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Civilización y cultura

Miguel de Unamuno





Hay un ambiente exterior, el mundo de los fenómenos sensibles, que nos envuelve y sustenta, y un ambiente interior, nuestra propia conciencia, el mundo de nuestras ideas, imaginaciones, deseos y sentimientos. Nadie puede decir dónde acaba el uno y el otro empieza, nadie trazar línea divisoria, nadie decir hasta qué punto somos nosotros del mundo externo o es éste nuestro. Digo «mis ideas, mis sensaciones» lo mismo que «mis libros, mi reló, mis zapatos», y digo «mi pueblo, mi país» y hasta «¡mi persona!». ¡Cuántas veces no llamamos nuestras a cosas de que somos poseídos!

Lo mío precede al yo; hácese éste a luz propia como posesor, se ve luego como productor y acaba por verse como verdadero yo cuando logra ajustar directamente su producción a su consumo.

Del ambiente exterior se forma el interior por una especie de condensación orgánica, del mundo de los fenómenos externos el de la conciencia, que reacciona sobre aquél y en él se expansiona. Hay un continuo flujo y reflujo difusivo entre mi conciencia y la naturaleza que me rodea; que es mía también, mi naturaleza; a medida que se naturaliza mi espíritu saturándose de realidad externa espiritualizo la naturaleza saturándola de idealidad interna. Yo y el mundo nos hacemos mutuamente. Y de este juego de acciones y reacciones mutuas brota en mí la conciencia de mi yo, mi yo antes de llegar a ser seca y limpiamente yo, yo puro. Es la conciencia de mí mismo el núcleo del recíproco juego entre mi mundo exterior y mi mundo interior. Del posesivo sale el personal.

Innecesario es que aquí me dilate en explicar cómo el ambiente hace al hombre y éste se hace aquél haciéndose a él. El hombre, modificado por el ambiente, lo modifica a su vez y obran uno sobre otro en acciones y reacciones recíprocas. Puede decirse que obran el ambiente sobre el hombre, el hombre sobre el ambiente, éste sobre sí mismo por ministerio del hombre y el hombre sobre sí por mediación del ambiente. La Naturaleza hizo que nos hiciéramos las manos; con ellas nos fabricamos en nuestro mundo exterior los utensilios y en el interior el uso y la comprensión de ellos; los utensilios y su uso enriquecieron nuestra mente y nuestra mente así enriquecida enriqueció el mundo de donde los habíamos sacado. Los utensilios son a la vez mis dos mundos: el de dentro y el de fuera.

Da vértigo fecundo al hundirse en este inmenso campo de acciones, reacciones, mutualidades, sonidos, ecos que los refuerzan y con ellos se armonizan, ecos de los ecos y ecos de estos ecos en inacabable proceso, ecos que hacen de resonadores, inmensa comunión de mi conciencia y mi naturaleza. Todo vive dentro de la Conciencia, de mi Conciencia, todo, incluso la conciencia de mí mismo, mi yo y los yoes de los demás hombres.

Importa mucho sentir en vivo, con honda comprensión, esta comunión entre nuestra conciencia y el mundo y cómo éste es obra nuestra como nosotros de él. El no comprenderlo bien lleva a concepciones parciales, como es en mucha parte la que se llama concepción materialista de la Historia, en que se convierte al hombre en mero juguete de las fuerzas económicas.



Se han provocado recientemente empeñadas discusiones acerca de la selección y la herencia, negando unos la transmisión de los caracteres adquiridos y atribuyendo a selección mucho de lo que a herencia se atribuye. Reducida la cuestión de la biología general a la sociología, es ésta: ¿es el ambiente social o el individuo el que progresa?

Cabe en rigor sostener que, desde los griegos acá, pongo por punto de partida, lo que ha progresado han sido las ciencias, las artes, las industrias, las instituciones sociales, los métodos e instrumentos y no la capacidad humana individual, la sociedad más bien que el individuo, la civilización más que la cultura. Cabe sustentar que en el momento de nacer no traemos ventaja alguna de mayor perfección sobre los griegos antiguos; que heredamos en el ambiente social y no en nuestro organismo íntimo ni en nuestra estructura mental, el legado de la acumulada labor de los siglos. Y cabe sostener, por el contrario, que con el progreso del ambiente social ha ido en mayor, en menor o en igual grado, el de las congénitas facultades del individuo, que la civilización y la cultura marchan de par mediante acciones y reacciones mutuas.

Nadie puede poner en duda que, aun destruidos los artefactos todos de la mecánica, quedaría entera y viva la ciencia que los ha producido y vive atesorada en mentes humanas, quedaría viva y transmisible. Son dos cosas muy distintas la transmisión por el organismo corporal de una mayor capacidad mental y el hecho de que aun destruida la exterioridad de una civilización quedara viva y transmisible la interioridad de la cultura. Junto a esto es de poca importancia la transmisibilidad o no transmisibilidad de la mayor capacidad mental que pueda adquirirse.

¿Sabéis la civilización toda que una lengua lleva hecha cultura, condensada en sí a presión de atmósferas espirituales de siglos enteros? Palabras hay muchas que son órganos atrofiados y los órganos atrofiados recobran a las veces la función si la necesidad de ésta rebulle en el organismo. Un hermoso fondo de verdad hay en la conseja del pobre padre que, perdida la mujer, y viéndose aislado y solo con el hambriento mamoncillo en brazos, lo estrechó a sus pechos y logró a fuerza de amor, de fe y de esperanza que diera su sangre leche salvadora por las atrofiadas mamas.

De la semilla nace el árbol, y éste da otra semilla, preparando a la vez la tierra circundante para que la reciba. La semilla contiene en sí el árbol pasado y el futuro, es lo eterno del árbol. Semillas somos los hombres del árbol de la humanidad. El hombre, el verdadero hombre, el que es un hombre, todo un hombre, lleva en sí, heroico Robinsón, el mundo todo que le rodea; con su cultura civiliza cuanto maneja.

Se ha dicho que en la aurora de la Edad Media no estaban los hombres más adelantados que en la de Roma, negando así, en rigor, el progreso. Lo eterno de Roma llevaba la incipiente Edad Media en su seno.

Con frecuencia se saca a relucir a este propósito la famosa teoría de los ricorsi o reflujos de Vico, los altos y bajos en el ritmo del progreso, los períodos de descenso tras los de ascenso, los de decadencia tras los de florecimiento. Y aquí entra la condenada concepción lineal1 que hace se esquematice el progreso en una serie de ondulaciones ascendentes.

No, no es eso; es una serie de expansiones y concentraciones cualitativas, es un enriquecerse el ambiente social en complejidad para condensarse luego esa complejidad organizándose, descendiendo a las honduras eternas de la Humanidad y facilitando así un nuevo progreso; es un sucederse de semillas y árboles, cada semilla mejor que la precedente, más rico cada árbol que el que le precedió. Por expansiones y concentraciones, por diferenciaciones e integraciones, va penetrando la Naturaleza en el Espíritu, según éste penetra en aquélla. Las civilizaciones son matrices de culturas, y luego éstas, libertadas de aquéllas, que de placentas se convierten en quistes, dan origen a civilizaciones nuevas.

De la civilización se condensa la cultura, precipitado de aquélla; las instituciones sociales fomentan el progreso de la socialización; pero la misma complicación externa creciente acaba por ser embarazo y principio de muerte. La letra, que protege y encarna el espíritu naciente, lo mata adulto. Así sucede también que la palabra, que engendra y cría la idea, la sofoca por fin, muere la palpitante carne osificada por el dermato-esqueleto en que se ha convertido la capa de que brotara.

Es un terrible momento de malestar aquel en que se siente la opresión de la matriz. Al hundirse a su propia pesadumbre las civilizaciones exteriores, el mundo de las instituciones y monumentos del ambiente social, libertan las culturas interiores, de que fueron madres y a que ahogan al cabo.

¡Espectáculo triste para los espíritus románticos el de la ruina de una civilización! ¡Espectáculo triste, pero hermoso! Como los hombres, nacen, viven y mueren las civilizaciones, se desintegran como se integraron. Y deben morir para que fructifique la cultura que condensaron, como debemos morir los hombres para que nuestras obras fructifiquen. Sin la muerte serían infecundos nuestros esfuerzos, podrían ensancharse, mas no dar fruto. Se deshace una civilización; pero, ¿no han de llevar en sí los elementos desintegrados una complejidad más rica que aquellos otros de que brotó la integración de que procedieron? Los hombres de la aurora de la Edad Media, los hijos de la decadencia del Imperio, ¿no llevaban condensado en su espíritu lo eterno de Roma? ¿No eran más complejos que los rudos fundadores de la República romana?

La doctrina de la evolución se ha llevado a la química y hay filósofos químicos que enseñan que los llamados cuerpos simples son producto evolutivo. Las evoluciones cósmicas hacen evolucionar los átomos. Desde los primitivos e hipotéticos átomos primarios, de materia prima o como quiera llamársela, a los últimos e irreductibles componentes de los actuales elementos simples, ¡qué de mundos se habrán hecho y deshecho! ¡Quién sabe si a fin de cuenta, cuando se haga polvo este nuestro pobre mundo y vuelvan a nebulosa sus civilizaciones todas, quedará como remanente, como fruto de tanto penar y de tanta vida, un nuevo cuerpo simple químico, un radical hecho irreductible! ¡Uno a lo más, unos cuantos!

Estamos ya en pleno sueño de metafóricas hipótesis, y soñemos. Al hacerse un mundo polvo no sería pequeño progreso el de haberse enriquecido los elementos simples con que arrancó de la nebulosa. Si empezó con sesenta y acaba con sesenta y uno, ¡enorme progreso! Enorme progreso, porque el mayor número de combinaciones que permite un nuevo elemento más hace posible un mundo más perfecto. Y las nuevas combinaciones pueden no ser posibles, sino a condición de deshacerse las viejas.

Y aun ésta es una concepción sobrado mecánica, muerta. No, no es eso, sino es que cuando un mundo ha realizado su contenido potencial todo, cuando se ha hecho polvo, debemos creer que cada molécula de ese polvo, verdadera mónada, lleva en sí el mundo todo viejo y otro mundo nuevo, mundo que brotará libertadas las pobres moléculas del viejo mundo cuya eternidad llevan en sí.

«¿El fin de un mundo el átomo, según esto?», dirá alguien. Y diré: «No; el átomo, no; los átomos todos y el nuevo mundo que llevan en potencia».

¡Hermoso fruto de una civilización la adquisición de un nuevo elemento irreductible, de un nuevo átomo social, uno solo, aunque no sea más, de un nuevo hombre, de una nueva idea! Un nuevo tipo específico humano, una nueva idea viva, permiten un nuevo mundo sobre las ruinas del viejo.

¡Un hombre nuevo! ¿Hemos pensado alguna vez con recogimiento serio en lo que esto implica? Un hombre nuevo, un hombre verdaderamente nuevo es la renovación de todos los hombres, porque todos cobran su espíritu; es un escalón más en el penoso ascenso de la humanidad a la sobre-humanidad. Todas las civilizaciones sólo sirven para producir culturas, y que las culturas produzcan hombres. El cultivo del hombre es el fin de la civilización, el hombre es el supremo producto de la Humanidad, el hecho eterno de la Historia. ¡Qué hermosura el ver surgir de los detritos de una civilización un hombre nuevo! Da el árbol moribundo su suprema semilla, se hunde, y podrida su madera, sirve con los rastrojos de su follaje de mantillo fomentador del árbol nuevo. Un hombre nuevo es una nueva civilización.

No tiene sentido alguno racional el preguntar si es la sociedad para el individuo o éste para aquélla, porque yo soy sociedad y la sociedad es yo. Los que oponen entre sí los términos de socialismo y anarquismo, socialismo e individualismo, sociedad e individuo, son los que creen es cuestión alguna la enorme simpleza aquella de «¿cuál fue antes, el huevo o la gallina?». Este antes es el sello de la ignorancia.

¿Si es el individuo para la sociedad o ésta para aquél?, preguntas. La cosa es clara: el para, la finalidad, no tiene sentido sino tratándose de conciencias y voluntades; el para es volitivo, lo natural es el cómo; lo intelectual el porqué. El para apunta a mi conciencia, el mundo y la sociedad son para mí, pero yo soy sociedad y mundo, y dentro de mí son los demás y viven todos. La sociedad es toda en todos y toda en cada uno.

Largos siglos de luchas, de dolores, de esfuerzos, de educación y de trabajo han sido necesarios para producir la civilización actual, matriz de nuestra cultura. Y al cabo de los siglos la civilización oprime a la cultura que nos ha dado, las instituciones ahogan las costumbres, la ley sofoca el sentimiento que encarnó.



Todo lo externo de la civilización es la matriz que contiene los elementos de cultura aún no individualizados, aún no hechos nosotros mismos, todo lo que está por organizar, las reservas nutritivas de nuestros espíritus. Pero contiene a la vez los detritos, residuos y excrementos, y cuando éstos sobrepujan a aquellos otros elementos, la desintegración empieza y avanza.

Hay que ayudar a la secreción y fomentar el proceso descompositivo; hay que libertar la cultura de la civilización que la ahoga; hay que romper el quiste que esclaviza al hombre nuevo.



Todo lo que de una manera turbia y meramente sugestiva dejo escrito intentaré aplicarlo al examen de no pocas caras de nuestro presente estado de desintegración social, estado en que tanta fresca integración se anuncia, al examen de la oposición entre la ley externa, legal, y la interna y viva, de gracia, la de nuestra conciencia, al del simbolismo, al del heroísmo y el culto a los héroes, al de tantas otras cuestiones.

¿Qué temen esos hombres de poca fe amilanados ante la carcoma gigante que va haciendo polvo viejas instituciones? ¿No llevan en sí mismos, en el hondón de su alma, lo eterno de ellas, su semilla viva? Si fueran, como dicen, cristianos, creerían que es el cristiano un extracto de esta civilización y que hay que libertarle de ella, desprenderle de su ya podrida placenta, para que dé todo su fruto. Si fueran, como dicen, liberales, creerían que es el liberal un nuevo tipo humano que ha de formar un nuevo mundo sobre la desintegración del viejo. Pero no creen nada; carecen de la verdadera fe, la fe en la fe misma, la fe pura.

Robinsones llenos de fe, de esperanza y de amor, dejemos el viejo suelo que nos osifica el alma, y, llevando en ésta el viejo mundo concentrado, su civilización hecha cultura, busquemos las islas vírgenes y desiertas todavía, preñadas de porvenir y castas con la castidad del silencio de la Historia, las islas de la libertad, radicante en la santa energía creadora; energía, orientada siempre al porvenir; porvenir, único reino del ideal.





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