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Ciudadanos del mundo: cosmopolitismo, civilización y barbarie en «Un loco hace ciento»

Ana María Díaz Marcos





María Rosa Gálvez de Cabrera (1768-1806) fue una dramaturga prolífica que escribió diecisiete obras para el teatro (Whitaker, 1992: 1553) de las que ocho se estrenaron en los coliseos más importantes de Madrid con actores famosos en los papeles protagonistas. La figura de esta autora ha recibido en las últimas décadas bastante atención crítica1 y existen varias ediciones modernas de sus obras2. Su comedia en un acto y en prosa Un loco hace ciento fue concebida como fin de fiesta para la tragedia Ali-Bek y ambas piezas se estrenaron el 8 de agosto de 1801 en el teatro del Príncipe. Establier Pérez subraya que la pieza se acerca al modelo de la comedia de costumbres y destaca algunos rasgos comunes en las comedias de esta dramaturga como son su didactismo, el tratamiento del tema matrimonial (los casamientos concertados) y un desenlace afín a la ortodoxia del pensamiento ilustrado (2006: 188).

La edición de Un loco hace ciento está precedida de una «Advertencia» de la autora que hace referencia a dos cuestiones íntimamente relacionadas entre sí y vinculadas a ideales patrióticos que defienden lo castizo frente a lo extranjero. En primer lugar Gálvez aclara que ha escrito su comedia para probar que se pueden componer en España dramas «comparables en gracia, invención y viveza de diálogo, a las que de este género han venido de otros países, y hemos visto traducidas» (5)3, es decir, se intenta crear una obra de calidad que logre el mismo éxito de público que las traducciones o imitaciones -especialmente del teatro francés- que triunfaban en los escenarios españoles del momento. Por otro lado la dramaturga subraya en esa advertencia que el objetivo central de su comedia es satirizar «la preocupación de que están imbuidos muchos jóvenes, que sin haber casi respirado el aire del otro lado de los Pirineos, vuelven a su patria despreciando todo cuanto hay en ella» (5). Según esto, la comedia trata el tema de los viajes por el extranjero, explotando el potencial cómico de la figura del viajero retornado que, tras visitar el país vecino con nulo aprovechamiento, regresa a su patria afectando ridículos aires foráneos y tratando con desprecio «todo cuanto no ha venido del otro lado de los Pirineos» (19). A este respecto Di Pinto ha analizado la obra considerando que se trata de una «comedia con figurón»4 en la que este personaje del viajero sirve para criticar una serie de costumbres que se quieren ridiculizar y corregir (2007: 223) y el fin de fiesta ofrece así la caricatura de dos personajes fascinados por todo lo procedente de territorio francés en detrimento de lo patrio.


España y Europa: viajeros por España y españoles viajeros

El conflicto entre lo nacional frente a lo extranjero y los ideales de tradición (lo español) y modernidad (lo europeo) son tópicos que se repiten obsesivamente a lo largo del siglo XVIII. Durante toda la centuria se debate constantemente sobre el patriotismo5 y el carácter nacional. Es preciso tener en cuenta que el comienzo del siglo está marcado por el cambio de dinastía y las élites intelectuales tendían a reconocer la supremacía cultural del país vecino y esta actitud dio pie a la consabida etiqueta de afrancesados. Un ejemplo de esta controversia está representado en la pregunta que plantea Masson de Morvilliers en su Enciclopedia Metódica «¿Qué se debe a España? [...] ¿Qué ha hecho España por Europa?» que despertó aireadas protestas, dando lugar a la respuesta de Juan Pablo Forner en su Oración apologética por la España y su mérito literario con el objeto de defender la producción literaria y el espíritu nacional de los ataques externos: «¿Qué nación hay hoy sobre cuya constitución, sobre cuyo saber se dispute más, se dude más, se calumnie más, se falte más a la razón, a la verdad, a la justicia, al decoro? A nadie hemos provocado, y furiosamente nos acometen cuantos del lado de allá de los Alpes y Pirineos constituyen la sabiduría de la maledicencia» (1956: 14).

Desde la perspectiva europea la España del siglo XVIII «constituía un país periférico y atrasado» (Bolufer Peruga 2003: 3) y esto se manifiesta en la literatura de viajes que se publica especialmente en el último tercio del siglo a raíz de visitas de viajeros de distintas nacionalidades por nuestro país. El viaje como forma de adquirir ilustración era un rasgo de la mentalidad de las luces (Tejerina 1995: 19) pues se le consideraba una excelente herramienta educativa y Rousseau apuntaba en su Emilio que el viaje debía ser racional y útil porque «no basta para instruirse con recorrer los países. Hay que saber viajar [...] Todo cuanto se hace por razón debe tener sus reglas. Tomados como parte de la educación, los viajes deben tener las suyas. Viajar por viajar es vagabundear» (1990: 614-619).

Cabe destacar que España a principios del XVIII no formaba parte del itinerario del gran tour emprendido por los hijos de buenas familias que disfrutaban un recorrido por países extranjeros para completar su educación. La península no despertaba mucho interés y había quedado marginada de los circuitos turísticos, como subrayaba John Ray en el prefacio de su libro de viajes por Europa: «España es un país fuera del camino normal de los viajeros y esos que lo han visto han animado muy poco a otros a que sigan su ejemplo» (1673: 7). En el último tercio del siglo XVIII esta situación cambia y numerosos extranjeros viajaron por la península y publicaron luego sus experiencias. En este momento la afición por el viaje -para conocer la propia España y luego otros países- empezó a apoderarse también de los españoles como se pone de manifiesto en Un loco hace ciento de Gálvez donde tres de los cuatro protagonistas masculinos han viajado al país vecino, dos de ellos con nulo aprovechamiento y quedando fanatizados por lo francés.

Los viajeros que visitaban España en muchas ocasiones llegaban cargados de prejuicios y varios autores denunciaron este hecho, como por ejemplo Azara en su respuesta a Swinburne6, que había publicado un libro de viajes que no dejaba en muy buen lugar al país:

Es tan perspicaz su penetración que, a los dos o tres días de haber entrado en España, ya había descubierto que todos los caminos eran malos; las posadas peores; el país, parecido al infierno, donde reina la estupidez; que ningún español tiene ni ha tenido crianza, sino los que han logrado la dicha de desasnarse con la «politesse» de los ingleses o franceses.


(Citado en Soriano Pérez-Villamil 133)                


Estos prejuicios y la visión subjetiva de los viajeros contribuían a confirmar la extendida idea de que «Europa empieza en los Pirineos», reforzando así la visión de una España atrasada, dominada por el tradicionalismo a ultranza, conservadora, pasada de moda y sin civilizar, como ponía de manifiesto Voltaire en 1766 al comentar que es un país del que se conoce tan poco «como de las regiones más salvajes de África. Pero no vale la pena conocerlo» (citado en Guerrero 1990: 15).

Los tópicos de la moda de viajar, la afectación y el desprecio que practican algunos viajeros al regresar de esos viajes, la oposición entre civilización y barbarie, la idea de cosmopolitismo y la sátira de la galomanía son elementos centrales que Rosa María Gálvez explota hábilmente en su comedia Un loco hace ciento consiguiendo el doble propósito de deleitar instruyendo que constituía el ideal propuesto por Jovellanos en su Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos y diversiones públicas (1790) al establecer que el objetivo del teatro debía ser «la instrucción y la diversión pública» (111).




El retorno de Francia en Un loco hace ciento: la manía afrancesada

El fin de fiesta Un loco hace ciento gira en torno a un sencillo argumento que ofrece jugosas posibilidades en el plano cómico. Don Pancracio, un hombre fascinado por Francia y todo lo francés, se empeña en casar a su hija Inés con el Marqués de Selva-Amena -quien supuestamente acaba de volver de un viaje a París- con el objeto de que la hija adquiera un título y pula sus modales adoptando el modelo francés de elegancia y civilidad. El problema es que la joven estaba prometida con Don Hipólito, de quien está enamorada y que también regresa precipitadamente de un viaje tras ser alertado por su novia de la situación. El hermano de Don Pancracio es un hombre montañés, tradicional y poco dado a las extravagancias, que no está de acuerdo con esos esponsales y piensa incluso en desheredar a la sobrina para evitar la boda. Inés, por su parte, resulta ser una mujer perspicaz y hábil que idea una treta para engañar al padre y al pretendiente afrancesados y conseguir casarse con el elegido de su corazón, Don Hipólito, personaje que representa el «hombre de bien» que sabe sacar provecho de los viajes sin caer en los excesos ridículos de otros. El tema, por tanto, daba pie a numerosas situaciones cómicas resultantes de caricaturizar las exageraciones del padre y el pretendiente cegados por la luz deslumbrante de todo lo procedente del país vecino.

La obra presenta bastantes concomitancias con otra comedia de Gálvez, La familia a la moda, donde también se plantea el conflicto entre tradición y modernidad, casticismo y afrancesamiento, triunfando el amor verdadero e imponiéndose la cordura frente a la galomanía identificada con el desorden y la inmoralidad. En realidad la diatriba contra la francofilia exagerada y la burla de esa fascinación por lo francés -especialmente en materia de lujo y moda- es una constante en la literatura dieciochesca. Autores como Feijoo, Cadalso o Ramón de la Cruz7, por citar sólo algunos, aluden en sus obras al ansia de poseer productos de lujo procedentes del país vecino, al uso de un lenguaje salpicado de galicismos o al empeño en ser moderno a costa de renegar de un españolismo que se percibe como rústico o pasado de moda. La fascinación por los productos franceses (ropa, cosméticos, perfumes, artículos de lujo) se identificaba con el gusto afrancesado y esta actitud se interpretaba como un ataque contra el genuino carácter español que se estaba contaminando de costumbres importadas.

La caricatura presente en Un loco hace ciento resulta cómica pero existe también una visión satírica que se tiñe de preocupaciones de tipo moral (crítica de las costumbres foráneas) y económico (la importación de productos franceses que se prefieren a los de producción nacional). La obra empieza presentando al padre protagonista durante su toilette, obsesionado por conseguir que el criado siga fielmente las instrucciones de figurines franceses en su aparatoso peinado, mientras que su futuro yerno llega con retraso tras haberse entretenido con el sastre. Con una sola pincelada la dramaturga logra representar a la perfección la monomanía de ambos personajes que choca con el buen sentido de Don Lesmes, el mayorazgo montañés impermeable a esa obsesión por la moda transpirenaica, que no desea que su sobrina «se case con un calavera, sólo porque ha estado en París» (11). El contraste entre el carácter español y la ridiculez afrancesada se establece desde el comienzo y la obra da indicios de su completa ortodoxia al ridiculizar aquel comportamiento que se considera digno de escarnio y burla. Uno de los momentos más cómicos de la pieza tiene que ver con el intercambio de regalos con motivo de los esponsales. Don Hipólito quiere sorprender a su aristocrático yerno regalándole dos «alhajas» que él mismo recogió en sus viajes: un frasquito con agua del Sena y otro con lodo de París. El padre lamenta a su vez que la tercera reliquia -una bolita de excremento de ánade- se la comieran los ratones. La risa se logra al presentar situaciones grotescas como la entrega de absurdos souvenirs procedentes del viaje imprescindible para pulirse en la capital francesa o la ridiculez de la moda francesa que propone colores tan estrafalarios como el «lodo de París» o el de «excremento de pato»8. Esta referencia permite a la autora inscribir un aspecto clave de esta crítica que es la preocupación por la adquisición de productos franceses en perjuicio de la economía española a través de la alusión admirativa a la capacidad de los galos para rentabilizar la fascinación que promueven sus productos:

PANCRACIO.-  En este botecito presento a vm. igualmente un poco del lodo de aquella capital de Francia, que ha dado nombre a tantos vestidos de petimetres, y que ha enriquecido a tantos mercaderes.

MARQUÉS.-  Ven a mi poder, maravilla exquisita. Observe vm., amigo, qué será un país, donde hasta del lodo se saca fruto para la industria, y fomento para el comercio.


(29)                


Lo cierto es que, además del perjuicio económico resultante de esa preferencia por productos extranjeros, se temía la importación de costumbres e ideas que pudieran corromper el carácter español tradicional, como sugería Feliú y Codina al apuntar que cada frasco de perfume importado de Francia traía consigo ideas subversivas procedentes de allí (1882: IV). A este respecto Bolufer Peruga subraya que junto a la interpretación tradicional de las teorías ilustradas sobre el «progreso» desde una perspectiva económica es preciso destacar que «el refinamiento de los modales, las formas de sociabilidad y los sentimientos se consideraban, junto con el desarrollo material, componentes esenciales en la definición de una sociedad civilizada» (2003: 8). En este sentido el espíritu de Un loco hace ciento insiste en oponer la «sociabilidad» caricaturesca frente a una identidad más equilibrada e «ilustrada» -encarnada por Hipólito y Lesmes- que no es sinónimo de atraso rústico sino de hombría de bien, mentalidad abierta y moderación, frente a la locura del padre y el marqués interpretada como un ataque a la moral y la tradición.

El tío Don Lesmes y la joven Doña Inés -a diferencia del padre y del aristocrático pretendiente- representan el desprecio ante esa actitud relamida y frívola que ostentan los viajeros españoles que regresan de correr cortes, como manifiesta la muchacha al rechazar su matrimonio con el Marqués de Selva-Amena acusando a éste de insustancialidad y falta de juicio, reprochándole especialmente «ese desprecio de todo cuanto no ha venido del otro lado de los Pirineos, esa afectación ridícula de los aires extranjeros» (19). Lo que se lamenta es que el viaje no haya servido más que para devolver a España viajeros presuntuosos y despreciativos de lo autóctono, lo que evidencia el fracaso del viaje. Esta cuestión se pone de manifiesto cuando Don Lesmes le pregunta al Marqués cómo ha dedicado su tiempo en París y su contestación evidencia la total ausencia de una orientación instructiva y didáctica porque que se ha preocupado únicamente del aspecto lúdico, sin producirse aprovechamiento alguno y provocando, en cambio, un deterioro en la personalidad del viajero que regresa cargado de afectación y retórica antipatrióticas:

He frecuentado mucho los teatros, he leído muchas novelas, me he perfeccionado en hablar el francés, he concurrido a aquellos brillantísimos paseos, he visitado los mejores sastres y modistas, he acudido de continuo a los cafés, y últimamente, amigo, he dicho mucho mal de mis majaderos paisanos.


(23-24)                


En consecuencia, el viaje del marqués ha sido perfectamente inútil desde el punto de vista de la «ilustración» porque no ha existido un propósito de aprendizaje sino que se ha volcado en aspectos sibaritas y mundanos, en definitiva, en el placer y no en el perfeccionamiento moral e intelectual. Por esa razón cuando el marqués intenta hacer valer ante Inés «la ciencia que yo he adquirido en mis viajes» (17) es rechazado por ella con repugnancia pues la joven está enamorada de don Hipólito, un hombre de bien que no peca de frivolidad, mientras que ve al marqués como un hombre sin seso y un mal ciudadano que reniega de propio país (11). El aristócrata llega a asegurarle a Inés que serán muy felices porque cada uno vivirá independientemente ya que su idea de «matrimonio a la francesa» implica una escasa convivencia de los cónyuges, ocupado cada uno en su propia agenda social y, de hecho, las únicas preocupaciones que tiene el Marqués con respecto a la convivencia marital son que su esposa hable francés y siga sus instrucciones en materia de moda y elegancia (17).

El viaje ilustrado se proponía como educativo y formativo porque las ciudades y los países que se visitaban eran percibidos sobre todo como objeto de estudio pero la «moda viajera» satirizada en esta pieza prefería un itinerario orientado exclusivamente al ocio, como muestra la descripción del marqués de su deambular por París. En Un loco hace ciento se critica precisamente la actitud ridícula adoptada por esos viajeros que vuelven fanatizados por su experiencia (24) y despreciando todo lo español. Se pone así de manifiesto lo absurdo de ese talante subrayando que, en realidad, esa noción de inferioridad de lo español es infundada, como evidencia la chistosa explicación que ofrece el marqués a Don Lesmes cuando éste le pide una prueba de la superioridad del país vecino y el joven le explica que, a pesar de la dificultad que tienen los españoles para aprender francés, cualquier niño parisino de cuatro años lo habla correctamente (25). Esta idea se relaciona íntimamente con el hecho de que numerosos libros de viajes por la península que se publican en esta misma época fueron «una vía para la propagación de imágenes nacionales estereotipadas» (Guerrero 1990: 16) que muchas veces eran más aceptadas dentro de los países criticados que fuera de ellos. Así, el marqués y su futuro suegro representan la conformidad con la representación de lo español a través de imágenes de rusticidad y atraso. En este sentido Don Pancracio y el marqués han quedado permanentemente seducidos por el espejismo de la civilización, el progreso, la elegancia y la cultura que ellos ubican fuera del territorio español. Ideas semejantes aparecían también reflejadas en la obra de José de Cadalso Los eruditos a la violeta (1772) en la que un anciano padre indica a su hijo la necesidad de estudio previo al viaje para conocer la historia, cultura, clima, leyes y características de los países a visitar. Frente a esto, el «erudito a la violeta» -encarnación del joven frívolo y de cultura superficial- coincide completamente con las aspiraciones del marqués de Selva-Amena en la comedia de Gálvez:

Id, como bala salida de cañón, desde Bayona a París, y luego que lleguéis juntad un consejo íntimo de peluqueros, sastres, bañadores, etc., y con justa docilidad entregaos en sus manos, para que os pulan, labren, acicalen, compongan, y hagan hombres de una vez. [...]Volveréis a entrar en España con algún extraño vestido, peinado, tonillo y gesto, pero, sobre todo, haciendo tantos ascos y gestos como si entraréis en un bosque, o desierto. Preguntad cómo se llama el pan y agua en castellano, y no habléis de cosa alguna de las que Dios crió de este lado de los Pirineos por acá.


(1967: 127-128)                


Cadalso y Gálvez ponen de manifiesto no sólo el fracaso del viaje como experiencia sino la degeneración de la personalidad del viajero retornado -por más que se privilegie el tono cómico- porque se genera una actitud antipatriótica y ridícula que confiere superioridad de forma acrítica y automática a todo aquello de fuera de las fronteras, recrudeciendo el «complejo de inferioridad» de la nación. El problema, por tanto, no es sólo que los viajeros extranjeros que se animan a finales del siglo a visitar España puedan tener prejuicios sino que los españoles que salen fuera se contagian también de la manía de criticar todo lo autóctono. En este sentido Rousseau recomendaba el viaje sólo a los hombres con buenas inclinaciones por considerar que la experiencia marca de manera definitiva al viajero, muchas veces negativamente ya que los jóvenes mal educados o conducidos tienden a contraer en sus viajes todos los vicios de los pueblos que visitan pero ninguna de sus virtudes (1990: 619). Según esto, el viaje del marqués ha sido un fracaso desde el punto de vista vital y ha devuelto a la patria a un hombre ridículo, afectado, superficial y desdeñoso de su país como él mismo pone de manifiesto al subrayar que es español por naturaleza pero «no por gracia ni deseo» (29), es decir, que se identifica espiritualmente con valores foráneos y cosmopolitas pero solamente en los aspectos más superficiales. El marqués está fascinado por la moda, la forma de hablar y el lenguaje gestual afrancesado pero no parecen interesarle demasiado el arte, la filosofía, la cultura o la ilustración francesa y europeísta. El aristócrata comparte su manía con Don Pancracio, el padre picado de la misma obsesión y empeñado en que el futuro yerno con el matrimonio pueda elevar a la hija del estado rústico y se encargue de «pulir este diamante bruto» (15) enseñándole los modales y las modas de París, lo que incide nuevamente en la idea de rudeza y tosquedad castiza frente al civismo transfronterizo.




La representación «teatral» del exceso galicista

Dado el empeño de Don Pancracio en casar a su hija Inés con el marqués, ésta y Don Hipólito idean una treta basada en el concepto de «actuación», convirtiéndose a sí mismos y al resto de las personas de la casa en actores de una pieza «teatral» casera que representa precisamente la pasión afrancesada de personajes como el padre y el aristócrata. La trama es un ardid de la joven que se niega a casarse con un hombre por las mismas razones que impulsan a su padre a elegirlo, es decir, el mérito de sus extravagantes vestidos y el desprecio de la patria (42). En consecuencia Inés propone utilizar el artificio teatral como forma de convencer a los demás de su propia ridiculez para casarse con el elegido de su corazón: «Venzamos esta preocupación por medio del artificio, preséntate mañana a mi padre cargado con todas las ridiculeces de un joven viajero aturdido, y por pocos instantes de fingimiento tienes segura la posesión de tu fiel amante» (47). De esta forma Don Hipólito que era antes de su partida «serio, reservado y acérrimo español» (12) se convierte en un actor que representa la extravagancia de Don Pancracio y el marqués de Selva-Amena con el objeto de convencerlos de su ridiculez utilizando sus propias armas. El primer señuelo que utiliza Hipólito al aparecer en la casa son los regalos que dice traer de París y que se ofrecen como paralelo a los souvenirs que el padre había ofrecido al otro posible yerno. El joven se presenta ante ambos como una copia exagerada de sus manías, afectando en primer lugar el olvido de la lengua materna y dirigiéndose a ellos en una mezcla ridícula de francés, español e italiano. Su vocabulario y sus gestos dramatizados sirven para reforzar la idea de «actuación» pues el espectador sabe que el joven actúa así porque ha sido informado por Inés de su inminente boda:

HIPÓLITO.-  O Monsieur Don Pancracio, o mon ami, serviteur tres-humble  (Haciendo afectadas cortesías al MARQUÉS.)  O Monsieur le Marquis, (Abrazándole y besándole.) Je suis ravi de riverderlos.

PANCRACIO.-  ¿Cómo? ¿También habla vm. en italiano?

HIPÓLITO.-  Oui. Esto es para la música. Me estoy acostumbrando tanto a estos idiomas, que apenas podré encontrar parolas con que explicarme en español.


(31)                


Don Hipólito utiliza en beneficio propio la pedantería del marqués y su suegro, ofreciéndose ante ellos como su reflejo sin que éstos, por su parte, sean capaces de interpretar correctamente su actuación pues lo toman perfectamente en serio y no captan el matiz burlesco del gesto y actitudes. El enamorado representa así en escena dos de los defectos de los rasgos que caracterizaban a los petimetres dieciochescos: un lenguaje salpicado de galicismos y una visión del cuerpo y el gesto íntimamente vinculada a lo teatral. Los petimetres como el marqués utilizaban su cuerpo como un maniquí con el que actuar, lo que explica su actitud afectada9. Al mismo tiempo los regalos del joven se convierten en el vestuario y atrezo para la actuación que se va a representar en esa sala de estar convertida en improvisado teatrillo.

Don Hipólito convence al marqués para que le ceda a su prometida ofreciéndole a cambio a su hermana que -según él- se ha criado en Francia y ni siquiera habla español. Al mismo tiempo le promete «iniciarle en todos mis conocimientos, y hacerle maestro en todas las últimas costumbres extranjeras» (34), seduciendo completamente al aristócrata con el pretexto de enseñarle los misterios de la moda francesa. A continuación Don Hipólito pasa a «disfrazar» a todos los miembros de la familia con la excusa de que son regalos procedentes de Francia, pero las acotaciones se encargan de poner de manifiesto que los artículos de moda no son más que un ridículo disfraz como puede verse en las descripciones de las prendas: «un pantalón ancho carmesí, con galón muy ancho de papel dorado» (35) para el rival, «una camisa de red con los agujeros muy grandes» para Inés (40) y «un saco» para la criada. La exhibición de esos atavíos a la moda de Francia (en realidad «disfraces» ridículos) culmina con el «vestido a la telégrafa» que Hipólito entrega a su suegro y que es, en realidad, un vestido con letras de papel dorado que rezan «Un loco hace ciento», mostrando así que la obsesión por la moda es absurda y el que enloquece por ella puede contagiar rápidamente a otras personas. La humorística puesta en escena del traje a la telégrafa posee varios niveles de significada aludiendo, por un lado, al hecho de que todo el mundo puede ver lo ridículo del atuendo y leer el lema impreso en el traje excepto el protagonista que no es consciente de su excentricidad. Por otra parte ese vestido con letras doradas subraya la visión inmemorial de la moda como asunto frívolo e irracional, una «locura» que, además, se propaga rápidamente por imitación. De hecho, cuando el marqués vuelve a la casa ataviado con los pantalones de galón dorado, confiesa que todo el mundo le ha seguido por la calle, suponiendo que se debe a su elegancia y modernidad en vez de a su extravagancia, probando así que es también otro loco incapaz de interpretar adecuadamente su propia apariencia porque su deseo de acatar los dictados de la moda francesa a cualquier precio le ha cegado el entendimiento. En este sentido la chistosa declaración de Don Lesmes tiene que ver con el hecho de que es el único capaz de ver las cosas como son y no entiende la locura que domina en la casa hasta que su sobrina le informa de que todo es un ardid ideado junto con su novio:

Quiero que vayan al instante a buscarme un coche de camino para irme a mi tierra, y salir de esta casa de locos. Todos, todos han perdido la chaveta. Mi hermano anda dando vueltas a unos espejos con un maldito vestido guarnecido de letras de carteles de toros, mi sobrina hecha una cigüeña, metida en una red de cazar pájaros, la criada envuelta en un saco con dos libras de almazarrón en la cara y una pieza de tafetán inglés repartida en lunares. Llamo a los criados, no me responden, salgo a buscarlos, los encuentro vestidos de máscara, y a vm. parece un pelele de carnaval.


(44)                


Cuando, finalmente, Don Lesmes accede a leer un documento que explica la treta -la carta de Doña Inés a su prometido- su actitud será de alivio, adoptando la jocosa resolución de seguir la broma y disfrazarse él también con una «casaca corta ridícula» y una «peluca de erizo» muy encrespada (48). Establecido ya el atuendo de los actores de esta peculiar farsa llega el momento de exponer el propósito docente de la broma y por esa razón Hipólito sale de escena para volver a entrar vestido de militar como correspondería al atuendo normal para una boda. Una vez firmado el documento del casamiento Hipólito explica que «mi vestido es conforme a mi carácter, y que los suyos nos son de moda en parte alguna» (53) obligando a su suegro a leer el texto escrito en su vestido para probarle su ceguera y su locura al aceptar mansamente el atuendo ridículo que su yerno ha hecho pasar por francés y a la moda sin ser ninguna de las dos cosas. El aprovechamiento de la lección por aquellos a quienes iba dirigida es desigual pues el marqués se presenta como un personaje obstinado que abandona la casa tras ofrecerle Hipólito la mano de su hermana «una joven juiciosa, que jamás ha estado en Francia» (55), mostrando así que el correctivo no ha tenido éxito con él. Don Pancracio, en cambio, es capaz de reconocer su error, afirmando que «tu remedio es doloroso como una cantárida, pero ha llegado a tiempo de salvar la vida del enfermo» (56), poniendo de manifiesto que acata la enseñanza moral de la obra que, como se subraya explícitamente en el texto pretende «desterrar este defecto» al tiempo que se ofrece la pieza para «diversión del público» (56) logrando a la perfección el propósito de moralizar divirtiendo.




Civilización y barbarie: el ciudadano del mundo

En 1752 Lord Chesterfield advertía a un amigo de que visitar la península era una insensatez, advirtiéndole que «España es seguramente el único país de Europa que ha caído más y más en la barbarie en proporción en la que otros países se han civilizado» (citado en Freixa 1994: 69). Joaquín Aguirre en 1759 insistía también en la conveniencia de que todos los tratados firmados entre la corona española y las otras naciones europeas recogieran un artículo referente a la igualdad recíproca de trato entre los nacionales de distintos países porque en esos momentos los demás países trataban a los españoles «como a indios de la Europa» (citado por Soriano Pérez-Villamil 1980: 135).

Estas referencias aluden al tópico de la oposición entre civilización y barbarie, enfatizando que en las coordenadas europeas del siglo XVIII «España representaba, hasta cierto punto, una frontera cultural que marcaba por el Sur el límite de la civilización europea» (Bolufer Peruga 2003: 5). Por ello se la percibía como «africana», pobre y poco poblada, mientras que los ciudadanos de a pie eran considerados superficiales e ignorantes (Soriano Pérez-Villamil 1980: 132). No es casual, además, que ambos vocablos -civilización y barbarie- se incorporen al diccionario precisamente en el siglo XVIII (Neyret 2003) y se repiten reiteradamente en Un loco hace ciento identificando lo español con la rusticidad y el atraso y con el hecho de tener el pelo de la dehesa (15), frente a la modernidad, elegancia y refinamiento foráneos y franceses por definición. Lo francés y lo cosmopolita se iguala con la civilización mientras que España es bárbara, tal y como dejaban entrever las citas de Aguirre, Voltaire y Lord Chesterfield entre otros. No obstante, se hace preciso subrayar que la obra destaca que los personajes que abrazan esa ideología son «figurones» ridículos que al final reciben un cómico escarmiento.

El planteamiento de Un loco hace ciento resulta atractivo por la forma en que resuelve el contraste entre lo civilizado y lo bárbaro. Don Pancracio intenta convencer a Don Lesmes de las bondades de Don Hipólito -de quien renegaba como yerno hasta que éste finge regresar de París cargado de regalos y aquejado de fervor antipatriótico, ganándose la simpatía del suegro- y lo presenta a su hermano alabando el hecho de que el joven «conociendo nuestra barbarie por la experiencia de sus viajes, se propone civilizar la España» (38, mi énfasis). El conflicto, por tanto, se percibe como una lucha entre lo viejo y lo nuevo, el pasado vernáculo y el porvenir extranjerizante, lo autóctono y lo cosmopolita pues para ser exponente de la ilustración y civilización extranjeras se hacía preciso renunciar a lo patrio identificado con «lo gótico»10 y anticuado, como finge creer Hipólito para granjearse el beneplácito de su suegro y poder casarse con Inés:

¡Oh mon amí! Deje vm. de ponerse en ridículo, dudando de las ventajas que he adquirido en el giro de mis viajes. He perdido aquella predilección por las máximas de nuestros antiguos, he aprendido a cuidar de mi persona, y la sé adornar con elegancia, ya no me explico con la sencillez ridícula que lo hace todo el mundo, he abjurado de los restos góticos que veneran los españoles; en una palabra, me he refundido de modo que sólo aparece en mí la ilustración extrajera.


(38)                


Para este «figurón» que es el viajero petulante, la civilización y la elegancia se absorben espontáneamente tras haber visitado Francia mientras que no haber salido de España es sinónimo de ordinariez y salvajismo como plantea el Marqués al proponer que el simple hecho de haber respirado aquel aire ha sido capaz de transformarle en un individuo moderno y civilizado. La paradoja es que Don Hipólito demuestra que el aristócrata sólo ha estado en la aldea de Oloron y no ha pisado la capital francesa, acusación de la que el Marqués se defiende constatando que el aire transpirenaico puede alterar de manera radical a una persona, civilizándola y sacándola de su gótico atraso: «Si no he estado en París, no importa: he estado en una aldea corta de la frontera, y el haber respirado aquel aire me ha civilizado, acicalado y compuesto de manera de manera que donde quiera que yo me presente, seré el objeto de la común celebridad» (54).

En Un loco hace ciento se repite varias veces este tópico de la oposición entre civilización y barbarie que en el siglo XIX se convertirá en un discurso crucial a la hora de articular la problemática de la identidad y cultura hispanoamericana11. La postura de Gálvez -reflejada en los personajes de buen sentido como son Inés, Hipólito y Don Lesmes- ofrece, no obstante, la singularidad de resolver ese conflicto entre civilización y barbarie proponiendo una idea de reconocimiento y aceptación de la diversidad que se pone de manifiesto en el diálogo que mantiene Don Pancracio con su criado Ginés al principio de la obra mostrando dos puntos de vista antitéticos:

PANCRACIO.-  [...] ¡Ah! Ginés: todavía estamos por conquistar.

GINÉS.-  ¿Cómo es eso, señor? Pues yo he leído, no me acuerdo dónde, que nos han conquistado tantas veces, y tantas castas de gentes diversas…

PANCRACIO.-  ¡Ignorante! ves ahí la prueba de nuestra incivilización [...] ¿Qué tienen que ver las conquistas que hicieron los cartagineses, los romanos, los godos, los sarracenos, con lo que yo quiero decir? Mira, bruto: decir que estamos por conquistar, es dar a entender con buen modo, que los españoles somos salvajes.


(8, mi énfasis)                


La dialéctica que se establece en este diálogo muestra dos visiones radicalmente opuestas. Por un lado están quienes creen -como el marqués y Don Pancracio- que España es símbolo de falta de civilización, salvajismo y barbarie y eso hace necesario vilipendiar a la nación constantemente, pero por otra parte la alusión de Ginés -personaje que resulta bastante más creíble que su amo- alude a un pasado rico y multicultural que podría ser utilizado positivamente a la hora de interpretar la idiosincrasia de la nación española, un país en el que diversas culturas han ido dejado su impronta a través de los siglos. Si el Marqués subraya con afectación que «es preciso algo más de civilización» (22), despreciando todo lo español, el comentario de Don Lesmes plantea más bien una superación de la dialéctica entre civilización y barbarie procurando una comprensión de la otredad y una valoración de la diversidad que muestra un espíritu abiertamente ilustrado y verdaderamente cosmopolita al proponer que «todo hombre es ciudadano del mundo, en todas partes puede instruirse y formar su espíritu» (28). Este comentario del tío montañés, conservador y pro-español, demuestra no sólo su rechazo de la actitud endiosada de su hermano sino una firme convicción de que «no existen caracteres nacionales fijos e inmutables, ni cualidades esenciales distintas de las comunes a toda la humanidad» (Bolufer Peruga 2003: 10). Si atendemos al comentario de Ginés que rescata en positivo toda la herencia de los pueblos que han pasado por la península y añadimos la idea de «ciudadanía global» que propone Don Lesmes, la dicotomía civilización/barbarie se disuelve, una idea bastante radical si tenemos en cuenta que Gálvez hace este planteamiento en 1801 y que el tema de la barbarie todavía tiene una amplia proyección en el siglo XIX. Este rechazo de la conocida oposición entre la civilización y la barbarie, proponiendo un ideal cosmopolita que defiende la tradición y la historia de España sin necesidad de atacar lo extranjero inhabilita el concepto de otredad subalterna, priorizando la aceptación de la diversidad12. Una idea similar aparece expuesta en El pensador de Clavijo y Fajardo donde se subraya que el hombre que ha viajado puede ser útil a su país si es capaz de aprovecharse de esa experiencia mediante la observación y la imitación de lo positivo, comparando lo foráneo y lo autóctono para ver «lo que le falta y lo que le sobra, toma de cada pueblo lo que le parece más digno de ser imitado y más análogo al genio de sus compatriotas y acierta mejor en los métodos que han de conducir a una reforma que introduzca lo que falte y destierre lo que dañe» (citado en Guerrero 1990: 31).

El planteamiento que hace Don Hipólito al final de la obra, cuando Inés y él han conseguido llevar adelante su artimaña «teatral» para engañar a todos y conseguir casarse, vuelve a resaltar estos mismos ideales de universalidad y cosmopolitismo proclamando el mérito idéntico de todas las naciones, afirmando el valor de lo nacional sin negar por ello la importancia de lo francés y demostrando así que su sátira no está dirigida contra Francia -de la que se veneran sus luces- sino contra aquellos españoles que niegan a la patria su verdadero valor. El sentimiento de la obra, por tanto, no es antifrancés sino que se critica el fanatismo de algunos ciudadanos que no han sacado ningún aprovechamiento de sus viajes ni son capaces de reconocer aquellos valores objetivos que posee la nación:

HIPÓLITO.-  [...] Mi intención ha sido corregir su fanatismo [...] Desengañémonos, amigo, todas las naciones tienen su mérito en las artes y en la ilustración, no es mi ánimo ahora decidir por cuál está la ventaja, pero ¿por qué los españoles preocupados han de negar a su patria las que le concede la naturaleza, y aprecian los mismos extranjeros? No es, no, contra ellos esta útil lección, venero sus luces y sus talentos, que hasta el mismo marqués si, como dice, hubiera estado en París, y tratado los verdaderos hombres sensatos, conocería con otro aprovechamiento muy diferente.


(54)                


En el personaje de Hipólito se logra por tanto conciliar patriotismo y españolismo con respeto y valoración de lo extranjero, algo que concuerda con el ideal de ciudadanía universal y, de alguna manera con el lema de la revolución francesa: libertad para los esclavos (Zinda), igualdad y fraternidad entre las naciones (Un loco hace ciento). La idea de europeísmo y ciudadanía global constituye en sí misma una negación de la dicotomía civilización-barbarie que se revisa en esta obra en clave humorística. La obra de Gálvez sirve de cauce de expresión de una motivación a un tiempo cosmopolita y patriótica que se vuelve a subrayar en el último párrafo de la obra con la declaración de que ese fin de fiesta es resultado de «los desvelos de una española amante de su nación» (56).








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