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Clarín y Jovellanos

Yvan Lissorgues





Con motivo del centenario del Instituto fundado el 7 de enero de 1794 por Jovellanos «en aquella floreciente villa» de Gijón, Leopoldo Alas, en un largo artículo de Madrid Cómico1, confiesa con cierta tristeza y algún punto de remordimiento, pero con su habitual honradez intelectual: «Nunca he escrito nada acerca de Jovellanos, ni siquiera he dedicado el estudio asiduo, profundo y diligente que se necesita para escribir de semejante hombre». En medio de este artículo de tonalidad más bien lírica manifiesta el deseo de resarcirse de lo que se le aparece en aquel momento como injusticia, pero lo hace con el humor y la ironía de quien se conoce y sabe que no es dueño del ritmo de su vida:

Yo, que también sueño, me figuro que algún día (el del juicio a la hora del crepúsculo vespertino) tengo los suficientes ahorrillos para no necesitar escribir a tanto la pieza en los periódicos; y entonces, a mis anchas, además de escribir un sistema de filosofía optimista, que ya habré inventado, me permitiré, o me permitiría, el lujo de estudiar a lo erudito (lo que no soy todavía, bien lo sabe Dios y Sánchez Moguel) la vida y obra de Jovellanos, y con toda el alma puesta en mi trabajo, dejaría satisfecha un ansia de mi espíritu.



Su corta vida no le permitió entrar en el apaciguado «crepúsculo vespertino» y como otros varios deseos anunciados de escribir obras sustanciosas, siempre proyectados en el futuro de una sosegada paz sonada, la «vida y obra de Jovellanos» quedó como potencialidad de un no-dicho, afortunadamente alumbrado, a lo largo de los años, por numerosas alusiones a Jovino y su obra. Estas alusiones, citas y comentarios esmaltan la obra periodística y de creación de 1875 a 1900 (Clarín muere en 1901) y dejan adivinar, más allá de la palabra escrita que recorta tal o cual episodio de la vida o de la posteridad del prócer gijonés o tal o cual idea del ilustrado asturiano, la presencia en simpatía de un comercio si no permanente, constante y propicio a que, precisamente, surja en momento oportuno la palabra escrita.

Esto para decir que los datos sobre Jovellanos rastreados en la obra de Clarín y que se van a presentar y comentar en las siguientes páginas, deben verse como la limitada parte del iceberg que sale del agua profunda de una intuida y cálida presencia que, si se hubiera plasmado en el «crepúsculo vespertino» o en otro momento, hubiera deparado, no cabe duda, un inestimable documento sobre el ilustrado jurista, economista y hasta poeta de Gijón.

En la obra de Leopoldo Alas, la figura de Jovellanos solo cobra real densidad durante la última década del siglo, es decir, a partir del momento en que el país entra en lo que los historiadores llaman «crisis de fin de siglo», que Clarín vive con intensidad y que coincide con una propia crisis existencial marcada por una más aguda conciencia de la temporalidad y una profundización de los valores espirituales.

El primer homenaje a Jovellanos, se lo tributa el joven Leopoldo en 1875, a los 23 años, en una rimbombante poesía «A Jovellanos», que si bien carece, tal vez, de interés «poético» es reveladora del ideario del fogoso republicano e incipiente periodista y de la idea que en aquel entonces tiene formada del «sabio» que se levantó «para salvar a España»...

Durante los quince años que separan esos dos momentos, es decir, de 1875 a 1891, aparecen nada más que dos o tres alusiones y muy puntuales a la obra de Jovellanos; solo dejan entrever la presencia del poeta y reformista ilustrado en el ámbito mental del autor de La Regenta. En un artículo de El Solfeo2, se lee lo siguiente: «Mucho se ha dicho sobre los alcaldes desde que escribió Calderón El alcalde de Zalamea, y Lope, El mejor alcalde, el Rey, hasta que Núñez de Arce tuvo la mala idea de poner en Jovellanos no sé qué pleito Entre el Alcalde y el Rey; pero todo eso no vale nada; es pura fantasía» (Tal vez se trate de una confusión de parte de Núñez de Arce con el cargo de Alcalde de Casa y Corte que Carlos IV le concedió a Jovellanos en 1778). Otro artículo de El Solfeo3 permite suponer que Clarín había leído el Tratado de declamación, incluido en el Curso de humanidades castellanas, publicado por el Real Instituto de Gijón en 1794: El abogado Alonso Martínez, escribe Clarín, arrellanado en su mullido sillón «cuida de mover primero el codo que la mano, según receta Jovellanos en su tratado de declamación». Por los años de 1884-1885, el juicio de Jovellanos, según el cual «la poesía será siempre el lenguaje del entusiasmo», debe de tenerlo muy presente Clarín en la mente, pues lo repite en dos obras importantes de aquellos años. En el cuento «Zurita», de 1884, el protagonista Aquiles Zurita, agradece a su padre haberle aprendido que «la poesía es, como decía el gran Jovellanos, el lenguaje del entusiasmo»4. En La Regenta, la misma frase se dice a sí mismo Quintanar, pero en indirecto libre y desde luego en clave irónica de parte del narrador5.

Ni siquiera él tan preocupado por la educación y la instrucción del pueblo, conoce o recuerda los muchos textos y tratados de Jovellanos sobre la necesaria instrucción de los labriegos y de los artesanos. Cuando su hermano Genaro funda en Oviedo la Escuela de Artes y Oficios, da publicidad al proyecto en el artículo «La enseñanza de los artesanos»6, pero no se le ocurre remitir a los trabajos del ilustrado gijonés sobre tan importante cuestión.

Eso es todo y es bien poco para el ilustre símbolo del libre examen cantado en la oda de 1875.


La oda «A Jovellanos» de 1875

Este poema permaneció inédito hasta el año 20007. Es de interés notar que el original manuscrito lleva la fecha del 20 de mayo de 1875, cuando sólo hace tres meses que la restauración de la monarquía es un «hecho consumado», lo cual llena de rabia y pena al joven Leopoldo y a sus amigos del grupo de estudiantes ovetenses. Efectivamente, la oda a Jovellanos parece brotar del crisol de la rabia. La vehemencia del tono, el ritmo acelerado y entrecortado, las hiperbólicas imágenes de tormentas huracanadas, las metáforas sepulcrales, las bélicas comparaciones, todo contribuye a alzar la poesía a la categoría de una ola desatada de épica alegoría. Es obra de un joven republicano de fogoso temperamento, herido en sus convicciones y que por eso pierde el canon de la buena medida poética en esas trece octavillas heptasilábicas. Tal vez por eso, por el mal gusto de lo excesivo en la forma no se la publicó Manuel Murguía en La Ilustración gallega y asturiana, pero también puede que por el fondo de arrebatado romanticismo revolucionario, remedo muy lejano del arte de Espronceda. Es posible que la elección del incisivo heptasílabo con los casi obligados hiperbatones que torturan las octavillas sea una imitación de los Idilios de Jovellanos, como ha sugerido Ana Cristina Tolivar Alas8. Homenajear a quien fue también poeta tomándole de prestado su metro y su ritmo predilectos es en cierto modo armónica delicadeza.

En la estructura de fondo de la poesía, dos tiempos históricos se siguen, el de la Revolución francesa y europea de 1789 y el que sigue la revolución frustrada del sexenio, o sea la Restauración y dos espacios se oponen, España y Francia y más generalmente Europa; España de la muerte, Francia de la libertad y del libre pensamiento. No hay medias tintas, todo está en oposición radical y la figuración que se hace de España es de una negrura gótica:


España era un sepulcro
rodeado por los mares,
España era la tumba
de antiguas libertades
[...].
Cubiertos por las nieves
inquebrantables muros
eran los Pirineos
la losa del sepulcro
[...].



Mientras que


La llama de un incendio
iba extendiendo el hálito
del libre pensamiento
y al brillo de la hoguera
despertaban los pueblos,
llena de luz el alma
y de calor el pecho.



Siguiendo el juego de los contrastes fuertes, el joven poeta que hace dos meses inauguró el seudónimo de Clarín, opone «el himno de Lutero» («Castillo fuerte es nuestro Dios...»), que «nuestra conciencia canta» a la Marsellesa que cantó «el genio de la Francia». Mientras «en toda Europa alumbra / el sol de la esperanza», «solo alumbra, en ocaso, / la tumba de la España».

En este escenario contrastado, digno de elemental epopeya, salió de la invencible tierra de Pelayo, la voz potente del héroe, Jovellanos, el sabio que se levantaba «para salvar a España».

Como en el poema épico, se salta de la narración en pasado a la eficiente actualización del presente: «España resucita / en medio del combate».

Toda la complejidad histórica está reducida a la más pura elementalidad. En este poema, como en la epopeya, los hechos están sometidos a una depuración ideológica que necesariamente falsea la realidad. Que el ilustrado Jovellanos sea un adepto de la libertad de pensar es indudable, pero que su acción haya sido determinante para salvar a España se dice muy deprisa, pues la alianza con la Francia revolucionaria, después de una guerra contra las huestes de la Convención, se debió ante todo a los tratados de Godoy. Es difícil saber qué parte tomó Jovellanos en la preparación de la Paz de Basilea (1795) y en el Tratado de San Ildefonso (1798), aunque desde 1797 estaba ya en la esfera del poder central como ministro de Gracia y Justicia, cuya posición le permitió intentar, entre otras acciones en favor del progreso, limitar la fuerza de la Inquisición. Su caída y su encarcelamiento de 1802 a 1808, el poema los sublima en una imprecación: al que salva a España «encierran / los muros de una cárcel / ¡que así pagan los hombres / el bien que se les hace, / que guarden sepultado / al genio que los alce!». Sabemos que Jovellanos condenó, horrorizado, los brutales y sanguinarios excesos de la Revolución francesa. Excesos que el poema esencializa y estiliza en la octavilla más equilibrada del conjunto:


Viejas instituciones,
madera carcomida,
fueron sembrando el suelo
de escombros y cenizas
y hacinándolos todos
en gigantesca pira
alzó su trono al cielo
la libertad bendita.



Por fin, y a eso va el vate Clarín, del héroe se hace un símbolo, al cual se invoca como idea salvadora en el momento en que, después del volcán (del sexenio revolucionario), «¡acaso está la patria / de nuevo agonizante!». El combate por la libertad es constante: «En pie sobre la tumba [de Jovellanos] / cantemos himnos patrios / quebrántese la piedra / que quisiera sepultarnos», hasta cuando, como Achates, el fiel amigo de Eneas, se pueda gritar a la vista de la tierra prometida: «Italia, Italia», es decir, «libertad, libertad». También el epígrafe, Italia, Italia, primus conclamat Achates, sugiere algo: un sentimiento universal de alivio al divisar lo deseado, antes de conocerlo.

Finalmente, a pesar de sus estridencias de juventud rabiosa, este poema no carece de interés, pues enaltece, según un arte épico elemental, la figura del gran Jovellanos al colocarla en el centro de un himno a la libertad.

En realidad, el verdadero comercio de Clarín con Jovellanos se entabla durante la última década del siglo, cuando se plantea de una manera más aguda que nunca el problema de la regeneración de España.




«Jovellanos no sólo es el primer asturiano... sino en cierto sentido, el único»

A partir de la inauguración de su estatua en Gijón, el 20 de agosto de 1891, Jovellanos está muy presente en los escritos de Leopoldo Alas. A la inauguración propiamente dicha, le dedica un largo «Palique»9, primero para lamentar que a un hombre a quien tanto le debe su patria no le levante «una estatua España hasta ochenta años después de dejarle morir poco menos que olvidado». Y lamentar que esa estatua no se deba a una gran iniciativa, a una iniciativa nacional, sino a la de un mero profesor de matemáticas, Vallín y Bustillo. «Esto de que Jovellanos no tenga una estatua hasta que se le ocurre a Vallín y Bustillo es una gran tristeza». Y lamentar que en lugar de la reina o por lo menos de una destacada eminencia política (como Castelar), no se haya encontrado para dar la solemnidad debida al acto de descubrir la estatua de Jovellanos a otro personaje que «un tartamudo, que además dice Paguis y caguetega! Sí, señores; el delegado de la reina es el señor conde de Revillagigedo, que entre él y su cuñado que tiene no son capaces de pronunciar una erre doble». Por cierto que la culpa la tiene Pidal que «prefirió hacer comisario regio a su compinche Revillagigedo, para tenerle contento con un poco de oropel y sin malgastar ni un estanquillo. Y a Jovellanos que lo parta un rayo». Como para quitar más solemnidad al acto, los diputados y senadores de la provincia no recibieron invitación.

Y, por último, para que la cosa fuera lo más cursi posible, se metió en el programa de festejos unos juegos florales con jarrones y todo, y con señoritas reinas temporeras del cotarro.

Y... después de lo último: se encargó un himno en loooor de Jovellanos al más empecatado covachuelista del reino, a Plácido Jove10, uno de los vertebrados menos líricos del reino y más sinuosos de la creación. Y claro, ese Jove empieza llamando severo a don Gaspar; y gracias que no le llamó Severino para hacer copla con Jovino;

Honor al severo...



Además, precisa Clarín que, según le dicen, Jove pertenece a la familia de uno de los mayores enemigos de don Gaspar. «¡Y claro continúa la ojeriza y la persecución!». Pero, concede que no todo estuvo mal en las fiestas dedicadas a Jovellanos. Hubo en una de las funciones accesorias un magnífico discurso de Félix Aramburu, que entusiasmó de veras el concurso. Pero esto no se debe a los organizadores de la fiesta, sino a la Providencia que hizo gran orador al rector de la Universidad de Oviedo. Don Gaspar merecía más. «¡Pobre Jovellanos! ¡Siempre perseguido por la reacción!».

No cabe duda de que para Clarín esa fiesta a Jovellanos es el paradigma del mal gusto reinante y de la decadencia de los valores auténticos. Al año siguiente, al enterarse de que Juan Valera se queja por adelantado de lo mal que va a salir la fiesta del Centenario del descubrimiento de América, recuerda en un «Palique», para que se entere don Juan, «el insigne literato», lo que pasó en Gijón con motivo de la estatua de Jovellanos:

Reciente está el ejemplo de lo sucedido con el pobre Jovellanos. Nadie más simpático que don Gaspar. Pues bien, entre Pidal y Jove y Hevia le hicieron casi aborrecible a todo asturiano bien nacido Jove y Hevia! Es decir, mane, thecel, phares ¡¡Jove y Hevia!! Última ratio centenariorum! Jovellanos fue patriota, sabio, algo poeta, pedagogo, estadista, escritor en prosa de los mejores... mil cosas más. Pues como si cantara... Se le erige una estatua, se le va a tributar un homenaje, etc., y llega Jove y Hevia con el sombrero de copa alta, blanco y ladeado... y ¡Adiós Jovellanos!... Nocte pluit tota. Sí... No hay duda, se aguó la fiesta, como dicen Los mosqueteros grises11. ¿Por qué...? ¿Quiere saber el señor Valera en qué acabará el Centenario? En lo mismo que el otro. En un himno de Jove y Hevia12.



En los dos «Paliques» que se acaban de presentar y comentar, Clarín, sobre el tema muy serio del homenaje a Jovellanos, juega la partitura de la ironía porque hay, según él, un desajuste entre el honor que merece el ilustrado escritor y estadista y la vulgaridad del espectáculo montado por unas medianías. Todo el arte de Clarín está en la distancia con respecto al tema tratado. La distancia irónica, con todos los matices que potencia la actitud que toma según el grado de censura que le parece necesario aplicar, la encuentra instintivamente como reacción de repulsa y es el caso de Jove y Hevia o del Conde de Revillagigedo. También sabe don Leopoldo acercarse al objeto, a la persona o al personaje y entrar en simpatía con ellos y también sabe hablar de temas importantes con grave seriedad.

Pues bien, dos textos importantes dedicados a Jovellanos están por comentar, uno en el que domina el estilo de la simpatía y el otro, cuyo tema impone tono serio.

Del primero, escrito en 189413 para celebrar el centenario del Instituto, conocemos la parte confesional en la que lamenta no haber dedicado más tiempo al estudio de la vida y la obra de Jovellanos. Doble es el motivo de tal arrepentimiento: intelectual y afectivo. Jovellanos es una personalidad eminente, respetada, admirada, cuya obra merece estudio detenido, pero curiosamente lo que analiza primero Clarín en este artículo de 1894 es el lazo afectivo que le une al fundador del real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía. Sencillamente confiesa:

Le tengo cariño casi instintivo, apenas razonado, que es una especie de culto. Quiero mucho a Gijón y quiero mucho a Jovellanos, y estos dos cariños se mezclan en mí, pues algo me dice en la conciencia que son una misma cosa. Desde la Puerta de la Villa, enfrente de la gran vía gijonesa, la calle Corrida, la estatua de Jovellanos parece presidir todos los días la actividad inteligente y alegre de su pueblo querido, a cuyo nombre va unido el suyo como el de esos grandes espíritus de la antigüedad que al llevar, como apellido casi, el nombre de su patria, dan celebridad a un pueblo.



Efectivamente, para Clarín, Gijón es «la patria de Jovellanos»14, la «villa de Jovellanos»15, como Elea es la patria de Parménides o Estagira la de Aristóteles.

Más aún, Clarín se siente unido al ilustrado gijonés por una especie de lazo familiar: su abuelo paterno, Ramón García Alas, dueño que fue de la quinta de Guimarán (Carreño), donde Leopoldo y su familia suelen pasar los largos meses de verano, fue discípulo del mismo Jovellanos, «y -escribe el nieto de don Ramón- discípulo de los predilectos, según consta en la obra de don Gaspar»16. Después Ramón García Alas fue catedrático de matemáticas en el Instituto durante muchos años. Como para disculparse de tal confesión, añade Clarín: «y aunque esto no les importa a ustedes, me importa a mí, y ello contribuye a mi deseo de llegar a tener ahorros para poder escribir a mis anchas un libro que se llame Jovellanos».

Aunque ahora no lo vea como un héroe «épico», como cuando a los 23 años de edad, exaltaba su figura, sabe apreciar su talante y su obra con el realismo que le permite un mejor conocimiento. «Jovellanos, espíritu equilibrado, supo ser todo lo idealista que se necesita para escribir algunas de sus interesantes y melancólicas poesías, y para llamar al Kempis su antiguo amigo». A propósito de poesía, siente en otro artículo que no haya cantado Jovellanos a Asturias:

Jovellanos, el asturiano más simpático, el alma de mayor delicadeza entre todas las que honran este país; Jovellanos, más poeta de lo que han creído los que juzgan los siglos en grandes síntesis, pero cuya clase de inspiración puede representarse... en las Geórgicas de Virgilio... atenuadas por el Informe de la ley agraria; Jovellanos... cantó el Paular; y las orillas del Bernesga, en San Marcos de León. Amaba mucho a Asturias, pero no fue su poeta17.



Fue poeta Jovellanos, pero

supo serlo sin desdeñar la riqueza... para su patria, y dejando en La ley agraria, su obra capital, si no verdades inconcusas, al fin un monumento de economía aplicada, según entonces esta ciencia podía entenderse. Jovellanos pensó mucho en el progreso material, en la riqueza pública, en el adelanto económico de España, y particularmente de su Asturias y de su Gijón... y, sin embargo, nada de esto le impidió ser un soñador, cuando se metió en política con la abnegación de un santo (único medio legítimo de meterse en política), para ser, naturalmente, mal comprendido, perseguido, encarcelado, vilipendiado y lo peor de todo, olvidado por los mismos a cuya actividad indocta había dado una idea.



Don Gaspar, campeón en su tiempo en el campo de la razón práctica, era también un soñador y Leopoldo Alas, conjugando en estrecha armonía Gijón y Jovellanos, forma un sueño como plasmación de un deseo.

Gijón, como su sabio patrono, es también amigo de la prosperidad material, del progreso económico, de las ventajas de la moderna industria, etcétera, etcétera; pero es menos poeta que su Jovellanos del alma. Gijón ha aprovechado ya muchas lecciones de Jovino, pero ahora necesita atender a esta: a la que le da el maestro, fundador del Instituto, pedagogo, poeta, amigo de las artes bellas. Gijón, como la mayor parte de España, particularmente la España de la industria y del comercio (hecha excepción honrosa de Barcelona), necesita parecerse un poco más, en sus prosperidades, a Atenas y a Florencia que a los pueblos de Beocia. Gijón necesita ser un poco más literato.



Además de la admiración que le tributa, lo que más que todo contribuye a que Clarín le tenga cariño a Jovellanos, es esa cualidad de soñador, de poeta, que sin hacer de él un utopista, le proyecta en un futuro de progreso.

En 1898, con toda la gravedad de quien vive los «momentos críticos» que son «los actuales para la noble y triste España», leyendo los lamentos sobre la decadencia de la patria que llenan las columnas de los periódicos y las encuestas y los ensayos de los que se tildan de regeneracionistas, recuerda Clarín, para los lectores de La Publicidad, las Cartas del viaje de Asturias (y particularmente la «Carta de Madrid a León»), escritas por Jovellanos de 1794 a 1796, pero sólo publicadas treinta y seis años después de muerto su autor y en La Habana18. No podía pensar el sabio asturiano que casi un siglo después de escribir el Prólogo a dicha obra se volvería a plantear, en acucioso momento, la pregunta retórica: «¿Hay por ventura un medio más seguro de conocer bien los pueblos y provincias de un reino, que el de ir a los lugares mismos, y aplicar la observación a los objetos notables que se presentan?»19. Por otra parte, con más premura que nunca, podría pensar Clarín, que es de actualidad la voluntad de Jovellanos de «hacer la guerra a la ignorancia y al error»20, si no fuera también para él guerra de toda la vida.

En un viaje -dice Clarín en su artículo- que Jovellanos hizo de Madrid a Gijón, por él descrito, inspirábale un ideal de prosperidad nacional que nada tenía que ver con las glorias de los Austrias ni con las pérdidas y decadencia de los borbones. Al cruzar las anchuras de Castilla, no pensaba Jovellanos ni siquiera en el Cid, ni en los agarrenos, y mucho menos en las hazañas de los tercios en Flandes y en Italia, ni en las conquistas de imperios allá en las Indias... pensaba en futuros días de trabajo honrado, asiduo y eficaz que diese a las áridas llanuras el riego y los caminos que pudieran traer consigo la riqueza... De entonces acá, Castilla, y lo demás de España que se le parece, poco ha cambiado; hemos seguido perdiendo las riquezas advenedizas, el botín, que nos tenían orgullosos y daban pretexto a la holganza; y no hemos hecho los canales ni las roturaciones y plantíos que hubieran producido las Indias en casa.

Hemos perdido más, y seguiremos perdiéndolo, de aquello que Jovellanos entonces no tenía presente, y hemos hecho muy poco por reemplazarlo con lo que Jovellanos tenía por conquistas reales del porvenir.



El 22 de enero de 1900, le toca al catedrático Leopoldo Alas hablar ante el público del Círculo de la Unión Mercantil e Industrial de Gijón en el marco del programa de Extensión Universitaria de Oviedo. Su conferencia se titula «El materialismo económico». Como siempre a estas alturas, don Leopoldo se presenta con sólo algunos apuntes, de los cuales pronto se olvida. Así pues, de lo dicho solo queda la corta columna publicada en El Carbayón el 24 de enero.

Comenzó [el ilustre catedrático] su notabilísima conferencia manifestándose altamente agradecido a la invitación [...] y en sentidas frases se ocupó después de las relaciones que ligan Oviedo y Gijón, pueblos, dijo, cuyos intereses son armónicos, y entre los cuales existe, dígase lo que se quiera en contra, verdadera unión. En párrafos elocuentísimos, habla de Jovellanos, cuya personalidad retrata con admirable exactitud, haciendo ver la conexión que guarda la obra realizada por aquel insigne patricio, con el tema que es objeto de la conferencia21.

Todo lo que dijo Leopoldo Alas en aquella ocasión sobre su admirado Jovellanos no lo sabremos nunca. Hubiera sido, no cabe duda, un capítulo del libro que deseaba escribir, presintiendo que su quebrantada salud no le permitiría satisfacer este deseo, a la vez personal, casi íntimo y patriótico...




Para concluir

Efectivamente, los preciosos testimonios fragmentarios que nos deja Leopoldo Alas permiten entrever que el autor de La Regenta sabía de Jovellanos mucho más de lo que dicen sus palabras, particularmente acerca del economista, del jurista, del pedagogo, del poeta.

Podemos pensar que la presencia de Jovellanos en el fin de siglo es fuerte y es históricamente lógico que lo sea. Está por ver, pues, cómo el famoso «grupo reformista de Oviedo», cimentado por las orientaciones fundamentales del institucionismo gineriano, establece la ilación con el gran reformista ilustrado del siglo XVIII y principios del XIX, cuyas ideas económicas, jurídicas y... soñadoras, que las hay, bien lo saben los Rafael Altamira, Aniceto Sela y los que han nacido en la tierra de Jovellanos, Adolfo Buylla, Félix Aramburu, Adolfo Posada, Leopoldo Alas y su hermano Genaro22). Aún no sabemos cómo germinará en ellos «la semilla de la sagrada idea» sembrada por Jovellanos e invocada por Leopoldo en su oda de 1875...

Una última cuestión: ¿qué puesto le asigna Clarín a Jovellanos en la galería «carlyliana» de los grandes hombres, de los «héroes de la humanidad»? Se ha notado que el peso afectivo en la visión de Clarín arraiga mucho (tal vez demasiado) a Jovino en el terruño asturiano, sin que se olvidara, por cierto, su dimensión nacional. Aquí puede venir a cuento, que sí es cuento, «Tirso de Molina», publicado en 189923. Es una «fantasía», amablemente irónica en la forma por ser fantasía, pero cuyo tema (interno y sugerido) es de los más serios pues se trata de la posteridad de los grandes hombres reducidos a nombres (ironía, otra vez, pero en plan filosófico). Y es posible que la idea-semilla del cuento fuera el hecho real siguiente: las dos primeras locomotoras que, en 1884, inauguraron la línea Madrid-Gijón se habían bautizado Pelayo y Jovellanos respectivamente24. El cuento de 1899 cuenta cómo un grupo de eminentes sabios españoles, Quevedo, Tirso de Molina, Calderón, Cano, Fray Luis de León, Jovellanos, caen del cielo, ya su residencia eterna, en la nieve y las nieblas de un despoblado que el hijo de esta tierra, Jovellanos, indentifica como el puerto de Pajares. De repente surge un estruendoso monstruo de hierro, del cual Jovellanos, sin poder darle nombre, dice que en su Viaje de Madrid a Gijón había intuido algo parecido al andriago que causa espanto en todos estos sabios, era algo como «unas máquinas rápidas, movidas por el fuego». Lo más estupendo es que leen en el lomo del enorme bicho Tirso de molina en doradas letras. Y todos piensan «¡y esas máquinas se llamaban como... ellos! Aquella Tirso de Molina; otras, de fijo, se llamarían Jovellanos, Quevedo, Cervantes... como los demás hijos ilustres de España». Y Jovellanos, como más sabio, saca la enseñanza del insólito descubrimiento: «La gloria que da el mundo no es gloria; pero agradecer el recuerdo, el cariño de los míseros mortales, acaso no sea indigno de los bienaventurados». ¡Buen ejemplo de ironía poética!







 
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