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Clarín y la sociedad literaria de su tiempo: estado de la cuestión1

José Manuel González Herrán





A pesar de lo que el título de mi comunicación podría sugerir, advierto que, en el tiempo de que dispongo, no podré ofrecer sino una exposición de carácter muy general en torno al tema enunciado. Que no es otro, en esta jornada dedicada a Clarín y su entorno, sino dilucidar qué lugar ocupó Alas y qué función (o funciones) ejerció en la sociedad literaria de su tiempo. Ni que decir tiene que el punto suscitado tiene evidentes conexiones con el que podía enunciarse como «Leopoldo Alas, crítico literario», aunque mi planteamiento pretende soslayar esa dimensión, en la medida que ello sea posible. Lo que aquí me importa más es la dimensión sistémica del problema; esto es: considerar la escritura de Leopoldo Alas -preferentemente la periodística y la crítica, aunque también podría tenerse en cuenta la de ficción- como un elemento que funciona en un determinado sistema literario.

No puedo detenerme aquí a exponer y discutir qué entiendo por sistema literario, pero hago mía la síntesis que en 1994 elaboró Montserrat Iglesias, donde explicaba cómo las teorías sistémicas «entienden la literatura como un sistema socio-cultural y un fenómeno de carácter comunicativo que se define de manera funcional, es decir, a través de las relaciones establecidas entre los factores interdependientes que conforman el sistema»2. Pero como tampoco pretendo dar a mi exposición un tono teórico, la iniciaré recordando dos imágenes (gráfica y verbal), aparentemente anecdóticas, pero muy representativas de lo que significaba el Clarín crítico para muchos de sus contemporáneos: se trata de una caricatura y de un testimonio epistolar.

La primera es tan conocida como frecuentemente reproducida: apareció en marzo de 1883 en el Madrid Cómico, cuyo caricaturista Cilla dibujaba a Alas esgrimiendo una pluma de ave en la que se ensartaba -a la manera de un pincho moruno- un insignificante escritorzuelo. Aunque la comicidad de toda caricatura reduzca un tanto la crueldad de la imagen (¿o acaso la incrementa?), no puede cabernos duda acerca de lo que, según ella, era para muchos autores la afilada pluma de Clarín. Y ello en una fecha relativamente temprana en su carrera crítica: recordemos que, tras sus primeras colaboraciones en El Solfeo y en La Unión (1875-1879), su firma empieza a ser frecuente en otras publicaciones (El Imparcial, La Publicidad, La Ilustración Española y Americana, El Mundo Moderno, La Diana, El Progreso, El Día, Gil Blas, El Porvenir, Artes y Letras...) entre 1880-1882; y que aún le quedan casi diecisiete años de irresistible ejercicio crítico.

El testimonio epistolar, también muy citado desde que en 1947 lo diera a conocer el maestro Martínez Cachero, es de Emilia Pardo Bazán, en carta al poeta Emilio Ferrari, fechada en Venta de Baños el 26 de julio de 1901, a poco más de un mes del fallecimiento de nuestro autor, noticia que comenta en estos términos: «Con Clarín se nos muere un pedazo, un resto de juventud. ¿Quién nos desgarrará como aquel perro?». Aunque se me dirá que ese comentario acaso sea poco objetivo, dado el feroz enfrentamiento que desde 1889 venían manteniendo quienes antaño habían sido amigos recíprocamente estimados y respetados, me temo que no sería doña Emilia la única en pensar así, ante la noticia de la desaparición del «temido y odiado Clarín»3. La misma Pardo añadía en aquella carta unas frases que expresan su opinión acerca de cómo era el poder de Alas en la sociedad literaria y cómo lo ejercía:

Clarín tenía mucha vara alta con los barateros menudos de la crítica. Lo que él censuraba no se atrevían ya a aplaudirlo infinitos periódicos y muchachos. No cabe duda que, para resistir a esa piqueta, algo de solidez habrá. Esto es parte a infundir algún orgullo, y en este sentido, Clarín nos hizo bien.



En otra oportunidad4 he manifestado mi convicción de que cuando Juan Antonio Cabezas empleó en el título de su biografía de Alas la paradoja de provinciano universal, no sólo caracterizaba una peripecia vital o un carácter, sino que estaba definiendo muy bien el rasgo más destacado de su literatura: porque la obra de Clarín sólo adquiere su auténtica dimensión si es considerada como parte, y a la vez integrante de la literatura -española y europea- de su tiempo. No sólo por el factor evidentísimo de que, como crítico, estuvo siempre muy atento a cuanto entonces se publicaba -en España y fuera de ella-, sino porque en su propia creación son patentes los ecos, las semejanzas, las influencias, las resonancias (y, ¿a qué negarlo?, las imitaciones) de buena parte de las letras coetáneas.

Queda fuera de mis objetivos la consideración de ese punto; aunque no quisiera dejarlo totalmente de lado, sin antes recordar algo tan evidente como no siempre tenido en consideración. Se ha escrito mucho (no todo igualmente valioso) acerca de las influencias, semejanzas o fuentes de su obra creativa; pero carecemos de aproximaciones verdaderamente comparatistas (salvo algunos pocos trabajos que están en la mente de todos) que sitúen la obra de Alas en ese vasto -y acaso utópico- campo que antaño se llamaba «Literatura General o Universal» y al que sin duda alguna pertenece, porque quería pertenecer. Por lo que se refiere a la dimensión europea, citaré su reciente inclusión en la monumental historia y antología Patrimonie Littéraire Européen, en cuyo tomo 12, aparecido en el año 2000, yo mismo he presentado y seleccionado algunos textos narrativos y críticos de Alas.

Por otra parte, suele repetirse, a propósito de cualquier escritor verdaderamente significativo o representativo, que para una más precisa comprensión y valoración de su obra, esta ha de ser considerada en el marco del pensamiento, la estética, la cultura y la literatura de su tiempo. Acaso tal afirmación pudiera discutirse, pues todos conocemos casos de autores que -por razones biográficas, temperamentales, sociales, económicas, políticas...- han ido haciendo su obra de manera casi clandestina, aislada o marginal. Pero tampoco es infrecuente el escritor que, a pesar del aparente retraimiento de una vida doméstica o provinciana, se mantiene atento a las grandes líneas estéticas y filosóficas de su tiempo, en las cuales intenta participar con sus aportaciones, no siempre bien entendidas ni aceptadas por sus coetáneos. Ese es, me parece, el caso de Clarín, según apunté antes, recordando aquella etiqueta tan adecuada de «provinciano universal».

En efecto, pocos escritores de su tiempo podían alardear (y él, que era cualquier cosa menos modesto, lo hizo con frecuencia) de estar «al día» en lo que realmente importaba de las corrientes de pensamiento, estéticas, literarias, políticas de su tiempo; y no se limitaba a estar enterado sino que se preocupaba de compartir su información, divulgándola y luchando por extenderla entre sus lectores, los muchísimos que seguían fielmente sus colaboraciones en la prensa. A través de ellas (bastantes luego recopiladas en libro) Clarín fue dando cuenta de la publicación -en España y en el extranjero- de libros que consideraba fundamentales, sean ensayos (preferentemente de filosofía, sociología, economía), novelas, obras teatrales o poemarios.

Me parece que no ha sido suficientemente valorada esa labor suya, como introductor entre nosotros de las corrientes ideológicas, estéticas y literarias entonces más novedosas. Y, por lo que sé, aún está por hacer un minucioso rastreo de sus colaboraciones periodísticas (ahora, que parece que al fin podremos tenerlas reunidas, será más fácil) para inventariar las novedades (en novela, poesía, teatro, ensayo...) de las que se hace eco. Baste recordar, por ejemplo, las noticias o estudios que sus escritos ofrecen sobre autores como Hawthorne, Wagner, Nietzsche, Guerra Junqueiro, Eça de Queiroz, Tolstoi, D'Anunzzio, Victor Hugo, Renan, Daudet, Bourget, Leconte de Lisle, Verlaine, Baudelaire, Rostand, Bergson...; o su esfuerzo como difusor de la obra de Zola, no sólo como crítico sino como traductor: faceta esta última -la de traductor de determinadas novedades literarias- que merecería más amplia atención de la que ahora puedo dedicarle, como síntoma de su activo papel como dinamizador o agitador5 cultural.

Pero, sobre todo, el aspecto en que más y mejor puede apreciarse el papel y la situación de Alas en la sociedad literaria de su tiempo es precisamente el de sus relaciones literarias, fuertemente determinadas por su oficio crítico y a menudo polémicas; aspecto muy revelador, además, de la compleja personalidad clariniana, tanto en su biografía como en su obra toda. Pocos escritores como él, entre sus contemporáneos, estuvieron más implicados en el funcionamiento del sistema literario en la España del último tercio del siglo XIX; ante todo y principalmente, por su intensa actividad como crítico, pero también en su propia creación, narrativa y teatral, plenamente integradas -como dije- en los movimientos de su tiempo.

Aunque no es esa la dimensión más estudiada, sino la periodística y la crítica, quisiera llamar la atención sobre el muy diferente papel que en aquel sistema ejerció Clarín, según que fuese considerado como periodista o como creador de ficciones: mientras el primero fue muy leído, respetado o temido, sabemos que sus dos novelas fueron desatendidas, y su teatro severamente vapuleado. Se me replicará con la alta consideración que merecieron sus relatos breves, pero conviene recordar que, para el lector de entonces, los cuentos de Clarín eran una manifestación más de su dimensión periodística. Del problema que esto suscita -la distinción artículos / cuentos- he tratado ya en otra ocasión6, y no lo reiteraré aquí.

Según recordé antes (aduciendo como pruebas una caricatura y un testimonio epistolar), para muchos de sus colegas -sobre todo, para los directamente afectados- Alas era una de las más temidas plumas de la crítica; temida no sólo por su dureza, frecuentemente despiadada y a veces injusta o equivocada (y los ejemplos que podían aducirse son abundantes: baste recordar sus elogios a algunas deficientes novelas del consagrado Pereda, y sus severos reparos a los primeros escritos de Valle-Inclán), sino sobre todo por su amplia presencia en las columnas de la prensa periódica. En 1980-1981 Yvan Lissorgues inventarió y antologó en trabajos ya clásicos (lamentablemente hoy inencontrables) la producción periodística de Alas, evidenciando con el incontestable peso de los datos esa omnipresencia clariniana en las columnas del cuarto poder, poder que no se restringía a la prensa madrileña, sino que podía abarcar a periódicos tan lejanos y dispares como Las Novedades, de Nueva York o El Eco del Guadalope, de Alcañiz7. Por lo que intuyo o sé, un minucioso rastreo en las olvidadas hemerotecas (regionales, provinciales y extranjeras) enriquecería los inventarios que hoy conocemos, y que de momento alcanzan a más de dos mil artículos en una cuarentena de periódicos.

Dada esa amplia presencia del Clarín crítico en los órganos de la prensa, no parecerá exagerada la opinión de Botrel (en su conferencia en el recentísimo congreso clariniano en Madrid8) acerca del poder mediático -valga el anacronismo- de que disfrutaba el autor de los paliques. Y en el mismo encuentro madrileño, Laureano Bonet recordaba9 la profecía que Mario San Juan formulaba en 1883 (el mismo año de aquella caricatura de Madrid Cómico), cuando auguraba en La Ilustración Gallega y Asturiana que Clarín pronto ejercería «cierta especie de dictadura en la perturbada y levantisca república de las letras». Pese a (tal vez, a causa de) su retiro provinciano, Leopoldo Alas llegó a tejer con lectores, colegas y editores una tupida red de relaciones, que, aparte de sus escasos viajes a la corte o las visitas que pudo recibir en Oviedo, tenía un soporte eminentemente epistolar. A este respecto, y aparte de lo que luego comentaré a propósito de nuestro conocimiento de la correspondencia de Alas, sería interesante indagar en los epistolarios más conocidos (que afortunadamente son ya muchos) de los principales de sus contemporáneos sus alusiones, referencias y comentarios a propósito de Clarín: ello nos permitiría dibujar con perfiles bastante ajustados cuál era la imagen de nuestro autor en la sociedad literaria de su tiempo.

Para esbozar, siquiera sea en sus líneas maestras, el estado de la cuestión prometido en mi título, habrá que tener en cuenta al menos las aportaciones bibliográficas referidas a estos campos: 1) los epistolarios; 2) la producción periodística; 3) la obra crítica; y 4) las relaciones literarias propiamente dichas. Sin intención (ni posibilidad) de ser medianamente exhaustivo, me limitaré a una somera enumeración de aquellas investigaciones que tengo por más importantes10.

Dejo aparte (aunque no debiera, porque muchas de las cuestiones que nos importarían tienen que ver con lo biográfico) los estudios de esa índole, de momento aún insuficientes, pese a la benemérita -y anticuada- semblanza de Cabezas (1936); he dicho «de momento», porque espero que pronto podamos conocer la biografía que desde tiempo vienen preparando dos de los más reconocidos especialistas aquí presentes, Jean-François Botrel e Yvan Lissorgues.

Fuente inapreciable para esos estudios biográficos -y no sólo para ellos son los epistolarios; en comparación con los disponibles sobre algunos de sus contemporáneos, no hemos tenido mucha suerte con nuestro autor, del que sólo conocemos una parte de las cartas que escribió: además de las integradas en los epistolarios mejor conocidos (Revuelta, 1982-1991, para Menéndez Pelayo; Ortega, 1964, para Pérez Galdós), debemos a Botrel y a Blanquat la edición de varios interesantes lotes, con las referidas a la actividad editorial y periodística de Alas (1981, 1985, 1997). Utilísimas son también las aportaciones de Beser (1961, 1962), Martínez Cachero (1963), Amorós (1981), entre otras. Por su parte, García Sarriá dio a conocer en su conocida monografía de 1975 varias cartas de Leopoldo a uno de sus amigos, epistolario del que dedujo conclusiones sugestivas para su interpretación de las novelas clarinianas. Pero seguimos sin conocer en su integridad (esperemos que no se demore mucho su ansiada difusión) la notable colección de las cartas por él recibidas (hasta no hace mucho en poder de Dionisio Gamallo y ahora en el de sus herederos, pero amenazadas con polémicas y litigios), remitidas por Valera, Menéndez Pelayo, Giner, Galdós, Pardo Bazán, Pereda, entre otros.

En cuanto al periodismo clariniano, recordemos que para sus contemporáneos esa era la imagen suya más extendida (y él mismo se reclamaba como tal en un texto que se ha recordado frecuentemente: «De mí sé decir, que cuando se me pregunta qué soy, respondo: principalmente periodista»11); y en la misma conferencia a que antes aludí, Botrel afirmaba que «la prensa es la columna vertebral de la literatura de Clarín». Con todo, no parece que esta dimensión de su personalidad y obra haya obtenido aún la atención merecida; aparte de los tempranos índices reunidos por Beser y Bonet (1966), hay que destacar las aportaciones del citado Botrel, quien rescató en 1972 los «preludios de Clarín» (esto es, los artículos del joven Alas anteriores a la consagración de aquel seudónimo), además de estudiar sus colaboraciones en Madrid Cómico (1987). Y las de Lissorgues, a quien -como ya recordé- debemos el inventario completo de sus colaboraciones en prensa periódica, completado con una espléndida antología de su periodismo político y social. Parcela ésta de su actividad a la que corresponden también los artículos «El hambre en Andalucía», rescatados y estudiados por Romero Tobar (1983) y, más recientemente, por Saillard (2000). De notable interés para conocer la forja de aquel incipiente periodista ha sido la recuperación del único ejemplar manuscrito de Juan Ruiz, el «periódico humorístico» que el futuro Clarín confeccionó en solitario entre sus 16 y 17 años, y que ha editado Martín-Gamero (1985).

Conviene recordar que, pese a que hoy nos parezcan bien delimitados sus límites genéricos, no siempre es fácil -y menos lo era para sus lectores coetáneos- distinguir en el periodismo de Alas sus comentarios y críticas de índole político-social de los que específicamente hoy consideramos como crítica literaria. Por supuesto que algunas de sus colaboraciones de prensa (reseñas, ensayos sobre autores o movimientos literarios) no admiten dudas al respecto; pero -como ejemplifica bien la selección que Lissorgues tituló Clarín político- hay muchos textos en que se mezclan esas dimensiones; lo cual tiene mucho que ver con el sentido pedagógico y moral que Alas pretendía para buena parte de sus escritos: cuestión merecedora de más amplio tratamiento del que aquí puedo dedicarle, y que habrá de quedar para otra ocasión. Con todo, y ateniéndonos a lo que convencionalmente entendemos por crítica literaria, es éste uno de los campos mejor y más pronto estudiados en la obra de nuestro autor: tras los tempranos trabajos de Bull (1942, 1948), Clochiatti (1948-1949) y Gullón (1949), o, más adelante, los de Bull-Chamberlin (1963), Filippo (1964) y Sobejano (1965), Beser publicó en 1968 su fundamental estudio, sintetizado recientemente (1998) por él mismo. Como continuación o complemento de aquella monografía, el mismo Beser preparó en 1972 una excelente selección y estudio de textos teórico-críticos de Alas sobre el género novelístico, pronto seguida de otra recuperación de críticas olvidadas que preparó Ramos-Gascón (1973), y de la reedición de Palique, sabiamente prologada por Martínez Cachero (1973). Afortunadamente, en estos últimos años nuestro conocimiento de la crítica clariniana ha mejorado mucho: además de estudios parciales sobre aspectos del pensamiento crítico-literario de Alas (Durand, 1965; Martínez Cachero, 1981; Ullmann, 1983; Sotelo, 1985, 1990, 1993; Caudet, 1994; Saillard, 1995), han ido apareciendo notables ediciones, también con estudios introductorios y notas, de algunos de los libros en que el propio Alas había coleccionado sus trabajos en ese campo (Mezclilla, ed. Vilanova, 1987; Nueva campaña, ed. Vilanova, 1989; Apolo en Pafos, ed. Sotelo, 1989; Ensayos y revistas, ed. Vilanova, 1991; Siglo pasado, ed. García Martín, 1999) así como otras antologías y recopilaciones de textos críticos, preparadas y comentadas por diferentes estudiosos (Torres, 1984; Utt, 1988; Sotelo, 1988 y 1991; Sanz Villanueva, 1998).

Una dimensión tan interesante como, en mi opinión, insuficientemente tratada en el estudio de la crítica literaria de Alas sería la que atendiese a su papel como mentor o valedor de ciertos autores dentro de aquel sistema literario: el caso de Pérez Galdós (ya desde muy pronto, con su elogiosa reseña de Doña Perfecta, en 1876) sería el más notable, según ha estudiado Sotelo en su edición de Galdós, novelista (1991); pero no es el único. Hay otros que, si bien menos conocidos, son también sintomáticos; mencionaré sólo dos que, por mi dilatada dedicación a ambos autores, conozco algo mejor: José María de Pereda y Emilia Pardo Bazán. Aunque no pueda ahora exponerlo con el detalle con que lo he hecho en otra ocasión12, sí me importa recordar que la definitiva consagración del autor montañés como novelista prestigiado, incluso entre los sectores menos afines a su campo ideológico y social, debe mucho a las favorables críticas de Alas a partir de la publicación de Pedro Sánchez (1883); y que, una vez afianzado ese reconocimiento, Alas mantendrá su positiva valoración de Pereda, incluso en los casos en que resulta evidente que algunos títulos no le convencían. Por el contrario, con Pardo Bazán, después de una etapa inicial de grandes elogios, el distanciamiento personal que -por complejas razones que ahora no puedo resumir- a partir de 1889 se produce en su relación con ella, le llevará a valorar de manera tan negativa como injusta no sólo los libros posteriores a esa fecha sino incluso algunos (como La cuestión palpitante) que en su momento le habían merecido grandes elogios. Y para percibir el peso de sus opiniones en la consideración de lectores muy cualificados, baste con revisar, por ejemplo, algunas de los juicios que en su intercambio epistolar expresan Valera, Pereda y Menéndez Pelayo a propósito de aquella autora, para percibir en ellas -aunque no siempre se haga explícita- la autoridad crítica de Alas.

Esto nos sitúa en el último campo que me he propuesto revisar en este apresurado y sucinto estado de la cuestión. En lo que se refiere a las relaciones y polémicas clarinianas, las aportaciones bibliográficas más abundantes y valiosas son las que debemos a Martínez Cachero; con él, otros investigadores se han ocupado de estudiar ese complejo entramado que enlaza a Leopoldo Alas con la sociedad literaria española de su tiempo. Por razones fácilmente comprensibles, la mayor parte de tales estudios se polarizan en torno a ciertos nombres destacados; de sus relaciones con Lázaro Galdiano se ocupó Rodríguez Moñino (1951); con Bonafoux, Dicenta (1974) y Martínez Cachero (1991); con Pardo Bazán, Davis (1971); con Menéndez Pelayo, también Martínez Cachero (1956); con Unamuno, García Blanco (1952), Meregalli (1956 y 1967), Ramos-Gascón (1972) y Lissorgues (1985); con Rubén Darío, Ibarra (1973); con Rodó, García Morales (1992); con Azorín, Martínez Cachero (1953), Pérez de la Dehesa (1970), Ramos-Gascón (1974), Rubio Cremades (1987) y Dobón (1996); con Valle-Inclán, Gamallo (1966); con los noventayochistas, Barbáchano (1987)...; y para añadir algunas aproximaciones todavía inéditas, permítaseme citar las de Penas y las mías, a propósito de sus relaciones críticas con Pardo Bazán y con Pereda13.

La lista puede parecer abrumadora y acaso lo es; pero aún está por realizar un ambicioso estudio de conjunto -que sería monumental: como aquellas tesis francesas de los años setenta y ochenta- donde, sintetizando todas esas aportaciones parciales y dotándolas de un sentido global, se tratase precisamente lo que enuncia el título de mi comunicación; título que, por supuesto, cedo muy gustoso a quien emprenda ese trabajo. Y confío en que, además del título, también algo de lo que aquí he expuesto pueda resultar de utilidad a ese respecto.






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