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Clarín y Valera, críticos literarios

Marina Mayoral Díaz





Por distintas razones, Clarín y Valera, como críticos, son autores que se prestan al malentendido, a la estimación injusta. Solo un detenido estudio de sus obras permite determinar su verdadero valor en el panorama literario de la España del siglo XIX. Dos recientes monografías han venido a aumentar el conocimiento que teníamos de estas figuras. La de Sergio Beser, Leopoldo Alas, crítico literario (Biblioteca Románica Hispánica, Ed. Gredos, Madrid, 1968), y la de Manuel Bermejo Marcos, Don Juan Valera, crítico literario (Biblioteca Románica Hispánica, Ed. Gredos, Madrid, 1968).

La violencia, el apasionamiento de Clarín, su indudable respeto por los que él consideraba grandes autores, le convirtieron, para muchos, en el ejemplo del crítico arbitrario, cruel, que se complace en el ataque a los menos dotados: un resentido incapaz de crear él mismo algo superior a lo criticado. Todavía Max Aub mantiene esta postura. Por el contrario, don Juan Valera gozó fama de benevolente y alentador. En contraste con el nervioso y violento provinciano, la figura de don Juan destacaba con noble empaque de aristócrata, de diplomático, de sabio conocedor de las letras clásicas; su ironía, su escepticismo, su epicureísmo, le inclinaban a una tolerancia que muchos confundieron con bondad.

Clarín, como crítico, ha recibido un fuerte espaldarazo al consolidarse su fama como novelista. Cuando se decía de La Regenta que es una obra con algunos aciertos a pesar de su longitud (Hurtado y González Palencia) el fantasma del resentimiento rondaba al escritor ovetense. Pero cuando Baquero Goyanes afirma que La Regenta ocupa un lugar preferente dentro de nuestro siglo XIX, se desvanece el temor de oír, en las diatribas de Clarín, ecos de su propio fracaso creador. El libro de Emilia de Zuleta (Historia de la crítica española contemporánea) contiene ya un estudio breve pero ponderado y justo del autor de los Solos y Paliques.

Tanto Valera como Clarín tuvieron como motivación importante de su labor crítica mejorar el estado de las letras en España. Pero el método escogido fue distinto. Clarín empleará, con las obras mediocres y vulgares, la llamada «crítica higiénica y policiaca», que más que crítica literaria es ya crítica social: «crítica aplicada a una realidad histórica que se quiere mejorar, conducir por buen camino». Valera, por el contrario, prefiere el aliento y la benevolencia por varias razones: en primer lugar, porque desconfía de poseer un instrumento exacto con el cual medir con justicia el mérito de la obra enjuiciada: «¿Cómo cerciorarse de la medianía de ellas? ¿Dónde está el instrumento que marque los grados hasta donde llega la medianía y por encima de los cuales empieza la bondad, la sublimidad o la belleza que le dan vida inmortal, nombradía e inmarcesible gloria?». En segundo lugar, porque, como los escritores españoles reciben tan pocas compensaciones por lo que escriben, el crítico debía prodigarles «alguna gloria más de la justa». En tercer lugar, porque Valera, que nunca fue escritor de multitudes, pensaba, sin embargo, como Lope de Vega, que había que complacer los gustos del público y ya que él no escribía «en necio» para darle gusto admitía que otros lo hicieran: «(el público) quiere cosas nuevas, aunque sean malas y el crítico mismo debe contentarse con ellas o escribirlas mejores, que sería el modo más conveniente de criticarlas».

Vemos que ya en el concepto de crítica y sus métodos de aplicación difieren los dos escritores pero las diferencias se acentúan en la práctica. Para juzgar rectamente hay que deshacer algunos prejuicios creados en torno a las dos figuras.

Sergio Beser demuestra que es injusta la acusación que se hace a Clarín de ensañarse con los segundones y pasar como sobre ascuas por los defectos de los grandes escritores. Clarín se dedicó «a mostrar gráficamente, por la argumentación, por el ejemplo, por la sátira, como pueda, la pequeñez general, y a procurar que resalte lo poco bueno que nos queda, a venerarlo y estudiarlo con atención y defenderlo con entusiasmo» (p. 159). Se trata, por tanto, de establecer una jerarquía de valores, de separar, para que el público pudiese apreciar la diferencia, los buenos autores de las medianías o nulidades: «yo que soy demócrata de alma, en literatura creo que no he pasado de las oligarquías». Pero esta labor de separación y de jerarquización no implica la alabanza incondicional. Clarín señaló defectos a Zola y Galdós, por quienes sentía auténtica veneración; a doña Emilia, a quien consideraba una gran escritora, la torturó durante años con críticas adversas; a Alarcón llegó a decirle que su ideología era vulgar y reaccionaria, incorrecto su estilo y manifiesta su falta de cultura, pese a afirmar que se trataba de un «artista seguro». De los escritores jóvenes, fueron alentados por Clarín Rueda, Unamuno, Azorín y Valle-Inclán, entre otros.

Al hacer el balance de la obra crítica de Clarín hay que destacar dos notas: su deseo de mejorar el gusto del público y la autenticidad con que realizó el fin propuesto. En definitiva, Clarín fue fiel a su frase: «yo cuando escribo pienso en la justicia, no en la raza de pulgas que tengan los autores». Se trata, fundamentalmente, de educar: «la buena democracia, en literatura, consiste en querer mejorar el gusto del público grande; en no olvidar que hay muchos pobres de gusto y discernimiento, que están muy expuestos a tomar lo mediano y lo malo por bueno».

Como contrapartida de esta sinceridad nos encontramos con la «cuquería» de Valera. Para saber lo que verdaderamente piensa don Juan de los escritores contemporáneos es necesario recurrir a su correspondencia privada; allí nos encontramos con unas críticas tan mordaces y duras como las peores de Clarín. La benevolencia se da solo en las críticas públicas, tan llenas de «cloroformo» (como decía Pérez de Ayala) que el criticado no experimenta la menor molestia. Tenía además Valera el inapreciable don de hablar sin comprometer su opinión; entre veladuras, disquisiciones sobre estética y sutilezas de estilo se llega al final sin que el lector pueda saber si el escritor en cuestión le parece a Valera bueno o malo. Esta postura nos parece tanto más condenable cuanto que el mismo Valera se daba cuenta de la necesidad y de la utilidad de una crítica que señalase los defectos. Hablando de Campoamor, en una carta a Menéndez Pelayo, dice: «Campoamor, si hubiera crítico en España, hubiera hecho cosas estimables, porque no carece de ingenio; tiene muchísimo, pero la adulación ignorante le ha depravado, ha hecho su ignorancia más atrevida y no escribe sino barbaridades y ñoñerías» (p. 186). Valera parece no recordar que él mismo fomentó estos defectos ya que su crítica a las Obras poéticas en 1856, la puso Campoamor al frente de su segunda edición, tal era el tono de alabanza que de ella se desprendía.

La obra maestra de la «cuquería» de Valera lo constituye, sin embargo, el discurso de elogio a la muerte de Núñez de Arce que le encargó la Academia. La verdadera opinión que el poeta le merecía está recogida en una carta a don Marcelino, escrita desde Lisboa en 1885: «Harto sabe usted como yo, que las poesías políticas de Núñez de Arce, sin excepción, son artículos de fondo de periódico, declamatorios y huecos, con metro y rima...». A don Antonio de Zayas le cuenta sus dificultades para salir airoso del discurso: «He andado apuradísimo escribiéndolo... No sé si he logrado salir de él hábilmente. Era menester elogiar mucho a don Gaspar y dejar entrever, no obstante, que en todo lo que toca a sus dudas y a sus filosofías hay algo de nebuloso y vago, como le acontece al que oye campanas y no sabe dónde».

Leyendo a Bermejo Marcos nos damos cuenta del verdadero sentido de la benevolencia de Valera: cómoda postura que le permite escribir sobre todo sin exponerse a la antipatía y al odio que despertó Clarín.

Es interesante comparar también el distinto tipo de errores que cometieron los dos críticos. Los de Valera se deben fundamentalmente a prejuicios y terquedad. Su admiración por el mundo clásico le llevó a considerar carente de valor artístico la poesía primitiva. Ni el Poema del Cid, ni Berceo, ni el Arcipreste, ni el mismo Manrique pudieron convencerle de su error; tampoco la dedicación y el entusiasmo de su gran amigo Menéndez Pelayo. Para Valera, la poesía que mereciera llamarse tal comenzó en España con el Renacimiento. El otro gran error fue negar la influencia que desde el siglo XVIII ejercieron las letras francesas en España. Su prejuicio antifrancés, unido a su idealismo, le hizo despreciar también las tendencias literarias que se iniciaron en el país vecino; naturalismo, simbolismo, parnasianismo...

Clarín se esforzó siempre por encontrar el «instrumento que marque los grados» del valor de la obra artística, del que Valera desconfiaba. No encontramos, sin embargo, en su obra una idea precisa sobre las reglas a las que el arte debe ajustarse. Sergio Beser deduce de las múltiples consideraciones que sobre este problema vertió Clarín en sus artículos que lo más cercano a una regla artística, para él, fueron tres principios: el reflejo de la realidad, la correcta expresión lingüística y la fidelidad a las leyes de construcción de los distintos géneros literarios.

Llevado esto a la práctica vemos que Clarín acierta, en general, en su crítica de novelas. Su propia experiencia narrativa, el magisterio de figuras importantes y distintas como Galdós, Valera, la Pardo Bazán y Pereda, su apertura al mundo del naturalismo francés, le dieron un criterio seguro para enjuiciar a sus contemporáneos. Si en teoría le vemos caer en algunas contradicciones, en el enjuiciamiento de novelas concretas suele juzgar certeramente. Este ejemplo ilustrador de las grandes figuras le falló en el teatro y la poesía, en cuya crítica cometió los errores que más se le han echado en cara: su admiración por Echegaray y por Campoamor. Sergio Beser puntualiza el alcance de esta admiración, que no fue incondicional y que coexistió con el reconocimiento de múltiples defectos. Una frase de Clarín nos parece sumamente esclarecedora: «podrá ser malo el teatro de Echegaray pero lo cierto es que ya no tenemos otro» (p. 264). Tanto Campoamor como Echegaray ocupaban la cumbre de la popularidad en sus respectivos géneros; a Clarín le faltaban puntos de referencia propios o ajenos que le sirviesen para dar a esas figuras su verdadero -escaso- valor. A esto hay que añadir que otros hechos contribuían a aumentar el error; las teorías poéticas de Campoamor -su idea de acercar el verso a la vida cotidiana- eran ambiciosas y podían disculpar sus torpezas de realización. En el caso de Echegaray, la comunión de ideales políticos con el crítico era motivo importante para defender su teatro.

En general, en teatro y más en poesía Clarín da una impresión de inseguridad, de no tener formado un criterio firme; por eso sus errores son más frecuentes y las justificaciones, muchas veces, extraliterarias.

Finalmente, ¿qué opinan el uno del otro estos dos críticos tan distintos? Como siempre, es más fácil saber lo que pensaba Clarín.

A pesar de que una frase del crítico de Oviedo sirvió para calificar humorísticamente los escritos de Valera, la intención de Clarín no era burlona, ni mucho menos. En un artículo de Solos en el que revisa las Tentativas dramáticas de don Juan Valera, dice Clarín: «Podrán no ser dramas, pero son joyas literarias. ¿Cómo las llamaremos? Ustedes dirán. Yo, entre tanto, les llamo cosas de Valera». El término hizo fortuna, pero cobrando un sentido peyorativo que estaba ausente de la intención de su creador. Clarín admiraba la cultura, la elegancia, el estilo personalísimo de Valera, al que consideraba el mejor prosista español. Pensaba, sin embargo, que ese estilo no era adecuado para el género novelesco. Otra limitación importante le parecía su falta de imparcialidad narrativa: sus personajes piensan y hablan como él mismo. Para Sergio Beser, el mejor resumen de la opinión de Clarín sobre Valera son unas frases de un artículo aparecido en 1 de abril de 1883 en la revista barcelonesa Arte y letras: «quizá su manera de entender y cultivar el género no es la más propia de las aspiraciones actuales, pero de todas suertes sus libros de imaginación son excelentes» (p. 604).

Valera, por su parte, apreciaba el talento crítico de Clarín, pero estaba en total desacuerdo con su «crítica policiaca». No le contradijo abiertamente en su correspondencia privada porque no era ese el estilo de don Juan, pero las numerosas alusiones condenatorias que hace a la crítica que se ocupa de «las tonterías de los tontos», su oposición a la «quema total», indican claramente hacia quién apuntaban los tiros: «un crítico duro, cruel, injusto a veces y sobrado descontentadizo, pero (estoy seguro de que no me engaña la gratitud), de agudísimo ingenio, de erudición varia y sana y de singular chiste y discreción en cuanto escribe, cuando la pasión de secta no le ciega» (p. 207).

En cuanto al Clarín novelista, unas frases suyas son de lo más esclarecedoras para el que sepa leer entre líneas: «alguien podría observar y suponer que yo elogio mucho a Clarín porque él también me elogia. Lo único que en este punto acierto a decir en mi defensa es que, si yo no gustase de las obras de Clarín, no las elogiaría aunque él me elogiase; procuraría hablar de ellas lo menos posible» (p. 206). Esto lo dijo en 1896, cuando Clarín había publicado ya su novela más famosa y gran parte de sus folletos críticos. Nunca criticó La Regenta y no se ocupó de nada posterior a esa fecha. De lo anterior había comentado poquísimo... La conclusión es evidente.

Vistas con una perspectiva de más de medio siglo, las cuatro figuras principales de la crítica en el XIX se nos presentan, por encima de sus errores y exageraciones, como personajes que realizaron una misión importante. La Pardo Bazán significa el afán de novedad, el gusto por lo extranjero, la apertura a otros horizontes. Si muchas veces pecó de esnobismo, en otras demostró una agudeza extraordinaria. Su admiración por los escritores rusos y su esfuerzo por introducirlos en España es un ejemplo de ello: frente a la cerrazón celtibérica, doña Emilia fue la figura europeísta. Menéndez Pelayo representó la vuelta erudita y entusiasta a los orígenes, el estudio serio, sistemático de nuestra historia literaria, el amoroso rescate de las bellezas perdidas. Clarín fue el «excitator Hispaniae» de las letras de la época, el hombre que, a golpe de sarcasmo o de aplauso, orientó el gusto de una masa secularmente inculta, de un pueblo que aún recordaba que saber leer era cosa de cristianos nuevos. Valera, por último, fue la elegancia, el refinamiento, la ironía, el clasicismo: virtudes, todas ellas, poco usadas en nuestra tierra. Como Garcilaso, como Cervantes, como Pérez de Ayala, representaba un espíritu distinto.

De los cuatro críticos, Valera fue el que dejó menos huella. Por unas u otras razones y no todas buenas, como hemos visto, fue, sobre todo, un ejemplo de tolerancia. Y eso en España, se diría que no arraiga.





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