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Clásicos y modernos en el teatro por entregas de la segunda mitad del siglo XIX1

Montserrat Ribao Pereira





Desde 1868 se consolidan en el ámbito de la literatura española modos de creación y difusión cultural que, para satisfacer el acceso a las artes de un número creciente de ciudadanos, devienen en un fragmentarismo de implicaciones diversas. La maquinaria de edición y distribución -de novela primero y de teatro más tarde-, por entregas, sueltas o fascículos, en consonancia con el auge de la literatura popular, los pliegos de cordel o el género chico, ilustran la realidad de un tiempo de cambio en que, según testimonio de J. Yxart,

[...] todo obedecía al mismo impulso: que el teatro, como el arte, como la literatura, como la misma ciencia, empeñada en popularizarse en compendios y extractos, a pequeñas dosis, todo iba respondiendo a la misma necesidad de ahorrarnos fatiga y abreviar tiempo, arrebatados por el vértigo de una existencia harto sobrecargada de quehaceres y sinsabores.


(Yxart, 1987: 78)                


Se suceden, en este contexto, las recopilaciones de textos denominadas Galerías, Colecciones, Bibliotecas o Museos, percibidas por algunos coetáneos como el reflejo de una sociedad que «carece de pensamiento concreto y de tendencia uniforme» (Castro Serrano, 1871: 7), y en la que la decadencia del libro vendría determinada por la abundancia de literatura barata, por la falta de ayudas estatales a la edición seria y por el pernicioso influjo del «libro aperiodicado» (ídem: 17).

Pese a ello, estas colecciones de difusión semanal que, posteriormente, se encuadernan -incluso con pretenciosidad- y generan volúmenes convencionales que satisfacen el gusto burgués, o de aspiraciones burguesas, por el objeto estético, ofrecen un rico campo para el estudio de la diversidad cultural y la dialéctica social en tiempos del 68.

En 1863-1864 se había publicado la más extensa colección teatral por entregas e ilustrada del momento, El Museo Dramático ilustrado, editado por Vidal y Cía en la imprenta de Narciso Ramírez. Constaba de catorce series, cada una de ellas integrada por seis títulos, y repartidas en dos volúmenes en 4.ª mayor. Cada una de las obras constituía una entrega, que se paginaba de forma independiente y se imprimía, tal y como destaca la publicidad de la colección, en buen papel y con tipos claros. Las entregas se vendían, por suscripción, al precio unitario de un real en toda España (Ribao, 2009) y compartían, por su modo de difusión, las mismas características que Botrel (2003) señala en las novelas de kiosco y a peseta.

Dos años después, en 1866, sale a la luz una nueva antología, editada en ocho tomos por F. J. Orellana (tomos I, II, IV, VIII) y C. Vidal Valenciano (tomos III, II, VI, VII): Teatro selecto antiguo y moderno, nacional y extranjero, coleccionado e ilustrado con una introducción, notas observaciones críticas y biografías de los principales autores. Edición correcta, exornada con retratos y viñetas alusivas al teatro (Barcelona, Manero, 1866-1869). La disposición tipográfica del texto es similar a la del Museo: en ambos casos las piezas, en prosa o en verso, se ofrecen en caracteres apretados y a dos columnas, y la ilustración encabeza cada una de las obras. También el modo de difusión sigue los parámetros habituales en las publicaciones por entregas. Como se lee en los anuncios de prensa que difunden el inicio de esta colección,

El Teatro selecto antiguo y moderno, nacional y extranjero, constará de cuatro o seis tomos en folio, de regulares dimensiones. [...] Cada semana se repartirán cuatro entregas de ocho grandes páginas, a dos columnas, de buen papel y esmerada impresión. Si cuando esté la obra algo adelantada los señores suscriptores lo desean, se les repartirán ocho, pues tenemos los trabajos debidamente preparados para poderles complacer.

Para cada tomo se repartirá una elegante cubierta tirada a dos tintas, que podrá servir para su encuadernación.

La ilustración de la obra ha quedado encargada al reputado dibujante don Tomás Padró2.

Precio: medio real la entrega en toda España3.


Observemos que, tanto en este aviso como en los que, casi en los mismos términos aparecen en otros diarios de la época, se repite, como plan inicial de la iniciativa de Orellana, un número de tomos menor que el finalmente alcanzado. De hecho, la publicación continúa, incluso durante los complejos tiempos de La Gloriosa. El diario La Época (16 de marzo de 1869: 3) señala: «Es admirable la constancia y puntualidad con que en medio de circunstancias dificilísimas el infatigable editor barcelonés S. Manero sigue el curso de sus interesantes publicaciones. Va ya por el sexto tomo del Teatro selecto, antiguo y moderno [...]».

En 1869, en efecto, se han publicado ya los seis previstos, que recogen textos del siglo XVII español en los tres primeros (teatro «antiguo»), ingleses, polacos y rusos en el IV, y franceses en el V y VI. El séptimo, de ese mismo año, se dedica al teatro alemán e italiano. Tiempo después, cuando la prensa publicite la colección completa, anunciará la venta de «siete tomos con cromos» que pueden adquirirse por cincuenta pesetas tanto en 1889 (El Bibliófilo) como en 1898 (Anuario del Comercio). Sin embargo, en 1869 se imprimió un tomo más, el octavo, que comprendía la producción dramática original española más relevante de los siglos XVIII y XIX, esto es, lo que el responsable de este último volumen, el propia Orellana, denominaba el «teatro moderno»4.

Como afirma Marco García (1996: 428-429), los editores de la colección optan por la clasificar las piezas de acuerdo con su carácter de antiguas o modernas, partiendo para tal dicotomía de la perspectiva estrictamente temporal y superando el valor cualitativo (clásico vs. romántico) que tal oposición expresa, por lo general, en la segunda mitad del siglo XIX. Hasta tal punto es así, que de esta categorización surge uno de los aspectos más interesantes del volumen VIII: el canon de dramas modernos españoles que prescribe, el corpus textual que refrenda, a la vista, sobre todo, de las circunstancias en que se fija (la revolución del 68), la marcada ideología de su responsable y la competencia que establece con El Museo Dramático, inmediatamente anterior en el tiempo al Teatro Selecto5.

En efecto, Francisco José Orellana era un conocido escritor y político, comprometido con la causa revolucionaria y republicana, que además de una extensa producción ensayística y de creación había desarrollado su actividad profesional en la prensa, llegando a ser director de El Bien Público, con Víctor Balaguer, y posteriormente de El Universal6. Traductor del socialista Étienne Cabet y considerado uno de Los malos novelistas españoles por Luis Carreras, sobre todo por su labor como folletinista y escritor por entregas, la colaboración con Salvador Manero es habitual durante su trayectoria literaria y coincidente en sus afinidades ideológicas. Y es que el también republicano editor, que había comenzado su carrera en el mundo editorial, según J. Nombela (1976: 705), siendo repartidor de entregas, promociona a compañeros de militancia masónica y política y a «novelistas que preconizaron el reformismo social e incluso se implicaron directamente en la conspiración política» (Fernández, 2005: 125-136), como el propio Orellana.

Teniendo en cuenta el compromiso político de editor y del compilador, cabría esperar entre la nómina de títulos modernos del Teatro Selecto los correspondientes a piezas, por lo general breves, de temática contemporánea, asimilables con la situación socio-política en que se gesta la colectánea y de fácil recepción por parte del lector al que se orienta la venta económica por entregas. Tal había ocurrido en el Museo Dramático Ilustrado, donde, además de piezas significativas de algunos nombres ilustres de la dramaturgia española (Lope, Calderón, Tirso, Moratín y Hartzenbusch), tienen cabida, fundamentalmente, adaptaciones de teatro foráneo y piezas de la segunda mitad del XIX, recientemente representadas y que abordaban contenidos de actualidad en el momento, como Don Primo Segundo y Quinto, de Miguel Pastorfido, Trabajar por cuenta ajena, de Mariano Zacarías Cazurro, Furor parlamentario, de Francisco A. Botella, o Los pobres de Madrid (1858), de Manuel Ortiz de Pinedo, inmediata adaptación a la escena de la novela homónima (1857) de Wenceslao Ayguals de Izco.

Sin embargo, el índice de piezas modernas españolas del Teatro Selecto recopiladas en 1869 se mantiene, paradójicamente, al margen de este tipo de creaciones. El suyo es un conjunto de títulos, canónicos ya a finales del XIX, refrendados por autores de reconocido prestigio: García de la Huerta (La Raquel), Jovellanos (El delincuente honrado), Cienfuegos (La condesa de Castilla; Zorayda), Quintana (Pelayo), Moratín (El sí de las niñas; La comedia nueva o El café), Martínez de la Rosa (Edipo; La hija en casa y la madre en las máscaras; La conjuración de Venecia), Gorostiza (Indulgencia para todos), Bretón de los Herreros (El abogado de pobres), Hartzenbusch (Los amantes de Teruel), el Duque de Rivas (Don Álvaro o la fuerza del sino), García Gutiérrez (Afectos de odio y amor) y Suárez Bravo (¡Es un ángel!).

Nada hay en este volumen octavo que atestigüe la militancia de sus responsables ni la convulsa realidad de su tiempo, ni siquiera como reclamo para la venta por entregas. La comparación entre el corpus del Museo Dramático y el del Teatro Selecto informa de que, pese a sus coincidencias morfológicas e idéntico soporte editorial y de transmisión, los receptores de ambos, su horizonte de expectativas es bien diverso.

El cuidado de Orellana en la elección de los títulos es extensible al aparato icónico de cada uno de ellos. Como es habitual en la literatura por entregas, los grabados, por lo general de cabecera, son rentabilizados por los editores como estímulos para el comprador potencial del fascículo. Esta primitiva técnica de marketing, que al necesitar de los servicios de dibujantes y grabadores acarrea un incremento en el coste de producción, constituía uno de los atractivos más publicitados de las colecciones, que tópicamente alardeaban, en los anuncios de prensa, de la calidad y originalidad de los grabados incorporados a los textos. Lo cierto es que ni siempre eran originales ni, por lo general, lujosos ni de gran valor artístico. Las ilustraciones de las colecciones populares son, incluso superado el medio siglo, xilografías, muy significativas desde el punto de vista de su interacción con el texto literario, pero esquemáticas y sencillas en su planteamiento visual: unos pocos personajes, en ocasiones solo los protagonistas, estáticos y con ademanes muy marcados, presentan al lector el conflicto, su desenlace o la interpretación anticipativa del mismo, todo ello en espacios poco marcados, incluso neutros, ya que la atención del grabado se focaliza en los personajes y sus gestos. Sin embargo, y aun cuando en términos generales las ilustraciones del Teatro Selecto no contradicen ninguna de estas premisas, sí se diferencian sustancialmente de las, en apariencia, similares del Museo dramático: en su detallismo, cuidado planteamiento de los espacios, su profundidad visual y el multiperspectivismo que la disposición de los personajes favorece.

Así, en los dramas de ambientación medieval, los grabados reproducen interiores profusamente decorados en el marco de una arquitectura árabe o de regusto oriental: las ventanas de La condesa de Castilla son lobuladas; los arcos de la sala del trono de La Raquel, de herradura; en Zoraida el espacio de la acción es el patio de los leones, de la Alhambra, del que se reproducen incluso los mocárabes.

Los diferentes elementos arquitectónicos de las ilustraciones, más habituales en el Teatro Selecto que en el Museo, determinan diferentes planos en profundidad que, en ocasiones, contribuyen a delimitar los protagonistas mismos. En Pelayo, por ejemplo, no solo los pilares y las columnas distribuyen el espacio, sino que este se segmenta en tres ámbitos por la presencia de seis personajes distribuidos en ellos.

En ocasiones, los actuantes se distribuyen en grupos a los que se les confiere un inusual dinamismo y que representan simultáneamente hechos que son en realidad sucesivos. Tal es así en el grabado de Zoraida, al que ya me he referido, en el de La hija en la casa y la madre en las máscaras, o en el de Don Álvaro o la fuerza del sino, que resume visualmente el desenlace del drama: la agonía de don Alfonso, la muerte de Leonor a manos de su hermano, el despeñamiento de don Álvaro y el estupor de los monjes que asisten al conjunto.

Como en este de don Álvaro, el dinamismo del dibujo no solo viene determinado por el movimiento de los personajes, sino también por los diferentes puntos de fuga que genera la orientación de sus miradas, una de las cuales, metateatralmente, puede incluso sostener la del lector, invitándole a participar emotivamente en el drama, como ocurre en Pelayo.

También genera movimiento la representación de las masas. Acaso el ejemplo más significativo sea, en este sentido, el grabado que acompaña a La conjuración de Venecia, inusualmente tomado de alguna estampa de la ciudad y en el que se representa la revuelta en los canales, saturados de hombres armados que apenas si se distinguen se las lanzas y picas que empuñan.

Significativas son las masas también en La Raquel, pero con una implicación semántica mayor. El texto de García de la Huerta plantea la importancia de la nobleza como sustento de la monarquía, pero no prevé la presencia de grupos numerosos en escena, más del gusto romántico estos últimos que del ilustrado dramaturgo. Pese a no estar contemplada como tal en el texto literario, la multitud que rodea el estrado en el grabado representa perfectamente el sentido y la intención de la tragedia: el rey y la hebrea solos, la nobleza dividida y en actitudes diversas, las armas flanqueando el trono... hacen visibles para el lector los riesgos que entraña, para la monarquía, obviar los intereses de quienes la sustentan.

La ilustraciones de los textos ambientados en un pasado próximo al del lector acercan a este sus conflictos y peripecias a través de la actualización vestimentaria. De este modo, los planteamientos icónicos de El delincuente honrado, El sí de las niñas y La comedia nueva se vacían de particularidades dieciochescas, tanto en el aderezo personal de los personajes como en la configuración del espacio en que se mueven, menos marcados, en este aspecto, que los otros grabados de estos mismos textos en la época.

En cuanto a las comedias de temática contemporánea, es preciso destacar el detallismo extremo con que se dibuja el decorado, el atrezo y el vestuario. Impensable es, en otras manifestaciones literarias por entregas, el primor con que el Teatro selecto se recrea en las sillas, sillones, candelabros, espejos con rocalla, veladores labrados y jarrones con diferentes variedades florales de El abogado de pobres, o en los vestidos de las protagonistas de ¡Es un ángel!, compuestos, como diría doña Emilia a propósito de la moda de su tiempo, de «postigos, ventanas y hasta galerías»7.

Todas estas particularidades concernientes al aparato icónico del Teatro selecto, unidas al carácter mayoritariamente canónico de piezas que lo constituyen, determinan la especificidad de una antología diferente, por todo ello, de las publicaciones populares de su tiempo.

Parece claro, pues, que quien adquiere los fascículos de la recopilación de Orellana no busca en ellos un eco argumental de los sainetes, las parodias y las piezas costumbristas del género chico, ni de los exacerbados conflictos y triángulos amorosos del teatro por horas, ni de sus personajes acuciados por problemas insustanciales en un aquí y en un ahora muy próximos a los referentes mismos del receptor. El fomento de una actitud más literaria que lúdica en quienes acceden, por entregas, a la lectura de Pelayo, La Raquel o Edipo, acaso sea, precisamente, el objetivo de editor y compilador, cuya conciencia social les conduce, en la línea de los ilustrados que rescatan para el gran público, a reivindicar la categoría estética de los títulos por encima de su atractivo circunstancial.

La prensa más conservadora alabó el contenido de la antología. Así, La Esperanza, cabecera de la prensa absolutista española del XIX y órgano oficioso del carlismo, publica el 28 de julio del 68 una elogiosa nota de prensa no solo del contenido del Teatro Selecto, sino también de Orellana:

Según el prospecto que se ha repartido, la colección de que se ha encargado el sr. Orellana, sin ser muy extensa ni muy reducida, comprenderá las joyas más apreciadas del teatro; no solo aquellas que dieron fama y lauros inmortales a los felices genios españoles del siglo XVII, sino también las de los contemporáneos nuestros más dignos de pasar a la admiración de la posteridad, y aquellas otras insignes creaciones con que los poetas extranjeros enriquecieron la escena europea en el presente y los pasados siglos. Ateniéndonos á dicho prospecto, si se lleva a efecto lo en él ofrecido, la colección que se va a dar a luz será en todos conceptos una de las mejores que se ha visto hace tiempo; siendo así, no escasearemos al sr. Orellana los debidos elogios, como hemos hecho siempre que han quedado cumplidos los compromisos contraídos con el público.


El buen criterio de editor y compilador favoreció, en este sentido, la vigencia temporal del Teatro Selecto, al que se sigue aludiendo todavía en el siglo XX. Es así que, en 1911, en La España Moderna de Lázaro Galdiano, leemos:

Aunque edición más industrial que literaria, como la mayor parte de las obras de este género que dan a luz los editores catalanes, esta colección es bastante interesante, no solo por la parte que desempeñaron en ella Vidal y Valenciano y Orellana, sino por lo bien escogidas que [...] están las piezas.


(La España Moderna, 1911, 1 de agosto, pág. 117)                


El tratamiento de los autores modernos en tanto clásicos del día, el acercamiento del canon a un espectro de lectores más amplio y la rentabilización de los esquemas de difusión popular (por entregas, ilustrada y económica) para ello, conforman, en el mercado literario de 1869, un patrón de procedimiento editorial inusual en su tiempo. Que la efervescencia social de esos años favoreciese o no la lectura masiva y sosegada de los clásicos constituye ya otro capítulo -u otra entrega- en la historia del libro y la lectura finiseculares. Pero mi breve acercamiento a este aspecto se detiene, por el momento, aquí.






Bibliografía

  • BOTREL, J. F., «La construcción de una nueva cultura del libro y del impreso en el siglo XIX», en J. A. Martínez Martín (ed.), Orígenes culturales de la sociedad liberal (España, siglo XIX), Madrid, Biblioteca Nueva, Editorial Complutense, Casa de Velázquez, 2003, págs. 19-36.
  • CASTRO SERRANO, J., Cuadros contemporáneos, Madrid, Fortanet, 1871.
  • FERNÁNDEZ, P., «Los soldados de la República Literaria y la edición heterodoxa en el siglo XIX», J. M. Desvois (ed.), Prensa, impresos, lectura en el mundo hispánico contemporáneo, Bordeaux, Presses Universitaires e Bordeaux, 2005, 125-136.
  • LAFARGA, F. y PEGENAUTE, L., Traducción y traductores, del romanticismo al realismo, Bern, Peter Lang, 2006.
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  • MARCO GARCÍA, A., «La traducción del teatro inglés en la colección Teatro selecto, antiguo y moderno, nacional y extranjero (1866-1869)», en R. Merino Álvarez et al. (coords.), Trasvases culturales: literatura, cine, traducción 2, Bilbao, Universidad del País Vasco, 1997, págs. 201-210.
  • MARCO GARCÍA, A., «Traducciones del teatro italiano en la colección Teatro selecto, antiguo y moderno, nacional y extranjero (1866-1869)», en L. F. Díaz Larios y E. Miralles (eds.). Actas del I Coloquio de la Sociedad Española del Siglo XIX, «Del Romanticismo al Realismo», Barcelona, Universitat de Barcelona, 1998, págs. 213-219.
  • NOMBELA, J., Impresiones y recuerdos, J. Campos (ed.), Madrid, Tebas, 1976.
  • RIBAO PEREIRA, M., «La popularización del canon en el teatro por entregas. El Museo dramático ilustrado». Siglo Diecinueve (Literatura hispánica) 15, 2009, págs. 137-160.
  • YXART, J., El arte escénico en España, Barcelona, Alta Fulla, 1987, pág. 78; 1.ª ed.: Barcelona, Imprenta de La Vanguardia, 1894 y 1896.


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