla rasa con los personajes maduros y los más jóvenes).

Descartada la lógica diegética como vector principal, el film renuncia a la idea de proceso o aprendizaje para retratar a los personajes. La constatación de su ausencia por parte del espectador imposibilitará toda identificación con los personajes.

Cada secuencia posee entidad propia y se desarrolla sin que sea necesaria una relación directa con la siguiente. Es la forma de «cortarla» y el efecto que esos «cortes» producen al yuxtaponerse con otros, lo que confiere a la secuencia un valor singular (entrañable), a la vez que deja patente la existencia de un antes y un después. Un espacio-tiempo (que no conoceremos pero intuimos) que dota a los personajes de un particular espesor. Así, el film arranca con una situación in medias res (que desde este momento propondrá al interpelar -por la posición de la cámara- directamente al espectador su participación activa en el mismo), resuelta en secuencias posteriores cuando la muerte (el suicidio) de Carlos se imponga como hecho y no como consecuencia. Esta forma de «interrumpirse» las secuencias evidenciará la necesidad de valorar igualmente los tiempos que nos son sustraídos y la existencia de una estructura (una estrategia de confrontación de las secuencias) sobre la que establecer la lectura del film3. Para remarcar este dispositivo no se utilizan planos de transición ni procedimientos retóricos que «suavicen» las elipsis (cuyo ejemplo más patente es la ya mencionada muerte de Carlos y la violenta irrupción visual del féretro en el plano que abre la secuencia del entierro), tan sólo dos señalizaciones de lugar y tiempo (Santander/verano-Madrid/invierno), que dividen el film en dos grandes esferas de acción.

Hay además una referencia concreta a un tiempo anterior: los flash-back que en determinados momentos puntúan el film. Son violentos jirones del pasado que afirman su presencia material (huella documental) antes que narrativa, de ahí su inusitada fuerza en este contexto. Con uno de ellos concluirá el film devolviéndonos a un tiempo del que sólo sabemos que perteneció a los personajes. Un final que no deja resolución posible y posee un tono de irreparable amargura (atisbado ya en las últimas secuencias): Mercedes dirá a Carlos «... y no puedo imaginar el separarnos». Un final que nos impele a reconsiderar el conjunto sopesando personajes y vivencias para inscribirles en las heridas del tiempo.

6. La obra de Zulueta comienza en 1969 y ocupa un lugar destacado entre las diversas propuestas que han abordado el cine (la crisis del relato fílmico) dentro del cine. Sin embargo, en el caso de Zulueta la reflexión sobre el medio no se sitúa en los mecanismos de representación o en sus elementos constitutivos, sino en su propia materialidad. Sus films ponen en escena la ruptura del cine como convención, transparencia, y como un modo determinado de percepción4. Describen, en definitiva, el trayecto fantasmagórico al que conduce la pérdida de esa convención.

Si en Arrebato (1979) el cine se convertía en trasunto a partir del cual se iniciaba un viaje interior que finalmente conduce al delirio5, en Párpados (1989)6 el dispositivo cinematográfico de la mirada queda relativizado como factor activo y significante de la relación entre los personajes para transformarse en señal de reconocimiento y fascinación. El propio título, además de su referencia escópica, admite una «descomposición orientativa» (sugerida por la forma en que aparece en pantalla) de la expresión numérica y geométrica que rige el film: PÁR-PA-DOS. Dos relaciones: la pareja Carmen/Carlos y las hermanas gemelas. Dos casos extremos de la proximidad, de la «identidad» entre dos seres... Éste será el leitmotiv central de la banda sonora: Carmen y Carlos repetirán en distintos momentos que son como esos seres «... que pueden sentir una necesidad de desdoblarse tan poderosa que llegan a duplicarse por completo»; ellas dirán al unísono: «no somos hermanas, somos gemelas». Idea del doble (y de la repetición) presente en otros elementos del film: la cacofonía de los nombres Carmen/Carlos y su comparación con Adán y Eva, los cuadros de la galería que son de «Goagain» y copian a Gauguin, una flor que aparece confrontada con su imagen en un cuadro... Aspectos que afirman la «disimilitud de lo similar» o viceversa.

Párpados propone en su anécdota el reencuentro de Carlos con Carmen y de una gemela con otra en un mismo espacio. Un espacio concreto, definido mediante la palabra, «... aquella torre de la Gran Vía... El Capitol», pero indeterminado, impreciso en su relación con los personajes. Un espacio cuyo eje central lo constituyen los pasillos señalados con marcos, con reencuadres de luz y color: puertas, ventanas, miradores, pinturas... Puntos de encuentro de los personajes donde la pintura y la cámara encierran sus miradas. Gesto de la mirada que aquí no funciona como en el relato clásico apoyando la acción o los vínculos entre los personajes, sino expresando el deseo de contemplarse, de devorarse, de intercambiarse (como en el plano en que las gemelas cambian sus ropas). Deseo de identificación, de reconocimiento, que al no poderse materializar está suspendido en la mirada. Así, en la secuencia en que Carlos y Carmen están en la cocina se rompe esa transparencia habitualmente asignada al plano/contraplano (que nos devuelve un yo/tú plenos, diferenciados), «interceptándola» con una bellísima superposición del rostro de ambos en el cristal de la ventana. Un juego que escenifica, hace presente los mecanismos de identificación psicológica en el interior del plano y que neutraliza toda progresión del relato.

Reflexión estética pero también perceptiva y psicológica, será la confluencia con un espacio mágico, en la mágica noche de San Juan, lo que permita una resolución: la «ascensión» alucinante por la imagen catódica de un sumidero (metáfora de desagüe de imágenes), donde los personajes, pareja (por fin en el torreón) y gemelas («confinadas» en un espacio refilmado), podrán anclar definitivamente su deseo, mirarse/ser mirado como en un espejo.





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