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Cintio Vitier y su última poesía

Ricardo Gullón





¿Quién, qué poeta cantará algún día la ubicuidad del español, la maravilla de esta poesía creada en un lenguaje común al borde de siete mares, enriqueciéndose por la diversidad de sus acentos y sus contrastes? De mar a mar vuelan las dulces palabras españolas, y el cantor distante, al decir como nosotros, se sitúa al nivel de nuestro corazón y no por distante resulta extraño. En la admirable dispersión del idioma radica una de las causas de su pujanza y del constante florecer de la poesía en lengua hispana, exaltada hoy en lugares, si geográficamente lejanos, próximos en espíritu.

En Cuba existe un movimiento poético vigoroso, del que dio testimonio la preciosa antología recopilada por Cintio Vitier hace poco más de dos años. Vitier es uno de los poetas del grupo que, partiendo del magisterio de José Lezama Lima, el mago de las sutiles transmutaciones, está renovando la poesía de su país. Esta renovación, importante en sí, lo es más en cuanto se advierte cuán espléndido venero lírico deja al descubierto. Por el momento no voy a estudiar lo que representa en la poesía de lengua española esa aportación colectiva, sino a dar cuenta de un interesante libro del propio Vitier.

Su última obra se titula Sustancia, y ha sido escrita después del viaje que el poeta hizo a Europa en el verano de 1949. No conozco bien su producción anterior (solamente El hogar y el olvido), pero el acento «europeo» de sus poemas no parece consecuencia de tal viaje, sino expresión de una sensibilidad. Hay en ellos algo que no es propiamente nostalgia (le falta el elemento saudoso, sentimental), sino más bien rememoración sereno de un clima ideal cuya ausencia pesa en el alma. Estamos ante una lírica ambiciosa que busca la sustancia, la esencia de realidades que no le basta conocer exteriormente; su estilo -Vitier mismo lo dijo- es «de penetración de la escondida realidad». Los signos que importan a tal poesía no se hacen visibles y es preciso captarlos en un rumor, en un silencio, en un olvido, para reconstituir sobre su gracia el edificio de los claros sueños, las sombras desnudas, las presencias secretas.

Ardua pretensión, sin duda. Para lograrla maneja Vitier una palabra en sazón, equilibrada, con zumo y destello, en el punto necesario de ambigüedad. No una palabra impetuosa y reveladora, sino lenta y grávida de insinuaciones; en el tono semejante a un rumor, inteligible, y a su manera -manera poética-, precisa. En el verso concreta la sustancia, pues eso es la poesía: reducción última de las cosas, sentido profundo: sustancia.

Para Vitier la poesía, lejos de ser evasión, es ahincamiento en lo real. Hay quizá en Sustancia falta de imaginación, cierta conformidad, establecida de antemano, con las fronteras de una lírica que renuncia a lo ilimitado para llegar más hondo en el ámbito de lo posible. Pero sobre la mesura emergen brotes de pasión indecisa, esforzada en revelarse. Estoy pensando, por ejemplo, en el poema «Los juegos», con su mundo de sombras medrosas, agolpadas en su vulgaridad, al margen de la vida, asistiendo desde el frío de la costumbre al comienzo de una aventura realizable. Si analizamos este poema hallaremos voluntad de calar en espacios secretos, y esa voluntad infunde al verso la tensión de un instrumento hecho de dura luz para alcanzar con su lumbre los rincones del alma.

En otro poema, titulado «Lo imposible», el poeta aparece consciente de esa viva ansia sepultada en su corazón:


¡Oh eterna provincia, fondo
eterno ya de mi alma!



Y por ahí se encuentra el mejor Vitier, con su herida abierta y tanteando una revelación que le escapa, y no acaba de mostrarse según la intuye. En esta lucha se hace el poeta, a quien debemos gratitud por negarse al pintoresquismo, a la exterioridad intrascendente. Poeta de interior, su intención queda a salvo en la constante pesquisa del milagro revelador, de las iluminaciones fecundas.

Vitier, como otros líricos de Hispanoamérica, da a las palabras una inflexión especial, de suerte que su acento, resultándonos familiar, no es empero el acostumbrado. Del jugador, cuando reparte las cartas de la baraja, dice:


Corta el mazo, despáchalo tapado
en veloz abanico del Destino.



Un español no hubiera recurrido -seguramente- ni al sustantivo «mazo» ni al verbo «despachar». Pero si al lector de poesía pudieran parecerle poco comunes, el oído recoge ambas expresiones y las identifica en el acto, como adscritas a un lenguaje verosímil, nada insólito, en el curso del ejercicio a que se alude. El segundo verso, ágil y justa metáfora, doblemente expresiva en cuanto alude a dos órdenes de significaciones: el visual -«abanico» de las cartas desparramadas sobre la mesa- y el moral, a su vez comprensivo de dos implicaciones distintas: destino equiparado a suerte (el que ambos términos no sean sinónimos, lejos de estorbar, ayuda a henchir de posibilidades la palabra y, por tanto, el verso) y expresión de la fatalidad, de los designios de la Providencia.

Pero si este segundo verso es así de rico y certero -el adjetivo «veloz» sugiere con mucha exactitud la destreza del jugador en el reparto, y unido al resto de los términos empleados configura plásticamente la acción a que se refiere-, es verso «poético», más previsible incluso que el primero, incisivo en su concisa, inusitada expresividad. Véase cómo los dos verbos le dan dinamismo y eficacia al acumular dos actos en la realidad también rápidamente sucesivos.

Pretende Vitier captar el contenido de las vivencias. Del momento le importa lo que perdura, y su lírica se aleja de cuanto no pueda transmutarse en delgado zumo de eternidad. Su poesía nace en el combate interior, en la apasionada -y arriesgada- búsqueda de la perfección. La memoria alimenta sueños de nostalgia, y serles fiel constituye el honor del poeta. Esta memoria austera, esta nostalgia serena, alumbran poemas en que las cosas se dicen sigilosamente, en una media voz que exige oídos bien abiertos, solicitud en el lector y, desde luego, renunciamiento. Aunque alguna vez el verso parece producto de esfuerzo intelectual más que de intuición, este libro representa una noble tentativa de lograr rigurosa poesía, condensación extrema de las emociones originarias.





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