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ArribaAbajoParte segunda


ArribaAbajoCapítulo I

Don Martín Ladrón de Guevara, padre de Fernando5, de cuyo gran caudal y antigua nobleza tienen noticia nuestros lectores, era uno de esos señorones de tierra adentro, tan apegados a sus pueblos y a sus casas, que parece que forman, si puede decirse así, parte de éstas, como si fuesen figuras de bajo relieve esculpidas en ellas. Señores que no se han ocupado en su vida sino de sus caballos, sus toros, su labor y los chismes del pueblo; de los que por un indefinido anhelo por crearse un interés y una ocupación, gastan con gusto enormes sumas en suscitar y sostener un ridículo pleito, que en el fondo les es indiferente ganar o perder, contestando a los que les reconvienen por esa mezquindad que no es por el huevo, sino por el fuero.

Don Martín, por descontado no había recibido ninguna clase de instrucción, exceptuando la religiosa, por aquella regla de: si es el mayorazgo, ¿a qué ha de estudiar, y de qué le ha de servir el saber? Por consiguiente, no había abierto un libro en su vida; pero esto no le impedía ser instintiva y tradicionalmente caballeroso, y tener, como generalmente los andaluces, talento y gracia; con el privilegio que tienen los magnates, de aguzarlos y lucirlos, diciendo cuanto se les viene a las mientes.

Como hombre que se sabe escuchado siempre con respeto y deferencia, don Martín hablaba recio, pronto y resuelto, y con el mismo tono al Rey que al pordiosero; esto es, en tono natural, llano y decidido. Tenía en la memoria y usaba de continuo una inagotable cantidad de dichos y refranes, a los que llamaba evangelios chicos.

Era don Martín caritativo como religioso; esto es, que daba a manos llenas, y sin ostentación, y era generoso como caballero, poniendo tan poco precio a sus beneficios y olvidándolos tan completamente, que se ofendía si se recordaban o encomiaban en su presencia, porque miraba sencilla y cristianamente el dar los ricos a los pobres, no como una virtud, sino como un deber. Dejar de hacerlo era para él una villanía.

Entre los muchos rasgos que se contaban de él, era uno el siguiente:

En el año denominado del hambre, esto es, el de 1804, año en que perecían los pobres de necesidad, y en que valían los granos y semillas sumas fabulosas, tenía don Martín sus graneros atestados con el producto de una pingüe cosecha de garbanzos. Cada día hacía que en su presencia se distribuyesen a los pobres; cada niño llevaba una taza, cada mujer dos, y cada hombre que se presentaba, tres.

Una mañana en que aún dormía don Martín, le despertó el mayordomo.

-Señor -le dijo-, ahí están unos arrieros de Sevilla con mucha prisa y mayor empeño por llevarse los garbanzos.

-¿Prisa? -exclamó don Martín-; ¡pláceme! Díles que me levantaré a mi hora, que iré a misa a mi hora, que almorzaré a mi hora, y que después, cuando sean las nueve, me podrán hablar.

Y don Martín se volvió a dormir.

Levantóse a su hora, hizo todo lo que tenía de costumbre, y a las nueve salió al patio, en que le aguardaban los arrieros y todos los pobres que socorría.

-Dios guarde a ustedes, caballeros -dijo con su campanuda voz, dirigiéndose a los primeros- ¿Con que se quieren ustedes llevar los garbanzos, eh?

-Sí, señor don Martín, y por el precio no hemos de reñir; que acá traemos plata para pagarlos, mas que fuesen de oro.

-Y pueden ustedes poner que de oro son -observó el mayordomo-. A seiscientos reales fanega se los acaban de pagar a don Alonso Prieto.

-Ya lo sabemos -contestaron los arrieros-. Señor don Martín, se puso su mercé las botas hogaño.

-Pues, señores, siento decir a ustedes que han echado el viaje en balde, puesto que no puedo vender los garbanzos, porque no son míos.

-¿Que no son de su mercé? Vamos, señor, ¿se está su mercé burlando?

-Que no son míos, digo: ¿lo sabré yo, caracoles?

-¿Pues de quién son, señor?

-De éstos -respondió don Martín, señalando a los pobres-: preguntadles a ellos si los quieren vender. ¿Se venden los garbanzos, hijos? -gritó con la voz de bajo que siempre tuvo.

Un clamoreo de angustia y súplica se alzó al cielo.

-Pero, señor... -insistieron los arrieros.

-Pues ¿no estáis viendo que no quieren, sus dueños? ¿Yo qué le hago? -contestó don Martín.

¡Cuánto y cuánto de esto se halla en el corazón de España sepultado, para consuelo de los buenos y confusión de los pesimistas misántropos, que se empeñan en juzgarla por su corrompida superficie!

En su juventud había ido don Martín alguna vez a Sevilla, y siempre había vuelto con las manos en la cabeza, diciendo: -¡Cristianos! Aquello es una Babilonia; allá lo que vale es lo que relumbra -y añadía-: A tu tierra, grulla, mas que sea con un pie.

Excusado es decir que tenía don Martín por toda innovación y por todo lo extranjero la misma clase de repulsa con tedio y coraje que conservaba desde la guerra de la independencia por todo lo francés.

En diciendo la estúpida expresión lugareña es nación, tenían las cosas y los sujetos la marca de reprobación de Caín sobre sí. Se estremecía al oír la voz nación, y torcía materialmente la boca a las familias de los Grandes, enlazadas con princesas alemanas: al fin nación -decía-. A lo que solía contestarle una complaciente comadre: -Nosotros los españoles podremos tener nuestras faltas, compadre; pero al menos, gracias a Dios, no somos nación.

Así era que don Martín nunca había variado nada, ni en su casa, ni en su labranza, ni en su modo de vivir, ni en su modo de ver, ni aún en su manera de vestirse. Llevaba siempre media de seda azulada, zapatos de una especie de paño recio o feltrel gris, llamado piel de rata, con hebillas de plata, calzón de casimir negro, igualmente con hebillas de plata en las rodillas, un gran chaleco de rico género de seda, algunos bordados en colores, una amplia chaqueta o chupa, igualmente de seda, con faldones; y se ponía redecilla en que encerraba su cabello, que nunca quiso cortarse; solo que la redecilla era corta, y no llegaba sino poco más abajo de la nuca. Cuando salía por la mañana, se ponía un capote de rico paño negro, adornado con pasamanería y caireles de seda, y por las tardes una capa de grana, forrada de raso de color, y en la cabeza un sombrero a la chamberga, parecido al que llevan los picadores en las fiestas de toros. Aunque don Martín tenía más de setenta años, y había engordado paulatinamente más de lo necesario para bailar unas seguidillas, conservaba restos de una arrogante figura; era alto, y sus facciones, aunque abultadas, eran bellas y correctas.

Había contraído segundas nupcias con su actual mujer por razón de estado y sin conocerla; lo que no quitaba que se hubiesen llevado muy bien, teniendo él por ella, en razón de su espíritu caballeroso, las más finas deferencias. -Quien honra a su mujer se honra a sí mismo -solía decir-, y la honra que a tu mujer das, en tu casa se queda. Habíanse casado por poderes, y el día que llegó la novia, hizo don Martín formarse en rueda la enorme cantidad de criados de casa y de campo que le servían, y cogiendo a la recién llegada por la mano, se la presentó diciendo: -Esta es vuestra señora y... la mía; lo que ella mande, se ha de hacer antes que lo que mande yo; ya estáis advertidos. En fin, don Martín era bondadoso, generoso, poco severo, de fácil trato, amigo de ver a todos contentos, y contribuyendo a ello más bien por un impulso instintivo, que por una intención razonada; dándose por espíritu de familia grandes aires de vanidad y de orgullo, sin tener en sí el más mínimo germen de estos vicios, y siendo a fuer de rico, mimado de chico y adulado de grande, un poco despótico y un mucho egoísta.

La señora, como siempre la llamaba don Martín, doña Brígida Mendoza, era de esas mujeres secas, reservadas, austeras e impasibles, que tienen el defecto de no hacer amable la virtud de que son modelos. Unido esto a la edad, a la desgracia de haber perdido sucesivamente a todos sus hijos, y al continuo afán de refrenarse, habíase entristecido y metido en sí, llevándola su afán a archivar en su pecho las penas y prosperidad: con la misma grave serenidad con la que un cura registra en los libros parroquiales nacimientos y defunciones. Todo esto formaba un conjunto serio, frío y grave, pero digno, noble y abstraído de todo, no por agria misantropía, sino por la real superioridad de alma que da la religión.

Don Martín solía decir al verla tan serena: -Cuando eran chicos sus hijos y los tenía alrededor como la gallina su echadura, si tenía alguno un resfriado, cogía la madre el cielo con las manos y se le cerraba el mundo; pero ahora parece en todas ocasiones que ha comido pata; eso es porque lo poco espanta y lo mucho amansa.

Vivía con ellos un hermano de don Martín, algo menor que éste, Abad de aquella colegiata. Era este hombre distinguido un ente privilegiado de los pocos en quienes están a la misma altura el alma, el corazón y la cabeza. Un hombre de aquellos que los instruidos llaman sabio, los religiosos santo, los pobres padre, y sus allegados ángel.

En su juventud lo había su padre enviado a Sevilla a estudiar, tanto por haberlo deseado su mismo hijo, como con el fin de que siguiese la carrera de la toga. Pero en la guerra de la independencia tomó un fusil y se fue a combatir al invasor coloso. Hecho prisionero, pasó a Francia, y aprovechó sus ocios en seguir sus estudios. Concluida la guerra, viajó por Alemania e Inglaterra, siempre aumentando sus conocimientos con su pasión por el saber, haciéndose un hombre eminente en conocimientos como en cultura. Acabó por pasar a Italia, donde permaneció mucho tiempo en Roma; allí maduráronse los tesoros con que había enriquecido su cabeza y su corazón. Como fruto sazonado de su variada experiencia del mundo, de las cosas y de los hombres, y como hija de su suave y elevado carácter, se desarrolló entonces su vocación a la carrera tranquila, espiritual y filantrópica de la iglesia, volviendo algunos años después a sus lares, siendo acogido con alborozo por su hermano, en cuya casa vivía, rodeado de sus libros y de sus pobres, gozando de la naturaleza como un poeta, y de la paz como un cenobita.

El Abad, en su demacrada persona, tenía todo el aire de elegante distinción innato y adquirido que siempre le habían sido propios, sin que la pausa y falta de pretensiones de su estado y de su edad, lo hubiesen alterado, y si sólo añadido dignidad y dulzura.

Don Martín, que quería mucho a su hermano, considerando que debía a su vocación al sacerdocio el placer de tenerlo a su lado, decía que el Abad había hecho bien en dedicarse a la iglesia, proposición que apoyaba con uno de sus evangelios chicos, diciendo: -Si quieres un día bueno, hazte la barba; un mes bueno, mata un puerco; un año bueno, cásate; pero si quieres un siempre bueno, hazte clérigo. Y añadía: -Fraile que fue soldado, sale más acertado.

Desde la muerte de su hijo último, había traído don Martín a su lado para ayudarle a estar al frente de su labor, a un sobrino, hijo de un primo hermano suyo, que debía ser el heredero de su casa.

Pablo Guevara, así se llamaba, tenía veinte y dos años, y había sido poco favorecido por la naturaleza. Era en extremo moreno, tenía facciones bastas, maneras toscas y aire común; pero tenía como tipo de la raza andaluza los ojos grandes y negros, los dientes chicos y blancos.

Criado siempre en el campo, era corto de genio, y no tenía nada de fino ni de erudito; en cambio, sabía domar caballos como un picador, y derribar reses como el mejor ganadero.

Su tío, que como hemos dicho, encajaba a cada cual lo que le parecía sin andarse con rodeos, desde que vio a su sobrino, cuyo empaque no le hizo gracia, lo definió en estas frases que solía decirle:

-Pablo, hijo, vive sosegado; que ninguno se condenó por feo.

Si se hablaba del color moreno, opinaba:

-Pablo, no hay que apesadumbrarse, lo moreno es color que nunca pierde, y mientras más subido, más firme.

Si su sobrino decía alguna gansería:

-Pablo -exclamaba su tío-, habló el buey y dijo mú; se te conoce a distancia donde al mundo viniste; que quien dijo cortijo, todo lo dijo.

Pablo había nacido casualmente en un cortijo.

Ponía don Martín el sello a los juicios que sobre su sobrino hacía, con esta definición:

-Pablo, lo que es a guapo, no te gana nadie, pero a feo tampoco; de bueno te pasas, pero a entendido no llegas y a sutil no alcanzas.

Este era el nuevo círculo en que se iba a injertar la existencia de Clemencia, círculo compuesto, como todos los que forman los hombres, de bueno y de malo; pero predominando en este mucho más lo bueno que lo malo.

La casa solariega de don Martín de Guevara era un edificio en cuya construcción no se había ahorrado ni el terreno, ni los materiales, ni el dinero; pero en la que no se tomó en cuenta ni la comodidad ni la elegancia. Un enorme patio enladrillado; salones en que podían correr caballos, alcobas cuadradas, grandes y desnudas, formaban su interior; al exterior muchas ventanas con sobra de hierro y falta de cristales, alistadas en fila, como soldados sobre las armas; y un enorme balcón sobre una gran puerta, coronado con las armas in-folio de la familia, componían la mansión solariega de estos nobles hidalgos.

Habitaban éstos por lo regular lo bajo, dejando a la soledad y al silencio en pacífica posesión del cuerpo alto, con sus antiguos muebles de mal gusto, cubiertos de un imperecedero damasco carmesí que parecía haberse elaborado para hacer un vestido a la eternidad; sus cornucopias deslustradas, sus arañas destartaladas, y algunos excelentes cuadros vinculados, que escaparon al vandalismo de las tropas de Napoleón, merced a haberlos escondido en una apartada hacienda.

A espaldas tenía la casa los corrales, cuadras, horno, tahona y graneros de su uso, con entrada por otra calle.

Nada de jardín se veía, nada de elegante ni de ameno, pues lo ameno, así para don Martín como para sus progenitores, había sido siempre mucha bulla y mucho tráfago de campo.

Esta era la mejor casa del pueblo, y estando éste en la carretera, en ella se alojaban los reyes a su paso. En vida de don Martín habían pasado por allí Carlos IV, José Bonaparte, glorificado por los franceses con el título ad honorem de Rey de España; las princesas de Braganza, ya desposadas con el Rey y el Infante, y Fernando VII. Don Martín no había puesto según la costumbre establecida en las casas en que se hospedan los reyes, cadenas en la puerta de la suya, y cuando se le preguntaba la causa de esta omisión, contestaba a su manera.

-Taberna vieja no necesita rama.

-Pablo -dijo un día don Martín a su sobrino-; ya la viudita escribe que está en disposición de venir. Paréceme que deberías tú ir con el barrocho por ella.

Pablo, que tenía un carácter bueno y complaciente, y que según costumbres añejas respetaba mucho a sus mayores, pero que era cortísimo de genio, y tenía bastante tacto para conocer cuánto le faltaba para ser una persona fina y de buenas maneras, se quedó estremecido con la proposición de su tío.

-Señor -dijo balbuciente-, si... si... si no la conozco.

-Ni yo tampoco -repuso su tío-, que tenía de largo lo que el sobrino de corto; y si fuese mozo, iría de cabeza. ¡Con que a ti no te impone un toro, y te impone una buena moza! ¡Por vía del atún salado! que pareces aciguatado.

-Señor, dispénseme usted, por Dios.

-Por dispensado. Tú te lo pierdes, trabado; a bien que más divertida ha de venir con Miguel, que tiene buena parola, la lengua expedita y habla por los codos, que no contigo, que para sacarte una palabra del cuerpo se necesita un garfio; siempre tienes la lengua entumida.

Pocos días después llegó Clemencia; pero tan abatida todavía, moral y físicamente, a causa de las repetidas y recientes catástrofes acaecidas, que en su pálido semblante estaban aún sellados el espanto y el dolor. Al apearse del detestable barrocho, que tirado por cuatro magníficas mulas había ido por ella a Sevilla, se sintió profundamente conmovida, al recordar que allí había nacido y pasado su infancia su malogrado marido, y que iba a ver a sus padres. Al entrar corrió hacia su suegra, en cuyos brazos se echó sollozando; a esta señora, que como sabemos era austera, seca y poco afecta a expansiones, desagradó aquella explosión de vehemente dolor, y se contentó con decir con serenidad:

-Ya no tienes por qué afligirte ni estar apurada. A los que Dios llama a sí, más vale encomendárselos, que no protestar contra su santa voluntad con extremos y violencias. No se siente más a un marido que a un hijo... y yo estoy resignada.

-Vamos, niña -dijo su suegro abrazando a su vez a Clemencia-; vamos, que aquí no se viene a llorar, sino a consolarse y conformarse con la voluntad de Su Majestad. Vienes a tu casa, a la casa, y puedes mandar como dueña que eres; pero mira, hija mía, que los viejos no quieren gentes compungidas alrededor suyo. Vamos, que con agua pasada no muele el molino.

Clemencia permaneció callada, haciendo heroicos esfuerzos para hacerse dueña de su congoja, pues conoció que el egoísmo de la vejez rechaza al dolor como a un enemigo.

Sintióse entonces estrechada por los brazos de una persona que dejó caer sobre su frente dos lagrimas, diciendo:

-Llora, llora, hija mía; que las lágrimas son una de las más bellas prerrogativas de la primavera de la vida. Son las lágrimas que vierte la juventud, a la vez brillantes y puras como las de la infancia, y sentidas como las de la vejez; desahogan el corazón e inspiran simpatía; aquí pero si el cariño y la lástima secan sus fuentes, aquí, hija querida, desaprenderás el llanto.

Quien profundamente conmovido hablaba así era el Abad.




ArribaAbajoCapítulo II

Clemencia a poco fue querida de todos, como no podía dejar de suceder, apegándose ella a los que la rodeaban y le hacían la vida tan dulce con todo el calor de su amante corazón.

-¡Caramba! -solía decir don Martín-, bien sabía el tronera de mi hijo lo que se hacía casándose con esta malva-rosita. (Don Martín, que a todo el mundo ponía sobrenombre, le había puesto éste a su nuera, uniendo así los emblemas de la hermosura y de la suavidad.) Es un sol para la vista, un canario para el oído, y una alhaja para la casa. Estoy ya tan hecho a ella -añadía con su acostumbrado egoísmo-, que no sentiría más sino que pensase en volverse a casar, lo que no puede dejar de suceder, puesto que la viuda lozana, o casada o sepultada o emparedada.

-¡Qué se había de casar! -decía el Abad, que no ignoraba cuánto había sufrido Clemencia en su matrimonio, y que desde su alta y serena esfera creía difícil el que Clemencia, que había llegado a ella, la abandonase tan pronto.

-¡Qué se había de casar! -opinaba doña Brígida, que consideraba el recuerdo de su hijo suficiente para llenar una existencia.

-¡Qué se había de casar! -pensaba Pablo-, profundamente convencido de que no había un mortal digno de poseer aquel tesoro.

Había hallado Clemencia preparadas para ella dos habitaciones interiores, de las cuales la segunda daba a un corralito encerrado entre cuatro paredes como un pobre preso. Unas bastas sillas de paja, un catrecito antiguo de pésimo gusto con exquisita ropa de cama, un tocador cubierto con almidonado linón de hilo, una cómoda-papelera veterana, por no decir inválida, unos cuadros de santos de diferentes tamaños y entrapados con el polvo de dos siglos, y una estera nueva, todo en extremo limpio, formaban el mueblaje de aquellas tranquilas habitaciones. Pero al año de ocuparlas Clemencia, nadie las habría reconocido. Las sillas de paja habían sido reemplazadas por otras de rejilla, pintadas y charoladas de negro y oro, imitando el maqué chinesco. Los cuadros habían sido restaurados en Sevilla, y brillaban con toda su frescura primitiva en lindos marcos dorados. Sobre un elegante tocador de madera amarilla de Haytí, sobre rinconeras y sobre un velador de la misma madera, había lindos floreros de cristal y de china llenos de flores naturales. Una bonita librería baja a la inglesa, cubierta de cortinitas flotantes de tafetán carmesí, contenía una colección de libros, los más selectos de nuestros antiguos y modernos escritores. Un silloncito bajo de tijera con brazos y espaldar, cuyo asiento así como la faja que sujetaba por arriba los palos del espaldar habían sido bordados de tapicería por su dueña, estaba colocado cerca de la ventana, y a su lado se veía una preciosa canastita de labor. Sobre la cómoda-papelera, que después de restaurada era un magnífico mueble incrustado de bronce, concha y nácar, en el estilo tan celebrado del famoso artista Boulle, había un hermoso Crucifijo de marfil, atribuido a nuestro gran escultor Montañés.

Habíase abierto una puerta al corral, que se veía trasformado en un jardincito, cuyas paredes desaparecían tras de floridas enredaderas. El suelo estaba tapizado de violetas. En medio se había trasplantado un granado de flor, que entre sus finas y lustrosas hojas lucía sus magníficas y lozanas flores, gastando toda su savia en hermosura sin fruto en las barbas del siglo XIX, sin cuidarse de incurrir en su censura y desdén. Colgaban entre las flores de las enredaderas jaulas pintadas de verde con variados pájaros que se esmeraban en obsequiarlas con un alegre concierto, en el que formaban coro las golondrinas, no tan maestras ni artistas como ellos, pero que lucían una gran flexibilidad de garganta.

Alguna suave noche de mayo había venido el Orfeo de la filarmonía alada, el ruiseñor, a hacer vibrar en aquel aire embalsamado sus trinos y sus encantadoras notas sostenidas. Entonces todo callaba en el éxtasis de la admiración, y Clemencia, apoyada en la reja a la par de los jazmines, dirigía, entre una sonrisa y una lágrima, al estrellado cielo una mirada llena de sentimiento, de admiración, de amor y de gratitud hacia aquel Dios que a la naturaleza dotó de tantos encantos y al hombre de un alma a su semejanza, a la que reveló su conocimiento, no exigiendo en cambio de tantos beneficios sino el que haga éste un buen uso de sus dones.

-¡Oh! -exclamaba entonces-, recordando unas cuartetas que recitaban en su convento:


¡Oh!, si el sol, luna y estrellas,
como son astros lucidos,
fuesen lenguas que alabasen
tu nombre santo y divino.

Lejos estaba entonces de ella traer con triste premeditación a su memoria sus dolores pasados como un acíbar para amargar lo presente; cruel propensión que tienen muchos, haciendo de esta suerte en todas ocasiones de lo pasado nuestro verdugo, pues si nos ofrece recuerdos de felicidades, es para echarlas de menos, y si de penas, es para volverlas a sentir. Zanjada su cuenta con lo pasado, de que saliera ilesa la pureza de su alma, la sanidad de sus sentimientos y lo inmaculado de su conciencia, sucedíale como a la azucena que aja y dobla el huracán sin empañar su blancura ni robarle su perfume, que, repuesta la calma, se rehace, alza su cáliz y vuelve a su lozanía, sin más agitarse en la serena atmósfera que Dios le envía.

Y no es la primera vez que hacemos notar el envidiable rasgo que caracterizaba a esta suave criatura, que era su natural inclinación al bien hallarse, su propensión a la alegría, nacidas ambas de su encantadora falta de pretensiones a la vida, magnífica prerrogativa que alimenta la educación modesta, retirada y religiosa, y que destruye de un todo la moderna educación filosófica, bulliciosa y emancipada.

Así fue que apenas pasó algún tiempo, y que se halló querida, mimada y mirada como un miembro de la familia, instalada agradablemente y domiciliada en su nueva morada, nada le quedó que desear, y se sintió tan dichosa, que un día, como era tan expansiva, se echó con un movimiento caloroso y espontáneo al cuello de su suegra, y le dijo:

-¡Madre, qué feliz soy aquí! ¡Estoy tan contenta!

La señora, que habitualmente hacía calceta y tenía la cabeza inclinada sobre su labor, la levantó, miró con sorpresa a su nuera, y le respondió:

-¡Dichosa tú, hija mía!, me alegro -mas en la especie de sonrisa amarga que por un instante se indicó en sus labios, se leía claramente la confirmación de las palabras con que acogió a su llegada la explosión de dolor de su nuera.

¡Cuán cierto es que una mujer no siente tanto la muerte de su marido como una madre la muerte de su hijo!

Así juzga cada cual en este mundo por su propio sentir el ajeno: los inmutables por la duración; los apasionados por la vehemencia de los sentimientos, y en ambas cosas, en la vehemencia y en la duración, suele tener más parte el temperamento que el alma. Nadie es ni puede ser juez de la fuerza del sentir ajeno. Hemos visto personas de constitución robusta enfermar y aun morir de una leve pena, y hemos visto personas débiles y enfermas sufrir los más acerbos golpes del destino sin alteración en su exterior. ¿Cómo fijar reglas generales, cuando no hay dos personas, ni aun dos gemelos, que ni en el orden físico ni en el moral sean en un todo semejantes?

Si alguien hubiese inferido por la impasible reserva con la que doña Brígida recibió a su nuera, que no amaba a su hijo, y otro hubiese pensado al ver a la joven viuda renacer a la vida y a la alegría, que no había sentido a su marido, ambos juicios habrían sido falsos y superficiales.

Don Martín, que no hacía sino mirar a la cara a su nuera, solía preguntarle:

-¿Qué deseas, malva-rosita?

-Nada -respondía con una sonrisa de alma y de corazón Clemencia-; nada, sino el que no varíe mi suerte.

Buen y sabio deseo, poco común en los jóvenes, aun en los más felices, y más raro aún, si llegan a formarlo, el que lo vean cumplirse. Sólo los viejos pueden esperar el haber pagado por entero su tributo de lágrimas a la vida; ésta es la gran prerrogativa de la vejez.

La transformación de las habitaciones de Clemencia era debida a su tío el Abad, cuya fina delicadeza y cuyo simpático cariño hacia ella habían querido embellecer y hacer dulce su nido a la sobrina que amaba, cual los pájaros tapizan con suaves plumas los de sus polluelos. Cada cosa había sido una nueva e inesperada sorpresa para Clemencia, y le había causado la más viva e infantil alegría.

Lo que es su suegro, le regalaba constantemente muy hermosas y prosaicas onzas de oro, que Clemencia rehusó al principio con modesta pero firme decisión. Su suegro entonces, por primera y única vez en su vida, se incomodó con ella, haciéndole presente que lo que ella miraba como un don, era una deuda. Clemencia, pues, las iba apiñando sin contarlas en un cajón de su papelera.

En cuanto a su suegra, en nada de esas cosas se metía, y sólo una vez al año, el día de su santo, regalaba a su nuera; pero este regalo era siempre una alhaja de gran valor.

Pablo todos los días le regalaba flores, no porque él las apreciase, ni como elegante adorno ni como poética expresión, sino porque sabía que le gustaban a ella.

Aunque a todos los individuos de la familia quería Clemencia con ternura, con quien se unió más estrechamente fue con su tío el Abad. Eran dos almas hermanas, dos corazones gemelos, y pronto conoció su tío cuán fácil le sería que llegasen a serlo sus inteligencias. Así fue que se dedicó a cultivar aquel entendimiento tan apto para el saber, tan ansioso de enriquecerse y elevarse; y nadie era más a propósito para encargarse de esta bella tarea, porque el Abad era el tipo del hombre superior que gira en aquella alta esfera, a la que sólo pueden llegar los que unen a los más bellos dotes naturales, la virtud, el saber, el conocimiento del gran mundo, el uso de la alta sociedad y la cultura.

No siguió el ilustrado maestro en su enseñanza un método, ni se sometió a reglas de estudio que suelen hacerla exclusiva y árida; sólo en el aprendizaje de las lenguas prescribió sujeción y orden. En lo demás dejaba a la ventura enlazarse las cosas las unas a las otras para explicarlas o analizarlas, porque era su afán infundir a su discípula el espíritu y no la letra. Tú no vas a poner cátedra, solía decirle: lo que te conviene es una idea exacta de cada cosa, sin que tus conocimientos sobre ellas lleguen a profundos en ninguna. Debes sólo formarte un ramillete con las flores del árbol del saber, puesto que, como mujer, tienes que considerar tus conocimientos, no como un objeto, una necesidad o una base de carrera, sino como un pulimento, un perfeccionamiento, es decir, cosa que serte debe más agradable que útil.

Nunca por muchos que adquieras, los mires como una superioridad, puesto que el saber está al alcance de todos, y no es una prerrogativa sino una ventaja, y aun dejará de serlo si le acompañan la intolerancia y la presunción, que son seguros medios, no sólo de hacerse odioso, sino de caer en ridículo, puesto que como se ha dicho muy bien de los valientes, se puede decir de los que presumen de saber, que siempre hallarán otro que sepa más que ellos.

Es cierto que el saber da al que lo posee cierta superioridad sobre el ignorante; mas aun dado caso que el ignorante no tuviese sobre el que sabe otra clase de superioridad que la compense o aventaje, no hay nada en el mundo, hija mía, que se deba disimular más que una superioridad, pues es lo que menos se perdonan los hombres, y sobre todo no perdonan las superioridades adquiridas, y hostilizan a las erguidas. Persuádete bien de esta verdad: la superioridad es una carga, como lo es para el gigante su estatura; gozar de ella y disimularla con benevolencia y no con desdén, es la gran sabiduría de la mujer.

La superioridad que se ostenta, lastima profundamente el amor propio ajeno, que tolera la superioridad que se tiene, pero rechaza la que se le quiere imponer: así es que la que adquieras debe asemejarse en ti a una túnica forrada de armiño; su finura, su suavidad debe ser interior y para ti misma.

Lo que aprendas, líbrete Dios de lucirlo, pues harías de un bálsamo un veneno: oculta las flores; que cuando su vista no brille, será más suave y más atractivo el perfume que aun involuntariamente exhalen.

Confiesa una falta, (supongo, hija mía, que las tuyas serán siempre de aquellas que se pueden confesar sin vergüenza), confiesa una falta, digo, y oculta un mérito, pues hay en los hombres más indulgencia que justicia.

No desprecies a nadie, pues el desprecio, ese acerbo primogénito del orgullo, no debe nunca profanar la nobleza de tu alma, la modestia de tu sexo, la delicadeza de tu corazón ni la equidad de tu conciencia, pues es el desprecio crimen de esa humanidad.

Pero sobre todo, ten presente que el saber es algo, el genio es aún más; pero que hacer el bien es mucho más que ambos, y la única superioridad que no crea envidiosos.

Ama la lectura, sin que llegue tu afición a pasión; mira a los libros como amigos apacibles y agradables llenos de buena enseñanza, sin caprichos ni falsías, que nada exigen y conceden mucho, que se suelen olvidar en la prosperidad y se vuelven a hallar en la desgracia, prontos a consolar, distraer y dirigimos; pero que no deben absorberte ni apasionarte como amantes.

Aun cuando tu memoria no retenga una buena lectura, no creas que hayas perdido su fruto, pues te quedará la ventaja real de la impresión que te ha causado y del giro que ha dado a tus ideas; que la cultura no la da el más o menos retener, sino el más o menos apropiarse la buena enseñanza.

Prefiere para tus lecturas la de la historia y la de los viajes, que descorrerán a tus ojos el velo del tiempo y la cortina del mundo.

No te ocupes en sistemas sociales, sueños de utopistas remontados hasta alcanzar al ridículo, y ten presente que es preciso ser ciego y dejar de ser religioso para creer posible la felicidad, en un mundo que por culpa del hombre y por la voluntad del que lo crió, dejó de ser paraíso. Un filósofo alemán ha dicho que si los hombres fuesen más felices de lo que son caerían en la languidez, y si más desgraciados caerían en la desesperación. Admira y adora la mano que en esto como en todo dispuso la gran ley del equilibrio, hasta en la suerte de entes castigados y no condenados; equilibrio que ni en el orden moral ni en el físico, alcanzarán a destruir los débiles esfuerzos humanos: verdad que atestigua lo pasado, que lo presente afirma y que el porvenir demostrará cual ellos.

Huya sobre todo tu alma elevada, espíritu puro creado a la imagen de Dios, del cínico sensualismo que arrogante y desdeñoso se enseñorea hoy día del mundo, con su pendón que tan alto levanta, en el que se lee: intereses materiales sobre todo, con su ansia de innovación y su afán por lo positivo. Alza tu vista de este círculo rastrero; considera que el bien y el mal son dos grandes y universales principios; lo que ambos inspiren tendrá siempre las mismas tendencias, la de arriba y la de abajo. Dios que nos llama y dice: sube. El enemigo de nuestra alma que nos arrastra y dice: baja. Ocupen los intereses materiales el segundo puesto, y no le usurpen el primero a los morales.

No te afanes en buscar amigos; pero esmérate en evitar enemigos: para esto procura que sean constantemente tus procederes justificables, y para esto ten presente que hay siempre dos maneras de considerarlos; la una es con respecto a uno mismo, y la otra respecto a cómo pueda interpretarlas la malevolencia ajena, que vale más evitar que no retar.

No basta confiar en que el fin y motivo de nuestras acciones sean buenos para prescindir de la opinión pública. No, hija mía, no basta ser bueno; es preciso también parecerlo, por acatamiento a la sociedad, por consideración a sí propio, y por respeto a la verdad.

Esta deferencia a la opinión para eludir su censura, aunque sea injusta, como el hombre aseado evita una mancha en su ropa, no se debe confundir con la baja y humilde vanidad que mendiga elogios; y no obstante, hija mía, por máquina y rastrera que ésta sea, es preferible en las mujeres al insolente orgullo que desprecia con cinismo la sanción pública en su fanfarrón espíritu de independencia y en su soberbia glorificación del individualismo. Madame de Stäel, que tan alto puesto ocupó en la jerarquía social y en la de la inteligencia, ha dicho: «El hombre debe arrostrar la opinión y la mujer someterse a ella», y aun lo primero se entiende en ocasiones dadas, y en circunstancias excepcionales en que su conciencia se lo prescriba al hombre.

No te prescribiré la delicadeza, hija de mi corazón, porque la delicadeza es instintiva en las naturalezas privilegiadas como la tuya.

¡Cuántas veces la he admirado en su apogeo en gentes del campo, que ni aun sabían su nombre! La sociedad la cultiva, porque cultivar es la misión de la sociedad; para esto crea reglas que le aplica. Una de ellas es que para ser la delicadeza exquisita en el trato, es necesario siempre y en todas relaciones ponernos en el lugar de la persona con la que nos ponen las circunstancias en contacto. Esta regla se parece a la que se da para leer bien en alta voz, y es la de leer con los ojos la frase que sigue a la que pronuncian los labios; así, mientras hablamos debemos leer en el semblante de los que nos escuchan el efecto de nuestras palabras, para modificar las sucesivas, con el fin de nunca herir ni chocar con ellos.

Para aprender la vida y conocer el mundo, sé observadora, Clemencia; no observadora misántropa, cáustica ni satírica, sino observadora justa, despreocupada y benévola. La grata y útil tarea de la observación, embota ese sentimiento de personalidad tan común en nuestros días, que es el mayor enemigo de la sociedad amena. La observación te interesará, te entretendrá y te dará el gran y útil conocimiento del corazón humano. Entonces conocerás cuán erradas son esas máximas absolutas, que todo lo miden por un rasero, y lo falso de esos aforismos vulgares, como son:

Todos los hombres son iguales.

Quien vio una mujer, las vio todas.

El corazón del hombre siempre es el mismo.

Las pasiones y modo de sentir de los lapones son los mismos que los de los andaluces.

Y menos fiarás en la archivulgar sentencia, piensa mal y acertarás; no pienses mal, sino juzga bien, y acertarás. Pero sé tarda en formar tu juicio, porque con verdad se ha dicho que el hombre juzga por razones y la mujer por impresiones; es decir, el primero con la cabeza y la segunda con el corazón; y ya sabes cuán fácil es éste de dejarse engañar, sobre todo si es noble y sincero; a pesar de que debes siempre preferir la tristeza de un desengaño, al sonrojo de un mal juicio.

No tengo presente en dónde he leído poco ha que el hombre de entendimiento es el que halla tipos distintos, y que el hombre vulgar es el que halla a todos los hombres iguales.

-Yo creí -repuso Clemencia cuando le dijo esto su tío-, que los tipos eran raros.

-No, hija mía -contestó el Abad-, pues el tipo es aquella persona que resume en sí más marcadamente los rasgos peculiares de la clase a que pertenece, sin tener originalidad. Si la tuviese marcada, sería un original y no un tipo en su género; y si no, observa a mi hermano: él es el verdadero tipo del caballero campesino andaluz, con sus dotes de tal, esto es, un entendimiento claro, perspicaz e inculto, su hermoso y noble corazón y su carácter franco, pero indomellado, su pequeño despotismo de cabeza de casa grande, y su generosidad de mayorazgo, sus grandes y altos sentimientos cristianos, y sus mezquinos gustos lugareños.

Observa a Pablo, y verás en él el tipo del hombre de valer, modesto, oscuro y poco lucido.

Observa a mi cuñada, y verás el tipo de la mujer reconcentrada, cuya austeridad, cual una capa de nieve, encubre y retiene en su germen los brotes de un corazón rico y noble.

Observa aun a la tía Latrana, esa vieja impertinente que de continuo asedia a mi hermano, y verás como con su exigente, descocado e insolente despotismo, forma el tipo de esa clase de pordioseras españolas. Todos estos tipos son muy comunes, y si se pintasen tendrían su mérito en que cada cual los reconociese. El que es poco común, hija mía, es el tuyo, que es el tipo femenino más bello, el de la inocente joven que criada en un convento, vive satisfecha en el estrecho círculo de una casa austera, habiendo atravesado el mundo, que no echa de menos, desgarrando al pasar su blanca túnica en sus abrojos, y conservando pura e ilesa su alma preservada bajo las alas del ángel de su guarda. ¡Oh Clemencia! no adquieras nunca ilustración, ventaja, saber, ni preponderancia a costa de ésta, y ten presente que el saber aislado es una hermosa estatua sin corazón y sin vida; así es que dice el profundo Balzac, que una bella acción encubre todas las ignorancias, y yo añado que vale más que todo el saber humano.

-¡Qué bueno sois, señor! -solía exclamar Clemencia.

-Todos con pocas excepciones lo somos teóricamente -contestaba sonriendo el Abad-; no está el mérito en formular máximas, está en aplicarlas a la vida: dé suerte que no en mí, sino en ti lo estará, si pones en práctica las que deseo inculcarte.

De esta suerte, y con escogidas lecturas, fue formando el Abad el gusto, cultivando el entendimiento, y dirigiendo las ideas de Clemencia; haciendo brotar en ella los más delicados y exquisitos gérmenes, como el sol de primavera engalana y hace florecer una amena floresta.

Pablo, después de extrañar que Clemencia demostrase tanto afán por los libros, y por recoger cuanta enseñanza salía de los labios de su tío, empezó por interesarse en esta enseñanza, la que le pareció en extremo amena, y acabó por engolfarse en ella, con la atención, seriedad y constancia propias de su genio.

Doña Brígida veía todo esto sin aplaudirlo, ni menos criticarlo. Esta señora, que no tomaba en cuenta pareceres ajenos, nunca imponía el suyo a los demás; rarísima y apreciabilísima cualidad.

Pero no así don Martín, que no había cosa en que no se metiese. Así era que como lo que hacía su hermano le infundía respeto, y por otro lado el estudio no le inspiraba ninguna simpatía, solía decir al oído a Clemencia.

-Malva-rosita, dile al tío que menos borla y más limosna, y tan presente que boca brozosa cría mujer hermosa.

Otras veces, cuando se prolongaban las sesiones con el Abad, gruñía: -¡tanta lección y tanta lección!, ¿de qué te ha de servir eso? Anda, anda, dile al tío que menos espuma y más chocolate.

En cuanto a Pablo, solía decirle:

-¿Tú también te quieres meter a discreto, tú que no pareces de la familia de los Guevaras, sino de los Alonsos, que eran treinta y todos tontos? ¡El demonio se pierda! Déjate de latines, Pablo; que la zamarra y la borla de doctor hacen unas migas como un toro y un pisaverde. A tus agujas, sastre. ¿A qué lo echas de pulido, si eres fino como tafetán de albarda?

Y se ponía a canturrear, cosa a que era muy afecto:


San Pedro como era calvo
a Cristo le pidió pelos,
y Cristo le respondió:
Déjate de pelos, Pedro.




ArribaAbajoCapítulo III

Nunca pudieran hallarse caracteres y genios más distintos y desapareados, que los que la suerte había reunido bajo el techo de don Martín de Guevara, y nunca tampoco se hallaron otros mejor avenidos. Las cosas tienen diversas fases, la vida variadas sendas, los hombres distintas y diferentes inclinaciones, sin que por esto se desavengan entre sí, cuando no obran en ellos el espíritu hostil y las malas pasiones del día, que nacen del mal estar de una época calenturienta como la nuestra, que desprecia lo pasado, odia lo presente y se asombra del porvenir.

En lo que unánimemente concordaban, era en amar a Clemencia, como todos los pechos aspiran y aman el suave y balsámico ambiente de la primavera.

Tanto ella como Pablo habían desarrollado admirablemente su inteligencia con la sabia enseñanza y elevada influencia del Abad, de ese hombre superior, mina de oro que explotaban ambos, cada día con más placer y más provecho.

El Abad, por su lado, se gozaba en su obra, a medida que iba viendo a sus sobrinos crecer en saber, cultura y virtudes.

Pero en quien debió el suave imán que impregnaba a Clemencia ejercer más su influencia, era en Pablo, que además de tener paridad de alcances y simpatías de corazón con ella, estaba en la edad en que estos afectos suben a pasión en el hombre, unas veces para su bien y enaltecimiento, y otras para su mal y su corrupción.

Mas Pablo era un hombre modesto, tipo poco común, pero que no obstante existe, aunque no se aprecie y pase desapercibido; porque la verdadera modestia, todo lo bueno oculta, hasta a sí misma. Además, estos hombres no se hallan generalmente en el teatro del mundo que bulle; son hombres casi siempre designados con el nombre de oscuros, hombres apegados a su hogar y a un pequeño círculo de amigos a que se concretan.

Era Pablo además tímido y desconfiado de sí, a lo que contribuían las continuas chanzas de su tío, que queriéndolo y apreciándolo mucho en el fondo, tenía de él un concepto errado. Así es que Pablo, teniéndose en menos de lo que valía, graduó como un imposible alzarse hasta aquella mujer cuyo mérito y superioridad él reconocía más que nadie. Nació pues el amor en su corazón espontáneo, creció sin esperanzas, y vivía sin deseos, persuadido de que nunca podría mostrarse a la luz del día aquella estrella que brillaba en su pecho en la noche del secreto.

Clemencia por su lado, sólo quería a Pablo como a un hermano. Era aún muy niña, y faltábale experiencia para conocer lo que valía su primo, y se reía de corazón de las bromas con que le asaltaba de continuo su tío.

Suavemente se resbalaba el tiempo en aquella tranquila vida, en la que no había afán por apresurarlo, ni ansia por retenerlo. Más de seis años pasaron como seis noches de tranquilo dormir y monótonos sueños, y cual éstas, poco habían alterado en aquel pacífico interior. Don Martín y doña Brígida eran, al decir del primero, como el Padre nuestro y el Ave María, siempre los mismos. Clemencia, repuesta completamente su salud, florecía cual una lozana y alegre primavera.

Pablo había perdido mucho de lo atado y de la desmaña de sus maneras, y aunque su tío no dejaba de repetirle cuando el Jueves Santo o el día del Corpus lo veía vestido de serio: «Pablo, vestido de majo, estás hecho un curro; pero con el friqui fraque pareces un alguacil de Sevilla», era lo cierto que en todos trajes tenía Pablo, si no el aire de petimetre, el porte digno del caballero que tiene la confianza y no el orgullo de lo que es y de lo que puede.

A la caída de una tarde de verano en que estaban sentados en el patio, que por los cuidados de Clemencia estaba embellecido y embalsamado con una gran cantidad de macetas de flores, se asomó sin hacer ruido al portón, una gitanilla como de unos doce años de edad, que ofrecía de venta unos bastos canastillos, hechos de delgados mimbres.

-¿Quién es? -preguntó don Martín, que recostado en un gran y tosco sillón de anea que se hacía llevar a todas partes para sentarse cómodamente, llevaba la alta y baja de todo en su casa; porque no pudiendo seguir ya la vida activa, por sus años, no tenía otra cosa en qué entretenerse.

-Entepá -dijo la gitanilla por decir gente de paz.

-Juana -gritó don Martín con su poderosa voz, llamando al ama de llaves- da a esa entepá media hogaza de pan, y que se largue ese feísimo estafermo montaraz.

No decía mal don Martín. La chiquilla era de un feo poco común. Sus lacias greñas pendían a ambos lados de su cara como inflexibles cordas. Uno de sus ojos bizqueaba de tal manera que parecía querer pasar por debajo de sus narices en busca de su compañero. Entre los girones de sus enaguas, que más que enaguas parecían un fleco, se veía el cutis de sus descalzas piernas y flacos muslos, fácil de equivocar con el de un habitante de África. Sus dientes, que eran de los que se nombran de embustero, por estar desviados unos de otros, eran de un blanco deslumbrador, como para hacer contraste con el color oscuro de su rostro. Era seria y despaciosa, y tenía todo el dejo y contoneo de las de su casta.

-¿Cuánto pides por esos canastos? -le preguntó Clemencia.

-¿A que quieres comprar esos escambrones? -dijo don Martín, que como hemos dicho, no había nada en que no se metiese.

-Quiero -respondió Clemencia-, en primer lugar hacer un bien a la niña comprándoselos; además quiero forrarlos de seda y adornarlos con cintas, y que sirvan para meter en ellos el alhucema.

-Sí, señorita de mi alma -dijo la chiquilla-, ande usted, mérquemelos, carita de rosa; que le diré su buenaventura.

-¡Qué buenaventura, ni qué niño muerto! Lárgate, visión del Negro Ponto -dijo don Martín.

-Dejadla, padre, os lo ruego; que me diga la buenaventura -exclamó alegremente Clemencia- ¡Si vierais cuánto he deseado siempre que me la digan!

-¡Tales patrañas! -murmuró don Martín.

-Déjala, si le divierte, Metomeentodo -opinó doña Brígida-; que eres como el tomate, que en todo se encuentra.

-Anda con Dios -repuso don Martín-; unos se ríen de la gracia, otros de la singracia.

Clemencia se había levantado y puesto su blanquísima mano en las negras de la chiquilla, que estaban frías como la piel de un reptil.

La profetisa hizo como si examinase las imperceptibles rayas de la mano de Clemencia, y dijo después, principiando cada frase despacio y con recia voz, y acabándola precipitadamente y tan quedo que apenas se oía:

-«En el nombre de Dios, (aquí hizo una pausa) que donde entra Dios no va cosa mala.

No es usted nacida de las malvas, sino hija de buen padre y buena madre, y tiene la sangre limpia, como agua de buen manantal.

Es usted, buena moza de mi alma, como la mata de albajaca, que muchos la huelen y pocos la catan; porque es usted hondita de gusto, y no todas las cosas le hacen gracia.

Ha de ser usted como la fortuna, ciega, que ha de tener la suerte delante y no la ha de ver; pero a las manos se le ha de venir; que guardaíta se la tiene su sino, porque se lo merece esa carita que ha destronado a la reina de las flores.

No se fíe usted de los que de lejos vienen, que la venden como carne de la carnicería, y tienen dos caras como el tafetán, una por delante y otra por detrás. A la fin se ha de venir usted a lo mejor, pues bien sabe la rosa en qué mano posa.

Cumpla usted con la gitanilla con salero; que a usted le sobra y a ella le falta dinero. No me sea, jermosa, desaborida, y écheme un remiendo a la vida.

Esta es la buenaventura del pan blanco, usted me lo da y yo me lo zampo».

Clemencia se echó a reír, declarando que cuanto había dicho la profetisa, eran generalidades que nada precisaban.

-Cosas de gitanos -dijo don Martín-, que a la fin y a la por-partida dicen arrumales.

En seguida preguntó Clemencia a la niña:

-¿Sabes rezar?

-¡Qué ha de saber! -dijo don Martín-. ¡Rezar! Robar será lo que sabrá.

-¡Sí sé rezar, señorita de mi alma! -respondió la gitanilla.

-¿Y qué rezas? -tornó a preguntar Clemencia.

-Cuando me acuesto en el campo, señorita mía, me meto una cabeza de ajo bajo la cabecera, para ahuyentar a los bichos venenosos, y rezo así:


A la cabecera pongo la luz,
a los pies la Santa Cruz,
al lado derecho a Adán,
al lado izquierdo a Eva,
para que no lleguen sapos ni culebras,
ni sarabandija ni sarabandeja;
sino que vayan donde va esta piedra.
Y tiro una piedra así.
Y la chiquilla tiró una chinilla en dirección a don Martín.

-Enséñame esa oración -dijo éste sin caer en la maliciosa acción de la chiquilla-: enséñamela a ver si la digo y es eficaz para que en la vida de Dios te llegues tú por aquí.

-¡Ay Jesús! y qué señor tan repanchigao de cuerpo, y tan respingao de genio -dijo prolongando cada sílaba la gitanilla.

-¿Pero en qué duermes? -preguntó Clemencia.

-¡Toma! -intervino don Martín-, dormirá en una zalea de borrico tiñoso, con una carajola de mula por almohada.

-Duermo en el suelo, señorita mía, que parece usted hecha de dulce, con esas carnes tan blancas que se puede escribir en ellas, esa boca que parece un madroño, y esos ojos que parecen dos luces de altar; y no ese usía abujado que tiene la lengua más áspera y con más espinas que una abulaga.

-¡Pobrecita! -exclamó Clemencia.

-¡Y muy bien que dormirá! -opinó don Martín-: no hay bronce como años once, ni almohada como no pensar en mañana. ¡Múdate, pelgar!

-Padre, señor, dejadla, que me divierte -suplicó Clemencia.

-Será la pechecilla esa como los perros pachones, que de feos hacen gracia -gruñó don Martín.

-Voy a traerle un cobertor y una almohada -dijo Clemencia echando a correr.

-Con tal que se trasponga, a ver como no traes un mosquitero a esta langosta de Egipto -le gritó don Martín.

-¡Ay! -dijo la gitanilla en su tono lánguido-. ¡Madre mía de la Soledad, y qué señor tan respetuoso!

-¿Qué quieres decir con eso, vizcondesa Pingajo?

-Señor, que tiene su mercé la voz como una campana de doble, y que está su mercé en ese sillón tan jermoso, que parece un colchón sin bastas en una galera despalmáa.

-¡Por vía de la chiquilla desvergonzada! -gritó don Martín-: escabúllete; mira que si me levanto te doy un sosquín que te apago.

Clemencia volvió con un cobertor, una almohada y algún dinero que dio a la gitanilla. Ésta sacó de una bolsita que llevaba colgada al cuello una cedulita que dio a su protectora diciéndola:

-Ábrala su merced el día que se case, señorita mía, cara de rosa de abril, y entonces verá si no son ciertas las felicidades que le predijo la gitanilla.

-¡La felicidad! ¡la felicidad! -dijo Clemencia volviendo a ocupar su asiento-; no existe palabra que tenga más acepciones; cada uno la entiende a su manera; ¡puede que esa inocente crea que está en casarse!

-La felicidad está -dijo don Martín-, en ser un mayorazgo como yo, y reírse del mundo; ¿no es verdad, señora? -prosiguió dirigiéndose a su mujer, a la que por una de sus ideas llamaba siempre delante de gentes de usted.

-Martín -contestó ésta-, en este mundo cansado, ni bien cumplido ni mal acabado. Esta vida es un viaje: ¿a qué anhelar por buenas posadas en que no hemos de estar sino de tránsito?

-Pues, señora, mas que sea de tránsito, como que el transitillo mío es, a la hora ésta, de duración de setenta y siete años, sin los que caigan, digo que soy feliz, gracias a usted, señora, y a mi malva-rosita; si no fuera por la muerte de mis hijos, era yo quien se habría comido la torta del Cielo; pero en fin, nadie se va de este mundo sin saber que ha estado en él.

-Di gracias a Dios, Martín.

-Sí señora, sí señora, no hay duda de que de Dios nos viene el bien; pero de las abejas la miel.

-¿A que no entendéis vos la felicidad como mi padre, tío? -preguntó Clemencia al Abad.

-Es claro que no, hija mía -contestó éste-; pues creo que la verdadera está en procurarse alas que nos eleven, no a las nubes, sino sobre ellas; pues las nubes con su indeciso y mudable rumbo e indistintas formas, aunque en esfera aérea, son de terrestre origen, y a la tierra vuelven.

-Pues, hermano -opinó don Martín-, como no sean las de los ángeles, estoy para mí que las de los pájaros no vuelan tan alto. ¿Qué dices tú, Pablo? que estás siempre callado y con la boca abierta como cañón arrumbado, y no parece sino que te criaron con migas y adormideras. ¿No digo yo bien, y no mi hermano, que todo lo pone fuera de tiro de pistola?

-Señor -contestó Pablo-, cuando la felicidad según uno la sueña, está en un imposible, vale más que el deseo se abstenga de analizarla y el corazón de ansiar por ella.

-Pablo, hombre -repuso su tío-, estoy para mí, que con los latines, que te engulles por receta de mi hermano, te vas a meter a coplero. Lo que has dicho es un sinfundo en buen versaje; pero a ti te están esas jerigonzas como los requilorios a las viejas.

Latines era para don Martín el nombre genérico de todo estudio y saber.

-Hermano -le dijo el Abad-, lo que dices es poco delicado y poco cierto. El saber le está tan bien a Pablo como a todo hombre que tiene como él, un gran entendimiento, una alta inteligencia, un alma elevada y un gran deseo de aprender.

-Mira, Abad -repuso don Martín-, siempre te estoy oyendo hablar de delicadeza; esa es tu muletilla; ¿me querrás decir lo que tú entiendes por esa voz? Porque quiéreme parecer que tú la miras como un carabinero plantado en la boca; y has de saber que no la entiendo yo así, porque la boca mía es puerto franco. Tu empresa de pulirle los cascos a Pablo ha de ser como la hacienda de la mujer, hecha y por hacer.

-La delicadeza -repuso el Abad-, según la define un filósofo suizo, se muestra como un constante sacrificio de sí mismo, que se contenta con su propio sufragio, sustrayéndose a la ajena gratitud; es un encarecimiento de consideraciones y urbanidades hacia el desgraciado; es el perdón de una injuria pagándola con un beneficio; es una restricción de los propios derechos, el desprecio de la apariencia; es un respeto a sí mismo, que hace que uno no se permita en ausencia lo que no se permitiría en presencia de testigos; es una fidelidad a la propia palabra, que sobrevive a la amistad, al amor, a la estimación y aun a la muerte. Es la continuación de los buenos procederes, aun después de enemistarse y cortar relaciones; es una atención obsequiosa y tan fina, que no puede ser adivinada ni sentida sino por aquella persona a la que va dirigida. Es una celebración indirecta de los méritos de una persona presente, encareciendo los mismos en otra persona ausente; es rehusar un segundo beneficio, después de admitir el primero; es gozar más en el placer de otros que en el propio. Así, hermano mío, define Weiss la delicadeza; yo definiría su esencia diciendo que es una flor que tiene sus raíces en el corazón, que cría el entendimiento, y que recibe de la cultura su exquisito perfume.

-Hermano -dijo don Martín-, eso es extracto sublimado de las cosas: menos espuma y más chocolate.

El corazón en la mano, y en el corazón buena sangre; eso es delicadeza, según lo entiendo yo; o bien la fruta sin la flor, como dirías tú.

-En ti, Martín -repuso el Abad-, halla tan buen terreno, que crece lozana aunque inculta. Si no da fragantes flores, efectivamente da opimos frutos; pero gentes hay, Martín, que son estériles troncos para esta fruta, y ramas secas para aquella flor.

-Malva-rosita -dijo don Martín, distraído ya de una conversación que no le interesaba-, tira la cédula que te dio aquella- lombriz de caño sucio.

-No señor, no señor -repuso alegremente Clemencia-, la voy a guardar como oro en paño.

-Eso es una tontería de dos varas, niña.

-Déjala, Martín -intervino doña Brígida-, deja que cada uno haga lo que le parezca, en no ofendiendo ni a Dios ni a ti: eso sí es la verdadera delicadeza; pero ¿no digo que en todo te has de meter, como los periódicos?

-Señora -repuso don Martín-, los periódicos se meten en casas ajenas con las llaves del sacristán que les ha dado la niña que nació en Cádiz; pero yo no me meto sino en la mía. Mas ya callo, ya callo, señora, pues lo mandáis; pero ello es que si yo me metiese en mi concha como lo hace usted, iría todo en la casa manga por hombro. En metiéndose usted en su oratorio, ahí se las den todas. Señora, ¿no sabe usted aquello de la confianza en Dios y los pies en la calle?

-Voy a seguir tu consejo -dijo con grave sonrisa doña Brígida-, pues mi prima me está aguardando en el locutorio con la madre abadesa.

La señora se levantó, fue a su cuarto y salió; y cosa nunca vista, dejó olvidada sobre la silla la llave de su oratorio, que siempre llevaba consigo, y en el que nadie sino ella penetraba jamás.

-Toma esa llave -dijo don Martín a Clemencia-, y ve a ver qué demonios tiene la señora escondido en su oratorio, más oculto que el oro en el centro de la tierra.

-Señor -contestó Clemencia-, sabéis que no quiere madre que nadie entre.

-Anda, anda, que yo te lo mando.

-Por Dios, señor...

-¿Qué gran misterio puede acaso ocultar? ¡vea usted!

-Sea el que fuere, debemos respetarlo.

-¡Oiga! ¡Debemos! Mira, María Sentencias, haz lo que mando, y ve.

-No me lo mandéis, no.

-¿Que no? ¿Hablo extranjis? ¡Te lo mando, caracoles!

-No puede ser.

-¿Y por qué no, malva-terquilla?

-Porque no me querréis dar una gran pesadumbre.

-¿Cuál? ¿la de ir a meter las narices en el oratorio de la señora?

-Eso no, porque no iría, sino la de desobedeceros, padre.

En este momento entró doña Brígida que volvía en busca de su llave, que había echado de menos.

Don Martín se apresuró a contarle lo que había pasado, culpando a su malva-terquilla.

-Hizo lo que debía, Martín -le dijo la grave señora-; la voluntad ajena y el sello se deben respetar siempre. Para premiar la consideración que me has tenido -añadió dirigiéndose a Clemencia-, te autorizo a que entres en mi oratorio.

Alargóle la llave, que tomó Clemencia, encaminándose tan luego hacia el oratorio, que se hallaba en el cuerpo alto.

Estaba éste oscuro, y sólo alumbrado por la débil luz de una lámpara. Sobre el altar había una imagen de la Virgen de los Dolores. Más abajo, a sus pies, sobre un pedestal de mármol blanco, estaba una calavera; en el zócalo del pedestal se leía en letras negras este letrero:

LO QUE ERES, FUI.

LO QUE SOY, SERÁS.

Clemencia salió, tétricamente impresionada.

-Tío -dijo al Abad cuando estuvieron solos, después de referirle lo que había visto-, allí encerrada pasaba madre horas enteras, ¿no es esto una idea extraña e hipocondríaca? ¿Ha de enlutarse la vida con tales espectáculos?

-En el orden espiritual, hija mía -contestó el Abad-, cada individuo busca la senda que le conviene, y se adapta a su índole; la austeridad tiene la que le es propia, la alegre mansedumbre tiene la suya. Guárdese ésta de no mirar con respeto a aquélla, y aquélla de menospreciar la otra; y considere la azucena que si es más blanca su túnica y más dulce su fragancia, es la negra cúspide del austero ciprés más fuerte y más elevada.

-¿Lo aprobáis pues?

-¿No lo había de aprobar, hija mía?

-¿Y acaso haríais otro tanto?

-No.

-¿Lo aconsejaríais?

-Tampoco.

-¿Por qué no, aprobándolo?

-Porque el efecto que causase en índoles débiles y suaves, que rechazan lo tétrico, no sería el que causa en la persona que por propia y espontánea inspiración lo elije. Pero entre todos los atrevimientos, el más general en los hombres, y el más punible, es el de querer ser jueces, no sólo de la conducta, pero hasta del sentir ajeno. La libertad de sentir sí que es un sagrado derecho del hombre. Dejar a cada cual dirigir sus propias tendencias en el orden espiritual, siempre que no salgan de la senda del bien, es una sagrada obligación; pues esa intervención que nos arrogamos en el sentir ajeno, esa ridícula e indebida fiscalización, es un despotismo insolente, es un mal grave, y una temeridad chocante y anómala en un siglo donde tanto se proclama, se ostenta y se abusa de la libertad del pensamiento.




ArribaAbajoCapítulo IV

Una tarde llamó Clemencia a las dos niñas nietas de Juana, que pasaban su vida en aquella casa, a quien su, mismo dueño, que tantos intrusos veía y toleraba en ella, llamaba el arca de Noé.

Todos los niños querían con entusiasmo a Clemencia. Tienen éstos un instinto que los atrae a lo bueno y a lo bello, que patentiza lo elevado de la naturaleza humana, que el mundo y la vida van degradando, si el alma no es bastante fuerte para contrarrestar su influencia nociva, y si al formarse carecen los niños de buena enseñanza y buenos ejemplos; esa ley práctica de tanto más poder que la ley escrita. La palabra sólo indica la senda; el ejemplo arrastra a ella.

Clemencia también se había apegado a ellos, porque los niños son la verdadera alegría del mundo. A su lado parece la vida más dulce, y los horrores de la tierra más apartados.

¡Cuán distantes están del infausto árbol del bien y del mal, ellos que no alcanzan a sus ramas! Y es tal el encanto sublime de la inocencia, que hasta da un reflejo simpático de sí a la ignorancia. Pronto se aprende, pronto se sabe, pero nunca se olvida; el corazón se purifica, la cabeza no. La fe que ha tenido que defenderse y luchar con argumentos impíos, es como la virgen que ha tenido que defenderse de los ataques de un seductor violento; conoce el mal aunque lo deteste, y más vale aun ignorarlo que detestarlo. ¿Cuál de los hombres, realmente superiores, sean cuales fuesen sus creencias, no ha envidiado alguna vez la sencilla ignorancia? ¿Qué marino luchando en el mar, sin senda, agitado siempre por furiosos y encontrados vientos, buscando, sin hallarlo, fondo seguro en que echar el ancla, no ha envidiado la barquilla del pescador, que sin salir de su tranquila ensenada, no pierde de vista el faro, que le hace inútil la brújula y otros instrumentos de la ciencia? Y no obstante se levanta hoy día la voz oscurantismo como pendón de vilipendio, contra aquellos que creen que en el saber no está la moral, sino la corrupción del vulgo. El mismo Byron ¿acaso no ha dicho: Sabemos que el saber no es la felicidad, y que la ciencia no es más que un cambio de ignorancia por otra clase de ignorancia? ¿Pues para qué trocar la ignorancia humilde y feliz por la ignorancia soberbia y descontentadiza?

Cuando Clemencia les dijo que iban a paseo, las dos niñas se pusieron a saltar de alegría, y las tres fueron a despedirse de doña Brígida.

-¿Y dónde vas a paseo? -preguntó la inamovible señora.

-Al campo, a coger flores.

-¡Al campo! ¡Ay Jesús! El campo es para los lobos; pero anda con Dios, hija, si te divierte.

En la puerta se encontraron a don Martín, que con su capote y con su sombrero a la chamberga, venía llenando la calle. Al ver a Clemencia con las niñas, le dijo:

-Dios te guarde, y no de mí. ¿Dónde se va con ese séquito, regina angelorum?

-Al campo, señor.

-Bien hecho, id a estirar las piernas y a esparcir el ánimo; si pudiese, había de ir contigo; pero ya no puedo nada de lo que podía; es necesario echar esta carreta al carril. No hay más remedio que meterme adentro. -Y añadió-: ¿Qué es eso que llevas en brazos, Mariquilla?

-Lleva un perro -respondió Clemencia.

-Un perrillo chico -repuso vivarachamente la niña-; pero su madre es grande.

-Calla, renacuajo -le dijo don Martín-, que eres como el grillo, que no se ve a dos pasos y se oye a dos leguas. La mañana está calurosilla -prosiguió dirigiéndose a Clemencia-; el sol está que echa chiribitas, aunque estamos en febrero. Ya se acerca San Matías, marzo al quinto día, entra el sol por las umbrías y calienta las aguas frías. Ea pues, con Dios id y con Dios volved. Si tiras a la izquierda, verás qué bueno está n mi cebadal, pues febrero saca la cebada de culero.

Clemencia y las niñas anduvieron algún tiempo por el campo, y entraron después en un camino encajonado en altos vallados de pitas, a cuyos pies nacían espesas e intrincadas las zarzas, las esparragueras, las madreselvas, las pervincas, entre las cuales asomaban las amapolas sus encendidas y rojas caras con su ojo negro, y los candiles de vieja sus jorobas.

En el mismo vallado se levantaban dos altos pinos; a su sombra se sentó Clemencia con su pequeño séquito a descansar, oyendo el suave murmullo de sus sonoras cimas que tan indefinible encanto tienen, oro suave, triste y lejano como un eco que repite debilitado el hondo y melancólico suspiro del mar, ora vago y misterioso, como a veces suenan indefinidas voces en el corazón.

La niña más chica traía un pájaro.

-Señorita -dijo la mayor-, Aniquilla está lastimando a ese pájaro que aprieta con la mano.

-¡Que no! -repuso la chica-; no tengo la mano apretá, sino aflojá.

-¿Sabes lo que es un pájaro? -le preguntó Clemencia.

-Sí -contestó Mariquilla.

-¿Pues qué son?


Los pájaros son clarines
entre los cañaverales,
que le dan los buenos días
al sol de Dios cuando sale.

-Es cierto -dijo sonriendo Clemencia-; pero son también animalitos de Dios.

-¿Y no se deben matar los animales?

-No, a no ser necesario; y entonces dándoles el menos tormento posible. En lo demás, Dios que les dio la vida, que se la quite. Suelta ese pajarito, Aniquita; que harás una obra de caridad.

La niña titubeaba.

-Suelta ese pájaro, que lo manda la señorita -le dijo su hermana la mayor.

-Si tengo la mano abría, y no se quiere ir.

-Clemencia le extendió la mano, y el pajarito se voló alegremente.

-¿No te bastaba -dijo Clemencia a la niña- el que te dijese que hacías una obra de caridad? ¿No sabes que la caridad es la primera de las virtudes, y se extiende sobre todo lo que sufre, como el sol de Dios por el mundo entero?

-La caridad es dar limosna, ¿no es verdad, señorita? -preguntó la mayor.

-Por supuesto, la limosna es uno de sus efectos, y así hijas mías, dad, dad sin pararos; que con el corazón en la mano, se pinta la caridad, porque vacías ya, no tienen otra cosa que dar.

-¿Y el que no tiene nada? -dijo la niña.

-Raro es el que no halle otro más desdichado que él, a quien pueda dar algo, por poco que sea; y lo poco en el que tiene poco, y la intención en quien no tiene nada, consuelan al pobre y agradan a Dios. Y para convenceros de ello, os contaré un ejemplo.

Las niñas se pusieron a escuchar con esa ansiosa atención con la que los niños absorben las primeras nociones que sobre las cosas se les dan, y los primeros sentimientos que en sus ánimos se imprimen.

Los pinos se pusieron a susurrar aun más suavemente, pareciendo imponer silencio a la naturaleza con su dulce ceceo para oír la palabra de Dios; y hasta los pajaritos bajaron de rama en rama como para venir a escucharla.

Clemencia habló así:

-Había una Reina tan buena y tan virtuosa, que atendiendo a la gran misión que Dios le diera poniendo el cetro en sus manos, sólo pensaba en hacer virtuosos, religiosos y felices a sus vasallos, ciñendo así a sus sienes una corona mucho más bella que la de oro que le diera su herencia, y estampando de esta suerte su nombre en el corazón de sus vasallos, para que la bendijeran, y en el libro de la historia, para que las generaciones lo admirasen; porque un buen Rey es para los pueblos beneficio de Dios, como es uno malo un castigo. Esta Reina, pues, bien criada en la enseñanza de Dios, sabía que estaba en su alto puesto para dar con su ejemplo una gran lección a sus vasallos, y con su virtud decoro al trono y respeto a su persona. Iba a los hospitales y casas de beneficencia a vigilar por el bien de los infelices; gastaba sus rentas en grandes empresas para la prosperidad del país que Dios le había dado a regir, ocupando y dando por ese medio pan a muchos infelices. Respetaba mucho a los sacerdotes, al mismo tiempo que encargaba a los obispos los amonestasen severamente a ser los más santos de los hombres. Así era bendecida por todos como una madre, y adorada como un ángel.

Estableció esta gran Reina un premio, para aquel que en el año transcurrido hubiese hecho la mayor obra de caridad, pensando con razón que era ésta una gran enseñanza práctica al alcance de todas las inteligencias.

Cuando todos se hubieron reunido y la Reina estaba como jueza en su trono, se acercó uno y dijo que había labrado en su pueblo un hermoso hospital para los pobres. El corazón de la Reina se llenó de gozo al oír esto, y preguntó si estaba concluido. Sí señora -contestó el interrogado- solo falta ponerle en el frontispicio la lápida con letras de oro, que diga por quién y cuándo se labró. La Reina le dio las gracias, y se presentó otro. Este dijo que había costeado a sus expensas un cementerio en su pueblo, que de éste carecía. Alegróse la virtuosa Reina, y le preguntó si estaba concluido, a lo que contestó que sólo faltaba rematar el hermoso panteón que en el centro estaba construyendo, para él y su descendencia. Dióle gracias la Reina, y se presentó una señora, que dijo había recogido una niña huérfana que se moría de hambre y la había criado, dándole lugar de hija. ¿Y la tienes contigo? -preguntó la Reina-. Sí señora, y la quiero tanto que jamás me separaré de ella; es tan dispuesta, que cuida de toda la casa y me asiste a mí con cariño y esmero. Celebró grandemente la Reina esta digna obra de caridad, cuando se oyó un tropel entre las gentes, que se desviaban dando paso a un niño más bello que el sol. Arrastraba tras sí a una pobre vieja estropajosa, que hacía cuanto podía para deshacerse y huir de aquel lugar tan concurrido. ¿Qué quiere este bello niño? -preguntó la Reina, que no cerraba sus oídos, que eran más de madre que de soberana, a ninguno que deseaba hablarle-. Quiero -contestó el niño con mucha dignidad y dulzura-, traer a vuestra majestad a la que ha ganado el santo premio que habéis instituido para la mayor obra de caridad. ¿Y quién es? -preguntó la Reina-. Es esta pobre anciana -contestó el niño- ¡Señora! -clamó la pobre vieja, toda confusa y turbada-, nada he hecho, nada puedo hacer, soy una infeliz que vivo de la bolsa de Dios. Y no obstante -dijo el niño con voz grave-, has merecido el premio. Pues ¿qué ha hecho? -preguntó la noble Reina, que antes de todo quería ser justa-. Me ha dado un pedazo de pan -dijo el niño-. Ya veis, señora -exclamó apurada la anciana-, ya veis, ¡un mendrugo de pan! Sí, -repuso el niño-; pero estábamos solos, y era el único que tenía. La Reina alargó conmovida el premio a la buena pordiosera, y el niño, que era el Niño Dios, se elevó a las alturas, bendiciendo a la gran Reina, que daba premios a la virtud, y a la buena y humilde anciana que lo había merecido.

Así veis pues, hijos míos, que el mérito no está en el más o menos valor de la obra, sino en las circunstancias y en los sentimientos con que se hace, y que un pedazo de pan para el que no tiene otra cosa, y hasta se lo quita de la boca para darlo, es más aún a los ojos de Dios que ve los corazones, que lo es una obra sonada y celebrada, que consigo lleva su recompensa.




ArribaAbajoCapítulo V

Apenas se había concluido la narración, cuando de lejos se oyeron discordes y confusos gritos. Clemencia puso el oído. Las voces eran muchas, y herían de cuando en cuando el aire estridentes silbidos.

-¿Qué es esto? -dijo Clemencia poniéndose en pie.

-¿Qué ha de ser? -opinó Mariquilla-, los pícaros de los chiquillos del lugar que andarán de tuna.

-No son, estas voces de muchachos -repuso Clemencia, cuyo corazón latía fuertemente, al oír acercarse en aquella dirección la gritería-; me temo...

No acabó la frase, porque una voz distinta ya, a la vez ronca, exaltada y azorada gritó:

-¡Eh, toro!

Un espantoso temblor se apoderó de la infeliz Clemencia, mientras que las chiquillas, dando gritos de terror, la rodearon colgándose de sus vestidos.

Clemencia volvió en torno suyo sus ojos extraviados, por ver si algún medio de salvación se le presentaba; pero ninguno ofrecía aquel lugar.

El vallado alto, espeso, no interrumpido, se alzaba a ambos lados del camino como una muralla vegetal, coronada por las púas de las pitas, como las de mampostería lo están por puntas de hierro; el camino, más hondo que el vecino campo, encajonado y preso, se prolongaba indefinidamente a la izquierda; por la derecha sonaba la alarma.

Además, ¿cómo huir, cómo correr, cuando la infeliz apenas podía tenerse en pie? ¿Cómo abandonar a las dos criaturitas, que se asían a ella como a su tabla de salvación? Y aunque lo hubiese intentado, ¿cuánto habría tardado en alcanzarla la fiera en su veloz corrida?

-¡Estamos perdidas! -gimió la estremecida Clemencia cruzando las manos- ¡Madre mía de las Angustias, apiádate de nosotras! Alcanza un milagro en favor de tu devota y de estas inocentes... que grande es tu piedad, y grande tu valimiento.

La algazara se acercaba; ya sonaba sobre la tierra dura el seco ruido de las herraduras de los caballos en su carrera. Los silbidos y descompuestas voces penetraban como clavos la trastornada cabeza de Clemencia, que permanecía inerte como la imagen del espanto.

En este instante apareció a la entrada del callejón, alta la cabeza, y moviéndola en bruscos movimientos de uno a otro lado, como incierto sobre la dirección que había de seguir el toro, esa fiera tremenda que con tanto esmero se embravece para solaz y diversión de hombres, que al salir de la que les brinda, harán discursos o escribirán artículos pomposos en loor de la cultura, del modo de moralizar al pueblo y dulcificar las costumbres. Clemencia, yerta e inmóvil, se apoyaba en la loma del vallado: la situación era espantosa. Hubieran podido salvar a Clemencia acosando al toro en otra dirección; pero nadie sabía que allí estuviese, oculta como se hallaba por el vallado.

En este momento el perrillo de la niña se puso a ladrar. Entonces el toro miró aquel grupo; esto decidió su vacilante intención, y... partió hacia él.

Clemencia cerró los ojos y nada vio; pero oyó ruido a espaldas del vallado, un fuerte golpe en el suelo, una llamada al toro; se sintió agarrada y sopesada por unos brazos vigorosos, cogida entre las zarzas por unos puños de hierro, y atraída al opuesto lado del vallado, donde cayó en tierra.

-¡Las niñas! -gritó con angustia-. Pero una después de otra cayeron a su lado; tras ellas saltó un hombre; este hombre era Pablo. Pablo, sereno y tranquilo como el poder que brilla en acciones, y no se ostenta ni altera en palabras.

A Pablo le había sido indicada la dirección que había seguido Clemencia, cuando la voz que cundió de haberse desbandado un toro, alarmó la población. Seguido del aperador del cortijo, ambos bien montados, cortó por campo atraviesa, para registrar el peligroso camino.

Llegaron en el momento en que el toro, incierto aún, vacilaba. Pablo se echó del caballo, cogió su capa, y saltó al camino, haciendo para el efecto hincapié en una excrecencia que tenía el tronco de uno de los pinos, con grave riesgo de lastimarse en su atrevido salto.

Presentó la capa al toro, que se paró al ver caer de repente ante sí aquel inesperado antagonista. El toro partió a él, y Pablo le lió con admirable tino y destreza su capa en las astas; y mientras el animal cegado trabajaba por desasirse de ella, Pablo con vigor y rapidez, levantaba en alto a la anonadada Clemencia, que recibía el aperador en sus robustas manos; hacía lo mismo con las niñas, y se valía a su vez de la mano salvadora del fiel criado, para ponerse en salvo.

-¡Pablo! -exclamó Clemencia, prorrumpiendo en un torrente de lágrimas.

-Calla -murmuró éste a su oído.

Aún no había pasado el peligro.

Siguió a estas palabras un profundo silencio, en que no se oían sino los resoplidos de la fiera, de la que sólo les separaba el vallado, detrás del cual batallaba por desprenderse de la capa. Una vez libre del estorbo que le cegaba, podría el toro en lugar de seguir adelante, retroceder y volver a hallarse en campo raso, a poca distancia de ellos.

Mas un ruido monótono y sonoro se oye de lejos en uniforme cadencia, y se viene acercando.

-¡Somos salvos! -murmuró Pablo al oído de Clemencia.

Eran los cencerros de los cabestros, que requeridos por el ganadero, venían a recoger al toro. Poco después entraban en el callejón con su uniforme trote, y el toro, más cuerdo que los hombres, los seguía, pesándole una emancipación estéril, de que tan mal uso hacía y que tan poca ventaja le reportaba.

Poco después el ruido de los cencerros, a la vez tan melodioso, tan aterrante y tan consolador, se fue perdiendo y alejando, a la par que el peligro; al fin no se distinguió, reduciéndose su sonido a un vago, lejano y grave rumor.

Clemencia, trémula y temblando, caminaba más que asida, colgada del brazo de su salvador.

-Pablo -le decía con débil voz-, no te doy las gracias, porque hablar no puedo; me has dado más que la vida; me has libertado de la más espantosa de las muertes. ¡Oh! y ¡qué frías son cuantas expresiones de gratitud han inventado los hombres para que te puedan expresar lo que yo siento!

En este momento llegaban varios hombres bien montados, armados de garrochas. Seguíales tirado por cuatro mulas el barrocho, en el que se veía a don Martín gesticulando y gritando desatentadamente. Cuando alcanzó a Clemencia, mandó parar, y la recibió en sus brazos; bien que la infeliz no podía hablar, y permanecía llorando e inerte, recostada en el pecho de su padre. El aperador Miguel Gil, contaba a gritos lo ocurrido al extático y embriagado auditorio.

-Sí, sí -exclamaba entusiasmado don Martín- Pablo es todo un hombre. Bien podrá no tener habla de abogado; pero en tratándose de manos a la obra, ahí está él. En jarabe de pico no está ducho; pero en cuanto a guapezas, muestra, por vía del dios Baco, la sangre de los Guevaras. ¡Ea, viva Dios! Sí, sí, Pablo, te luciste, ¡caracoles! Todos pueden charlar y mangonear; pero lo que tú has hecho, no lo hacen sino los hombres de pelo en pecho.

-Ea, a casa, a casa, y por los aires -añadió dirigiéndose al cochero-; que esta niña se me desmaya, y es preciso sangrarla sobre la marcha.

-Hija -dijo doña Brígida cuando llegaron-, ¿no te dije que el campo era para los lobos? Gracias infinitas al Señor, de buena has escapado.

-Y a la bendita Señora de las Angustias, a quien me encomendé, madre -repuso Clemencia.

-Mañana mismo, hija, se le hará una función de gracias -repuso doña Brígida.

-Sin olvidar las que le debes a Pablo -dijo don Martín-, que allí y en momento tan oportuno guió la Señora, lo que ha sido una providencia: ¡no hay nada sin Dios!

En seguida contó a su mujer lo ocurrido.

-¡Si Pablo es más noble que el oro! -dijo con expresión doña Brígida, gastando esa hermosa voz, a la que en los pueblos se da un sentido mucho más lato que en el lenguaje moderno, en el que sólo expresa una calidad; pero entre las gentes del campo es su significado como la esencia de todas las demás buenas, cualidades.

-Lo que Pablo ha hecho, padre -repuso Clemencia-, es más que una heroicidad; es un sacrificio.

-Sí, sí, merece una corona -dijo don Martín-; pero como no la tengo, lo que te doy, Pablo, es el potro ruano Andaluz; para que lo luzcas a él, como el mejor caballo de por estas tierras, y él te luzca a ti, como el mejor jinete y el más guapo de los mozos de Andalucía.

-¡Señor! -exclamó Pablo-, de manera alguna admito ese potro, que es el mejor que tenéis.

-Oyes, ¿y cuándo has visto tú que lo que yo regalo sea lo peor? -repuso su tío-. ¡Pues tendría que ver! ¿Y en quién ha de estar mejor empleado, me querrás decir?

-Por Andaluz os darán en feria cuarenta mil reales, tío.

-Mas que me dieran cuarenta mil pesos, no sale Andaluz de casa; ése es para ti. He de tener el gusto que nadie le caliente el lomo sino tú, ¿estás? No ha de enseñorearse Andaluz, por vía del dios Baco, sino con un Guevara. ¡Vea usted! Andaluz, que hace polvo en un lodazal!

-¡Qué temeridad! -decía el Abad-, y este increíble arrojo las ha salvado a las tres. Pablo, das razón a un antiguo refrán escocés, que dice que lo más prudente es el valor.

-¡El demonio se pierda! -exclamó don Martín-. ¡Y que no supiera yo ese refrán! Es decir, sabía el sentido, pero no lo sabía enversado; no se me olvidará.

-¡Exponerse de esta suerte por un éxito tan dudoso! -prosiguió el Abad-. ¡Oh noble y ciego ímpetu de la juventud!

-De todas maneras la salvaba, tío -repuso Pablo.

-Así, así -exclamó don Martín-; así se hacen las hazañas, exponiéndose; si no, no lo son; toma, toma, señor Abad, a costa de su pellejo, Francisco Esteban fue guapo. A tanto se expone el cuerpo como padece el alma.

Juana y su hija se habían abalanzado a las niñas, que estrechaban en sus brazos y cubrían de lágrimas; mas ahora se precipitaron hacia Pablo, abrazándolo y besando sus manos con ese entusiasmo de los corazones ardientes, tan expansivo y tan tierno.

-Vaya -exclamaba Juana-; que se expusiese así su mercé por salvar a la señorita, que al fin es su prima, ya era una hombrada de las pocas; pero que hiciese lo propio por estas inocentes, mire usted que para eso es preciso tener esa bondad tan buena del señorito. ¡Vaya, si esto es de lo grande, de lo santo, de lo sonado!

-Sí, sí -añadía don Martín-, esto va a ser más sonado que las narices. A este Pablo, no sólo no le arredra nada, pero ni lo perturba. En su vida de Dios se le van las marchanas; así es que en llegando la ocasión, como ha sucedido hoy, hace cosas tan grandes que al Rey le llaman de tú.

-Señorito -decía la madre de las niñas-, más tienen que agradecerle a su mercé mis niñas, que a mí que las parí. ¡Dios se lo premie tanto como yo se lo agradezco!

Pablo se apresuró a sustraerse, alejándose, a las muestras de admiración y de gratitud de que era objeto.

Entró en esto precipitadamente la tía Latrana, que era una vieja y osada pordiosera que de continuo asediaba a don Martín, la que con gemidos y lágrimas se abalanzó a Clemencia; pero como era muy pequeña, y Clemencia era más bien alta, no pudo por fortuna pasar el abrazo de su cintura.

-¡El demonio se pierda! -dijo don Martín, que estaba demasiado alegre para enfadarse-; no hay procesión sin tarasca. ¿A qué viene usted aquí, tía singuilindango?

-Pues ¿no había de venir, señor, a ver a mi señorita de mi corazón, que la quiero como si la hubiese parido, que es tan modosita con los pobres de Dios, y a la que en su vida se le oye ni un mal haya, no como otros ricos que son más ásperos que aceitunas de acebuche? Y vengo también, señor don Martín, para que me dé su mercé un poco de pan y de vino, para ponerme un reparito en el estógamo, pues con la alegría me se ha escompuesto.

-¿Qué se le ha descompuesto a usted el estómago con la alegría? ¡Por vía del demonio malo! Pues para contrapeso, lo mejor es darle a usted una pesadumbre, y verá usted como entra en caja. ¡Habráse visto tal fanganina!

-Pues sí, señor don Martín, que lo mesmo es una alegría que un pesar para estrépito del cuerpo.

-No es sino que es usted más pedigüeña que un demandante, y nada le basta; el dinero que se le da, es como puñado de moscas en un cerro en día de levante; siempre está usted hecha la esencia de la necesidad; nada le luce.

-¿Cómo me ha de lucir, señor? Ningún perro lamiendo engorda; el pan que me da hoy su mercé, ¿acaso me ha de apaciguar el hambre de mañana? ¡Ay, señor don Martín, el hambre tiene cara de hereje!

-Se parecerá a usted. En honra de la salvación de mi hija, y en gloria de la guapeza de mi sobrino, había pensado darle a usted un duro -dijo don Martín-, dándole una peseta.

-¿Y los diez y seis reales que faltan, señor don Martín? Esos me los deberá su mercé -dijo con alegre ansia la vieja.

-Pídaselos usted a la gran insolente de su lengua que se los ha robado, pues en poniéndose a chirlar, no hay respetos que no atropelle: ¿está usted enterada, tía raspagona? -dijo don Martín volviéndole la espalda-, y sepa que de la mano a la boca se pierde la sopa.

-¡Vaya! por poco se ha incomodado su mercé -murmuró la tía Latrana al irse-; pues al santo que está enojado, con no rezarle ya está pagado.



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