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ArribaAbajo Los pazos de Ulloa

Novelistas españoles contemporáneos


Novela original, precedida de unos apuntes autobiográficos

Por

Emilia Pardo Bazán

TOMO I

Barcelona

Daniel Corteza y Compañía, editores.

(Nueva campaña (1885-1886), Madrid, Fernando Fe, 1887, págs. 215-237)


I

Nada de lo copiado tiene desperdicio. Los señores Cortezo y compañía, de quien yo no puedo hacer grandes elogios porque podrían creerlos interesados los maliciosos, han emprendido la publicación de una nueva Biblioteca, que ahora se inaugura con la más reciente novela de mi buena amiga Emilia Pardo Bazán. La casa Cortezo quiere publicar, en tomos que no sean de lujo139, pero sí decentes, de papel bueno y de impresión esmerada, las novelas que vayan escribiendo los «mejores novelistas españoles».

El intento no puede ser más digno de aplauso; pero desde luego se puede anunciar que ha de encontrarse con graves dificultades140, insuperables algunas. Galdós, que es el mejor de todos nuestros novelistas, por voto poco menos que unánime, es editor de sus obras siempre, y las proposiciones que habría que hacerle para que le tuviese más cuenta dejar sus libros a la Biblioteca de Cortezo, serían tales como no puede resistirlas el pobre mercado literario español, que si ahora empieza a merecer ser tomado en cuenta, todavía está muy lejos de ofrecer serios caracteres de garantía para las salidas de una industria viable. Pereda, otro buen novelista, de los buenos de verdad, aunque más accesible que Galdós en materia editorial, tampoco puede ceder un libro sin exigencias muy legítimas, pero bastante caras. Valera y Alarcón... no sé lo que pensarán; pero nada hace esperar por ahora que tengan ánimo de escribir novelas141. ¡Ojalá Dios les toque en e l corazón! Y si lo dejan (de Valera no lo creo) porque temen no ser apreciados como merecen, prueben y verán; que si salen a la luz Sombreros de tres picos, Niños de la bola (a pesar de sus grandes defectos), Pepitas Jiménez, Doctores Faustinos, el público y la crítica, o lo que haga sus veces, acogerán con entusiasmo tales obras sin ponerse a observar con qué uniforme vienen, si traen el traje blanco y azul del idealismo, o el verde y rojo del naturalismo.

Si se retraen por el miedo a la moda, se engañan142, porque también el naturalismo es ya una antigualla; dígalo si no el decadentismo y el flamante simbolismo, que si aquí aún no han hecho ruido, empezarán pronto. ¡La moda, los ismos! ¡Vade retro143! Todos hemos pecado, arrepintámonos todos. ¡Viva el arte, vivan los artistas! Es absurdo, casi criminal, contribuir a que por el triunfo pasajero de una manera, de una tendencia, siquiera traigan nuevos o renovados elementos legítimos, se dé por arrinconado y gastado a un ingenio todavía lozano. Mientras Víctor Hugo vivió y escribió (y escribió hasta morir), el romanticismo vivía (sin contar con la vida que se deja en los hijos), vivía, dígase lo que se quiera, fuerte y con bríos en sus obras, grandes todas ellas, aunque unas más que otras. Si Feuillet parece anticuado, como lo prueba La muerta, es porque Feuillet era un ingenio enfermizo144, una flor delicada, que tenía el gusano de la falsedad metido en lo más hondo. No se mira para llamar viejas o jóvenes a las obras de arte, al expositor ni a las reglas a que obedecen, sino a la fuerza viva de que nacen145, a su origen natural, no abstracto, al ingenio del autor. Si éste permanece lozano, lozana es la obra.

Otro ejemplo: si Tamayo es todavía el mismo que escribió el Drama nuevo y Locura de amor... venga al teatro, como vino Ayala en pleno Echegaray a gozar sus mejores laureles después de diecisiete años de retraimiento. Denos una Consuelo Tamayo, aunque sea monja, y verá si la aplaudimos. No vale hablar de ambiente irrespirable, de público enemigo; no hay más enemigos que los majaderos, pero a esos ya se les taparía la boca, aunque viniesen con fórmulas modernísimas recalentadas. La letra mata, el espíritu vivifica; y el espíritu es el que siempre se les escapa a los sectarios tontos... ¿A propósito de qué diría yo todo esto? ¡Ah, sí146! A propósito de la biblioteca nueva de Cortezo. Pues bien: después de lo expuesto, sólo me queda volver a elogiar el buen propósito de estos diligentes e ilustrados editores y desearles un buen éxito, que será de tanto mayor mérito cuanto más difícil147.

Si algo vale para el porvenir de una empresa el empezar con pie derecho, eso tiene adelantado la Biblioteca de novelistas españoles contemporáneos. Su primer tomo es una obra hermosa por varios conceptos. En ella nos da la famosa autora de la cuestión palpitante, por vía de introito, unos apuntes autobiográficos escritos con pluma pulquérrima, amable ingenuidad y original manera. No era de esperar en esta autobiografía, publicada en lugar de un prólogo y cuando quien la escribe no ha llegado ni a la cumbre de su gloria, ni a los treinta y cinco años de edad, una historia de su vida exacta, minuciosa y profunda. La señora Pardo no cuenta de su existencia más que los sucesos y pensamientos que tienen relación directa o indirecta con el arte.

El carácter de la ilustre gallega no se presta tampoco a esas introspecciones psicológicas que llevó al extremo el ya célebre catedrático ginebrino Enrique Federico Amiel, del cual dice el satírico Bergerat que se pasó la vida mirándose el ombligo. Para caer en tales obsesiones se necesita tener una clase de talento, y sobre todo un temperamento muy distinto del que me complazco en observar, siquiera sea larga distancia y sin haberla visto nunca148, en mi estimada compañera de naturalismo y fatigas.

El abuso de la observación psicológico-egoísta, la contemplación de la egoidad (como decía Salmerón hace años en cátedra, con gran escándalo de su discípulo M. Pelayo), llevados al quietismo, no pueden ser abismo en que caiga espíritu tan vividor, retozón, sensible a las impresiones forasteras como el de Emilia Pardo149. A fuerza de mirarse uno mucho a sí mismo, llega a no verse, o a verse multiplicado. Amiel confiesa que él llegó a reconocerse como «una caja de fenómenos», y krausista español hubo que se vio siendo uno con Dios como si tal cosa. Emilia Pardo no es así; su admirable salud moral y material (tal vez una misma) la tiene de por vida apartada de semejantes honduras peligrosas. Si los libros anteriores, aún los que por su asunto la llevaron más cerca de las profundidades psicológicas, no probaran cuán firmemente está aquel ánimo agarrado a la superficie de la tierra, de la realidad quiero decir, demostrarían estos apuntes en que se nos revela, antes que nada, la historia de la educación de esta mujer, tan sin ejemplo en España150. Llega a interesar, hasta enternecer, la narración de las aficiones literarias de Emilia151, de sus vicisitudes y etapas. Tiene, a su modo, un gran parecido esa historia con la de Robinson fabricando por sí solo todo lo necesario para poder sustentarse en su isla desierta152. Isla desierta era España para una española decidida, por vocación seria, constante153, a ser un espíritu de varón fuerte y sabio. Con elocuencia que iguala tal vez a la de aquella famosa fábula popular, nos revela nuestra autora las fatigas que le costó aprender lo que sabe, siendo mujer y siendo española154.

Considerando desde este punto de vista, la personalidad de Emilia Pardo Bazán siempre tan simpática155, inspira nuevo, fortísimo interés, adquiere más relieve y originalidad, y merecería un estudio psicólogo-individual profundo... si en España hubiera quien cultivara el género. Pero volviendo a lo que indicaba, en esa misma historia de las aficiones y lectura y (sic) de la notable escritora156, se echa de ver cuanto más la interesa el mundo que los recónditos rincones del alma propia. Afán de saber, de recorrerlo todo, de perfeccionar estudios de un género con el complemento de otros afines; un cultivo extensivo del espíritu, por decirlo así: esto se nota sin más que atender a los datos suministrados con hermosa ingenuidad por ella misma. Una suprema depurada curiosidad transcendental podría llamarse el impulso constante que la mueve.

Se trata, al fin, de una mujer que quiere verlo todo en la ciencia, como otras quieren verlo todo... en un almacén de ropa blanca. Nada de eso quiere decir, y es en rigor ocioso advertirlo, que se trate de un espíritu superficial, en el sentido corriente de estas palabras, sino de un temperamento de exuberante fuerza asimiladora, que necesita mucho aliento, que consume mucho y vive a expensas del ambiente que busca afanoso, y no de su propia sustancia. Por eso mismo es el de doña Emilia un espíritu tan sano...

Y no me perdonaría yo estas psicologías, tal vez impertinentes, si no las disculpara el servirme para comenzar la segunda parte de mi artículo, esto es, el análisis, siquiera sea rápido, de Los pazos de Ulloa, y de camino de los caracteres que predominan en el talento de Emilia Pardo Bazán en cuanto novelista. Pero, recordando que escribo en un periódico que necesita mucho sitio para la política, y que la materia restante exige no poco espacio, por mucho que yo abrevie157, déjolo por hoy, prometiendo terminar dentro de ocho días.




II

Hace pocos días leía yo un artículo reciente de M. Brunetière uno de los críticos de la Revue de Deux Mondes, artículo que tiene por asunto la influencia de las mujeres en la literatura francesa; y se me ocurría aplicar aquellas reflexiones del crítico, y sus datos, al asunto que pronto había de dar materia a mi pluma158: la novela de Emilia Pardo Bazán. Dice Brunetière que la literatura francesa debe a las mujeres literatas y a las que sin serlo amaron las letras y reunieron en sus salones a los escritores notables de su tiempo, muchas de las buenas cualidades que todos los pueblos cultos le reconocen, y también muchos de los defectos que son incorregibles159.

La mujer necesita claridad, sencillez, pulcritud para entender y poder decorosamente atender.

De aquí, en gran parte a lo menos, las condiciones de una literatura que quería agradar a las damas: orden, proporción160, elegancia, estilo exacto y diáfano, corrección y gracia.

Pero de aquí también la necesidad de rechazar muchos modos de decir que podrían ser enérgicos, pero no cortesanos, no propios de un salón parisién, y además (y esto es lo más triste) la necesidad de prescindir de varios asuntos, entre ellos los más importantes de la vida161. Y entre otros, recuerda Brunetière un ejemplo histórico que confirma lo dicho. Cada vez que en la tertulia de Mme.162. Geoffrin la conversación «menaçait de s'émanciper... sur l' autorité, sur le culte, sur la politique, sur la morale, sur les gens en place ou sur les corps en crédit, la maîtresse de la maison s' empresait d' arrêter les imprudents d' un: Voilá qui est bien! Et de les envoyer, comme le disait elle-même, faire leur sabbat ailleurs».

En España no hay salones como el de Mme. Geoffrin o el de Rambouillet, ni siquiera como el de la princesa Matilde o el de Mme. Adam; y los que haya que remotamente pudieran ser comparados a esos, no influyen en nuestras letras; mas si por este lado para nada nos sirve la referencia apuntada, tráigola a cuento pensando que Emilia Pardo es escritora y es dama, y dama tan pulcra y de tan exquisitos gustos y aristocrático trato como la primera que use de estas cosas sin exagerarlas. Y aquí el conflicto es mayor; porque si los escritores franceses de que el crítico habla, trataban tales o cuales asuntos limitados por su deseo de agradar a las mujeres de los salones163, y en determinada forma, también por agradarlas, para poder ser leídos por ellas, mayores serán los esfuerzos que Emilia Pardo ponga en agradarse a sí misma, en poder ser leída por la dama distinguida que lleva siempre consigo. Por mucho que un escritor quiera sacrificar al buen éxito entre las mujeres, más estará dispuesta a conceder a las condiciones del sexo la mujer misma.

Si las filosofías de Caro, v. gr., deben, como quiere la malicia, su optimismo elegante y algo lánguido a la coquetería, al deseo de gustar al eterno femenino, ¡cuánto más se mirará en sus filosofías una mujer que ante todo quiere continuar siendo una señora, una dama española! ¿Y el naturalismo de Emilia? Se dirá: ¿y su defensa de Zola164? ...Eso no es nada. Sólo los necios o los espíritus groseros, o mal intencionados han podido pensar que la ilustre gallega necesita descalzarse el guante para escribir apologías del naturalismo según ella lo entiende.165

Monja profesa podría ser, y escribir como escribe y lo que escribe166. Obispos y Arzobispos han sancionado muchos de sus escritos, y los que no han autorizado libres los dejan correr sin condenarlos ni explícita ni implícitamente167. Por eso ella dice siempre que hace falta, «católica era, católica soy»; y en punto al decorum, que diría Cristiano Tomassio, no sospecha, y hace bien, que haga falta defenderse, pues en esta materia sólo tienen voto las personas decentes y ni una sola puede tener duda sobre el caso.

En suma, que Emilia Pardo se prohíbe a sí misma todo lo que no consentiría que pasara en sus salones. Y está bien, y así debe ser, y no será de otra manera168.

Pero de aquí nace, fatalmente, una limitación de varios aspectos, que si en todo tiempo y en toda literatura es lamentable, lo es mucho más en nuestros días, en nuestra patria y... en el género de la novela a que Emilia Pardo parece más aficionada, y en que hasta ahora exclusivamente ha trabajado169.

Empecemos por lo último; por el género de novela que cultiva170. No le gusta soñar en voz alta; si tiene visiones, las guarda para sí, y sin maldecir de la pícara psicología como el famoso Zola (psicólogo-artista de primera clase, a su modo), sí mira nuestra autora con cierto desdén los intereses del alma171, prefiriendo siempre la luz de fuera, las formas plásticas, y en el ineludible argumento, someras relaciones sociales, y, cuando más, estudios de caracteres sencillos y aún vulgares172. Nadie achaca a pobreza de ingenio, ni menos a falta de penetración, tales preferencias; es que Emilia encuentra la naturaleza más digna de atención que el hombre interior, y los personajes de sus novelas, con algunas, pocas, excepciones, son ejemplares del bípedo implume, que no es el gallo desplumado del Cínico, sino el más alto representante de la evolución en lo Zoológico173, pero al cabo parte del paisaje, como un ciervo, un rebaño de carneros o un corral de gallinas.

Y aún metida a pintar la vida humana, lo hace como Bufón en sus graciosas descripciones de las costumbres de los animales, y a lo sumo con el interés del sociólogo positivista que nos estudia por manadas o por piaras, según su gusto.

Todo eso está bien y es muy legítimo, y un modo de escribir y entender las cosas como otro cualquiera174. Así lo entienden, o dicen entenderlo, Zola y otros muchos. Pero es el caso que en esta clase de literatura es necesario herrar o quitar el banco. No basta decir: yo no quiero llegar a ciertas exageraciones175. Será exageración el dejar que se impriman palabras sucias, el pintar cuadros demasiado gráficos, el describir lo obsceno; pero en lo demás176, a que también se llama exageración y no lo es, está lo principal.

Una señora española que no quiere dejar, no ya de serlo, sino de parecerlo, no puede escribir una novela como Nana o como Safo. Diciéndolo así, me explico más pronto.

Sin necesidad de ahondar para ver si hay (yo creo que sí) en el ingenio de Emilia Pardo las cualidades necesarias para escribir en el género que prefiere novelas interesantes de cosas de fuerza suficiente para hacer sentir y reflexionar; sin necesidad de detenerse en esto, digo, se puede predecir que siempre serán obstáculo para que las obras de imaginación de tal clase que escriba la señora Pardo Bazán suban al alto mérito que les corresponde177, las condiciones socia les en que vive esta mujer y los miramientos de varios órdenes que muy legítimamente se cree obligada a guardar.

Estas verdades que me complazco en exponer de este modo dogmático y seco, porque cuento con la perspicacia de la muy ilustre dama, con su modestia verdadera y su amistad firme, podrán sonar a censura arbitraria y fantástica en otros oídos, no en los suyos. Demasiado sabe ella lo que quiero decir, y que de la claridad y brillo de su ingenio no es de lo que se trata.

Emilia Pardo, con la vida que hace y que forzosamente tiene que hacer, siendo quien es, no puede conocer ni a los hombres, ni a cierta clase de mujeres, como es indispensable para escribir verdadera novela del mundo178. Tenemos ya tres limitaciones: no puede nuestra dama hablar de ciertas cosas, aunque las conozca más o menos, por ser ella quien es; no puede hablar en la forma que ellas exigen de otras materias que179, con un poco de atrevimiento, le es lícito abordar, y además, hay muchos asuntos, los más y mejores de los que debe pintar la novela realista social, que no puede conocerlos Emilia Pardo por causa de las exigencias de su sexo y de su posición en el mundo. Es cierto que el novelista más analítico y más experimental inventa mucho, adivina muchísimo (y este es el sello de sus facultades de novelista); pero aún así180 el punto de partida es la realidad, la observación, si no minuciosa y técnica (que no sobra), profunda, constante y muy extensa.

Pues con ser muy importantes para el resultado todas esas limitaciones que la necesidad impone a nuestra autora, todavía hay otros obstáculos de más cuenta y de los cuales hay que hablar con más cuidado181, con mayores miramientos, si cabe, pues existe algo más respetable aún que el decoro de una dama: la susceptibilidad de un creyente sincero. Ese pudor de la fe, como pudiera decirse, que se encuentra en algunas almas piadosas, es una especie de virginidad del espíritu, acompañado en ocasiones de la inocencia -encanto sobre encanto-. Manchar esta pureza es obra de groseros varones que hablan en negro catedrático y torturan conciencias y marchitan ilusiones celestiales con la misma frescura con que un aguador de pies de apóstol y zapatos con herradura podría pasearse por un campo de violetas sin sentir siquiera el perfume de sus víctimas182. Siempre recuerdo con agradecimiento y dulzura de espíritu la suavidad con que D. Nicolás Salmerón tocaba a nuestras conciencias de adolescentes cristianos en su cátedra; suavidad y delicadeza sólo superadas por el tacto exquisito y espíritu evangélico de D. Francisco Giner183, mi constante maestro.

Yo aprendí de ellos a respetar convicciones, y el mayor ultraje que me hizo, tal vez sin saberlo, el conde de Toreno184, al negarme una cátedra que era mía, fue la implícita sospecha de que yo fuese un librepensador como el boticario Lomais de Flaubert, capaz de apedrear y despedazar con las herejías que a mí me se ocurriesen185, el fanal en que guardaran su fe mis discípulos.

Va todo esto delante, porque al tocar ciertas materias, jamás me perdonaría que la señora Pardo, mi amiga, me creyera imprudente, o mal intencionado, o falto de tino186. No lo tema: la buena fe me ayudará en esta parte delicada e importante; y espero que si lee el próximo artículo (ya tiene que ser otro), el último de fijo, no se verá en la precisión de mandarme, aunque lo sienta... faire ailleurs mon sabbat.




III

Tiene razón Valera cuando dice en su último artículo de la Revista de España187, que la teoría del arte por el arte es buena dentro de sus límites, y que para darla por tal es preciso entenderla de un modo profundo, pudiéndose, en fin, escribir mucho sobre la materia. Sí, es verdad; el arte por el arte, como puede entenderlo Valera, es doctrina segura y fecunda en bienes de varias clases; pero el arte por el arte, entendido como lo entiende y puede entenderlo Cánovas (véase su prólogo a los Autores dramáticos contemporáneos), es doctrina baladí que degrada la poesía. Todo lo que dice Cánovas respecto del teatro y de su condición de juego (toma la palabra de la estética de Schiller, entendiendo mal la idea de este poeta, y peor el alemán)188, tiende a rebajar la importancia del arte y a arrojarle de su categoría.

Emilia Pardo, que también cree que la producción de lo bello se basta para ser algo importante, sin necesidad de propósitos ulteriores, no piensa por esto que el arte sea un puro entretenimiento, ni siquiera, aún reconocida la grandeza de su propio fin, actividad aislada de todo lo demás de la vida. El arte no puede menos de recibir influencias y de influir en otras esferas; y así como es muy legítima la reclamación del artista que ante todo quiere ser juzgado como tal, no lo es menos la pretensión del historiador y del crítico literario que buscan relaciones de coordinación y subordinación entre la obra artística y lo demás de la vida actual, y no aprecian el valor de esa obra, ni aún el intrínseco, el técnico, prescindiendo de todo mérito relativo a grandes elementos de la realidad que no son el arte mismo.

Yo creo firmemente que esa fórmula del arte por el arte está en cierto modo anticuada, y que sirvió perfectamente para combatir la literatura didáctica, y también en parte la tendenciosa, no es útil ante los propósitos de las nuevas generaciones artísticas189, que rechazan -es claro- la obra de tesis, así como suena, pero que reconocen que lo positivo, lo real, lo natural, han de estar, aún más que en el contenido artístico190, en el intento, y que ese intento vive, y debe vivir, y tiene que vivir, en solidaria existencia con todo lo demás, que es el artista, amén de poeta. Y prescindir de esto es renegar de lo natural, de lo real, en el punto y momento en que más importa191.

Cuando a mí me consta que un escritor tiene ideas propias y un sentimiento vivo y original respecto de los más grandes asuntos de la vida y de la realidad toda, no puedo decir que las obras maestras de ese escritor sean aquellas en que no veo nada de lo que medita y siente el autor tocante a los más interesantes objetos.

Nótese que lo que se desea ver no es la opinión192, mejor, las opiniones; no se le pide que forzosamente sostenga, por modo artístico siquiera, una causa, una religión, una filosofía, un sistema político o social, etc., etc. Esto puede hacerlo o no hacerlo, según el género de su inspiración, de su estilo, de su temperamento. Pero las ideas, los sentimientos193, las impresiones, los conceptos, no son las opiniones; son el alma vista por dentro, son la forma de la factura de un espíritu que es parte de la realidad psíquica de su tiempo, de su pueblo, de su raza, de su comunión, de lo que fuere.

Leo a Flaubert en sus novelas, y a pesar de su programa de impersonalismo, cumplido casi al pie de la letra, y sin que haya en esto contradicción, veo en esas novelas todo lo que necesito para conocer las ideas, el carácter espiritual, hasta el temperamento del autor en relación a los más graves asuntos.

Y, en efecto, leo después sus cartas a Jorge Sand y otros amigos; leo lo que estos dicen de él, y en De Camps, en Goncourt, en Zola, en Guy de Maupassant y tantos otros, encuentro, lo mismo que en esas cartas194, lo que yo había visto ya confirmado, documentado, explicado, dilatado, pero en el fondo lo mismo. ¿Qué libro habrá más impersonal (técnicamente), que Bouvard et Pecuchet? Y sin embargo, se podría reconstruir sólo con él195, no las opiniones de Flaubert, pero sí los rasgos principales de su espíritu en las múltiples relaciones del pensar, del sentir y del querer con los más interesantes aspectos de la realidad, en cuanto ésta puede estar en contacto con el alma196.

Y confieso humildemente que en las novelas de doña Emilia no se ve esto. No veo ideas sentidas ni sentimientos reflexionados; no veo el alma de esta señora, que tanto tendrá que ver. Veo a la mujer de gran talento, de suma habilidad, que aparece en la autobiografía; a la gran curiosa, a la sabia y erudita, a la dueña del idioma, a la maestra del estilo, a la dama de aptitudes universales, que no fue música porque no quiso, coincidiendo en este odio al pentagrama con Hugo, Gautier, Zola, Goncourt y otros muchos autores modernos; que lo mismo habría de discutir con el señor Calcaño que rivalizar escribiendo la vida de Cristo de Umbría con Carlos Hasse; la dama que pinta197, la dama que tiene correspondencia con medio mundo literario, la dama que viaja, la dama que examina bibelots en un bazar y pergaminos en una biblioteca198, la crítica insigne, la novelista graciosa, discreta, perspicaz y con cien colores en la pluma; veo mil maravillas en un microcosmos...

ma la gloria non vedo...

es decir, también veo la gloria, pero es la gloria de los laureles, la gloria como premio que nadie disputa y que no hace al caso199; lo que no veo es la gloria que yo busco.

De Alfredo de Musset se ha dicho que eran sus obras un hermoso paisaje... pero sin cielo. En Musset, dado que ese cielo faltase, se explicaría el defecto fácilmente: el autor de Namouna no creía en el cielo.

Si en la novela de la ilustre gallega falta lo celestial -no lo celeste-, no es por motivo análogo, sino porque la autora, de propósito sin duda, busca argumentos y sesgos y puntos de vista en que huelgue todo lo que yo llamo celestial, y es claro que no es precisa, y menos exclusivamente, el cielo200; es decir, la mansión de los bienaventurados.

Sería absurdo decir que, dado los asuntos escogidos por Emilia Pardo en sus novelas, y el corte dado a la materia, se echa allí de menos, sin atender más que a la lógica de las narraciones, nada de eso que yo recuerdo. Es claro; como que nunca será falta de habilidad, ni impotencia, ni inopia lo que se note en la autora; si así fuera, ya me guardaría yo de echárselo en cara de ese modo201. Lo haría prescindiendo de hablar de sus obras, como voy prescindiendo de examinar las de otros. Lo que yo digo es que Emilia Pardo no quiere enseñarnos su espíritu en sus novelas202, y para ello se abstiene de penetrar en la sustancia de las cosas; y a riesgo de parecer inferior a sí misma203, publica libros de arte en que se le ve menos que en sus mismas obras críticas; es decir, el peor defecto de un poeta, si no fuera que aquí se trata de un deliberado propósito.

No fijándose bien en todo esto, algunos dicen que vale más Emilia Pardo como crítico -o crítica- que como novelista. Yo no lo diría así. Diría que hasta ahora se ha dejado ver más como escritora de opiniones -crítica- que como artista. ¿Por qué? ¿Por falta de ingenio, de habilidad para expresar lo hondo, lo importante, lo celestial, como antes decía? No. ¿Por falta de materia, por no tener nada que mostrar y defender y hacer interesante? Tampoco. ¿Por puro capricho? Menos. ¿Por qué?

Renuncio a contestar a esto, porque hacerlo cumplidamente, y con la delicadeza que el asunto exige204, sería obra muy larga y dificil.

Yo sólo puedo decir que el gran dogma, verdaderamente moderno, de la tolerancia, me impone tales miramientos; que a veces un hombre bien intencionado se ve en la obligación de pasar por ecléctico sin serlo205; como pasa Renán por un dilettante en filosofía, siendo su doctrina y su espíritu de tolerancia cosa muy superior a todos los dilettantismos y a todos los eclecticismos206.

Yo veo la legitimidad de la reserva que noto en las obras de Emilia Pardo207, y no me atrevo a decir nada que pueda parecer como una invitación a cambiar de conducta. Aparte de que, como dice muy bien un discretísimo crítico francés, joven, pero de gran consejo208, un escritor verdadero no puede, aunque quiera, prescindir de las tendencias que, aún contra su ánimo, trae consigo la inspiración; y aún si lo logra, movido por la eficacia de la crítica, se perjudica, se disloca209, se violenta y deja el camino verdadero. Sí, es verdad: más vale que el talento siga su marcha natural, con todos sus inconvenientes y límites, espontáneamente, oyendo voces interiores y obediente al impulso de la fuerza misteriosa ya adquirida210. Por eso en este caso me abstengo, -aparte de aquel otro motivo- de dar consejos, de suplicar, en bien del arte211, cambios que a mí me parecen ventajosos.

Yo no hago más aquí que apuntar la observación de un hecho, señalar sus causas y los resultados.

Y después de tantas salvedades, ¿no me será lícito decir que no concibo la realidad partida en dos pedazos? Que no comprendo a mi buena amiga cuando dice que para los de tejas arriba le convenía la filosofía mística212, y para lo de tejas abajo el criticismo kantiano. ¡Tejas arriba! ¡Tejas abajo!

¡Ah, señora! ¿Y si lo más místico y lo más crítico fuera que no hay tales tejas? Yo creo en lo de abajo y en lo de arriba; pero en las tejas no creo213. Intelligenti pauca.

Y viniendo ahora a Los pazos de Ulloa, que ya es tiempo, declaro que no fue nunca mi propósito en estos artículos hablar de esa novela determinadamente, por la sencilla razón de que no se ha publicado de ella ni la mitad siquiera. Cuando la conozca entera, que pienso ha de ser pronto, terminaré las anteriores observaciones, y acaso me atreveré a ser más explícito. Y digo terminaré, porque dejo dos puntos de los señalados sin tratar ahora. Había dicho que el género de novelas que doña Emilia cultiva214, pide por su condición atrevimientos que ella no tiene, y algunos que no puede ni debe tener. Pero además señalaba exigencias análogas en el tiempo y en el país en que la señora Pardo Bazán escribe. Y estos son puntos que no pueden exponerse en pocas palabras. Quédense, pues, para la segunda serie de estos artículos, o sea para el día en que conozcamos el segundo tomo de Los pazos de Ulloa.

De los cuales por ahora sólo he de decir que prometen ser la mejor novela de su autora.

En el lenguaje y en el estilo se nota, con la maestría y corrección de siempre, más vigor y habilidad que nunca215; el argumento es, por lo visto, más interesante, y en su exposición hay la habilidad que se apreciaba ya en Un Viaje de Novios216. El arte con que nos presenta al héroe, especie de Quinto Fixlein católico, a lo que parece, y la fuerza significativa de las primeras escenas, demuestran grandes adelantos en la habilidad técnica, que es cosa mucho más importante de lo que juzgan algunos pobres hombres (y mujeres) que han oído naturalismo y no saben donde, y creen que eso de imitar la realidad es coser y cantar, y comenzar por donde quiera y como quiera. Doña Emilia, talento de primer orden, está por encima de estas aberraciones, y sabe que ahora y siempre inflar un perro o escribir una obra de imaginación que pueda tenerse en pie, es más difícil de lo que piensan los que van a buscar inspiración en la moda, y maña y fuerza en las reglas, peor o mejor entendidas, de retóricas nuevas, que, como las antiguas217, tienen parte buena y parte mala.

El escenario de Los pazos se parece al de Bucólica, preciosa narración en que la discretísima dama coruñesa ha puesto, a mi entender, lo más exquisito de su ingenio y de su maestría artística... A no ser que Los pazos lleguen a ser, como puede esperarse, joya aún más excelente. Dios lo quiera, o, mejor218, lo haya querido.

Y antes de concluir, pido perdón a mi ilustre amiga, y a mis lectores también, por estos tres interminables y no terminados artículos, donde apenas hablo de la materia que les da título219.

Sírvame de excusa para todos estos extremos, y otros, la buena intención con que he escrito.




Lecturas

Los Pazos de Ulloa


I

(La Ilustración Ibérica, n.º 213, 29-I-1887, págs. 70-71)

Este es el nombre de la última novela de mi buena amiga Emilia Pardo Bazán, y, en mi opinión, ha llegado el momento de felicitar de todas veras a la ilustre escritora gallega por la demostración palmaria de sus facultades notables como artista. Sí; bien se puede decir ahora sin ningún género de reservas: Emilia Pardo sabe escribir buenas novelas. Y no es decir poco; cada día va exigiendo más el gusto delicado y tal vez gastado de aquella parte del público cuyo voto merece ser tenido en cuenta. Una concurrencia que de día en día crece, de verdaderos talentos, de artistas de la palabra y hombres de poderosa fantasía, suficiente estudio y buen seso, ha llegado, fuera de España, principalmente en Francia, a convertir en obra de romanos lo que antes fue bien fácil, a saber: hacerse oír y admirar con un libro de mérito, especialmente con una novela. Julio Lemaitre, muy simpático escritor, joven todavía y ya crítico de influencia en París, se quejaba no ha mucho de la especie de hastío que causa tanta literatura amena que sin llegar a las alturas del genio tiene que ser calificada de excelente si se le quiere hacer justicia. Algunas de estas obras que salen a docenas cada año, casi cada mes, merecerían para los críticos, según Lemaitre, el título de obras maestras... si fueran del siglo pasado. Sí; es indudable, (con la observación se puede aprender), ha subido mucho el nivel general del talento artístico, y al lado de la concurrencia inofensiva de lo malo y de la algo más alarmante de lo mediano, se nota ya la concurrencia aterradora de lo bueno, que sólo puede parecer insignificante al genio. Esto es fuera de España, ya lo sé, pero como el público español, que algo entiende de estas cosas, es público francés también, y compra y lee los libros franceses a los pocos días, a las pocas horas a veces, de ser publicados, también se puede decir que a nuestra España se extienden los resultados de esa concurrencia.

Los que aquí leen con algún criterio y gusto son los mismos que conocen la literatura contemporánea francesa igual o más que la de casa. ¡Y para que una novela española interese todavía a estos lectores se necesita tanto!

¡Hay tantos maestros! Además de la novela francesa e inglesa que son muy conocidas y tantos grandes nombres ofrecen, hay algo bueno en la novela italiana, bastante en la alemana, algo en la norteamericana... y, como si fuéramos pocos, la moda de la novela rusa que impera hoy en París hasta el punto de que uno de sus principales propagandistas, de Vogüé, ya habla de excesos, esta moda comienza a extenderse por España y ya hemos leído todos nuestro Gogol y nuestro Tolstöi (sic) y ya sabemos de memoria las tristezas y las aprensiones del ilustre desterrado de Siberia que trajo de allá su visión terrible de La casa de los muertos. La novela rusa es hoy una obsesión general, y eso que los más tenemos que saborear los primores de aquella literatura bajo la palabra de honor de los traductores, franceses los más, que no siempre traducen como el decadentista o simbolista Merice. Pues Los pazos de Ulloa, en medio de tal concurrencia y a pesar de esta justísima curiosidad que despiertan Las almas muertas y La guerra y la paz, etc. etc., se abre su camino en el cerebro y en el corazón del lector y llega a lo más profundo y allí arraiga.

Siempre ha pintado bien el campo de Galicia y la vida en aquellas aldeas la propietaria de la Granja, pero jamás ha llegado a la perfección de ahora. Lo que en Bucólica es delicada flor, es aquí fruto cierto. El campo de los que han vivido en él y saben sentirlo de veras no es el de las églogas o idilios, ni el de los viajeros impresionistas que toman la naturaleza por un panorama y sólo hablan ante los cuadros que ofrece la ancha tierra, de efectos de luz, de tonos, de matices, de perspectiva, alabando a Dios como a un Poussino o un Claudio de Lorena en grande. Tampoco es el campo para el artista que sabe vivir en él, lo que es para el novelista naturalista a priori, que va por el mundo copiando la naturaleza con su caja de colores de estilo, como un pintor de paisajes. Este tal podrá recoger algo de la verdad, lo pictórico, pero la poesía campestre es mucho más que eso. Un modernísimo humorista alemán, Ricker, burlóse de una sociedad de autores naturalistas que salen al campo, armados de pluma y papel como curial que busca embargos, a guisa de fotógrafos ambulantes capaces de retratar al mismo sol; burlóse, sobre todo, de un impresionista que en mitad de una callejuela sorprende a una zafia zagala y la obliga a servirle de modelo para un retrato al estilo; pasmada la aldeana se está quieta un momento, pero pronto se aburre, adivina lo ridículo de la escena y volviendo la espalda al pintor de pluma, azótase en aquella parte de su cuerpo que cierta heroína de Zola enseñaba al sol poniente, y huye, riéndose a carcajadas del naturalista. Sin tales burlas, y hablando muy seriamente, me decía Pereda, cuando vino por Asturias, que, según él, no puede el novelista que quiere copiar la poesía de la naturaleza comprenderla y sentirla en un viaje de recreo o de observación; que eso puede bastar para pintar una fábrica de hilados o de fusiles, pero el campo, su vida, sus costumbres... necesitaba otra cosa... Es verdad, no es poeta del campo el que quiere, ni para que una novela pueda llamarse aldeana, basta figurarla en la aldea; es necesario que el escritor conozca la vida rústica y sobre todo haya sentido los efluvios misteriosos de su encanto inefable. El autor de un idilio o el de una poesía romántica que usan de la naturaleza como de un teatro, como de un telón de fondo, no necesitan penetrar en la vida del campo como penetra Virgilio en las Geórgicas como penetra Gogol (ya pareció el ruso), al pintarnos en el canto de su poema, que él mismo tenía por su obra maestra, la vida de Costanjoglo el perfecto agrónomo; como penetra, estaba por decir, el mismo Marco Porcio Catón, en su libro de Re rustica... porque es de advertir, que el campo no deja por completo de ser en el arte paisaje de abanico, aquellos lugares comunes que irritaban a los Goncourt como una colección de cuadros vulgares, sino cuando se ve en él la poesía utilitaria al lado de la pictórica. Así como en la arquitectura entra por mucho en la impresión puramente estética y en el juicio de este orden el elemento de lo útil, también en el campo, para el observador artista que siente y ama y comprende toda la verdad poética del asunto, es elemento muy interesante el fin útil... digámoslo de una vez, la industria agrícola.

Podrá esto parecer una blasfemia estética a un idealista de esos que visten el uniforme de ordenanza, el blanco, el talar, puramente pitagórico, pero a cualquier persona de buen sentido que haya leído las Geórgicas, v. gr., o el canto XVI de Las almas muertas, le será fácil entender lo que quiere significar con esa especie de boutade o salida agronómica. Yo no niego la poesía exclusivamente decorativa de la naturaleza, sirviendo, como quiere Hugo Blair, para entonar por el contraste o la armonía la expresión de los sentimientos; comprendo que se describa el bosque en que el cíclope o el fauno preparan una emboscada a la virginidad pastoril, deprisa y corriendo, y sólo como lugar de la escena, pero no se me niegue tampoco que el campo da de sí más poesía que ésta, y aún más que aquella otra en que se le toma como aliciente, como una música sugestiva que eleva el alma a la contemplación del dilletante, o a la del místico, etc., etc.. Al fondo, al último y más rico jugo de la poesía campestre no se llega hasta que se la toma tal como es, tropezando enseguida con sus relaciones utilitarias. ¡Y qué sincera, noble, inefable poesía nace de aquí! Por eso es la obra maestra de Virgilio, en algunos conceptos, un poema que se ha llamado malamente didáctico; por eso son páginas sublimes, de una belleza fuerte y originalísima aquellas en que el pícaro Tchitchikof (el Quijote-Sancho ruso), se enternece muy de veras oyendo en Costanjoglo la explicación de la verdadera economía rural220. «No es por la ganancia, -dice el barina-, por lo que hago todo esto; lo esencial es el placer que esta vida me procura; el dinero, el dinero al fin y al cabo no es más que dinero, un producto como los demás» ...Costanjoglo, pinta, no el arte por el arte, ni el arte por lo útil, sino la belleza de lo útil... por el arte. Profundísima estética a que sólo puede llegar con tan hermosa representación, el genio. Por lo que sé de La Terre, la novela de Zola próxima a publicarse, el gran escritor francés también ha puesto en ella su tratado poético de Re rustica; su Tierra no es la tierra de los poetas de égloga (y aún en la égloga representa gran papel la majada, el queso, la leche, las castañas etc.), ni de los poetas laquistas, ni la Tierra del turista, ni la del filósofo asceta ni la del soñador oriental, sino la Tierra de las cosechas, la Tierra útil, Demetera.

Pero D.ª Emilia Pardo, que sabe, como el querido novelista montañés, el gran Pereda, amar el terruño, ver la poesía-útil del campo, nos pinta por este estilo su aldea de los Pazos, y con tal fuerza de verdad, y pruebas tales de sentir bien lo que describe, que es un asombro y un placer muy intenso, leer, devorándolos, aquellos capítulos en que se ve a la pobre Galicia con toda su miseria y con toda su hermosura natural, con su vida de vegetal mal cuidado, pero de vigorosa savia; Galicia fecunda entre estiércol, rica en nobles recuerdos, dotada por Dios de belleza inmortal y cubierta de harapos por los hombres. Inmundicia y harapos pinta sin miedo la insigne escritora, y no sólo los del cuerpo sino los del alma; y al lado de esto grandezas y hermosura espirituales, y hermosura y grandezas de la tierra en que nació y que tanto ama.

(Se concluirá).

CLARÍN




Lecturas

Los Pazos de Ulloa


(CONCLUSIÓN)

(La Ilustración Ibérica, n.º 214, 5-II-1887, págs. 86-87)

Si de toda realidad se puede hacer asunto de novela no es porque se haya descubierto que la novela puede ser prosaica, sino porque en toda realidad se puede ver poesía. La prosa, natural o escrita, nunca es arte (en el sentido en que aquí se emplea prosa, prosaico) y por eso tantos y tantos autores que se creen realistas porque copian (¡qué han de copiar!) lo que ven donde quiera, no son más que escribientes. Se puede ser realista y continuar siendo poeta a condición de ver la realidad como un artista. Emilia Pardo en algunas de sus obras de imaginación no siempre ha estado viendo como artista la realidad que imitaba, sino como observadora prosaica, y de aquí la inferioridad de ciertos cuadros, a pesar de la exactitud. En Los pazos de Ulloa, donde el escenario es, por decirlo así, el corral de un caserón de la aldea, tal vez ni un momento abandona a la autora la visión de lo bello.

Hasta ahora, entre nuestros novelistas contemporáneos de primera línea, sólo Pereda había sabido pintar en el campo el hombre del campo. Galdós jamás se lo ha propuesto: conoce y describe la naturaleza como paisaje, pero en la vida aldeana no ha intentado penetrar, ni creo que la haya estudiado todavía. Emilia Pardo en Bucólica ofrece una muestra de su aptitud para tal género, y en los Pazos prueba con cien argumentos de belleza que sabe también lo que es la aldea para un artista. Don Pedro, pseudo marqués de Ulloa, y todo lo que le rodea es puramente aldeano. Desde el primer capítulo conoce el que entiende de esto, que el novelista, sin idealizar el campo, le ha sabido encontrar su poesía natural. Idealismo y realismo son legítimos en la expresión literaria del sentimiento e idea que tenemos de la realidad; el idealismo es legítimo a condición de que al modificar el dato del sentido o de la observación y de la experiencia no salga de l a verosimilitud, o sea de la gran virtualidad ideal de lo esencial: el realismo es legítimo también en poesía a condición de ver en lo real no sólo lo que aparece en la serie de los fenómenos, sino la trascendencia ideal de que son expresión última y la más concreta. En Los pazos de Ulloa, sin admitir elementos de un subjetivismo poético extraño al escenario en que vive la acción, tenemos en abundancia poesía, y la tenemos en paisajes, animales, vegetales, sociedad, aldeanos, costumbres y caracteres.

No está reñida la naturalidad en la forma de la acción, en la marcha de los sucesos, con el arte de presentarlos de modo que exciten más y mejor el interés, y esto como se comprueba en los Pazos, donde todo pasa en una sucesión verosímil, jamás violenta, y, sin embargo, con sabia gradación y distribución de infalible buen efecto. Es claro que entre el arte de componer y el arte de la naturalidad en la acción debe sacrificarse, siempre que haya conflicto, el primero; mas siempre que por feliz accidente o a fuerza de habilidad el artista consiga hacer compatibles ambas excelencias, habrá miel sobre hojuelas.

Desde el primer momento nos importan las aventuras de aquel capellancico que echa sobre sus hombros la enorme carga de remendar la moral y la hacienda de los Ulloa, y que sólo consigue verse en recias tentaciones, y, por fin, víctima de sospechas tan calumniosas como de aparente verosimilitud. Pintar un alma de Dios, como es Julián, sin atribuirle género de robustez que no tiene ni en espíritu ni en cuerpo, y saber no obstante convertirle en héroe muy poético e interesante, es un triunfo que ha conseguido doña Emilia. Puede decirse que todo lo que se refiere a Julián está bien pensado, mejor escrito, y sentido con gran delicadeza y fina pasión poética. Con gracia original ha sabido la autora mostrarnos el amor que inspira Nucha al buen cura clérigo, sin asomo de escándalo, ni aún de malicia, sin un grano de mostaza de esa que suele picar más yendo entre líneas. Nada de esto; no era tal el propósito del artista; se enamora el capellán de Nucha, como el abate Mouret de Zola estaba al principio enamorado de la Virgen. Este amor singular de la Virgen, que muchos de los que hemos tenido una adolescencia cristiana, mejor diré, genuinamente católica, nos explicamos bien, es uno de los más admirables y misteriosos sentimientos entre los muchos misteriosos, dulcísimos y admirables que algún día estudiará una psicología-histórica, artística y laica, imparcial, pero religiosa, despreocupada, pero vidente, cuando se analice con cuidado y buena intención la gran riqueza espiritual del cristianismo.

Julián parece un Hamlet tonsurado, y reducido como es natural a la humilde condición de capellán gallego; Hamlet por la poca maña y energía con que maneja los negocios mundanos, y por su prurito de perderse en idealidades cuando sopla con más furia lo que llamaba el señor Cánovas el huracán de las circunstancias. Creo que este cura (Julián) es, como la novia de aquel Viaje, lo mejor que ha ideado y expresado Emilia Pardo en punto a psicología. Los apuros de nuestro hombre en aquel duro trance de Lucina, cuando sólo se le ocurre pedir a Dios ayuda para que Nucha, su Virgen, dé a luz lo que haya de ser con toda felicidad; su cariño a lo San Antón a la hija de su Virgen, y sobre todo, lo que pasa por su alma allá en el destierro, en la parroquia de los puertos, son otros tantos rasgos de maestro, que nos aseguran la posesión de un verdadero novelista más. Verdad y sentimiento hay también en Nucha, que si hubiera estado más dibujada poco tendría que envidiar al clérigo. Tal como es, interesa mucho y prueba observación exacta, auténtica, de muchas emociones e ideas que no es fácil adivinar por intuiciones vagas e indecisas. Don Pedro es el retrato acabado de que ya tantos apuntes había hecho en libros anteriores nuestra autora. Si le admiro menos que a Julián es porque no nos hace conocer, como éste, nuevas fuerzas de la novelista; en este arte plástico que pinta a los hombres que tienen tanto de hermosos animales Emilia Pardo ya había probado con fortuna su habilidad. Sabel, las hermanas de Nucha, el mayordomo, el clero aldeano, don Eugenio singularmente, todos, o casi todos los actores de segundo término, merecen alabanzas por la corrección de los perfiles y la frescura del color. Aquel ergotismo de sobremesa de los buenos párrocos arranca espontáneas carcajadas y después se hace alabar y gustar por la exactitud con que están tomados los rasgos principales de esta clase de escenas. En los varios episodios de la caza y sus preparativos hay mucho que elogiar, y merecerían todo un artículo de análisis los pocos párrafos que se dedican, por vía de episodio, a la elocuente y muy poética espera nocturna de las enamoradas liebres a la luz de la luna.

Pero iba ya a concluir y no decía nada de Perucho, el pobre bastardo. Quédense en el tintero otras muchas cosas dignas de recuerdo, ya que no hay más remedio, pero no se olvide aquel Perucho, hijo hermoso del pecado, creación tiernísima en que han colaborado un pintor que imita bien a Murillo, un estilista émulo de los Goncourt... y una madre.

CLARÍN